Enamorado otra vez - Maureen Child - E-Book

Enamorado otra vez E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Aquella mujer era una segunda oportunidad que no podía dejar escapar... Todo lo relacionado con Lily Cunningham, la recién llegada experta en relaciones públicas, ponía al viudo Ron Bringham al límite. Pero ni siquiera la pasión más fuerte imaginable podría cambiar los hechos: Ron había perdido al amor de su vida hacía ya muchos años. Y sabía que no existían segundas oportunidades para encontrar el amor verdadero. Aunque lo cierto era que aquella vivaz seductora se le había colado en el corazón y estaba haciéndole pensar que quizá fuera posible...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Harlequin Enterprises ULC

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Enamorado otra vez, n.º 339 - abril 2022

Título original: Forever…Again

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-534-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LILY Cunningham se rió para sus adentros mientras pasaba una toalla de papel por el mostrador de una de las salas de partos. Si sus amigos de Nueva York pudieran verla en aquellos instantes, pensó, no se lo creerían. Nadie se lo creería.

Daba la impresión de que una mujer de cuarenta y cinco años que había alcanzado la cima de su profesión, había amasado un montón de dinero y vivía en un magnífico apartamento de Manhattan tenía todo lo que quería.

Pero no era cierto.

Lily arrugó la toalla de papel, pisó el pedal de la papelera de acero y lo arrojó en su interior. Sin dejar de sonreír, salió de la sala de partos, apagó la luz y cerró la puerta.

Una vez en el pasillo respiró hondo y disfrutó del suave colorido en tonos pastel de las paredes y del aroma a flores frescas que salía de las habitaciones de la clínica. Avanzó por el pasillo sonriendo y saludando con la cabeza a la gente con la que se cruzaba. Oyó el llanto desconsolado de un recién nacido en una de las habitaciones, y a través de la puerta cerrada de otra escuchó la voz calmada de una matrona.

—Tienes que acordarte de respirar, Shelley.

Lily sonrió y siguió caminando.

Eso era lo que la hacía feliz, pensó.

Estar allí.

En Kentucky.

En la Clínica de Obstetricia Foster.

Haciendo un trabajo importante, una labor que repercutía en la vida de la gente. Que demandaba de ella algo más que lucir un aspecto impecable en una cena de negocios.

—¡Lily!

Se detuvo y se giró para encontrarse de frente con Mari Bingham, la maravillosa doctora que la había llamado para ser en un principio la directora de relaciones públicas del centro. Como de costumbre, Mari tenía prisa. Aquella mujer nunca descansaba.

—¿Dónde está el fuego? —le preguntó Lily con una sonrisa.

—Más bien, dónde no está el fuego —respondió Mari sacudiendo la cabeza con disgusto—. Te juro que parece como si todas las mujeres del condado hubieran decidido hace nueve meses que era un momento estupendo para concebir un hijo.

—Ya me he dado cuenta.

Y a Lily le gustaba. No había tenido hijos, y eso se había convertido en una de aquellas pequeñas frustraciones que se esconden en los rincones del corazón. Aunque hacía años que había aprendido a vivir con aquella desilusión. Y el hecho de estar allí, metida constantemente en partos, hacía que se sintiera parte de todo el proceso.

Trabajar en una maternidad y centro de salud femenino era como tener un asiento reservado en primera fila para ver de cerca un milagro todos los días.

—En este momento sólo tenemos libre una sala de partos —aseguró Lily con una sonrisa—. Si esto sigue así deberías considerar la posibilidad de expandirte.

Mari abrió los ojos desmesuradamente.

—Muérdete la lengua —le dijo entre risas—. Ya tenemos bastante trabajo ahora mismo con la clínica y con…

Mari guardó silencio y en su rostro se dibujó una expresión preocupada.

Lily sintió ganas de darse a sí misma una torta. No había sido su intención darle a Mari motivos para pensar en la ridícula acusación que se rumoreaba por todas partes. Pero a juzgar por su expresión de cansancio y sus ojeras parecía claro que la doctora pensaba a menudo en ello sin necesidad de que ella se lo recordara.

—No tienes que preocuparte por nada —aseguró estirando el brazo hasta posarlo en el de Mari—. Todo es un inmenso bulo. El detective Collins terminará por darse cuenta tarde o temprano.

—Conozco a Bryce de toda la vida —murmuró la otra mujer suspirando y sin atreverse a mirar a Lily a los ojos—. Si alguien me hubiera dicho unos meses atrás que sería su principal sospechosa en una investigación sobre drogas me habría reído hasta caerme redonda.

—Eso deberías hacer —le aconsejó Lily.

—Ahora no me parece algo divertido —reconoció Mari con tristeza—. Si Bryce no aclara pronto todo este asunto podríamos perder todavía más fondos, y entonces no sé qué haríamos.

—Soy yo la que tengo que preocuparme de eso —intervino Lily con firmeza—. Ya lo verás. La fiesta para recaudar fondos nos proporcionará un montón de dinero. Nuestros ilustres invitados saldrán de aquí completamente desplumados.

Mari sonrió y asintió con la cabeza, aunque en sus ojos se reflejaba un asomo de duda.

—Ojalá. Y hablando del tema —dijo mostrándole una carpeta de papel que llevaba en la mano—, esta es la razón por la que quería hablar contigo. Es el nombre y el número de teléfono de otro posible donante. Mi abuela dice que tienen más dinero que cabeza.

—Tu abuela debería estar en mi puesto.

—Oh, no —aseguró Mari sonriendo esta vez de corazón—. Ella no tiene el tacto que se necesita para apartar a un millonario de su cartera.

—Y ahí es donde entro yo —dijo Lily agarrando la carpeta al tiempo que le guiñaba un ojo a la otra mujer—. Todo va a salir bien, Mari. Ya lo verás.

—Que Dios te oiga.

Lily se la quedó mirando mientras Mari se alejaba por el largo y bien iluminado pasillo. A pesar de lo que le había dicho a ella, estaba un poco preocupada. Las cosas andaban un poco raras últimamente. Lily nunca hubiera imaginado que pudiera vivir de cerca un escándalo relacionado con el tráfico de drogas en una ciudad pequeña de Kentucky. Pero entonces pensó con cierta amargura que había cosas que no tenían fronteras.

Lily regresó a su despacho, se sentó en su escritorio y dedicó un instante a admirar lo que tenía alrededor. Era una mujer que optaba por las cosas bonitas siempre que podía, y por eso había pintado las paredes de su despacho de azul clarito y había colocado en las ventanas cortinas blancas de encaje. En las paredes colgaban acuarelas enmarcadas de artistas locales y había dos ramos de flores en sendos jarrones de cristal.

Naturalmente, no todos los despachos de la clínica estaban decorados con tanto primor. Pero Lily era una firme convencida de hacer agradable el espacio de trabajo. Si le gustaban las cosas bonitas, ¿por qué no llevarlas a su despacho para alegrarlo un poco?

Reclinándose sobre el respaldo de cuero marrón de su silla, Lily se quitó los zapatos y colocó las piernas encima de la mesa. Se masajeó los pulgares mientras exhalaba un suspiro de alivio. Aquellos tacones eran una tortura, pensó.

Al retirarse un mechón de pelo de la cara, su brazalete de platino tintineó.

—Siempre sé cuando andas por aquí —dijo una voz profunda desde el marco de la puerta—. Eres como una gata con un cascabel colgado del cuello.

El estómago de Lily dio un vuelco y a punto estuvo de retirar los pies de la mesa, pero consiguió controlarse. ¿Qué sentido tenía hacerse la digna si el hombre ya la había visto?

Ron Bingham, padre de Mari y calvario de Lily, ocupaba casi todo el umbral. Tenía el hombro derecho apoyado contra el marco de la puerta y la miraba fijamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Unos ojos azul verdosos se clavaron en los de ella desde el otro lado de la habitación. Su cabello, negro y sedoso, se coloreaba de gris en las sienes. Lucía barba y bigote bien recortados. Lily no era una entusiasta de las barbas, pero tenía que reconocer que la de Ron era bonita. Llevaba puestos unos pantalones marrones y una camisa blanca impoluta de manga larga. La chaqueta y la corbata marrón lisa remataban la imagen de hombre de negocios triunfador y un tanto aburrido.

Aunque Lily tenía que reconocer que a pesar de su gusto clásico por la ropa, Ron Bingham no podría considerarse nunca un hombre aburrido. Era demasiado enervante como para merecer aquel adjetivo.

Lily apoyó los codos en los brazos de la silla y deseó que su falda roja y estrecha no se hubiera alzado lo suficiente como para otorgarle a él la visión de algo interesante.

—¿Así que sabías que estaba aquí por el sonido de mi pulsera?

—Sí.

Respuestas de una sola palabra.

Era un cavernícola.

Era irritante.

¿Y por qué resultaba sin embargo tan atractivo?

—Bueno —dijo Lily con una sonrisa—. Tampoco hace falta ser detective. La mayoría de la gente habría sabido que estoy aquí porque pone mi nombre en la puerta.

Ron curvó ligeramente los labios, pero no parecía demasiado contento.

—Una mujer muy inteligente.

—Gracias.

—Nunca me han interesado las mujeres inteligentes.

—Bien —contestó Lily—. Entonces táchame con una cruz.

Él suspiró y se apartó de la puerta. Cruzándose de brazos, inclinó ligeramente la cabeza y la miró fijamente.

—¿Hay alguna razón concreta para que estemos todo el tiempo lanzándonos pullas?

—Quizá sea porque es divertido —aseguró ella sonriendo, satisfecha de verlo incómodo.

Tal vez debería sentirse mal, pero aquel hombre era tan estirado que seguramente cuando se quitara los trajes se quedarían rígidos. ¿Cómo podía ser el padre de alguien tan encantador y dulce como Mari? Sencillamente, ella no lo comprendía. Seguramente sería cosa de los genes de su esposa, ya fallecida.

Ron Bingham se la quedó mirando fijamente y se preguntó por qué diablos se molestaba. ¿Por qué se sentía siempre inclinado a detenerse en el despacho de aquella mujer cuando iba a la clínica? ¿Y por qué siempre se dejaba arrastrar hacia una batalla dialéctica?

Lily Cunningham era el tipo de mujer que siempre había tratado de evitar. Nacida en el seno de una familia rica y viviendo una existencia privilegiada con la que la mayoría de la gente sólo podía soñar, parecía andar por la vida con una estudiada indiferencia que lo desconcertaba. Ella no tenía plan. No tenía ética del trabajo. No tenía… no tenía por qué ponerse trajes de chaqueta rojos y zapatos de tacón que distraían a cualquier hombre.

Cuando Mari contrató a Lily como nueva directora de relaciones públicas de la clínica, él pensó que aquella mujer le caería mal a primera vista. Dio por hecho que enseguida encontraría aburrida y paleta aquella parte de Kentucky y comenzaría a quejarse, pero en lugar de eso, Lily parecía haberse adaptado perfectamente a la vida del lugar y, maldita fuera, estaba haciendo un gran trabajo en la clínica. Lo que no servía sino para aumentar su confusión.

—¿A qué debo el honor de tu visita? —le preguntó ella.

—He venido a recoger la lista de invitados a la fiesta para recaudar fondos.

—¿Ahora eres mensajero? —preguntó Lily alzando una de las delicadas cejas que enmarcaban sus ojos marrones.

—Estoy haciendo un favor —respondió Ron con una mueca burlona.

Entonces Lily le sonrió y el trató de no darse cuenta de la importancia de aquel gesto. Porque cuando aquella mujer sonreía todo su rostro se iluminaba y los ojos parecían echarle chispas.

—Ya lo sé —aseguró ella—. Estaba bromeando. De hecho he hablado con tu madre esta mañana. Ya le he enviado una copia de la lista.

Ron frunció el ceño y se preguntó por qué demonios su madre no se había molestado en decirle que aquel viaje a la clínica era innecesario. De haberlo sabido se habría ahorrado un nuevo combate verbal con Lily, y se lo habría ahorrado también a ella.

Lily cruzó las piernas con un gracioso movimiento que captó la atención de Ron a pesar de sus buenas intenciones. Pero qué demonios, era un hombre. Era normal que se fijara en un par de piernas bien torneadas. Y cuando Lily deslizó los pies dentro de aquellos tacones que hacían maravillas sobre sus pantorrillas, Ron se dijo a sí mismo que no tenía nada de malo mirar. Lo que no podía hacer era tocar.

Y tampoco quería tocar, por supuesto.

Ron gruñó entre dientes y dirigió su mirada hacia los ojos de Lily. Aunque no estaba muy seguro de cuál de las dos visiones era más peligrosa.

Lily se puso en pie y pareció como si su traje rojo se ajustara a cada curva de su cuerpo. Y que Dios lo ayudara, pero tenía muchas curvas. No era muy alta, no mediría más de un metro sesenta y cinco, pero cada centímetro estaba bien empaquetado.

—Puedo darte una copia si quieres…

—No hace falta —dijo Ron acercándose a la puerta.

«Cobarde», le susurró una voz interior.

Y tenía toda la razón.

—Si estás preocupado por la clínica, no deberías estarlo —aseguró ella.

La atención de Ron se fijó al instante en el único tema en que debería permanecer. Los negocios.

—Supongo que no te importará si de todas maneras me preocupo.

—Claro, no podía ser de otra manera —dijo Lily exhalando un suspiro.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que la gente como tú se preocupa aunque no haya motivo —contestó ella apoyando la cadera en la esquina del escritorio.

—¿La gente como yo?

—Sí, ya sabes —aseguró Lily alzando una mano y provocando de nuevo el tintineo de su pulsera—. La gente asentada, estrecha de miras.

Podía tolerar la palabra asentado. Pero estrecho de miras… eso le parecía un insulto.

—Y tú crees que conoces bien el tipo al que pertenezco, ¿verdad?

—No es muy difícil.

«Márchate ahora», pensó. «Márchate antes de verte envuelto en otra batalla verbal con una mujer que no sabe lo que es dar su brazo a torcer». Pero no fue capaz de hacerlo.

—Estoy fascinado —aseguró con ironía.

—Sí, ya lo veo —respondió Lily sonriendo levemente.

—Por favor, explícame cómo es mi tipo.

Ella lo miró un instante e incluso el aire que los rodeaba pareció enrarecerse por la expectación. Luego se puso de pie y caminó por aquella alfombra ridículamente cara y fuera de lugar hasta situarse al lado de Ron.

—Muy bien —comenzó a decir—. Yo crecí rodeada de gente tan estirada como tú, así que hablo desde la experiencia.

—No puedo esperar.

Lily sonrió ligeramente y a pesar de sus esfuerzos, él clavó la vista en sus labios.

—Siempre haces lo que se espera de ti.

—¿Y eso es malo?

—Sólo aburrido.

—¿Y ser aburrido es un delito?

—Sólo tedioso.

—Sigue, por favor.

—De acuerdo.

Lily comenzó a dar vueltas alrededor de él. Ron sentía su mirada clavada en él, recorriéndolo arriba y abajo como si se tratara de un raro ejemplar de animal expuesto en una clase de biología.

—Tomas tus decisiones en función de lo que es mejor para la familia. Nunca vas por el camino interesante… Siempre viajas muy despacio por la autopista. Siempre vas hasta donde se supone que tienes que ir y te presentas cuando te esperan.

Ron se revolvió, incómodo. Lo estaba describiendo como si fuera un autómata.

—¿Y tú prefieres las carreteras secundarias?

—Por supuesto —aseguró ella encogiéndose de hombros.

—¿No te pierdes?

—Veo sitios nuevos, descubro cosas inéditas…

—Y tampoco crees en los mapas, ¿verdad?

—¡Mapas! —exclamó Lily negando con la cabeza—. Sirven para marcar el camino. Entonces, ¿dónde está la gracia? Para eso te puedes quedar en casa y trazar líneas rojas sobre un atlas. Si no estás abierto a nuevos descubrimientos, entonces, ¿para qué vas?

—¿Estamos hablando de las vidas cortas de miras o de un viaje por carretera?

—¿Acaso no es la vida como un buen viaje?

—¿Y tú como lo imaginas?

Ron había perdido en algún momento el control sobre aquella conversación. Aquello le ocurría con demasiada frecuencia cuando estaba con Lily Cunningham. Ella parecía tener su propia lógica que desafiaba al sentido común.

Lily se detuvo frente a él e inclinó la cabeza ligeramente para atrás para mirarlo directamente a los ojos. De su pelo se desprendía un suave aroma a jazmín, y antes de que Ron se recordara a sí mismo que no debía percibirlo, lo percibió.

—Todos empezamos el viaje en la misma carretera. Algunos nos quedamos en la autopista, y otros nos salimos por carreteras secundarias —aseguró ella con una sonrisa—. Igual que en la vida. Algunos no apartamos nunca la vista del objetivo y entonces nos perdemos otros objetivos que hay por el camino y que pueden ser igual de buenos o incluso mejores. Te pierdes muchas cosas cuando no sales de la autopista.

—Tal vez —dijo Ron—. Pero de esta manera tampoco se llega nunca a un callejón sin salida.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

ERA una ridiculez, pero horas más tarde, Lily seguía pensando en la conversación que había mantenido con Ron Bingham. Aquel hombre tenía algo que podía ser bueno… o malo. Pero en cualquier caso estaba perdiendo demasiado tiempo pensando en él.

Lily apartó deliberadamente sus pensamientos de Ron, se colgó el bolso al hombro y salió del despacho. Caminó por el pasillo al ritmo de la música que salía de los altavoces. Pasó por delante de la sala de espera y le sonrió a un niño que le mostró el dibujo que acababa de hacer. La sala seguía llena de madres cansadas y de embarazadas, y Lily sabía que Mari no saldría de la clínica hasta que todas ellas hubieran sido atendidas. Aquella mujer era asombrosa, pensó Lily con admiración.

La doctora Mari Bingham estaba decidida a que la clínica que había fundado su abuela fuera la mejor. Y ni siquiera eso le bastaba. El complejo biomédico que quería construir no sólo traería puestos de trabajo al condado de Merlyn sino que se constituiría en un referente en la investigación sobre la infertilidad, las células madres y otras áreas.

Lily se detuvo en medio del vestíbulo y suspiró. Miró a las mujeres que leían revistas y charlaban. ¿En qué estarían pensando? Por supuesto, habían venido en busca de cuidados prenatales pero Lily sabía que por el pueblo corrían rumores. Rumores sobre Mari y sus planes y los poderosos patrocinadores que le habían facilitado el dinero para construir el edificio. Había muchos cotilleos, lo que por supuesto era inevitable en un pueblo, pensó Lily. Pero lo suyo sería que las mujeres para las que Mari trabajaba tan duramente estuvieran dispuestas a defenderla en lugar de criticarla por la espalda.

Mari trabajaba como una burra para asegurarse de que las mujeres de aquella parte de Kentucky tuvieran un buen servicio prenatal y un lugar limpio y acogedor en el que dar a luz. Pero a veces, pensó Lily, las personas que más te debían eran las que más disfrutaban viéndote en apuros.

El murmullo de las conversaciones fue disminuyendo hasta desaparecer completamente cuando atravesó la puerta de cristal y salió a la calle. La atmósfera estaba muy cargada, tal como había sucedido durante todo el verano. La humedad era tan densa que se podría masticar el aire. Pero más allá del insoportable calor había una brisa refrescante procedente de las montañas de Kentucky que Lily no había encontrado en ningún otro sitio.

Las abarrotadas calles de Nueva York con sus apresurados viandantes y sus coches ruidosos parecían estar en otro mundo, y Lily se alegraba de ello. Necesitaba aquel cambio. Aquella era una oportunidad de bajarse del carro del estrés y disfrutar un poco de la vida. El trabajo en la clínica era lo suficientemente estimulante como para hacerla feliz y le dejaba tiempo para explorar el nuevo mundo en el que se encontraba.

Sólo llevaba en el medio rural de Kentucky unos cuantos meses, pero ya se sentía como en casa. Allí a nadie le importaba si le daba por caminar descalza por la calle principal. Allí no había reporteros dispuestos a robar una foto de Lily Cunningham en un momento traicionero. Y la distancia que la separaba de su familia hacía que se sintiera libre por primera vez en su vida.

Mientras caminaba en dirección a su coche recordó que había sido la oveja negra prácticamente desde que nació. Vino al mundo en la limusina familiar de camino al hospital, y desde entonces había hecho poco por dignificar aquella entrada tan poco triunfal. Más bien todo lo contrario.

Cuando estaba en el instituto se tiñó el pelo de color púrpura, vestía con minifaldas demasiado cortas y salía con chicos que no debía. Conducía deprisa, escuchaba la música que sus padres consideraban demencial y participaba en manifestaciones de protesta. Cuando se marchó de casa para ingresar en la universidad, Lily podría haber jurado que su casa señorial de Boston exhaló un suspiro de alivio. Sus padres desde luego que sí suspiraron aliviados.

En la universidad de UCLA las cosas fueron diferentes. La vida de California le descubrió un nuevo mundo más relajado, menos rígido. Había menos normas y a nadie se le ocurría vestir de otra forma que no fuera con pantalones vaqueros. Lily había encontrado un lugar en el que encajaba. Había puesto tierra de por medio entre su familia que la agobiaba aunque la quisiera, y ella. E incluso se enamoró.

—Pero nada es perfecto —murmuró abriendo con la llave la puerta de su coche.

Su matrimonio no había empezado tan mal. Todo marchaba bien hasta que el doctor le dijo que no podía tener hijos. Y de repente todo se terminó. Jack tardó menos de una semana en hacer las maletas y marcharse. El divorcio llegó seis meses más tarde.

Lily cerró la puerta y dejó el bolso en el asiento del copiloto. Alzó la cabeza y dejó escapar un suspiro. El pasado ya no tenía importancia. Los caminos que había tomado en su vida la habían llevado hasta donde ahora estaba, y eso era lo único importante.

Encendió el motor del coche y salió del aparcamiento en dirección al centro. No tenía ninguna prisa, así que decidió tomarse un batido en la cafetería más agradable del pueblo.

 

 

El aire acondicionado le golpeó como una bofetada y Lily pestañeó varias veces ante aquel impacto. Le parecía estar en el cielo en lugar de en una cafetería. Con una sonrisa en la boca ocupó el taburete de la esquina junto a la barra, que era su favorito y por suerte estaba libre.

—Hola, señora Cunningham.

—Hola, Vickie —saludó Lily a la camarera—. Estás muy guapa hoy.

—Gracias —contestó la joven rubia bajando la vista—. Lo cierto es que…

—¿Ocurre algo?

—La verdad es que sí —respondió Vickie mordiéndose el labio inferior—. Estoy embarazada.

—¡Vaya! ¿Felicidades? —preguntó Lily sin saber muy bien si la joven quería celebrarlo o lamentarse por ello.