Guía del nacimiento - Ina May Gaskin - E-Book

Guía del nacimiento E-Book

Ina May Gaskin

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Beschreibung

En la década de los setenta, un grupo de mujeres, encabezado por Ina May Gaskin, inició un movimiento para cambiar los métodos tradicionales de parto. Recorrieron el Tennessee rural en una caravana de autobuses para compartir sus conocimientos sobre el parto y la maternidad con otras mujeres, y comenzaron a asistir mutuamente sus partos sin necesidad de instituciones, hospitales o médicos. Desde entonces, Ina May ha presenciado más de un millar de nacimientos en su popular casa de partos, "La Granja", pero son mucho más numerosos las matronas, familias, médicos y estudiantes a los que ha alumbrado con sus libros, publicaciones y conferencias a nivel mundial. Basándose en sus más de treinta años de experiencia, la autora expone los beneficios físicos y psicológicos del parto natural, instando a las mujeres a confiar en la sabiduría ancestral de sus cuerpos para desarrollar una experiencia plena y saludable. Sobre la base de un modelo de obstetricia centrado en la madre y su conexión mente-cuerpo, este libro nos ofrece las herramientas necesarias para poder dar a luz sin intervención tecnológica, centrándose en el poder natural de hacerlo con más facilidad, menos dolor y la mínima intervención médica.

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Agradecimientos

Quiero dar las gracias a mi marido, Stephen Gaskin, por su permanente disposición a ayudarme durante el proceso de escribir este libro. Literalmente, no habría podido llevar a cabo este proyecto sin él. Mi agradecimiento también para mi agente, Stephany Evans; Pamela Hunt; Carol Nelson; Deborah Flowers; Joanne Santana; Sharon Wells; Pamela Maurath; John O. Williams hijo, MD; Wendy Savage, MD; A. Mark Durand, MD; Alan Graf; Anna Meenan, MD; Joseph Bruner, MD; Marsden Wagner; Kenneth Johnson; David Frohman; Leigh Kahan; Robbie Davis-Floyd; Elise Harvey; Leslie Hunt; Dana Gaskin Wenig; Claudia Oblasser; Angelika Rodler; Michael Stohrer; Verena Schmidt; Betty Anne Daviss y Ken Starratt. Asimismo me gustaría dar las gracias a mis editores, Robin Michaelson y Beth Rashbaum, y a su ayudante, Stacie Fine.

—INA MAY GASKIN, CPM

Invitación

Sea cual sea su motivo para escoger este libro, alabo su curiosidad y su deseo de saber más sobre la importante tarea de tener hijos. En el caso de las que están embarazadas, que sepan que pensé especialmente en ellas mientras escribía este libro.

Considérense invitados a saber más sobre las verdaderas capacidades del cuerpo femenino durante el parto y el alumbramiento. No voy a hacer un resumen del conocimiento médico actual traducido desde el lenguaje técnico al común. De eso ya hay mucho en las librerías. Cuando hablo de las verdaderas capacidades, me refiero a las que experimentan las mujeres de verdad, independientemente de que las reconozca o no un modelo estrictamente médico de parto cuyo diseño se rige por el miedo, entre otros principios. Lo ideal sería que cualquier hospital proporcionase a las mujeres sanas una atmósfera en la que un gran porcentaje de ellas pudiera dar a luz a sus hijos por vía vaginal.

A mi juicio, la mejor formación para conocer el cuerpo de la mujer debe aunar todo lo bueno que ha ofrecido la medicina en el último siglo con lo que las propias mujeres han podido aprender sobre sí mismas antes de que el parto pasara a ser sobre todo responsabilidad de los hospitales. El propósito de este libro es servir de guía para obtener la mejor información existente sobre las verdaderas capacidades de la mujer en el parto y mostrar cómo puede combinarse con el uso más eficaz posible de la tecnología perinatal moderna. Mi intención es dar aliento e informar.

Fui matrona de una pequeña comunidad durante casi 50 años. Vivía en un pueblo en una zona rural de Estados Unidos, donde las mujeres tenían relativamente poco miedo al parto. Estoy segura de que era así, en parte, gracias a que, durante los primeros años de existencia de la comunidad, no tenían acceso a cine ni televisión, que quizá las habrían puesto en contacto con muchos de los temores que se representaban en los medios de comunicación. En total, mis socias y yo atendimos el nacimiento de casi 2.900 niños en un periodo de 45 años, casi todos ellos nacidos en casa de sus padres o en nuestro centro de maternidad. Mi trabajo me permitió aprender cosas sobre las mujeres que no suelen saberse en el mundo de la educación médica actual. No es fácil saber si las mujeres del pueblo tenían menos miedo al parto porque sabíamos que nuestras capacidades eran mayores de lo que se solía creer o si nuestras capacidades eran mayores por no sufrir la angustia cultural del parto que imperaba en Estados Unidos en general. En realidad, las dos cosas eran ciertas.

La comunidad se llama La Granja, y está situada en el sur de Tennessee, cerca de Summertown. Mi difunto marido y yo, junto con unas 300 personas más, fundamos la comunidad en 1971. Hoy es distinta en muchos aspectos a lo que era en sus primeros años, y yo ya no vivo allí, pero eso es lo de menos. Lo importante es que una de las peculiaridades de aquella pequeña sociedad juvenil fue que pude organizar un sistema autogestionado de atención perinatal. Éramos demasiado pobres para pagar seguros médicos privados, y no había ningún sistema público de sanidad al que pudiéramos recurrir. Y, aunque hubiera existido, preferíamos no aceptar ninguna forma de beneficencia. Normalmente, reclutaba a varias mujeres para que me ayudaran (yo estaba todavía en edad de tener hijos), y los hombres contribuían con todos sus conocimientos tecnológicos y prácticos para asegurarnos de tener cubiertas lo más posible nuestras necesidades de transporte y comunicaciones.

Quiero dejar algo claro cuando hablo del miedo y el parto en aquella comunidad. No me refiero a que las mujeres de mi pueblo nunca tuvieran miedo durante el embarazo o el parto, ni se preguntaran: «¿Seré capaz de hacer esto que parece imposible?». Esos temores son naturales. Estoy segura de que muchas de nosotras nos lo planteábamos de vez en cuando. Casi todas las mujeres lo hacen. Al fin y al cabo, la gente criada en culturas urbanas —en particular aquellas en las que la mayoría de la gente no tiene ningún contacto con animales— no comprende de inmediato cómo se desarrolla un parto. Cuando las mujeres de mi comunidad tenían esos momentos de duda, podían confiar en la seguridad de que sus amigas, sus hermanas y sus madres eran capaces de hacerlo. Eso les permitía creer que ellas también podían, independientemente de que hubieran presenciado alguna vez un parto o no. Las mujeres de la comunidad habían vuelto a aprender y a ejercer unos comportamientos femeninos que no suelen observarse en las mujeres modernas de las culturas civilizadas, que van más allá de los conocimientos médicos habituales sobre el cuerpo femenino y el parto.

Mis experiencias como comadrona me enseñaron que los cuerpos de las mujeres funcionan. Lo que les ofrezco aquí es una nueva forma de entender un antiguo sistema de sabiduría que pueden sumar a sus conocimientos generales sobre el parto. Al margen de dónde y cómo den a luz, su experiencia tendrá consecuencias para sus emociones, su mente, su cuerpo y su espíritu durante el resto de su vida.

Las mujeres en la comunidad contaban con dar a luz por vía vaginal, porque ese era el método por el que nacían todos menos uno o dos de cada cien niños. A veces teníamos que trasladar a una mujer al hospital para una cesárea o un parto con ayuda de instrumentos o, en ocasiones, para administrarle una epidural en las últimas fases del parto para que pudiera descansar un poco antes de expulsar al niño, pero esas intervenciones eran relativamente infrecuentes en las mujeres que daban a luz allí. (Nuestra proporción de cesáreas hasta el año 2000 era del 1,4 por ciento; la de nacimientos con fórceps y ventosa, del 0,05 por ciento. El porcentaje de cesáreas en todo Estados Unidos, en 2014, fue del 32,8 por ciento, y el de partos con ayuda de instrumentos, de aproximadamente el 12 por ciento). Las mujeres de la comunidad sabían que el parto puede ser doloroso, pero muchas sabían también que puede ser una experiencia eufórica e incluso orgásmica. Eso no quiere decir que todas las mujeres lo vivan así, pero, en cierto sentido, es beneficioso saber que algunas tienen esa experiencia. No se empeñen en que tiene que ser así. Simplemente, tengan en cuenta que no existe una maldición especial que obligue a que todas las mujeres tengan experiencias negativas en el parto. Conviene pensar en ello como una tarea que hay que hacer, que una larga línea de mujeres han hecho antes que nosotras y que ha permitido que estemos aquí hoy. Sobre todo, las mujeres de mi comunidad, tanto si tenían partos dolorosos como si no, los vivían como una experiencia tremendamente enriquecedora.

¿Nunca han oído hablar a alguien en términos positivos del parto y el alumbramiento? No me extraña. Uno de los secretos mejor guardados en un número cada vez mayor de culturas de todo el mundo es que el parto puede ser placentero y enriquecedor. El parto que conduce al éxtasis proporciona fuerza interior y sabiduría a la mujer que lo vive, como aprenderán de muchas de las historias que vamos a contar aquí. Las mujeres de mi comunidad, incluso cuando sentían dolor en el parto, sabían que hay maneras de hacer tolerables esas sensaciones sin necesidad de adormecer los sentidos con fármacos. Sabían que casi siempre es mejor mantenerse alerta para experimentar la genuina sabiduría y el poder que ofrecen el parto y el alumbramiento.

En la Primera Parte de este libro, oirán las voces de estas mujeres contando sus experiencias. Algunas pertenecen a la generación pionera, la que creó como colectivo la cultura del parto en nuestra comunidad; otras las cuentan sus hijas y sus nueras, que crecieron en esta cultura o tienen una pareja que lo hizo. Varias historias son de mujeres que nacieron en casa, crecieron en esta cultura perinatal tan especial y luego dieron a luz con matronas en otras partes del país. Otras son de mujeres que decidieron formar parte de nuestra cultura y tener a sus hijos en nuestro centro de maternidad. Si está usted embarazada o piensa estarlo en un futuro próximo, quizá desee releer estas historias una y otra vez para fortalecer su ánimo como preparación para el parto.

Mi primer libro, Spiritual Midwifery, cuya edición original se publicó en 1975, fue uno de los primeros libros norteamericanos sobre matronería y partos. Vendió de inmediato más de medio millón de ejemplares y se tradujo a varios idiomas, lo que me puso en contacto no solo con una generación de mujeres en edad fértil y sus parejas, sino también con un número asombroso de médicos y otros profesionales relacionados. En algunos países se incluyó en el plan de estudios de las escuelas de matronas. Algunos médicos me dijeron que lo habían leído para recuperarse de los aspectos más terroríficos de su formación en obstetricia. Gracias al libro y a las estadísticas natales que incluía en él, me invitaron a viajar por todo el mundo y a compartir los resultados de mi trabajo y el de mis colegas con profesionales de la obstetricia y mujeres de muchos países y culturas diferentes. Este tipo de experiencia multicultural me permitió ver el parto y la maternidad desde una perspectiva más amplia y comprobar que determinadas prácticas y costumbres obstétricas arraigadas en diversos países impiden precisamente que el cuerpo femenino funcione con la máxima eficacia posible. Mi experiencia me enseñó también el papel tan necesario de la comadrona en cualquier sociedad y la importancia que tiene que la profesión de matrona sea autónoma, independiente de los tocólogos pero siempre capaz de trabajar en colaboración con ellos y con los médicos de familia en los casos, relativamente escasos, en que sea necesario.

Hace no mucho, un tocólogo que conozco comentó:

—Las dos páginas más interesantes de Spiritual Midwifery eran las dos últimas —se refería a las páginas con nuestros resultados de natalidad. Me dijo—: Necesitas explicar cómo lograste hacer lo que hiciste, para que quienes trabajamos en hospitales podamos incorporar tu trabajo al nuestro. La Segunda Parte de este libro está dedicada a él y a todo el que desee entender por qué tuvo tanto éxito la cultura del parto de nuestra comunidad. Expongo los principios fundamentales que rodean y definen nuestra labor y recomiendo técnicas que pueden trasladarse de los partos en casa a los partos en hospitales.

En la Segunda Parte, trato con detalle por qué existe tanto misterio sobre el funcionamiento del cuerpo femenino en el parto y cómo en nuestra comunidad conseguimos eliminar gran parte de ese misterio y convertirlo en conocimientos útiles a disposición prácticamente de toda nuestra comunidad. Explico por qué son tan variadas las experiencias de las mujeres en el parto y por qué puede haber interpretaciones tan discrepantes sobre lo que es seguro o inseguro a la hora de dar a luz. Todo eso tiene una explicación lógica. Y lo mismo sucede con el dolor en el parto: en la Segunda Parte, me detengo a analizar cómo es posible que algunas mujeres puedan vivir el parto como una experiencia indolora e incluso orgásmica y otras, sobre todo en las culturas muy industrializadas, sufran el dolor más intenso. Al leer este libro aprenderán que el útero de una mujer en pleno parto puede cerrarse y abrirse y conocerán las condiciones que pueden hacer que un parto se detenga o incluso retroceda. Les contaré varias formas prácticas de hacer que la sexualidad del parto ayude a la mujer, en lugar de ser un impedimento.

Mis socias y yo. De izquierda a derecha: Joanne Santana, CPM; Deborah Flowers, CPM; Pamela Hunt, CPM; Ina May Gaskin, CPM; Carol Nelson, CPM; y Sharon Wells, CPM

Además, la Segunda Parte incluye un panorama de las prácticas y los tratamientos más frecuentes en un hospital, junto con una guía que indica los que están basados en sólidas pruebas científicas y los que no.

Dar a luz es una parte tan integral de la vida, tan normal, que las decisiones relacionadas con ello suelen dejarse en manos del azar. Tendemos a dejarnos llevar por lo que hacen los demás, suponiendo que debe de ser lo mejor. La verdad es que todo lo relacionado con el parto parece estar encaminándose a toda velocidad hacia un uso más extendido de la tecnología, incluso en casos en los que no es estrictamente necesario, cuando, en realidad, sería más apropiada una atención más humanizada. Como vivimos en una sociedad tecnológica, solemos pensar que lo mejor es siempre lo más caro. Suele ser verdad cuando hablamos de teléfonos móviles, cámaras, coches u ordenadores. Si hablamos del parto, no tiene por qué ser así.

—INA MAY GASKIN

Introducción a las historias de nacimientos

Pertenecer a un grupo de mujeres que tienen historias positivas que contar sobre la experiencia de parir tiene extraordinarios beneficios psicológicos. Este fenómeno es exactamente el que se ha producido en nuestro pueblo. Circulan tantas historias de miedo sobre partos —sobre todo en Estados Unidos— que a las mujeres les puede resultar difícil creer que el parto y el alumbramiento pueden ser una experiencia beneficiosa. Cualquiera que lleve un tiempo embarazada habrá oído ya probablemente varios relatos temibles sobre los partos de amigas o familiares. En especial si vive en Estados Unidos, donde contar a las embarazadas historias truculentas es un pasatiempo nacional desde hace por lo menos un siglo. Ahora que los nacimientos son un tema tan querido en las comedias y las series dramáticas de televisión, la tendencia se ha agudizado todavía más. Nadie ha explicado la situación de forma tan sucinta como Stephen King en su novela corta El método de respiración.[1] Su personaje, en un comentario sobre el miedo que tienen muchas mujeres a dar a luz, observa: «En serio, si le dicen que una experiencia va a ser dolorosa, le dolerá. El dolor está sobre todo en la mente y, cuando una mujer absorbe la idea de que parir es terriblemente doloroso —por las informaciones que le dan su madre, sus hermanas, sus amigas casadas y su médico—, se prepara mentalmente para sentir una inmensa agonía». Stephen King, por si no lo saben, tiene varios hijos que nacieron en casa.

La mejor manera que conozco de contrarrestar los efectos de esas historias de terror es oír o leer otras estimulantes. Es decir, historias que nos transforman al leerlas u oírlas, porque el narrador nos enseña algo que no sabíamos antes o nos ayuda a tener una perspectiva distinta a la que teníamos. Por ese motivo, la Primera Parte de este libro está dedicada fundamentalmente a historias contadas por mujeres que decidieron dar a luz en casa o en el centro de maternidad conmigo y mis colegas matronas. Esta es quizá la parte del libro que más les conviene leer durante el embarazo. En La Granja, las únicas historias de terror que contamos hablan de partos en los que la asistencia fue completamente distinta a la que proporcionan las comadronas de La Granja. A medida que las mujeres empezaron a tener experiencias positivas, sus relatos ayudaron a calmar los temores y las preocupaciones de las que todavía no habían tenido hijos. La confianza que han adquirido unas de otras es un factor que ha contribuido de forma importante a que la asistencia al parto en La Granja haya dado tan buenos resultados.

Los relatos nos enseñan y nos ayudan a recordar esas enseñanzas. Nos enseñan que cada mujer reacciona ante el parto de manera particular y a veces muy distinta. A veces nos cuentan costumbres tontas que existían pero que se han desechado. En ocasiones nos explican la diferencia entre los conocimientos médicos convencionales y las verdaderas experiencias físicas de las mujeres, incluso las que nunca se mencionan en los libros de medicina ni se admiten como posibilidades en los círculos médicos. También muestran la relación entre mente y cuerpo mucho mejor que los estudios médicos. Las historias de partos contadas por mujeres que tuvieron una participación activa en sus alumbramientos suelen estar llenas de sabiduría práctica, inspiración e información para otras mujeres. Las historias positivas de mujeres con experiencias de partos maravillosas son una forma insustituible de transmitir el conocimiento sobre las verdaderas capacidades de una mujer en el embarazo y el parto.

[1]Léanla después de dar a luz, porque es una novela aterradora, aunque la parte que da miedo no es el parto.

El nacimiento de James — 16 de noviembre de 1986

Por Karen Lovell

Huntsville, Alabama: la Ciudad de los Cohetes, en Estados Unidos, donde «el cielo no es el límite». Mi marido, Ron, trabajaba para el fabricante de las supercomputadoras más rápidas del mundo y estaba destinado en el Centro Marshall de Vuelos Espaciales de la NASA. A todos los efectos, parecíamos personas propensas a utilizar las tecnologías de vanguardia, dispuestas a aceptar lo más moderno y lo mejor, incluso a la hora de tener hijos. ¿Por qué La Granja, entonces?

La respuesta empieza con el nacimiento de mi primer hijo, Christopher. Yo acababa de terminar mis prácticas para obtener el certificado de aptitud pedagógica. Tenía pensado empezar a trabajar de profesora ese otoño, pero me enteré de que estaba embarazada. Me encontré recién salida de la facultad, con un montón de asignaturas científicas aprobadas, pero con la sensación de que no sabía nada sobre partos. Conocía la mecánica, sí, cómo reaccionaba el cuerpo, lo que sucedía, pero ignoraba por completo cómo funcionaban los hospitales y los profesionales de la medicina ante el parto. Al enterarme de las opciones que tenía, empecé a buscar alternativas.

Mi primera visita a un tocólogo muy recomendado en la ciudad fue muy desagradable. Lo primero que me dijo fue que la temperatura del paritorio no se podía regular, aunque las luces sí. Cuando pedí que no me hicieran una episiotomía, eludió la cuestión preguntándome a qué tipo de episiotomía me refería, sin decir en ningún momento si me la iba a hacer o no. Aquello me preocupó, pero sabía que más magnánimo no iba a ser, así que lo dejé pasar. Por el momento, la atención prenatal era buena. Podía cambiarme después. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, me sentía cada vez menos segura de aquel médico. Empecé a desconfiar de él. Desde el primer momento había pequeñas pistas de que él y yo teníamos ideas totalmente distintas. La mayor señal surgió durante el sexto mes de embarazo, cuando recibí una carta certificada sin ningún sentido, salvo si se interpretaba como que o lo hacía a su manera o... Por fin, en el séptimo mes, el médico dijo que no iba a tener un parto por el método Leboyer,[2] después de haberme hecho creer todos esos meses que sí. En ese momento comprendí que no quería que aquel hombre me tocara, y los exámenes internos debían comenzar dos semanas después. Tenía que encontrar a otra persona.

Una enfermera que trabajaba de matrona clandestina sugirió un médico en una ciudad cercana que sería más considerado. Con él pude tener la experiencia Leboyer, pero las batas y mascarillas de hospital, utilizadas para crear un entorno más «estéril», eran precisamente eso: estériles, frías y aterradoras. Además, tuve que dar a luz tumbada boca arriba por el monitor, y acabé con una episiotomía enorme y un parto con fórceps.

Una de las embarazadas, que se hizo amiga mía después de que naciera mi hijo, tenía un ejemplar original de Spiritual Midwifery que le servía de biblia, e incluso había arrancado y clavado en la pared fotos y páginas. El alumbramiento de su hija, que nació en su casa, me afectó profundamente. Me quedé pensando que un día, quizá, tendría un hijo cuya llegada al mundo estuviera rodeada de amor y espiritualidad.

Mi segundo embarazo casi no se notó. Parecía como si el bebé se hubiera instalado tal cual y sin problemas. Los únicos indicios de que estaba embarazada eran que no había tenido la regla ni en marzo ni en abril y que la ropa me quedaba un poco ajustada en la cintura. Me apresuré a buscar al tocólogo más «tolerante» posible de la ciudad. No me puso obstáculos y me pareció muy sincero. Me dijo que insistía en colocarme una vía y que el hospital exigía un monitor interno para observar al feto, aunque yo podía firmar un documento legal renunciando al monitor. Estaba resignada a tener este tipo de parto si no quedaba más remedio, pero decidí investigar más. Por fin obtuve un ejemplar de Spiritual Midwifery en una tienda de alimentos naturistas en Nashville, donde me había criado. Varias semanas después escribí a La Granja y me contestó Deborah Flowers.

De inmediato sentí como si hubieran respondido a una vieja oración y confié en que, si La Granja era lo que me convenía, podría terminar allí. Cuando le dije a Ron que me habían contestado de La Granja, creo que se preocupó. Al fin y al cabo, esta vez parecía satisfecha, y el hospital estaba a solo diez minutos. ¿Por qué quería ir a La Granja, que estaba a unos 112 kilómetros?

Ron y yo seguimos hablando sobre la posibilidad de tener al niño en La Granja. Al final, decidimos ir a visitar el centro sin prejuicios (aunque reconozco que yo no era tan abierta como Ron; simplemente quería estar allí). Al llegar, conocimos a Deborah Flowers y Pamela Hunt, que nos enseñaron las instalaciones y me examinaron. Deborah dijo que tenía un centímetro de dilatación y tenía los músculos relajados, en mi opinión gracias a su exquisita suavidad y a la conexión tan fuerte que establecí con ella.

A Ron le impresionó que la cabaña de partos estuviera equipada como un hospital para estabilizar al recién nacido en caso necesario. También le gustó que las matronas fueran personal médico preparado para emergencias y muy cualificadas para su trabajo. Estuvo de acuerdo en que diera a luz en La Granja si lo cubría nuestro seguro y, pocos días después, descubrimos que así era.

Como Deborah era mi matrona principal, yo iba a desnudar mi alma con ella. Estaba segura de que iría bien. La Granja lo tenía todo: matronas que sintonizaban, una casa para los partos, una clínica con una visión holística, y un respaldo médico y hospitalario para recurrir a él en caso necesario. También me gustaron pequeños detalles como el de ayudar a que la cabeza del bebé dilatase a la madre sin desgarros, no fiarse de frías máquinas como los aparatos de ecografías y los monitores fetales internos, saber extraer niños que se presentaran de nalgas, y tener fe en el universo.

Cuando me puse de parto en Huntsville, al principio no me lo creí, y seguí con mi plan de limpiar todas las alfombras de la casa. De vez en cuando descansaba en la cama para reducir las contracciones, hasta que, a las cuatro de la tarde, me di cuenta de que no podía seguir limpiando. Esperé un poco para asegurarme de lo que estaba sintiendo y a las cinco llamé a Ron para que volviera a casa. Llegó, metió las cosas en el coche y, después de llamar a las matronas, tomamos la carretera.

Las contracciones eran fuertes y regulares. Ron las iba midiendo y dijo que aparecían cada siete minutos. Como estaba sentada y lo más quieta posible, no cambiaron. Con cada contracción me dolía la espalda, y eso me sorprendió. Nuestro trayecto era de algo más de dos horas, y me alegré de que casi no hubiera tráfico. Cuando llegamos a La Granja, Ron llamó a Deborah, que salió a recibirnos. Me metí como pude en la cama, donde ella me examinó. Ron se dedicó a traer las cosas mientras Deborah me ayudaba durante el parto. Chris se había quedado dormido en una silla plegable. Ron se sentó en la cama para masajearme la espalda, que me dolía mucho. Deborah me agarraba del muslo y Ron empujaba por detrás, y eso me aliviaba, así que se lo dije.

Sentía cómo iba bajando el niño. Me acordé de Kim, la joven que daba a luz en el vídeo que me había enseñado Deborah. Estaba muy tranquila, y eso a pesar de no tener un marido que la apoyara. Yo era una cobarde y no paraba de quejarme: «¡Mi espalda!».

En el momento de la transición,[3] gemí: «Mi espalda me está matando». Y una plegaria dicha con toda sinceridad: «Dios mío, ayúdame». Justo entonces sentí que se me hinchaba toda la parte inferior. Las matronas observaron lo elástica que era. Empujé y pudieron ver la cabeza. Volví a empujar, y la cabeza salió. Qué alivio... El resto del cuerpo no fue nada en comparación. Ron cortó el cordón umbilical después de que lo sujetaran con pinzas, y Chris se despertó a tiempo para ver el corte. Unos minutos después expulsé con facilidad la masa blandurria (la placenta).

Tuve un niño precioso, nacido 10 minutos antes de la medianoche, con la cabeza casi sin deformar. Quiso descansar antes de mamar. Lo miramos y se lo dimos a Joanne para que lo pesara y lo vistiera, mientras Deborah y Pamela me ponían dos puntos en un pequeño desgarro.

Me encantó haber tenido un embarazo tan fácil y que el parto no hubiera sido solo un acontecimiento psicosocial, sino también espiritual. Di las gracias por contar con unas matronas tan cariñosas y atentas y un marido tan cariñoso y considerado. Sabía que esa era la forma apropiada de dar a luz. Me gustó que las matronas prestaran atención a los detalles más nimios y que emplearan su intuición, sin quedarse en la superficie.

Al día siguiente me sentía estupendamente. Contemplé el limpio cielo azul de noviembre y las hojas marrones que quedaban en los robles, y me sentí envuelta en la calidez del sol. Comprendí que era muy afortunada, que había cosas que la tecnología no podía mejorar, y una de ellas era el proceso evolutivo y eterno del alumbramiento de un ser humano. Quizá para algunos hubiera sido primitivo; a mí me pareció perfecto.

El nacimiento de Harley — 19 de octubre de 1995

Por Celeste Kuklinski

Alrededor de las cinco en punto empecé a sentir unos calambres distintos. Como no quería causar una falsa alarma, no dije nada. Esa noche tenía mi clase para el Diploma de Educación General (GED), y no tenía muchas ganas de ir. Mi amiga y mentora, Donna, como si estuviera recogiendo niños que hacían novillos, me llevó a clase. La profesora, Mary, dijo que seguramente lo que tenía era las famosas contracciones falsas (Braxton-Hicks). Volví a casa temprano, incapaz de concentrarme.

Los calambres eran cada vez más fuertes, y yo me sentía acalorada y emocionada. Todavía no quería hablar de «contracciones», por si no lo eran. Medí el tiempo entre uno y otro, unos cuatro minutos. Donna preguntó si quería ir a ver a la matrona, pero decidió esperar hasta asegurarme de que no estaba poniéndome nerviosa por nada.

Por fin, en mitad de una reposición de Star Trek, mientras mi cuerpo se colocaba en posturas retorcidas sobre la silla en la que estaba tratando de sentarme, llegué a la conclusión de que lo mejor era ir a ver a una matrona. Donna y yo fuimos a casa de Pamela. Me examinó y me informó de que tenía tres centímetros de dilatación y probablemente daría a luz esa misma noche. Sorprendida y feliz, volví a casa para prepararme.

Por fin había llegado el momento. Pronto llegó Pamela, seguida de Ina May y Deborah. A esas alturas, mi capacidad de conversar se había deteriorado. Solo me daba para intentar soportar lo que estaba sucediéndole a mi cuerpo. Todo iba muy rápido. No intenté contener ninguna de las contracciones. Dejé que vinieran todo lo deprisa que fueran, consciente de que estaban ayudando a que el parto no se retrasara. Todo me parecía muy natural. Me «dejé llevar». Me apunté a darme un baño, que me ayudó y me relajó. Ina May y mi madre me sostenían en la bañera. Ina May me enseñó a respirar profundamente y despacio.

Lo intenté y entonces me abrumó una contracción de las más fuertes. Tuve que ponerme de pie. Salió algo gris y sanguinolento que goteó al agua. Entonces empecé a decir: «¡Dios mío!». Salí del baño e hice todo lo que se suponía que debía hacer: ponerme en cuclillas, doblarme, caminar, decir «Dios mío» y bailar como una grulla. Las contracciones estaban volviéndose muy intensas. Casi no me daba tiempo a descansar entre una y otra.

Recuerdo mirar a todas las mujeres que estaban, que lo habían hecho ya varias veces, y pensar que estaban locas.

Me metí en la cama y empecé a retorcerme. Mi madre dijo algo de dejar que la gravedad hiciera su labor, y yo sentía verdaderamente cómo la estaba haciendo. Mientras veía cómo se movía el bebé hacia abajo en mi vientre, intentaba respirar de forma eficaz para tener el mejor parto posible.

Llegó el instante en el que me entraron ganas de empujar. Me masajeé por instinto mi puerta de la vida para ayudarla a abrirse. Entonces sentí aparecer la cabeza del bebé, lista para salir. Las contracciones eran tan fuertes que solo quería que terminasen de una vez. De modo que reuní todas mis fuerzas y, con un gran empujón y unos cuantos gritos y gruñidos primitivos, logré por fin expulsar la cabeza. Luego, con otro empujón, salió el resto del cuerpo. ¡Qué alivio!

Aunque no había sido capaz de decir mucho más que «¡Oh, Dios mío!» y «Oh, mi amor», conseguí exclamar: «¡Coged la cámara!».

Cuando miro a Harley, el corazón me rebosa de amor. Me emociona su mera presencia, su inocencia, sus ruidos y gestos tan monos y adorables, y su maravilloso y dulce rostro cuando está dormido. Aunque el parto fue doloroso, yo no lo calificaría así; diría que fue INTENSAMENTE NATURAL.

El primer parto de Pamela me pareció interminable (y a ella también, seguro). Cuando llevaba aproximadamente 24 horas con ella, se me ocurrió llamar a una amiga de las dos, Mary, que había dado a luz unos días antes. A la mayoría de las mujeres de nuestra comunidad les inspiraba un respeto increíble la capacidad de Mary para parir, porque acostumbraba a tener a sus hijos sin enterarse de que estaba de parto o antes de que las matronas pudiéramos llegar a su lado.

Una historia de hermandad entre mujeres — 13 de febrero de 1972

Por Mary Shelton

Había dado a luz a mi segundo hijo una semana antes o así cuando recibí la llamada para preguntarme si podía atender a Pamela en su largo y difícil proceso de parto. El nacimiento de mi hijo había sido suave, estimulante y delicioso, así que Ina May pensó que tal vez podía ayudar a Pamela.

La tarde antes de que naciera mi hijo Jon, estaba leyendo el libro de Ram Dass Aquí ahora y me sentía muy centrada y excitada. Recuerdo que me detuve en una palabra y un significado concretos: rendirse. Empecé a sentir las contracciones y grandes oleadas de energía. Imaginé mi yoni como una gran cueva abierta bajo la superficie del mar, con inmensas y poderosas corrientes que entraban y salían. Cuando la ola de agua inundaba mi cueva, mi contracción aumentaba y se hinchaba, alcanzaba su apogeo y luego descendía con suavidad. Me rendí al abrazo de las grandes olas oceánicas. Era verdaderamente delicioso, orgásmico y fortalecedor. Michael, mi marido, estaba tendido a mi lado, y durante un rato experimentamos juntos la maravillosa marea. Al final, cuando llegó el momento de llamar a las matronas, el teléfono no funcionaba, de modo que fue el propio Michael el que atendió el parto. Fue todo muy bien, y Michael y yo nos mantuvimos despiertos, centrados y muy emocionados.

Cuando fui al parto de Pamela, todavía estaba llena de la energía que me había dado el nacimiento de mi hijo. Pamela llevaba varias horas esforzándose mucho por dilatar, y estaba cansada y asustada. Me pareció que tenía miedo de que el niño no saliera nunca. Quería conectar con ella y contarle mi reciente experiencia para ayudarle a que se relajara y se abriera. Pamela estaba desnuda, recostada sobre unas almohadas en la cama, sujetándose las rodillas. Me quité la ropa (salvo las bragas y la compresa, porque todavía estaba sangrando del parto) y me subí a la cama a su lado. Me tendí junto a ella, tocándonos las cabezas, los pechos, los vientres. Le hablé de mi cueva y el mar, y la gran marea, la ola, y la apertura. Le dije que se rindiera una y otra vez y se dejara ir. Empezamos a sentir sus contracciones juntas. Nos abrazamos y sentimos a la vez la subida y la excitación. Mi útero, a pesar de estar vacío, se hinchaba y se contraía también. Sentía que con las contracciones sangraba más, pero no demasiado, sabía que no iba a pasar nada.

A medida que Pamela se relajaba y compartía su asombrosa energía de parturienta conmigo, empezó a abrirse y a dilatarse suavemente. Poco después dio a luz a un niño precioso y sereno. ¡Qué experiencia tan gloriosa!

Historia del nacimiento de Ramez — 30 de mayo de 2003

Por Njeri Emanuel

Cuando estaba embarazada, pensaba que seguramente iba a querer una epidural, porque había oído decir que el parto era terriblemente doloroso. En mi clase de preparación hablaban mucho de dolor. Al principio pensé que iba a querer una cesárea, porque entonces no tendría que empujar, y había oído decir que los pujos eran la parte más difícil. Pero luego lo pensé mejor y supe que no quería la cesárea porque tardaría mucho tiempo en recuperarme. (Mi madre solía acompañar a las matronas a los partos durante los cinco años que vivimos en La Granja, así que tenía cierta idea de lo que era el parto natural).

Njeri y Ramez

Cuando empecé a notarme de parto, me metí un rato bajo la ducha, pero el agua no alivió tanto mi dolor de espalda como caminar. Mi matrona en el hospital no dejaba de preguntar si quería echarme en la cama, y yo respondía: «No, me gusta andar». Mi tía Carolyn estaba conmigo y me presionaba en la espalda durante las contracciones.

Empujar resultó ser lo más fácil de todo, un gran alivio. Alguien sostuvo un espejo para que yo pudiera ver mis progresos mientras empujaba. Me dijeron que sentiría una quemazón, pero no fue así. No tuve episiotomía ni desgarro, y mi madre dice que mi hijo, Ramez, nació con los ojos muy abiertos. Después me sentí más feliz que cansada. El parto, en total, duró ocho horas. Hoy Ramez tiene seis semanas, y se le da bien mamar. Ha engordado 2 kilos y 270 gramos desde que nació.

El nacimiento de Brianna Joy — 20 de junio de 1995

Por Bernadette Bartelt

Tenía 38 años y estaba embarazada de mi primer hijo. Estaba muy emocionada. Tuve un embarazo bastante fácil, sin mareos matutinos ni otras complicaciones. Hacía ejercicio de forma habitual, Jazzercise, con la gimnasia de bajo impacto que mi ginecóloga me había recomendado. Tenía pensado dar a luz en Nashville, donde vivía desde hacía más de 10 años. A los cuatro meses me hicieron una ecografía, pero me daba miedo mirar las imágenes por todo lo que había oído decir sobre los peligros de estar embarazada con más de 35 años.

En los últimos meses de gestación, en marzo, preocupada por que mi ginecóloga estaba tan ocupada que a mi marido, Rick, y a mí nos costaba encontrar hueco para que nos viera, decidí visitar a las matronas de La Granja. Yo había vivido allí cuando tenía veintitantos años, con mi padre y mis hermanos. La forma que tuvieron las matronas de examinarme me hizo sentirme cómoda. Su clínica no era tan moderna como la consulta de mi médico, pero me pareció más amigable. Después de investigar un poco y hacer muchas preguntas, decidí que quería que mi parto lo atendieran las matronas. Comprendí que, si duraba más de 12 horas, mis casi 39 años seguramente asustarían más a mi ginecóloga que a las matronas, y eso aumentaba las posibilidades de acabar teniendo una cesárea.

Confiaba en que Ina May pudiera atender mi parto, pero el plan se topó con un obstáculo. Ina May tenía que hablar en una conferencia de matronería y no iba a volver hasta el 19 de junio. Carol me examinó el día 12 y dijo que tenía un centímetro de dilatación. Al día siguiente me fui a dar un largo paseo. Durante los dos siguientes días mi útero se contrajo mucho. La noche del 15, me costó mucho dormirme por unas contracciones que se producían cada 10 minutos. Carol vino a verme a la mañana siguiente y dijo que el cuello del útero estaba borrándose y se había abierto hasta tres centímetros. Me aconsejó que siguiera caminando, y así lo hice. Esa noche me acosté pero volvió a costarme dormir por las contracciones. Esta vez eran mucho más intensas. Rick y yo fuimos andando hasta el arroyo, y me senté allí con los pies en el agua durante un rato. Era una sensación fresca y relajante. Esa noche bebí un poco de tinto de verano para que me ayudara a conciliar el sueño, pero no lo logré. Pasé parte de la noche dando vueltas por la habitación. Pero cuando Carol volvió a examinarme me dio una buena noticia. Estaba ya en cinco centímetros.

Brianna Joy

En la mañana del 18 de junio, Carol debió de pensar que mi parto necesitaba un empujón, porque apareció con aceite de ricino. Yo estaba ya casi en seis centímetros, pero podía comer, dormir (pequeñas siestas entre contracciones), andar y seguir haciendo cosas. Fui a una comida en plan bufet en casa de una de las matronas. Esa noche Carol se quedó conmigo y me ayudó a soportar las contracciones, porque me era imposible dormir. Estuve un rato sentada en una silla paritoria. Me arrodillé junto a la cama, atravesada sobre una almohada. Tiré de una cuerda que pendía del techo. Era difícil relajarme. Intenté centrarme en la respiración en lugar del tremendo dolor de espalda que estaba sufriendo. Para entonces me resultaba muy fácil comprender por qué las mujeres podían querer algún tipo de analgésico. Tenía unos siete centímetros de dilatación. Agradecía la ayuda de Carol, que me impedía estar angustiada por el dolor que iba a sentir. Además, conozco a muchas mujeres que han parido en casa, y pensé que, si ellas podían, yo también.

El 19 de junio, las matronas me animaron a desayunar un poco. Comí una tostada con mermelada. Estaba algo nerviosa, pero sabía que estaba en buenas manos y que todo iba a salir bien. Tomé algo de sopa hacia el mediodía, y Carol me trajo una bebida energética para fortalecerme antes de los esfuerzos que me aguardaban. Rick subió a dormir un rato, porque las noches anteriores se había dedicado a que yo estuviera cómoda y no había descansado mucho. Ina May me llamó desde el aeropuerto y dijo que en dos horas estaba conmigo. Vino directamente y dijo que pensaba quedarse hasta que naciera el niño.

Lo primero que hizo fue animarme a que descansara. Dormí un poco, y Rick me masajeó los pies. Me entraron náuseas y vomité, y entonces me encontré un poco mejor. Empecé a tener contracciones más fuertes en la parte baja, y un terrible escozor. La siguiente vez que me examinaron, estaba ya en ocho centímetros. Probé muchas posturas y me duché. Ina May me oyó los ruidos que hacía y me ayudó a frenar y profundizar la respiración. Eso me ayudó a relajarme, porque me permitió prestar atención a algo que no fuera el dolor de espalda. Cuando volvió a mirarme, estaba en ocho centímetros, un gran avance. Entonces pensé que tenía ganas de ir al baño, pero en realidad estaba empezando a empujar al niño. Pasé del baño a la silla paritoria, y pronto apareció la cabeza. Sentí la necesidad de apoyarme en alguien, de modo que Rick se sentó detrás de mí. Yo seguía concentrada en respirar despacio entre los impulsos de empujar. Las matronas estaban diciendo que era una mujer muy fuerte, porque no me quejaba ni me resistía al sentimiento. En realidad, era un alivio estar empujando, y esa fase del parto me gustó. No había imaginado que iba a ser así, pero hoy recuerdo que fue la parte más divertida. Fue la más rápida, y me di cuenta de que pronto vería a mi bebé.

Alguien levantó un espejo, y vi el cabello de la niña. La cabeza estaba apretada, y no parecía una cabeza. La parte más intensa fue cuando salió. Sentí un dolor agudo y me dijeron que no me apresurase. Estuve empujando unos 45 minutos. Después de que saliera la cabeza, todo fue más fácil. Había sacado al mismo tiempo una mano, y el resto se deslizó deprisa y con suavidad.

Lloró enseguida, y de inmediato la colocaron sobre mi estómago. Era preciosa. Pesaba 3 kilos y 990 gramos, y estaba en perfecto estado. Sentí un inmenso alivio. Deborah me hizo el desayuno. Qué gusto volver a comer... Brianna Joy fue el bebé número 1.937 que nació en La Granja. Yo estaba tan emocionada y me lo estaba pasando tan bien que no pude dormir en un buen rato.

El nacimiento de Abigail Rosalee — 21 de abril de 2000

Por Katie Hurgeton

Mi marido, George, nació en la Casa de Partos de La Granja casi 23 años antes de que descubriéramos que yo estaba embarazada; dado que era ferviente defensor de los partos naturales y en casa, se empeñó en que nuestro hijo naciera en el mismo sitio. No le costó mucho convencerme de que era el mejor método, por el niño y por mí.

Yo suponía que a mi madre le gustaría, le entusiasmaría que hubiéramos decidido tener el parto en casa, atendidos por las matronas más prestigiosas del país. Pero no se mostró ni contenta ni mucho menos entusiasmada. Al contrario, mi padre y ella me dijeron que estaba poniéndome en peligro yo y poniendo en peligro a su nieto antes de nacer. Cada vez que hablaba con ella, me contaba una historia terrorífica de algún parto que siempre acababa con un «... y si no hubiera estado en el hospital, habría muerto». Cuando agotó las historias, pasó a reprenderme por no querer una epidural.

«La necesitarás», me decía con una amable sonrisa. Por fin, George y yo tuvimos que decir a mis padres que sabíamos lo que opinaban pero íbamos a hacer lo que nos parecía, y que no había más que hablar. También les dijimos que, si seguían criticando o cuestionando nuestra decisión, dejaríamos de ir a verlos. Así que dejaron de hablar del tema... con nosotros. Mi madre empezó a llamar a mi pediatra, mi médico, su mejor amiga —que trabaja de enfermera en la planta de maternidad del Vanderbilt Hospital— y a mi antigua ginecóloga y tocóloga para pedirles referencias de las matronas. Por fin vino a contarme que todas esas personas le habían dicho que las matronas de La Granja eran las más preparadas y experimentadas de todas, que sabían lo que hacían y que mi madre tenía que RELAJARSE.

Esto no había hecho más que empezar.

En mi siguiente visita prenatal, Ina May y Pamela repasaron su lista: me preguntaron si había estado en contacto con varias enfermedades durante el embarazo. Cuando llegaron a la rubeola, las interrumpí.

—En el primer mes, me pusieron una vacuna contra la rubeola porque me la exigían para entrar en la universidad.

Se quedaron atónitas y me miraron con sonrisas incrédulas. Ina May dijo:

—Pero se supone que deben asegurarse de que no estás embarazada antes de ponerte la vacuna.

—Bueno, me preguntaron —expliqué—, pero estaba usando un método anticonceptivo, y no tenía ningún retraso en la regla todavía, así que me la pusieron.

Permanecieron calladas. Yo empecé a ponerme nerviosa.

—A lo mejor me equivoco. Mañana llamaré a mi médico para enterarme.

—Sí —dijo Ina May, todavía medio incrédula—, hazlo y luego nos llamas.

No pregunté nada, pero, cuando George y yo llegamos a casa, busqué la rubeola en mi ejemplar de Qué se puede esperar cuando se está esperando y me pasé el resto de la noche llorando. La pregunta del libro decía algo así como: «¿Conviene que aborte si he estado en contacto con la rubeola en los tres primeros meses de gestación?». Y la respuesta decía: «No es obligatorio». El libro advertía también de que la rubeola podía causar deformidades congénitas en el corazón. Me quedé destrozada. Cuando llamé a mi médico al día siguiente, me dijo que la vacuna no había sido más que un recuerdo y que no creía que tuviera ningún efecto negativo para el bebé. Una ecografía realizada a las 22 semanas indicó que mi embarazo seguía siendo de bajo riesgo y podía proseguir en la Casa de Partos.

Nuestra segunda visita al hospital fue inesperada. Estábamos viendo a las matronas, una de las últimas veces antes del parto. Me tomaron la tensión, como de costumbre, y empezaron a hacerme las preguntas de rutina.

—¿Algún dolor de cabeza?

—Sí. —Era el primer dolor de cabeza serio que había sufrido desde que me quedé embarazada.

—¿Cuándo?

—Esta mañana.

—¿Has tomado algo?

—Sí, paracetamol. Pero no me ha servido de nada.

—Voy a volverte a medir la tensión.

No le di importancia. Las matronas salieron de la habitación para hablar. Cuando volvieron a entrar, Ina May se acercó a la camilla en la que estaba yo reclinada y me dijo:

—Nos da la sensación de que tienes suficientes síntomas, y nos gustaría que... —George y yo contuvimos el aliento. Estábamos seguros de que Ina May nos iba a decir que me instalara en la Casa de Partos porque iba a ponerme de parto enseguida. Nuestra alegría duró poco— vayas al hospital a hacerte unas pruebas. Tienes síntomas de hipertensión gestacional.

George y yo nos hundimos. ¿El hospital? ¿Hipertensión gestacional? Después de que nos explicaran lo que era y qué posibles riesgos tenía, apesadumbrados, fuimos en nuestro coche hasta el hospital para encontrarnos allí con ellas. Si tenía hipertensión, no podría dar a luz en La Granja, sino que tendría que tener a mi hijo en el hospital.

Al llegar me dieron una habitación y un camisón y me conectaron a monitores para vigilarme el corazón y la tensión arterial. Tras una hora aproximada de observación y el comentario de mi médico —«Quizá la tensión te sube porque estás nerviosa ante la idea de dar a luz en La Granja» (en el hospital tenía la tensión normal)—, me dieron de alta. (Los médicos hablan de «hipertensión de la bata blanca»).

Pero este pequeño contratiempo hizo que mis padres se inquietaran todavía más. Mi madre me dio un tensiómetro portátil para que pudiera tomarme la tensión en casa. Un par de días después del hospital, el resultado fue tan alto que me alarmé. Mi marido estaba de teleconferencia en el trabajo, así que llamé a mi madre, que se apresuró a sugerirme que fuera al hospital. Por desgracia, el centro para el que trabajaba mi médico de cabecera estaba a dos horas de mi casa. Y como mi madre prefería que diera a luz en un hospital, decidí llamar a su amiga Anne, la enfermera de maternidad en el Vanderbilt que tanto había apoyado mi decisión desde el principio y que conseguía tranquilizar muy bien a mi madre. Esta vez, sin embargo, se mostró de acuerdo con ella. Pensó que yo tenía suficientes síntomas y la tensión demasiado alta. En mi última visita al hospital no me habían hecho análisis de sangre. A Anne no le gustó nada e insistió en que me los hicieran. Para eso, mi médico de cabecera tenía que mandarme a otro médico, y no le hizo ninguna gracia. Después de una conversación muy fría en la que volvió a decirme que, en su opinión, tenía la tensión tan alta por el nerviosismo de dar a luz en La Granja y añadió que iba a sugerir a Ina May que, en vista de ello, diera a luz en el hospital, me remitió al médico que había escogido Anne, después de prometer que iba a elegir a alguien que no fuera muy aficionado a la inducción.

Mi marido salió del trabajo y fuimos en coche hasta el Vanderbilt Hospital, donde un médico me vio y ordenó mi ingreso en la planta de maternidad. Volvieron a conectarme al monitor cardiaco fetal y las máquinas para medirme la tensión. Me sacaron sangre y esperamos a los resultados de los análisis.

Habíamos llamado a nuestras familias para que estuvieran alerta por si el médico decidía provocar el parto. Cuando nos trajeron los resultados, vimos que no tenía la tensión alta. Nos mandaron a casa con unas palabras tranquilizadoras: «Por supuesto que las matronas pueden asistir al parto de este niño». Mis padres no supieron si sentirse aliviados o todavía más nerviosos.

Rompí aguas a las cuatro de la mañana del 21 de abril, el día del funeral de mi abuelo, que había sido el único que me quedaba. Llamamos a Ina May y le preguntamos si debíamos ponernos en marcha de inmediato. Nos aconsejó que intentáramos relajarnos durante un par de horas y fuéramos después.

La primera contracción llegó a las 4:22. Salimos unas dos horas después, teniendo presente el consejo de mi madre: «Las contracciones no son nada agradables. Pero las contracciones en un vehículo en marcha lo son aún menos». Cogimos nuestras cosas del piso y nos fuimos. Aparte del hecho de que vomitar en un coche es más difícil que en un cuarto de baño, no recuerdo que hubiera mucha diferencia respecto a las contracciones.

Llegamos a la Casa de Partos poco después de las siete. Hacía frío, pero las matronas habían ido unas horas antes para poner la calefacción, de modo que el interior era cómodo y acogedor. Ina May y Pamela llegaron poco después y comprobaron mi dilatación.

—Menos mal que has decidido venir ya —dijo Ina May—. Estás ya en ocho centímetros.

Mientras paría, intenté no perder de vista el reloj para recordar cuánto tiempo pasaba en total y poder anotarlo después con exactitud. Sin embargo, salvo la hora de mi primera contracción y la hora a la que nació Abigail, no recuerdo mucho más. Cuando anoté todo después en mi diario, escribí que las contracciones habían durado unas cuatro horas y la fase expulsiva alrededor de dos. Ina May me dijo que algunas mujeres prefieren las contracciones y otras la parte de empujar. A mí me gustó más esta última. Me pareció que era la forma más eficaz de llegar al final.

Después de empujar durante aproximadamente dos horas y de que la cabeza coronara una sola vez, nació Abigail Rose. La hora oficial fueron las 10:22 de la mañana, seis horas exactas después de mi primera contracción. Ina May y Pamela la recibieron, la limpiaron, la pesaron —cuatro kilos— y la vistieron con la ropa más cómoda posible.

Llamamos a mis padres desde la Casa de Partos y cogieron el móvil justo cuando salían de su coche delante de la funeraria. Allí anunciaron a todos sus amigos y familiares su orgullo de ser abuelos (era su primera nieta). Según nos contaron, la gente no paró de acercarse a darles la mano y decirles: «¡Felicidades!» y, a continuación: «Lo siento mucho». Mi madre dijo que para ella fue una forma de recordar el círculo de la vida y la muerte y que Dios nos sostiene a todos en sus manos.

El nacimiento de Autumn Apple Windseed — 11 de noviembre de 1970

Por Kim Trainor

El nacimiento de mi primera hija en Manhattan se produjo según los procedimientos hospitalarios habituales. Me pusieron en una habitación a solas con mis miedos, y una enfermera me rompió el saco amniótico. Luego me llevaron a una planta ocupada por los gritos de las mujeres que estaban pariendo allí. En su mayoría, no hablaban una palabra de inglés. Los médicos eran todos chinos, y hablaban muy poco inglés o español.

Me dieron oxitocina para acelerar el parto (la oxitocina, llamada Pitocin en Estados Unidos y Syntocin en Gran Bretaña, es una poderosa hormona sintética que se administra a las mujeres para provocar o estimular el parto). Me dijeron que estuviera quieta. No hice caso y me senté en la cama, así que me ataron y la enfermera me regañó: «¡Deje de intentar ponerse en cuclillas!».

Colocaron una luz fluorescente enfocada en mi dirección para que los médicos pudieran ver bien cuando venían. Había cierto ambiente de parto en cadena, de modo que dejaron la luz encendida y me abandonaron, atada a la cama con mis contracciones. Al cabo de un tiempo que me pareció días (fueron 15 horas), sentí la cabeza de la niña entre las piernas. Llamé a la enfermera y le dije que me parecía que estaba a punto de dar a luz. Me llevaron a toda velocidad al paritorio, me pusieron unas medias y me colocaron los pies en los estribos, y me hicieron la episiotomía de rutina: 12 puntos. La niña salió literalmente en un grito, aullando y colorada, y se la llevaron antes de que pudiera ver de qué sexo era. Luego me atontaron con éter para coserme la episiotomía que me habían hecho sin necesidad. Al despertarme, por fin, me dijeron que había tenido una niña, que estaba sana y que pesaba 3 kilos y 880 gramos.

Intenté amamantarla, pero no me dieron más que 20 minutos de tiempo para hacerlo. Como me estaba costando, pedí ayuda. Una enfermera furiosa trató de enseñarme, a regañadientes. Me estrujó los pechos y declaró que no era el tipo de mujer capaz de dar de mamar. Cuando se llevaron a la niña por el pasillo hasta el nido, entre llantos, salí corriendo detrás de ella. Alcancé a la enfermera y agarré a mi hija para consolarla. Entonces llegaron un par de enfermeras que me apartaron de mi niña, me llevaron a la habitación y me dieron un fuerte sedante que me dejó despierta pero incapaz de moverme. Fue una experiencia increíblemente traumática. Salí dolorida y humillada, drogada y después de que me hubieran denegado mi instinto maternal y mi seguridad. Después de aquello, supe que jamás volvería a dar a luz en unas condiciones tan inhumanas.

El nacimiento de Lily Rose Heart — 20 de noviembre de 1976

Por Kim Trainor

No volví a tener un hijo hasta seis años después. Estaba decidida a parir en casa con una matrona, pero no sabía cómo conseguirlo. Una amiga mía me habló de La Granja y su ofrecimiento a las mujeres que no querían abortar pero no tenían ninguna ayuda. Yo estaba segura de que deseaba este hijo. No podía contar con el padre, así que pensé que, por lo menos, debía dar a luz en un lugar que facilitara el parto natural.

Llegué cuatro meses antes del nacimiento del bebé y me alojé en una vieja tienda de campaña del ejército con estructura de madera, una especie de mezcla entre tienda y cabaña. Me integré en la vida en los bosques de Tennessee en compañía de muchos otros padres y familiares. Éramos una comunidad de aproximadamente 400 personas cuando llegué en 1973. Estaba siempre trabajando en algún servicio comunitario, mientras que mi hija de cinco años también participaba en el grupo infantil, con el que cuidaba de los caballos y jugaba en el bosque bajo la vigilancia de otras madres cuando yo estaba trabajando. Otras cuatro madres y yo atendíamos a un grupo de niños cuando no estábamos haciendo alguna otra cosa.

Cuando me llegó el momento de dar a luz, ya conocía bien a las mujeres que iban a ejercer de matronas. Me sentía sana y completa gracias a la dieta totalmente vegetariana de La Granja. Mi hija, el bebé por nacer y yo estábamos estupendamente.

Lily

Cuando rompí aguas, llamé a Leslie, una de las matronas de guardia, para decirle que estaba a punto de empezar el parto. Vino a toda prisa a comprobar cuán dilatada estaba. Todo, en un ambiente cariñoso y relajado. Mi hija entró y salió de la habitación durante un rato, pero una de las mujeres se ocupó de ella mientras yo paría. Las ráfagas eran fuertes y regulares. Me rodeaban cinco mujeres maravillosas, que habían tenido sus propios hijos en casa y sabían cómo me sentía. Me animaron, me masajearon, bromearon conmigo, me dieron besos. Me sentí una persona valiosa que estaba dando a luz a un niño valioso.

Cuando estaba en plena transición, di un grito ahogado y pensé que no podía seguir adelante. Entonces, la mujer que estaba detrás de mí dijo: «Lo que necesitas es esto», y me dio un beso, lo cual me hizo reír. Entonces empecé a empujar, y me pareció una sensación genial. Muy agradable. Emití un profundo quejido, casi como el de una vaca. Empezó a oscurecer y a bajar la temperatura, así que encendimos la lámpara de queroseno y alimentamos el fuego de la estufa.

El éxtasis del alumbramiento fue increíble. Mi hija salió de golpe, una niña larga y elegante, 4 kilos y 360 gramos sin que sufriera ni un solo desgarro. Todas nos reímos. Qué sentimiento de euforia. Las matronas me colocaron a Lily sobre el pecho y todas la admiramos y la adoramos. Les di las gracias y ellas me las dieron a mí por haber sido tan fácil de ayudar durante el parto.

Intimé de forma natural con mi hija. Aprendió a mamar fácilmente y con alegría, y yo me sentí fuerte y poderosa. Pensé que, si era capaz de aquello, era capaz de cualquier cosa. Aquella comunidad de personas honradas y trabajadoras me habían enseñado a ser mi verdadero yo. Decidí quedarme a vivir con ellas y hacer de ellas mi tribu y mi familia.

El nacimiento de Otis Francisco — 2 de julio de 1980

Por Kim Trainor

El verano de la erupción del monte Santa Helena fue uno de los más cálidos que recuerdo, y estaba empezando a sentir que mi bebé quería nacer ya. Empecé a notar ráfagas regulares a las cinco de la mañana. El sol estaba asomando, pero ya hacía mucho calor. Había dormido en el piso de abajo porque estaba acalorada e incómoda. Me levanté y me preparé para un parto largo y ardiente.

Pocas horas después estaba todo el mundo levantado, y les dije que el niño iba a nacer pronto. Las matronas vinieron a examinarme y vieron que tenía el cuello dilatado unos cinco centímetros. No rompí aguas como en los otros dos partos. Las matronas sugirieron que me fuera a andar por el bosque con mi marido, para que la gravedad me ayudara y me abriera más. Caminamos una o dos horas, un rato en el que me sentí como en un espacio intemporal, en el que todos los sonidos, todos los olores y todos los colores estaban iluminados y realzados. Sentía cómo mi bebé me iba abriendo y, cuando las ráfagas eran más intensas, me apoyaba en un árbol. Las ráfagas se hicieron más fuertes y más frecuentes y decidí subir la colina y volver a la cama.

Cuando regresamos, tenía casi ocho centímetros, pero la bolsa estaba todavía intacta. Paseé junto a la cama un rato. Cuando por fin se rompió la bolsa, casi completamente dilatada, salió de mi interior una cantidad increíble de agua. Entonces sentí la cabeza del niño presionando el cuello del útero, e inmediatamente tuve ganas de empujar.

Empujar fue un alivio. Pronto apareció la cabeza y nació el niño. Ina May me dijo que dejara de empujar y quitó a toda velocidad el cordón umbilical, que estaba dando tres vueltas alrededor del cuello del bebé. ¡Blup!, ¡blup!, ¡blup! Entonces salió el resto del cuerpo, de color morado, casi negro. Era asombroso. Las matronas dijeron que nunca habían visto un cordón tan largo como el de Otis. Medía 1,20 metros y tenía un nudo. Otis se mostró feliz de haber salido. Las matronas lo colocaron enseguida sobre mi pecho. Había nacido con hambre y con un peso de 4 kilos y 600 gramos.

Poco después de que naciera, decidí ir al piso de abajo. Hacía mucho calor y el cielo estaba de color morado oscuro, como mi hijo en sus primeros momentos. Recuerdo cómo soplaba el viento por la escalera mientras bajaba con mi precioso bebé. Estallaron rayos y truenos, y empezó a caer la lluvia, que volvió todo más fresco y confortable. Me alegré de haber tenido a mi hijo rodeada de amigos y familiares. Toda la casa le dio la bienvenida y le mostró su adoración.

La alegría de dar a luz a Grace — 3 de abril de 2000

Por Kathryn B. van de Castle

Podrían pensar que yo era una candidata ilógica para dar a luz en un centro natal en el Tennessee rural. Soy la típica mujer estadounidense de clase media alta a la que no le gusta nada el dolor. Desde que era niña sabía que mi madre lo pasó muy mal cuando yo nací. Me mareo cuando oigo palabras como flebotomía. A eso se añade que me casé con Keith (que es médico) a los 37 años, después de un noviazgo de ocho meses, y que concebimos a nuestro hijo dos semanas después. Como es natural, durante el embarazo estábamos todavía conociéndonos. Keith fue un compañero increíble y maravilloso en una situación a veces difícil debido a las náuseas prolongadas y a una muerte que se produjo en la familia. Compraba comida que me apetecía cuando yo tenía tantos ascos que no podía ni entrar en un supermercado, me ayudó a hacer dieta cuando mi médico de Virginia decidió que tenía diabetes gestacional, y me animó todo el tiempo.

Grace, su hermana pequeña Faith, Kathryn y Keith, sus padres

Mi hermana, que es enfermera de ginecología, me dio un buen consejo.

—No te leas un montón de libros —dijo—. Y no planifiques el parto. Cuanto más escribas exactamente cómo quieres que sea, más probable es que no sea así.

Me explicó que leer demasiado podía interferir con la capacidad de dejarse llevar por lo que te indica tu propio cuerpo. Me convenció y no cogí ni un solo libro de preparación al parto.