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El pensamiento de Giorgio Agamben consiste en un dispositivo filosófico que plantea la exigencia de emancipación de lo constituido, pero sin generar una nueva constitución. Este contexto conceptual tiene como cemento la noción de «signatura», que justifica la tesis de la analogía entre lo arcaico y lo actual. A partir de ahí, despliega nociones como las de «homo sacer» o «nuda vida». El campo de concentración y la ciudad actual, o el estado de excepción de Hitler y Guantánamo, permiten así comprender tanto el pasado como el presente. La propuesta de Agamben incide en la catástrofe del mundo, en su pecaminosidad, de la que solo salvaría su propio dispositivo. Frente a esta visión apocalíptica, sostenida sobre un cosmopolitismo radical que no se deriva de los derechos del individuo, sino de nuestra condición genérica animal, este libro defiende la lucha por el derecho, que confía aún en las instituciones y en el papel crítico de la filosofía.
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Esta publicación ha sido realizada con el apoyo financiero de la Generalitat Valenciana. El contenido de dicha publicación es responsabilidad exclusiva de la Universidad de Alicante y no refleja necesariamente la opinión de la Generalitat Valenciana. Esta obra se integra en el conjunto de actividades de la Cátedra Paz y Justicia de la Universidad de Alicante.
MINIMA TROTTA
Serie Pensar la Justicia cosmopolita / Dirigida por Manuel Menéndez Alzamora
© Editorial Trotta, S.A., 2024
http://www.trotta.es
© José Luis Villacañas Berlanga, 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-262-8
Presentación
1. BIOGRAFÍA
2. ¿CÓMO SE CONSTRUYE UNA FILOSOFÍA?
1. Agamben como filósofo absoluto
2. El dispositivo Agamben
3. Grandes autoridades del dispositivo ontológico
4. El cemento metodológico del dispositivo: la signatura
5. El despliegue del dispositivo: Hannah Arendt
6. El despliegue del dispositivo: Carl Schmitt
3.HOMO SACER: FENOMENOLOGÍA Y ONTOLOGÍA DEL PRESENTE
1. Nuda vida
2. Nuda vida sin homo sacer
3.Homo sacer y bando
4. Mito y mundo desencantado
5. Hoy: los campos
4. LO IRREALIZABLE, LA JUSTICIA
1. Capitalismo como religión
2. Teología anárquica
3. Marx: la economía como secularización cristológica
4. Gloria y liturgia: la irrupción de la escatología
5. El misterio del mal
6. Valor de uso
7. La política estética de Agamben
8. Realizar lo irrealizable: la filosofía
A modo de conclusión
Bibliografía
Atenderé en esta presentación dos objetivos: primero, caracterizar la obra de Agamben de manera específica para los lectores de esta serie «Pensar la justicia cosmopolita»; segundo, explicar lo que se va a encontrar en este libro.
Una vez dijo Max Weber que un anarquista podía llegar a ser el mayor experto en la doctrina del Estado no a pesar de su toma de posición, sino precisamente por su toma de posición. Pues alguien que considere que el Estado es su enemigo ejerce su responsabilidad intelectual al conocerlo a la perfección. Sugiero que aquel aviso del viejo Max Weber se cumple a la perfección en la obra de Giorgio Agamben. La erudición de Agamben es mítica, como exponente de la gran cultura académica italiana. Por supuesto, conoce las fuentes fundamentales del pensamiento jurídico occidental, pero justo para situarse en una exterioridad radical respecto de él con poderosos argumentos. Si tuviéramos que traducir a los términos de esta tradición jurídica sus planteamientos, diríamos que Agamben defiende un cosmopolitismo radical que, sin embargo, no se deriva de los derechos del individuo, como en Maurice Hauriou, sino de nuestra condición genérica animal. La idea de una justicia brota en él de la idea de la vida unitaria: es una justicia viva, la que se hace al viviente y por la que vive el viviente. La suya no es la justicia del derecho ni la justicia de la ley. Para él, es como si la vida no tuviera necesidad de dar paso a la institución jurídica. Como puede suponerse, Agamben tampoco pertenece a la tradición de los filósofos del derecho como Hans Kelsen, que buscan afianzar un cosmopolitismo institucional por la vía de una reordenación jurídica de las relaciones internacionales. Tampoco necesita leer a Martti Koskenniemi para asumir que la filosofía de las relaciones internacionales no puede evitar la sospecha de desplegar un descarnado realismo de poder a la cómoda sombra de la utopía de una normatividad sin raíces y sin eficacia. La lógica del Estado, para él dominante, impide cualquier sentido profundo de normatividad. En este sentido, Agamben acepta como incuestionables los análisis de Carl Schmitt sobre soberanía, estado de excepción y amigo/enemigo. Al ofrecernos refinadas reconstrucciones biopolíticas de estas categorías, solo desea que perdamos toda esperanza en el Estado como actor productor de justicia.
Agamben es un autor que generacionalmente se puede entender como vinculado a la experiencia intelectual de los que vivieron Mayo del 68. Sin embargo, sus raíces intelectuales son más profundas y la arquitectura de su pensamiento más elaborada que la de aquellos que, instalados en la lógica de la naturaleza que había intuido Bergson, solo mostraban indiferencia hacia las cosas, confiados en la productividad infinita de la realidad. Agamben forma parte de otra tradición que no confía en la productividad de ningún actor, estatal o de cualquier otro tipo. La mejor forma de caracterizarlo es mediante aquella imagen poderosa que Max Weber propuso al hablar del acosmismo del amor. El cosmopolitismo y la justicia solo llegarán como consecuencia de ese acosmismo. La profunda indisposición de Agamben con el derecho tiene que ver con esta protección del orden de exclusiones que todo derecho alberga.
Por lo tanto, no cosmopolitismo a través del derecho, sino a través de la destitución del derecho. Esa sería su divisa. Por eso comparte a su manera la experiencia del 68, pero no para liberar la productividad del deseo, sino para abrir paso a la experiencia más profunda que no sirva de coartada a ningún actor mundano y, menos que a ninguno, al capitalismo triunfante. De esa experiencia brotó también el imperativo de no formar parte de ninguna capilla política, de ningún partido, y menos todavía de aquellas propuestas del sombrío Althusser que perdieron toda verosimilitud histórica en aquel Mayo. Conocedor profundo de las teorías de la modernidad, Agamben no se engaña acerca de la complicidad del Estado con el capitalismo y de la connivencia de las políticas migratorias con la necesidad de regular la mano de obra del sistema productivo. Todo esto tiene que ver con un régimen que regula las relaciones de inclusión/exclusión siempre al servicio de los privilegiados con estatutos jurídicos. Por eso, la matriz de su pensamiento es contraria a todo lo que tenga que ver con el Estado y el derecho. Da igual en qué latitud se encuentre. En uno de sus libros más breves, La comunidad que viene, no dudó en decir que allí donde se presenta el Estado no tardan en acudir los tanques. Hacía referencia a los acontecimientos de la Plaza de Mayo de Pekín, pero el lugar es lo de menos. La voluntad de Agamben es no dejarse engañar por ninguna apariencia mundana. Su tradición es propia de una metafísica que está al servicio de una mística.
Desde una perspectiva política tradicional, Agamben siempre quedaría del lado del anarquismo, pero de un anarquismo pensado desde Marx y su teoría del ser humano genérico. Lo que Agamben rechaza son las mediaciones políticas que la tradición marxista ofrecía para alcanzar este estado comunista final y desde luego ese oxímoron de la dictadura del proletariado. Agamben se tomó completamente en serio la tesis de Marx del ser humano como animal genérico y organizó toda una construcción filosófica para, a partir de esa base, realizar el estado comunista final de forma completamente al margen de cualquier mediación política, siempre capaz de producir los efectos más contrarios a la meta final. En esta operación, Agamben parece a veces renovar las tradiciones escolásticas de derecho natural, de justicia natural, de un catolicismo sin iglesia radical que, al apoyarse sobre el estatuto universal de la creatura, se reconcilia con el comunismo. Como he dicho, su experiencia de Mayo del 68 procede de otras fuentes y entre ellas la del inolvidable Pier Paolo Pasolini.
Por eso, todo lo que se pueda decir de su propuesta final tiene que padecer una forzada traducción a términos de la tradición jurídica; por eso, no podría ser considerado cosmopolita, sino mesiánico. Rechazaría el planteamiento cosmopolita porque sabía que, después de lo que él caracteriza como la ingenuidad de Heidegger, ya no se podía confiar en la cuestión de la polis. Heidegger habría sido el último pensador que creía poder rehabilitar algún sentido de la polis. El gesto continuista de Arendt, destinado a rehabilitar la república, Agamben no pudo compartirlo, y por eso sobre su crítica se levanta todo su pensamiento. Por lo demás, como he dicho, no aspira a la producción de un cosmos a través del derecho, sino justamente a incluir un mesianismo que es de naturaleza profundamente acósmica. Pero en esta voluntad de situarse más allá de todo pensamiento jurídico, Agamben es genuino y sincero, porque renueva poderosas tradiciones que nos acompañan desde la gnosis. Su erudición sin límites tiene que ver sobre todo con la reposición de esas tradiciones del pensamiento que culminaron en Walter Benjamin. De hecho, podemos caracterizar la obra de Agamben como el esfuerzo por dotar al mesianismo de Benjamin con la estructura metafísica del pensamiento de Heidegger. En este sentido, su mirada puede ser reconocida como una opción que siempre ha estado ahí, a la mano, fecundando la riqueza cultural de nuestro mundo. Este es el sentido de su voz y por eso no puede ser callada.
A continuación intentaré mostrar lo que encontrará el lector en este libro. Como todos los que se dejaron influir por la figura de Walter Benjamin, el sentido fundamental de la obra de Agamben reside en producir un pensamiento que no coopere en modo alguno en legitimar las realidades jurídicas y sociales existentes. La radicalidad de su obra en este sentido es extrema. Con su gesto, Agamben espera generar una brecha en la facticidad, de tal manera que no devenga compacta ni totalitaria. Por eso, él considera la descripción y conceptualización de esa facticidad jurídica, económica, social y cultural como una tarea central del pensamiento. Y por eso, su obra integra una dualidad. Se mueve en medio de la actitud realista de reconocer la facticidad, pero se niega a cooperar con ella. La conoce para dirigirla conceptualmente hacia su propia superación. Desde este punto de vista podemos decir que Giorgio Agamben pertenece a la tradición de la tarea crítica. La diferencia fundamental entre su obra y la de Theodor W. Adorno, por citar el ejemplo más notorio y cercano en radicalidad, reside en que, mientras que este realiza una obra de crítica negativa que entrega como un legado a la posteridad para cuando se den las condiciones de un futuro emancipador y revolucionario, Agamben hace de esa separación del tiempo presente una actitud definitiva. Esa separación nos instala en un tiempo mesiánico que debe despertar energías intelectuales destinadas a realizar la inoperatividad y dar comienzo a un modo de vida ajeno al Estado y su derecho. En su comprensión de las cosas, aquí se abre paso la manera de no cooperar con la facticidad, eliminar su pretensión de legitimidad y dar entrada a un nuevo modo de vida. La de Agamben es así la operación de una emancipación sin revolución externa, jurídica o política. Si bien hay muchas aproximaciones parciales a su producción filosófica, creo que esta tesis nos ofrece el sentido más general de su obra.
Aunque la escritura de Agamben es muy extensa —él no ha sido precisamente inoperante—, nuestro autor ha causado época en el pensamiento contemporáneo por su concepto de nuda vida, que constituye el centro de su magna opera, el proyecto completo de Homo sacer1. Este ensayo que el lector tiene en sus manos defenderá que este concepto de nuda vida, que alberga estratos visionarios y utópicos innegables, es importante para comprender el mundo contemporáneo como la época de la biopolítica. Al mismo tiempo, Agamben ha vinculado este concepto de nuda vida con el problema del homo sacer, una figura antropológica que procede de los estratos más arcaicos de la cultura humana. Este uso de una representación arcaica para identificar el presente forma parte muy central de la operación filosófica de Agamben, que en este aspecto también sigue el gesto de Theodor W. Adorno y el de buena parte de la cultura francesa contemporánea, desde Émile Durkheim a Gilles Deleuze, pasando por Marcel Mauss, Georges Bataille y Pierre Clastres2. Este ensayo mostrará tanto la fascinación que produce como la debilidad que alberga este movimiento. Todo el rendimiento filosófico del concepto de nuda vida, que es tanto la vida de aquellos desahuciados por los sistemas de protección estatal como la vida que debería servir de inspiración para instalarnos en el tiempo que resta, puede y debe obtenerse de modo independiente del concepto de homo sacer. En cierto modo, se trata de conceptos completamente diferentes, que debemos situar en planos heterogéneos desde todos los puntos de vista. Sin embargo, Agamben ha puesto especial empeño en construir un método de pensar que permita y asegure el movimiento de la unificación conceptual de ambos.
Por lo tanto, lo primero que encontrará el lector es un capítulo dedicado a la metodología. Sin embargo, este método de relación de conceptos, centrado en las nociones de paradigma y signatura, constituye para Agamben el territorio de la ontología. En él, método y ontología van de la mano. A eso dedicaremos el segundo capítulo de este libro. De haber separado el concepto de nuda vida respecto del concepto de homo sacer, Agamben tendría que haber alojado el concepto de homo sacer en el ámbito de la historia y haber dado cuenta de él de modo histórico, no ontológico. En estas páginas haré una crítica de ese método desde una comprensión de la historia de los conceptos, e intentaré neutralizar ese movimiento que vincula nuda vida y homo sacer, impugnando así la forma que Agamben desarrolla para estudiar las cuestiones políticas, sociales e históricas en las que vivimos. De este modo, en realidad cuestionaré el estatuto de eso que Agamben llama ontología y lo sustituiré por una historicidad social del capitalismo que sea capaz de explicar el concepto de nuda vida de forma no ontológica3.
Afortunadamente, el pensamiento de Agamben, de la mano del concepto de la nuda vida, va más allá del mencionado movimiento. Así, cuando habla del mundo contemporáneo logra ofrecernos conceptos que están fenomenológicamente apoyados, aunque no sean inmediatamente intuitivos. Toda esta valiosa fenomenología puede separarse de lo que él llama el nivel de la ontología. Quizá esta dirección descriptiva constituya el mayor mérito de Agamben, pues permite mantener una cierta explicación causal acerca de la cuestión de la nuda vida, el núcleo más sólido de su pensamiento. En esta etiología deberá ejercer una funcionalidad propia la cuestión del soberano, del estado de excepción, de los modos de exclusión y privilegio, de injusticia y la condición de emigrante que ha producido el capitalismo contemporáneo, esa época de la subsunción real, del sometimiento pleno de la vida social al capital, como lo ha caracterizado su amigo Antonio Negri. Con todas estas estructuras quiere romper Agamben para dar paso a esa forma genérica de vida propia del animal humano, poblador de una Tierra sin fronteras, lo que sería el equivalente a lo que desde otras tradiciones se llama cosmopolitismo.
El capítulo tercero analiza esta especie de sociología del capitalismo, y tiende a separar la cuestión de la nuda vida del asunto del homo sacer, distinguiendo lo que me parece fuertemente creativo respecto de lo discutible de su proyecto y mostrando que homo sacer es parte inseparable del politeísmo del mito, algo que no puede ser proyectado a la contemporaneidad. Al hacerlo, a pesar de las reservas que levanta una historia conceptual, Agamben sigue la radicalidad hermenéutica del mito llevada a cabo por Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Este capítulo tercero también mostrará, con Agamben, cómo la compacidad soberana del capitalismo es productora de nuda vida y así se comporta como el principal agente biopolítico, en un sentido que acaba con las ambivalencias que al respecto nos legó Michel Foucault. Agamben asegura, y esta afirmación es central en su pensamiento, que allí donde la nuda vida del emigrante, del exiliado, del internado en el campo de concentración, del habitante de los campamentos de refugiados, se impone como único valor del mundo contemporáneo, allí se están creando las condiciones para una biopolítica que estructuralmente, tarde o temprano, necesitará de la institución de los campos de concentración, los famosos Lager de la época de los nazis. Su argumento es que esta síntesis potencial —y ya a veces actual— de capitalismo y campos siempre será el efecto preferido de una soberanía y la función del Estado. Este punto es decisivo para diluir las ilusiones —fomentadas por Foucault y por el neoliberalismo— de que el presente ha dejado atrás la forma política soberana. Esta le sigue siendo tan necesaria al capitalismo como el primer día y es su agente mundano. La consecuencia es que, allí donde la vida se ha reducido a nuda vida, es muy difícil que se imponga, y mucho menos que se respete, el discurso de los derechos humanos. Frente a todos los discursos consolatorios, el soberano vigente no es funcionalmente afín con esa problemática. El portador de la nuda vida que instituye la soberanía no puede ser el sujeto de los derechos humanos, que es siempre una realización estatal. En la medida en que el mundo contemporáneo del capitalismo promueve una figura soberana excluyente, reduce toda la retórica de los derechos humanos a palabrería vacía. La aspiración final de la obra de Agamben es, sin embargo, avanzar a entrever un mundo en el que las promesas radicales de los derechos humanos puedan ser realizadas, aunque sin la mediación del derecho. Quizá un sentido alternativo de homo sacer ajeno a la soberanía, y una universalización de la nuda vida desde nuestra estructura animal genérica, podrían darnos una idea de ese otro futuro.
De esta manera, este libro acepta las tres conclusiones que extrae Agamben de su investigación (HSi 162), a saber: primero, que la nuda vida genera una zona de indistinción y de excepción, al margen de las dualidades básicas de la vida de la polis; segundo, que la prestación central del poder soberano actual es la producción de nuda vida de los excluidos; y tercero, que el campo es el paradigma biopolítico de Occidente, el que acogerá a esos excluidos, algo que viene haciendo desde el tiempo contemporáneo que se inauguró en 1933. Sin embargo, insisto en negar la equiparación de nuda vida y homo sacer. Este último concepto procede de un mundo atravesado por las potencias míticas, mientras que el concepto de nuda vida emerge en un mundo que se acredita en destruir toda posibilidad del trabajo del mito y en reducir al ser humano a la pura inmediatez de la vida biológica, para disponerla al encuentro inmediato y directo con los mundos técnicos de la vida que el capitalismo promueve. Nuda vida es el shibboleth para el ingreso al mundo técnico de la vida en la época de la subsunción real propia de la sociedad capitalista contemporánea. Esta es la peculiaridad y el poder del soberano anónimo del capitalismo, no de los poderes arcaicos politeístas. Aquí estaré siempre con Blumenberg.
Este hecho no es banal y permite hacer pie de forma sólida en mis críticas a Agamben desde una metodología de la historia conceptual. El soberano estatal, durante toda su historia, ha generado forma de vida, no nuda vida; ha impuesto sacrificios, cierto, pero esa imposición no pudo llevarse a cabo sin rituales y mitos, como ha mostrado Ernst Kantorowicz en su importante obra, que Agamben conoce muy bien. Es el soberano capitalista anónimo del presente, el propio de nuestro tiempo, el que ha abandonado esa dimensión mítica que requiere toda ciudad o Estado, el que ha abandonado la forma personal de la soberanía y se esconde en un anonimato que se entrega a la producción genérica de nuda vida, reduciendo toda forma de vida a aquella que se prepara como tabula rasa para la subsunción completa de la existencia al capitalismo. Este rito de tránsito a través de la muerte de toda forma de vida concreta no tecnificada ni mercantilizada presenta la funcionalidad de disponer toda existencia para la entrada en el escenario del mercado y de la producción de mercancías. Este procedimiento, que se rige por una economía de disminución de gastos y una racionalización ingente, es ciertamente afín a los poderes totales que en los campos nazis se presenciaron por primera vez. La diferencia reside en que, en el caso del capitalismo actual, esa erosión radical de las formas de vida, hasta dejar desnuda la vida, sirve a la canalización de la pulsión de placer y la producción de deseo a través de los dispositivos técnicos del mercado —pulsión que se experimenta subjetivamente como libertad—, mientras que en el Lager todo se administra económicamente con la vista puesta en la producción de muerte. Esa diferencia no es lo más relevante, sin embargo. Lo más relevante es que en uno y otro caso se juega solo con la pulsionalidad abstracta, la estructura básica de la nuda vida. Por eso, nuda vida es un concepto propio del capitalismo contemporáneo y no una categoría procedente de la ontología. No es esencial a todo soberano, sino al soberano actual anónimo y burocrático. Es así como este libro espera poder mostrar lo discutible de los planteamientos de Agamben sin despreciar nada de lo que en él resulta fascinante y utópico.
Por lo demás, una posición que asume los planteamientos mesiánicos de Benjamin no puede ser ignorante respecto de las dificultades que el mundo del derecho opone a la irrupción mesiánica. En realidad, Agamben es perfectamente consciente de este punto. El cuarto capítulo está dirigido a exponer el sentido de lo irrealizable. Sin embargo, aquí, una vez más, en las descripciones de formas de vida que han asumido el rango de apoyarse en la nuda vida y en la identificación de sus tradiciones, desde el franciscanismo a la mística sufí, Agamben muestra que lo irrealizable también afecta a la dimensión profunda del deseo humano y que, generación tras generación, ha sido pensado, perseguido, deseado, buscado. Aquí mostraremos el sentido de estas posiciones, que nos traen una idea diferente de justicia, de uso, de bien, de economía y de belleza, y por supuesto, de eso que podría llamarse cosmopolitismo acósmico. Por eso recordaré, para finalizar esta presentación, aquella frase con la que Weber ponía punto final a su Política como vocación, a saber: que solo se logrará saber qué es lo posible si una y otra vez no deja de intentarse lo imposible. La grandeza de Agamben está en ofrecer el pensamiento actualizado de eso que desde hace milenios el ser humano busca a pesar de que sea irrealizable.
1. La monumentalidad de la obra se aprecia en la edición integral de Homo sacer [1995-2015], Quodlibet, Macerata, 2018 [en adelante HS y página]. Cuando cito solo el primer volumen de 1995 aparece HSi y página.
2. «Solo quien reconoce lo más nuevo como lo mismo de siempre sirve a lo que sería diferente», dijo Adorno en 1942. Este principio caracteriza todo el pensamiento de Agamben. Cf. J. Maiso, Desde la vida dañada. La teoría crítica de Theodor W. Adorno, Siglo XXI, Madrid, 2022, p. 109.
3. Sigo así mis argumentos de Neoliberalismo como teología política, NED, Barcelona, 2020, sin los que este libro no puede realmente entenderse.
Aunque Agamben es bastante viajero, nunca se ha movido de su sitio. En este sentido ha vivido siempre como la hierba, fiel a su lugar. Su sitio es su escritorio, su estudio. Esa es la impresión que se sigue de esa especie de autobiografía que no es sino la biografía de su relación con otros que nos ha legado en el bello libro Autoritratto nello studio, editado en 2017 en la casa milanesa de Nottetempo. Si miramos su trayectoria vital debemos decir que nuestro autor nació en Roma, el 22 de abril de 1942, y se licenció en derecho con un trabajo sobre Simone Weil. Participó del círculo de Pier Paolo Pasolini en los años sesenta, fue amigo de la novelista y ensayista Elsa Morante y de la poetisa alemana Ingeborg Bachmann, de quien nos mostró una simpática fotografía en el ya citado Autoritratto. Luego de su dedicación a Heidegger a finales de los sesenta, marchó a París a inicios de los setenta, donde trabó amistad con Guy Debord, Italo Calvino y otros famosos intelectuales de los que hablaremos. Por este tiempo enseñó en la Universidad de la Alta Bretaña. En su periplo viajero fue a dar con el Instituto Warburg de Londres, y hacia finales de los ochenta y primeros noventa se vinculó al Collège International de Philosophie de París, donde conectó con intensidad con Jean-Luc Nancy y Jacques Derrida. Esta convergencia se aprecia de forma importante en su obra, como por ejemplo en La comunidad que viene.
Agamben fue durante mucho tiempo profesor en Macerata y Verona y finalmente en el Istituto de Architectura de Venecia. Sin embargo, eso no le impidió enseñar en otras instituciones universitarias de Estados Unidos, Alemania, Francia o Suiza. Inició una estancia frustrada en Nueva York, en 2004, que hizo abortar en protesta por las medidas sobre la emigración de la Administración estadounidense. Ha recibido el doctorado honoris causa de la Universidad de Friburgo y varios premios europeos. Su biografía es la de un académico de renombre internacional. Sin embargo, Agamben es mucho más, y eso es lo que debe mostrar esta mínima biografía, si quiere ser una vía de aproximación al sentido de su obra.
Al escribir su autorretrato, Agamben quiere producir la impresión de que, a pesar de todo ese movimiento de aquí para allá, él siempre ha vivido en su propio estudio, en su celda. Puede estar en Roma, en París, en Venecia o en otros lugares, pero siempre vemos el mismo scriptorium. Por supuesto, Agamben no es el primero en escribir una biografía que se funde y unifica con la realidad objetiva de una casa o un espacio habitado. Mario Praz hizo algo parecido en su bello libro La casa de la vida. Pero en el caso de Agamben, este desaparecer entre los objetos de su estudio, cuadros, fotos, pinturas, mesas, archivos, cuadernos y libros, es algo filosóficamente fundamentado y, sobre todo, se basa en una poética que va más allá de la memoria. Agamben lo interpreta como algo propio de nuestra condición de epígonos. Lo que fue una maldición para las generaciones que sucedieron a Nietzsche, para él se transforma en la condición humana. Con ella se reconcilia Agamben y en su prosa se deja ver una vibrante emoción hacia esos objetos humanizados, portadores de profunda vida, en la que vivos y muertos se dan la mano en una continua danza. Somos resultado de esa vida encarnada en objetos, huella de nuestras amistades, y eso es lo que registran en su caso las fotos e incluso la propia realidad del estudio, con frecuencia transmitido por amigos, como sucedió con el genial Giorgio Manganelli, o con Antonio Negri en París.
Debemos decir que las amistades de Agamben, esas que tejen su biografía, constituyen la flor y nata de la intelectualidad mundial de la segunda mitad del siglo XX, desde Heidegger a Derrida, desde Gershom Scholem a Nicola Chiaromonte, cierto; pero, al mismo tiempo, y como contrapunto, muchas veces esas personas le permiten a Agamben perseguir las huellas de los míticos pensadores del primer tercio del siglo XX, como Walter Benjamin y sus rivales, como Max Kommerel o Norbert von Hellingrath, o las de otros grandes como Hannah Arendt, que han ejercido una poderosa influencia sobre él. Pero —y en modo alguno es menos relevante— ese rico mundo de referencias internacional se engasta en un mundo cotidiano de personas quizá no tan conocidas para nosotros, pero que constituyen la densa red de una rica cultura nacional como es la italiana. No hablo solo de los grandes italianos de este siglo, desde Moravia a Calvino o Pasolini. Hablo de poetas, artistas, pintores, personas del teatro, italianos o residentes en Italia, que tejen una densa red de estímulos y que con su actividad ofrecen a Agamben un cosmos de percepciones rico y estimulante. Hay algo muy italiano en este cruce de genios mundiales y de creadores más sencillos. Aquí el aristocratismo de los espacios que habitó Agamben casa bien con la condición elitista de sus amistades, pero en todo caso se trata de un aristocratismo natural, sencillo, como se percibe en tantos lugares de Roma y de Italia. Del cruce de estos mundos ha surgido una empresa editorial como Quodlibet, fundada por sus discípulos en Macerata y que se ha convertido en una plataforma editorial del cosmos Agamben. En ese mundo hay que situar autores que son verdaderos arcana, como Etty Hillesum, la autora de un diario tan conmovedor como el de Ana Frank, cuyo destino compartió; o Joseph Rykwert, el gran teórico de la ciudad.
Podemos decir entonces que la biografía de Agamben consiste en esas relaciones humanas, en todos esos cruces en los que el autor se olvida de sí mismo, pero nunca se olvida de su obra. Por esas relaciones, a veces de gran influencia existencial, como sus encuentros con Martin Heidegger en 1966 o 1968, o su entrañable amistad con José Bergamín, su obra está caracterizada por esa concentración e intensidad que responde a su identidad con la vida misma. Bergamín no es el único español relevante en la vida de Agamben. También deberemos recordar a los pintores Ramón Gaya, a Paco López, a Antonio López, que lo acercaron a España de una forma que se transfigura siempre en la obra1, que no deja de mostrar una profunda afinidad electiva con esta tierra de místicos intramundanos y de su metamorfosis en pintores realistas2. Tampoco anda lejos de Agamben el mundo de al-Ándalus, con sus místicos sufíes. En realidad, Agamben es el único gran filósofo del siglo XX que se ha mantenido fiel a las grandes direcciones islámica, judía y cristiana del alma de Europa. Él sabe que eso se debe a su condición latina, sureña, mediterránea, tan diferente de la parte norteña de nuestro continente. Sobre esa experiencia ha construido su aspiración a un mundo sin fronteras, en el que el animal humano pueda gustar de cualquier forma de vida desde la potencia abierta de su zoê. Quizá por eso también su relación con España sea tan profunda. Cuando Agamben recuerda una noche de jaleo en Sevilla, en 1992, en medio de cantaores míticos como Pies de Plomo, no puede dejar de narrar su experiencia extática en analogía con las danzas de derviches que, en su caso, no supieron cesar de bailar internamente mientras cantaban.
Aunque alguien podría decir que Agamben es un refinado capturador de instantes, debemos recordar siempre que de esas contemplaciones emergen las visiones que pasan a sus textos mediante elaboradas estructuras metafísicas. Si cree, con Esther Hillesum, que el alma siempre tiene doce años, es porque Agamben mira el mundo con esos ojos y conserva una penetración especial para hallar el ángulo desde el que las cosas producen admiración. Pero, en medio de estas experiencias decididamente poéticas, su pequeño gran mundo se forma de nombres que van desde Simone Weil, que le inspiró Homo sacer, a Guy Debord, el autor de La sociedad del espectáculo, o a Yan Thomas, un jurista entregado al derecho romano, cercano del importante Pierre Legendre, cuya finalidad también era mostrar la imposibilidad de cumplir la divisa vitam instituere, de articular la vida a través del derecho. La vida como una realidad que alberga un continuo excedente frente al derecho unió a estos amigos. En medio de todo, las amistades parisinas, con Toni Negri a la cabeza, que le dejó su apartamento; o con Pierre Klossowski, que lo impactó con Un si funeste désir o La vocation suspendue; y con Nancy, con quien tanto lo une, como ese profundo elemento de cristianismo, y del que se distanció a partir de los años noventa.
Agamben nos ha desvelado sus arcana en este autorretrato biográfico en que desgrana los elementos de su estudio. No ha dejado de mencionar a los más oscuros y desconocidos, como el surrealista René Crevel, o los inimaginables, como Alfred Jarry, junto con los más evidentes, como Hermann Melville, el último gran teólogo calvinista. Con ellos ha vivido en una mística de la lectura como forma específica de amor, y es aquí donde se cumplen todas las condiciones de lo que llamará «el tiempo que resta» en uno de sus más bellos libros. La lectura es la garantía de situarse en un «presente imaginario» fuera del tiempo cotidiano. Con todos esos elementos en juego, con Agamben no se está nunca seguro de haberlo comprendido siempre del todo. Ese efecto es buscado, no solo para evitar lo que confiesa, que él no quiere tener discípulos; sino porque la comprensión no es necesariamente la mejor experiencia de un texto o de un autor. El lema de Agamben, que resulta también un muro de resistencia a la apropiación, es que no solo hay que comprender lo que un autor ha entendido, sino justo aquello que no está claro para él. No hay otra forma de hacerlo que identificando lo que no está claro para nosotros. Procuraremos en el texto que sigue cumplir este lema.
Sin embargo, y como ya he dicho, hay algo en esta autobiografía peculiar que debe ser rescatado a toda costa. Se trata de la profunda inserción de Agamben en la cultura italiana. Si la obra de Agamben es una frontera siempre de paso entre filosofía y poética, podemos asegurar que la dimensión italiana es muy importante para descifrar ese elemento poético. Creo que lo que ha hecho de él un autor mundial es la capacidad de mirar la producción filosófica clave del presente desde la poderosa tradición cultural italiana. Lo digo no solo por la presencia continua de Dante, o de San Francisco de Asís, sino por la capacidad de anclar en contemporáneos como Giorgio Caproni, que para Agamben expresa la ruina de la sociedad italiana de los últimos años setenta y el anhelo de una forma anárquica instalada en un tiempo sin tiempo, un motivo muy central de su pensamiento. «Todo / resta ahora tal cual / nunca lo hube dejado», dice uno de sus versos, un pequeño ejemplo para demostrar la convergencia de Caproni con la obra filosófica de Agamben. Podríamos invocar muchos más y tendríamos que ir desde la poesía a la filología, con la presencia rotunda de Giorgio Pascuali, el gran autor de Storia della tradizione e critica del testo, que puso su firma en el manifiesto antifascista de Croce y que junto a Émile Benveniste es una influencia decisiva; o a la epistemología, con Enzo Melandri, el estudioso de la analogía, tan relevante para Agamben en un libro del que pronto hablaremos, Signatura rerum.
Con todos estos elementos, Agamben ha compuesto la realidad que domina en esa alegría general que habita en el estudio, esos cuadernos de notas, de comentarios, de citas, que suman más de treinta volúmenes y que constituyen el germen de su obra publicada. Aquí, en estos cuadernos escritos a mano es donde el estudio se vuelve scriptorium y donde Agamben deposita el fruto de su vida. «El secreto de un escritor está encerrado en el espacio en blanco que separa los cuadernos del libro», ha dicho. Estos cuadernos, que recuerdan las meticulosas anotaciones de Walter Benjamin y que, como en el caso del maestro berlinés, también capturan las exquisiteces de la cultura filosófica mundial, constituyen el signo y la marca de esa corporación caracterizada por mantener una forma de vida, la forma della ricerca, y de hacerlo en una fuga sin fin, pues infinita es la investigación. Ahí encontramos la expresión de la pasión que mantiene frenada la impaciencia de la pulsión de muerte, eso que Agamben llama estilo, y que de forma tan visible atraviesa su obra entera. Hermano de esa impaciencia frenada, no es un azar que Benjamin sea una fotografía central en su estudio. De incalculable ha calificado Agamben su deuda con la obra del alemán, de quien además ha dicho que es la única que de verdad quisiera continuar, y eso porque ha pensado la vida de tal manera que el futuro no tenga derechos sobre ella.
Ahí reside la contraposición esencial de Benjamin con aquel grupo de poetas que formaron el Stefan George-Kreis, que aspiraba a purificar la Tierra desde un concepto adecuado de Alemania, aquella Alemania secreta que Furio Jesi, otro arcanum de Agamben, estudió con suma atención. Pero si volvemos a Benjamin, de él habló Agamben en términos de haber logrado una intimidad tan mágica, que casi llegamos a valorarla como su reencarnación. La historia de su relación con Blumenthal, el amigo de Benjamin, y con Scholem, o la persecución detectivesca de manuscritos y cartas de Benjamin, es la propia de un amnésico que quisiera recuperar la noticia de su vida. Todo este componente presenta una intensidad tal que permite comprender la autoconciencia de Agamben de traerse entre manos algo importante. Su voluntad última, por mucho que utilice a veces el arsenal de Heidegger, no es otra que reconstruir las percepciones de quien ofreció al mundo la renovación del mesianismo.
Y en verdad, Agamben ha sabido exponer ese comunismo mesiánico inmanente al mundo y a la vida con toda la fuerza especulativa de quien conoce a fondo desde las tradiciones neoplatónicas al mundo gnóstico, como ese Evangelio de ese san Felipe que Pasolini, con toda penetración, le hizo representar en su gran obra sobre la vida de Cristo según san Mateo; desde los místicos sufíes a los franciscanos; desde los averroístas a Spinoza. Todo ese arsenal, sin embargo, está puesto al servicio de una crítica radical del derecho, del Estado, de la economía, de la Iglesia y de la teología.