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Bianca 2029 Katie Bannister es recatada, tímida y bajita. Completamente lo opuesto a su jefe, el peligroso, atrevido y endemoniadamente guapo Rigo Ruggiero. En el mundo de la jet set, ella se encuentra completamente fuera de lugar. Cuando acompaña al extraordinario italiano al palacio de la Toscana que acaba de heredar, es como si viera a un lobo entrar en su guarida. Por fin, Rico ha vuelto a su hogar… y está dispuesto a desabrocharle los botones a la señorita Recatada.
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Seitenzahl: 173
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Susan Stephens
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Enamorada de un jefe italiano, bianca 2029 - enero 2023
Título original: Italian Boss, Proud Miss Prim
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415750
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
SEIS horas y quince minutos sentada detrás del escritorio en la misma y dura silla, en la misma oficina fría, en la misma ciudad del norte…
Había perdido la alegría de vivir.
Casi…
A Katie Bannister, organizar una conferencia por teléfono con el señor Rigo Ruggiero en Roma le estaba resultando una pesadilla, incluso para una joven abogada tan tenaz como ella, porque primero tenía que vérselas con el ejército de presuntuosos lacayos de Ruggiero.
«Déjeme hablar con él en persona», gritó Katie por dentro; por fuera, por supuesto, su actitud era relajada y tranquila. Tenía que serlo, ya que era una profesional.
Sin vida interior en absoluto.
¿Sin vida interior? Mmmm, ¿no sería eso más fácil? Desgraciadamente, estaba dotada de una gran imaginación y fantasía, lo que la metía en muchos apuros. Regordeta, común y corriente, y poco atractiva se convertía en una persona incisiva y rebosando confianza en sí misma en un abrir y cerrar de ojos; sobre todo, por teléfono.
Sin años de experiencia en el pequeño bufete de abogados, no era propio de una persona como ella tratar con clientes tan importantes; sin embargo y según su jefe, eso era una trivialidad si quería progresar profesionalmente.
¡Por fin! ¡Por fin!
–¿Signor Ruggiero?
–¿Sì…?
La profunda voz la hizo estremecerse. Pero el instinto no era suficiente. El italiano era un lenguaje sensual, demasiado. Rápidamente, recuperó la compostura, agarró sus notas y le hizo las preguntas necesarias.
El señor Ruggiero las contestó con precisión y educación. Desgraciadamente, la imaginación se le disparó mientras hablaba por teléfono: alto, moreno y guapo era sólo el comienzo. Ahora sólo tenía que informar al magnate italiano que era el principal beneficiario en el testamento de su difunto hermano.
–Mi difunto hermanastro –le corrigió él.
La melosa voz de barítono adquirió un filo de acero. Pareció severo, frío y desinteresado.
–Le pido disculpas, señor Ruggiero, el testamento de su difunto hermanastro…
Mientras la conversación continuaba, Katie obtuvo más pistas. Se le daba muy bien interpretar las voces de las personas. La temporada que estuvo estudiando canto en uno de los mejores conservatorios de música le había afinado el oído para evaluar las voces, y la del señor Ruggiero mostraba encanto y agresividad.
–¿Podríamos ir al grano, señorita Bannister?
–Por supuesto…
En el bufete, a Katie se le reconocía la capacidad que tenía para calmar incluso a los clientes más difíciles; sin embargo, al final de una larga jornada laboral con el mismo traje barato y en un frío despacho, no estaba en uno de sus mejores momentos. Aunque, por supuesto, no se trataba de un auto judicial, lo único que estaba haciendo era intentar informarle al señor Ruggiero que había heredado dinero.
Más dinero, se corrigió Katie echando un ojo a la revista que las chicas de la oficina le habían dejado en el escritorio. En la portada aparecía un extremadamente atractivo Rigo Ruggiero, aunque eso a ella le daba igual. Por tanto, se dispuso a explicar a uno de los hombres más ricos de Italia por qué ella debía ir a verle en persona; a Roma, la ciudad a la que había soñado ir como cantante de ópera…
–Bueno, yo no tengo tiempo para ir allí…
Katie salió de su ensimismamiento.
–Su hermanastro supuso que éste sería el caso… –los latidos de su corazón se aceleraron mientras leía las instrucciones de la carta que acompañaba al testamento. Normalmente era imperturbable, pero los comentarios en la oficina le habían inquietado en lo que a Rigo Ruggiero se refería. No sólo era un gran magnate, sino también un mujeriego. Decir que había un abismo entre el mundo de Rigo Ruggiero y el suyo era un eufemismo.
A todos sus compañeros les había parecido divertido que la virgen oficial de la empresa era la persona designada a tratar con el famoso playboy italiano.
–No, lo siento –dijo ella–. Me temo que es imposible enviarle por correo los efectos personales de su hermanastro, señor Ruggiero.
–¿Por qué?
–Porque su hermanastro fue muy explícito al respecto, señor Ruggiero. Contrató a este bufete de abogados, Flintock, Gough y Coverdale, como ejecutores de su testamento, y el señor Flintock me ha pedido que me asegure de que las condiciones de la carta se cumplan. Por lo tanto, sugiero organizar una cita.
Se hizo un momentáneo silencio al otro lado de la línea telefónica.
–Cuando usted quiera –murmuró Rigo Ruggiero.
Esa voz gutural la hizo estremecer. Miró por la ventana y contempló la fría y otoñal lluvia de Yorkshire. Bajo su aspecto convencional e incluso corriente, se escondía un profundo deseo de aventura. En el pasado había soñado con visitar los teatros de ópera del mundo. ¿Iba a tener el valor necesario para hacer ese viaje a Roma como abogada; o, por el contrario, no se atrevería a soportar el doloroso recuerdo de la pérdida de voz como cantante que, por supuesto, Roma reavivaría?
–¿Y bien…? –insistió esa profunda voz–. Señorita Bannister, no dispongo de todo el día. ¿Cuándo quiere que nos entrevistemos?
Katie necesitaba un descanso y le era posible ir a Roma al día siguiente. Sin pensarlo, respondió:
–¿Qué le parece mañana, señor Ruggiero? ¿Le parece bien?
–De acuerdo –respondió él.
–Gracias por su cooperación.
Katie apenas podía respirar. Hablar por teléfono era fácil, pero cuando Rigo Ruggiero viera lo sencilla y corriente que era… Y cuando ella viera Roma…
–Estoy deseando conocerla –dijo él–. Por cierto, tiene usted una voz muy bonita.
Una voz muy bonita…
–Gracias…
Típico de los playboys coquetear, y el señor Ruggiero no sabía que su voz se había visto reducida a roncas cenizas después del incendio en la residencia de estudiantes en la que había estado viviendo. En el hospital, su alegría había sido infinita al enterarse de que sus amigas habían escapado ilesas; pero también se había sentido destrozada al enterarse de que, debido al humo que había respirado, su voz se había convertido en poco más que un graznido. Por extraño que pareciera, los que desconocían aquella tragedia encontraban atractiva su ronca voz. Pero además de no poder volver a cantar, el incendio la había dejado con las suficientes cicatrices en la espalda como para negarse a que nadie la viera desnuda durante el resto de su vida. Tras renunciar al canto dedicó sus esfuerzos a forjarse una profesión como abogada; sin embargo, echaba de menos la música.
–¿Sigue ahí, señorita Bannister?
–Perdone, señor Ruggiero… es que se me había caído una cosa.
Él, todo musculatura morena y viril, la miró desde la portada de la revista. A Rigo Ruggiero ni siquiera se le podía acusar de tener cara de niño, más bien parecía un pirata, incluida la barba incipiente y la maliciosa mirada de sus ojos verde esmeralda, a lo que había que añadir un cabello negro zaino y una mandíbula más firme que la suya propia.
–Espero que no haya cambiado de idea respecto a venir mañana.
Había una nota de desafío en la voz de él que a la que su cuerpo reaccionó con entusiasmo.
–No, en absoluto –le aseguró ella mirando la foto de la portada de la revista, que le mostraba con un brazo sobre los hombros de una joven rubia tan encantadora que más parecía una muñeca que una mujer de verdad.
Todo saldría bien, pensó Katie. Podía hacerlo. El viaje a Roma era un asunto de trabajo y nada distraería su interés.
–Me gustaría hacerle una pregunta, señorita Bannister.
–¿Sí? –agarrando el auricular con fuerza, se dio cuenta de que se había dejado hipnotizar por el inmaculado cutis de la joven.
–¿Por qué usted?
Ese hombre no era un playboy, sino un despiadado magnate cuestionando la decisión de enviar a una joven e inexperta abogada para reunirse con un hombre como él. En cierto modo, tenía razón. ¿Por qué ella? Porque hablaba italiano con fluidez gracias a sus estudios de ópera, porque era vulgar y corriente, soltera… y porque, como la última persona contratada, tenía poco que decir respecto a qué trabajo se adjudicaba a quién.
Mejor que no se enterara de su falta de experiencia.
–Porque soy la única abogada del bufete con tiempo disponible para ir a Roma…
–En ese caso, no es muy buena, ¿verdad?
–Señor Ruggiero…
–Piano, piano, bella…
¿Piano, bella? La estaba diciendo que se calmara… y con la clase de voz con que se hablaba a una amante.
El italiano era un lenguaje sensual, se recordó a sí misma. Era musical. Y cuando lo hablaba alguien como Rigo Ruggiero…
–Entonces, la veré mañana en Roma, ¿Sì?
Iba a verle al día siguiente…
Ella no era una gran abogada, nunca lo sería porque no le entusiasmaba. A veces se preguntaba si llegaría a sentir la misma pasión que había sentido por la ópera por cualquier otra cosa. Pero los abogados del bufete en la que llevaba trabajando desde que acabó la carrera se habían portado muy bien con ella y, tras las cicatrices del incendio, se conformaba con la vida que llevaba.
–La estaré esperando mañana.
«Mañana…»
Ahora, pensándolo mejor, la idea de ir a Roma le parecía ridícula. ¿Cómo podía ir a esa ciudad como abogada de segunda categoría para tratar con una de las mentes más prodigiosas del lugar, y eso sin contar con los años en los que había soñado cantar allí?
La única razón para ir era la dura realidad económica. El abogado de más antigüedad del bufete estaba hablando de despidos debidos a la crisis económica; y como última contratada, ella era quien tenía más probabilidades de ser despedida de inmediato. Era incuestionable que aquel viaje a Roma y su reunión con alguien tan importante como Rigo Ruggiero daría color a su currículo.
Tenía sentido, aunque no respecto a la confianza en sí misma. ¿Cómo una chica que vestía ropa comprada en la tienda más barata de la ciudad iba a entrevistarse con un famoso playboy sin salir escaldada?
Daba igual, tenía que hacerlo.
–Reservaré una plaza de avión para mañana –dijo ella, pensando en voz alta.
–Sí, se lo aconsejo –dijo Rigo Ruggiero–. Envíeme por correo electrónico los detalles del vuelo y enviaré a alguien a recogerla al aeropuerto de Fiumicino.
–Es muy amable…
Katie se quedó mirando el auricular que tenía en la mano. Qué grosero. Mejor tomárselo con filosofía y considerarlo un reto.
Después de colgar, Rigo se recostó en el respaldo de su silla giratoria de cuero. A pesar del desagradable mensaje que Katie Bannister le había dado de parte de un hombre del que había esperado no volver a oír hablar, la joven abogada le había hecho sonreír.
¿Porque le gustaba su voz?
Había puntuado muy alto en ciertos aspectos: era una voz femenina, joven, ronca y sensual. Muy sensual. E inteligente. Y… sexy. Ya se había hecho un retrato mental de ella.
Así que, volviendo al propósito de la llamada de la señorita Bannister, su hermanastro le había dejado algo en su testamento. ¿Un cáliz lleno de veneno? ¿Acciones de un sindicato delictivo? ¿Qué?
Rigo se puso en pie y empezó a pasearse. ¿Por qué le había dejado algo en herencia un hombre que, desde el momento de conocerlo, sólo le había mostrado odio y desprecio? ¿Y qué tenían de especial esos «efectos personales» que sólo un bufete de abogados de Inglaterra podía entregarle, y en mano?
Gracias a la cuenta que habían dado los titulares de los periódicos sobre los innumerables actos delictivos de su hermanastro, sabía que Carlo llevaba años viviendo en el norte de Inglaterra. Con seguridad de no errar, sabía que, si esos efectos personales eran barras de oro, habían sido robadas; y lo mismo ocurriría si se trataba de joyas, antigüedades u obras de arte. Debía tratarse de algo que pudiera incriminarle en algún delito, algo que permitiera a Carlo darle una última puñalada aún después de muerto.
Rigo tenía catorce años cuando su padre volvió a casarse y a los diecisiete se había marchado de casa para siempre. Había abandonado el hogar tras dos años de verse sometido a la constante tortura de Carlo, cuando la palabra hogar se convirtió en un nombre inapropiado para designar el lugar en el que no era querido. Había buscado el amor de su padre, pero ese amor había encontrado otro hogar. Así pues dominó su pesar y se marchó del campo a Roma en busca de la realización de sus sueños. Desde entonces, habían transcurrido once años y no había vuelto a saber nada de Carlo.
Pero tenía mucho que agradecer a su hermanastro, pensó Rigo delante de la cristalera de su lujoso ático con vistas panorámicas de Roma. Vivía en el barrio más elegante de la ciudad y aquélla era sólo una de sus muchas propiedades. Dejar el campo todos esos años atrás le había conducido al éxito, a la riqueza y, sobre todo, le había dado la oportunidad de vivir como creía que debía vivir.
Esos pensamientos le llevaron de vuelta a la chica inglesa a la que tenía que incorporar en su apretado calendario al día siguiente.
Volviendo al escritorio, echó un vistazo a la agenda. Acababa de despedir a otra incompetente secretaria. Encontrar una sustituta en quien poder confiar estaba resultando ser más difícil de lo que había supuesto.
Lo que dejaba una vacante…
Si ella era la mitad de interesante de lo que su voz sugería, estaría encantado de cancelar sus citas y dedicarle el día a la señorita Bannister. Sí, eso era lo que iba a hacer.
KATIE tenía dudas. El mero hecho de meter las pocas cosas que iba a necesitar para el viaje en su raída bolsa demostraba que no era la persona apropiada para ese trabajo. Quizá tuviera el carácter para manejar a Rigo Ruggiero, pero le faltaba clase. El bufete debería haber elegido a alguien astuto y sofisticado para viajar a Roma, alguien que hablara el mismo lenguaje que Ruggiero. Dos pares de medias nuevas y una blusa blanca limpia no tenían nada de sofisticado, pero era todo lo que podía hacer. Su guardarropa carecía de los artículos apropiados para pasar un tiempo en Roma con un hombre a quien vestía su sastre.
Después de respirar profundamente para tranquilizarse, Katie llegó a la conclusión de que como no podía competir no debería intentarlo siquiera. Debía verse tal y como era: una joven abogada competente que trabajaba en un pequeño bufete de abogados en el norte de Inglaterra, lo que significaba que un traje marrón y zapatos de tacón bajo eran el atuendo perfecto.
No se trataba de unas vacaciones, se recordó a sí misma, aunque también metió en la maleta un par de pantalones cómodos y un suéter. El horario que había planificado no le dejaría ningún tiempo libre; pero si disponía de algunas horas, podría ir vestida para la ocasión.
Sin embargo, todo era marrón, incluso la bolsa de viaje, pensó mientras se disponía a cerrar la puerta de su pequeña casa adosada.
Sacudió la cabeza, deshaciéndose de esos pensamientos. Iba a ir a Roma, no como cantante, como había soñado tantas veces, sino como representante de un respetable bufete de abogados. ¿A cuántos se les presentaba una segunda oportunidad como aquélla?
Cerró la puerta con llave y agarró la bolsa de viaje. Alzando la barbilla, echó a andar. Iba a ir a Italia a reunirse con uno de los hombres más interesantes del momento. No esperaba formar parte de la vida de Rigo Ruggiero; pero, durante unas horas, la observaría. Al menos y en el futuro más próximo, podría animar con anécdotas del viaje la vida de las chicas del bufete durante los descansos.
El señor Ruggiero había mentido. Agarrando la bolsa de viaje con fuerza como si se tratara de una manta, Katie, apabullada y rodeada de gente, miró a su alrededor a la salida del aeropuerto de Fiumicino. El sol era inclemente y el calor sobrecogedor. Miró a un lado y a otro, pero sólo para confirmar lo que ya sabía, que nadie había ido a recogerla. Lo peor era que los demás sí parecían saber adónde iban. Era la única pueblerina perdida en la gran ciudad.
Y se arrepentía desesperadamente de no haber organizado ella misma su estancia en Roma.
¿Qué demonios le pasaba? Tenía la dirección…
Después de sacarla del bolso, buscó un taxi. ¿Iba a rendirse incluso antes de haber comenzado aquella aventura? Pero cada vez que daba un paso para tomar un taxi, alguien más alto, más elegante y con más confianza en sí mismo se le adelantaba…
–¿Señorita Bannister?
La voz se le agarró al pecho y le estrujó el corazón incluso antes de darse la vuelta; y cuando lo hizo, casi cayó en los brazos de un hombre cuyas fotos no le hacían justicia. Rigo Ruggiero en carne y hueso era infinitamente más guapo que en las fotos. Era la clase de hombre con el que había soñado toda la vida y que había esperado que se fijara en ella; por supuesto, esto último no ocurriría, a excepción de ese día y porque él no tenía alternativa.
–Lo siento… lo siento –Katie se enderezó rápidamente, antes de que él entrara en contacto con su barato traje de poliéster–. ¿La señorita Bannister? Sí, ésa soy yo.
–¿Está usted segura?
Las mejillas se le encendieron.
–Claro que estoy segura…
Echándose el bolso bajo el brazo, le extendió la otra mano a modo de saludo.
–Es muy amable por su parte, señor… –Katie se preparó para recibir el impacto del contacto físico.
No hubo ningún contacto.
Los sorprendentes ojos verdes de Rigo Ruggiero se negaron a compartir la practicada sonrisa de sus labios. No era el hombre de la foto de la revista, ese hombre era un mujeriego que sólo pensaba en el placer; el hombre que tenía delante era realista, reflexivo y un magnate.
Katie bajó la mano que le había ofrecido.
–No pensaba que fuera a venir a recogerme en persona.
–Ha sido un placer hacerlo.
Incluso inclinó la cabeza ligeramente, pero su tono de voz sugería que podía ser cualquier cosa menos un placer.
Los peores temores de ella se confirmaron. Rigo Ruggiero estaba disimulando su desilusión. Al oír su voz ronca por teléfono, había imaginado que iba a recoger a una sirena en el aeropuerto.
–Espero que haya tenido un buen viaje.
–Sí, muy bueno, gracias.
Katie notó que él le había hablado en un tono que bien podría haber empleado con una tía solterona. Era mucho más alto, más fuerte y más potente de lo que su imaginación había conjurado; era la clase de hombre que parecía peligroso incluso con traje de sastre. El impacto que tuvo en ella fue fulminante.
Recuperando la razón, Katie se dio cuenta de que lo que tenía que hacer era demostrarle a Rigo Ruggiero su identidad. Al meter la mano en el bolso, consiguió derramar el contenido sobre los exquisitos zapatos de él.
–Permítame, señorita Bannister…
Como todo un caballero, él se agachó para recuperar el pasaporte, los billetes, unos caramelos, unos pañuelos de celulosa y demás bagatelas que había ido acumulando durante el viaje.
–¿Le parece que le sujete el bolso? –sugirió él mirándola a los ojos mientras se enderezaba.
«¿Mi desgastado y barato bolso?»