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UNA MUJER MISTERIOSA - ANNE MATHER Sara era un mujer bella, misteriosa y angustiada. Matt estaba muy intrigado por la personalidad de su inesperada invitada porque ella se negaba a contarle de dónde venía, pero era obvio que huía de algo. El sentido común le decía a Matt que no se implicara, pero justo entonces se enteró de que Sara era la esposa desaparecida de un millonario. Estaba claro que necesitaba su protección. Y, a medida que el ambiente se iba llenando de erotismo, Matt se dio cuenta de que, aunque no debía tocarla, tampoco podía dejarla marchar... NOTICIAS DEL CORAZÓN - CAROLE MORTIMER Cuando Leonie llegó a la mansión inglesa de Rachel Richmond, la impresionaron el estilo sofisticado y la amabilidad de la famosísima actriz. La impresión que le causó Luke, el hijo de Rachel, fue algo muy diferente. Luke Richmond era un tipo frío y orgulloso que no sentía ninguna simpatía por Leonie y que estaba demasiado acostumbrado a salirse con la suya. Pero, por mucho que le pidiera que se marchara, a Leonie le habían encargado escribir la biografía de Rachel y no se iba a mover de allí... especialmente después de darse cuenta de que Luke escondía algo...
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Seitenzahl: 270
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 87 - junio 2024
© 2002 Anne Mather
Una mujer misteriosa
Título original: Hot Pursuit
© 2002 Carole Mortimer
Noticias del corazón
Título original: Keeping Luke’s Secret
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1062-819-9
Créditos
Una mujer misteriosa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Noticias del corazón
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
PAPÁ, vamos a llegar tarde.
–Ya lo sé.
Matt Seton consiguió no sonar tan frustrado como se sentía. No era culpa de Rosie que se hubiera dormido justo el día que la señora Webb no estaba o que a su padre le diera vueltas la cabeza por haber dormido solo dos horas.
–La señorita Sanders dice que no hay excusa para quedarse dormido –añadió su hija en plan repelente.
A Matt le pareció oír a su ex mujer, Carol.
–Ya, ya, ya lo sé. Lo siento –se disculpó apretando los dientes y agarrando con fuerza el volante del Range Rover.
Sintió la tentación de acelerar a tope, pero no creyó que a la señorita Sanders le gustara que le pusieran otra multa por exceso de velocidad.
–¿Quién me va a recoger esta tarde? –preguntó la pequeña de siete años, un poco nerviosa.
–Yo –contestó Matt intentando tranquilizarla–. Si no puedo, le diré a la tía Emma que venga ella. ¿Qué te parece?
Rosie estrujó el estuche y bajó la mirada.
–No te vas a olvidar, ¿verdad, papá? No me gusta nada tener que pedirle a la señorita Sanders que te llame.
Matt suspiró.
–Solo ha sido una vez, Rosie –protestó con una sonrisa–. No te preocupes. Vendré –le prometió–. No voy a dejar a mi chica preferida plantada, ¿de acuerdo?
–De acuerdo –dijo la niña.
Desde que la última niñera de su hija había enfermado, estaba haciendo todo lo que estaba en su mano para encontrar a otra. Había entrevistado a un montón de candidatas, pero no había habido suerte. Pocas mujeres jóvenes querían vivir en Saviour’s Bay, un área remota de Northumbria, y las mujeres mayores que había entrevistado le parecían demasiado estrictas. No quería que la falta de seguridad en sí misma de Rosie, provocada por el abandono de su madre, se agudizara aún más.
Por eso, había contratado a una agencia de Londres. Al fin y al cabo, aquella población costera era un lugar idílico para vivir, o así se lo parecía a él como escritor.
Todos sus esfuerzos estaban en aquellos momentos volcados en encontrar a alguien que pudiera ayudarlo a criar a su hija, lo más maravilloso que tenía en el mundo, lo único que tenía que agradecerle a Carol, la mujer con la que, no sabía por qué, se había casado y que jamás había demostrado interés alguno ni en él ni en la niña. Ya ni siquiera le dolía…
Era un escritor de mucho éxito, cuya última novela se había llevado a la gran pantalla y a quien perseguían los periodistas, lo que no resultaba muy agradable, la verdad. Esa había sido otra de las razones por las que había comprado Seadrift, la casa de la que se había enamorado a primera vista.
–Que tengas un buen día, cariño –le deseó a su hija dejándola en la puerta del colegio.
–Hasta luego, papi.
Matt suspiró tranquilo. Habían llegado a tiempo. Dos minutos para las nueve. Por los pelos, pero a tiempo.
Esperó a verla entrar y se fue. La verdad es que no era justo hacerla sufrir así. Rosie no podía tener la incertidumbre de si su padre iba a ir a buscarla o no a la puerta del colegio. Cuando Matt se ponía a trabajar, se le pasaban las horas en un abrir y cerrar de ojos y se olvidaba de todo. Necesitaba encontrar una niñera cuanto antes.
Hasta que Hester Gibson no se había ido, no se había dado cuenta de cuánto se había apoyado en ella. Hester había sido la primera y única niñera de Rosie, una segunda madre que no había dudado en irse a vivir con ellos allí desde Londres.
Al llegar al camino privado de su casa, vio un coche vacío. El conductor se debía de haber quedado sin gasolina y Matt supuso que se habría ido andando al pueblo. Frunció el ceño. Él llegaba de allí y no había visto a nadie. ¿Otro periodista, quizá?
Aceleró fastidiado porque quería llegar con tiempo de sobra a casa para ducharse, afeitarse y leer la prensa.
Apagó el motor y se quedó sentado dentro del coche para ver si aparecía alguien. Y así fue, pero no era un hombre, sino una mujer, y no parecía periodista.
La joven dudó un momento y fue hacia él. Era alta y delgada, de pelo castaño con reflejos rubios, y no debía de tener más de veintitantos años. Matt se preguntó qué haría en su casa. ¿Acaso aquella mujer no había oído hablar de los peligros que corrían las mujeres? Al fin y al cabo, no lo conocía de nada; se podría haber metido en casa de un depravado…
¿Y si la hubiera mandado la agencia? Tal vez fuera la niñera perfecta para Rosie. Matt abrió la puerta del coche y fue hacia ella.
–¿Me buscaba? –le preguntó.
–Eh…
La joven parecía confusa. Matt se fijó en que llevaba una cazadora de cuero que, desde luego, no había comprado en un mercadillo, y un vestido de gasa que no parecía muy apropiado para una entrevista matutina. Se dijo que las buenas niñeras cobraban mucho y que, al fin y al cabo, él no tenía ni idea de moda femenina, así que…
La chica sonrió nerviosa.
–Yo… sí –contestó–. Sí, supongo que, si vive usted aquí, sí.
–Vivo aquí –dijo Matt ofreciéndole la mano–. Matt Seton.
La chica parecía confusa. ¿Habría reconocido su nombre? Sea lo que fuere, no parecía dispuesta a estrecharle la mano. Aun así, Matt se la estrechó.
–Yo soy… Sara… Sara Victor.
–Ah –dijo Matt.
Un nombre que le gustó; tenía solidez, sonaba antiguo. Estaba harto de entrevistar a «Hollys», «Jades» y «Pippas». Era un placer tener delante a alguien cuyos padres no se hubieran dejado influir por las series televisivas.
–Señorita Victor, ¿viene usted de muy lejos?
Ella pareció sorprenderse ante la pregunta y retiró la mano rápidamente. ¿Acaso le daba miedo?
–Eh… no mucho –dijo por fin–. Anoche, dormí en un hotel en Morpeth –añadió dándose cuenta de que aquel hombre quería una explicación un poco más extensa.
–¿De verdad? –dijo Matt.
¡Pues sí que la agencia era eficiente! Buscaban chicas por todas partes, estaba claro. Si Sara hubiera sido de Newcastle, que estaba solo a unos kilómetros, no tendría que haber dormido en Morpeth–. ¿El coche que hay en la carretera es suyo?
Sara asintió.
–Es alquilado –contestó–. No sé qué le pasa, pero ha dicho que hasta aquí había llegado y que no quería seguir.
–Pues menos mal que ha sido justo aquí –remarcó Matt–. No se preocupe. Llamaremos luego al taller de Saviour’s Bay para que vengan a recogerlo. Cuando lo tengan arreglado, se ocuparán de devolverlo a la agencia.
–Pero… –se interrumpió y lo miró como si fuera un extraterrestre–. No hace falta que se moleste. Solo necesito hacer una llamada…
Matt frunció el ceño.
–No es usted de la agencia, ¿verdad? ¿Cómo no me he dado cuenta? ¡Es usted otra periodista del demonio! ¡Deben de andar desesperados para mandar a una fresca a hacer el trabajo!
–¡Yo no soy ninguna fresca! –exclamó Sara echando los hombros hacia atrás–. Y no he dicho en ningún momento que viniera de ninguna agencia.
–Lo que usted quiera –dijo Matt apretando los dientes–. ¿Y qué hace aquí? Veo que no niega ser periodista.
–¿Periodista? –repitió la chica mirándolo fijamente con sus ojos verde grisáceos–. No lo entiendo. ¿Estaba usted esperando a un periodista? –añadió palideciendo–. ¿Por qué iba a venir un periodista hasta aquí?
–No finja que no sabe quién soy.
–No sé quién es usted –dijo Sara frunciendo el ceño–. Sé que se llama Seton porque me lo acaba de decir.
–Matt Seton –dijo Matt en tono irónico–. ¿No le dice nada?
–La verdad es que no –contestó Sara confundida–. ¿Quién es usted?
Matt la miró anonadado. ¿Lo diría en serio? Parecía que sí.
–No frecuenta usted mucho las librerías, ¿eh? –le dijo un tanto indignado–. ¿No conoce mi obra?
–Me temo que no –contestó Sara aliviada–. ¿Es usted famoso?
Matt no pudo evitar reírse.
–Un poco –contestó–. Bueno, ¿qué hace usted por aquí?
–Ya se lo he dicho. Se me ha averiado el coche y necesito hacer una llamada, si no le importa.
–¿De verdad? –dijo Matt preguntándose si debía creerla o no.
–Sí, de verdad –contestó ella estremeciéndose. Estaban en junio y no hacía frío, pero estaba realmente pálida–. ¿Le importaría?
Matt dudó. Podría ser un truco para entrar en su casa, pero lo dudaba. Aun así, nadie que no fuera pariente o amigo había cruzado jamás aquella puerta y le costaba invitar a hacerlo a una desconocida.
–¿No tiene usted un teléfono móvil?
Sara suspiró.
–No lo llevo –contestó–. Mire, si no quiere ayudarme, simplemente dígamelo. Supongo que el taller del que me ha hablado no está muy lejos, ¿no?
–A cinco kilómetros. Si se encuentra usted con fuerzas para hacerlos andando…
–Por supuesto –contestó ella con dignidad–. ¿Me indica la dirección, por favor?
Matt se sintió como un imbécil.
–Sígame, por favor –dijo yendo hacia la casa y rezando para no estar cometiendo el error de su vida.
Nada más acercarse a la puerta, los dos retrievers comenzaron a ladrar.
–¿Le gustan los perros?
–No lo sé –contestó Sara–. ¿Son peligrosos?
–¡Sí, mucho! –sonrió Matt–. Son peligrosamente amigables. Si no tienes cuidado, te lamen de pies a cabeza.
Sara sonrió y Matt volvió a pensar que tenía pinta de estar realmente agotada. Abrió la puerta y recibió a los perros con indulgencia. En realidad, eran de Rosie, pero pasaba tanto tiempo con ellos que los quería tanto como su hija.
Tuvo que sacarlos al jardín porque, en cuanto vieron que no llegaba solo, hicieron amago de lanzarse a Sara y llenarla de besos.
–Perdone –se disculpó Matt viendo que los platos de la cena estaban todavía en el fregadero y el desayuno de Rosie en la mesa.
–Sí, tenía usted razón. Son realmente amigables –comentó Sara sobre los perros–. ¿Son suyos o de su mujer?
Matt torció el gesto.
–De mi hija –contestó–. ¿Quiere usted un café? –le preguntó viendo que estaba más pálida que la pared.
–¡Sí, por favor!
A Matt le pareció que aquella contestación era propia de alguien que llevaba un tiempo sin comer ni beber. Lo volvieron a asaltar las dudas. ¿Quién sería aquella mujer? ¿Qué hacía en aquella carretera de la costa que solo utilizaban los que vivían allí y los veraneantes? ¿Qué querría?
–Termino de poner la cafetera y voy a buscarle el número del taller.
–Gracias –contestó Sara.
–¿No se sienta? –le preguntó viendo que se apoyaba en el marco de la puerta. Estaba temblando de nuevo y Matt temió que se fuera a caer al suelo.
–Gracias –contestó Sara acercándose como con miedo y sentándose en el taburete más alejado de él.
Matt no dijo nada porque aquella chica no iba a tardar en darse cuenta de que no estaba interesado ni en ella ni en ninguna otra mujer. A pesar de su fama y el dinero que le había proporcionado, Matt nunca había pensado en reemplazar a su ex mujer.
Y había tenido oportunidad de hacerlo porque un hombre de su posición siempre atraía a cierto tipo de mujer aunque fuera feo como un demonio, que no era su caso, por cierto. Era de rasgos duros, pero atractivos. Siempre le habían dicho que los ojos un poco hundidos, el tono aceituna de su piel y la nariz rota recuerdo de un partido de rugby gustaban más que los rasgos afeminados de muchos hombres.
A él le daba igual, la verdad. La única mujer de su vida era Rosie.
Se giró hacia Sara y se quedó anonadado. Se había quedado dormida sobre la barra de la cocina.
En ese momento, sonó el teléfono y la chica dio un respingo. Matt maldijo en silencio mientras iba a contestar, pero no sabía si porque Sara se hubiera quedado dormida en su cocina o porque el teléfono la hubiera despertado.
–¿Sí?
–¿Matt?
–¡Emma, hola! ¿Qué tal estás?
–¿Te pillo en un mal momento?
–No, claro que no –contestó Matt. Le debía demasiado a Emma Proctor como para decirle lo contrario–. Acabo de volver de dejar a la niña en el colegio y estaba haciendo café. Nos hemos quedado dormidos, ¿sabes?
–Claro, hoy libra la señora Webb, ¿no? –rio Emma–. Veo que no has tenido suerte con la agencia, entonces.
–No –contestó Matt. No le apetecía hablar del tema.
–¿Y la agencia del pueblo? A veces, tienen canguros.
–No quiero una canguro, Emma. Lo que yo necesito es alguien con formación, no una chica que quiera sacarse un dinero de vez en cuando. Necesito a alguien que se quede también por las noches para que yo pueda trabajar, ya lo sabes.
–Lo que necesitas es una madre para Rosie, y las probabilidades de que encuentres a una mujer que quiera vivir aquí…
–Ya, ya –la interrumpió Matt.
Habían tenido aquella conversación unas cuantas veces ya y no le apetecía repetirla–. Gracias por preocuparte, Emma, pero es algo que tengo que hacer yo solo.
–Si puedes… –murmuró Emma–. Bueno, te he llamado porque quería saber si quieres que me pase esta tarde a recoger a Rosie. Tengo que ir a Berwick a comprar unas cosas, pero voy a volver sobre las…
–No, gracias. Le he prometido que iría yo –contestó Matt preguntándose qué estaría pensando su invitada sobre aquella conversación–. Gracias, Em, pero otro día, ¿de acuerdo?
–Muy bien –contestó Emma–. Te tengo que dejar. ¿Quieres algo de Berwick?
–No, gracias –contestó Matt con educación–. Hasta luego, Em.
Cuando colgó, vio que su invitada bajaba la mirada como si la hubiera pillado mirándolo. Matt frunció el ceño y sacó dos tazas de un armario.
–¿Cómo lo quiere?
–Con leche y sin azúcar –contestó Sara–. Qué bien huele.
–¿Tiene hambre?
–¿Hambre?
Por un momento, pareció que iba a decir que sí, pero no fue así.
–No, con esto me vale.
Matt dudó y abrió la lata en la que la señora Webb metía las magdalenas. Aunque eran del día anterior, olían de maravilla.
–¿Seguro? –insistió acercándole la lata–. Están muy buenas.
–No, gracias, con el café me basta –contestó Sara mirando los bollos con deseo–. ¿Está usted buscando una niñera para su hija? –añadió recobrando el color–. ¿Cuántos años tiene?
–¿Rosie?
Matt dudó y cerró la lata.
–Siete –contestó decidiendo que no pasaba nada por decírselo–. Es increíble lo rápido que pasa el tiempo…
Sara se mojó los labios.
–¿Su mujer ha muerto? –preguntó. Inmediatamente levantó una mano–. Perdón, no debería haberle preguntado eso.
–No pasa nada –contestó Matt–. Carol me dejó cuando la niña era un bebé. No es ningún secreto.
–Entiendo –dijo Sara tomándose el café–. Lo siento.
–Bueno, fue lo mejor para los dos –sonrió Matt amargamente.
–¿Para su mujer y para usted? –preguntó Sara mirándolo a los ojos.
–Para mi hija y para mí –contestó Matt–. ¿Está bueno el café? –añadió sentándose junto a ella.
Sara dio un respingo apenas perceptible y Matt pensó que debían de haberle hecho algo, pero no quiso preguntar.
–¿Así que vive aquí solo?
–¿Está usted segura de que no es periodista? –bromeó Matt.
–¡No! –exclamó ella–. Estaba pensando en el trabajo.
–¿En qué trabajo?
–En el de niñera de su hija –contestó Sara–. ¿Le parezco buena para el puesto?
SE HABÍA quedado de piedra. Sara decidió que esas eran las únicas palabras que podían describir la expresión de aquel rostro delgado y bronceado.
Tampoco era de extrañar. No era muy normal que una perfecta desconocida se ofreciera a cuidar de su hija.
Al fin y al cabo, no la conocía de nada. Sara se arrepintió del ofrecimiento. Ella tampoco lo conocía de nada. El hecho de que se hubiera mostrado amable no quería decir que fuera de fiar. Además, no era niñera. Su experiencia con niños se reducía a cuando había sido maestra… parecía que había sido hacía una eternidad, en otra vida, cuando era joven e ingenua.
–¿Quiere usted ser la niñera de Rosie? –preguntó Matt Seton con recelo–. No me había dicho que estuviera buscando trabajo.
«Y no lo busco. Lo que quiero es un santuario», pensó Sara. No podía decírselo, claro. Cuando la noche anterior había huido de Londres, para poner distancia entre Max y ella, no había pensado en buscar trabajo, la verdad.
–¿Le intereso? –insistió.
Necesitaba un sitio donde quedarse y tiempo para pensar en lo que había hecho.
–Puede –contestó Matt–. ¿Está usted habituada a trabajar con niños?
–Solía estarlo –contestó sinceramente–. Era maestra.
–¿Era?
–Sí.
–¿Ya, no?
–No.
–¿Por qué?
Era una pregunta inocente, pero Sara se puso nerviosa.
–Porque lo dejé.
–¿Y qué ha hecho desde entonces?
«Intentar sobrevivir».
–Me… casé y a mi marido… bueno, mi ex marido, no le gustaba que trabajase –contestó consiguiendo sonar normal.
¡El eufemismo del año!
–Entiendo –contestó Matt. La estaba mirando tan intensamente que Sara pensó que le debía de estar leyendo el pensamiento. De ser así, vería que no le estaba contando toda la verdad–. ¿Es de por aquí?
Qué cantidad de preguntas. Sara tragó saliva y pensó si decirle que sí, pero no lo hizo porque no le gustaba mentir.
–Hasta hace poco, vivía en el sur de Inglaterra.
–¿Hasta que decidió alquilar un coche y hacerse quinientos kilómetros? –sugirió Matt lacónicamente–. ¿Qué pasó, Sara? ¿Su marido se fue con otra y decidió desaparecer para hacerlo sufrir?
–¡No!
Ojalá. Si Max se hubiera ido con otra, ella no se vería en la situación en la que se veía.
–Ya le he dicho que… estamos divorciados. Es que me apetecía cambiar de aires. No sabía dónde quería ir hasta que llegue aquí.
–Y acaba de decidir que, porque yo necesito una niñera, usted quiere ser niñera –comentó Matt con cinismo–. Perdone, pero no he oído más tonterías en mi vida.
–No son tonterías –dijo Sara desesperada. Realmente, necesitaba el trabajo–. ¿Quiere una niñera o no?
–¿Qué preparación tiene?
Sara dudó.
–Dos años de maestra en… en Londres –contestó. Había estado a punto de decir el nombre del colegio, lo que habría sido una locura–. Lo dejé cuando me casé, como le he dicho.
–¿Puede demostrarlo? ¿Tiene referencias?
Sara bajó la cabeza.
–Aquí, no.
–¿Pero podría conseguirlas?
–No sería fácil.
–Qué sorpresa –dijo Matt en tono irónico–. Señora Victor, ¿se cree que estoy loco?
–Señorita, si no le importa –murmuró Sara.
¿Qué más daba, si no la iba a contratar, que pensara que fuera señora o señorita? Al fin y al cabo, no era su nombre real. Decidió insistir una última vez.
–Mire, me interesa el trabajo y le aseguro que he sido maestra durante dos años y muy buena, además –dijo mirándolo fijamente–. Téngame una semana de prueba. ¿Qué tiene que perder?
–Mucho –contestó Matt–. No dejo a mi hija con cualquiera, señorita Victor. Es demasiado importante para mí. Lo siento.
Pues no parecía que lo sintiera en absoluto. Al contrario, parecía ansioso por que se fuera, así que Sara se apresuró a terminarse el café y se puso en pie.
–Yo, también –dijo agarrando el bolso–. ¿Le importa que llame por teléfono?
–Espere –dijo Matt poniéndose entre ella y la puerta–. Una última cosa. ¿Pasó la noche en Morpeth o también eso era mentira?
–¿Importa?
Sara estaba intentando mantener la calma, pero cada vez le resultaba más difícil. ¿Qué ocurriría si aquel hombre iba con su descripción a la policía?
–Me gustaría saberlo –insistió Matt metiéndose las manos en los bolsillos traseros de los vaqueros.
–Eh… no –contestó Sara mojándose los labios–. ¿Puedo llamar ahora, por favor?
–¿Así que lleva toda la noche conduciendo?
–Más o menos.
–Debe de estar muy cansada.
Sara se rio.
–¿Y a usted qué le importa?
Matt se quedó un buen rato en silencio.
–Tengo corazón, ¿sabe? Sé cuándo una persona está huyendo de algo. Siéntese y desayune. Si quiere, puede tumbarse un rato antes de llamar al taller.
Sara lo miró atónita.
–¿Me podría duchar también? –se burló Sara–. ¿De dónde se saca que esté huyendo de nada? Ya le he dicho que me apetecía cambiar de aires…
–Ya la he oído –la interrumpió–, pero ¿de verdad espera que me lo crea?
–¡Me importa un bledo lo que crea o deje de creer!
–¿De verdad?
–Por supuesto.
–¿No se da cuenta de que podría retenerla aquí hasta que me cuente la verdad?
Sara se sintió amenazada.
–¡No se atreverá!
–Deme una razón por la que no debería hacerlo.
–Porque… no tiene derecho. No soy una niña. Sé cuidarme solita.
–Puede… Mire, alguien que quiere cambiar de aires no se va en mitad de la noche, sin documentos ni referencias ni nada que pruebe que es quien dice ser.
Sara se sintió derrotada.
–Deje que me vaya, por favor –imploró–. Olvídese de la llamada. Voy a ver si el coche arranca. Ya me buscaré la vida. Olvide que me ha visto.
–No puedo –suspiró Matt.
–¿Por qué?
–Porque me parece que necesita ayuda –contestó amablemente–. ¿Por qué no me cuenta la verdad? Se ha peleado con su marido, ¿verdad?
–Ya le he dicho que no estoy casada.
–Claro; entonces, ¿por qué lleva la alianza y el anillo de pedida? ¿Como recuerdo?
Sara maldijo en silencio. Se había olvidado de los anillos. Nunca se los había quitado porque Max la habría matado.
De repente, se sintió muy débil. Se preguntó cuándo había comido por última vez. No había desayunado ni cenado, pero ¿había comido? No lo recordaba. No se acordaba de nada sucedido antes de que Max llegara a casa.
Solo recordaba a Max tendido en el suelo al final de las escaleras y a ella corriendo para tomarle el pulso. Le temblaba tanto la mano que no había sido capaz de encontrarlo. Eso solo podía significar una cosa.
¡Estaba muerto!
Sintió que se tambaleaba y vio que Matt extendía una mano hacia ella. Se apresuró a moverse, pero las piernas no le respondieron. ¿Qué le estaba pasando? No se podía desmayar. No podía quedar a merced de un hombre que no conocía de nada y que había amenazado con retenerla.
No tendría que haber entrado en aquella casa, no debería haberle pedido ayuda. Estaba sola, tal y como quería. Solo podía confiar en sí misma…
Abrió los ojos al sentir la brisa que entraba por la ventana que tenían a sus espaldas. Estaba en una habitación color melocotón con un armario y una cómoda antiguos y estaba tapada con una colcha verde lima. A lo lejos, se oía un tractor.
¿Dónde estaba?
Se incorporó y frunció el ceño. No reconocía nada de lo que la rodeaba excepto su chaqueta doblada sobre el respaldo de una silla y sus zapatos al lado.
Entonces, recordó todo. La caída de Max, su huida, el coche alquilado que se había estropeado.
Se estremeció. Aquello no explicaba cómo había llegado a aquella cama. ¿Qué había ocurrido? Se tocó la cabeza.
Matt Seton.
Recordó sus rasgos y los vaqueros que llevaba. Tenía una hija. Aquella habitación podría ser la de la niña, porque era muy femenina.
Su primer impulso al verlo bajar del coche había sido correr, pero había conseguido controlarse. Le daba pánico caer en manos de otro hombre. Lo de ofrecerse como niñera había sido una locura, pero en el momento le había parecido perfecto quedarse en mitad del campo, donde no pudiera encontrarla.
Oyó ladrar a un perro. Estaba muy cerca. Quizá bajo la ventana. Oyó a un hombre que le decía que se callara. Era una voz fuerte y bonita, obviamente la de su anfitrión.
Se dio cuenta de que Matt Seton la debía de haber llevado en brazos hasta la cama. ¿Por qué? ¿Se había desmayado?
¿Y su bolso? Asustada, miró a su alrededor. No estaba. Intentó pensar si había algo dentro que pudiera delatarla. ¿Había algo que indicara que no era quien decía ser?
Apartó la colcha y se puso en pie. Hizo una mueca de dolor. La cadera le dolía horrores y tuvo que volver a sentarse en la cama. Se bajó un poco la falda y vio que tenía un moretón espantoso.
–¿Está despierta?
La misma voz que se había dirigido al perro hacía unos minutos estaba detrás de ella. Se giró y se encontró con Matt Seton apoyado en el marco de la puerta mirándola de arriba abajo.
¿Cuánto tiempo llevaría allí?
Sara tomó aire y se dio cuenta de que en otro momento de su vida, antes de casarse con Max, habría encontrado a aquel hombre muy apetecible. Tenía un magnetismo animal irresistible. No era guapo, pero sí atractivo. Además, poseía una mezcla fuerza y vulnerabilidad, una cualidad que atraía irremediablemente a las mujeres. Seguro que todas las que conocía estaban encantadas de echarle una mano.
–¿Cuánto hace que no come?
Sara miró el reloj, pero vio que no funcionaba. Tenía el cristal partido. Debía de haber sido cuando se había dado contra la mesa la noche anterior.
–¿Qué hora es? –preguntó sin contestarle.
–¿Por qué? ¿Cambia eso las cosas? –dijo Matt–. Es la una. Iba a hacerme la comida. ¿Quiere acompañarme? –añadió al ver su mirada suplicante.
¡La una! Sara lo miró horrorizada. Había estado inconsciente más de tres horas.
–Se ha desmayado –le dijo Matt– y creo que, luego, se ha quedado dormida. ¿Se encuentra mejor?
No lo sabía. ¿Qué estaría pasando en su casa? ¿Se habría enterado Hugo ya de que Max había muerto? Por supuesto que sí. Habían quedado en verse después del espectáculo…
–¿Hola? ¿Sigue ahí? –dijo Matt acercándose y mirándola con el ceño fruncido.
¿Qué pensaría aquel hombre? ¿Sospecharía algo? Fuera lo que fuese, seguro que no era peor que la verdad.
–Perdón –contestó Sara–. Solo quería llamar por teléfono. No quería ser un problema para usted.
Matt no contestó.
–¿Quiere comer? –le volvió a preguntar Matt–. Me gustaría hablar con usted y preferiría que fuera cuando tuviera el estómago lleno.
–No sé si quiero hablar con usted –le espetó Sara poniéndose en pie–. ¿Dónde está mi bolso?
–Ahí –contestó Matt señalando una silla–. No se preocupe, no he mirado dentro. ¿Por quién me toma?
Sara se sonrojó.
–Yo… no sé a qué se refiere –dijo. Max habría aprovechado la oportunidad, desde luego, para hacerlo–. Solo quería un pañuelo.
–Sí, claro –dijo él con ironía–. ¿Seguro que está bien? –añadió frunciendo el ceño al verla ponerse los zapatos.
–Estoy bien –mintió Sara. El dolor de la cadera era insoportable–. Estoy un poco mareada todavía, pero no es nada.
Matt la miró poco convencido.
–El eufemismo del año –le dijo–. No se ponga la chaqueta porque no pienso dejar que se vaya sin comer.
Sara se volvió a sonrojar.
–¡No me puede obligar a comer!
–No me desafíe –contestó Matt yendo hacia la puerta tras haberle arrebatado la chaqueta–. El baño está ahí. ¿Por qué no se ducha antes de comer? –hizo una pausa–. Hay pañuelos en el baño, si los necesita –añadió saliendo de la habitación.
Sara apretó los dientes. La había vuelto a pillar mintiendo. Nunca se le había dado bien mentir. En realidad, nunca había mentido. Podría haber sido más fácil. Si Max…
Tenía que dejar de pensar en él. Debía olvidar cómo la había humillado y aterrorizado durante casi tres años. ¿Por qué no lo había abandonado? ¿Por qué había aguantado su carácter? ¿Porque no había tenido valor para separarse o porque sabía lo que le habría hecho a ella y a su madre si se hubiera atrevido a hacerlo?
Ahora estaba muerto…
Entró en el baño, en el que también predominaban los tonos melocotón y verde. Se miró en el espejo. Menos mal que no tenía marcas en la cara. Max sabía cómo no dejar señales de su crueldad. Siempre había parecido el marido ideal a los ojos de los demás. Hugo, el querido y amable Hugo, nunca había sospechado que tenía un hermano que era un monstruo. En cuanto a su madre…
Sara se estremeció. Había hecho todo lo que había podido antes de irse. Había llamado a una ambulancia antes de dejar la casa. Se había asegurado de que lo atendieran. Lo único que no había hecho había sido quedarse para que la acusaran de asesinato…
Suspiró y se lavó la cara y las manos. Se quitó el maquillaje y se dio crema hidratante. Estaba pálida, pero no podía hacer nada. No creía que fuera a recobrar el color normal nunca.
Se peinó y volvió a la habitación. La cadera le dolía menos. Sabía que los hematomas tardarían unos días en desaparecer, como otras veces, y sería como si Max no hubiera dejado cicatrices en ella. ¿A quién pretendía engañar? Las secuelas que le había dejado su marido eran mucho más profundas en realidad.
Cerró los ojos y se concentró en las preguntas que le iba a hacer Matt Seton. Antes de salir de la habitación, se quitó el reloj y los anillos y los metió en el bolso. Ya no era propiedad de Max. Estaba sola y así quería que fuese.
Quedaba su madre, claro. Nunca se habían llevado muy bien. De hecho, para ella lo único que había hecho bien su hija en la vida había sido casarse con Max Bradbury. Sara nunca se había atrevido a pedirle ayuda porque su madre creía que su marido era un ángel. No en vano la había sacado de su ruinosa casa de Greenwich y le había comprado un piso en Bloomsbury.
¿Qué pensaría cuando se enterara de que su yerno había muerto y su hija había desaparecido? Sara sospechaba que no se lo iba a perdonar jamás.
CUANDO bajó, Sara estaba todavía más pálida y Matt se sintió mal por haberla importunado. Maldición, no había nacido ayer y no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de que la historia que le había contado no era cierta.
Estaba batiendo los huevos para hacer tortillas y la ensalada estaba sobre la mesa.
–Siéntese –le dijo decidiendo que no era asunto suyo si estaba huyendo o no–. ¿Se encuentra mejor?
–Sí –contestó Sara con una tímida sonrisa–. No hacía falta que se molestara.
–No pasa nada –contestó echando los huevos en la sartén–. Hay vino en el frigorífico, si quiere.
–No, gracias –contestó intentando relajarse–. Así que es usted escritor, ¿no?
Matt la miró de reojo.
–¿He dicho yo eso?
–Bueno, lo ha dado a entender –dijo Sara avergonzada.
Matt sintió pena y la miró. Sin maquillaje, las ojeras eran más que patentes.