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El rey del desierto había perdido a su esposa Todos creían que Isabella, la esposa del jeque Adan, había muerto. Pero reapareció cuando él estaba a punto de contraer matrimonio con otra mujer y de convertirse en rey de su país. Isabella tendría que ser su reina y compartir su trono del desierto y su cama real. Pero ya no era la joven pura y consciente de sus deberes de antaño, sino una mujer desafiante y seductora que excitaba a Adan; una mujer que no recordaba haber sido su esposa.
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Seitenzahl: 173
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados.
EXTRAÑOS EN LAS DUNAS, N.º 2131 - enero 2012
Título original: Strangers in the Desert
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-397-5
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EXISTE la posibilidad de que siga con vida. Adan apartó la mirada de los documentos que su secretaria le había dado a firmar. Hasta ese momento, apenas había prestado atención a las palabras del funcionario que estaba hablando. Sólo había transcurrido una semana desde el fallecimiento de su tío y tenía tantas cosas que hacer para preparar su propia coronación que intentaba resolver tantas como pudiera al mismo tiempo.
–Repita eso –ordenó, súbitamente interesado.
El hombre, que estaba junto a la puerta, se estremeció bajo la mirada intensa de Adan.
–Discúlpeme, Excelencia. Decía que, si piensa seguir adelante con su boda con Jasmine Shadi, deberíamos investigar todos los informes que nos lleguen sobre su difunta esposa. Como bien sabe, el cadáver no se llegó a encontrar.
Adan habló con voz tranquila, aunque el comentario del hombre lo había irritado.
–No se recuperó porque desapareció en el desierto, Hakim. Isabella está enterrada bajo un mar de arena.
Como siempre, Adan sintió una punzada de dolor por su hijo. Él había perdido a su esposa, pero le dolía más que Rafiq hubiera perdido a su madre. No en vano, el suyo había sido un matrimonio de conveniencia, no de amor. Aunque esperaba que Isabella no hubiera sufrido, su pérdida le preocupaba poco.
Isabella Maro había sido una mujer bella, pero nada excepcional por otra parte. Sosegada, encantadora y perfectamente formada para asumir las responsabilidades de su estatus, había sido lo que su esposa debía ser. Y Adan no era por entonces el heredero al trono, estaba seguro de que también habría sido una buena reina. Una reina bonita y sin carácter.
Pero de eso no la podía culpar.
A pesar de ser medio estadounidense, Isabella había crecido con su padre y había recibido una educación tan tradicional y conservadora como la de la mayoría de las mujeres de Jahfar. Adan no había olvidado que, cuando se conocieron, él le preguntó qué esperaba de la vida y ella respondió que sólo quería lo que él quisiera.
–Existe un informe en el que se afirma que la han visto con vida, Excelencia.
Adan apretó el bolígrafo con el que estaba firmando y puso la mano libre en la mesa. Necesitaba apoyarse en algo sólido, en algo que le recordara que no estaba en mitad de una pesadilla.
Para acceder al trono, necesitaba una esposa. Justine Shadi iba a ser aquella esposa. Y se iba a casar con ella en dos semanas.
En su mundo no había lugar para fantasmas.
–¿Quién la ha visto con vida, Hakim?
Hakim tragó saliva. Su piel cetrina brillaba por el sudor, aunque el palacio se había reformado y el aire acondicionado parecía funcionar bien.
–Sharif Al Omar, un competidor empresarial de Hassan Maro, señor –respondió Hakim–. Al parecer, estuvo hace poco en la isla de Maui. Afirma que vio a una mujer en un club, una cantante que se hacía llamar Bella Tyler… y que se parece mucho a su difunta esposa, Excelencia.
–¿Una cantante de club?
Adan miró a Hakim durante casi un minuto antes de estallar en carcajadas. La idea de que Isabella hubiera sobrevivido al desierto y se dedicara a cantar en un club de Hawai le parecía absolutamente demencial. Además, nadie sobrevivía al desierto de Jahfar sin la preparación y el equipo adecuados.
E Isabela no estaba preparada cuando desapareció. Se internó en el desierto sola, de noche. Al día siguiente se levantó una tormenta de arena que borró totalmente sus huellas, hasta el punto de que la buscaron durante varias semanas y no encontraron el menor rastro.
–Hakim, creo que el señor Al Omar debería ir al médico. Es evidente que el sol de Hawai es aún más brutal que el de nuestro país –bromeó.
–Pero hizo una fotografía, Excelencia.
Adam se quedó rígido.
–¿La tienes contigo?
–Sí, la tengo.
Hakim le ofreció un sobre. Mahmoud, el secretario de Adan, se adelantó, alcanzó el sobre y lo dejó en la mesa.
Adan dudó un momento antes de abrirlo. Y miró la fotografía durante tanto tiempo que, al final, la vista se le nubló.
No era posible. No podía ser ella. Pero efectivamente, cabía la posibilidad de que lo fuera.
–Mahmoud, cancela todos mis compromisos de los tres próximos días –ordenó–. Y llama al aeropuerto para que preparen mi avión.
El club estaba abarrotado de gente. Los turistas y los residentes llenaban el interior y el exterior del local, hasta la playa cercana. El sol se empezaba a ocultar en el horizonte, pero el cielo aún estaba claro cuando Isabella subió al escenario y ocupó su sitio detrás del micrófono.
Las puestas de sol eran tan rápidas en la isla que, un momento después, la claridad desapareció y las nubes se tiñeron con tonos morados y rojos.
Era una vista preciosa, una vista que siempre la había enamorado y que siempre despertaba su melancolía, aunque no estaba segura del origen de aquella sensación. Era como si hubiera perdido algo que no podía recordar.
De repente, la música llenó el vacío de sus recuerdos.
Isabella se giró hacia la multitud. La estaban esperando. Estaban allí por ella.
Cerró los ojos y empezó a cantar, perdiéndose en el ritmo de la melodía. Cuando subía a un escenario, se convertía en Bella Tyler. Y Bella Tyler era una mujer segura, que controlaba todos los aspectos de su vida.
A diferencia de Isabella Maro.
Cuando terminó la canción, empezó con la siguiente. Las luces del escenario daban mucho calor, pero estaba acostumbrada. Llevaba un bikini y un sarong para estar a tono con la isla, aunque no cantaba muchas canciones de Hawai. Se había puesto un collar de conchas blancas y una tobillera a juego.
Su largo y suelto cabello se había vuelto más rubio y más rizado por el efecto del sol y del agua del mar. Isabella sonrió al pensar, brevemente, que su padre se habría horrorizado por su pelo y por el atrevimiento de su indumentaria. Al ver su sonrisa, uno de los espectadores malinterpretó el gesto y se la devolvió, pensando que le sonreía a él. A ella no le importó. Formaba parte del juego, parte de la personalidad de Bella Tyler.
Pero Bella no terminaría la noche con aquel hombre. Ni con ningún otro.
Tenía la sensación de que no habría sido adecuado. La tenía desde que llegó a los Estados Unidos y se liberó de las expectativas y de las responsabilidades que su padre le había impuesto desde niña. Ahora era una mujer libre, pero una mujer libre con la impresión de que se debía a alguien.
–Un aplauso para Bella Tyler –dijo el guitarrista cuando ella interpretó la última canción.
La gente rompió en aplausos.
–Gracias –dijo Isabella–. Ahora nos vamos a tomar un descanso. Volveremos con ustedes dentro de quince minutos.
Isabella bajó del escenario y aceptó el vaso de agua que le ofreció Grant, el dueño del club. Después se dirigió al camerino, que estaba en la parte trasera del local, y se sentó en una silla, apoyando los pies en el arcón de bambú que hacía las veces de mesita.
Las risas y las voces de la playa le llegaban con claridad a través de las paredes, muy finas. Sabía que los músicos de su banda llegarían de un momento a otro, a no ser que hubieran optado por salir a fumarse un cigarrillo.
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y apretó el vaso de agua helada contra su cuello. Una gota se perdió entre sus senos y le provocó un escalofrío de placer.
Entonces oyó un ruido en el pasillo. Un momento después, supo que alguien acababa de entrar en el camerino. Lo supo porque era una habitación pequeña y podía notar su presencia. Pero no abrió los ojos. Al fin y al cabo, la gente siempre estaba entrando y saliendo del Ka Nui.
Sin embargo, Isabella se extrañó cuando los segundos pasaron y el recién llegado se mantuvo en silencio. Evidentemente, no se trataba de ninguna de las camareras del local, que a veces entraban a buscar algo, ni de ninguno de los músicos.
Abrió los ojos y vio a un hombre alto, de aspecto amenazador, que se encontraba de pie junto a la puerta. Isabella sintió tanto pánico que no fue capaz de emitir ningún sonido. Al principio, sólo notó su gran altura y su anchura de hombros, pero poco a poco empezó a distinguir sus facciones.
Se estremeció al comprender que era un hombre de Jahfar. De cabello y ojos oscuros, su piel mostraba el tono inconfundiblemente moreno de una piel sometida a los rigores del desierto. Aunque llevaba una camiseta de color azul marino y unos pantalones caqui en lugar del dishdasha tradicional, tenía la mirada de un hombre del desierto, con la intensidad de los que vivían en el límite de la civilización.
El temor la dominó hasta el extremo de no poder mover un solo músculo.
–Dímelo. Dime por qué –declaró el desconocido.
Ella parpadeó sin entender nada.
–¿Por qué? –repitió.
El hombre era tan alto que tuvo que mantener la cabeza hacia atrás para poder mirarlo a los ojos. Y los latidos de su corazón se aceleraron cuando comprendió que, por algún motivo, estaba muy enfadado con ella.
–Mírate. Pareces una prostituta –la acusó.
El terror de Isabella se empezó a difuminar bajo el peso de la rabia. Le pareció un comentario muy típico de los hombres de Jahfar, hombres que se creían con derecho a juzgarla simplemente porque era una mujer.
Se levantó de la silla, apoyó las manos en las caderas y le lanzó una mirada desafiante y llena de frialdad.
–No sé quién diablos es usted, pero será mejor que se largue ahora mismo de mi camerino y que se guarde sus opiniones.
La expresión de hombre se volvió más tensa.
–No juegues conmigo, Isabella –le advirtió.
Ella dio un paso atrás. Sorprendentemente, la había llamado por su nombre. Eso sólo podía significar que era amigo de su padre o que se habían conocido en algún sitio, quizás en una fiesta o en una cena.
Pero no se acordaba de él. Y estaba segura de que no habría sido capaz de olvidar a ese hombre si se hubieran encontrado antes. Era demasiado alto, demasiado magnífico, demasiado seguro, demasiado atractivo.
–¿Jugar con usted? ¡Si ni siquiera lo conozco! –se defendió.
Él entrecerró los ojos.
–Quiero saber cómo has terminado aquí. Y quiero saberlo ahora.
Isabella respiró hondo.
–¿Quiere saberlo? Adivínelo –se burló.
Él dio un paso adelante. Isabella deseó retroceder, pero el camerino era tan pequeño que no habría podido. Además, no quería dejarse acobardar por aquel hombre. No supo por qué, pero supo que habría sido un error.
–No pudiste escapar sola. No es posible –dijo él–. ¿Quién te ayudó?
Isabella tragó saliva.
–Yo…
–¿Estás bien, Bella?
Los ojos de Isabella se clavaron en Grant, que acababa de entrar en el camerino. El desconocido se giró hacia el dueño del establecimiento, cuyos ojos azules adquirieron una expresión mortalmente dura.
Isabella pensó que Grant se podía haber ahorrado el truco de mirarlo de esa forma, porque no funcionaría; de hecho, el desconocido lo miró del mismo modo, sin titubear. Y lo último que ella quería era una pelea. Sabía que Grant se sentiría obligado a defenderla y sabía que terminaría mal.
En aquel hombre había algo frío, feroz, salvaje.
–Estoy bien, Grant –afirmó–. Este caballero estaba a punto de irse.
–No me voy a ninguna parte.
El desconocido habló con un acento inglés tan perfecto que Isabella supo que era un miembro de la élite de Jahfar. Las familias importantes tenían la costumbre de enviar a sus hijos a colegios del Reino Unido.
–Será mejor que se vaya –intervino Grant–. Bella tiene que descansar un poco para volver al escenario.
–¿Ah, sí? Pues es una pena, porque Isabella no va a volver al escenario.
–¿Cómo que no voy a volver a… ?
El desconocido dio otro paso adelante y la agarró del brazo.
Isabella se estremeció. Pero no se estremeció de terror ni de aversión por él, sino de una sensación que no esperaba.
Familiaridad.
Fue como si se conocieran, como si ya hubiera sentido antes su contacto. Fue una sensación cálida y sensual, pero también triste.
Y no supo qué hacer.
–¡Eh! ¡Suéltela! –bramó Grant.
Isabella miró al desconocido con confusión y preguntó:
–¿Quién es usted?
Él le dedicó una mirada intensa.
–¿Pretendes que crea que no me conoces?
Ella sintió rabia y desesperación al mismo tiempo. Aquel hombre la odiaba y ni siquiera sabía por qué. Pero sacó fuerzas de flaqueza y se soltó.
Cuando miró de nuevo hacia la puerta, vio que Grant había desaparecido. Evidentemente, había ido a buscar ayuda para sacar a aquel hombre del club y darle una buena lección.
Isabella pensó que lo iba a disfrutar.
–¡Por supuesto que no lo conozco!
–¿Que no me conoces? Yo diría que me conoces muy bien.
Su voz sonó tan segura que el corazón de Isabella se aceleró. Aquel hombre debía de estar loco. No había otra explicación.
–Sinceramente, no sé por qué dice eso.
–Porque eres mi esposa, Isabella.
ISABELLA se quedó boquiabierta como un pez. Adan la miró y torció el gesto. Si no la hubiera conocido bien, habría pensado que su asombro era sincero. Como la conocía bien, le sorprendió que Isabella Maro hubiera resultado ser una actriz consumada.
Jamás lo habría imaginado. Por lo visto, lo había engañado a él y había engañado a todo el mundo con su supuesta ingenuidad.
Pero iba a descubrir el motivo.
Porque estaba convencido de que Isabella no había actuado sola, de que había huido con ayuda de alguien. Quizás, de un amante.
La idea de que su esposa lo hubiera traicionado con otro le pareció tan inadmisible que sintió un vacío en el estómago. Además, debía de ser una mujer tan fría como cruel; porque sólo una mujer fría y cruel habría sido capaz de abandonar a su hijo y dejarlo sin madre, de preocuparse más por ella que por el pobre Rafiq.
Adan la odió con toda su alma.
Y odió la emoción que subyacía bajo su odio. Odió el deseo que sintió al verla medio desnuda, con aquel bikini rojo bajo el que se veían claramente sus pezones, endurecidos.
Sin poder evitarlo, recordó la clara belleza de sus senos, de areolas grandes. Se acordó de la timidez que demostró la primera vez que hicieron el amor y de lo rápidamente que se adaptó a él, hasta el punto de que estuvieron un mes entero sin casi salir de la cama.
Pero sus noches de amor terminaron poco después de que se quedara encinta. Y no terminaron porque Adan lo deseara, sino porque Isabella no se encontraba bien.
–¿Su esposa? –preguntó ella al fin–. No puede ser… tiene que haber un error.
Adan oyó pasos a su espalda. Unos momentos más tarde, reapareció el hombre al que ella había llamado Grant. Y no estaba solo. Lo acompañaba un samoano gigantesco.
–Le he pedido que se marche de aquí y no se lo voy a repetir –declaró Grant–. Makuna lo acompañará a la salida.
Adan le dedicó su mirada más disuasiva. Seis hombres de su equipo de seguridad esperaban en el exterior del local. No porque esperara tener problemas, sino porque era un Jefe de Estado y nunca viajaba sin sus guardaespaldas.
Una orden suya y entrarían en el club armados hasta los dientes.
No deseaba dar esa orden, pero no se iría sin Isabella, sin su esposa.
–No te preocupes, Grant –dijo ella en ese momento–. Me gustaría hablar con él unos minutos.
Grant pareció confundido, pero asintió y se marchó con Makuna.
–Una decisión sabia –dijo Adan cuando se quedaron a solas.
Ella se volvió a sentar en la silla donde estaba cuando Adan entró en el camerino. Después, se apartó el cabello de la cara y lo miró a los ojos.
–¿Por qué cree que soy su esposa? No he estado nunca casada.
–Niégalo tanto como quieras –dijo él, irritado– , pero no cambiará nada.
Ella frunció el ceño.
–No sé por qué me dice eso ni por qué cree que soy su esposa. No lo conozco. Ni siquiera sé cómo se llama.
Él seguía sin creer a Isabella, pero le dijo su nombre de todas formas.
–Adan.
–Adan –repitió ella–. Mire… me marché de Jahfar hace mucho tiempo. Sin embargo, creo que recordaría a mi esposo si hubiera estado casada.
–Estoy harto de este juego, Isabella. ¿Esperas que crea que no te acuerdas? ¿Lo esperas de verdad? ¿Es que me has tomado por un idiota?
–Yo no he dicho que me parezca un idiota; sólo he dicho que no lo conozco. Es evidente que me confunde con otra persona. En mi trabajo es relativamente habitual que los hombres intenten acercarse a mí con intenciones amorosas. Me ven en el escenario, cantando, y creen que soy fácil. Pero no lo soy.
Adan sintió deseos de agarrarla de los brazos y sacudirla.
–Tú eres Isabella Maro, hija de Hassan Maro y de Beth Tyler, una ciudadana estadounidense. Tú y yo nos casamos hace tres años… pero hace dos, te internaste en el desierto y no volvimos a saber nada de ti.
Adan prefirió no mencionar a Rafiq. Seguía convencido de que se estaba burlando de él y lo encontró demasiado doloroso.
–No, no –dijo ella, sacudiendo la cabeza–. Yo no…
–¿No qué? –la urgió.
–Es verdad que sufrí un accidente, pero me he recuperado –declaró con debilidad–. Hay cosas que todavía no recuerdo, pero… No, no es posible. Si lo que afirma fuera cierto, alguien me lo habría dicho.
–¿Alguien? ¿Quién te lo habría dicho, Isabella? ¿Quién sabe que estás aquí? –preguntó él, atónito.
–Mis padres, por supuesto. Mi padre quiso que me fuera a vivir con mi madre para que me recuperara del accidente. El médico dijo que necesitaba alejarme de Jahfar, de todo aquel calor y todo aquel estrés.
Adan sintió furia e incredulidad a partes iguales. No podía creer que sus padres supieran que estaba viva.
Pero, por otra parte, casi no había visto a Hassan Maro desde la desaparición de Isabella. De hecho, Hassan pasaba más tiempo fuera del país que en él. Adan se había convencido de que sus ausencias se debían a los negocios y al dolor por la pérdida de su hija, pero quizá se había equivocado. Quizá le ocultara algo.
Sacudió la cabeza y pensó que Hassan no era capaz de hacer una cosa así. No tenía sentido; se había alegrado mucho al saber que su hija se iba a casar con él. Isabella tenía que estar mintiendo.
Sin embargo, alguien la había ayudado a huir de Jahfar.
–Si fuera cierto que tienes amnesia, la tuya sería una amnesia verdaderamente selectiva, Isabella –ironizó Adan–. ¿Cómo es posible que te acuerdes de Jahfar y de tus padres y no te acuerdes de mí?
–¡Yo no he dicho que tenga amnesia! ¡Eso lo ha dicho usted!
–Y si no es amnesia, ¿cómo lo llamarías? ¿Cómo definirías el hecho de que recuerdes quién eres y de dónde vienes pero no recuerdes a tu marido?
–¿Mi marido? ¡Yo no estoy casada!
Adan notó que, a pesar de la vehemencia de Isabella, su labio inferior había temblado un poco. Lo tomó como un signo de debilidad y decidió presionarla un poco más. No escaparía de allí sin responder a sus preguntas, sin darle una explicación.
Justo entonces, ella juntó las manos por delante de su cuerpo. Al hacerlo, sus brazos le apretaron el pecho y enfatizaron las suaves y redondeadas curvas.
Adan se excitó a su pesar. No quería sentirse atraído por una mujer que lo había traicionado, por una mujer a quien debía despreciar.
–Veámoslo desde el punto de vista contrario –continuó ella–. Si lo que dice fuera verdad, si fuera cierto que estamos casados… ¿dónde ha estado todo este tiempo? ¿Por qué no ha venido a buscarme?
–Porque estaba en Jahfar y, como bien sabes, te creía muerta.
Ella palideció.
–¿Muerta?
Adan empezaba a estar cansado de aquel juego. Llevaba muchas horas sin dormir y había cruzado medio mundo para ver si la mujer de aquella fotografía, la mujer medio desnuda que cantaba en un local de las islas Hawai, era verdaderamente su esposa.