Neoliberalismo como teología política - José Luis Villacañas - E-Book

Neoliberalismo como teología política E-Book

Jose Luis Villacañas

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Beschreibung

En este libro Villacañas nos brinda una honda reflexión sobre el auge y caída del orden neoliberal. Lo hace a través de un estudio panorámico del pensamiento de Christian Laval y Pierre Dardot, y aporta un valioso enfoque personal al leer sus contribuciones desde las bases teóricas que las hacen posibles: la historia sociopolítica de Europa, la filosofía de Jürgen Habermas y el seminario de Michel Foucault El nacimiento de la biopolítica. Villacañas nos permite pensar el neoliberalismo no solo como una racionalidad que ha estructurado el mundo en los últimos cincuenta años, sino como una teología política que implica el advenimiento de una nueva revolución civilizatoria integral, una nueva etapa de la humanidad en que el único contenido formal de la subjetividad es la interiorización casi pulsional de las reglas naturales de la economía liberal.

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© José Luis Villacañas Berlanga, 2020

Corrección: Marta Beltrán Bahón

Cubierta: Equipo Ned ediciones

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2020

Preimpresión: Ned ediciones

eISBN: 978-84-18273-02-5

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida al amparo de la legislación vigente.

Ned Ediciones

www.nedediciones.com

Indice

Prólogo

1. Habermas y el sentido epocal de la respuesta neoliberal

2. El nacimiento de la biopolítica

3. La experiencia de Europa

4. Neoliberalismo como teología política

Una definición

El tiempo de la aceleración y de la totalidad

Foucault sobre neoliberalismo: gubernamentalización y biopolítica

Neoliberalismo y el final del eón del Estado: bloques y globalización

Interludio teórico: Foucault, pensador de la hegemonía

Neoliberalismo: poder imperial y gobierno pastoral

Viejo y nuevo puritanismo

Neoliberalismo y comunidad de salvación

Formación de medio y aspectos antropológicos del cuidado de sí neoliberal

5. Teología política y ontología del presente

Temporalidad originaria y latencia

Capitalismo, mundo de la vida y naturaleza

Crisis

Vidas precarias

Terror

Terror público

6. Común

Post scriptum

«Sería más correcto decir que la política ha sido, es y seguirá siendo el destino, y que lo único que ha ocurrido es que la economía se ha transformado en un hecho político y así se ha convertido en el destino.»

Carl Schmitt, El concepto de lo político

Alianza Editorial, p. 105

Prólogo

Este libro brota de la lectura de algunas de las obras principales de Pierre Dardot y Christian Laval. Ahora bien, esa lectura ha sido acompañada de un curso más amplio de inquietudes y estudios que, aunque no se invoquen explícitamente aquí, constituyen el campo de reflexiones desde el que me he acercado a la obra de estos dos importantes pensadores franceses. Por eso, aunque este libro incluye una exposición de sus tesis principales, también es un diálogo con ellos. Se trata entonces de una obra cooperativa que busca hacer pie en las ideas de Dardot y Laval para ofrecer un argumento que, a pesar de todo, espero tenga cierta impronta personal. Leer la obra de Dardot y Laval es algo que todo lector tiene a su disposición. Mi aproximación busca ofrecer un encuadre relativamente original de los aspectos fundamentales de su pensamiento. Original aquí no quiere decir que afecte a la exposición retórica, sino a la voluntad de ofrecer un tipo ideal del neoliberalismo que pueda ser reconocido en su coherencia lógica e ideológica. Por supuesto, la clave de todo reposa en un diálogo subterráneo con Foucault que no siempre podrá ser explícito. Puesto que nuestras miradas sobre este autor son algo diferentes, es lógico que nuestras posiciones finales sean relativamente distintas. Excuso decir que mi aproximación a Foucault es un poco más crítica que la de Dardot y Laval, y eso se refleja en mi interpretación de sus propias posiciones.

En el pensamiento de Dardot y Laval distinguiré cuatros aspectos fundamentales. El primero —que no atenderemos en este libro— trata de la historia del neoliberalismo y sus relaciones con el ordoliberalismo. Es una temática puramente histórica que ha sido desplegada en la primera parte de La nueva razón del mundo.1 En ella, Dardot y Laval analizan y despliegan los planteamientos de Foucault en El nacimiento de la biopolítica2y dedican gran atención a la historia del neoliberalismo y su relación con el ordoliberalismo. Puesto que he abordado este asunto de manera bastante crítica en otras publicaciones, no lo repetiré aquí.3 Dejar fuera de nuestra mirada en la medida de lo posible esta cuestión puramente histórica nos permitirá centrarnos en las otras tres cuestiones, que son más relevantes para nuestro presente. La primera tratará de la experiencia de la Europa contemporánea y se centra en la cuestión de si realmente ha cedido completamente a la ideología neoliberal. La fuente principal de esta problemática se halla en el capítulo «Los orígenes ordoliberales de la construcción europea», del libro ya citado La nueva razón del mundo, aunque serán muy relevantes las consideraciones que Laval expone en su libro en solitario Foucault, Bourdieu et la question néolibérale.4 Opino, sin embargo, que para abordar la experiencia de Europa debemos ser conscientes de que el neoliberalismo respondía a una coyuntura mundial, crítica para el capitalismo, como fue la de la década de los años 1970. Nadie como Jürgen Habermas ofreció el diagnóstico de esta crisis en su Problemas de legitimidad del capitalismo tardío, un libro publicado en 1973. Por eso, antes de ir directamente al asunto de Europa, analizo con cierta atención el diagnóstico de este libro, porque lo considero fundamental para entender el significado epocal de El nacimiento de la biopolítica, un curso impartido en 1978-1979. En cierto modo, esta primera cuestión analiza el pasado del neoliberalismo y su espectacular triunfo intelectual. El segundo tema es el intento de definir lo que sea el neoliberalismo, como dispositivo de dominación y gobierno del ser humano actual. Aquí abordaremos sobre todo el capítulo 9 de La nueva razón del mundo y la exposición de Foucault que se hace en el libro de Laval que compara su pensamiento con el de Bourdieu, publicado en 2019. Así que la segunda cuestión estudia el presente del neoliberalismo, al menos hasta la crisis de 2008. La tercera cuestión nos habla de nuestro futuro, de las alternativas al neoliberalismo, de la construcción de lo común tal y como lo entienden Dardot y Laval en el libro dedicado a este asunto,5 así como en algunas reflexiones extraídas de entrevistas a los dos autores.

Las tres cuestiones están íntimamente relacionadas, como se puede apreciar con facilidad. En mi opinión, y para comprender bien el argumento, debemos identificar la experiencia desde la que se habla. Esa experiencia es la evolución de la idea de Europa y sus políticas económicas dentro de la nueva fase de mundialización que se inició en los años setenta del siglo pasado. Por eso vamos a abordar primero esta cuestión. De ella se deriva la tesis fundamental del pensamiento de Dardot y Laval: que la actual Europa —a diferencia de la original— se ha construido desde un esquema neoliberal por la influencia decisiva de Alemania en su formación. Esta posición les permite continuar la tesis de Foucault según la cual el ordoliberalismo, sobre el que realmente se organizó la República Federal de Alemania y la Unión Europea, no es en nada diferente del neoliberalismo, desde su origen. Creo que este argumento apunta a una conclusión verdadera que se deriva de una premisa teórica cuestionable. Ordoliberalismo y neoliberalismo son dos corrientes de pensamiento bastante diversas, tanto como lo eran la economía clásica de la economía británica y la escuela histórica de la economía nacional alemana. Sin embargo, el ordoliberalismo ha perdido oportunidades de dirigir la vida europea en una economía mundializada y altamente dependiente del capitalismo financiero. Sobre este hecho se funda la idea de que la hegemonía neoliberal es una realidad indiscutible, al menos hasta la crisis de 2008. Para hacerle frente se nos propone una idea de lo común desplegada en un libro monumental. Dada la breve extensión de mi libro, conviene que pasemos sin demora al primer punto. Como ya he dicho, trata del éxito del neoliberalismo y para dotar de relevancia a la experiencia europea necesitamos una pequeña introducción de la mano de Habermas sobre el problema central del capitalismo mundial tal y como se veía en 1973, un lustro antes de El nacimiento de la biopolítica.

1. Dardot, P.; Laval, Ch., La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2015. En adelante, citado como nrm.

2. Foucault, M., El nacimiento de la biopolítica, fce, Buenos Aires, 2007. En adelante, nb.

3. Véase José Luis Villacañas: «Ordoliberalismo. La ultima neutralizazione», en Filosofía política, 2019.

4. Laval, Ch., Foucault, Bourdieu et la question néolibéral, La Découverte, París, 2019. [Trad. cast.: Foucault, Bourdieu y la cuestión neoliberal, Gedisa, Barcelona, 2020].

5. Dardot, P.; Laval, Ch., Común: ensayo sobre la revolución en el siglo xxi,Gedisa, Barcelona, 2018.

1 Habermas y el sentido epocal de la respuesta neoliberal

No obtendremos una buena explicación de la diferencia entre la época del fordismo, el industrialismo y el americanismo —que fueran la base productiva del Estado del bienestar— por un lado, y la época neoliberal por otro, si no investigamos por qué esta última alcanzó suficiente cristalización en determinado momento, de tal manera que pudo ser detectada por Foucault en su libro fundamental de El nacimiento de la biopolítica. Antes de él ya era intensa la percepción de una crisis de la gubernamentalidad capitalista alrededor de los años 1970, aunque todavía no aparecía con claridad aquel régimen que habría de sustituir al que regía desde 1945. Fue Habermas el primero que habló de problemas de legitimidad del capitalismo tardío hacia 1973, en un claro diálogo con la obra del teórico social Niklas Luhmann. Sólo después desplegó Habermas una «teoría de la evolución social»6 como base de su teoría de la sociedad en la que resaltó la escisión entre sistemas sociales y mundo de la vida como reserva extrasistémica sobre la que fundar variaciones de legitimidad y de motivación a partir de una ética reflexiva, normativa y discursiva. Sólo desde ahí podría brotar una solución al problema de la legitimidad del capitalismo tardío, un asunto que le venía a recordar a Luhmann que por debajo de los sistemas seguían existiendo los seres humanos y sus necesidades de comunicación, valoración y motivación. En el proyecto teórico general de Habermas, esos problemas de legitimidad podrían encontrar solución en el marco de una compleja teoría de la acción comunicativa. Para mostrar su necesidad, Habermas partió de un concepto de crisis7 que concernía al «capitalismo regulado por el Estado», y que elaboró a partir de la teoría de sistemas: crisis es ante todo la experiencia de un sistema cuando su probabilidad de superar problemas es menor que sus exigencias de autoconservación. Por eso dijo ante todo que «las crisis son perturbaciones que atacan la integración sistémica».8

Habermas era consciente de que este punto de partida le obligaba a aceptar la terminología de la teoría de sistemas y distinguir entre subestructuras fundamentales que implicaban autoconservación y otras que permiten variabilidad. Sin embargo, la teoría de sistemas le parecía parcial. Él todavía sentía la vieja necesidad de atender la diferencia clásica entre sujeto y objeto y consideró que se podría hablar de crisis real sólo cuando a este proceso objetivo sistémico se añadiese la experiencia subjetiva. Cuando «los miembros de la sociedad experimentan los cambios de estructura como críticos para el patrimonio sistémico y sienten amenazada su identidad social, entonces podemos hablar de crisis».9 En suma, crisis era una perturbación de la racionalidad objetiva y subjetiva a la vez, algo parecido a lo que Antonio Gramsci podría haber llamado crisis orgánica.10

En suma, en la crisis, los problemas de estructura deben experimentarse como problemas de identidad y por eso afectan a la integración social. Es por ello que en las crisis entra en escena el horizonte anómico. No sólo se desintegran estructuras sociales, sino psiquismos y comunidades. Al no aceptar la crisis como un mero fenómeno de conciencia, ni como la alteración de una mera objetividad observable, Habermas intentó desplegar una teoría de la experiencia de la crisis que fuera diferente de la mera ideología de la crisis. Como toda experiencia, ésta debía afectar a la relación sujeto/objeto. El sistema debía percibir la crisis como disminución extrema de las posibilidades de autogobierno, pero la opinión pública debía percibirla como desintegración social amenazadora. Así se captaba el vínculo frágil entre integración sistémica e integración social, entre racionalidad objetiva y subjetiva, entre capitalismo y democracia, entre institución y mundo de la vida, entre facticidad y potencial validez.

Como se recordará, la aproximación de Habermas tenía una condición. Para él, la integración social se realizaba en instituciones con sujetos hablantes y actuantes, y por eso argumentaba que estos seres humanos enraizaban en aspectos del mundo de vida estructurados por símbolos y valores. Así, Habermas organizaba un desplazamiento que iba desde la estructura sistémica, entregada al autogobierno y la adaptación, hacia el mundo de la vida, con sus valores y simbologías, con sus evidencias y presupuestos, entregado a la integración. El primer elemento, la adaptación, podía ser automático, autopoiético y sin la intervención de seres humanos; el segundo no. Un elemento limitaba al otro: la integración sistémica ofrecía un límite de la integración social y establecía de forma coactiva funciones de dependencia; la integración social era un suelo para hacer tolerable la integración sistémica, que asumía unas coacciones que el sistema no analizaba en su valor normativo. La reactivación de esta normatividad correspondía en exclusiva a la discursividad reflexiva que pudiera brotar del mundo de la vida reforzando los sistemas de integración.

Ante la presión del «imperialismo conceptual» de Luhmann, que pretendía absolutizar el aspecto coactivo de autogobierno —incluyendo en él también todas las «pretensiones de validez constitutivas para la reproducción cultural de la vida», como si éstas estuvieran al mismo nivel que el dinero, poder e influencia—, Habermas aceptó este dualismo para, en el fondo, establecer conexiones entre condiciones materiales y estructuras normativas. El supuesto de base era la firme creencia en el futuro de la democracia, futuro en el que el mundo de la vida podría dar lugar a reflexiones capaces de atemperar y dominar el propio soporte sistémico con el que se atendían sus condiciones materiales. Este asunto formaba parte de la teoría de la evolución social que se negaba a asumir los negros presagios de Marx y de Weber sobre la alienación completa y automatizada del soporte material y productivo de la vida social. El mundo de la vida, a pesar de todo, no se disolverá en el despliegue de la subsunción real capitalista11. Si se lograban conectar los dos aspectos del sistema social, los sistemas sociales con el mundo de la vida, se podrían ajustar sus límites, de tal manera que se pudiera regular la vida histórica de la sociedad y apreciar la continuidad histórica en el paso de un sistema social a otro, su transformación o su relevo. Por eso, para Habermas era necesario analizar el problema en el contexto de su «sentido histórico». Su función era mostrar los grados de variabilidad de los patrones de normalidad que una sociedad podía soportar sin perder su patrimonio histórico.

Nadie puede ignorar el valor filosófico de esta aproximación, y la invoco porque, al identificar las aspiraciones de una época que todavía pretendía controlar las exigencias sistemáticas del capitalismo, nos permite plantear el problema de nuestro presente con claridad. Su pregunta básica era: ¿cuándo experimentamos como sistema social un margen de variación normal, de tal modo que podemos vernos dentro de la evolución social normal de una formación históricamente asentada?; o ¿cuándo hemos dejado escapar nuestro patrimonio de identidad y ya hemos entrado en otro momento evolutivo? Por supuesto, Habermas estaba interesado en una regulación normativa de la evolución, algo que nosotros ya no tenemos tan claro. Sin embargo, podemos seguirlo en un trecho y recordar aquellas grandes aspiraciones que surgían del viejo vínculo entre teoría y praxis, con su pretensión de intervenir racionalmente en la historia de la totalidad social. La posibilidad de dilucidar aquellas preguntas pasaba por comprobar las relaciones entre el subsistema donde reposaban las estructuras normativas, los sistemas de estatus, las formas de vida culturales, los dispositivos simbólicos que marcaban la identidad y la integración social, con las instituciones políticas del sistema de poder y las económicas del sistema del dinero que marcan el gobierno.12

En suma, se trataba de hallar criterios de variación del cambio estructural, de tal manera que nos permitieran declarar la identidad o no de una formación social y evitar el momento anómico. Para ello se usaba el paradigma marxista de principio de organización, que señalaba los límites de los principios sistémicos coactivos, autogobernados, burocratizados y altamente automatizados, y que influían de modo no completamente claro en los arsenales normativos. De este modo, Habermas no sólo reconducía a nuevos planteamientos sus viejas distinciones clásicas entre teoría y praxis, sino también sus análisis marxistas. Pero a diferencia del marxismo, que establecía una conexión fuerte entre sistema económico y sistema ideológico, Habermas defendía una autonomía de esferas, de tal modo que «la variación de los patrones de normalidad está limitada [no por la infraestructura productiva, sino] por una lógica del desarrollo de las estructuras de la imagen del mundo, que no se encuentra a disposición de los imperativos de incremento de poder».13 Haciendo pie en Husserl, Habermas identificaba la reserva de sentido del mundo de la vida como impenetrable a los sistemas autopoiéticos. De este modo, traducía la vieja dualidad entre sociedad civil, por un lado, y poder sistémico del Estado, ampliado con los poderes de regulación económica propios del capitalismo, por otro, a la nueva dualidad de mundo de la vida y sistemas autogobernados.

En realidad, conservando los ecos de sus viejas aproximaciones a Freud, Habermas mostró de forma clara que esas estructuras de imagen del mundo, enraizadas de forma inconsciente en el mundo de la vida, estaban en una relación paradójica con las estructuras sistémicas coactivas. Habermas desplegó esa paradoja con un argumento que mostraba la diferencia entre la apropiación de la naturaleza exterior mediante la producción, y la apropiación de la naturaleza interior mediante estructuras simbólicas. Mientras que la primera, con la racionalización objetiva, disminuye la contingencia de la naturaleza exterior, la segunda presentaba una «individualización creciente» de la naturaleza interior, que «inmuniza a los individuos socializados contra las decisiones del centro de autogobierno diferenciado».14 Esto es: Habermas mostró la tensión del sistema social completo (relación entre sistemas de gobierno y sistema de integración) bajo condiciones de capitalismo avanzado regulado por el Estado: cuanto más se dominaba genéricamente la naturaleza exterior, más exigencias de individuación planteaba la naturaleza interior, más resistencias elevaba el individuo singular ante el gobierno. Era la tensión que Luhmann no quería ver.

Aunque este análisis olvidaba las aproximaciones de Marcuse al hombre unidimensional, Habermas pensaba, de forma coherente, que sólo una individualización psíquica atravesada por la dimensión normativa, anclada en un mundo de la vida intersubjetivo, permitiría desplegar en el individuo una relación adecuada con el autogobierno, no meramente negativa, reactiva o inmune, de tal manera que no hiciera estallar la paradoja en un brote anómico de crecientes divergencias imparables. Las exigencias de individuación creciente podrían ser atendidas en los sistemas de integración dependientes del mundo de la vida, de tal manera que no se dirigieran contra los sistemas de gobierno. De este modo, el mundo de la vida, reproduciéndose, no nos llevaría a una crisis evolutiva, sino que estaría en condiciones de regular sus relaciones con el sistema de gobierno, sin volverse de espaldas, romper o cuestionar su legitimidad. Por supuesto, pronto estas esperanzas quedaron defraudadas por la impronta de los estudios culturales que inspiraba la aproximación posmoderna. Estos estudios activaban aspectos del mundo de la vida, pero por lo general resultaron ajenos a todo sentido de normatividad universalizante. En este sentido, no hacían sino inmunizar frente a los sistemas autogobernados.

En suma: frente a la opinión de Luhmann, los psiquismos eran a la vez ambiente y elementos del sistema. Si no se gobernaban de manera apropiada, mediante renovación interna del mundo de la vida, entonces amenazarían el sistema desde dentro, retirando la confianza o desafiando al autogobierno. Si se dejaba la sociedad sólo como estructura de producción, autogobierno y poder; si se abandonaba la atención reflexiva al mundo de la vida con voluntad normativa y no sólo con pretensiones identitarias, afectivas o sentimentales, como querían los estudios culturales, entonces nada impedía reforzar la capacidad que tienen los individuos de inmunizarse frente al poder, convertirse en completamente ajenos a sus intereses, generar una impoliticidad despectiva, cuando no una explícita insubordinación, y finalmente excluir de su motivación cuál fuera la suerte evolutiva de los sistemas autogobernados del Estado y la economía. Como vemos, el libro de 1973 era una respuesta al fenómeno que había estallado en 1968 en París y en otros sitios del mundo, a un lado y otro del Telón de acero, una insurrección que implicaba la voluntad decidida de la juventud de no aceptar sacrificios a favor de los sistemas estatales en lucha por la hegemonía mundial de una humanidad dividida en bloques.

Habermas mismo se concentró en la cuestión de la inmunidad frente al Estado y el Capital y fue él también quien, en su teoría evolutiva, propuso que tras el capitalismo de organización fordista, industrial y americanista, debía pensarse el momento poscapitalista y posmoderno.15 De hecho, su aspiración era «explorar las posibilidades de una sociedad posmoderna» atravesada por un principio de organización nuevo, capaz de atender exigencias de individuación no contradictorias con sistemas de gobierno. A diferencia de los que pronto se llamarían posmodernos, Habermas pretendía lanzar una continuidad normativa entre lo que ya consideraba dos etapas evolutivas irreversibles. Sin embargo, todo su esquema teórico se basaba en una diferencia entre el aprendizaje no reflexivo y el reflexivo. Su voluntad era enlazar claramente el mundo de la vida prerreflexivo, el aprendizaje reflexivo y la acción comunicativa capaz de integrar los elementos discursivos, intelectivos, expresivos y volitivos de los seres humanos, para convencerlos responsablemente de la necesidad de controlar sus aparatos burocratizados. Aquí se dejaba ver al discípulo de Husserl, que mostraba cómo el mundo de la vida debía tornarse reflexivo y someterse a las exigencias de normatividad universal, y con ellas autorregularlo en su mantenimiento, desarrollo y despliegue. Como se vio en su magna obra Teoría de la acción comunicativa, de 1981, ese proyecto podría definirse como una reedición de la ética de la responsabilidad weberiana, mejorada en su impresionante aparato filosófico. La finalidad era, en todo caso, forjar un sujeto capaz de no caer en la paradoja de un despliegue del psiquismo que tuviera consecuencias anómicas respecto a los sistemas de gobierno.

Pero esto era sólo un lado de la cuestión. La aspiración de Habermas era ciertamente de naturaleza utópica y consistía en apreciar si el capitalismo había pasado a ser una «formación social poscapitalista que dejó atrás la crisis como la forma en que transcurre el crecimiento económico».16 Esto implicaba preguntarse si el capitalismo tardío podía «emprender una autosuperación por vía evolutiva»,17 de tal manera que evitara la presencia ominosa de las crisis. La duda era razonable y urgente, puesto que si no era así, si no se avanzaba hacia una solución consciente de la paradoja, se trataba de saber si, por el contrario, esta crisis que ya se vislumbraba con claridad podría impedir toda acción política dirigida a fines de autopreservación del sistema social completo y más bien produciría una disfuncionalización anárquica con alto potencial anómico,18 como había mostrado Mayo del 68. Eso podría amenazar mundos de la vida organizados sobre las vivencias básicas de la democracia. Habermas parecía creer en 1973 que la tendencia a la crisis quizá podría superarse con ayuda de unas ciencias sociales autoconscientes de su propia historia y función. En todo caso, con crisis o sin crisis, era urgente reelaborar el psiquismo de forma reflexiva y asentada en el mundo de la vida, de tal modo que el individualismo inmunizador altamente contagioso no fuera el topo del sistema, bien por sus actitudes revolucionarias, bien por su indiferencia apolítica. En ambos casos, los efectos podían ser destructores. Por mucho que el sistema protegiera el flanco objetivo de la crisis, debía proteger el flanco subjetivo de la misma.

Mientras en París la deconstrucción desmontaba la propia base huserlliana de su filosofía, Habermas jugaba contra el tiempo construyendo un sistema de gran estilo para el que, una vez acabado, apenas habría lectores. Para garantizar este juego complejo de instancias sistemáticas entre acción comunicativa e instrumental, se debían mantener límites ciertos en ese terreno de juego común en el que se cruzaban los dos ámbitos del sistema social completo. Esos límites y ese terreno quedaron fijados por Habermas en el equilibrio ecológico, el equilibrio antropológico y el equilibrio internacional. Era el lugar en el que todavía los seres humanos eran seres humanos, no seres sistémicos. Ahí la adaptación no sería automática. Sin ordenar esos tres espacios, el ámbito del mundo de la vida peligraría y el ámbito sistémico saldría despedido hasta lo infinito, imponiendo un sistema de control en escalada que pondría en riesgo la democracia. Por eso, los límites en esos terrenos implicaban también límites al crecimiento del sistema dinero y del sistema poder. Habermas no desplegó el auténtico problema; a saber, si con esos límites el principio organizativo podría seguir siendo el capitalismo. ¿Era posible el capitalismo tras reconocer que el sistema productivo ha de atenerse a límites insalvables en el ámbito ecológico, antropológico e internacional?

El dilema era crucial, pues si no se respetaban esos límites pronto se romperían los equilibrios capaces de evitar una crisis sistémica y una situación anómica completa. Aquellas preguntas no se formularon entonces, aunque estoy convencido de que era el as en la manga de Habermas en su vieja lucha contra el capitalismo, dictada por su fidelidad a la Escuela de Frankfurt. En todo caso, sólo así, ganando tiempo mediante compensaciones y equilibrios capaces de mantener estables aquellos tres ámbitos, superando una amenaza de crisis sistémica en ciernes, el problema del capitalismo tardío podría centrarse en atender la paradoja que antes apreciamos: una naturaleza externa controlada que tendía a producir una naturaleza interna amenazante, la paradoja que ya habían definido Adorno y Horkheimer en Dialéctica de la Ilustración. Por supuesto, la pregunta última, la de si un capitalismo capaz de aceptar sus límites no estaba ya transitando a otra cosa, no fue planteada. El sometimiento del capitalismo a la regulación del Estado —vigente en el Estado del bienestar— parecía inducir la creencia de que el capitalismo aceptaría una imposición adicional tan dura. Ésta era una ilusión óptica.

En todo caso, debemos insistir en algo importante. En 1973 tenemos ya apuntado el diseño de la nueva época del Antropoceno, pero en un sentido más integral: por aquel entonces ya se comprendía la necesidad de limitar la huella entrópica tanto en la naturaleza y en el medio ambiente, como en el psiquismo y en los equilibrios antropológicos, lo que implicaba limitar el crecimiento y poner límites a la escala de la hostilidad en las relaciones internacionales. Incluso bajo ese escenario, el problema central, ya atisbado por Freud, era que «para [conocer] los límites de saturación de los sistemas de personalidad no existe señal unívoca».19 El psiquismo no tiene pauta objetiva de normalidad ni de objetividad. Esto significaba que la condición más frágil y difícil de cumplir de todo el escenario habermasiano se alojaba precisamente en el sistema psíquico. En términos freudianos, hoy podemos decir que la capacidad de hacer funcional la neurosis e incluso la psicosis es casi ilimitada. Los sistemas autogobernados siempre encuentran elementos psíquicos en los que apoyarse, ya sea pulsiones sádicas, masoquistas, paranoides o delirantes. Los límites de la Tierra y el equilibrio ecológico era un factor objetivo para Habermas, por mucho que él todavía no tuviera a la vista, como nosotros ahora, la existencia de un estado ecológico entrópico y catastrófico. El equilibrio internacional parecía disponer de una situación estable en 1973 con una Guerra Fría contenida. El psiquismo y sus complejas dependencias del mundo de la vida era sin embargo una variable indomable.

Fue entonces y sobre estas bases cuando Habermas expuso su tesis fundamental: «Discierno un límite, sin embargo, en el tipo de socialización mediante el cual los sistemas sociales han engendrado hasta hoy sus motivaciones de acción».20 Ésa había sido hasta ahora la prestación tradicional y fundamental del mundo de vida. De él partían, por caminos imprevisibles y sobreentendidos de integración social, los motivos de actuación. Por eso se consideraba necesario mantener el mundo de la vida en su estructura básica comunitaria, y Habermas por ello se entregó a la meritoria tarea de mostrar su necesidad, protegerlo y describirlo, en un proceso en el que era acompañado en silencio por el trabajo teórico de Hans Blumenberg, quien desplegaba el mismo problema con un detalle central innovador que Habermas no percibió. Blumenberg, en efecto, siempre creyó que los elementos de la técnica intervienen en las alteraciones del mundo de la vida y que por tanto éste sufre sacudidas, ajustes, transformaciones y recomposiciones en las que también debería implicarse una fenomenología general del tiempo presente. El mundo de la vida no sólo se despliega por integración, sino también por tecnificación. En suma, no había posibilidad de extraer la técnica de los mundos de la vida, y este hecho generaba importantes consecuencias psíquicas que Habermas no analizó.

Resumamos: la crisis como experiencia vivida podía ser evitada bajo dos condiciones: primera, si se lograba la preservación del mundo de la vida y sus sistemas de integración; además, y segunda, si se alcanzaban los límites productivos en atención a la Tierra, al psiquismo adecuado a un equilibrio antropológico, y a las relaciones internacionales, junto con sus consecuencias, de tal modo que los problemas derivados de esa limitación pudieran ser compensados por renovaciones simbólicas de la identidad individual. Éstas deberían producir motivaciones capaces de hacer que el singular humano pudiera caminar en el mismo sentido de autolimitación que propondrían los sistemas de autogobierno. Esto significaba que la madurez psíquica de la población, dotada de estructuras reflexivas democráticas, acompañaría el cambio del sistema productivo en el sentido de reconocerse limitado en su dominio de la naturaleza. Eso iba a implicar un cambio de relación con el propio psiquismo, ahora entregado al aprendizaje reflexivo. Parecía claro que sólo un sujeto capaz de limitar su entropía psíquica podría limitar la entropía ecológica. Pero sobre todo, se requería de un sujeto capaz de dotarse de motivaciones prácticas de un modo que ya no pudieran venir dadas o supuestas por los procesos de integración prerreflexivos del mundo de la vida tradicional. Habermas parecía pensar que el mundo de la vida ya sólo se renovaría conscientemente y reflexivamente en las sociedades postradicionales. No comprendió que esto era un imposible filosófico en el que Blumenberg no habría caído nunca. En general, este trabajo del psiquismo debía generalizar las conquistas del psicoanálisis, del trabajo de sí, sustituyendo la comunicación con el analista por la ética discursiva de la acción comunicativa, una especie de improbable práctica psicoanalítica social que jamás podría configurar un nuevo mundo de la vida.

Habermas no pudo dejar de percibir que todavía era posible una segunda opción que neutralizara a su manera la amenaza de un psiquismo completamente inmune a las exigencias disciplinarias de los sistemas de autogobierno. Pues, en efecto, se podía llegar a la situación siguiente: que la capacidad de autogobierno del sistema poder y capital aumentase considerablemente si las instancias decisorias fueran capaces de proclamarse independientes de todas las motivaciones de los miembros del sistema, autonomizarse de ellas, elevarse a incuestionadas y trascendentes. En suma, eso sucedería si se perdía el horizonte democrático republicano. Hasta ahora esto no sucedía porque, bajo el Estado social de derecho, se conectaba el sistema de gobierno, poder y dinero con el mundo de la vida por medio de la democracia, de la publicidad, de los valores de libertad y justicia, asociando así gobierno y motivación. Al margen de esta situación, los análisis de Habermas dejaban entrever una tercera opción que se seguiría luego, la del aumento de una gobernanza no democrática pero inicialmente no desconectada de las motivaciones de los miembros del sistema. Para Habermas ésta era una solución imposible. Todo lo que podía contemplar era la opción inspirada por Luhmann de sistemas autogobernados que ignoraban la existencia de seres humanos en su automatismo. Sin embargo, fue la que acabó ofreciendo alguien como Hayek.

Sin embargo, Habermas pensaba que mientras estuviera vigente una huella del mundo de la vida, la motivación por socialización era inevitable, y la lealtad ante decisiones sistémicas inmotivadas muy problemática. En condiciones de mundo de la vida compartida, el vínculo entre el individuo y las instancias de autogobierno no podría dejar de estar producido por la creencia en la validez de las decisiones, por su conexión con las motivaciones de una ciudadanía democráticamente organizada. En suma, el problema se planteaba en términos de las categorías de legitimidad weberiana, el concepto clave que daba título al libro de Habermas, el punto frágil de todo sistema político, aquel en el que este tiene que conectar con las creencias y valores de los dominados. Para que se pudiera abrir paso esa otra opción a favor de una gobernanza sistémica, desprendida y separada de motivaciones democráticas, y al mismo tiempo se reclamara y obtuviera la adhesión de los sistemas psíquicos, se necesitaba modificar la forma de socialización, destruir la vieja función del mundo de la vida y romper la identidad de sistemas culturales compartidos y sus últimos entornos y argumentos normativos. Por supuesto esa condición negativa es la que impulsaron con fuerza los estudios culturales y sus políticas fragmentadoras de las identidades particulares. La condición positiva era, sin embargo, encontrar un modo diferente de socialización. El candidato más obvio era el mercado. Como por aquel entonces pensaba Blumenberg, con ello no se tenía que abandonar el mundo de la vida, pues este en el que vivíamos era ya un mundo de la vida tecnificado en el que el mercado jugaba con evidencias prerreflexivas poderosas.

Justo éste fue el camino emprendido en aquellos días de 1970 por el neoliberalismo. Para lograr el nuevo equilibrio, las motivaciones del singular para actuar deberían estar exentas de normas necesitadas de justificación, brotar de estratos ajenos a la reflexión y lejanos del mundo de la vida tradicional y sus arsenales simbólicos y culturales. Las estructuras de personalidad no tendrían que ser interpretadas en una compleja socialización comunitaria reflexiva y normativa para garantizar el soporte motivacional. Por supuesto, esto podría ser compensado con ofertas de identidad muy poderosas y sublimadas, que ofrecían los estudios culturales, pues no era imaginable que la subjetividad quedara saturada con los motivos canalizados por el mercado. Este paso positivo, que escapaba a las previsiones de Habermas, sólo podría abrirse camino mediante una colonización del interior del psiquismo alrededor de un núcleo que, a priori, no necesitara ni elaborarse ni reproducirse en sistemas comunicativos, sino darse por supuesto en todos ellos. Ese núcleo de colonización del psiquismo debería ser estructuralmente el mismo que aquel que regía la acción de los sistemas de autogobierno liberados de la democracia, los propios del sistema capitalista, el principio del dinero y el mercado, y el sistema de poder convergente con él. Ésta fue la premisa del Homo economicus y la mirada que le hizo decir a Thatcher que la economía era un método, pero que el objetivo era el alma. Cuando el proceso estuviera concluido, la aceptación de decisiones de la gobernanza podría estar garantizada sin estar democráticamente apoyada. La inmunidad del singular ante los sistemas de autogobierno, superada. Las previsiones anómicas alejadas. Cubiertas por ese principio común a su gestión y al nuevo principio del sistema psíquico volcado al mercado, sus decisiones podían presentarse inmotivadas, pues estarían ajustadas a la única motivación trascendental, la propia de la mirada del Homo economicus.

El problema final lo planteaba así Habermas: ¿en las sociedades del capitalismo tardío se imponía ya la disolución de la organización comunicativa de la conducta?21 Si era así, se podría eliminar la crisis de legitimidad tan pronto se eliminara la necesidad de la motivación. Se asumía la inmunización de los sujetos respecto de los sistemas políticos, en tanto se disolvía la cuestión de la legitimidad, pero a pesar de ello se producía orden. Como se ve, todo el problema venía a reposar sobre el tratamiento de la motivación. Habermas pensaba descubrir la roca firme de su apuesta: puesto que no contemplaba otro camino para la motivación que la socialización, y no veía otro camino disponible para la socialización que la participación reflexiva en el mundo de la vida, le parecía contradictorio que la motivación viniese ya ofrecida como parte de los sistemas de autogobierno que de este modo garantizaban la aceptación de sus decisiones. Se olvidó el componente técnico que travesaba ya los mundos de la vida y la capacidad que tenían de hacer emerger técnicamente de ellos (no comunicativamente) la motivación suficiente para la aceptación a priori de las decisiones de gobernanza. En suma, era pensable una ocupación absoluta indirecta del psiquismo por el a priori del mercado, del dinero y del poder, en la medida en que se avanzara hacia una ocupación directa del sujeto por la técnica organizadora de mundos de la vida postradicionales. Este camino entre Habermas y Luhmann era difícil, pero se abrió paso. En realidad, resultó como si los diseñadores del neoliberalismo hubieran leído a Habermas. Él, enfrascado en contestar el rutilante sistema especulativo de Luhmann, no se dio cuenta. Alemania ponía la teoría sociológica que observaba la realidad, pero la práctica innovadora se abría paso en América. El esfuerzo de Habermas de conectar con la otra América, la de Dewey, la del pragmatismo, la de la democracia, no prosperó. La inteligencia de las elites de América ya estaba entregada al austríaco Hayek. Europa así comenzaba una experiencia que resultaba opaca al último gigante de su filosofía clásica.

6. Para una introducción a esta problemática aparentemente weberiana, véase J. L. Villacañas, «Racionalización y evolución: teoría e historia de la modernidad en la obra de Habermas», en Daímon: Revista de Filosofía,1989, pág. 177y sigs.

7. Para otras teorías de la crisis, véase J. L. Villacañas, «Crisis: ensayo de definición», en Vínculos de Historia, 2013, pág. 121-140.

8. Habermas, J., Problemas de legitimación en el capitalismo tardío,Cátedra, Madrid, 1999, pág. 21.

9. Habermas, J., op. cit.,pág. 23. Las cursivas son mías.

10. Gramsci, A., Quaderni del carcere,Giulio Einaudi Editore, Turín, 1975. Gramsci habla de crisis orgánica, por ejemplo, en el Cuaderno 13, §23. [Trad. cast.: Cartas desde la cárcel, Veintisiete Letras, Madrid, 2010].

11. Esta resistencia permitió diferenciar la posición de Habermas de la de Antonio Negri. Para un análisis de esta última posición, véase mi trabajo «Algunas tesis sobre soft-power y subsunción real», en Miguel Corella, Metáforas de la multitud. En torno al pensamiento de Antonio Negri,Lengua de Trapo, Madrid, 2019, págs. 49-81.

12. Habermas,J., op. cit., pág. 29.

13. Habermas, J., op. cit., pág. 38.

14. Habermas, J., op. cit., pág.38.

15. Habermas, J., op. cit., pág.44.

16. Habermas, J., op. cit., pág.65. La cursiva es mía.

17. Habermas, J., op. cit., pág.78.

18. Habermas, J., op. cit., pág.79.

19. Habermas, J., op. cit., pág.83.

20. Habermas, J., op. cit., pág.83.

21. Habermas, J., op. cit., pág. 85.

2 El nacimiento de la biopolítica

Lo que Habermas no percibió, lo vio venir Michel Foucault. Aunque el propio Foucault confesó que estaba influido por la Escuela de Frankfurt, es difícil pensar que hubiera leído Problemas de legitimación en el capitalismo tardío para la realización de su curso de 1978-1979 dedicado a El nacimiento de la biopolítica. Por supuesto, Habermas no es un argumento central en él. Sin embargo, ambos libros están conectados de forma misteriosa, tanto que uno viene a responder al otro. El neoliberalismo, ésta es mi tesis, debe ser entendido como la solución temporal a los problemas de legitimidad del capitalismo tardío tal y como los planteaba Habermas. Visto en perspectiva, podemos decir que la propuesta neoliberal fue la huida hacia adelante para evitar el siguiente paso regulativo del capitalismo, el de imponer aquellos tres límites ecológico, antropológico y geoestratégico trazados por Habermas. Esa huida rechazaría las tres condiciones que veía Habermas centrales para transitar a un principio organizativo resistente a las crisis, a una limitación de los sistemas de autogobierno.

Primero, al firmarse el nuevo pacto entre Mao y Nixon, se desarticulaba de manera profunda el equilibrio de las relaciones internacionales basado en la bipolaridad de los bloques occidental y soviético. En realidad, aquel pacto tenía la específica finalidad de vencer a la urss. Segundo, al imponer al sistema psíquico una motivación a priori desde el mundo de la vida tecnificado a través del mercado y el dinero, se superaban los límites que los sistemas de socialización clásicos ofrecían a la formación de motivación y se esquivaban los procesos de comunicación basados en la ética discursiva. Al separar al ser humano de estas estructuras normativas, y al despreciarlas desde los estudios culturales, nadie podía garantizar el equilibrio antropológico que buscaba Habermas. Tercero, las dos decisiones anteriores implicaban un proceso de acumulación, capitalización e industrialización de China, ese traslado de Adam Smith a Pekín que dijo Arrighi,22 algo que no se podía hacer sin superar todos los límites de explotación de la naturaleza, manteniendo una insensibilidad al control de la huella entrópica como motivo de actuación. Por supuesto, este hecho era electivamente afín con la creciente formación de universos virtuales como ámbitos donde podían habitar infinitos objetos de motivación, con los que absorber el desequilibrio antropológico que hacía del sistema psíquico desbocado el verdadero motor del sistema productivo. Todo esto se podía llevar adelante insensibilizando al sujeto frente a las coacciones del poder propio de la gobernanza, inmunizándolo más bien respecto a todo contagio de rebeldía e introyectando en él un profundo apoliticismo. Al impulsar estas tres innovaciones a la vez, el neoliberalismo estaba en condiciones de ir más allá del capitalismo tardío en el que pensaba Habermas, regulado por el Estado y sus sistemas de equilibrios, cuya última instancia implicaba una concepción democrática. Esto es lo que se apreció cuando Foucault valoró el neoliberalismo como el final de la época de la economía política, siempre centrada en las viejas relaciones entre Estado y capitalismo mediado por una ciudadanía nacional.

Pero aunque apreció el asunto central, el libro de Foucault, curiosamente, no estuvo en condiciones de medir la novedad del proceso que pretendía describir ni de otorgarle la profundidad epocal que Habermas, en la tradición marxista de los grandes relatos, podría adscribirle. En la medida en que Foucault se implicó de una forma excesiva en ver al neoliberalismo en la línea de los liberalismos históricos, como heredero de las viejas batallas por la naturaleza de las cosas, propias de la fisiocracia y el ordoliberalismo, no pudo ver que estábamos ante una revolución civilizatoria integral, una nueva etapa de la humanidad, que sustituía el esquema del industrialismo y el fordismo vigente desde finales del siglo xix. Si se hubiera colocado en el terreno evolutivo correcto que gustaba a Habermas, habría podido ver que estábamos ante un cambio en el principio organizativo completo del sistema social, capaz de desplazar los límites y problemas de legitimación del capitalismo tardío e inaugurar una nueva fase evolutiva. Esa nueva etapa implicaba un desplazamiento claro del fundamento sistémico de las tomas de decisión de las instancias de poder y gobierno, lo que implicaba una alteración adecuada de las bases psíquicas capaces de ajustarse al nuevo principio y prestarle obediencia.

El proceso también implicaba —y esto era lo decisivo— una fase posterior del capitalismo que ya no pasaba por el capitalismo regulado por el Estado. En realidad, sólo cuando miramos el libro de Foucault desde el libro de Habermas alcanzamos a comprender el extraordinario cambio que estaba describiendo Foucault, aunque sólo alcanzara su verdadera dimensión epocal desde la doctrina evolutiva de Habermas. Por supuesto, los aspectos negativos del nuevo principio ordenador quedaron ocultados por la salutación que de las nuevas técnicas capitalistas, ahora organizadoras de mundos de la vida, hicieron los teóricos de la multitud y de la virtualidad. A su vez, los teóricos de la deconstrucción, con su legítima y tardía batalla emancipadora, ofrecieron viento en las velas para impulsar la destrucción de los mundos de la vida tradicionales y sus formas simbólicas constitutivas de identidad y normatividad. La sobriedad y la mirada compleja de Habermas, de gran estilo, fueron sencillamente aplastadas por las teorías filosóficas que describían los efectos del nuevo capitalismo y de sus mundos de la vida tecnificados como el resultado fatídico del cumplimiento de la historia de la metafísica, mientras otras teorías metafísicas ofrecían el soporte ontológico adecuado para impulsar la infinita productividad de diferencias como lo propio del ser. Foucault, que siempre fue asociado a estas corrientes, aunque procedía de otra tradición más vinculada a las ciencias sociales, se sintió finalmente incómodo con esa compañía y confesó su apuesta final por la Ilustración, tras la senda de Kant. Sin embargo, ahora ya se trataba de una forma de resistencia. Sus consecuencias y premisas teóricas tampoco fueron tenidas en cuenta ante la operación, rápidamente organizada por Deleuze, de mantener una interpretación claramente metafísica y especulativa de su trabajo.23

La capacidad de moverse con clarividencia entre los vínculos filosóficos que nos ofrecen las ideas del presente siempre es limitada para quien no dispone de las distancias adecuadas. Esa capacidad está mermada por la personalidad de los filósofos, embarcados en procesos de búsqueda continuos de su propio camino. Por eso, cuando en 1985, en Der philosophische Diskurs der Moderne,24 Habermas se aproximó a la obra de Foucault, no pudo ver hasta qué punto El nacimiento de la biopolítica