Evangelización y configuración de la cristiandad ecuatoriana - Segundo E. Moreno Yánez - E-Book

Evangelización y configuración de la cristiandad ecuatoriana E-Book

Segundo E. Moreno Yánez

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La presente publicación no es una clásica historia de la Iglesia ecuatoriana, aunque en la formación de la "cristiandad colonial" se tienen en cuenta las normas emanadas del poder colonial: Audiencia, concilios diocesanos, obispos, regulaciones en la aplicación del patronato real, etc. No se puede olvidar que dentro del proceso de colonización y evangelización han jugado un papel los "doctrineros" o curas de indios y los misioneros entre los pueblos de las forestas tropicales. Ellos coadyuvaron en la promoción de una nueva fe basada en el Evangelio, de nuevas concepciones éticas y morales, de complejos simbólicos culturales y de novedosos sistemas organizacionales como las cofradías, compadrazgos, priostazgos, etc. También ellos iniciaron un proceso deculturizador con el aniquilamiento de las religiones autóctonas o "idolatrías", y de las prácticas denominadas de "hechicería". Con este propósito se realiza un análisis de los diferentes modelos de evangelización, algunos orientados a fortalecer el sistema de cristiandad colonial, y otros a privilegiar las culturas indígenas bajo la consideración, según el Concilio Vaticano II, de que son "semillas del Evangelio".

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REFLEXIONES PRELIMINARES

1. PANTA TA ETHNEMISIÓN, CULTURAS Y PUEBLOS

2. GÉNESIS DE LA CRISTIANDAD COLONIAL DE QUITO

3. ACULTURACIÓN Y EVANGELIZACIÓN: ¿NUEVO “PACHACUTI”?

4. SANTIDAD Y PERVERSIÓN SEGÚN LAS “CARTAS ANNUAS” DE LOS JESUITAS QUITEÑOS (SIGLOS XVI - XVII)

5. MISIÓN: QUIMERAS Y REALIDADES AL ESTE DE LOS ANDES ECUATORIALES (1586-1802)

6. OFRENDA SACRIFICIAL AL GUAGUALZUMA

7. HACIA UNA TEOLOGÍA INTERCULTURAL EN CONTEXTOS ANDINOS Y AMAZÓNICOS

8. LO SAGRADO DESDE LA EXPERIENCIA COLONIAL

9. LA CRISTIANDAD ECUATORIANA EN LOS ALBORES DEL TERCER MILENIO

BIBLIOGRAFÍA Y FUENTES DOCUMENTALES

REFLEXIONES PRELIMINARES

Aunque la Antropología Cultural y la Etnohistoria, dentro de las Ciencias Sociales, han consolidado en el Ecuador una tradición investigativa reconocida y valorada por la ciencia americanista mundial, es evidente que el tema del encuentro entre la cosmovisión española y las religiones autóctonas ha sido, hasta el momento, poco tratado, a pesar de que esta interacción se constituyó en una “cristiandad colonial”, entendida ésta como una forma de Cristianismo definida por categorías de dominación y dependencia. Una religiosidad de esta índole demuestra, por una parte, el desarrollo de una conciencia indígena sometida a una cultura, a una religión y a una moral extranjeras, pero que, al mismo tiempo, reconstituye, bajo los nombres y las formas de éstas, los elementos de su propia identidad religiosa y cultural. Por otro lado, si la religión es, en cierto modo, una realidad cultural, por ser la expresión de un sistema de valores y significados de un grupo social, parece claro, según la conferencia de la CELAM de Medellín (1968), que la religiosidad popular es el resultado de una síntesis peculiar entre la Fe cristiana suscitada por la evangelización y la cultura propia de los pueblos evangelizados. Por lo mismo, el posterior Documento de Puebla (1979) define la religiosidad popular como la forma cultural que la religión adopta en un pueblo determinado, por lo que, gracias a una inculturación del Evangelio, la religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más característica, puede ser definida como catolicismo popular.

Investigaciones etnohistóricas realizadas en diferentes archivos, bibliotecas y museos del Ecuador, España, Italia –particularmente Roma– Estados Unidos y Alemania, gracias a los auspicios de la Alexander von Humboldt Stiftung y de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation, y más de tres décadas de docencia en la Escuela de Antropología de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE), con sede en Quito, en las cátedras relacionadas con temas etnohistóricos y de Antropología Religiosa y Cultura y Religiosidad Andinas, permitieron desarrollar un proyecto que respondieran a tres preguntas: (1) ¿cuáles fueron las formas de religiosidad aborigen en la época pre-hispánica?; (2) ¿cómo se dio el proceso de conversión a raíz de la conquista y colonización españolas?; y (3) ¿cuál ha sido el desarrollo hacia formas actuales de religiosidad indígena y popular?

Estas reflexiones sirvieron de fundamento para desarrollar el proyecto de investigación: Religiones aborígenes y cristiandad colonial en Andinoamérica Ecuatorial: hacia formas actuales de religiosidad indígena y popular, el que, por iniciativa del Sr. Gerhard Schäfer, se presentó a la Arquidiócesis de Munich, para su financiación, con cuyo apoyo se pudo ampliar la información, particularmente con la investigación documental en los archivos ecuatorianos de la Arquidiócesis de Quito, de la Diócesis de Riobamba, de varias parroquias eclesiásticas, y en el Archivo Histórico Nacional. Importante ayuda en la recolección y transcripción documental prestó la historiadora Dra. Christiana Borchart de Moreno, con quien he tenido, además, la satisfacción de poder analizar y discutir los temas referentes a todo el proyecto de investigación, por lo que es importante que conste mi más cordial agradecimiento.

El desarrollo de un proyecto tan amplio ha permitido, hasta el momento, la elaboración de tres libros: Simbolismo y ritual en las sublevaciones indígenas (Quito, Corporación Editora Nacional, 2017, 170 pp.); Religiones aborígenes en Andinoamérica Ecuatorial (Sankt Augustin - Alemania, Anthopos Institut, 2018, 339 pp.); y Evangelización y configuración de la Cristiandad Ecuatoriana (PUCE-Abya Yala, 2023, 480 pp.). Resultado de este proyecto ha sido también la publicación de artículos monográficos; entre ellos se pueden citar: Laguna y volcán: hitos de un paisaje sagrado (Bogotá, UNESCO, 2004); El Chimborazo, Ecuador: un ancestro sagrado andino (Lima, IEP, 2009); De la diosa volcánica a Nuestra Señora de Agua Santa. Mitos y rituales en la Tungurahua- Ecuador (Quito, PUCE, 2017); Misión: quimeras y realidades al Este de los Andes Ecuatoriales, 1586-1660 (Cuernavaca, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2020).

Evangelización y configuración de la Cristiandad Ecuatoriana no es una clásica historia de la Iglesia ecuatoriana, aunque en la formación de la “cristiandad colonial” se tienen en cuenta las normas emanadas del poder colonial: Audiencia, concilios diocesanos, obispos, normas en la aplicación del patronato real, etc. No se puede olvidar que dentro del proceso de colonización y evangelización han jugado un papel importante los “doctrineros” o curas de indios y los misioneros entre los pueblos indios de las forestas tropicales. Ellos coadyuvaron a la promoción de una nueva Fe basada en el Evangelio, de nuevas concepciones éticas y valores morales, de complejos simbólicos culturales y de novedosos sistemas organizacionales, como las cofradías, compadrazgos, priostazgos, etc. También ellos fueron los encargados de un proceso deculturizador con el aniquilamiento de las religiones autóctonas (idolatrías) y de las prácticas denominadas de “hechicería”. Con este propósito se realiza un análisis de los diferentes modelos de evangelización, algunos orientados a fortalecer el sistema de cristiandad colonial, y otros a privilegiar las culturas indígenas bajo la consideración, según el Concilio Vaticano II, de que son “semillas del Evangelio”.

El modelo de “cristiandad colonial” se mantuvo en el Ecuador, bajo otros parámetros políticos, durante el Período Republicano, ya en su versión del “patronato” durante los gobiernos con tendencias conservadoras, o de la doctrina de “separación Iglesia-Estado” en los regímenes liberales. La simbiosis cultural produjo nuevas formas de cultura religiosa, todavía vigentes, especialmente en las poblaciones rurales, para quienes todavía existen una “geografía sagrada” y varios ciclos festivos integrados en un “calendario ritual”. Dada su importancia, es conveniente realizar un análisis que determine sus componentes y etapas en el desarrollo de la religiosidad indígena y popular, en la que se incluye la de los pueblos afroamericanos.

Una publicación de esta índole no puede dejar de lado un análisis y reflexión sobre los nuevos modelos de “culturización del Evangelio”, que se han desarrollado a partir del Concilio Vaticano II y de las reuniones de la CELAM en Medellín y Puebla. Además de las nuevas tendencias en la discusión entre religión y cultura, Cristianismo y cristiandad, descolonización y Teología de la Liberación, inculturación del Evangelio, etc., no se puede olvidar que tanto los indígenas como los sectores populares han seleccionado devociones, ritos, símbolos, etc., en consonancia con su propio “ethos”, en el que, sobre una religión popular de corte hispano, se notan algunos influjos de las religiones indígenas, sobre todo en los ritos para-litúrgicos (procesiones, romerías, santuarios, danzas sagradas, etc.). Además de una reflexión crítica sobre la religiosidad indígena y popular, como una “Teología del Pueblo”, los nueve capítulos del presente estudio ofrecen pautas, desde la Antropología Cultural, para la reflexión teológica y sociológica, que expresen la experiencia religiosa propia de los sectores populares ecuatorianos, la que debe ser valorada en el concierto de otras experiencias culturales.

La edición de una obra como la presente requiere también mis personales agradecimientos al Centro de Publicaciones de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador, en la persona de su exdirector Mtr. Santiago Vizcaíno, y a Ediciones Abya-Yala, dirigida por su editora general, la periodista Lcda. Milagros Aguirre. Es también el momento de recordar al antropólogo jesuita Marco Vinicio Rueda, a quien sucedí en la cátedra de Antropología Religiosa y de quien aprendí ir a las fuentes no a las simples vulgarizaciones, y al misionero salesiano Juan Bottasso, con quien tuve la satisfacción de discutir y aclarar temas relativos a la inculturación del Evangelio en las misiones del Oriente Ecuatoriano. Es importante aseverar que para ambos sacerdotes el Evangelio no fue un reto meramente doctrinal o moral, sino vital y existencial. Como un homenaje póstumo, a ellos dedico la presente publicación.

Segundo E. Moreno Yánez [email protected]

1. PANTA TA ETHNEMISIÓN, CULTURAS Y PUEBLOS

SUMARIO

1.1. Panta ta ethne: una misión universal

1.2. Cultura, cosmovisión y ethos

1.3. Inculturación: acogida generosa

1.4. “Desde nuestro propio contexto”

1.5. “Semillas del Verbo”

* * * * * *

La historia de Jesús de Nazareth no termina con su muerte; comienza de nuevo con el acontecimiento pascual de su resurrección. A partir de entonces la Fe está ligada al mensaje de la resurrección. Desde el punto de vista histórico, sin el mensaje de la resurrección no habrían llegado hasta nosotros ni el relato del Evangelio (“Buena Nueva”), ni la Iglesia, ni la Fe. La resurrección es la irrupción del nuevo mundo de Dios en los moldes del viejo mundo, por lo que este acontecimiento de salvación debe ser proclamado hasta los confines de la tierra.1

1.1. Panta ta ethne: una misión universal

Dentro de este contexto pascual, según el Evangelio de Mateo, los discípulos se trasladaron de Jerusalén a Galilea, “al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado.” (Mt. 28, 16-19).En el original griego se dice “matheteúsate panta ta ethne”. La palabra ethnos (en singular) significa raza, nación, pueblo, tribu, a los que se añaden los significados de raza de animales, clase, corporación y aun sexo.2 La palabra ethnos, traducida como “pueblo”, resulta ambigua en los campos de la Filosofía Social y de la Política. En la Antropología Cultural el término “pueblo” adquiere una significación propia, donde equivale a “etnia” o “nación”, es decir, a una colectividad humana perteneciente a una misma cultura. “Este sentido difícilmente puede aplicarse a la Iglesia Católica” –escribe Leonardo Boff en su tratado de “eclesiogénesis” titulado: …Y la Iglesia se hizo Pueblo– “porque ésta no se define por la cultura ni se limita a la cultura occidental, en la que históricamente se ha expresado. La catolicidad conlleva a que la Iglesia pueda encarnarse en las diversas culturas y configurar en ellas, de distintas maneras, la misma fe cristiana. En nuestros días, efectivamente, el Cristianismo penetra las diversas culturas (africanas, asiáticas, indígenas latinoamericanas y la cultura occidental latina y germánica)”.3

Como explica X. Leon-Dufour en su Vocabulario de Teología Bíblica,4 al designar a los grupos humanos que están constituidos por comunidad de sangre y que tienen una estructura sociológica estable, el Antiguo Testamento usa las voces hebreas am y goy. En el lenguaje bíblico am, en singular, designa preferentemente a Israel como “pueblo de Dios”, que vive aparte, mientras que el vocablo goyim, en plural, está reservado a las naciones gentiles, extranjeras y paganas (v.gr. Nm. 23, 9). En la “Versión de los Setenta” los traductores alejandrinos tradujeron am con el vocablo griego laos, significando también “pueblo de Dios”, mientras que ethne, en plural, traducido de goyim, estuvo destinado a las naciones paganas. Este hecho lingüístico demuestra la necesidad de expresar con una palabra especial el carácter excepcional de Israel como pueblo elegido, cuya relación con Dios, a partir del acto fundacional de una “alianza”, le constituyó en una nación “sacralizada”, al ser “seleccionada” de entre los demás pueblos. Su elección y vocación, su unidad interna como una comunidad de raza y de destino, el enraizamiento en una patria y la comunidad cultual y de lenguaje muestran la función que desempeñó Israel para con las otras naciones, como pueblo mediador, testigo del Dios único ante los otros pueblos, pues, como promete Dios a Abram, en el libro del Génesis, “Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn. 12, 3).

El pueblo de Israel, al conquistar la tierra prometida, hizo de la “lengua de Canaán” su propia lengua, como un factor de unidad, vehículo de una cultura y de una concepción del mundo. La misma revelación divina se expresó en hebreo, adoptando las categorías de pensamiento forjadas por la cultura semita, en las que se reconocen aportaciones culturales diversas (babilónica, cananea, persa y hasta griega). A lo largo de varios siglos cobró forma una verdadera cultura nacional, dominada por la “palabra de Dios”, vertida en un molde hebreo, designado más comúnmente “judío”. En la Antigua Alianza el hombre no será salvado evadiéndose de la historia, sino compartiendo el destino dentro de una comunidad elegida como su “pueblo”, redefinido como el “Pueblo de la Alianza”.

La muerte de Jesús derriba la barrera que separaba a Israel de las otras naciones (Ef. 2, 14), pues, según Pablo, se cumple la profecía “como dice también en Oseas: Llamaré pueblo mío al que no es mi pueblo”. (Rm. 9, 25).El “pueblo elegido”, según la “Nueva Alianza”, está ya constituido por hombres y mujeres “de toda raza, lengua, pueblo y nación” (Ap. 5, 9), estando el antiguo Israel comprendido en esta numeración, como parte de la “nueva humanidad”, a fin de que todos participen en la herencia con los santificados, por lo que Pablo dirige a los gentiles de Éfeso esta afirmación: “pues ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios” (Ef. 2, 19).Según el mensaje dirigido a panta ta ethne, a partir de la Nueva Alianza, no solo todos los pueblos son habilitados para escuchar y aprender la “Buena Nueva” sino que ésta, al encarnarse en las culturas de los diversos pueblos, les concede el carácter “sagrado” de “pueblos elegidos”, condición que tenía antes únicamente el pueblo de Israel.

1.2. Cultura: cosmovisión y ethos

Además de considerar, operativamente, a la “cultura” como la “respuesta original de un pueblo a su medio ambiente y a su historia”, no podemos olvidar que toda cultura se expresa en la conducta humana, entendida ésta como “acción simbólica”. Como acción, “lo mismo que la fonación en el habla, el color en la pintura, las líneas en la escritura o el sonido en la música”significan algo, también la cultura “es un contexto dentro del cual pueden describirse todos estos fenómenos de manera inteligible, es decir, densa”.5 Al tratarse de una acción simbólica, el concepto de cultura debe ser entendido como un “sistema de símbolos en virtud de los cuales el hombre da significación a su propia experiencia. Sistemas de símbolos creados por el hombre, compartidos, convencionales y, por cierto, aprendidos, suministran a los seres humanos un marco significativo dentro del cual pueden orientarse en sus relaciones recíprocas, en su relación con el mundo que los rodea y en su relación consigo mismos”.6

Por otro lado, la religión, gracias a los símbolos sagrados, es la fusión interna de la cosmovisión y el ethos, que tiene por principal función formular concepciones ideológicas de un orden general de existencia: “cosmovisión”; y establecer normas morales para producir y sostener esas creencias: “ética”. En su ensayo “La religión como sistema cultural”,Clifford Geertz7 propone una definición sustantiva de religión, que recupera los presupuestos del instrumentalismo, como estructura normativa de conducta, y del idealismo en su dimensión existencial y emocional. La religión es así definida como “un sistema de símbolos que obra para establecer vigorosos, penetrantes y duraderos estados anímicos y motivaciones en los hombres, formulando concepciones de un orden general de existencia y revistiendo esas concepciones con una aureola de efectividad tal que los estados anímicos y motivaciones parezcan de un realismo único”.8

Al considerar la significación de los símbolos sagrados debemos tener en cuenta que su función es, en primer lugar, sintetizar el ethos de un pueblo, es decir, el tono, el carácter, la calidad de vida, su estilo moral y estético; y, en segundo lugar, su cosmovisión, entendida ésta como el cuadro que ese pueblo se forja de cómo entiende las cosas en la realidad, sus ideas más inclusivas acerca del orden, en suma, la “autovisión” sobre sí mismo que abarca conocimientos e interpretaciones de ellos. En las creencias y en las prácticas religiosas, el ethos de un pueblo se convierte en algo razonable e intelectualmente explicable, en una representación ideal de un sistema de vida adaptado a la cosmovisión. Esta mutua conformación tiene dos efectos fundamentales: por un lado, objetiva las preferencias morales y estéticas, como una inalterable forma de realidad captada por el sentido común; y, por el otro, presta apoyo a estas creencias sobre el mundo al invocar sentimientos morales y estéticos profundamente sentidos como evidencias de su verdad. Por lo mismo, se puede afirmar que los símbolos religiosos formulan una congruencia básica entre un determinado estilo de vida y una metafísica específica: coyuntura que tiene como fin armonizar las acciones humanas con un orden cósmico y proyectar ese orden cósmico al plano de la experiencia humana.9

1.3. Inculturación: acogida generosa

Hasta la caída del Imperio Romano, la ciudad había sido el espacio privilegiado de la evangelización cristiana, mientras las poblaciones rurales habían sido dejadas de lado. Con el hundimiento del mundo urbano, la Iglesia se vio impelida a cambiar su forma de presencia social y a destinar su principal acción misionera a las gentes campesinas y a los pueblos bálticos, germanos y eslavos, con sus hábitos, costumbres, creencias y ritos, procedentes de religiones agrarias y telúricas. En su “Introducción a la religiosidad popular”, dice Luis Maldonado: “La Iglesia fue generosa en su acogida. Los recibió tal como eran. Ciertamente hizo un esfuerzo de evangelización y catequización, pero también de aceptación y asimilación de los diversos componentes de su personalidad, incluyendo todo aquel sustrato pagano”.10

Especial testimonio de esta actitud demuestra la carta de Gregorio Magno, escrita en el año 595 y dirigida a los misioneros que evangelizaban a los pueblos anglosajones. “He reflexionado mucho acerca de los anglos –escribe el Obispo de Roma– Decididamente, no se deben destruir los templos de los pueblos, sino únicamente los ídolos que se encuentran en su interior. Se bendecirá agua bendita, y con ella rocíense los templos. Constrúyanse altares y deposítense en ellos las reliquias. Estos templos tan bien construidos deben pasar del culto de los espíritus malos al culto del Dios verdadero. Cuando el pueblo vea que sus templos no son destruidos, se volverá con alegría al conocimiento y adoración al verdadero Dios en los lugares que le son familiares. Y puesto que se solían sacrificar muchos bueyes a los espíritus malos, es necesario conservar, modificada, esta costumbre también, haciendo un convite, un banquete, con mesas y ramas de árbol puestas alrededor de las iglesias, que antes eran templos […] No se inmolen ya animales al mal espíritu, pero mátense y cómanse en alabanza de Dios, dando gracias así a quien todo lo ha creado, trocando de ese modo los placeres materiales en espirituales”.11

Ya siglos antes de la irrupción de los pueblos germanos, bálticos y eslavos en el Imperio Romano, el mundo mediterráneo se abrió a los cultos orientales de las llamadas “religiones mistéricas”. Durante las Guerras Púnicas (264-146 a.C.), Roma ya invocó a la Magna Mater, diosa ctónica de Frigia, y a Cibeles y a su consorte Atis, como defensores de la Urbe contra el cartaginés Aníbal. Luego se difundieron los cultos a los dioses egipcios Isis y Osiris, a la pareja babilónica Istar y Dumuz, a las beldades griegas Afrodita y Adonis, a Deméter, Dionisios y Mitra, este último de origen persa. Entre las numerosas deidades predominaban las parejas de divinidades masculinas y femeninas, quienes repiten el misterio del dios que muere y resucita con la ayuda de la diosa, quien es madre, esposa o amante del dios sacrificado. A pesar de todo, casi siempre la diosa es considerada virgen. Todas estas religiones se desarrollaron a partir de la revolución agraria, por lo que son cultos a la fecundidad y fertilidad de la tierra; de ahí la importancia del hiero gamos como unión sexual sagrada, el culto a los cipos, menhires y estacas hundidas en el suelo para simbolizar la unión del cielo y de la tierra, la existencia de la prostitución sagrada y de otras formas sexuales de sacralización. Estas religiones cósmicas o naturalistas, sin embargo, introducen un cierto sentido soteriológico. El hecho de la muerte y renacimiento de la naturaleza, a través de las estaciones y de los ritmos solares y lunares, se transforma en el significante de una esperanza de salvación y resurrección, esperanza que, de todos modos, no se libera del “eterno retorno”, pues está encadenada al ritual de un tiempo repetitivo y cíclico. Se podría afirmar que este ingrediente de las religiones cósmicas ayudó a transformar las creencias ancestrales de la población en un sentido de apertura a los misterios de la fe cristiana.

Efectivamente, la muerte y resurrección de Jesús es el eje de la fe cristiana y es patente una innegable correspondencia simbólica, la que ha sido interpretada por Eusebio de Cesarea y otros Padres de la Iglesia como preparatio evangelica. Hugo Rahner en su obra “Mitos griegos en interpretación cristiana” (2003), siguiendo muy de cerca el pensamiento de los grandes teólogos alejandrinos (Clemente y Orígenes), se propuso estudiar, como explica Lluis Duch, “la naturaleza sacramental de la Iglesia utilizando como material de contraste el precioso legado de las religiones mistéricas de la antigüedad griega tardía”.12En este punto pretende Hugo Rahner, con audacia, trazar caminos hacia la impresionante posibilidad de diseñar un “nuevo hombre” del que habla Pablo a los Colosenses (Col. 3, 11) y que reúne al bárbaro y al griego, “pues el hombre es el diálogo encarnado con Dios surgido del diálogo eterno del que, como testimonio de todo humanismo, tenemos la palabra escrita: ‘Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza’. A partir de aquí, el hombre puede responder a Dios pero solo por medio de Aquél que es a la vez Anthropos y Logos. Pues el hombre se puede dirigir al Dios vivo solo del modo en que él mismo fue apostrofado; lo demás es, en última instancia, un monólogo con dioses inventados. Dios solo escucha su propio Verbo”.13

1.4. “Desde nuestro propio contexto”

Varios movimientos actuales destacan aspectos en el Cristianismo que deben ser imperativos en una evangelización que tome con seriedad la experiencia humana, la ubicación social, las culturas particulares y los cambios sociales de todas las culturas. En la encíclica Evangelii Nuntiandi,Paulo VI dice que la evangelización debe estar orientada a iluminar cada aspecto de la vida humana; y añade: “Lo que importa es evangelizar la cultura y las culturas. (…) Tomando siempre a la persona como punto de partida y regresando siempre a la relación de las personas entre sí y con Dios”.14 “Desde nuestro propio contexto”, toda reflexión debe partir de dos premisas: la experiencia del pasado y la experiencia del presente, es decir el “contexto” de las experiencias individuales o colectivas, pasadas y presentes, pues la historia social y cultural no es sino una “historia clínica” colectiva. Por lo mismo y con una visión histórica, Enrique Dussel define a la llamada por Toribio de Mogrovejo la nueva “Cristiandad de Indias” como la “única cristiandad que fue colonial y dependiente”.15 Cristiandad significa una cultura donde el Cristianismo es parte de un todo, de tal modo que, junto a lo militar, cultural y económico, está la Iglesia como simple parte del todo. La cristiandad es, por lo tanto, una cultura que incluye al Cristianismo y, consecuentemente, lo encadena y sujeta. Cuando el Cristianismo no sirve a los fines de la cultura, como totalidad, entonces lo ataca, de tal manera que cuando la Iglesia cobra autonomía se la expulsa y cuando admite formar parte de esa totalidad cultural entonces reina la paz.16

No obstante, es innegable que dentro de la nueva “Cristiandad de Indias” existió un sentido evangelizador, que aparece ya en el testamento de Isabel la Católica, donde la Reina menciona que la Sede Apostólica le hizo la concesión de “las yslas y tierra firme del mar océano descubiertas y por descubrir”, con el objeto de “inducir y traer los pueblos dellas y los convertir a nuestra santa fe católica (…) encargo y mando (…) que así lo hagan y cumplan y que esta sea su principal fin”.17Estos fines contrastaron con los intereses económicos y políticos de la corona española y, con posterioridad a la Independencia política, de los gobiernos republicanos, por lo que la historia de la Iglesia católica en Hispanoamérica, como explica Enrique Dussel18 a modo de hipótesis, fue una permanente crisis entre un Estado que incluía a la Iglesia entre sus medios de expansión y los de una Iglesia que paulatinamente tomaba conciencia de la necesidad de libertad y de separación entre los fines políticos del Estado y los objetivos misionales de la Iglesia.19

Si bien hubo en la conciencia española un sentido misional de extensión de la Fe cristiana, ésta se implantó, en los primeros tiempos, con la fuerza, con la violación de la conciencia indígena y se agravó con el sistema de la encomienda. Por ejemplo, a finales del siglo XVI, el jesuita Joseph de Acosta, como explica Pedro Borges en Métodos Misionales en la Cristianización de América, siglo XVI, “reprueba duramente la destrucción llevada a cabo sin discernimiento por los misioneros de los primeros tiempos. No tiene empacho en calificarla de celo necio que sin discriminación alguna arremetía contra todas las cosas de los indios, considerándolas a aquéllas como supersticiones y a éstos como viciosos incapaces de inventar nada que mereciera conservarse”.20Además de la destrucción de los lugares sagrados indígenas (las huacas) y de sus “ídolos”, la catequesis memorística era obligatoria y la conversión era muchas veces forzada, a veces con la fuerza de las armas. La propia evangelización fue hecha en forma superficial y pasiva, pues lo que interesaba, ante todo, era la práctica sacramental externa, cuyo incumplimiento era sancionado con castigos corporales. “Justo es, sin embargo, declarar que la cristianización de la Colonia perdura hasta el momento actual –asevera Marco Vinicio Rueda– y que el cristianismo no ha retrocedido geográficamente, si bien no ha entrado de lleno en un proceso de purificación”.21

Aunque es difícil definir cronológicamente, siguiendo a Borges, existen tres etapas en el proceso de evangelización de los pueblos y culturas amerindias, las que nos permiten apreciar los frutos derivados de los distintos modelos de evangelización. No se puede negar que, en la primera etapa, a los pocos años de iniciada la evangelización de una región, “todos” los indios de la misma (en sentido general) habían recibido el bautismo, lo que no significa que todos fueran sinceramente cristianos. Dicho en otras palabras, en Indoamérica el rito bautismal no siempre fue signo de una conversión interna al Cristianismo. Desde el punto de vista de las culturas indígenas este hecho conlleva una explicación. Para muchos pobladores aborígenes el bautismo era un rito como otro cualquiera, al que había que someterse porque así lo deseaba el conquistador, lo que podría acarrearles algunas ventajas. Como en todo pueblo politeísta, en el mejor de los casos, se consideraba positivo añadir otra divinidad a su panteón sagrado, aditamento que no implicaba reforma substancial alguna a su religión ancestral. Tal vez los indígenas no se opusieron a la Fe que los misioneros les predicaban por una quizás aparente apatía o por su carácter sincretista, lo que tampoco quiere decir que la acatasen. Se cumplía externamente un ritual en el que internamente no se creía. No obstante, no es lícito aseverar de modo absoluto el juicio anunciado en líneas anteriores. Con el transcurso del tiempo muchos indígenas, como aparece en gran parte de la documentación histórica de la época, terminaron por aceptar interna y sinceramente el Cristianismo. De manera general, sin embargo, se puede excluir de entre éstos a los “hechiceros” y a un cierto porcentaje de indios ancianos.22

Según la documentada apreciación de Borges,23 en una segunda etapa, que en la América Nuclear alcanzaría hasta mediados del siglo XVII, el panorama es más bien decepcionante, lo que, para el caso del virreinato peruano, concordaría con el juicio de Mariátegui: “los misioneros no impusieron el Evangelio; impusieron el culto, la liturgia, adecuándolos sagazmente a las costumbres indígenas. El paganismo aborigen subsistía bajo el culto católico”.24Que los misioneros impusieran el culto, la liturgia y los ritos y los acomodaran a la manera de ser de los indígenas es cierto; pero también intentaron infundirles el Evangelio y la moral cristiana. A este propósito es importante recordar que la larga historia de la Iglesia y, en especial, el Concilio de Trento (1545-1563) determinaron, obligatoriamente, las formas oficiales de culto y los ritos litúrgicos, por lo que el margen de aculturación era reducido y a lo más se refería a devociones privadas o “paraliturgias” populares. No obsta, sin embargo, que los párrocos de indios, al mismo tiempo que eran agentes de aculturización, experimentaran a su vez una inculturización por su contacto con la autovisión indígena, diariamente pensada y vivida.25 Se debe tener en cuenta, además, que la tendencia hacia un juicio negativo se apoya en los testimonios de los “visitadores de idolatrías”, especialmente del P. Arriaga, aunque no se puede negar que sí se dieron y se dan cultos idolátricos latentes bajo la capa del Cristianismo.

Desde el Período Colonial y a partir de estas experiencias, se puede aseverar con certeza que la evangelización, hasta nuestros días, no ha producido una nueva religión sincrética, con entera fusión de los dos elementos. Existe más bien una coexistencia de dos “religiones yuxtapuestas”, como explica Borges, “por medio de las cuales los indios intentaban compaginar el cristianismo con el paganismo, practicando en ocasiones el uno sin dificultad para practicar en otras ocasiones el otro. Los indios quisieron cumplir al mismo tiempo con dos religiones opuestas: ser cristianos, pero sin dejar por ello de ser paganos. Este intento de compaginación creemos que era igualmente sincero en cada una de ambas manifestaciones cultuales. Es decir, con igual sinceridad se entregaban los indios en un momento dado a la práctica de los actos religiosos del cristianismo que a continuación lo hacían al ejercicio de los ritos idolátricos. […] Este desdoblamiento religioso es lo que nos describen Quiroga y Acosta, al decirnos el primero que los indios habían hecho ‘un nuevo camino para el cielo’, y el segundo, que al mismo tiempo que adoraban a Dios, adoraban también a los ídolos”.26 A este proceso de “yuxtaposición” se deben añadir las “transposiciones” (ritos externos cristianos con contenido interno pagano) que aparecen en las pugnas religiosas coloniales y en algunas manifestaciones actuales de la religiosidad indígena y campesina. “El indígena vive, en expresión de Dussel, en un catecumenado iniciado pero no terminado”.27

Si se pretende emitir un juicio sobre la evangelización de los pueblos y culturas aborígenes de Hispanoamérica, no se puede ocultar la poca profundización religiosa en la catequización y el escaso cultivo en la orientación de los ritos y devociones. Además, ha faltado mayor dimensión antropológica en la comprensión de las culturas, lo que habría permitido distinguir entre el núcleo cosmológico y ético o “foco intencional”, que en último término es la Fe en Jesucristo que actúa en una historia de salvación, y las “mediaciones” como la sacramentalidad, la forma de organización de la Iglesia, los símbolos y ritos, las fiestas, etc. Se debe, además, recordar que los evangelizadores, antes del Concilio Vaticano II, no podían aceptar sin más las mediaciones de las religiones prehispánicas y que todas las mediaciones cristianas estaban fijamente establecidas por una autoridad central eclesiástica: Roma. Ante la imposibilidad de adaptar la liturgia, por ejemplo, crearon los misioneros un sinnúmero de “paraliturgias” que han perdurado en la “fiesta religiosa” y en las “devociones” populares. Tampoco podemos olvidar que las religiones indígenas han influido también en el catolicismo popular, sobre todo en los ritos paralitúrgicos como en las conmemoraciones de los difuntos, en las celebraciones de la Semana Santa y Pascua, Corpus Christi y fiestas de San Juan, San Pedro y de los santos patronos, así como en las innumerables procesiones y peregrinaciones.28 Tanto la población indígena como los fieles blanco-mestizos han seleccionado devociones, ritos y símbolos en consonancia con su “cosmovisión” y ethos propios, mientras algunos sectores de la población urbana se enorgullecen de un vacuo agnosticismo que solo les es útil para ocultar una gran ignorancia, lo que no es obstáculo para que, en situaciones de crisis o por razones de prestigio social, acudan a alguna celebración cristiana. Quizás resuman adecuadamente los más de cuatro siglos de historia de la evangelización, las “estaciones” de destrucción y el “tiempo sagrado” regenerador, sintetizados en el modelo mítico del “reloj” que gobierna las sesiones del curandero peruano Eduardo Calderón, más conocido como el “Chamán de los Cuatro Vientos”, reloj mágico que gobierna al “tiempo” que: “está dado por el movimiento del sol, el ciclo de vida de las plantas mágicas y la imitación mística de la vida de Cristo, el héroe cultural contemporáneo que incorpora y media entre los ciclos celeste y terrestre”.29

1.5. “Semillas del Verbo”

Entre los “Modelos de Teología contextual”, Stephen B. Bevans presenta el “modelo antropológico”30 en el lado opuesto del espectro donde se encuentra el “modelo de traducción”. Si la principal preocupación de éste es la preservación de la identidad cristiana, para el modelo antropológico, “la principal preocupación es establecer o preservar la identidad cultural a través de la persona con fe cristiana”.En este contexto lo importante es la comprensión de que el Cristianismo se refiere a la persona humana, centrada en el valor y bondad del anthropos y en sus realizaciones culturales, dentro de circunstancias sociales, geográficas e históricas. “Para este modelo, la cultura del pueblo es la materia particular de estudio, se identifica con simpatía con ella, en ella encuentra los símbolos y conceptos con los que construye una adecuada articulación de la fe del pueblo. No es que quien practique este modelo desconozca la importancia de las Escrituras o de la Tradición cristiana, ni que ignore la realidad particular de una experiencia personal o comunitaria, la ubicación social o el cambio social y cultural”.31 A este propósito es importante señalar que ya en la Escuela Catequética de Alejandría, que defendía que la Fe debía aprovecharse de la ciencia y filosofía del mundo, uno de sus principales representantes, Clemente (¿150-216? d.C.), acuñó la fórmula de que la filosofía fue un don de la providencia con el que debían prepararse los griegos para recibir a Cristo, de un modo parecido a los judíos en relación con el Antiguo Testamento.32

Como expone Bevans,33 la percepción de que las otras religiones y culturas son “semillas del Verbo” ya aparece en la “Apología” de Justino (100?-165 d.C.), filósofo neoplatónico del siglo II y mártir cristiano, quien dedicó su obra al emperador romano Antonino Pío (86-161 d.C.). Según Justino (Apol. II, 10), “Sócrates exhortó a los hombres a la búsqueda del dios desconocido para ellos, diciendo: ‘Al padre y artífice del universo ni es fácil hallarle, ni seguro, para quien le halla, hablar de Él a todos’. Lo cual hizo nuestro Cristo por su propia virtud. Pues a Sócrates nadie le creyó, hasta el punto de morir por este dogma; mas a Cristo, que en parte fue también conocido de Sócrates (pues Él era y es el Verbo que está en todo, el mismo que por los profetas predijo lo por venir, y nos enseñó por sí mismo, hecho hombre, estas cosas), no sólo le creyeron los filósofos y hombres de letras, sino también artesanos y gentes absolutamente iletradas, que supieron despreciar la gloria, el miedo y la muerte. Porque Él es la virtud o fuerza del Padre inefable y no vaso de humano discurso”.34Pero es a partir del Concilio Vaticano II (1962-1965) cuando se instaura en la Iglesia Católica lo que podría llamarse una “Teología de las Religiones no cristianas”. En la encíclica Lumen Gentium claramente se asevera que “en todo tiempo y en todo pueblo, es grato a Dios quien le teme y practica la justicia” (Lum. Gent. 1,9), a lo que el Decreto sobre Ecumenismo añade la afirmación de que las otras religiones “se esfuerzan por responder de varias maneras a la inquietud del corazón humano, proponiendo caminos, es decir, doctrinas, normas de vida y ritos sagrados” (Dec. Oecum. 2). Completa estos nuevos derroteros la “Declaración” del Vaticano II sobre la libertad religiosa, libertad que no es una concesión legal sino que se funda en la dignidad misma de la persona humana. “Esta libertad consiste –afirma el Concilio (DDH, 2)– en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción, tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y ello de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos”.35 Como conclusión, es importante mencionar un pasaje del “Decreto sobre la actividad misionera”, del Vaticano II, que sostiene que los misioneros “pueden aprender, con un diálogo sincero y paciente, qué riquezas ha distribuido el Dios generoso entre las naciones de la tierra. Pero, al mismo tiempo, esto les permite iluminar aquellos tesoros con la luz del Evangelio, para hacerlos libres y llevarlos al dominio de Dios su Salvador”.36

Con alguna frecuencia los intentos de aplicar el “modelo antropológico” dentro de una Teología Contextual están asociados con la Teología de la Liberación, la que, según Bevans,37 pertenece al “modelo de praxis” de la Teología Contextual. El modelo antropológico es “antropológico” en un doble sentido. Se centra, en primer lugar, en el valor y bondad del anthropos, es decir de la persona humana, que está enmarcada y es protagonista de una cultura, la que, a su vez, se define por ser la respuesta original de un pueblo a su medio ambiente (contexto geográfico y ecológico) y a su propia historia (dimensión diacrónica). Es también “antropológico” el modelo en el sentido de que hace uso de las aportaciones de la Antropología Sociocultural, disciplina científica que trata de entender el tejido de las relaciones humanas y los significados que construyen la cultura humana. “No es que quien practique este modelo–aclara Bevans– desconozca la importancia de las Escrituras o de la Tradición cristiana, ni que ignore la realidad particular de una experiencia personal o comunitaria, la ubicación social o el cambio social y cultural. Pero lo que se destaca en este modelo particular es su especial identificación con la identidad cultural”.38

En relación con el modelo antropológico algunos autores usan el término “indigenización”, para identificar todo el proceso contextual, lo que puede llegar a una valoración exagerada y casi fundamentalista de lo que se entiende por “propio” de la gente y de la cultura indígena. Tampoco debemos olvidar que no todos los elementos culturales son “buenos”, algunos de ellos pueden y deben ser éticamente rechazados o modificados, como, por ejemplo, los sacrificios humanos, la reducción de cabezas y otras costumbres que atentan a los derechos básicos de la persona humana. Por otro lado, el término “etnografía” se centra en la identidad y continuidad cultural, pero renuncia, a veces, a los reales procesos de aculturación, incluso autogestionada, en aras a la obtención de una hipotética “pureza” cultural estática. Quizás el término más aceptado sería el de “inculturación”, no entendida como una “liturgia con tambores y danzas o repique de campanas, flores o incienso; ni la existencia de un clero, ni incluso una jerarquía indígena o algo por el estilo”.39 “Inculturación” significa, más bien, escuchar un contexto particular dentro de la compleja estructura de la cultura, descubrir la “semilla” latente donde Dios manifiesta su esencia y posibilitar un diálogo con la Buena Nueva y con toda la revelación bíblica. Para el efecto, es importante descubrir los elementos que pueden ser usados para desarrollar una espiritualidad, conocer las formas tradicionales de ascetismo y meditación, entender y “comprender” el contexto mítico y simbólico de la cultura: experiencias todas ellas que deben ser integradas en una “investigación-acción” participativa,40 es decir, en permanente diálogo entre la visión emic (autovisión del propio pueblo) y la visión ethic o mensaje del misionero, pues la tarea de éste es presentar el Evangelio y la tarea del pueblo responder a él en su propia lengua y dentro de sus propias formas culturales. Vincent Donovan, misionero entre los Masai de Tanzania (África Oriental), cuya principal obra, atractiva y provocativa, El Cristianismo redescubierto(1978), ha sido analizada por Stephen Bevans, sintetiza su experiencia con estas palabras: “El campo de la cultura es de ellos. El nuestro es el Evangelio”.Y más adelante: “El Evangelio solo es revelación (lo que Dios quiere que nosotros conozcamos y hagamos); todo lo demás es religión (lo que nosotros hacemos de esta revelación)”.41

No se puede dudar que este modelo “da testimonio de la bondad de toda la creación y de la belleza del mundo, al cual Dios envió a su único Hijo”,42y que demuestra que la revelación no es solo un “mensaje” sino también el resultado del encuentro libre con ese mensaje. El Cristianismo no es únicamente la importación de ideas foráneas, sino más bien la perspectiva de cómo vivir su religiosidad en la medida de que cada uno es sujeto histórico y cultural. El aporte más visible del modelo antropológico es que el misionero empieza su labor evangelizadora allí donde la fe vive, esto es en medio de la vida del pueblo. No obstante, el mayor peligro del modelo antropológico es que fácilmente puede degenerar en un “romanticismo cultural”, que esteriliza un pensamiento crítico respecto a la cultura en cuestión. En nuestro medio alguna vez se ha escuchado la frase “palabra de indio, palabra de dios” o algún misionero ha intentado sustituir a la revelación del Antiguo Testamento con un sumario de mitos aborígenes. Esta pintura idílica de la cultura no existe y algo por el solo hecho de ser “indio”, “afro” o “popular” no es bueno, santo y revelado por Dios. De modo igualitario, todos los pueblos y culturas, panta ta ethne, son “semillas del Verbo” y dignas por igual de recibir la “Buena Nueva”. Además, ninguna cultura es estática y menos todavía incontaminada: la “aculturación” como el encuentro de una cultura con otra ocurre en todo momento y, con sobrada razón, podemos hablar, ahora más que nunca, de “culturas híbridas”.43 “Si la teología o una iglesia particular–afirma Bevans– se resiste al cambio cultural en nombre de la contextualización del cristianismo, tal resistencia, más que abrir la cultura a su más grande potencial, funciona como una fuerza conservadora y de hecho trabaja contra lo bueno de la cultura. […] La situación global de la humanidad en inicios del siglo XXI se caracteriza por tener una conciencia interdependiente y global, imposible de ser definida totalmente en grupos culturales”.44

Finalmente, una anécdota narrada por Moreno Yánez en otro contexto aclara quizás estas reflexiones. El famoso yáchac (hombre de conocimiento) de la Calera, cerca de Cotacachi (al norte de la Sierra ecuatoriana), Taita Marcos, afirmaba en alguna ocasión: “ustedes los mishus (mestizos) son unos pendejos”. La inmediata respuesta de sus oyentes fue “¿por qué Taita Marcos?” A lo que respondió: “porque ustedes creen que nosotros los indios adoramos al cerro Imbabura. Nosotros sabemos que el Imbabura es una criatura de Dios. Nosotros adoramos sólo a Dios, pero conocemos que el Taita Imbabura nos lleva a Dios”.45

1 Todas las citas bíblicas, integradas en el texto, están tomadas de la Edición Española de la Biblia de Jerusalén. Bilbao, Desclée De Brouwer, 1975.

2 Cfr. Diccionario Griego-Español Ilustrado, 1956: 153.

3 BOFF, s.d.: 52.

4 LEON-DUFOUR, 1993: 742-750.

5 GEERTZ, 1997: 27.

6 Ibidem, 215.

7 Ibidem, 87-117.

8 Ibidem, 89.

9 Ibidem, 88-89; CANTÓN DELGADO, 2001: 158-159.

10 MALDONADO, 1985: 38.

11 En: MALDONADO, 1985: 39.

12 En: RAHNER, 2003: 14.

13 Ibidem, 2003: 30.

14 En: BEVANS, 2004: 41.

15 DUSSEL, 1978: 52.

16 Ibidem, 53-54.

17 En: RUEDA, 1995: 269.

18 DUSSEL, 1967.

19 Cfr. RUEDA, 1995: 267-304.

20 BORGES, 1960: 69.

21 RUEDA, 1995: 282-283.

22 BORGES, 1960: 513-517.

23 Ibidem, 517-521.

24 MARIÁTEGUI, 1928: 127.

25 MORENO YÁNEZ, 1991: 529-553. Cfr. también ALBUJA MATEUS, 1998.

26 BORGES, 1960: 521-522.

27 RUEDA, 1995: 299.

28 Ibidem, 296-301; BORGES, 1960: 521-525.

29 SHARON, 1980: 145.

30 BEVANS, 2004: 99-121.

31 Ibidem, 101.

32 HIRSCHBERGER, 2011, I: 342.

33 Ibidem, 99-100.

34 En: RUIZ BUENO, 1987: 307.

35 RUEDA, 1995: 268.

36 En: BEVANS, 2004: 100.

37 Ibidem, 123-147.

38 Ibidem, 101.

39 Ibidem, 104.

40 FALS BORDA et al., 1981.

41 BEVANS, 2004: 115-121.

42 Ibidem, 107.

43 GARCÍA CANCLINI, 1990.

44 BEVANS, 2004: 109.

45 MORENO YÁNEZ, 2005: 171.

2. GÉNESIS DE LA CRISTIANDAD COLONIAL DE QUITO

SUMARIO

2.1. Hacia la soberanía universal como “vice-dioses” de la Tierra

2.2. Criticismo teológico y lucha indiana

2.3. Una interpretación de la espiritualidad andina

2.4. El fantasma de la verdad

2.5. Cristianismo y cristiandad

2.6. Clérigos y frailes: testigos de una conquista

2.7. Prisión y muerte “cristiana” de Atahualpa

2.8. “El Quito”: hacia una cristiandad colonial periférica

2.9. En “espera de una fácil conversión”

2.10. Un primer “itinerario” de catequesis

2.11. Ganar la voluntad “con beneficios corporales”

2.12. “El capitán que desamparase a Quito…”

2.13. Los “Apostólicos”: hacia una piedad popular

* * * * * * *

Aunque la naciente cristiandad de Quito organizó tres sínodos durante el siglo XVI (1570, 1594, 1596), para de este modo cumplir con las decisiones del Concilio de Trento (1545-1563) y con los requerimientos de los concilios provinciales limenses, además de presentar los primeros conatos de organización eclesiástica y de catequización, sus constituciones sinodales, publicadas en Los Sínodos de Quito del Siglo XVI,46 no demuestran interés sobre los asuntos jurídicos que en ese tiempo preocupaban a los dirigentes eclesiásticos y civiles de España y de las colonias hispanoamericanas. Tanto en las universidades como en las juntas convocadas por la Corona española, juristas y teólogos discutían sobre la legalidad y organización colonial de la encomienda, sobre el servicio personal indígena y, especialmente, sobre el derecho de España al dominio de América.47 En la recién conquistada Andinoamérica esclarece esta actitud el Memorial del Cabildo del Cuzco sobre el derecho del Rey de España a los Reinos del Perú, fechado en la capital inca el 24 de octubre de 1572. Después de desprestigiar como bárbaras las costumbres de los indios y de realzar la labor de los conquistadores hispanos, se vindica la colonización como “la más justificada causa de todas quantas leemos que tengan los moradores de ningún rreino. Porque el fundamento fue la merced que Nuestro Señor y su Vicario general de nuestra yglesia hizieron a los rreyes de Castilla, dándoles el dominio soberano y haziéndolos patrones en lo espiritual con cargo de la conversión y predicación evangélica, con poder general de estenderse a todo lo descubierto y por descubrir sin limitación alguna”.48

2.1. Hacia la soberanía universal como “vice-dioses” en la Tierra

Puesto que la historia no proporcionaba títulos jurídicos sobre posesiones ultramarinas, las naciones europeas que realizaban descubrimientos se esforzaron por obtener el reconocimiento de derechos jurídicos que justificaran sus pretensiones de dominio. En su insustituible obra Süd-und Mittelamerika I. Die Indianerkulturen Altamerikas und die spanisch-portugiesische Kolonialherrschaft (1968),49 Richard Konetzke explica que en el caso del descubrimiento de tierras inhabitadas (como las islas de las Azores y Madeira), consideradas legalmente “res nullius” (bienes sin dueño), la prioridad temporal de la ocupación proporcionó a Portugal el mejor título jurídico. No se debe olvidar que la conciencia jurídica del hombre medieval estaba inspirada en la religión, por lo que los cristianos creían tener mejores derechos de posesión que los infieles, aunque ya en el concilio de Constanza, en 1415, se negó al Papa y al Emperador y a los cristianos el derecho de arrebatar tierras y posesiones a los infieles por sólo ser infieles.50 Con el progreso de los descubrimientos, los europeos entraron en contacto con poblaciones no cristianas que, a diferencia de los judíos y mahometanos, no practicaban religión “revelada” alguna. Aunque los europeos no demostraron escrúpulo al someter a los aborígenes de las islas Canarias y del África tropical, considerados salvajes, no civilizados y, por lo tanto, privados de racionalidad y de un ordenamiento jurídico, los Reyes Católicos, contra el parecer de algunos jurisconsultos de la corte, para quienes un fundamento adicional no era necesario, solicitaron al Pontífice Romano la concesión de los mismos derechos de soberanía que habían recibido los portugueses en el África Occidental. El Sumo Pontífice Alejandro VI, en 1493, satisfizo estos deseos y otorgó a los Reyes Católicos “plena y libre y omnímoda potestad, autoridad y jurisdicción” sobre las islas y países descubiertos por el almirante Cristóbal Colón.51

En la bula Inter caetera (4 de mayo de 1493), el Pontífice alaba el celo de los Reyes Católicos en la propagación de la Fe cristiana y les exhorta a proseguir en su propagación, porque liberaron a Granada del poder sarraceno y, por último, han enviado a Cristóbal Colón a regiones desconocidas para descubrir nuevas gentes que conozcan y adoren a Jesucristo. Además de metales preciosos y otras riquezas, se encontraron islas habitadas por gentes de buena índole y propensas a abrazar la religión cristiana. Por estas razones Alejandro VI concede a Fernando e Isabel, con su autoridad apostólica, “omnes insulas et terras firmas inventas et inveniendas, detectas et detegendas, versus Occidentem et Meridiem” [todas las islas y tierras firmes descubiertas y por descubrirse, encontradas y por encontrarse hacia el Occidente y Mediodía], tirando una línea desde el Polo Norte hasta el Antártico a 100 leguas de las Azores y Cabo Verde. Después de declarar que no es su intención quitar a otros príncipes cristianos el derecho adquirido sobre las tierras que han estado en su posesión antes de la Navidad de 1493, Alejandro VI manda a los Reyes Católicos, en virtud de santa obediencia “ad terras firmas et insulas preadictas viros probos et Deum timentes, doctos, peritos et expertos, ad instruendum incolas et habitatores praefatos in fide catholica et bonis moribus imbuendum, destinare debeatis, omnem debitam diligentiam in praemissis adhibentes” [que procuréis enviar a las dichas tierras firmes e islas hombres probos, temerosos de Dios, doctos, peritos y expertos, para que instruyan a los susodichos naturales y moradores en la fe católica, y les enseñen buenas costumbres, poniendo en ella toda la diligencia que convenga], por lo que se prohibe, bajo pena de excomunión latae sententiae, hacer lo contrario sin la autorización de los monarcas españoles.52

No interesaba, entonces, la opinión o el derecho de la población indígena sino la concesión papal y la toma de posesión por un primer descubrimiento, a lo que se añadió el tratado hispano-lusitano de Tordesillas (1494), que dividió el Océano Atlántico entre las dos potencias, por un meridiano que corría a 370 millas náuticas al Occidente de las islas de Cabo Verde, con lo que Portugal aseguró sus pretensiones sobre Brasil: una parte del Nuevo Mundo. Por hacer caso omiso de la voluntad de los aborígenes, explica Konetzke,53 este sistema de ocupación y dominio recibió una crítica creciente, particularmente de teólogos y juristas españoles, para quienes, siguiendo a Tomás de Aquino, los descubridores europeos no tenían derecho para desposeer a los indios de su autoridad y posesiones. El dominico y jurista español Francisco de Vitoria (1486-1546) impugnó la tesis de que un “primer descubrimiento” concedía el derecho de propiedad y dominio sobre tierras habitadas, pues la propiedad y la formación de los Estados, según el Aquinense, surgía de la razón natural y por ello era legítimo el poder estatal de los príncipes paganos. Teólogos posteriores, entre ellos Bartolomé de Las Casas, también combatieron este error con apasionamiento. La escolástica española tardía impugnó, además, la donación papal como título válido para el dominio colonial, pues esta “donación” se fundamentaba en la hipótesis de un dominio mundial del Pontífice Romano sobre asuntos seculares y de soberanía sobre los pueblos paganos; no se tenía en cuenta que sus príncipes eran autoridades tan legítimas como los monarcas cristianos, pues su poder se derivaba del derecho natural, ante el cual todos los hombres son iguales. Los reyes españoles y la burocracia colonial consideraron, sin embargo, que la “donación papal” era el más importante fundamento jurídico de su dominio en América. Poner en duda la validez de esa donación, según el jurista Juan de Solórzano y Pereyra, era “querer dudar de la grandeza, y potestad del que reconocemos por Vice-Dios en la tierra. Y decir que la Iglesia ha errado en tantas concesiones, como en varios siglos ha hecho, semejantes a las que Alejandro VI hizo a los Reyes Católicos, y aún por causas menos justas y urgentes”.54No obstante, el más convincente fundamento jurídico para la toma de posesión del Nuevo Mundo llegó a ser la “misión” entre los infieles. “El descubrimiento y la conquista de América por parte de los españoles –asevera Konetzke55- desempeñaba un papel en la historia de la redención, al ofrecer la posibilidad de anunciar a los indios el mensaje evangélico”,por lo que, a los ojos de los españoles y portugueses, el descubrimiento de regiones desconocidas estaba previsto en el plan divino de la redención; y era una obra grata a Dios anunciar a los indios el mensaje evangélico, todo lo cual justificaba su conquista. De lo anterior era posible deducir que el rey de Castilla era el soberano del Nuevo Mundo y como tal tenía el derecho de imponer a los aborígenes el pago de tributo, a fin de poder introducir y amparar la religión cristiana.

De la obligación de “anunciar el Evangelio” a los indios infieles y de sus posibles e ingentes gastos, pronto se dedujo la necesidad de que el Papa concediera a la Corona española los “diezmos”. En la bula Eximiae Devotionis, con fecha 16 de noviembre de 1501, y después de alabar su celo y loable propósito, Alejandro VI concedió a los Reyes Católicos y a sus sucesores los diezmos eclesiásticos que debían pagar a la Iglesia los cristianos aborígenes de todas las islas y tierras firmes descubiertas y conquistadas, con la condición de señalar antes la dote suficiente para el mantenimiento de las iglesias y del culto divino.56 A lo anterior se añadió el derecho pleno y perpetuo del “Patronato real”, por el que, según la bula Universalis Ecclesiae, del 28 de julio de 1508,57 Julio II (1503-1513) concedió a la Corona española el derecho de “Patronato” sobre todos los obispados, colegiatas y beneficios mayores de las nuevas tierras descubiertas, además de la facultad de presentar al Papa sujetos idóneos para todas las dignidades eclesiásticas (metropolitanos, obispos, etc.), cuya provisión según las leyes eclesiásticas competía en consistorio al Pontífice.58 Ulteriores concesiones ampliaron más el derecho del Estado a intervenir en los asuntos eclesiásticos, lo que dio por resultado la aspiración a un “vicariato real” o “monárquico” para la Iglesia del Nuevo Mundo. De este modo se sentaron las bases para una “Iglesia nacional” en la América hispana, lo que se complementó con la introducción del “pase regio”, según el cual las bulas y otros decretos pontificios se publicarían y entrarían en vigencia sólo después de un examen de su contenido y del beneplácito del Consejo de Indias. En América los virreyes, presidentes de las audiencias y gobernadores también ejercían, conforme a sus competencias, el derecho de patronato. Ya en pleno “absolutismo regio” el auge de las tendencias político-eclesiásticas regalistas, en el siglo XVIII, favoreció el desarrollo de las “teorías vicariales” asociadas a la doctrina, según la cual el poder del Rey derivaba directamente de Dios, sin subordinación alguna al Pontífice Romano, pues la Divina Providencia había encomendado a los monarcas españoles la misión de conquistar el Nuevo Mundo y convertir a sus habitantes al cristianismo, por lo que, como “Vice-dioses en la tierra”, debían proteger el culto cristiano, velar por la observación de los cánones y mantener la disciplina eclesiástica.Sólo en cuestiones de dogma se reconocía la competencia del Pontificado romano.59

2.2. Criticismo teológico y lucha indiana

Ante variadas impugnaciones a la presunta soberanía universal del monarca español, el virrey del Perú, Francisco de Toledo (1515-1582), además de prohibir la circulación en el virreinato de las obras de Las Casas, dedujo de las Informaciones que mandó levantar sobre los Incas60 que los soberanos del Tahuantinsuyo nunca poseyeron su señorío por herencia o elección, sino que fue instaurado por la fuerza de las armas como “usurpación”, por lo que los españoles, con todo derecho, libraron a los indios de la tiranía incaica. Esta visión fue sustentada en las obras de Polo de Ondegardo: Los errores y supersticiones de los indios (1551)y, especialmente, Relación del linaje de los Incas y como extendieron ellos sus conquistas (1571). Quizás más útil para el virrey fue la crónica del soldado Pedro Sarmiento de Gamboa: Historia Índica (1572),quien acusa a los incas de haber usurpado las tierras de los otros indios, de ser nefandarios de la ley natural, por practicar el incesto y la sodomía y realizar sacrificios humanos; sus reyes, particularmente Atahualpa, fueron crueles tiranos, sin derecho a gobernar. En 1571, el Anónimo de Yucay llegó a afirmar que si los españoles se retiraran del Nuevo Mundo, los indios retornarían a la barbarie y a la idolatría.61 Como conclusión, Toledo escribió al rey: “Lo primero, que Vuestra Majestad es legítimo Señor destos rreinos, y los yngas y curacas tiranos como tales yntrusos en el gouierno dellos”,62 por lo que se justificaba plenamente la conquista. A lo anterior se añadió el argumento de la “cesión voluntaria” con la abdicación de Moctezuma, provocada por Cortés; y con la renuncia al trono del inca Sauri Tupac, hijo y sucesor de Manco Inca, a favor del rey de España. La discusión en torno a los títulos jurídicos, falsos o verdaderos, salió de las aulas de Salamanca y encontró un vivo eco en el público. Incluso Bartolomé de Las Casas se atrevió, en 1542 y en presencia del emperador Carlos V, a sostener que las conquistas del Nuevo Mundo eran “ynvasiones violentas de crueles tiranos, condenadas no solo por la ley de Dios, pero por todas las leyes humanas”, por lo que exigió la restitución de los territorios conquistados a sus señores naturales.63

También en la América Andina se puso en duda el valor de los títulos jurídicos, incluso en la época del gobierno del virrey Toledo. Al respecto, es poco conocido el parecer del maestro Luis López, religioso perteneciente al primer grupo de jesuitas que llegaron al Perú, en 1568 y, posteriormente (desde 1575), mentor del P. Blas Valera y del Hno. Gonzalo Ruiz, ambos jesuitas mestizos de Chachapoyas. Gracias al ensayo de Fernando Armas Asín: “Criticismo teológico, poder temporal y lucha indiana: Luis López S.J. (1568-1582)”,64se conoce algo más sobre la azorada vida de uno de los fundadores y también rector del colegio del Cusco. En su nuevo destino, muy pronto sufrió Luis López la hostilidad contra la Compañía, que parece provenía del virrey Toledo, del provisor Cristóbal de Albornoz y de otros clérigos, a causa de no aceptar las doctrinas justificadoras de la conquista, y también de una clara envidia por el éxito de la predicación de los jesuitas, especialmente, entre los indios. Incluso se levantó una acusación contra su integridad moral. Además de varias cartas dirigidas al superior general de la Orden en las que demuestra su disconformidad sobre la aceptación de doctrinas de indios, a pesar de las presiones de Toledo, quien en algún momento calificará al jesuita de “atrevido y lenguaraz”, Luis López escribió un “cuaderno” con apuntes ordenados en capítulos que ofrecen una visión crítica de la sociedad colonial. Parece que el cuaderno fue redactado a sugerencias del jesuita visitador P. Juan de Plaza, para ser enviado a las autoridades de la Compañía de Jesús, en Roma. El texto completo ha sido publicado como apéndice del tratado sobre la evangelización de América: De Procuranda Indorum Salute [1576] del P. Joseph de Acosta.65Como “notas” abreviadas para la redacción de un posterior tratado, Luis López comienza con la crítica a los “títulos” jurídicos, por entonces esgrimidos por las autoridades reales sobre la legitimidad de la posesión española en el Nuevo Mundo.66

El traslado para ser entregado al virrey Francisco de Toledo, hecho por Eusebio de Arrieta, “notario de S.M. y del Santo Oficio de la Inquisición del Pirú”, está incluido en los “Capítulos hechos por el Maestro Luis López, de la Compañía del Nombre de Jesús, en deservicio de S.M.”, y es del tenor siguiente: