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UNA OBRA ORIGINAL E INTELIGENTE QUE RENUEVA EL GÉNERO NEGRO CONFRONTANDO LA IA CON LA EXPERIENCIA HUMANA. La superintendente Kat Frank, una policía que confía en sus instintos, es elegida para liderar un programa piloto que la empareja con una DAIA (Dispositivo Analítico de Inteligencia Artificial), que se proyecta como el holograma realista de un varón. Pero Kat, madre soltera y viuda, tiene suficientes problemas como para además trabajar con Lock, una máquina cuya lógica aplastante choca con sus instintos. Sin embargo, cuando los casos sin resolver de dos personas desaparecidas se activan de nuevo y el asunto se vuelve personal, Lock es el único que puede ayudarla. En un abrir y cerrar de ojos es un debut deslumbrante, una vuelta de tuerca a la novela policiaca procedimental y su pareja antagónica. Con una dinámica de buddy cop y un estilo ágil y fresco, la trama plantea dilemas morales y preguntas inesperadas sobre la vida, el dolor y la pérdida o qué significa ser humano.
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Seitenzahl: 515
JO CALLAGHAN
EN UN ABRIR Y CERRAR DE OJOS
Traducción de Jorge Rizzo
Título original inglés:: In the Blink of An Eye.
© del texto: Jo Callaghan, 2023.
© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero. 2024.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: mayo de 2024.
ref.: obdo327
isbn: 978-84-1132-870-8
aura digit • composición digital
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.
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Agradecimientos
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Índice
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Colección
para steve
El quid no es si las máquinas piensan, sino si lo hacen los hombres. El misterio que rodea a una máquina pensante también rodea a un hombre pensante.
b. f. skinnerContingencias de reforzamiento: un análisis teórico
No ve nada.
Intenta abrir los ojos, pero nota que algo los aprieta contra el cráneo. Se palpa la cara con dedos lentos y torpes. ¿Una cinta? ¿Una venda? ¿Qué es...?
Tira de aquello, primero con una mano, luego, más desesperadamente, con las dos. Pero no sirve de nada. Está demasiado apretado.
La mente se le dispara buscando respuestas. Está soñando. Con resaca. Ha sido víctima de alguna broma de borrachos patética. Probablemente haya sido idea de Luke.
La boca se le llena de saliva cuando recuerda que anoche no salió con Luke. De hecho, no salió con nadie, porque fue a aquella cita por la mañana y luego...
Y luego.
Mierda.
En la silenciosa oscuridad, solamente oye el bum,bum,bum de su corazón y ve ese brillo palpitante detrás de sus párpados. Extiende las manos hacia los lados, hacia un espacio que no puede ver. Está tendido en una cama. Una cama individual, estrecha, con una manta rasposa o una toalla cubierta con sábanas y... se estremece con el contacto del metal, frío y duro. Frunciendo el ceño, vuelve a alargar las manos. ¿Barandillas?
Esa no es su cama.
—¿Hola? —dice. Se arrepiente inmediatamente, porque el miedo en su voz es innegable, al igual que el eco de una sala vacía.
El aire es frío y huele a... —olisquea, mientras busca la palabra— ¿antiséptico?
Se abre una puerta y él se vuelve hacia el ruido.
—¿Hola? —vuelve a decir, esta vez más esperanzado.
La puerta se cierra con un clic.
Pasos. Silenciosos, apenas rozando el suelo.
Los pasos se detienen.
Le arden los ojos, se esfuerza para ver a través de lo que sea que tiene encima.
—¿Quién eres? ¿Dónde es...?
Unas manos con guantes le agarran el antebrazo izquierdo. Por un momento, la impresión le impide moverse. Luego se adueña de él el pánico e intenta zafarse, pero tiene la mano inmovilizada con la misma fuerza que si se la hubiera rodeado una pitón. Contiene un grito al sentir el pinchazo y el líquido helado en las venas. Son dos, quizá tres segundos, y luego el Extraño le suelta el brazo. Percibe en el ambiente un olor penetrante, químico.
Se pasa los dedos por el punto del dolor.
—¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú?
Se vuelve hacia el lugar donde cree que está el Extraño. Es su oportunidad para que le dé una explicación, para que todo cobre sentido de nuevo, de modo que pueda reírse de sus propias imaginaciones paranoides.
Pero no le dice ni una palabra, ni reconfortante ni de ningún otro tipo. Lo único que oye es el roce de un calzado blando contra el suelo sin moqueta. Se oye una puerta que se abre.
—¡Espera!
La puerta se cierra. Alguien gira una llave en la cerradura.
Se estira hacia el lugar de origen del sonido, pero el cuerpo le pesa, lastrado por alguna fuerza desconocida. Quiere agarrarse a la barandilla que rodea la cama. Roza el metal, frío y liso, pero no lo consigue. De hecho, no consigue ni rodear el metal con los dedos.
Intenta quitarse la venda de los ojos, pero sus brazos —sus brazos, que pesan lo indecible— se le caen pesadamente a los lados, impotentes. Se hunde de nuevo entre las almohadas, mareado, mientras en el fondo de sus ojos, estalla un confuso remolino de colores.
Y, de pronto, todo se vuelve negro otra vez.
comisaría de leek wootton, warwickshire,
10 de junio, 9:30 h
La superintendente Kat Frank avanzó hacia el despacho de su jefe clavando los tacones de sus zapatos nuevos en la vieja moqueta. Al comisario jefe no le importaba si eras un político veterano que hubiera tardado meses en conseguir una cita o un colega que se hubiera pasado todo el día en el tren solo para verle: si llegabas aunque solo fuera cinco minutos tarde, te enviaba a freír espárragos. Y Kat llegaba con un retraso de treinta y seis minutos nada menos.
—Le doy otra cita, ¿no? —le susurró la secretaria del comisario.
Kat dirigió la vista hacia la puerta perfectamente cerrada. Un par de años antes, habría dicho que sí y se habría apresurado a alejarse para que no le reventaran los tímpanos. Pero, después de todo lo que había pasado, lo que menos le preocupaba era recibir un rapapolvo. Haciendo caso omiso al gesto horrorizado de la secretaria, Kat dio un golpecito decidido en la puerta y entró.
El comisario jefe McLeish estaba sentado tras su mesa, frente a un enorme ventanal muy luminoso, lo que obligaba a cualquier visitante a fruncir los párpados para protegerse del sol mientras intentaba descifrar su gesto. No se levantó, ni asintió, ni dijo nada. Pero tampoco le ordenó que se fuera.
Kat aguantó aquel silencio tenso. No tenía sentido hablarle de la autoestopista de cabello azul con un cartel escrito a mano en el que lo mismo podía decir «mátame».
A pesar de su cita, Kat paró antes de que lo hiciera algún asesino en potencia, preguntándose a quién demonios se le ocurría hacer autoestop en estos tiempos. (Aparentemente a las chicas polacas de dieciocho años que regresaban de algún festival de música, si un «tío muy guay» las convencía de que «sin duda» podían conseguir trabajo recogiendo fruta en las granjas de Warwickshire). Y ahí estaba ahora, después de llevar a la chica a una granja de fresas donde le iban a pagar una miseria pero en la que al menos los dueños eran decentes, llegando con media hora de retraso a una reunión a la que tenía pensado llegar al menos con media hora de antelación.
Pero a McLeish no le interesaban las excusas. Kat sabía perfectamente que usaba el silencio como arma —pocos podían resistirse a llenarlo, dándole así una ventaja insuperable—, de modo que aguantó la mirada mientras estudiaba a aquel hombre que no había visto hacía más de un año.
McLeish había sido su segundo jefe, su primer mentor y —al menos eso quería pensar— uno de sus más viejos amigos. Incluso cuando le echaba un rapapolvo, era únicamente porque consideraba que podría aprender algo, y así era. Kat había cometido muchos errores en el pasado, pero nunca había cometido el mismo error dos veces. Sus colegas le envidiaban la capacidad que tenía de «leerlo», como si el comisario fuera un crucigrama especialmente críptico. Pero para Kat estaba todo bastante claro.
Cuando estaba enfadado, se le ponía la cara morada. Cuando estaba satisfecho, decía unas cuantas palabras toscas que la dejaban animada unos cuantos días. Pero, cuando se callaba, quería decir que el jurado ya tenía una sentencia y tenías todas las de perder.
—¿Qué hacen las niñas? —se atrevió por fin a decir.
Él suavizó el gesto.
—Tocar las narices. En serio, hace treinta años, nosotros mandábamos a los niños a jugar a la calle, les dábamos la merienda y los poníamos a dormir. Pero ahora las niñas, pobrecitas, no pueden salir a menos que hayan «quedado para jugar». Y esperan que les lea un cuento cada noche antes de dormir. ¿Te lo puedes creer?
—Mocosas del demonio —dijo Kat, sonriendo. Justo antes de cumplir sesenta años, McLeish había sorprendido a todo el mundo casándose de nuevo y embarcándose en una segunda familia. ¿Y por qué no? Estaba claro que se le veía feliz.
—Sí, al menos ya sé de antemano que las cosas no van a mejorar cuando crezcan —dijo, levantándose tras la mesa y dirigiéndose hacia el sofá de cuero negro que había en la esquina del despacho, al tiempo que le indicaba con un gesto que lo siguiera.
Kat se dejó caer en uno de los sillones, regodeándose por dentro por haber conseguido que la perdonara, aunque no se lo hubiera dicho de palabra. Y es que ya tenía cuarenta y cinco años, caray, no era ninguna colegiala.
—¿Cómo está Cam? —le preguntó él—. ¿No tenía la selectividad este año?
—Sí, estamos a la espera de las notas. Por eso quería verte.
—Te aburres y quieres volver.
No era una pregunta. La conocía muy bien. Ella asintió pero, antes de que pudiera decir nada más, McLeish frunció el ceño.
—¿Seguro que estás lista, Kat? Apenas han pasado seis meses desde...
—Seguro. Al principio, Cam necesitaba mucho apoyo. Pero ahora lo lleva bien. Ya no toma medicación, su terapeuta le ha dado el alta y espera empezar la universidad en septiembre.
—No te estaba preguntando por Cam. Te estaba preguntando por ti.
—Yo estoy bien —dijo Kat, ruborizándose—. O, al menos, estaré bien cuando vuelva a trabajar.
—Te entiendo.
Por supuesto que la entendía. Como siempre.
—Bueno, ¿y qué es lo que querrías hacer? —dijo, apoyándose en el respaldo del sofá, que emitió un silbido al soltar aire.
—Antes de que pidiera la excedencia, me dijiste que debía solicitar algún puesto en administración: jefa de departamento, quizá, o incluso subcomisaria jefe.
—Y tú me dijiste que te cortarías las venas con un serrucho antes de aceptar un trabajo de despacho.
—Eso era antes —dijo Kat, recordando a su yo anterior, que no entendía cómo alguien podría desear pasarse el día aporreando un teclado en lugar de patear las calles—. Mira, le prometí a Cam que, si volvía al trabajo, haría algo que no fuera peligroso. No puede permitirse perderme a mí también.
Él se frotó la calva con la mano.
—Ya. Pero el caso es que no se prevé que haya vacantes en administración y, aunque hubiera algún puesto libre, llevas ya un par de años fuera del cuerpo. Han cambiado muchas cosas.
—Entonces, ¿por qué has accedido a recibirme? —replicó, sin conseguir disimular su irritación. McLeish no era de los que juega con la gente.
Él echó el cuerpo hacia delante.
—Porque se da el caso de que tengo el trabajo perfecto para ti. ¿Conoces a la nueva ministra del Interior? —No esperó la respuesta, porque era evidente que no—. Es bastante agradable, pero está absolutamente perdida. Cree que, de algún modo, se puede aumentar la «eficiencia», algo que habrían pasado por alto todos sus predecesores.
Kat se encogió de hombros. Todos los políticos hacían promesas descabelladas para mejorar los resultados de la policía y reducir el «despilfarro» antes de llegar al cargo. Pero, en cuanto eran convocados al Congreso para responder tras un terrible asesinato o una violación, enseguida se ponían a discutir con el Ministerio de Economía para poner más policías en la calle.
—Esta es diferente —dijo McLeish, leyéndole la cara—. Tiene formación en tecnologías de la información y está convencida de que la solución al aumento de la criminalidad no es contar con más efectivos, sino con más DAIA.
—¿Más qué?
—DAIA. Dispositivos Analíticos de Inteligencia Artificial. —Hizo un gesto con la mano, como quitándole importancia—. Básicamente, una especie de Alexas con pretensiones que se supone que pueden procesar datos y resolver más delitos con un coste muy inferior al de un poli.
—¿En serio?
—Me temo que lo dice muy en serio. —McLeish se puso en pie, cruzó el despacho y cogió un informe de su mesa—. Según un estudio encargado por la ministra, en el Reino Unido desaparece una persona cada minuto y medio, lo que genera más de trescientos mil casos al año. La policía tiene que dedicarles mucho tiempo a esos casos, el catorce por ciento para ser precisos, con un coste aproximado de dos mil quinientas libras cada uno, el cuádruple que el de un robo clásico con allanamiento. Este informe concluye que gran parte del trabajo de base dedicado a los desaparecidos, como analizar los interrogatorios, las pruebas, las grabaciones de circuito cerrado, los teléfonos, lo que sea, se puede hacer con DAIA, con lo que la policía obtendría un ahorro «significativo» en tiempo y dinero.
Kat soltó un bufido y se puso en pie.
—Eso es una memez. Quizá las unidades de inteligencia artificial sean útiles para recoger datos, pero no pueden razonar, no pueden hacer de investigadores. Los crímenes son actos humanos. ¿Cómo va a entender un ordenador las motivaciones de una persona que desaparece, o lo que puede haber dejado atrás? Por Dios.
Meneó la cabeza, recordando alguna de las puertas a las que había tenido que llamar en el pasado, las familias destrozadas que se había encontrado tras ellas—. Y el coste de una desaparición no es solo económico. Esas familias necesitan tacto y sensibilidad. Necesitan una persona, no un ordenador.
—Exacto —dijo McLeish—. Por eso, quiero que lideres un proyecto piloto para incorporar uno de esos DAIA a la revisión de «casos fríos» de desaparecidos.
—¿Qué? ¿Estás de broma? —dijo, torciendo el gesto. De la vehemencia del discurso que acababa de soltar no quedaba ni rastro—. Ya sabes qué le pasó a John por culpa de esa supuesta inteligencia artificial.
—Lo sé —dijo él, suavizando el tono—. Por eso te lo pido a ti. Para esto necesito a alguien en quien pueda confiar, Kat. He accedido a llevar a cabo este proyecto piloto con el objetivo de quitarles de la cabeza sus ideas cada vez más locas para reducir costes, así que lo último que necesito es a algún veinteañero ambicioso que vea la ocasión de usarlo para llamar la atención de la ministra y conseguir un ascenso.
—De modo que necesitas a una cuarentona complaciente que haga lo que tú quieras.
—Quiero a alguien que comprenda los riesgos.
Kat se cruzó de brazos. Comprendía los riesgos mejor que nadie.
—Llevo en el cuerpo casi veinticinco años y he trabajado muy duro para ganarme el cargo de superintendente en jefe. He dirigido investigaciones de asesinatos, complejos casos de estafas internacionales que han provocado cambios en la legislación. ¡Incluso pillé al estrangulador del Aston, joder! ¿Por qué demonios iba a querer dedicarme a revisar un puñado de casos fríos para que la ministra pueda llevar a cabo su proyecto experimental?
—Porque, si no lo haces, ese «proyecto experimental» se convertirá en una excusa para reducir aún más los efectivos de la policía. Tú eres la investigadora más humana que conozco, Kat. Casi eres una mentalista. Si alguien puede demostrar lo estúpida que es esa idea, eres tú.
Kat se volvió y fijó la vista en el mapa de Warwickshire que había en la pared. Nunca había conseguido decirle que no a McLeish. Y un proyecto piloto de revisión de casos fríos desde luego le serviría para tranquilizar a Cam y que supiera que no corría peligro. Pero ¿de verdad podría aguantar trabajar con inteligencia artificial? Por Dios, ¿qué diría John? Tragó saliva y sintió un nudo en la garganta al constatar por enésima vez que no llegaría a saberlo. La imagen del mapa se le difuminó ante los ojos. No había conocido nunca a ningún hombre con más curiosidad intelectual que John. Casi se imaginaba lo que le diría: «Cuéntame más».
Kat suspiró con fuerza y se volvió hacia McLeish.
—Cuéntame más de esos DAIA.
—Yo no tengo ni idea —dijo McLeish, cogiendo su teléfono—. Pero conozco a una mujer que sí.
—Esta es la profesora Okonedo —dijo McLeish, mientras hacía entrar a una mujer menuda con un llamativo traje chaqueta rojo y la invitaba a sentarse con ellos—. Es profesora en el Instituto Nacional de Estudio de la Inteligencia Artificial (INEIA) de la Universidad de Warwick. La profesora Okonedo es, con su equipo, quien ha desarrollado los DAIA, y también es la autora del informe que ha impresionado a la ministra del Interior hasta el punto de pedirnos que introdujéramos un proyecto piloto en la Policía de Warwickshire.
La profesora Okonedo no mostró ninguna reacción ante el tono de McLeish. Se limitó a asentir como para confirmar que, efectivamente, era todas esas cosas tan brillantes y le tendió una mano tan cuidada a Kat que esta no pudo evitar recordarse a sí misma que debía comprar más crema de manos.
—Esta es la superintendente en jefe Kat Frank —añadió McLeish—. Una de las investigadoras más experimentadas y con más talento del país. Espero que pueda convencerla para que dirija el proyecto piloto.
La sonrisa desapareció de la cara de la profesora.
—Bueno, ¿quiere explicarnos de qué va todo esto? —dijo él.
—Esto... sí, es solo que... —La profesora se ajustó las gafas con un dedo y echó hacia atrás los estrechos hombros—. Mi equipo y yo nos hemos pasado los últimos cuatro años desarrollando un DAIA con algoritmos libres de sesgo y de prejuicios de ningún tipo, para que la inteligencia artificial pueda tomar decisiones basadas exclusivamente en las pruebas. Y, aunque les agradezco la posibilidad de ponerlo a prueba en un entorno policial real, es imprescindible que el proyecto piloto no la contamine. Por eso, en mi informe, recomendamos probar el DAIA con un investigador recién incorporado.
McLeish se volvió hacia la joven sin ni siquiera parpadear. Tras una pausa casi amenazante, dijo:
—¿Qué está intentando decirme exactamente?
Kat se quedó mirando a aquella mujer, preguntándose cuántos años tendría. ¿Veintimuchos? Poco más de treinta, como máximo.
—Quizá la profesora Okonedo no quiera probar su invento con una compañera de mediana edad que podría contaminarlo con prejuicios racistas o sexistas —dijo Kat—. O «edadistas».
McLeish empezó a adoptar un preocupante tono morado. Se levantó, abrió la puerta y dio unos golpecitos en la placa de latón que llevaba su nombre.
—La última vez que lo comprobé, era yo quien estaba a cargo del Departamento de Policía de Warwickshire, lo que significa que yo decido quién dirige mi equipo. A menos que quiera que cancele el proyecto piloto...
Kat se puso en pie, protegiendo a la joven de la mirada rabiosa de McLeish.
—Mire, es un desafío justo —dijo Kat—. ¿Y el objetivo de un proyecto piloto no es poner a prueba una hipótesis?
La profesora Okonedo se puso en pie.
—Gracias, pero no necesito a nadie para defender o explicar mi trabajo —dijo—. De hecho, desde un punto de vista científico, una de las ventajas de un proyecto piloto es que puede contribuir a identificar potenciales fuentes de problemas.
—¿Está diciendo que por mi edad soy una potencial fuente de problemas?
—Potencial.
—Solo hay un modo de saberlo —las interrumpió McLeish, mirando a las dos mujeres.
Kat frunció los párpados. ¿Había atacado a la profesora sabiendo que ella saltaría de inmediato en su defensa? ¿O había buscado aquel encuentro deliberadamente porque sabía que eso despertaría su instinto de competición, el deseo de demostrar que la jovencita estaba equivocada? En cualquier caso, era un cabrón manipulador.
—Usted será una experta en inteligencia artificial —dijo Kat—, pero no conoce los fundamentos del trabajo de investigación. Si yo fuera tan tonta como para acceder a dirigir este proyecto piloto, se daría cuenta de que los delitos no pueden resolverse con un puñado de algoritmos.
—¿Significa eso que lo harás? —intervino McLeish.
—Significa que me lo pensaré —dijo ella, a regañadientes—. Una vez alguien me aconsejó que nunca aceptara un trabajo hasta tener perfectamente claro cuánto me iban a pagar, con quién iba a trabajar y ante quién iba a responder.
—Ya, qué bocazas soy —dijo él, girándose para cerrar la puerta. Aun así, Kat tuvo tiempo de verle esbozar una sonrisa, algo raro en él. Ambos sabían que acabaría aceptando.
Y, a juzgar por el gesto de la profesora Okonedo, que no reaccionó, ella también lo sabía.
comisaría de leek wootton, warwickshire,
27 de junio, 8:00 h
Kat miró a través de la puerta de cristal hacia el interior de la Sala de Control de Operaciones. Además de pantallas enormes, una buena señal de wifi y una gran mesa de reuniones, tenía la única máquina de bebidas calientes que funcionaba en toda la comisaría. Era solo cuestión de tiempo que alguien se atreviera a cuestionar su derecho a usarla, pero hacía ya mucho que había aprendido que era más fácil pedir perdón que pedir permiso. Y, además, ella tenía a su cargo un proyecto piloto a escala nacional y un nuevo equipo que montar. Así que no iban a quitársela.
Vio a las tres personas sentadas en torno a la gran mesa de reuniones y soltó un suspiro. Antes de acceder a dirigir el programa, Kat había solicitado contar con un inspector, un sargento, tres agentes, un director de administración y apoyo de oficina. Pero McLeish se había reído en su cara.
—Se supone que la inteligencia artificial tiene que hacer todo el trabajo de análisis y administración, así que no necesitas un equipo completo.
De modo que tenía un inspector, una sargento, una científica con aspecto de colegiala y su máquina de café.
Kat sabía que, en cuanto cruzara la puerta, todos se pondrían firmes, así que hizo una pausa antes de entrar para estudiar a su nuevo equipo. De momento, daba la impresión que el que más hablaba era el inspector Rayan Hassan. Estaba apoyado en el borde de la mesa, estirando el cuello, vestido con un elegante traje negro. Aunque no conocía a Hassan personalmente, su licenciatura en Derecho y el alto índice de condenas entre sus detenidos habían hecho que se fijara en él durante la selección. Según su ficha de Recursos Humanos, había sido ascendido recientemente a inspector, pero aún tenía «algún problema de adaptación». «Demasiado obsesionado con sus propias metas: quiere ser el primer superintendente en jefe de origen asiático —había señalado su último jefe—. Quiere ser mejor que los otros».
«Bueno, quizá lo sea», había murmurado Kat al ver quién había sido su último jefe. Ella no tenía nada en contra de las personas con ego si mostraban suficiente talento como para merecerlo. Ya había trabajado con muchos hombres (y sí, normalmente eran hombres blancos de cierta edad) provistos de una arrogancia que no se correspondía con sus verdaderas habilidades. De esos había muchos en el departamento, así que bien podía darle una oportunidad a Rayan Hassan.
Kat se volvió y observó a la mujer menuda de cabello oscuro que estaba sentada frente al inspector. Hasta el momento, no había dicho ni una palabra; se limitaba a asentir y sonreír mientras Hassan agitaba sus largos brazos. Debbie Browne era una sargento de veinticuatro años que llevaba en la Policía de Warwickshire desde los dieciocho. Hacía unos años, Kat la había visto hablando en la recepción con una madre desconsolada que había venido a presentar una denuncia y estaba esperando un taxi. Aunque no era su caso, y pese a que ya había acabado su turno, la joven agente había insistido en llevar a la pobre mujer a su casa. Kat se había quedado mirando a Debbie mientras se llevaba a la señora a su coche y, sin decírselo a nadie, la había añadido a la breve lista de agentes con un mínimo de sentimientos.
A diferencia de Tina-de-Recursos-Humanos. Cuando Kat le preguntó por qué Debbie no estaba en la larga lista de candidatos, se limitó a encogerse de hombros y a decirle: «No lo ha solicitado». Kat soltó un improperio cuando por fin leyó el currículum de la joven. Tras seis años de buen trabajo en el cuerpo, la sargento Brown tendría que luchar por llegar al puesto de inspectora presentándose como candidata para proyectos destacados como aquel, no dejando pasar el tiempo con la esperanza de que algún día alguien se diera cuenta de lo duro que trabajaba y la ascendiera de pronto. Si por ella fuera, Kat les daría a todas las agentes novatas una placa con un lema para que se la prendieran sobre el corazón: «Pide o no te darán».
En el otro extremo de la mesa estaba sentada la profesora Okonedo, vestida con un vistoso traje chaqueta azul eléctrico. No mostraba indicios de ser consciente de nada de lo que pasaba allí, y mucho menos de la presencia de Hassan o Browne, mientras tecleaba en su tableta con una intensidad que hacía pensar que tenía cosas más importantes que hacer que conocer a sus nuevos colegas.
El inspector Hassan seguía hablando sin parar. Kat no oía lo que estaba diciendo, pero, por el modo en que miraba de vez en cuando a la joven y atractiva científica, era evidente que era a ella a la que intentaba impresionar.
Kat abrió con un empujón algo más fuerte de lo necesario. La puerta golpeó la pared y sobresaltó a todos. Hassan se retiró de la mesa y se sentó bien; hasta la profesora Okonedo dejó de escribir y levantó la vista. Las tres cabezas se volvieron para mirarla mientras cruzaba la Sala de Control de Operaciones. A veces establecía su autoridad haciendo referencia a los muchos años que había pasado como agente y oficial de la policía, confirmando que sí, era la Kat Frank que había capturado al estrangulador del Aston. Pero las espaldas rectas y los ojos bien abiertos de su nuevo equipo le hacían pensar que ya sabían la suerte que tenían de estar en su equipo.
—Buenos días —dijo—. Soy la superintendente en jefe Kat Frank, dirijo este proyecto piloto y me gusta el té bien cargado, con una gota de leche.
Browne se puso en pie de un salto y se fue a la máquina de bebidas.
Kat suspiró y le dijo a Browne que volviera a sentarse.
—No estaba pidiéndote que me hicieras un té; estaba compartiendo con vosotros lo más importante sobre mí para fomentar la cohesión del equipo: quién soy yo y qué es lo que me gusta beber.
—Hola. Yo soy el inspector Rayan Hassan —dijo él, sin que se lo pidieran, claramente complacido de poder proclamar en público su nuevo título—. Y me gusta el café, preferiblemente con leche, azúcar y una galleta —añadió, con un tono que hacía pensar que estaba acostumbrado a conseguir las tres cosas.
—Oh, esto... Yo soy la sargento Browne y no tengo manías. Me gusta el té y el café. Lo que haya.
—Pero ¿qué es lo que prefieres? —insistió Kat.
—Té, con mucha leche. Pero también lo tomo solo.
—¿Y usted? —le dijo Kat a la profesora Okonedo, que levantó la vista de su tableta.
—¿Yo?
—A menos que lo que suela beber sea un secreto...
La profesora Okonedo hizo una pausa antes de compartir con ellos, a regañadientes, que no le gustaba ni el té ni el café y que solo bebía agua.
—¿Lo has oído, Hassan? —dijo Kat, señalando hacia la máquina de las bebidas con un gesto de la cabeza.
Él la miró, parpadeando.
—Dos tés, un agua y un café para ti.
—Oh... sí, por supuesto —dijo él, frunciendo el ceño mientras se dirigía hacia la máquina.
Kat apoyó las manos en la mesa, junto a Browne, y echó el cuerpo adelante, acercándose.
—Lección número uno. Como mujer, no puedes ser nunca la que se ofrece a levantarse para hacer el té, especialmente en un equipo nuevo. Sería lo mismo que llevar un cartel que dijera «No cuento para nada». Cuando llegues a mi edad y a mi rango, ya podrás permitirte jugar a hacer de mamá de los demás, pero, hasta entonces, quédate sentada y espera a que lo hagan los hombres. Eso hará que pases mucha sed, pero, al menos, así tendrás alguna posibilidad de que te escuchen. ¿De acuerdo?
Browne se sonrojó y asintió.
—Sí, gracias. Perdón.
—Lección número dos: no pidas disculpas a menos que hayas hecho algo ilegal.
—Per... —Browne se puso aún más colorada.
Kat se apartó del extremo de la mesa justo en el momento en que Hassan volvía con las bebidas. Sin fijarse en su té, se puso a caminar arriba y abajo por la sala, les comunicó que el equipo ya estaba formado y era hora de ponerse a trabajar.
—Por petición expresa de la ministra del Interior, el Departamento de Policía de Warwickshire ha accedido a desarrollar el proyecto piloto para la creación del primer equipo de policía hombre-máquina del Reino Unido, y habéis tenido la suerte de ser elegidos para formar parte de este grupo pionero. Nuestro objetivo es determinar las tareas que puede desarrollar la inteligencia artificial, en contraposición con los roles, decisiones y funciones que solo un investigador humano experimentado puede desempeñar.
Kat señaló con un gesto hacia el otro extremo de la mesa.
—La profesora Okonedo es el cerebro creador del DAIA que vamos a poner a prueba, así que será un elemento clave de nuestro equipo, al tiempo que aprenderá lo que la IA puede hacer y lo que no. Profesora Okonedo, ¿podría presentarnos su creación, por favor?
Kat se sentó y apoyó la espalda en el respaldo.
La profesora se colocó bien las gafas con un dedo.
—Gracias, superintendente Frank. Pero, antes de presentarles a su nuevo colega, me gustaría aclarar y corregir cualquier idea errónea que puedan tener sobre lo que es y no es la inteligencia artificial.
A Kat no le hizo ninguna gracia aquella precisión, pero no dijo nada. En lugar de eso, se puso a mirar los mensajes del móvil mientras la joven científica explicaba la diferencia entre «IA débil» (centrada principalmente en una tarea, como el reconocimiento facial, que es «fácil» y ya está integrada en los hogares y en los teléfonos móviles) y la «IA general» (completamente diferente y mucho menos habitual, que integra las características más complejas de la inteligencia humana, como la capacidad de elaborar juicios y decisiones).
La profesora Okonedo observó que Kat ponía los ojos en blanco al oír aquello, pero no dejó que eso la desalentara y siguió explicando pacientemente que, hasta hacía poco tiempo, crear una máquina de IA general, capaz de operar con un nivel de complejidad humano, requería millones de líneas de código.
—Pero, afortunadamente, hemos encontrado un atajo llamado Aprendizaje Profundo —dijo—. Eso nos permite preparar el algoritmo proporcionándole enormes cantidades de datos para que pueda ir perfeccionándose constantemente por sí mismo, mejorando y, en última instancia, aprendiendo.
—¿Aprendiendo? —repitió Browne—. ¿Cómo puede aprender una máquina?
—Igual que lo hacemos nosotros. Piense en el software de reconocimiento facial, por ejemplo...
—Prefiero no hacerlo —dijo Kat, levantando la vista de su teléfono móvil—. Según las investigaciones realizadas, tiene muchos fallos.
—Supongo que las investigaciones a las que se refiere tienen que ver con la IA basada en las tareas, la cual sí reconozco que es extremadamente limitada —admitió la profesora Okonedo—. Imaginen, por ejemplo, que quieren crear un programa para identificar gatos. Si lo hicieran a la manera antigua, basándose en las tareas, tendrían que introducir en el programa datos como el de que «los gatos tienen las orejas puntiagudas» y «los gatos tienen cola», etcétera. Con ese programa, detectarían muchos gatos, pero ¿qué pasaría cuando apareciera un tigre? Podrían intentar introducir cada vez más información sobre gatos, pero eso llevaría mucho tiempo y siempre quedaría espacio para errores. El prototipo que hemos desarrollado mi equipo y yo es completamente diferente porque es una máquina que se enseña a sí misma —dijo, y por primera vez se le iluminó el rostro con una sonrisa—. En lugar de introducir en su programa innumerables cantidades de datos, le proporcionamos miles de fotografías de gatos para que las analice hasta que encuentre patrones y conexiones. Con el tiempo, se vuelve bastante eficaz detectando lo que es un gato y lo que no lo es.
—¿Con el tiempo? —dijo Hassan, dirigiendo una mirada al gesto de escepticismo de Kat—. ¿Así que básicamente aprende en el puesto de trabajo?
—¿No es lo que hacemos todos? —dijo la profesora Okonedo, extendiendo sus manos, minúsculas y perfectamente cuidadas.
—¿Y qué pasa mientras la IA aprende? —objetó Kat, sin poder ocultar su mal humor—. ¿Quién paga el precio de sus errores?
Por primera vez, la profesora Okonedo mostró dudas al mirarla.
—Por eso hemos acordado centrarnos en casos fríos para empezar, de modo que el impacto de cualquier error sea mínimo.
«“¿De modo que el impacto de cualquier error sea mínimo?”. Por Dios, esta mujer no tiene ni idea», pensó Kat, intentando controlar su rabia.
—Quizá sean casos «fríos» —respondió, haciendo un esfuerzo para controlar su tono de voz—. Pero las personas implicadas son reales. No son como la IA, basta un solo error para destruir a una familia entera.
La profesora Okonedo frunció el ceño y se quitó las gafas.
—Lo sé perfectamente, superintendente Frank, porque desgraciadamente la policía comete miles de errores todos los días. De hecho, el objetivo de la incorporación de la IA es reducir esos errores. La máquina que hemos desarrollado aprenderá a un ritmo exponencial gracias, entre otras cosas, al hecho de que no necesita dormir y de que, a diferencia del resto de nosotros, no puede enfermar. Y otra de las ventajas de los DAIA es que son inmunes a las pandemias.
Kat levantó las cejas, sorprendida de que una joven tan inteligente hubiera podido cometer un error tan torpe. Todo el mundo había perdido algo o a alguien durante la pandemia, pero, en un equipo nuevo como el suyo, no había modo de saber quién había resultado afectado ni cómo. Aunque ya habían pasado varios años, el cuerpo de policía aún registraba bajas, en especial en los rangos más altos. Unos cuantos habían muerto y muchos más se habían jubilado anticipadamente, afectados por el impacto físico y mental que había tenido el covid sobre ellos mismos y sus familias.
La profesora Okonedo se aclaró la garganta.
—Quizá debería presentarles a su nuevo compañero para que vean ustedes mismos lo que puede hacer.
Metió la mano en la bolsa que tenía sobre el regazo y sacó una caja negra del tamaño de su mano. Giró el dial del candado, lo abrió, sacó una pieza de acero negro, de poco más de un centímetro de altura y un par de centímetros de anchura, encajada en una tira de plástico, y la dejó sobre la mesa de reuniones.
Todos echaron el cuerpo hacia delante.
—Parece una pulsera —dijo Browne, dejando claro que esperaba algo más llamativo.
—Es un brillante diseño de mi equipo de estudiantes de doctorado del INEIA, para que se pueda ajustar discretamente a la muñeca y acompañar a su socio humano a cualquier parte —dijo la profesora Okonedo—. Puede actuar como receptor de audio únicamente, pero las pruebas demuestran que los seres humanos suelen interactuar mejor con otras personas, por lo que este dispositivo contiene sensores polarizados y unos minúsculos módulos sensoriales con una unidad holográfica para que el DAIA pueda manifestarse en forma de holograma digital en 3D.
Pasó el dedo sobre el grueso brazalete negro y dijo:
—Les presento al nuevo miembro de su equipo, el DAIA Lock.
De pronto apareció un hombre en el centro de la sala. Kat se puso en pie de un salto. No, no era un hombre, sino la imagen de un hombre: esbelto, negro, de metro ochenta más o menos, con un bigote perfectamente recortado y una barba corta bien perfilada. Kat dio unos pasos adelante, decidida a encontrar algún defecto o alguna imperfección. Pero aquella figura tridimensional era de tal realismo que todo daba miedo, desde los poros de la nariz a las leves arrugas de su traje azul marino. Pero eran los ojos lo que más la inquietaban: de un marrón oscuro, grandes e increíblemente... le vino a la mente la palabra expresivos, pero la descartó enseguida. Aquello era una máquina, no una persona. La rodeó lentamente, observando con alivio que, a pesar de la luz de la mañana que se colaba por los sucios cristales de las ventanas, aquella figura no emitía sombra alguna y los tacones de sus (aparentemente) raídos zapatos no dejaban ninguna marca sobre la nueva moqueta gris. «De hecho», pensó Kat, «si fruncías los párpados y mirabas más allá, a través de la figura, notabas que la luz que proyectaba o reflejaba tenía algo raro, un leve brillo en los bordes, que le daba un aspecto etéreo, casi como de otro mundo».
Satisfecha, Kat se cruzó de brazos y se quedó mirando fijamente al holograma. Era unos cinco centímetros más alto que ella. Al día siguiente, se pondría tacones.
Lock no bajó la mirada. Al contrario, se le acercó.
—Tiene una cicatriz, superintendente Frank.
—¿Qué?
—En la barbilla. Una cicatriz. —Levantó un único dedo y lo mantuvo en alto, a solo unos centímetros del rostro de ella—. La cicatriz ya está madura, así que, con toda probabilidad, la herida se la hizo hace más de dos años y, teniendo en cuenta que mide cuatro milímetros y es perfectamente lineal, debió de ser el resultado de un golpe con un borde afilado. ¿La esquina de una mesa, quizás?
Kat se lo quedó mirando, recordando el duro golpe recibido por sorpresa, la caída contra la mesa de la cocina y la herida que le provocó, que manchó de sangre el polvoriento suelo de linóleo.
Lock levantó las cejas.
—Evidentemente no es un recuerdo agradable. De hecho...
—De hecho —dijo Kat—, mi barbilla no tiene nada que ver con este proyecto piloto ni con los casos en los que vamos a trabajar. —Se giró, dándole la espalda a la imagen, y se dirigió a la profesora Okonedo—. Pensaba que había dicho que no era más que un holograma. ¿Cómo puede ver?
—Un objetivo clave de la investigación que estamos llevando a cabo en la Universidad de Warwick es desarrollar una IA que pueda interactuar con el mundo real, así que los sensores LiDAR situados en torno a la pulsera le proporcionan a Lock un flujo constante de datos geoespaciales para que pueda localizar cualquier entorno y posicionarse adecuadamente. Pero aunque «ve» a través de los sensores de su muñeca, ha sido programado para imitar las acciones de los humanos, «mirando» alrededor al entrar en una estancia o «mirando» a una persona a los ojos, para poder interactuar más profundamente con los seres humanos.
Kat volvió a mirar a Lock, que parecía observarla con un interés inquietante. Ella apartó la mirada y se sentó a la mesa con su equipo. Su equipo de verdad.
—Es un truco estupendo —le dijo a la profesora Okonedo—. Pero ¿qué puede hacer esta máquina que sea relevante para nuestro trabajo?
—Tanto o tan poco como le permita. El DAIA Lock contiene chips que pueden hacer más de diez billones de cálculos por segundo. Eso significa que puede repasar miles de imágenes en segundos u organizar temáticamente ingentes cantidades de datos de redes sociales para acelerar una investigación.
—Yo prefiero repasar ese tipo de cosas personalmente —dijo Kat—. No siempre sé qué estoy buscando hasta que lo veo. Y, aun así, en muchos casos, voy siguiendo una corazonada.
—Las corazonadas pueden llevar a error y verse afectadas por un sesgo cognitivo —dijo Lock a sus espaldas. Hablaba con voz suave, sin prisas, como si estuviera seguro de que iban a escucharle, con un acento típicamente asociado a la clase acomodada—. Yo tengo integrado un método científico que les permitirá comprobar hipótesis y detectar errores, con lo que podrán centrar sus esfuerzos en las líneas de investigación más plausibles.
Maldito listillo. Como si necesitara una máquina para que le enseñara lo que era una «línea de investigación plausible». Pero le había prometido a McLeish que se portaría bien —al menos el primer día—, así que, en lugar de decirle dónde se podía meter su «método científico integrado», se volvió hacia él y le mostró una sonrisa forzada.
—Gracias, pero mucho me temo que la ciencia no se puede aplicar a las corazonadas. Una corazonada es... —se encogió de hombros—... una corazonada.
Lock cerró los ojos un segundo.
—Acabo de leer 73.239 artículos científicos sobre los principios científicos de la toma de decisiones y, dado que los procesos humanos de toma de decisiones están claramente afectados por factores intelectuales, sociales y emocionales, debo concluir que sus «corazonadas» no son más que un reflejo de sus propios prejuicios y suposiciones.
Kat se quedó mirando a la profesora Okonedo.
—¿Esta cosa entiende que trabaja para mí?
La joven sonrió.
—Lock ha sido programado para llevar a cabo las tareas que se le asignen dentro de la jerarquía de gestión. No obstante, un elemento clave de esta prueba piloto será ver hasta qué punto nos comprende. La habilidad de Lock para entender el lenguaje hablado supera todo lo conseguido hasta ahora en IA, pero aún le queda mucho que aprender de las interacciones humanas en tiempo real. Ha sido programado para decir la verdad ante cualquiera y, de momento, no tiene filtro.
—Ni tacto para las relaciones sociales —murmuró Kat.
—Eso es una de las cosas que espero que aprenda formando parte de este equipo. A cambio, el DAIA Lock contribuirá a dar más ecuanimidad y transparencia a la actividad policial, fomentando las decisiones basadas en pruebas.
—¿Fomentando las decisiones basadas en evidencias? —repitió Kat, que soltó un bufido e intentó explicarle con la máxima paciencia posible que hay diferentes tipos de pruebas y que solo porque una corazonada no se pueda explicar, no significa que sea errónea—. Hace unos años, se publicó un famoso estudio para el que llamaron a un montón de expertos con objeto de valorar una extraña estatua griega y, tras considerar todas las pruebas científicas, concluyeron que era una antigüedad auténtica. Pero entonces llegó otro experto, le echó un vistazo y así, sin más —Kat chasqueó los dedos—, supo que era una falsificación. No podía explicarlo, pero su instinto le decía que algo no cuadraba. Y tenía razón.
—Se refiere a la compra de la estatua de un kuros por parte del Museo Getty —dijo Lock—, que algunas personas han usado para demostrar que las decisiones instintivas pueden ser más precisas que las razonadas. —Hizo una pausa y se llevó una mano a la barbilla, como si pensara—. Pero más relevante sería plantearse por qué todos los otros expertos se equivocaron.
Kat frunció el ceño. ¿Cómo podía tener una máquina la confianza para hacer una pausa así? «No —se corrigió—: una máquina no puede sentir confianza; no puede sentir nada. Esa máquina había sido programada para reproducir gestos propios de la confianza y del pensamiento. Aprendizaje profundo... y una mierda». No era más que un corta-pega de algún político de segunda fila. Nada más.
—Los expertos del Getty se equivocaron no a causa de las pruebas científicas —prosiguió Lock—, sino a pesar de ellas. Compraron la estatua porque deseaban desesperadamente que fuera auténtica. Aunque no tenía ni un rasguño, decidieron creer que su adquisición de diez millones de dólares tenía dos mil años de antigüedad. No les llevaron a engaño los hechos, sino sus propios deseos y preferencias humanas. —Levantó la mano derecha, formando un círculo con el índice y el pulgar para enfatizar su conclusión—. Es el ejemplo perfecto de lo sesgados que están los procesos humanos de toma de decisiones y de lo necesario que es filtrar los sentimientos y otros factores distorsionadores.
Kat se puso en pie, consiguiendo así que su equipo mirara a la nueva jefa, y no a su nuevo juguete.
—Bueno, sin duda la profesora Okonedo sacará sus conclusiones cuando acabe este proyecto piloto, independientemente de lo que tú pienses, solo que... —Se volvió hacia Lock con una mueca de falsa simpatía—. Solo que en realidad tú no puedes pensar, ¿no?
Contó hasta tres —si era necesario, ella misma podía enseñarle a aquella especie de Alexa engreída un par de cosas sobre las pausas dramáticas—, le dio la espalda y se volvió hacia la profesora Okonedo. Era hora de que hablaran los «mayores».
—Para asegurarse de que el proyecto piloto se desarrolla correctamente, puede asistir a todas nuestras reuniones; tendrá acceso a todas las decisiones grabadas, tal como solicitó. Pero, antes de empezar, quiero dejar clara una cosa.
Kat metió la mano en su maletín y sacó un grueso archivador de palanca. Lo sostuvo entre ambas manos mientras miraba a Hassan y a Browne.
—Aunque repasemos casos antiguos de desaparecidos, nuestra prioridad no es responder a las preguntas de la profesora sobre corazonadas o procesos de toma de decisión. Somos agentes de policía, no ratas de laboratorio. Nuestro trabajo es aportar respuestas a las familias de los desaparecidos. Los casos siempre siempre serán lo primero. ¿Está claro?
Hassan y Browne asintieron.
—Bien.
Dejó caer el archivador sobre su mesa, levantando una nubecilla de motas de polvo que salieron volando.
—Cada año se denuncian unas siete mil desapariciones en todo Warwickshire. Casi todas las personas acaban apareciendo, salvo dos o tres al año, lo cual quiere decir que, en los últimos diez años, desaparecieron veintiocho personas sin dejar rastro. —Hizo otra pausa y paseó la mirada por la sala, iluminada por los haces de luz que se colaban por los grandes ventanales. Kat apoyó las manos sobre el archivador con delicadeza—. Cada uno de estos dosieres representa la vida de una persona real: adolescentes que quedaron con sus amigos y nunca volvieron; mamás que salieron a recoger una botella de leche y ya nunca entraron en casa, padres que se subieron al coche una mañana para ir al trabajo y nadie más volvió a ver. Así que no quiero que nadie hable de estos casos como «desapariciones» o «casos fríos». Puede que nos parezca que el rastro ya se ha enfriado, pero a sus familias y sus amigos la ausencia de estas personas aún les quema por dentro y necesitan saber qué fue de sus seres queridos. Nuestro trabajo consiste en darles a las familias las respuestas que necesitan y se merecen. ¿Está claro?
—Sí, jefa —dijeron Hassan y Browne.
Kat se volvió hacia Lock:
—¿Y bien?
Por primera vez, parecía confuso.
—¿Lo tienes claro? —repitió Kat.
—Ha dicho que nuestro trabajo consiste en darles a las familias las respuestas que necesitan y se merecen. Así que sí, puedo confirmar que nuestra misión está clara.
—Sí, jefa —dijo Kat.
—Sí, jefa.
Kat respiró hondo. Lock había repetido sus palabras con un énfasis y una precisión que rozaban el sarcasmo. Pero una máquina no podía ser sarcástica, ¿no? Decidió dejarlo pasar... de momento.
—Escojamos nuestro primer caso, pues.
Kat frunció el ceño al ver que Lock seguía de pie.
—¿No vas a sentarte?
El holograma alzó ambas cejas.
—No tengo ninguna necesidad de relajar el peso de unos miembros que no poseo. Pero puedo adoptar la posición sentada si eso les hace sentirse más cómodos.
Aparatejo sabihondo... Lo que le haría sentirse más cómoda sería que esa máquina se quitara de en medio. Pero decidió no darle la satisfacción de recibir una respuesta.
—Este fin de semana, os he enviado un archivo zip con los veintiocho casos de personas desaparecidas acumulados en los últimos diez años —dijo Kat, mirando a Brown y Hassan—. ¿Cuál deberíamos investigar antes y por qué?
Kat los estaba poniendo en aprietos, pero, según el informe de su última evaluación, era de las jefas que «marcaban el ritmo». Enseguida aprenderían a seguirle el paso. Ambos agentes se pusieron a pasar páginas en sus iPads.
—No os fijéis en los archivos. Quiero que sigáis vuestro instinto. ¿Cuál de esos casos ha hecho que os despertéis pensando en él por la mañana? ¿Hassan?
Él se recostó en el respaldo y apoyó el codo en el reposabrazos de su silla.
—Bueno, estaba el de esa chica que desapareció en Navidad hace unos años. Se encontraba con un grupo de amigos en un bar de mala muerte y, por lo que dijeron ellos, se esfumó sin más.
—Jane Hughes —dijo Kat, asintiendo—. Una mujer de dieciocho años que desapareció después de salir por la noche, una semana antes de Navidad. —Sus padres aún no habían quitado el árbol de Navidad y los regalos de su hija seguían debajo—. ¿Y tú, Browne?
—Bueno... yo me los he leído. Los he leído todos, pero no he hecho una clasificación. No pensé... Quiero decir... —La joven, ruborizada, volvió a mirar su iPad—. Pero he tomado muchas notas. Si me da solo...
—No pienses demasiado en ello. Deja tu iPad y dime cuál es el que te llamó más la atención.
—Oh. Esto...
—¿En cuál estás pensando ahora mismo?
—En el del padre de Coleshill que se fue a trabajar y no volvió. No había indicios de depresión ni de que tuviera problemas económicos, y parecía un hombre muy de familia.
Kat asintió.
—Max Jones, treinta y cinco años, padre de tres hijos y, por lo que todo el mundo decía, felizmente casado. Y, aun así, su familia no ha sabido nada de él en dos años. —Kate escribió los dos nombres en la pizarra blanca—. Ambas son elecciones válidas.
—Eso no es cierto —dijo Lock.
—¿Cómo dices?
—Las opciones escogidas por el inspector Hassan y la sargento Browne no son «válidas»; son el resultado de un sesgo de selección —dijo Lock, poniéndose a caminar por la sala igual que había hecho Kat antes, dirigiéndose al equipo con los mismos gestos con que lo habría hecho un conferenciante o un líder—. El inspector Hassan ha escogido a Jane Hughes porque era una mujer joven y vulnerable que le recuerda lo que le pasó a su hermana pequeña.
—Eso es una memez —dijo Hassan, ruborizándose—. La elegí porque...
Lock siguió adelante:
—Mientras que la sargento Browne ha seleccionado a Max Jones por su propio complejo paterno: su padre abandonó el hogar familiar cuando ella solo tenía diez años.
—Ya basta —replicó Kat, viendo el gesto de perplejidad de Browne—. Profesora Okonedo, no recuerdo haberle dado permiso a su máquina para que acceda a nuestros registros privados.
—Oh, esa información no es privada —dijo Lock—. La he sacado de perfiles públicos de redes sociales públicas y de las biografías, currículos y entrevistas disponibles en la intranet de la policía. Está todo allí, al alcance de cualquiera que quiera molestarse en buscarlo. Solo estaba subrayando el hecho de que sus experiencias sociales o emocionales han influido en sus elecciones, en cuyo caso la verdad es que no tiene sentido preguntarle a su equipo qué le parece. Lo mismo daría que metiera todos los casos en una chistera y sacara uno al azar.
Hassan y Browne cruzaron una mirada, sin atreverse a mirar a la jefa.
—Ya veo —dijo Kat, tensando la mandíbula—. Bueno, dado que te muestras tan crítico con mis métodos, ¿quizá querrías dirigir tú la reunión?
—Sí, con mucho gusto. Gracias.
La profesora Okonedo hizo un ruidito ahogado, como si estuviera a punto de escapársele la risa.
—El DAIA Lock no ha sido programado para sumarse a la opinión de sus superiores —dijo, poniéndose en pie y situándose junto a Lock en actitud protectora. Se la veía minúscula al lado de su propia creación, era un palmo más baja, pero hablaba con un tono autoritario y todos le prestaban atención—. Por supuesto, cumplirá órdenes, a menos que vayan en contra de la ley o de los objetivos principales de la investigación, pero, dado que no persigue ningún beneficio personal, como podría ser un ascenso, dirá siempre la verdad tal como la ve. No tiene filtros ni miedo a represalias, así que, hasta que aprenda algo más de los matices de la conversación y la interacción humanas, es posible que alguno de sus comentarios pueda parecer maleducado —dijo, y a continuación endureció el gesto—. Pero nunca mentirá ni se corromperá.
—Lo dice como si fuera una cualidad única —dijo Kat, airada.
—Puede serlo en el cuerpo de policía. El año pasado, se presentaron más de tres mil denuncias por presunta corrupción policial.
—La palabra clave en esa frase es presunta —señaló Kat, mirando fijamente a la joven y observando cómo le latía la vena del cuello. Era evidente que la profesora Okonedo tenía una opinión muy formada en la materia, quizá incluso fruto de alguna experiencia personal. Se propuso descubrirlo en otro momento, pero, por ahora, no ahondaría en el caso.
—Muy bien —dijo, sentándose—. Lock, tienes la palabra. Basándote en tu capacidad para la «toma de decisiones basada en hechos probados» y en tus... —miró el teléfono móvil—... sesenta y cuatro minutos de experiencia en el cuerpo de policía, ¿qué caso elegirías?
Lock extendió una mano y la sala de pronto se llenó de imágenes holográficas de los desaparecidos. Las fotos que Kat había estado mirando todo el fin de semana aparecieron ante ellos como fantasmas: aquí una imagen en blanco y negro de un hombre anciano vestido con traje; allí un selfi borroso de una joven sonriente; y, en medio, tres fotografías de carné escolar, raras, pasadas de moda, que inspiraban una tristeza indescriptible.
Kat se quedó mirando las figuras a tamaño natural que iban rotando alrededor de ellos: gente perdida, desaparecida, que alguien echaría de menos. Todos eran diferentes, pero todos eran rostros congelados en el tiempo, imágenes conmovedoras, que compartían una pregunta común: ¿Qué habría sido de ellos?
—La cuestión de qué caso seleccionar —expuso Lock— puede decidirse siguiendo planteamientos muy diversos. Por ejemplo, podríamos organizar estos casos según perfiles demográficos, como edad, género o raza. —Abrió los brazos, como un director de orquesta, concentrando las figuras tridimensionales en grupos de edad. Luego alargó los brazos otra vez y las figuras se mezclaron y se ordenaron en columnas de rostros de raza blanca y de raza negra, para luego separarse en grupos de hombres y mujeres—. O podríamos examinar los casos según el modus operandi, teniendo en cuenta dónde desaparecieron, la época del año o el día.
Los hologramas se pusieron a volar por la sala como bandadas de aves, se detuvieron por un breve espacio de tiempo y luego volvieron a mezclarse.
—Pero si nuestro objetivo principal, tal como proponía la superintendente Frank, es el de proporcionar respuestas a sus familias, deberíamos concentrar nuestros esfuerzos en los casos con los que tengamos más probabilidades de éxito.
Lock agitó de nuevo la mano y ante él apareció la imagen de un documento oficial.
—El último informe estadístico sobre desaparecidos revela que casi el noventa por ciento aparece en los primeros dos días. Pero el dos por ciento de niños y el cuatro por ciento de adultos siguen desaparecidos más de una semana, lo que hace pensar que, al cabo de cuarenta y ocho horas, el rastro se pierde considerablemente y, a partir de las setenta y dos horas, el caso puede considerarse «frío». Así que la lógica indica que deberíamos centrarnos en los casos más recientes.
—Estoy de acuerdo —dijo Kat.
Lock levantó una mano y, con un gesto, hizo que se esfumaran dos tercios de los desaparecidos, entre ellos los dos seleccionados por Hassan y Browne.
—También hay pruebas consistentes de que la mayoría de jóvenes que desaparecen tras una noche de copas, en los meses de invierno, son víctimas de algún accidente. Lo más habitual es que acaben ahogados en algún río o canal cercano, lo que hace que los varones sean mucho más fáciles de encontrar.
Kat asintió y, con otro gesto de la mano de Lock, desaparecieron todas las mujeres.
—Los datos también sugieren que, estadísticamente, es más habitual que las personas de raza blanca acaben siendo encontradas y/o decidan volver al hogar familiar. —Con un movimiento de la mano de Lock, solo quedó un holograma, el de un joven hombre blanco con pecas en el rostro. Era alto, huesudo, y el cabello, pelirrojo y rizado, le enmarcaba el rostro, recordando a una de aquellas fotos de Art Garfunkel de los años setenta. La imagen en tamaño natural se quedó flotando ante ellos, girando sobre su eje trescientos sesenta grados, mientras Lock seguía hablando:
»Lo que nos deja a Will Robinson, varón blanco de veintiún años que, después de graduarse en Teatro, volvió a la casa de sus padres en Stratford-upon-Avon. Salió de la casa familiar el martes 11 de enero de este año a las 17:10 para verse con unos amigos en un pub cercano, pero no se presentó y, desde entonces, nadie lo ha visto. No ha habido actividad en su cuenta bancaria, en su número de teléfono ni en sus cuentas en redes sociales. Sus padres creen que quizá se fuera a ver a su exnovia en Londres, pero no hay ninguna prueba que corrobore esta suposición. De hecho, la estadística indica que más del sesenta por ciento de los varones jóvenes que desaparecen en los meses de invierno tras salir de noche, y no son encontrados en los dos primeros días, al final aparecen muertos. El ochenta y nueve por ciento de esos cuerpos se encuentran en el agua. Por tanto, hay un 53,4 por ciento de probabilidades de que el cuerpo aparezca si se hace un rastreo por el río Avon, su última ruta conocida, lo que nos permitiría cumplir el objetivo de dar respuestas a la familia.
«Pero no la respuesta que esperan», pensó Kat, que se volvió hacia Lock.
—¿En serio estás sugiriendo que decidamos explícitamente buscar solo a individuos blancos?
—Es la conclusión lógica que se desprende de la evidencia —dijo Lock.
—Espero que esté tomando nota de todo esto —le dijo Kat a la profesora Okonedo mientras tomaba notas en su ordenador portátil—. Esa «evidencia» se obtiene a partir de los datos de la propia policía, incompletos y potencialmente sesgados. Igual que el razonamiento de Lock.
Lock levantó las cejas.
—¿Está afirmando que mi razonamiento tiene fallos?
Kat suspiró.
—¿Por dónde empiezo? Es evidente que tu motor de búsqueda, o lo que sea que has usado, ha encontrado una relación entre los términos claves varón joven, desaparecido, pub y río. Pero, como es lógico, siendo una simple máquina, no has podido entender que el motivo por el que tantos jóvenes se meten en líos tras una noche de marcha es que salen del pub medio colocados.
Lock frunció el ceño.
—Borrachos. Ebrios. Mamados. Beodos. Como una cuba. Bajo la influencia del alcohol. Pero Will Robinson desapareció de camino al pub, entre las cinco y las seis de la tarde, mucho antes de consumir alcohol.
Kat abrió el archivador, pasó unas páginas y señaló con el dedo una declaración impresa.
—Y has pasado por alto, muy convenientemente, la declaración del testigo ocular que vio a Will cruzando el puente en dirección al pueblo hacia las 17:30, lo que sugiere que se perdió en algún lugar de Stratford, más allá del río.
—No he pasado por alto la declaración del testigo; la he desechado. Los datos científicos sugieren que esas declaraciones son poco fiables. El setenta y cinco por ciento de las condenas erróneas por asesinato y violación se basan en testimonios oculares y, en ausencia de grabaciones de vídeo que los corroboren, no son dignos de consideración.
Kat meneó la cabeza.
—Una vez más, has tomado una estadística general sobre declaraciones de testigos oculares y has pasado por alto las características particulares de este caso. Will Robinson era un joven de aspecto llamativo. No puede haber muchos más chicos con ese cabello pelirrojo en Stratford-upon-Avon.