Esperando un hijo tuyo - Maureen Child - E-Book

Esperando un hijo tuyo E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

Si le pedía que se casase con él… Maggie no sabía si tendría fuerzas para rechazarlo. El cirujano Sam Lonergan tenía una vida sin ningún tipo de ataduras… hasta que conoció a Maggie Collins, la joven y atractiva ama de llaves del rancho de su familia. Tuvieron un encuentro increíblemente apasionado… tras el cual Maggie descubrió que estaba embarazada. Aunque se estaba enamorando, Maggie sabía que él no era de los que se casaban…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2007 Maureen Child

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Esperando un hijo tuyo, n.º 1514 - julio 2024

Título original: EXPECTING LONERGAN'S BABY

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. N ombres, c a r a cteres, l u g ares, y s i t u aciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410741676

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Sam Lonergan había esperado encontrar un fantasma en el lago. Lo que no había esperado era encontrar una mujer desnuda.

Pero si hubiera podido elegir, habría elegido esto último. Sabía que, por educación, debería apartar la mirada, pero no era capaz. En lugar de alejarse, se concentró en la mujer que cruzaba el lago, dirigiéndose a la orilla.

Incluso a la pálida luz de la luna su piel brillaba, bronceada y suave, y apenas desplazaba agua mientras nadaba. Por una parte la veía como alguien que estaba rompiendo la paz de un sitio sagrado, por otra se alegraba de que estuviera allí.

Mientras la observaba, se decía a sí mismo que no debería haber ido allí. Aquel lago, aquel rancho, guardaban demasiados recuerdos. Demasiadas imágenes aparecían en su cabeza, encogiéndole el corazón.

Cerrando los ojos, Sam respiró profundamente y exhaló antes de abrirlos otra vez. Ella había dejado de nadar y ahora estaba flotando en el agua, mirándolo, seguramente con gesto de sorpresa, aunque desde allí no podía verle la cara.

–¿Ha visto suficiente? –le preguntó.

–Eso depende –contestó Sam–. ¿Tiene algo más que enseñarme?

–¿Quién es usted? –preguntó ella entonces, más enfadada que preocupada.

–Yo podría preguntarle lo mismo.

–Esto es propiedad privada.

–Sí, claro que sí –asintió Sam, cruzándose de brazos–. Por eso me pregunto qué hace usted aquí.

–Yo vivo aquí –replicó ella, apartándose el pelo de la cara; una cascada de pelo oscuro que provocó un arco de gotas de agua alrededor de su cara.

Sam tardó un par de segundos en entender lo que estaba diciendo.

–¿Vive usted aquí, en el rancho Lonergan?

Un rancho que había pertenecido a su familia durante generaciones. Desde los días de la fiebre del oro, cuando el tatarabuelo o lo que fuera de Sam había decidido que la fortuna estaba en California, no en los riachuelos en los que sólo de vez en cuando y con mucha suerte se podía encontrar una pepita de oro.

Los Lonergan se habían instalado allí para criar caballos y formar una familia. Una familia que ahora consistía en un viejo, un fantasma y tres Lonergan, primos entre ellos: Sam, Cooper y Jake.

Su abuelo, Jeremiah, había vivido solo durante los últimos veinte años desde que su mujer, la abuela de Sam, murió. Pero ahora, si tenía que creer a aquella nadadora desnuda, tenía una compañera.

–Eso es –dijo ella–. Y el propietario de este rancho es muy protector. Y tiene muy malas pulgas, se lo advierto.

A Sam le dieron ganas de soltar una carcajada. Su abuelo era el hombre más bueno que había conocido nunca. Y aquella mujer quería hacerle creer que Jeremiah era un perro rabioso…

–Pero él no está aquí ahora mismo, ¿no?

–No.

–Entonces, sólo estamos usted y yo. Y ya que estamos charlando tan amigablemente… ¿le importaría decirme si suele bañarse desnuda a menudo?

–¿Suele usted espiar a las mujeres?

–Siempre que puedo.

Ella se pasó una mano por el pelo, con gesto airado. Luego se hundió un poco más en el agua, y Sam pensó que debía de estar cansándose de dar pataditas para mantenerse a flote.

–No parece usted avergonzado de sí mismo.

Sam sonrió.

–Señorita, si no mirase a una mujer desnuda cuando tengo oportunidad, sería una vergüenza.

–Pues su madre debe de estar muy orgullosa de usted.

Él rió. Su madre no, pero su abuelo seguramente sí.

Ella miró alrededor, y Sam supo lo que estaba viendo: nada. Salvo los robles que parecían hacer guardia sobre el lago, estaban solos. El rancho estaba a dos kilómetros de allí, y la carretera, a más de quince.

–Mire, hace frío y estoy cansada. Me gustaría salir del agua, si no le importa.

–¿Y qué la detiene?

Ella lo miró, con los ojos muy abiertos.

–¿Perdone? No pienso salir del agua mientras usted está mirando.

Sam se sintió un poco avergonzado. Pero poco. Sí, debería apartar la mirada, pero ¿un hombre hambriento rechazaría un filete sólo porque fuese robado?

–Podría ponerse de espaldas –sugirió ella.

–Pero si hago eso, ¿cómo sabré si va usted a darme un golpe en la cabeza con algo?

–¿Cree que llevo un arma escondida en alguna parte?

Sam se encogió de hombros.

–Nunca se sabe.

–Perfecto. Yo estoy desnuda, pero es usted el que se siente amenazado –replicó ella, hundiéndose un poco más en el agua.

Un golpe de viento llegó entonces de ninguna parte, sacudiendo las hojas de los robles hasta que sonaba como si estuvieran rodeados por una multitud. La joven volvió a hundirse en el agua, y Sam pensó que debería dejarla en paz. Pero sólo lo pensó. Luego miró el cielo, cubierto de estrellas.

–Hace una noche estupenda. Es posible que acampe aquí.

–No será capaz.

–¿No? –Sam, que empezaba a pasarlo bien, fingió pensárselo un momento–. Es posible que no. Pero la cuestión es, ¿piensa salir de ahí o puede dormir mientras flota?

Ella golpeó el agua con la mano.

–Voy a salir.

–Me parece muy bien.

–Es usted un imbécil, ¿sabe?

–Me lo han dicho antes, sí.

–No me sorprende.

–Sigue usted en el agua –Sam descruzó los brazos y metió ambas manos en los bolsillos del pantalón–. Y supongo que debe de hacer mucho frío ahí dentro.

–Sí, pero…

–Ya le he dicho que no pienso irme a ninguna parte.

Ella volvió a mirar alrededor, como buscando una salida o esperando que llegase el Séptimo de Caballería.

–¿Cómo sé que no va a atacarme en cuanto salga del agua?

–Podría darle mi palabra –contestó él–. Pero como no me conoce, eso no valdría de mucho.

La joven lo estudió durante unos segundos, y Sam tuvo la extraña sensación de que estaba viendo más de lo que a él le gustaría que viese.

–Si me da su palabra, le creeré.

Frunciendo el ceño, Sam sacó una mano del bolsillo y se la pasó por el cuello. Una mujer guapísima y desnuda confiaba en él. Estupendo.

–Muy bien. De acuerdo.

Ella asintió, pero pasó más de un minuto antes de que empezase a nadar hacia la orilla. El corazón de Sam se aceleró. ¿Anticipación? ¿Deseo? Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sintió alguna de esas dos emociones. Pero el momento llegó y se fue a tal velocidad, que no pudo ni explorarlo ni disfrutarlo.

Lo que no hizo fue ponerse de espaldas.

La luz de la luna hacía brillar su piel mientras salía del agua para recoger su ropa, colocada en un montoncito a la orilla del lago.

Mientras la observaba, Sam sintió una oleada de deseo tan poderosa que estuvo a punto de hacerlo perder pie.

Era de estatura media, esbelta, con pechos pequeños pero firmes, caderas delgadas y una marca del bikini que dejaba claro que no solía bañarse desnuda. Afortunadamente, había decidido hacerlo aquella noche. Porque esas marcas del bikini hacían su desnudez más excitante. Los pálidos retazos de piel en contraste con el resto del cuerpo, bronceado, tentaban a un hombre.

Aquella mujer tenía un aspecto mágico a la luz de la luna, y tuvo que hacer un esfuerzo para no atraparla entre sus brazos. Era como ver a una sirena salir del mar.

–Eres increíble.

Ella levantó la barbilla, orgullosa, sin vacilar. Sam sabía que debería sentirse avergonzado por estar mirándola cuando había dado su palabra de que no lo haría…

Pero no podía apartar los ojos mientras se ponía una camiseta y una falda de algodón. Luego vio que se inclinaba para ponerse las sandalias.

Debería darle las gracias, pensó. Le había hecho olvidar el pasado, había conseguido que aquel lago y los recuerdos fueran mucho más fáciles de asimilar de lo que había esperado.

–Mira, siento habértelo hecho pasar mal, pero verte aquí me sorprendió y…

Ella le dio un puñetazo en el estómago.

No le dolió mucho, pero como no lo esperaba se quedó sin aire.

–¿Yo te he sorprendido? Qué gracioso –Maggie Collins se puso la melena a un lado para escurrirla sobre la hierba.

Increíble. La había llamado increíble.

Mientras la miraba, no había podido evitar sentir un calorcito por dentro. Y, durante un segundo, había querido que la tocase, sentir sus manos sobre su piel mojada.

Y eso la ponía furiosa. Maggie lo miró de arriba abajo y luego levantó de nuevo la barbilla, orgullosa.

–Eres un miserable, un canalla, un cerdo, un… –cómo odiaba quedarse sin adjetivos cuando más los necesitaba.

Respirando profundamente, intentó calmarse. Casi le había dado un ataque al corazón al verlo en la orilla del lago, mirándola en la oscuridad. Pero el inicial momento de pánico había desaparecido en cuanto lo miró.

Maggie llevaba sola el tiempo suficiente como para haber desarrollado una especie de radar que le decía cuándo estaba en peligro y cuándo estaba a salvo.

Y con aquel hombre no se había puesto en marcha ninguna alarma… a pesar de que no había sido un caballero. Maleducado y fresco podía ser, un peligro, no.

No, no era peligroso.

Al menos para su integridad física.

Emocionalmente… eso podría ser otra historia. Era alto y guapo y tenía un curioso brillo en los ojos. Pero no era el brillo de deseo que había visto mientras salía del agua, sino algo triste y vacío. Ella siempre se había sentido atraída por los hombres heridos. Los de ojos tristes y corazones solitarios.

Pero después de que le hubieran roto el suyo un par de veces, decidió que a veces había razones para que los hombres estuvieran solos. Y lo que tenía que hacer era recordar eso.

Maggie se quedó donde estaba, fulminando con la mirada al hombre que había interrumpido su baño nocturno. Unos años antes habría salido corriendo, pero ya no. En los últimos dos años las cosas habían cambiado para ella. Había encontrado un hogar. El rancho Lonergan era su casa y nadie, ni siquiera aquel extraño, iba a asustarla.

–Tienes un buen gancho de derecha –admitió él.

–Se te pasará –replicó Maggie, dirigiéndose al camino que llevaba al rancho.

El hombre la detuvo tomándola del brazo, pero ella se apartó de un tirón.

–Bueno, bueno… No pasa nada. Tranquilízate.

–No me toques.

Sam levantó las manos en señal de rendición.

–No te preocupes, no volveré a hacerlo.

Maggie respiró profundamente, intentando calmarse. Lo que la había alterado no era sólo que la tocase. Al sentir el calor de su mano había sentido… no sabía qué. Un deseo absurdo que no había sentido nunca por un desconocido y que no le gustaba nada.

Sería mejor alejarse de aquel hombre. Rápido.

–Tardaré diez minutos en volver a la casa. Y sugiero que uses esos diez minutos para desaparecer.

Él negó con la cabeza.

–No puedo hacer eso.

–Será mejor que lo hagas. Porque en cuanto llegue a casa pienso llamar a la policía para decirle que alguien ha entrado ilegalmente en la propiedad.

–Podrías hacerlo –asintió él, caminando a su lado entre los árboles–. Pero no serviría de nada.

–¿Por qué?

–Porque no –contestó Sam–. Fui al instituto con la mitad de los policías del pueblo. Además, a Jeremiah Lonergan no le haría ninguna gracia que me detuvieran por tu culpa.

Maggie se detuvo, con una premonición.

–¿Por qué no le gustaría?

–Porque yo soy Sam Lonergan, y Jeremiah es mi abuelo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Maggie sentía tal rabia que apenas podía respirar. Ella sabía que los tres nietos de Jeremiah irían al rancho ese verano, pero no había esperado que uno de ellos apareciese de repente en el lago y se quedase mirándola como… como un sinvergüenza.

–Si hubiera sabido quién eras te habría golpeado más fuerte –dijo entonces.

–Menos mal que no te lo he dicho antes.

–¿Cómo puedes hacerle esto? –le espetó Maggie, poniéndose las manos en las caderas.

–¿Hacer qué?

–No venir por aquí. Tú… todos vosotros. Ninguno de los tres ha venido a ver a Jeremiah en dos años.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Porque yo he estado aquí –contestó ella–. Llevo dos años cuidando de ese anciano maravilloso y no recuerdo haberme encontrado con ninguno de vosotros en dos años.

–¿Ese anciano maravilloso? –repitió Sam, riendo–. Jeremiah Lonergan es un viejo con el corazón más blando…

–¡No le insultes! –gritó Maggie, furiosa por aquel comentario sobre un anciano que, cuando llegó al rancho, estaba más solo que ella–. Es una persona maravillosa. Y dulce y cariñoso. Y está solo. Su propia familia no se molesta en venir a verlo. Debería daros vergüenza. Especialmente a ti, que eres médico. Deberías haber venido antes para comprobar si estaba bien. Pero no. Has tenido que esperar hasta que el pobre está… –no podía ni decir la palabra «muriéndose».

No quería ni pensar en perder a Jeremiah. No podía soportar la idea de perderlo a él y a la casa que tanto significaba para ella. Y allí, a su lado, tenía a un hombre al que eso no le importaba en absoluto. Que no agradecía el cariño que otro ser humano podía ofrecerle. Un hombre al que su abuelo le importaba tan poco como para no haber ido a visitarlo en dos años.

–¿Se puede saber quién eres? –le preguntó él entonces.

–Me llamo Maggie Collins –contestó ella, estirándose–. Y soy el ama de llaves de tu abuelo.

Y había conseguido esa posición porque «el viejo de corazón blando» se había arriesgado con ella cuando más lo necesitaba. De modo que no pensaba dejar que nadie, ni siquiera su nieto, se metiera con él.

–Bueno, Maggie Collins, que hayas cuidado de Jeremiah no significa que sepas nada sobre mi familia.

Ella lo miró, en absoluto intimidada. En los últimos dos años había visto a Jeremiah hojeando álbumes de fotos, mirando vídeos de las reuniones familiares, perdiéndose en el pasado porque los nietos a los que tanto quería no eran capaces de ir a visitarlo.

Y la ponía furiosa que esos tres hombres, que tenían la casa y la familia que ella siempre había deseado, no pareciesen apreciar nada de eso.

–Sé que, aunque tiene tres nietos, Jeremiah está completamente solo –replicó, airada–. Sé que tuvo que contratar a una extraña para que le hiciese compañía. Sé que mira las fotografías de sus nietos y se le encoge el corazón –Maggie le golpeó el pecho con el dedo–. Sé que ha hecho falta que esté al borde de la muerte para que vinierais a verlo este verano. Sé todo eso, amigo mío.

Sam apartó la mirada, contando hasta diez. Luego, cuando volvió a mirarla, su furia había desaparecido.

–Tienes razón.

Maggie no había esperado eso, y la sorprendió.

–¿Tengo razón?

–Hasta cierto punto, sí –admitió Sam–. Es… complicado de explicar.

–No, no lo es –replicó ella, asqueada–. Es tu abuelo, os quiere y vosotros lo tratáis como si no existiera.

–Tú no lo entiendes.

–Sí, claro, tienes razón –contestó Maggie, cruzándose de brazos–. Desde luego que no lo entiendo.