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En un momento en que la aspiración feminista a la justicia y a la igualdad se ha apoderado de una generación, es necesario volver a revisar las herencias que nos han llevado hasta aquí. Frente a las recuperaciones conformistas y las ofensivas reaccionarias que apuntan al feminismo, sus autoras evocan las luchas y las figuras que han contado para ellas, y recurren a una herencia internacionalista fértil y viva. A medida que discurren las páginas, vemos en acción la asombrosa capacidad de los conceptos y lemas feministas –y de las propias activistas– para cruzar fronteras a través de décadas y continentes y su capacidad para cambiar el mundo. Verónica Gago, Françoise Vergès, Djamila Tais Ribeiro dos Santos, Lola Olufemi, Sayak Valencia, Zahra Ali, Rama Salla Dieng, Carolina Meloni y Silvia Federici proponen una teorización práctica del feminismo destacando los movimientos de diferentes zonas geográficas que pertenecen al Sur Global –que no es sino el mundo mayoritario–, desde Argentina a Iraq, de Senegal y África Occidental hasta México, y sus respectivas diásporas. De alguna forma, todas las autoras aquí representadas sostienen la idea de desbaratar una cierta forma de dominación del feminismo heteropatriarcal blanco y eurocéntrico.

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Veröffentlichungsjahr: 2025

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Akal / Pensamiento crítico / 115

Zahra Ali, Rama Salla Dieng, Silvia Federici, Verónica Gago, Carolina Meloni, Lola Olufemi, Djamila Ribeiro, Sayak Valencia, Françoise Vergès

Ganar el mundo

Herencias feministas

Traducción: Ana Useros Martín

En un momento en que la aspiración feminista a la justicia y a la igualdad se ha apoderado de una generación, es necesario volver a revisar las herencias que nos han llevado hasta aquí. Frente a las recuperaciones conformistas y las ofensivas reaccionarias que apuntan al feminismo, sus autoras evocan las luchas y las figuras que han contado para ellas, y recurren a una herencia internacionalista fértil y viva.

A medida que discurren las páginas, vemos en acción la asombrosa capacidad de los conceptos y lemas feministas –y de las propias activistas– para cruzar fronteras a través de décadas y continentes y su capacidad para cambiar el mundo.

Verónica Gago, Françoise Vergès, Djamila Tais Ribeiro dos Santos, Lola Olufemi, Sayak Valencia, Zahra Ali, Rama Salla Dieng, Carolina Meloni y Silvia Federici proponen una teorización práctica del feminismo destacando los movimientos de diferentes zonas geográficas que pertenecen al Sur Global –que no es sino el mundo mayoritario–, desde Argentina a Iraq, de Senegal y África Occidental hasta México, y sus respectivas diásporas. De alguna forma, todas las autoras aquí representadas sostienen la idea de desbaratar una cierta forma de dominación del feminismo heteropatriarcal blanco y eurocéntrico.

Zahra Ali es socióloga y militante feminista. Es profesora de Sociología en la Rutgers University, New Jersey.

Rama Salla Dieng, escritora y feminista senegalesa, es profesora de Estudios Africanos y Desarrollo Internacional en el Center of African Studies de la Universidad de Edimburgo.

Silvia Federici es una militante y teórica feminista de fama e influencia global.

Verónica Gago es una de las principales figuras del feminismo latinoamericano. Miembro del colectivo Ni Una Menos, enseña en la Universidad de Buenos Aires.

Carolina Meloni –filósofa, feminista anticolonial y fronteriza– es profesora de Filosofía en la Universidad de Alcalá (Madrid).

Lola Olufemi es una escritora feminista negra, investigadora en la fundación Stuart Hall en Londres y en el Centre for Research and Education in Art and Media de la Universidad de Westminster.

Djamila Tais Ribeiro dos Santos es filósofa, activista feminista y coordinadora del instituto Feminismos Plurais. Es una de las principales figuras del feminismo negro en Brasil.

Sayak Valencia es doctora en filosofía, transfeminista, activista, poeta, ensayista y performer. Es docente-investigadora en el Colegio de la Frontera Norte en México.

Françoise Vergès es una teórica feminista decolonial y antirracista. Es investigadora del Sarah Parker Remond Centre for the Study of Race and Racialization, University College London.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

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Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Gagner le monde. Sur quelques héritages feministes

© La Fabrique éditions, 2023

© de su texto, Carolina Meloni, 2025

© Ediciones Akal, S. A., 2025

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-5641-6

INTRODUCCIÓN

Todas las tradiciones militantes se plantean, invariablemente, el problema de la transmisión. ¿Por qué vías heredamos las luchas pasadas, las victorias y las derrotas, así como la inteligencia colectiva que se ha desplegado a través de estas luchas? ¿Cómo trabajar esta herencia inagotable desde el presente? Estas preguntas están aún más vivas en el seno de las ramas combativas del feminismo, que desde hace mucho tiempo tienen que rechazar los intentos de abordaje del Estado, así como, en tiempos más recientes, las apropiaciones comerciales o reaccionarias de sus temas y sus lemas. Seis años después del #MeToo, cuando una aspiración feminista a la justicia y la igualdad se apoderó de una generación que prendió fuego a todo, los textos que aquí reunimos nos hablan de hoy dando un rodeo por la historia.

Pero la historia del feminismo se ha presentado a menudo como una sucesión de «olas» que delimitan las organizaciones y las corrientes de pensamiento, como si cada una de ellas hubiera buscado corregir los atolladeros de las precedentes. Centrado en Europa occidental y América del Norte, este enfoque tiende a opacar las experiencias feministas (africanas, latinoamericanas, soviéticas, asiáticas, islámicas, caribeñas, etc.) que no se pliegan fácilmente a las categorías de una periodización así. No es ese su único defecto: este enfoque se adapta también a una visión lineal de las cosas que borra los contratiempos y que, en el fondo, no nos prepara para enfrentarnos a esa astucia del tiempo que tan bien conoce el feminismo: el retroceso, la bofetada de vuelta.

En un libro que se acaba de editar, La Forme-Commune[1], Kristin Ross muestra cómo las luchas campesinas en defensa de la tierra de las décadas de 1960 y 1970, que creíamos que estaban limitadas y encerradas en su época, se encuentran dotadas de un nuevo sentido por las batallas actuales contra la artificialización de los suelos y el acaparamiento de los recursos comunes. Algo parecido se juega sobre el terreno feminista. Las luchas contemporáneas en todo el mundo contra las violencias sexistas, la explotación del trabajo reproductivo que ha sacado a la luz la pandemia del COVID-19 y las políticas de signo fascista que apuntan indisociablemente a las mujeres y a las poblaciones más vulnerables confieren una fulgurante actualidad a determinadas luchas del pasado. La ambición de esta recopilación es poder recuperarlas, no como un archivo, sino como una fuente de inspiración viva, como momentos que determinan nuestro presente. Cultivar, como ha escrito Verónica Gago, «la facultad de volver a una época magnífica gracias a una capacidad colectiva de suscitar problemas, tocarlos y abrirlos de un modo que no implica de manera lineal solucionarlos».

Las autoras de estos textos tienen en común que escriben desde los feminismos y las luchas del Sur Global o en diálogo con estos. De ahí surge un método para pensar y practicar las vías de la solidaridad internacional, atento a los contextos locales y a las experiencias singulares de las mujeres, un método a partir del cual se hace posible construir un lenguaje común y ofrecer una «visión del futuro que hable no solamente a las mujeres sino a la lucha más amplia por la liberación humana y por la regeneración de la naturaleza», según las palabras de Silvia Federici. Veremos cómo opera a lo largo de estas páginas esa sorprendente capacidad de los conceptos y consignas feministas, así como de las militantes, para atravesar las fronteras que separan las décadas y los continentes. Eso constituye la potencia del feminismo, su capacidad para cambiar el mundo.

[1] Ed. cast.: La forma-comuna. La lucha como manera de habitar, Paula Martín Pons (trad.), Barcelona, Virus, 2024.

CAPÍTULO I

Sobre el deseo de teoría del movimiento feminista

Verónica Gago[1]

UNA LECTURA VELOZ DE LA SITUACIÓN

El ciclo de movilizaciones y organización feminista que empieza a nivel internacional en 2016 logra consolidar un ciclo de alza en los años 2017, 2018 y 2019. Las huelgas en Polonia y Argentina, que se lanzan en 2016, se anudan con movilizaciones que venían recién iniciando, como Ni Una Menos en Argentina en 2015, y toman un empuje mayor. Sostengo, incluso, que con la herramienta de la huelga se modifica su cualidad política, pasando un umbral organizativo. Para 2017, la fecha del 8 de marzo se convierte en una huelga feminista internacional con diversas formas de organización en decenas de países.

En ese trienio, entonces, que va entre el 2017 y el 2019, se escala un movimiento ya que: 1) se lanza y se afirma la huelga feminista de los 8 de marzo; 2) se expande el carácter internacionalista del movimiento, con un claro impulso desde el sur; 3) se anuda con campañas también internacionales por el derecho al aborto y 4) el movimiento feminista converge con dinámicas de protesta populares e indígenas en varios de los países de América Latina.

En ese trienio podemos ubicar lo que vengo leyendo como una combinación inédita para el movimiento feminista: la conjunción de masividad y radicalidad[2]. Ahí se ubica la singularidad de lo que puede caracterizarse como un ciclo que yo concibo, en su temporalidad, como apertura de un «momento» de sublevación generalizada. En ese sentido, me interesa señalar un conjunto de dinámicas que explican esa singularidad, que la hacen inteligible, sin depositar en ellas simplemente la idea de «causas». Las sintetizo de modo muy veloz, advirtiendo que, además, no constituyen un plano único.

Primero, desde el movimiento se logra una lectura de las violencias que, partiendo del propio cuerpo y territorios que se habitan, expande su conexión para hacer inteligibles las violencias institucionales, económicas, racistas y sexistas. Ese modo de lograr una lectura sistémica de las violencias desplaza el eje de las que son interpersonales y lo reubica en una clave estructural que, sin embargo, no deja de ser situada. Por eso mismo, porque parte de la experiencia y, desde allí, no se acota a una cuestión individual, esta lectura logra una comprensión práctica de las violencias del capital en su fase neoliberal. Lo cotidiano no es sinónimo de pequeño, sino que más bien relanza una crítica que profundiza la comprensión del momento de depredación capitalista que vivimos. Volveré sobre esto más adelante.

Segundo, esto permite una política de transversalidad en términos de alianzas, de construcción de problemáticas y demandas, pero también de transversalidad en la definición misma de la conflictividad social. Me refiero, de modo concreto, a producir política feminista para todos los espacios y ampliando la intervención feminista sobre cuestiones que no necesariamente se asociaban de modo directo a sus preocupaciones y campos de implicación: desde las pensiones a la propiedad de la tierra, desde la contaminación del agua a los programas de estudio escolares. No se trata de una suma o agregado de demandas, sino de la elaboración de cómo cada uno de esos ámbitos puede ser pensado de otra manera desde los feminismos y en qué sentido son espacios de afectación hacia donde el movimiento se ensancha. Esto tampoco se limita a un análisis teórico de tipo interseccional, sino a una composición política de luchas y un arraigo del feminismo en organizaciones existentes que trabajan estas temáticas. También volveré sobre este punto a la hora de las tesis sobre el deseo de teoría que quiero desplegar.

Tercero, el movimiento feminista logra producir política a nivel internacional y local, a la vez que conecta la política de masas en las calles con los cambios en las relaciones sociales cotidianas. Son dos cuestiones de escalas íntimamente relacionadas. Este es un punto clave para pensar en un proceso revolucionario en términos de mutaciones de los vínculos, capaz de incidir en las formas de organizar el trabajo, hábil para construir capacidades subjetivas para imaginar otros modos de vida y, a la vez, promover la intervención directa en la coyuntura de cada lugar. El movimiento feminista anuda micropolítica y macropolítica porque la experiencia enlaza geografías que hacen de los cuerpos y los territorios planos donde constatar los efectos de lo local y lo internacional, lo coyuntural, lo nacional y lo global. En este ciclo de movilizaciones reciente, se vive el internacionalismo –o lo que también llamamos la composición transfronteriza del movimiento– como un terreno propicio de su expansión, funcionando casi como un sistema de irrigación acuática que va abriéndose lugar.

LA PANDEMIA COMO FRENO DE MANO A LA REVOLUCIÓN FEMINISTA

La pandemia iniciada en 2020 y prolongada hasta el 2021, viene a cortar ese ciclo de alza de movilizaciones y luchas feministas. Sin dudas, no deja de ser llamativo el tipo de repliegue al que obliga, ya que parece calcar a contraluz lo que con fuerza el movimiento logró evidenciar y desorganizar como relaciones de obediencia, opresión y explotación.

Así, la urgencia dedicada a atender la reproducción social que desata la crisis de COVID-19 se traduce como confinamiento a los espacios familiares y domésticos. Esto impone, como tendencia, «deshacer» todas las desobediencias impulsadas en relación al cuestionamiento del hogar como espacio seguro, entendido en su marco heteropatriarcal. Los repliegues sobre los espacios de proximidad también tienen un efecto de segmentación clasista sobre la ciudad, impidiendo desplazamientos diagonales, transversales, que eran clave de la ebullición de alianzas transfeministas.

La imposición de mandatos de género con la urgencia de la crisis pretende cerrar la temporalidad de otra crisis: aquella abierta por el desacato de esos mandatos de cuidado atado a roles binarios de género. Pero, además, el paro feminista como herramienta del rechazo al trabajo no remunerado vuelve, a modo de boomerang, como intensificación de esas tareas. Y eso bajo el nombre de «trabajos esenciales», que ha llevado precisamente a primer plano ese trabajo que condensa las tareas realizadas por las mujeres, las lesbianas, las travestis y las trans, lxs campesinxs que practican una agricultura de subsistencia, lxs inmigradxs históricamente no reconocidxs como trabajadorxs y cuya capacidad de producción se desprecia. Han sido calificadas como esenciales las jornadas de trabajo infinitas, caracterizadas por una disponibilidad absoluta ante la urgencia, por la invención de recursos frente a la penuria, por el despliegue de saberes acumulados para afrontar las tareas cotidianas. Hemos visto cómo se aplicaba a gran escala a estas tareas y también a numerosos empleos relacionados con la reproducción social (de la educación a la sanidad, pasando por todas las formas del trabajo de cuidados, de la producción agroecológica y la escucha telefónica) la manipulación histórica que consiste en naturalizar el trabajo de reproducción, pero esta vez a cielo abierto y no solamente en el recinto cerrado del hogar. Mientras que, al mismo tiempo, hay un «regreso» al hogar bajo la modalidad en plena expansión del teletrabajo, de las tareas reproductivas y de nuevas formas de cuidado. La torsión es, de todos modos, más complicada. Se habla de trabajo, pero este parece dejar de serlo desde el momento en el que se le califica como esencial. Se le reconoce un valor, pero uno que parece derivar fundamentalmente del registro simbólico y del contexto de urgencia. Las mismas tareas fueron reivindicadas públicamente en la pandemia en términos simbólicos pero no remunerativos, denegando otro elemento fundamental de la huelga: la problematización del trabajo reproductivo como sinónimo de trabajo no pagado.

La novedad de la pandemia, entonces, ha sido experimentada en relación a un conjunto de cuestiones –sensibles, afectivas, políticas y conceptuales– que el movimiento feminista en estos últimos años ha logrado visibilizar, enmarcar, dar relieve. Con esto quiero decir que el marco de comprensión de ese acontecimiento excepcional no hubiese sido el mismo sin la presencia precedente de las luchas a las que nos referimos al inicio. En particular, la problematización del territorio concreto de la explotación del trabajo remunerado y no remunerado y las formas contemporáneas de privatización de la reproducción social. Ambas cuestiones han adquirido una relevancia singular como parte de las movilizaciones y las huelgas.

Luego, un segundo movimiento. Si la pandemia ha funcionado como un laboratorio para la reconfiguración en clave patriarcal y familiarista de los vínculos, desde el movimiento feminista se le ha opuesto una construcción de redes de sostén, infraestructuras de provisión colectiva y una apuesta por la des-domestificación de los cuidados. Se puede señalar en esas prácticas lo que Judith Butler (2022) formula como la pregunta ética de la interdependencia en la pandemia: «What makes a like livable is a question that implicitly shows us that the life we live is never exclusively our own, that the conditions for a livable life have to be secured and not just for me but for lives and living processes more generally»[3]. Esto mismo, argumenta, es impedido si la noción de «propiedad privada que describe mi cuerpo o presume mi individualidad es aceptada como metodología»[4].

Como referí al inicio, este ciclo ha logrado, por su masividad, hacer que las prácticas feministas se constituyan como un modo de extender los contornos de un cuerpo que se liga al territorio, inventando una lengua que habla de cuerpos-territorios para pensar la conexión entre crisis ecológica y la posibilidad de otras soberanías no propietarias (me refiero a la «soberanía alimentaria», por ejemplo, una reivindicación histórica de los movimientos campesinos).

La impugnación feminista del formato del individualismo posesivo como manera de entender el mundo tuvo en las experiencias organizativas, de movilización y de subversión de la cotidianeidad una fuerza enorme. Para repensar los cuidados, por ejemplo, al decir «no me cuida la policía, me cuidan mis amigas»; para comprender esa ampliación de la sensibilidad del cuerpo al asumir que «si tocan a una, respondemos todes»; o al dejar en claro que «no vamos a pagar la crisis con nuestros cuerpos y territorios». Son todos ejemplos en los que, de modo sencillo y poderoso, esa experiencia colectiva se hace saber y potencia.

En la pandemia, esa marca se sostuvo como clave de inteligibilidad de lo que estaba pasando. Es eso lo que permitió volver a denunciar la violencia doméstica en condiciones de encierro forzoso, pero también la violencia del desalojo, poniendo en el centro del conflicto a los hogares. Desde el colectivo Ni Una Menos, junto al sindicato de inquilinxs, lanzamos la campaña «La casa no puede ser lugar de violencias machistas ni de especulación inmobiliaria», involucrándonos en un modo de hacer visibles las denuncias de violencia que crecían en el momento de «encierro» pero también los modos en que al encierro se le hacía convivir con la amenaza de desalojo. La contra-metodología –en oposición a la metodología de la propiedad privada de la que habla Butler– fue una práctica sostenida de redes transfeministas durante la pandemia, capaz de hacer cuerpo colectivo cuando todo devenía invectiva de aislamiento como paradigma de seguridad.

Desde ahí pudimos volver a pensar las casas como lugar donde se practican nuevos cercamientos (enclosures): espacios de recolonización financiera para el capital, donde se han continuado acumulando deudas debido al aumento global de la energía, los alimentos y la vivienda. En un texto reciente, hemos identificado, junto con Luci Cavallero, cuatro dinámicas que se entrecruzaron y se introdujeron en los hogares argentinos durante la pandemia: 1) la subida del endeudamiento familiar debido a los bienes de primera necesidad, consecuencia de la restricción de los ingresos, pero también por la aparición de nuevas deudas (para los servicios públicos y las urgencias). 2) El aumento de la deuda de los alquileres (tanto para los alquileres debidos como el endeudamiento por no tener con qué pagar el alquiler) y la exposición en aumento a los desahucios debido a la acumulación de las deudas. Todo esto se conjuga con la intensificación de la especulación inmobiliaria (tanto en el mercado formal como en el informal), con el aumento de los alquileres (mediante la dolarización) y por la restricción de la oferta como consecuencia de las nuevas normativas introducidas por la nueva ley 27.551. 3) La reorganización y la intensificación de las jornadas de trabajo reproductivo (especialmente el no remunerado) y productivo dentro del mismo espacio. 4) La intrusión de la tecnología financiera (FinTech) en el seno del hogar, por la intermediación de los sistemas de pago por móvil, los monederos electrónicos y la banca online[5].

La pandemia, sin duda, ha intentado una maniobra de reprivatización, una suerte de «llamado al orden» de la ocupación callejera desde los feminismos y de reorganización de lo doméstico. De hecho, la conversión en «hogares-fábricas» (un término que podemos retomar de los años setenta pero ya sin el correlato de fábricas fordistas a su alrededor) que siguen estando sometidos a condiciones extraordinarias, incluso después de la emergencia de COVID.

Este continuum es un punto neurálgico para pensar la actualidad. La «salida» de la pandemia, de hecho, se produce en un nuevo escenario de empobrecimiento, en el cual América Latina tiene los récords[6].

En simultáneo, en ese bienio pandémico, la aceleración de la dinámica extractiva ha tenido un impulso en términos de concentración monopólica y brutalidad, continuada por la guerra y su agenda geopolítica. En nuestra región, el avance extractivista reorganiza el territorio a punto de fragmentarlo por zonas militarizadas y repartidas entre corporaciones.

Podemos hablar también de una guerra que ahora se despliega en el terreno de la reproducción social, como aquella que prolonga lo que parecían condiciones excepcionales de pandemia, permaneciendo más allá de ella.

Vivimos una alteración de condiciones concretas, materiales, de pauperización con las que compite la posibilidad de organización colectiva. Las organizaciones populares y feministas quedan obligadas a dar soluciones inmediatas, a seguir en un estado de «emergencia». Son así, de nuevo, confinadas a tareas de asistencia social urgentes. Los márgenes de tiempo y energía para el desborde creativo disminuyen en la medida que resolver la subsistencia cada vez lleva más esfuerzo.

La canalización de este malestar por el «desorden» de una vida cotidiana totalmente insecuritizada, de una reproducción social agredida, encuentra en los argumentos de las derechas un canal expresivo y de comprensión afectiva elocuente. Si el movimiento feminista señaló de manera contundente los efectos al ras del suelo de la violencia neoliberal y marcó el tipo de vínculo social que la hace posible, la respuesta a tal impugnación redobla las apuestas, pero parándose sobre esas mismas impugnaciones. Para ello, la pandemia ha sido el gran ensayo general. Propuso un repliegue de tipo familiarista, propietario y racista que disputa, palmo a palmo, lo que las feministas han descrito como el problema de la interdependencia. Así es como nos encontramos con la invitación a habitar la dependencia respecto a otros según esquemas de distribución racistas (quiénes merecen los cuidados y quiénes no los merecen), siguiendo una meritocracia propietaria (quién ostenta títulos de propiedad como una garantía de sus derechos) y siguiendo una visión moral y biologicista de los vínculos (en los que la familia heteropatriarcal queda restituida como la norma).

EL MOVIMIENTO FEMINISTA HABITADO POR UN DESEO DE TEORÍA

Se puede constatar, desde el inicio del ciclo de luchas al que refiero, que el movimiento feminista tiene otro rasgo a subrayar: está habitado por un deseo de teoría. Esto significa una necesidad vital, orgánica, de fabricar conceptos, de encontrar palabras, de ensayar maneras de narrar lo que sucede. Esto diferencia al movimiento feminista de otros movimientos sociales, donde muchas veces se repite el gesto antiintelectual como garantía de autenticidad de la experiencia.

Podemos constatar una proliferación de eslóganes, cantos, fanzines, grupos de lectura, libros y periódicos. Hay una cantidad enorme de debates, encuentros, seminarios, espacios de autoformación, cambios de programas en las universidades, etc. Todo esto es parte de una proliferación teórico-política que hace a una disputa específica: hacer que grito y concepto no sean elementos completamente separados. Que el «¡ya basta, paren de matarnos!» –que está al inicio de movimientos como Ni Una Menos– no quede solo en un grito de dolor, sino que se despliegue en términos de lucha, que incluyen términos tanto conceptuales como programáticos. No se trata de una oposición entre un grito que sería no-conceptual y una teoría elaborada, sino más bien otro desplazamiento: ese ya basta abre un campo de disputa teórica, narrativa y argumentativa que es crucial.

El prejuicio antiintelectual tiene una gran influencia entre intelectuales y militantes y ha logrado sedimentar una serie de lugares comunes que siguen operativos. Por ejemplo, la manida división entre pensar y hacer; entre elaborar y experimentar; entre comodidad y riesgo. Se trata, sin duda, de polos que concentran caricaturas: la abnegación militante por la práctica, como si estuviera despojada de ideas, y la adoración límpida del intelectual por el cielo de los conceptos, como si de una pura abstracción se tratara. A pesar de lo estereotipado de estas figuras, continúan marcando los confines de un mapa que, sin embargo, ha cambiado muchísimo. Considero que en este ciclo de movilizaciones masivas y radicales de los feminismos se ha producido una alteración en esa distribución sensible, conceptual, política. La cuestión, sobre el prejuicio antiintelectual, también puede plantearse al revés: cada vez que reemerge este binarismo (en su fórmula más brutal, quienes hacen y quienes piensan) podemos detectar una respuesta disciplinadora a un desplazamiento de la relación entre pensamiento y práctica. Por eso el antiintelectualismo, en lugar de ser un guiño hacia lo popular y la riqueza experiencial (como muchas veces se sobreactúa), es un llamado al orden y una confirmación de las jerarquías clasistas, sexistas y racistas.

Rosa Luxemburg (en 1906) llamaba «magnífica» a una época que «suscita problemas en masa y problemas inmensos»; por ser un momento «que estimula el pensamiento, que despierta “crítica, ironía y sentido profundo”, que excita las pasiones»[7]. Cuando me refiero al deseo de teoría del movimiento feminista entiendo la capacidad de volver a una época magnífica debido a una capacidad colectiva de suscitar problemas, tocarlos y abrirlos de un modo que no implica de manera lineal solucionarlos. Pero sí que produce la experiencia de formularlos, de ser parte de su redefinición, al punto en el que se experimentan los bordes de lo pensable y se eluden los atajos de otras fórmulas que parecen más resolutivas. Se reposiciona así una capacidad de «indocilidad reflexiva», para usar el término foucaultiano, como sensibilidad difusa que hace de la conceptualización una práctica ligada a la desobediencia.

Luego, ese deseo de teoría tiene que ver con la dinámica misma de inventar nombres y narrativas para lo que es necesario decir de otra manera. Sin duda, esta versatilidad con la lengua conceptual expresa una capacidad de hacer de la práctica una forma interrogativa, con marchas y contramarchas, ensayos y apuestas. No es casual, como decía bell hooks, que «la disposición feminista a cambiar de dirección cuando hacía falta ha sido una de las mayores fuentes de fortaleza y vitalidad de la lucha feminista»[8], también en otros momentos históricos. La intimidad con esa capacidad de lanzarse a hablar en una lengua nueva, de criticarse, de reabrir debates pasados, tiene que ver con la vitalidad de un movimiento que, en tanto se mueve, piensa. El pensamiento es, así, un atributo del movimiento. Agrega bell hooks que «nuestra teoría debe seguir siendo fluida, abierta, receptiva ante la nueva información»[9] para estar a tono con lo que cambia en nuestras vidas. Esa fluidez llena de espesor teórico al movimiento. Pero, además, quiero agregar que este ciclo del que hablamos, esa conceptualización, viene fuertemente impulsada desde el sur.

Aquí creo que hay otro punto interesante a destacar: una habilidad del movimiento para producir voces propias desde las cuales dialogar e intercambiar, tensionando la otra clásica distribución geopolítica entre quienes hacen pero a la hora de las narrativas aparecen enmudecidas o habladas solamente por gramáticas pre-existentes. La dimensión descolonizadora de la práctica teórica –como viene sosteniendo hace mucho tiempo Silvia Rivera Cusicanqui– es un desafío asumido por el movimiento feminista, que hace teoría desde la lucha, que no disocia movilización y concepto y que se apropia de textos e inventa términos para hacerlos conversar con las situaciones y coyunturas que nos atraviesan.

Este trabajo es también de territorialización de conceptos. Como propone María Mies[10], podemos tratar los conceptos como si fueran territorios. Eso implica que los conceptos pueden estar «ocupados». Asocio el deseo de teoría a las maneras en que el movimiento feminista se ocupa de liberar determinados conceptos. Hay una batalla en los terrenos del lenguaje y las pedagogías que tiene que ver con la apuesta del movimiento de producir textos colectivos. Textos capaces de pasar de las calles a las casas y de las casas a las calles, conformando una gramática no patriarcales, que burla las fronteras entre tales espacios.

Quiero insistir con que el deseo de teoría empuja una capacidad de enunciación y acción de los feminismos en lucha, que involucra un desafío de descolonizar la práctica teórica. Vuelvo a los tres puntos que planteé al principio como novedades de este ciclo, donde el anudamiento entre masividad y radicalidad involucra un deseo de teoría. Por un lado, esto se expresa en la necesidad de reabrir el debate colectivo sobre la violencia, sobre sus formas, lo cual supone tanto rechazar la lengua del crimen pasional y de la violencia interpersonal para instalar los femicidios como hechos políticos. También implica desenclaustrar la violencia doméstica del ámbito privado. Pero quisiera argumentar aquí aún más que se viene sistematizando una «teoría de la violencia» en la que los conceptos toman fuerza en las calles. Sin duda esto tiene múltiples mapas posibles.

Me interesa en particular como algo como la noción de guerra ha sido repuesta en el centro del análisis por la perspectiva feminista, habilitando una caracterización de la violencia contemporánea de modo sistémico. Tal análisis, en particular sobre las violencias femicidas, como individualización de la guerra, tiene dos características fundamentales: 1) traslada la noción de guerra a otra gramática de conflictividad y 2) renueva la necesidad de una teoría de la violencia sin ser desmovilizante ni victimizante. Con esto me refiero a cómo las luchas feministas recientes han producido un lugar desde el cual, simultáneamente, caracterizar la violencia neoliberal contemporánea sin abandonar el despliegue de una capacidad de acción política. Este modo de enhebrar una conceptualización de la violencia con formas de acción en las calles, en los barrios y en las organizaciones sociales, expresa la importancia del territorio teórico.

Considero que varias formulaciones feministas, a partir de la conceptualización de una guerra contra las mujeres, proveen un marco para comprender las que son de nuevo tipo, permitiendo leer también otras guerras. Reposicionar el término de la guerra para hablar del «estado de guerra permanente» contra ciertos cuerpos y ciertos territorios ha popularizado la tesis de Silvia Federici de hasta qué punto la devaluación de la vida y del trabajo reproductivo, migrante y campesino, impulsada por la fase de globalización contemporánea, moldea una violencia neoliberal que no ha sido subsumida en dispositivos de pacificación subjetiva ni se entiende solo en la clave de las sociedades de control[11]. Las «nuevas formas de la guerra», capaces de analizar la violencia contra el cuerpo de las mujeres y los cuerpos disidentes en relación a las economías del capital ilegal, como propone Rita Segato, renueva el léxico y también un pensamiento estratégico de una guerra que ya no es la de dos bandos claramente identificables en un único escenario de contienda. Raquel Gutiérrez Aguilar la ha caracterizado en relación a la agresión sistemática que se realiza contra las tramas de la reproducción comunitaria y comunal y su analogía con el ensañamiento hacia las mujeres y la naturaleza. En este sentido, también las maneras en que se vienen pensando las luchas antiextractivistas como guerra de conquista de territorios, desplazamiento de poblaciones, asesinato de líderes y lideresas de los conflictos, es una vía de acumulación de esta narrativa que pone la perspectiva de la guerra en filigrana[12].

Con esto quiero subrayar que las violencias neoliberales han sido puestas sobre la mesa como parte de un pensamiento sobre la guerra por un conjunto de debates feministas, que son alojados y escalados en la movilización de masas. Esa misma movilización es la que logró instalar que las violencias por razones de género son una clave estructural de una guerra en curso y una actualización de las variaciones acaecidas en la dinámica misma de lo que entendemos por guerra. Donde la experiencia de buscar una narrativa propia libera potencia de actuar, vemos efectivizarse el deseo de teoría como praxis.

LAS ALIANZAS QUE HACEN MOVIMIENTO

Señalé un segundo elemento del movimiento feminista al inicio de este texto: la capacidad de construir alianzas como una práctica política capaz de ampliar la definición e inteligibilidad de los conflictos. Las alianzas no siguen una lógica de consenso, sino de estrategia. Se construyen con un objetivo común. En ese sentido, son experimentos ligados a coyunturas políticas. Funcionan con esa temporalidad. Sin embargo, experimentar con una alianza, probar su eficacia, sentir vivamente la ampliación de posibilidades que despliega, hace de las alianzas un recurso deseable. En otras palabras, a menudo se consiguen porque hay memoria de lo que permitieron y ese es el primer paso para su materialización.

Las alianzas políticas, a diferencia de las fórmulas de pseudosolidaridad, se organizan en función de un problema compartido, cultivando una proximidad entre las diferentes luchas, a través de una evaluación consensuada sobre lo que debe priorizarse. Por lo tanto, son una tecnología política para determinar: 1) qué es urgente; 2) cuáles son los planes de intervención y 3) qué hoja de ruta dar al conflicto.

Las alianzas son las que permiten escalar los conflictos: proyectarlos, hacerlos saltar escalas, hacerlos audibles para muchxs, para alcanzar también lo que se determina como una victoria. Las alianzas inventan una composición que no deja fuera los intereses –y en ese sentido movilizan una inteligencia pragmática–, pero también construyen un plano común capaz de incluir otros posibles significados de pertenencia, compromiso y afectación.

Las alianzas que saltan los recorridos previsibles de un conflicto son lo primero que está en riesgo: por formas de financiación que nos segmentan, por dinámicas de fijación de una «agenda» específica, por cálculos electorales.

Las alianzas son formas concretas de pensar más allá del individuo o, más bien, de asumir la dependencia de los individuos con sus alianzas. Una alianza con el paisaje provoca una perspectiva antiextractivista. Una alianza entre vecinxs permite pensar en desfinanciar la vivienda. Una alianza entre estudiantes y trabajadoras de la economía popular permite crear una escuela comunitaria. Una alianza reunida en asamblea trans y no binaria permite liberar a una lesbiana que había sido encarcelada por defenderse. Una alianza permite que directorxs de hospitales públicos y abortistas autónomxs hagan efectiva una ley. Sin esas alianzas (estoy refiriendo a situaciones concretas del movimiento feminista en Argentina), tales hechos no sucederían.

Pero, en ese sentido, los conflictos preceden a las alianzas. Las alianzas surgen como confrontación y no como un cálculo a priori de suma de sectores. Por eso también la definición del conflicto depende de la alianza: la forma de definir y describir el conflicto forma parte de cómo se entiende este en función de lxs actorxs que intervienen. Por lo tanto, para construir alianzas necesitamos compartir un conflicto, al tiempo que ser parte de uno significa ser conscientes de cómo nos afecta.

Tejer alianzas transfeministas implica una acción política de producir proximidad con un conflicto desde la perspectiva de diferentes sujetos y colectivos. ¿Cuáles son las instancias en las que se están gestando esas alianzas? ¿Cómo pueden desarrollarse este tipo de alianzas? La respuesta es un trabajo duro, políticamente hablando. Se dedica mucho tiempo a organizar reuniones, asambleas, iniciativas, a trabajar duro juntxs para producir una definición común. En el trabajo de alianzas se genera una inteligencia colectiva, capaz de expresarse en consignas, de allí su autoría polifónica.

Aquí quiero asociar esta práctica de construcción de transversalidad también a un efecto de producción teórica. En dos sentidos: como lectura de la situación y como forma de síntesis en las consignas políticas.

LAS CONSIGNAS COMO INTELIGENCIA COLECTIVA

Señalé antes que las alianzas hacen movimiento. Esto es un modo de entender la composición concreta de una masividad que ni es espontánea ni descansa solo en pertenencias ya establecidas. Sus vectores de radicalidad se relanzan en la medida que, como quedó señalado, su capacidad de incorporar conflictividades se acrecienta. Agregué luego la posibilidad de detectar allí un deseo de teoría, capaz de hacer del terreno teórico un espacio estratégico y no delegable. Quisiera, finalmente, detenerme en las consignas que hacen movimiento, para recrear la hermosa formulación de Julieta Kirkwood, que hizo teoría feminista pensando en que un movimiento está hecho de preguntas[13]. Pensar en preguntas que hacen movimiento exhibe un procedimiento de análisis que pone la dimensión crítica e interrogativa como fuerza.

De las preguntas a las consignas hay una formulación estratégica. No porque las preguntas no la tengan. Más bien lo contrario: la forma interrogativa es estratégica, porque abre un horizonte. «¿Qué quiere el movimiento feminista? Reivindicaciones y razones» se tituló un panfleto de la Comisión Feminista 8M de Madrid, en 2019. Pero quiero señalar que las consignas son apuestas teórico-políticas para difundir hallazgos conceptuales de un movimiento.



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