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Su matrimonio había terminado, pero… ¿qué pasaba con el bebé? El matrimonio entre Jane y el guapísimo magnate griego Demetri Souvakis había llegado a su fin hacía ya cinco años. Destrozada y traicionada, Jane lo había abandonado y había empezado una nueva vida. Ahora Demetri necesitaba un heredero urgentemente, por lo que le pidió el divorcio a su hermosa esposa. Pero antes de firmar los papeles deseaba darse un último revolcón en el lecho matrimonial, por los viejos tiempos, claro… Lo que no sospechaba era que ese último encuentro tendría semejante resultado. ¿Cómo podía decirle al hombre del que estaba a punto de divorciarse que iba a tener un hijo?
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Seitenzahl: 192
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2007 Anne Mather
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Fruto del amor, Nº 1808 - septiembre 2024
Título original: The Greek Tycoon's Pregnant Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410742253
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Jane entró en su piso y fue directamente a la nevera. Quizá no hubiera nada para comer, pero sabía que había dejado media docena de refrescos. Sacó una de las latas bien frías, la destapó y bebió. Entonces, se quitó los zapatos de una patada y fue a la sala. Se alegró de estar en casa. Miró alrededor y también se alegró de haber conseguido que el constructor tirara el tabique que separaba el comedor y la sala. Esa zona, junto a una cocina muy pequeña, el dormitorio y un cuarto de baño, llevaba siendo su hogar desde hacía cinco años.
Había dejado el maletín en el minúsculo vestíbulo y, cuando fue a recogerlo, vio que la luz del contestador automático estaba parpadeando. Pensó con resignación que sería su madre. Seguro que estaba ansiosa por saber que su hija había llegado a casa sana y salva. Aunque se manejaba muy bien en Internet y seguro que había comprobado los vuelos que habían aterrizado en Heathrow, necesitaba oír la voz de su hija para quedarse tranquila.
Jane apretó el botón dispuesta a oír la voz de su madre. Sus amigos sabían que había estado fuera y las llamadas de trabajo estaban desviadas a la galería. Por eso estaba desprevenida cuando una voz masculina, conocida y perturbadora, dijo su nombre.
–Jane… Jane, ¿dónde estás? Si estás ahí, contesta. Ineh poli simandiko. Es importante.
Jane se dejó caer en la butaca que tenía al lado del teléfono. Pese a que había decidido firmemente no permitir que Demetri Souvakis volviera entrar en su vida, no podía negar que esa voz profunda y con un acento muy característico tenía la capacidad de hacer que le flaquearan las rodillas.
Sin embargo, si había llegado a ser multimillonario antes de haber cumplido los veinticinco años, no había sido por su voz. Había sido por su herencia y porque no tenía compasión en los negocios, una falta de compasión que se había extendido a su vida privada. Jane resopló e intentó serenarse. Entonces, oyó otro mensaje.
–Soy tu marido. Sé que estás ahí. No me obligues a ir a buscarte. ¿No podemos tratarnos como adultos civilizados?
Esa arrogancia le venía muy bien. Daba por supuesto que ella estaría siempre a su disposición. Además, ¿cómo se atrevía a llamarse «su marido» cuando llevaba cinco años sin haberse preocupado por saber si estaba viva o muerta?
Sintió tanta ira que se clavó las uñas en las palmas de las manos, pero eso no impidió que los dolorosos recuerdos hicieran añicos la objetividad que tanto le había costado conseguir. ¿Cómo se atrevía a llamarla en ese momento como si tuviera el más mínimo derecho a hacerlo? Ella, por su parte, lo había eliminado de su vida. Bueno, casi…
Suspiró. Se acordó de cuando conoció a su padre en la galería de Londres donde trabajaba ella. Leo Souvkais fue muy encantador y cortés. Le explicó que quería una escultura para llevársela a Grecia. A ser posible, un bronce para que no desentonara de las demás obras que había coleccionado durante años.
Ella llevaba poco tiempo trabajando en esa galería, pero había mostrado habilidad para reconocer el talento cuando lo veía y aquella escultura de la diosa Diana de un artista casi desconocido le pareció la elección más adecuada.
Leo Souvakis se quedó encantado, tanto por la escultura como por Jane, y estaban comentando las excelencias de la porcelana oriental cuando apareció Demetri Souvakis…
Jane sacudió la cabeza. No tenía ganas de pensar en eso. Acababa de llegar de un viaje muy fructífero por Australia y Tailandia y sólo quería meterse en la cama. Iba a levantarse, dispuesta a no sentirse intimidada, cuando empezó a sonar un tercer mensaje.
–Jane… ¿Estás ahí, cariño? Creo que me dijiste que llegarías a las ocho y ya son las ocho y media. Estoy empezando a preocuparme. Llámame en cuanto llegues. Estaré esperando.
Jane intentó olvidarse de los otros mensajes y descolgó el teléfono.
–Hola, mamá. Siento que te hayas preocupado. El avión hizo una escala imprevista en Dubai.
–Menos mal –su madre pareció aliviada–. Supuse que habría pasado algo así. Aparte de eso, ¿has tenido un buen viaje? Tendrás que contármelo todo en la comida.
¿Comida? Jane contuvo un gruñido. No tenía fuerzas para ir a comer con su madre.
–No podrá ser hoy –le dijo con tono de disculpa. Sabía que a su madre no le haría gracia el rechazo–. Estoy destrozada. Tengo que dormir por lo menos ocho horas antes de poder hacer algo.
–¿Ocho horas? Jane, yo casi nunca duermo más cuatro horas cada noche. ¿No has dormido en el avión?
–Muy poco –a Jane la habría gustado ser menos sincera–. Podemos comer juntas mañana… Así tendré tiempo de reponerme.
Se hizo un silencio.
–Jane, has estado fuera casi tres semanas. Había pensado que te gustaría ver a tu madre. Sobre todo, cuando sabes que me paso casi todo el día metida en esta casa.
Jane estuvo a punto de preguntarle que quién tenía la culpa se eso, pero se mordió la lengua para no empezar una discusión.
–¿Por qué no le propones a Lucy que vaya a comer contigo? Estoy segura de que irá encantada.
–Yo también estoy segura –contestó su madre con poco entusiasmo–. Además, si viene tu hermana a comer, Peter y Jessica estarán correteando por toda la casa.
–Mamá, son tus nietos.
–Sí, y no tienen ninguna disciplina.
–Mamá…
–Está bien, si no puedes tomarte la molestia de visitar a tu madre, me apañaré con mi propia compañía. Es una pena, quería contarte quién vino a visitarme la semana pasada.
¿Había sido Demetri? Jane tomo aire para serenarse
–¿Tuviste una visita? –preguntó con un tono que intentó ser de ligera curiosidad–. Vaya, qué bien…
–No estuvo nada bien –replicó su madre con fastidio–. Ya. Supongo que te lo habrá contado. ¿Es él el motivo para que me postergues hasta mañana?
–¡No! –Jane contuvo el aliento–. Supongo que te refieres a Demetri. Ha dejado un par de mensajes en el contestador. Al no obtener respuesta, habrá supuesto que tú sabrías dónde estaba.
–Lo cual, naturalmente, sabía.
–¿Se lo dijiste? –le preguntó Jane con recelo.
–Le dije que estabas en el extranjero –contestó la señora Lang secamente–. No esperarías que le hubiera mentido…
–No –Jane suspiró–. ¿Te dijo de qué quiere hablarme?
–Como ya te he dicho, si quieres saberlo, tendrás que esperar hasta que tengas un hueco en tu repleta agenda. Ya sabes que no me gusta comentar los asuntos familiares por teléfono –hizo una pausa–. Entonces, ¿vendrás mañana?
Jane apretó los dientes. Era lo que le faltaba. Había tenido un viaje muy provechoso y había pensado tomarse un par de días libres antes de volver a la galería. Sin embargo, se sentía obligada a ir a ver a su madre, aunque sólo fuera para saber qué estaba pasando.
–Puedo ir a cenar…
Sabía que eso le encantaría a su madre. Tener a su hija mayor en una situación comprometida era uno de sus mayores placeres. Mientras vivió con Demetri, supo perfectamente que su madre estaba convencida de que ese matrimonio saldría mal. Cuando fracasó, ella estuvo allí para recoger los añicos, pero Jane también supo que lo hizo con cierta satisfacción por haber vuelto a demostrar que había acertado.
–¿Cenar? –lo pensó un segundo–. ¿Te refieres a esta noche?
Jane sabía que era un tira y afloja, pero estaba demasiado cansada.
–Cuando te venga mejor –contestó con hastío–. Déjame un mensaje cuando lo hayas decidido.
–¿Te parece ésa una forma de tratar a tu madre? –sin embargo, la señora Lang pareció darse cuenta de que no era el momento de tensar la cuerda–. Esta noche me parece perfecto, cariño. ¿Te parece bien a las siete o es demasiado pronto?
–Me parece bien –contestó Jane inexpresivamente–. Gracias, mamá. Hasta luego.
Jane se alegró de colgar y, cuando el teléfono volvió a sonar, lo contestó con un tono realmente airado. Sin embargo, era una llamada para intentar venderle una cocina y colgó bruscamente.
Cayó en la cuenta de que podría haber sido Demetri, pero no le pareció probable. Él estaría en Londres por motivo de trabajo y no tendría tiempo de pensar en su ex mujer si tenía que asistir a reuniones. Ella ocuparía un puesto muy bajo dentro de su agenda. Como lo había ocupado siempre. A juzgar por su tono de voz, no tenía motivos para pensar que él hubiera cambiado.
Suspiró, decidió que desharía la maleta más tarde y fue al cuarto de baño para darse una ducha. Se miró en el espejo, se apartó unos mechones de pelo rubio como la miel de la cara y pensó que parecía agotada, que había cambiado mucho en esos cinco años. Tenía una arrugas muy leves en las esquinas de los ojos, pero seguía teniendo el cutis terso en otras partes de la cara. Naturalmente, tenía las caderas un poco más grandes, pero los pechos seguían firmes, aunque también hubieran crecido. Pensó que le daba igual. Se recogió el pelo mojado en lo alto de la cabeza y se metió, desnuda, entre las sábanas. Ni siquiera la preocupación por saber qué querría Demetri consiguió que mantuviera los ojos abiertos.
La despertó el teléfono. Ella creyó que era el teléfono, pero cuando descolgó el que tenía en la mesilla, el ruido no cesó. Era el telefonillo del edificio. Alguien querría entrar en uno de los pisos y estaría llamando a todas las puertas.
Suspiró, se apoyó en las almohadas y miró el reloj. Era casi mediodía. Había dormido menos de cuatro horas, pero tendría que conformarse.
El telefonillo volvió a sonar. Jane se levantó y se puso una bata verde de seda. Atravesó la sala y descolgó.
–¿Quién es?
–¿Jane? Jane, sé que eres tú. ¿Me abres la puerta?
Era Demetri. Se quedó petrificada. Todavía estaba desorientada y no podía hablar. Era demasiado pronto. Necesitaba tiempo para ordenar las ideas. Siempre había pensado que, si alguna vez volvía a encontrarse con su ex marido, lo haría como ella quisiera, no como quisiese él.
–¡Jane! –oyó un exabrupto en griego–. Jane, sé que estás ahí. Tu madre fue tan amable, que me dijo que llegabas hoy –el tono era cada vez más impaciente–. Abre la puerta. ¿Quieres que me detengan por escándalo o algo parecido?
Jane no podía imaginárselo detenido por escándalo. Estaba demasiado seguro de sí mismo. Sólo era una excusa para que le abriera la puerta. Evidentemente, los demás vecinos estaban trabajando y ella era la única forma que tenía de entrar.
–Ni siquiera estoy vestida, Demetri.
Se dio cuenta de que lo había dicho atropelladamente y fue lo único que se le ocurrió.
–¡Por favor! No sería la primera vez que te veo desnuda –le recordó él irónicamente–. Llevo casi una semana intentando dar contigo. No todos podemos pasarnos medio día en la cama.
–Acabo de llegar de un viaje, Demetri –replicó ella con acritud–. Si no recuerdo mal, tú no soportas muy bien el jet lag.
–Es verdad. Lo siento –no pareció sentirlo mucho–. He sido un desconsiderado. Achácalo a la desesperación. Tampoco la soporto muy bien.
–A mí me lo vas a contar… –Jane intentó ser mordaz–. ¿Qué tal estás, Demetri? Veo que tan impaciente como siempre.
–Por Dios, he tenido paciencia, ghineka. ¿Vas a abrirme o voy a tener que tirar abajo esta… –hizo una pausa e intentó contener la ira– puerta?
Jane levantó la mandíbula. Le habría encantado aceptar el reto, pero la vergüenza que pasaría si él cumplía su amenaza la disuadió. Apretó el botón.
Se oyó un zumbido, se abrió la puerta y oyó unos pasos en la escalera. Unos pasos que subían tan deprisa, que ella retrocedió hasta el extremo más alejado de la sala. Había dejado la puerta entreabierta y, aunque pensó que le daba igual lo que pensara de ella, cayó en la cuenta de que ni siquiera se había peinado después de levantarse de la cama. Estaba pasándose los dedos por el pelo cuando Demetri apareció en la entrada. Alto, delgado y con el pelo negro y tupido de sus antepasados. También parecía más viejo, se consoló ella. Sin embargo, pese a los mechones grises en las sienes, su rostro, con la sombra de barba negra de siempre, era más duro de lo que recordaba, pero igual de atractivo.
Su presencia era tan imponente como cuando entró en la galería buscando a su padre. Su padre los presentó y él fue cortés, pero también la trató con una frialdad e indiferencia que casi la ofendió.
Demetri entró. Había oído decir que a ella le iba bien en su trabajo y admiró el espacioso piso. La luz entraba por las ventanas que había a cada lado y bañaba el piso con un tono blanquecino.
Sin embargo, aunque estaba molesto porque lo había tenido esperando en la calle, sus ojos se dirigieron directamente a Jane. Estaba al otro lado de la habitación con los brazos cruzados, como si quisiera protegerse. Llevaba una bata de seda que se cerraba con fuerza. Como si él fuera una amenaza, se dijo con disgusto. ¿Qué creía que iba a hacer? ¿Creía que iba a abalanzarse sobre ella?
–Jane… –dijo antes de que esa idea acabara con el desapego que sentía.
Pensó que tenía buen aspecto, demasiado bueno para un hombre que pensaba casarse con otra mujer en cuanto estuviera libre para hacerlo. No en vano, Jane siempre había tenido ese efecto en él. Por eso se casó con ella. Por eso se había resistido tanto a encontrar otra mujer que la sustituyera.
–Demetri –contestó ella lacónicamente.
Él se apoyó en la puerta para cerrarla y ella se irguió un poco, como si se preparara para lo que se le podía avecinar.
Jane no llevaba maquillaje, evidentemente, y Demetri supuso que el color de las mejillas se debía más a algún motivo interno que externo. Esos ojos verdes que lo obsesionaban en sueños…
–¿Qué tal? –preguntó él mientras se apartaba de la puerta.
A Jane se le secó la boca cuando él entró más en la habitación. Se movía con una elegancia natural que hacía que cualquier ropa que llevara pareciera del mejor diseñador, aunque estaba segura de que los pantalones de algodón y la cazadora negra de cuero que llevaba lo eran. Se dio cuenta de que seguía llevando el anillo de casado. El anillo que ella compró y que se intercambiaron en la pequeña capilla de Kalithi, la isla propiedad de la familia y donde él vivía cuando no estaba viajando por el mundo para atender los asuntos de su emporio naviero. Su padre se había jubilado antes de que se casaran, muy a pesar de los deseos de su madre. Ella nunca quiso que su hijo se casara con una inglesa, y menos con una que tuviera opiniones propias.
–Bien –contestó ella con una sonrisa forzada–. Cansada, claro. He dormido muy poco durante las últimas veinticuatro horas.
–Encima, te he despertado –Demetri se colocó al lado de uno de los sofás enfrentados y arqueó una ceja–. Lo siento mucho.
–¿De verdad? –Jane se encogió de hombros–. ¿Te importaría decirme a qué has venido? No has venido a pasar el rato. Me dijiste que era algo importante.
Demetri dejó de mirarla y se concentró en la mano que agarraba uno de los almohadones del sofá.
–Lo es.
Volvió a levantar la cabeza y la miró de tal forma que ella se estremeció.
–Quiero el divorcio, Jane.
Le tocó a Jane apartar la mirada. Estaba temblando y esperó con toda su alma que él no lo notara. Naturalmente, había sido una impresión muy fuerte. Desde que se separaron, había vivido con la certeza de que Demetri le pediría la libertad antes o después. Había estado segura de que su madre lo convencería, si no lo hacía otra persona. Además, ella también lo quiso en aquellos momentos. Sin embargo, con el paso del tiempo, había llegado a creer que nunca ocurriría.
–¿Te pasa algo?
Estaba acercándose a ella. Tenía que hacer algo antes de que él sintiera lástima. No podría soportarlo.
–Voy a vestirme –dijo ella sin respirar para que no se le escapara un sollozo.
–Janie…
Así la llamaba cuando hacían el amor.
–Dame un minuto.
Jane se encerró en su dormitorio, pero una vez sola, no pudo contener la oleada de sentimientos. Unas lágrimas abrasadoras le cayeron por las mejillas y fue al cuarto de baño. Agarró un montón de pañuelos de papel y se sentó en la tapa del retrete con la cara entre las manos.
–Querida…
No sabía cuánto tiempo llevaba allí encerrada cuando oyó la voz de él. Levantó la cabeza bruscamente con gesto de incredulidad. Demetri estaba en la puerta. Nunca se había sentido tan humillada.
–¡Fuera! –gritó mientras se levantaba–. ¿Cómo te atreves a entrar? No puedes meterte en mi intimidad de esta manera.
Demetri se limitó a suspirar y a apoyar el hombro en el marco de la puerta.
–Me atrevo porque te aprecio –contestó él con un afecto desconcertante–. Janie… ¿Cómo iba a saber yo que reaccionarías así? Pensé que te alegrarías de librarte de mí.
–Y me alegro –Jane sollozó.
–Eso parece…
–No te ufanes, Demetri. Acabo de dar media vuelta al mundo y estoy agotada –hizo un esfuerzo para esbozar algo parecido a una sonrisa–. No niego que me haya impresionado, pero no estoy llorando por estar descorazonada, ni mucho menos.
–Entonces… –Demetri no parecía muy convencido–. ¿Siempre te derrumbas cuando vuelves de un viaje? ¿Quieres decir eso?
–No te hagas el tonto –replicó Jane en un intento de recuperar la compostura–. ¿Qué quieres que diga? ¿Que estoy destrozada? ¿Que estoy desolada? ¿Que estoy deshecha porque el arrogante majadero con el que me casé va a caer sobre otra pobre mujer? –soltó una carcajada áspera–. Puedes esperar sentado.
Demetri, involuntariamente, se enfadó por esas palabras. Había ido allí con sus mejores intenciones y ella le respondía de esa manera. Era muy típico de ella: primero disparaba y luego se arrepentía. Aunque esa vez, algo le dijo que no iba a arrepentirse.
–Eres una desagradecida. ¿No lo sabías? –le soltó mientras cerraba los puños.
–Acabas de decírmelo.
Jane se secó las mejillas, tiró el pañuelo al retrete y vació la cisterna.
–Quizá deberías morderte la lengua. Según mi abogado, en estas circunstancias, no tengo que ofrecerte nada.
–No quiero tu dinero. ¡Nunca lo he querido! –exclamó ella con desprecio–. Lárgate. Quiero vestirme.
Demetri la miró fijamente. Estaba seguro de que no tenía tanta confianza en sí misma como quería aparentar. Esos increíbles ojos verdes todavía brillaban con lágrimas y su boca, esa boca que había besado tantas veces, no podía disimular el temblor.
–¿Eso es lo que quieres? –preguntó él a pesar de que lo había sacado de sus casillas.
–¿Hay algo más?
Jane también lo miró fijamente y él no pudo evitar sentir cierta admiración por cómo estaba llevando la situación. Cierta admiración y algo más, algo que prefería no especificar. Algo que hizo que se acercara a ella.
Jane tenía la bañera detrás y no pudo retroceder cuando él alargó la mano, la agarró del cuello y la miró con una expresión que a ella le pareció un poco burlona.
–¿Qué te parece esto?
Antes de que ella pudiera entender la pregunta, él se inclinó y la besó en la boca.
A Jane casi se le doblaron las piernas. Hacía muchísimo tiempo que Demetri no la tocaba, que no sentía esos dedos sobre su piel. Le llegó una oleada ardiente que la envolvió con su manto de sensualidad. Aunque estaba decidida a no cerrar los ojos, al apreciar la cercanía de sus tupidas pestañas y la sombra de su mentón deseó hacerlo para dejarse llevar por el beso.
Sin embargo, no podía hacerlo. Hacía un instante estaba furiosa con él y en ese momento estaba dejando que la tocara, que la besara, que le metiera el muslo entre las piernas, como si no tuviera bastantes palpitaciones ahí.
Tenía que ser porque había llorado, se dijo a sí misma para intentar racionalizar algo que no podía racionalizarse. Siempre se ponía muy sensible cuando lloraba y Demetri lo sabía perfectamente porque le había hecho llorar muchas veces. Sin embargo, en ese momento, eso no tuvo la importancia que debería haber tenido.
–Ah, mora…–susurró él en griego.
Ella separó los labios con un suspiro de entrega y se encontró con la voraz lengua de él dentro de la boca. Demetri le recorrió las mejillas con los labios para paladear los restos de lágrimas. Tenía una piel suave y tersa. Le rodeó la cintura con un brazo y la estrechó contra sí. Había perdido el juicio. El deseo le borró los motivos por los que había ido allí. Tiró del cordón de la bata y la abrió. Miró aquellos pechos generosos con unos pezones tan duros como se adivinaban bajo la seda. Tomó uno con la mano y le pasó el pulgar por el pezón con un ansia devoradora.
–Skata, Jane –gruñó él.
Incluso en ese momento supo que se arrepentiría, pero la tenía justo donde quería tenerla; abrazada a él y provocándole una erección que podría matarlo de un ataque al corazón si no aliviaba su presión.
Jane se agitó en medio de un torbellino de sensaciones. No podía permitirle que hiciera eso. Tenía que librarse de él. Sin embargo, cuando gimió sobre los labios de él, Demetri captó que ella quería que siguiera.