En tiempos de catástrofes - Isabelle Stengers - E-Book

En tiempos de catástrofes E-Book

Isabelle Stengers

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Beschreibung

Éste es un ensayo singular. No se trata de demostrar que las décadas venideras serán cruciales, ni tampoco de describir lo que podría ocurrir: tenemos suficiente información al respecto. Lo que Isabelle Stengers intenta es más bien una "intervención", como cuando, durante un debate, un participante toma la palabra y presenta la situación debatida bajo otra perspectiva, suscitando un leve tiempo de detención y abriendo un espacio para un posterior desplazamiento de la forma de plantear todo. Intervenir requiere cierta brevedad, porque no se trata de convencer, sino más bien de transmitir lo que hace que uno piense, sienta, imagine. Pero es también una experiencia bastante exigente, un trayecto donde es fácil patinar —las exigencias de rigor se acrecientan— Isabelle Stengers, científica y humanista, no defrauda los requerimientos inauditos que plantea este "tiempo de catástrofes", el suyo, el nuestro.

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Título original en francés:

Au temps des catastrophes

© Éditions La Découverte, París, 2009, 75013

© De la traducción: Víctor Goldstein

Cubierta: Juan Pablo Venditti

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Futuro Anterior Ediciones, 2017

© Nuevos emprendimientos editoriales, 2017

Preimpresión: Editor Service, S. L.

http://www.editorservice.net

eISBN: 978-84-16737-15-4

Esta obra se benefició del apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français.

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

http://www.nedediciones.com

Introducción

No se trata aquí de demostrar que las décadas venideras serán cruciales, ni tampoco de describir lo que podría ocurrir. Lo que intento es más bien del orden de una «intervención», cosa que experimentamos cuando, durante un debate, un participante toma la palabra y presenta la situación debatida «un poco de otro modo», suscitando un leve tiempo de detención. Luego, por supuesto, el debate prosigue como si tal cosa, pero algunos entre aquellos y aquellas que escuchaban harán saber más tarde que se sintieron impactados. Eso es lo que sucedió durante un debate en la televisión belga a propósito del calentamiento climático, cuando expresé que «estábamos terriblemente mal preparados para hacer frente a lo que estaba ocurriendo». El descubrimiento de que semejante observación podía «producir una intervención» está en el punto de partida de este ensayo.

Intervenir requiere cierta brevedad, porque no se trata de convencer, sino más bien de transmitir «a quien corresponda» lo que hace que uno piense, sienta, imagine. Pero es también una experiencia bastante exigente, un trayecto donde es fácil patinar y que por lo tanto es importante no intentar en soledad. Por eso debo agradecer aquí a aquellos y aquellas que leyeron este texto en una u otra fase de su elaboración y cuyas críticas, sugestiones, hasta (o incluso sobre todo) incomprensiones me guiaron, me forzaron a clarificar lo que escribía, es decir, también a comprender mejor lo que requería este ensayo.

Gracias en primer lugar a Philippe Pignarre, quien me dijo «puedes» desde la etapa del primer bosquejo, a Didier Demorcy, que no dejó de animarme en las exigencias de lo que estaba emprendiendo, y también a Daniel Tanuro, que me dio un impulso decisivo en un momento en que buscaba por qué lado encarar la cuestión.

Gracias a Émilie Hache, Olivier Hofman, Maud Kristen.

Gracias a los miembros del Grupo de Estudios constructivistas y en particular a Didier Debaise, Daniel de Beer, Marion Jacot-Descombes, David Jamar, Ladislas Kroitor, Jonathan Philippe, Maria Puig della Bellacasa y Benedikte Zitouni. Poder contar con la generosidad de estos investigadores e investigadoras, con su franqueza, con su práctica de una inteligencia colectiva abierta y exigente es un verdadero privilegio.

Gracias por último a Bruno Latour, cuya lectura fina y exigente se inscribe en un proceso que, desde hace más de veinte años, testimonia que los acuerdos entre caminos a veces divergentes se crean gracias a la divergencia y no a pesar de ella.

1 Entre dos historias

Vivimos tiempos extraños, un poco como si estuviéramos suspendidos entre dos historias que, tanto una como otra, hablan de un mundo «globalizado». Una nos es familiar. Está acompasada por las noticias del frente de la gran competencia mundial y tiene al crecimiento como flecha del tiempo. Tiene la claridad de la evidencia en cuanto a lo que exige y promueve, pero está marcada por una notable confusión por lo que respecta a sus consecuencias. La otra, en cambio, podría ser llamada distinta en cuanto a lo que está ocurriendo, pero es oscura en cuanto a lo que exige, por lo que atañe a la respuesta que se debe dar a lo que está ocurriendo.

Claridad no significa tranquilidad. En el momento en que comencé a escribir este texto, la crisis de las subprimes sacudía ya al mundo bancario y uno se enteraba del papel no desdeñable que desempeñó la especulación financiera en el aumento brutal del precio de los productos alimenticios. En el momento en que le doy la última mano (mediados de octubre de 2008), la debacle financiera está en curso, el pánico bursátil se ha desencadenado y los Estados, hasta ahora mantenidos a distancia de las grandes ligas, repentinamente son llamados a tratar de restablecer el orden y salvar a los bancos. No sé cuál será la situación cuando este libro llegue a sus lectores. Lo que sí sé es que, a medida que la crisis se amplificaba, se hicieron oír voces cada vez más numerosas para explicar, con total claridad, sus mecanismos, la inestabilidad fundamental de los montajes financieros, el peligro intrínseco de aquello en lo que confiaban los inversores. Por cierto, la explicación viene después, y no permite prever. Pero por el momento todos son unánimes: será preciso regular, vigilar, ¡hasta prohibir ciertos productos financieros! La era del capitalismo financiero, ese predador liberado de toda coerción por el ultraliberalismo reaganiano-thatcheriano, estaría cerrada, los bancos deberían volver a aprender su «verdadero oficio» al servicio del capitalismo productivo.

Una era está cerrada, tal vez, pero se trata de un episodio perteneciente como tal a lo que llamé la «primera historia», clara y confusa. No creo equivocarme si pienso que, si ha vuelto la calma cuando este libro llegue a sus lectores, el desafío primordial será «¡reactivar el crecimiento!». Mañana, igual que hoy, nos veremos llamados a aceptar los sacrificios exigidos por la movilización de cada uno para este crecimiento, y a reconocer la necesidad imperiosa de reformas «porque el mundo ha cambiado». El mensaje dirigido a todos, por su parte, seguirá siendo invariable: «no hay elección, hay que apretar los dientes, aceptar que los tiempos son duros y movilizarse para un crecimiento fuera del cual no hay ninguna solución concebible. Si no lo hacemos “nosotros”, otros aprovecharán nuestra falta de coraje y de confianza».

En otros términos, las relaciones entre protagonistas probablemente se habrán modificado, pero siempre será la misma historia, clara y confusa. Consignas claras, perspectivas de lo más confusas por lo que respecta al lazo entre esas consignas movilizadoras y la solución a los problemas que se vienen acumulando: desigualdades sociales crecientes, polución, envenenamiento por los pesticidas, agotamiento de los recursos, baja de las napas freáticas, etcétera.

Por eso En tiempos de catástrofes, escrito en cuanto a lo esencial antes de la gran catástrofe financiera, no tuvo que ser reescrito a causa de ella. Su punto de partida es diferente. Radica en un hecho: cuestionar la capacidad de lo que hoy se llama desarrollo en dar respuesta a los problemas que he citado es ahora derribar una puerta abierta. La idea de que correspondería a este tipo de desarrollo, cuyo motor es el crecimiento, reparar lo que él mismo contribuyó a crear no está muerta, sino que perdió toda evidencia. La índole intrínsecamente «insostenible» de ese desarrollo, que algunos anunciaban desde hace decenios, se ha convertido ya en un saber común. Y es precisamente ese saber que se ha vuelto común el que crea el sentido distinto de que otra historia ha comenzado. Lo que en adelante sabemos es que si apretamos los dientes y seguimos teniendo confianza en el crecimiento nos vamos a ir, como se dice, «de cabeza contra la pared».

Esto no significa en lo más mínimo una ruptura entre las dos historias. Lo que ellas tienen en común es la necesidad de resistir a lo que nos lleva de cabeza contra la pared. En particular, nada de lo que luego escribiré deberá hacer olvidar el carácter indispensable de las grandes movilizaciones populares (pensemos en la de Seattle), que no admiten parangón para despertar las capacidades de resistir y para poner bajo presión a aquellos que nos piden que tengamos confianza. Lo que me hace escribir este libro no niega esa urgencia, pero responde a la necesidad experimentada de tratar de escuchar aquello que, oscuramente, insiste una y otra vez. Por cierto, hay muchas cosas que exigir ya de los protagonistas que hoy definen lo que es posible y lo que no. Sin embargo, al tiempo que se lucha contra aquellos que hacen reinar las evidencias de la primera historia, se trata de aprender a habitar aquello que en adelante sabemos, de aprender aquello a lo que nos obliga lo que está sucediendo.

Si el hecho de saber, ahora común, que vamos de cabeza contra la pared requiere estar habitado, es quizá porque su índole común no traduce el éxito de una «toma de conciencia» general. Por lo tanto no aprovecha las palabras, los saberes parciales, las creaciones imaginativas, las convergencias múltiples que habrían dado como fruto semejante éxito, dándoles la razón a aquellos que antaño eran denunciados como pájaros de mal agüero, partidarios del «retorno a la caverna». Como en el caso del crac bursátil, que demostró que el mundo de las finanzas era vulnerable en su conjunto, no triunfaron las ideas, sino que hablaron los «hechos». En el curso de los últimos años fue necesario rendirse a la evidencia: lo que era vivido como una eventualidad, la perturbación global del clima, sin lugar a dudas había comenzado. Esa «verdad que molesta», como bastante bien fue nombrada, en adelante se ha impuesto. La controversia entre científicos está cerrada, lo que no significa que hayan desaparecido los contradictores sino que ya no se interesan en ellos más que como casos aislados, interpretables por sus relaciones con el lobby petrolífero o por particularidades psicosociales (por ejemplo, en Francia, ser miembro de la Academia de ciencias) que aparentemente tornan a uno reacio a lo que molesta.

Ahora «sabemos», y ciertos efectos en adelante observables ya obligan a los climatólogos a modificar sus modelos y sus previsiones. Así, el deshielo es mucho más rápido que lo previsto, tanto en el Ártico como en la Antártida, y los glaciólogos deben corregir sus modelos demasiado simples a este respecto. En cuanto a la tasa de CO2 en la atmósfera, progresa de tal modo que el aumento de las emisiones aparentemente ya no es lo único que se cuestiona. Se admitía que el calentamiento podría acarrear una disminución de las capacidades de absorción del gas emitido por los océanos o los bosques tropicales, uno de esos temibles lazos de realimentación positiva puestos en escena por los modelos, cuya activación debía ser evitada porque aceleraría y amplificaría el calentamiento. Parece que esto ya se está produciendo. Los modelos deben ser corregidos, las previsiones más pesimistas producidas por las simulaciones ganan en probabilidad. En suma, en esta nueva época nos enfrentamos no ya solamente con una naturaleza que «hay que proteger» contra los destrozos causados por los humanos, sino también con una naturaleza seriamente capaz de perturbar nuestros saberes y nuestras vidas.

Esta nueva situación no significa que las otras cuestiones (polución, desigualdades…) pasen al segundo plano. Más bien resultan asociadas, y esto en un modo doble. Por un lado, ya lo he subrayado, todas cuestionan la perspectiva de crecimiento, identificada con el progreso, que sin embargo sigue imponiéndose como único horizonte concebible. Por el otro, ninguna puede ya ser encarada de manera independiente de las otras porque cada una incluye en adelante el calentamiento climático como uno de sus componentes. Realmente se trata de una globalización, y esto en primer lugar desde el punto de vista de las amenazas venideras.

Es sabido que nuevos mensajes alcanzan ya al desdichado consumidor, que supuestamente debe tener confianza en el crecimiento pero, ahora, también es invitado a medir su huella ecológica, es decir, el carácter irresponsable y egoísta de su modo de consumo. Se oye afirmar que va a ser necesario «modificar nuestro modo de vida». Se apela a la buena voluntad en todos los niveles pero la confusión de las políticas es casi palpable. ¿Cómo mantener juntos el imperativo de «liberar el crecimiento», «ganar» en la gran competencia económica, y el desafío de tener que pensar un porvenir que define ese tipo de crecimiento como irresponsable, hasta criminal?

A pesar de esa confusión, la que prevalece y sigue acumulando víctimas es siempre la muy clara lógica de lo que llamé la primera historia. Víctimas recientes de la crisis financiera, por cierto, pero también y sobre todo víctimas «ordinarias» sacrificadas en el altar del crecimiento al servicio del cual están consagradas nuestras vidas. Entre esas víctimas las hay lejanas, pero también más cercanas. Piénsese en aquellos que se ahogan en el Mediterráneo, que prefirieron una muerte probable a la vida que tendrán en su país «rezagado en la carrera por el crecimiento», y en aquellos que, llegados a nuestras tierras, son perseguidos por «indocumentados». Pero no se trata solamente de los «otros». La «movilización por el crecimiento» alcanza a los trabajadores «nuestros», sometidos a imperativos de productividad intolerables, como también a los desocupados, enfocados por las políticas de activación y de motivación, intimados a probar que se pasan el tiempo buscando trabajo, hasta obligados a aceptar cualquier «changa». La temporada de caza a los desocupados está abierta. Aquí, el enemigo público número uno es el «aprovechador» que logró fabricarse una vida en los intersticios. El hecho de que esa vida pueda ser activa, productora de alegría, de cooperación, de solidaridad, importa poco, o bien debe ser denunciada. El desocupado que no está ni avergonzado ni desesperado debe tratar de pasar inadvertido porque da un mal ejemplo, el de una desmovilización, de una deserción. La guerra económica nos requiere a todos, esa guerra cuyas víctimas ni siquiera tienen derecho a los honores pero son intimadas a tratar de volver al frente por todos los medios.

Había que recordar esto, ese contraste casi sorprendente entre lo que sabemos y lo que nos moviliza, para atreverse a poner el porvenir que se prepara bajo el signo de la barbarie. No aquella que, para los atenienses, caracterizaba a los pueblos definidos como no civilizados, sino aquella que, producida por la historia de la que estuvimos tan orgullosos, fue nombrada en 1915 por Rosa Luxemburgo en un texto que escribió en prisión cuando «millones de proletarios de todos los países caen en el campo de la vergüenza, del fratricidio, de la automutilación, con sus cantos de esclavos en los labios».1

Rosa Luxemburgo, marxista, afirmó que nuestro porvenir tenía por horizonte una alternativa: «socialismo o barbarie». Cerca de un siglo más tarde, no aprendimos gran cosa a propósito del socialismo. En cambio, conocemos ya el triste estribillo que hará las veces de canto en los labios de aquellos que sobrevivan en un mundo de vergüenza, de fratricidio y de automutilación. Será: «es necesario, no tenemos elección». Hemos oído ya tantas veces ese estribillo, sobre todo a propósito de los migrantes indocumentados. Señala que aquello que, hasta entonces, era definido como intolerable, casi impensable, está en vías de instalarse en las costumbres. Y todavía no vimos nada. No por nada la catástrofe de Nueva Orleans fue tan impactante. Lo que se anuncia no es otra cosa que la posibilidad de una Nueva Orleans a escala planetaria: motores eólicos y paneles solares para los ricos, que tal vez hasta puedan seguir utilizando sus autos gracias a los biocarburantes. En cuanto a los otros…

Este libro se dirige a aquellos y aquellas que sienten que viven en suspenso. Entre ellos están quienes saben que habría que «hacer algo», pero están paralizados por el sentimiento de la desmesura entre lo que pueden y lo que sería necesario, o bien se ven tentados de pensar que es demasiado tarde, que ya no hay nada que hacer, o incluso prefieren creer que todo terminará por arreglarse, aunque no puedan imaginar cómo. Pero también están los que luchan, los que nunca se someten a las evidencias de la primera historia y para quienes esa historia, productora de explotación, de guerras, de desigualdades sociales incesantemente crecientes, define ya la barbarie. Sobre todo, ya no se trata de alegar ante aquellos que la barbarie que viene es «otra», como si el huracán Katrina mismo fuera una prefiguración, y como si sus luchas estuvieran desde entonces «desfasadas». ¡Todo lo contrario! Si hubo barbarie en Nueva Orleans, realmente estuvo en la respuesta que se le dio a Katrina: los pobres abandonados mientras los ricos se ponían a resguardo. Y esa respuesta no habla de esa abstracción que algunos llaman el «egoísmo humano», sino en verdad de aquello contra lo cual ellos mismos luchan, de aquello que, tras habernos prometido el progreso, nos pide que aceptemos el carácter ineluctable de los sacrificios impuestos por la competencia económica mundial: el crecimiento o la muerte.

Si me atrevo a escribir que también ellos están sin embargo «en suspenso» es porque, a mi juicio, aquello de lo cual Katrina puede figurar un signo precursor exige un tipo de compromiso del que ellos habían considerado posible (estratégicamente) abstenerse. Nada es más difícil que aceptar la necesidad de complicar una lucha ya tan incierta, enfrentados con un adversario capaz de aprovechar toda debilidad, toda buena voluntad ingenua. Trataré de hacer sentir que no obstante sería desastroso rechazar esa necesidad. Al escribir este libro, me ubico entre aquellos y aquellas que pretenden ser los herederos de una historia de luchas llevadas a cabo contra el estado de guerra perpetuo que hace reinar el capitalismo. Es la cuestión de cómo heredar hoy esa historia que me hace escribir.

Si nos encontramos en suspenso, algunos ya están comprometidos en experimentaciones que intentan hacer existir, desde ahora, la posibilidad de un porvenir que no sea salvaje; aquellos y aquellas que escogieron desertar, huir de esta «sucia guerra» económica pero que, «al huir, buscan un arma», como decía Gilles Deleuze.2 Y buscar, aquí, quiere decir en primer lugar crear, crear una vida «después del crecimiento», una vida que explore conexiones con nuevas potencias de actuar, de sentir, de imaginar y de pensar. Esas personas ya escogieron modificar su forma de vivir, de manera efectiva pero también política: no actúan en nombre de una preocupación culpable de «su huella ecológica», sino que experimentan lo que significa traicionar el papel de consumidores confiados que nos fue asignado. Es decir, lo que significa entrar en lucha contra lo que fabrica esa asignación, y aprender concretamente a reinventar modos de producción y de cooperación que escapen a las evidencias del crecimiento y de la competencia. A ellos está dedicado este libro, y más precisamente a lo posible que ellos intentan hacer existir. Sin embargo, no se tratará de convertirme en su portavoz, de describir en su lugar lo que ellos intentan. Ellos son perfectamente capaces de hacer oír su propia voz, porque lejos de efectuar un «retorno a la caverna», como algunos los acusan, son expertos en sitios web y en redes. No me necesitan, pero sí que otros como yo trabajen, con sus propios medios, para crear el sentido de lo que nos ocurre.

Que no se espere de este libro una respuesta a la pregunta «¿qué hacer?», porque esa expectativa será decepcionada. Mi oficio son las palabras, y las palabras tienen un poder. Pueden encerrar en querellas doctrinarias o apuntar al poder de consignas —razón por la cual temo la palabra «decrecimiento»—, pero también pueden hacer pensar, producir comunicaciones un poco nuevas, sacudir las costumbres, y por eso honro la invención del nombre «objetor de conciencia al crecimiento». Las palabras no tienen el poder de responder a la cuestión que nos imponen las amenazas globales, múltiples y entrelazadas con lo que llamé la «segunda historia», aquella en la que muy a pesar de nosotros estamos embarcados. Pero sí pueden, y es lo que intentará este libro, colaborar en formular esa cuestión en un modo que obligue a pensar lo que requiere la posibilidad de un porvenir que no sea salvaje.

Notas:

1. Puede encontrarse el texto de Rosa Luxemburgo [en francés] en http://marxists.anu.edu.au/francais/luxembur/junius/rljaf.html. [En castellano, véase https://www.marxists.org/espanol/luxem/09El%20folletoJuniusLacrisisdelasocialdemocraciaalemana_0.pdf (N. del T.)].

2. Gilles Deleuze, Claire Parnet, Dialogues, Flammarion, col. «Champs», París, 1996, pág. 164. Si se busca «fuir, arme, Deleuze» en internet, y se selecciona el sitio «La voix de Gilles Deleuze», se lo puede oír expresando esa frase [trad. cast.: Diálogos, trad. de José Vásquez, Pre-Textos, Valencia, 1980].

2 La época ha cambiado

En el sentido propio, este libro es lo que se puede llamar un «ensayo». Sin lugar a dudas se trata de ensayar el pensar a partir de lo que es ante todo una comprobación, «la época ha cambiado», vale decir, dar a esa comprobación el poder de hacernos pensar, sentir, imaginar, actuar. Pero lo que semejante ensayo tiene de alarmante es que esa misma comprobación puede servir de argumento para impedirnos pensar y para anestesiarnos. En efecto, a medida que se restringió el espacio de las elecciones efectivas que dan sentido a ideas tales como política o democracia, aquellos que en adelante voy a llamar «nuestros responsables» tuvieron la tarea de hacer comprender a la población que «el mundo ha cambiado». Y por lo tanto que el cambio es hoy una ardiente obligación. Pero cambiar, en su caso, significa renegar de lo que había hecho esperar, luchar, crear. Esto significa «dejemos de soñar, hay que someterse a la evidencia».

Por ejemplo, nos dirán, dejemos de soñar que algunas medidas políticas podrían dar respuesta al alza fulgurante del precio del petróleo y de los beneficios de las compañías petroleras. Frente a la baja del poder adquisitivo habrá que satisfacerse con medidas que son más bien del orden de la caridad pública: puesto que es muy preciso «ayudar a las familias», se bajarán algunos impuestos o tasas. Por supuesto, sin perjuicio de tener que hacer ahorros en otras partes. Porque no es cuestión de resignar la evidencia que logró imponerse en el curso de los últimos treinta años: no se pueden tocar ni las «leyes del mercado» ni los beneficios de las industrias. Por lo tanto, se trata de aprender a adaptarse, con el triste suspiro que mata tanto la política como la democracia: «es muy necesario».

«Es muy necesario» es el leitmotiv que asociamos Philippe Pignarre y yo, en La Sorcellerie capitaliste,1 al dominio capitalista tal y como resiste hoy más que nunca, y eso a pesar de la desaparición de toda referencia creíble en el progreso. Nuestra primera preocupación era cómo dirigirse al capitalismo a partir de la necesidad de resistir ese dominio. Vuelvo a poner en marcha la cuestión con una perspectiva complementaria. Si ya no se trata, aquí, de reactivar el movimiento de resistencia antiglobalización —es decir, anticapitalista—, evidentemente no es porque habría perdido importancia sino porque también él en adelante se ve confrontado con un porvenir cuyas amenazas, en algunos años, adoptaron un giro terriblemente concreto. Aquellos que, con los ojos llenos de estrellas, confían en el mercado, en su capacidad de triunfar de aquello que ya no pueden negar pero que llaman «desafíos», perdieron toda credibilidad, pero a todas luces esto no basta para dar al porvenir una posibilidad de no ser salvaje. Y la verdad que aquí molesta, cuando están involucrados aquellos que luchan por un mundo «distinto», es que éste es el momento en que se trata de aprender a volverse capaces de hacerlo existir. Para todos nosotros, es en esto en lo que ha cambiado la época.

Tratar de pensar a partir de ese «hecho», es decir, de aquello que, brutalmente, se ha vuelto una evidencia común, es evitar tomarlo como argumento («puesto que la época ha cambiado, entonces…»). Se trata de tomarlo como una cuestión, y una cuestión formulada no en general sino aquí y ahora, vale decir, en un momento en que el gran tema del progreso ya perdió su carácter convincente. Así, se volvieron casi redundantes las demostraciones de que el capitalismo nos da solamente una ilusión de libertad, de que las elecciones que nos deja son solamente elecciones forzadas. En adelante hay que «creer en el mercado» para adherir todavía a la fábula de la libertad que tiene cada uno de elegir su vida. Se trata por lo tanto de pensar en un momento en que el papel, antes considerado crucial, de las ilusiones y de las falsas creencias, perdió su importancia, sin que por ello haya sido desacreditado —todo lo contrario— el poder de las «elecciones forzadas» que se nos proponen.

Del mismo modo, hace cincuenta años, en la época en que las grandes perspectivas de la innovación científico-técnica eran sinónimos de progreso, habría sido casi inconcebible no volverse con confianza hacia los científicos y los técnicos, no esperar de ellos la solución a problemas que atañen a ese desarrollo que están tan orgullosos de haber motorizado. Pero también aquí —aunque sea menos evidente— la confianza fue profundamente deteriorada. De ningún modo es seguro que las ciencias, por lo menos tal y como las conocemos, estén equipadas para dar respuesta a las amenazas del porvenir; en cambio, con lo que se llama la «economía del conocimiento»,2 es relativamente seguro que las respuestas que los científicos no dejarán de proponernos sin embargo no nos permitirán evitar la barbarie.