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Jazmín 1814 ¿Se había convertido en novia por conveniencia? Harriet no tenía el menor interés en atrapar a un marido rico, pero su tiendecita tenía tantas deudas que se sintió tentada a aceptar la proposición del guapísimo millonario italiano Marco Calvani. Si regresaba a Roma con él, Marco le prestaría el dinero necesario para saldar sus deudas. Y, si se casaban, se olvidaría de dicho préstamo. Marco era muy persuasivo, por no hablar de su irresistible atractivo; así que Harriet accedió a ir a Roma. Y estaba dispuesta a seguir adelante con el matrimonio... pero solo si estaba basado en el amor y no en la conveniencia.
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Seitenzahl: 206
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2003 Lucy Gordon
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hechizo italiano, JAZMIN 1814 - abril 2023
Título original: THE ITALIAN MILLIONAIRE’S MARRIAGE
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo
Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411419116
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
NO ME hace falta un marido, ¿no lo comprendes? No necesito un marido. Y tampoco quiero un marido –dijo Harriet d’ Estino con un estremecimiento que asombró a su interlocutora.
–Harriet, tanquilízate –le rogó.
–¿Un marido? ¡Por Dios! He vivido veintisiete años sin un estorbo semejante y…
–¿Quieres escucharme?
–¿Y con qué me encuentro? ¡Con que a mi propia hermana no se le ocurre mejor cosa que buscarme pareja!
–No te estoy buscando pareja. Simplemente me pareció que Marco podría serte útil –dijo Olympia.
Harriet hizo un gesto de contrariedad.
–Ningún hombre es útil –dijo firmemente–. La especie no tiene esas virtudes.
–De acuerdo. No discutiré.
Eran hermanastras, una inglesa y otra italiana. Solo su cabello rojizo las emparentaba. Pero el pelo de Olympia, la menor, formaba una atractiva y voluminosa cabellera, mientras que el cabello de Harriet era liso y austero.
Su ropa también revelaba la diferencia entre hermanas. Olympia se vestía con ropa de diseño italiana. Harriet, en cambio, parecía ponerse lo primero que encontraba. La figura de Olympia era delgada y coqueta. Harriet era, ciertamente, delgada, pero nada más.
Olympia miró alrededor. Estaban en una exquisita tienda de arte y antigüedades de Londres, situada en el West End.
–¡Es espléndido! –dijo Olympia, mirando un busto de bronce de un hombre joven.
–Siglo primero. Romano –dijo Harriet, alzando la vista–. Emperador César Augusto.
–Realmente impresionante –murmuró Olympia, estudiando su cara–. Esa nariz aguileña, esa cabeza aristocrática sobre ese cuello musculoso y largo… Y esa boca… Tan sensual… Apuesto a que era un tigre con las mujeres.
–Piensas demasiado en el sexo –le reprochó Harriet.
–Y tú no piensas nada en él. No es bueno.
Harriet se encogió de hombros.
–Hay otras cosas interesantes en la vida.
–Te equivocas –dijo Olympia, convencida–. Me gustaría que estuvieras tan interesada en los hombres muertos como en los vivos.
–¡Pero, qué dices! –exclamó Harriet–. ¡Si acabas de suspirar por un hombre que lleva muerto dos mil años! De todos modos, los hombres muertos son mejores. No mienten ni seducen a tus amigas. Y puedes hablarles sin que te interrumpan.
–¡Qué cínica eres! ¿Sabes? Marco es muy cínico también. Si no, se habría casado hace mucho tiempo.
–¡Ajá! ¡Es madurito!
–Marco Calvani tiene treinta y cinco años, tiene mucho dinero y es muy apuesto –dijo Olympia con énfasis.
–Entonces, ¿por qué no te casas tú con él? Me dijiste que te lo pidió a ti primero.
–Lo hizo solo porque su madre es una vieja amiga de la madre de pappa, y tiene la romántica idea de unir a las dos familias.
–¿Y él hace lo que le dice su madre? ¡Es una bruja!
–En absoluto. Marco es un hombre al que le gusta hacer las cosas a su manera. Y al parecer, quiere casarse.
–¡Está chiflado!
–Es un banquero dedicado a los negocios. Se ha dado cuenta de que ya es hora de que se case y no quiere andar a la caza.
–¡Es homosexual!
–Según mis amigas, no. De hecho, tiene fama de donjuán. Algo así como que las ama y las deja. No se involucra emocionalmente. Solo una aventura rápida y adiós, antes de que las cosas se pongan más complicadas.
–Según tu descripción, es irresistible, ¿sabías?
–Lo justo es que te cuente los defectos y las virtudes. Marco no es romántico, por eso hace esto. Sería más una fusión que un matrimonio, y he pensado que como tú eres tan seria también…
–¿Y quieres que acepte a un hombre que tú rechazas? ¡Oh, gracias, Olympia!
–¿Quieres dejar de ser tan cínica? Me he tomado todas estas molestias para advertirte de que tal vez venga por aquí la semana próxima…
–Y te lo agradezco. Justamente me iré de vacaciones al Polo la semana que viene…
–¡Dios mío! ¡Agotas la paciencia de cualquiera! ¡Acabarás siendo una solterona!
LO HAS pensado bien, muchacho? –preguntó, preocupada, la señora Lucia Calvani, viendo a su hijo cerrar la maleta.
Marco le sonrió brevemente, con la ternura que no le dedicaba a nadie más que a su madre. Pero no se detuvo.
–¿Qué es lo que tengo que pensar, mamma? En todo caso, estoy haciendo lo que tú querías.
–¡Tonterías! Tú nunca haces nada que no sea lo que tú quieres –dijo su madre.
–Es cierto. Pero quiero complacerte –respondió Marco–. Querías una unión entre la nieta de tu vieja amiga y yo, y estoy de acuerdo.
–Si realmente te gusta la idea, dímelo amablemente, y no te dirijas a tu madre como si estuvieras en una reunión de la junta directiva –dijo su madre.
–Lo siento –Marco le dio un beso en la mejilla, con un toque sincero de arrepentimiento–. Pero como estoy haciendo lo que querías, no comprendo por qué estás preocupada.
–Cuando dije que quería verte casado con la nieta de Etta, estaba pensando en Olympia, como bien sabes. Es elegante, sofisticada, se mueve en los círculos de la alta sociedad de Roma, y habría sido una esposa admirable.
–No estoy de acuerdo. Es frívola e inmadura. Su hermana es mayor y, al parecer, es seria.
–Ha sido criada en Inglaterra. Es posible que ni siquiera hable italiano.
–Olympia me ha dicho que sí. Es bastante intelectual, y podría ajustarse a los requisitos que exijo.
–¡Requisitos que exijo! –exclamó Lucia–. ¡Estás hablando de una mujer! ¡No de un paquete de acciones!
–Es una forma de hablar –Marco se encogió de hombros–. ¿Me dejo algo? –miró alrededor.
El sol de la mañana entraba por el ventanal. Salió un momento a respirar el aire fresco y a disfrutar de Via Veneto. Desde aquel apartamento del quinto piso de un elegante edificio podía ver San Pedro a la distancia, y el río Tíber. Cuando el aire estaba limpio, podía oír el sonido de las campanas flotando en el aire, a través de la ciudad. Se paró a escuchar un momento y a observar la luz reflejada en el agua. Lo hacía todas las mañanas, aunque tuviera prisa, y esto habría sorprendido a mucha gente que pensaba que Marco era una máquina calculadora y nada más.
El interior de su casa, en cambio, hubiera confirmado los prejuicios de esa gente. Era una casa amueblada y decorada con cosas caras pero a la vez era muy espartana, sin ningún toque de calidez. Era el hogar de un hombre muy metido en su mundo. Los suelos de mármol brillaban. Los muebles eran modernos en su mayor parte, adornados con uno o dos valiosos jarrones y un par de cuadros que costaban una fortuna.
Era normal que hubiera elegido vivir en el centro de Roma, porque su corazón, su mente y toda su presencia, eran romanas. Su altura, su complexión, y su planta, eran la de un hombre que descendía de una raza de emperadores.
Y no estaba demasiado alejado de la realidad, porque, ¿no eran los banqueros internacionales los emperadores del mundo moderno?
Con treinta y cinco años, ya destacaba entre sus contemporáneos en el mundo de los negocios: comprando, vendiendo, fusionándose, haciendo acuerdos. Para él todo eso era como el aire que respiraba. Y no era extraño que hablase de su matrimonio como si se tratase de un negocio.
–Mamma, no sé cómo te atreves a reprochármelo, cuando has sido tú misma quien me ha propuesto la fusión.
–Bueno, alguien tiene que preocuparse de arreglar matrimonios apropiados en esta familia. ¡Cuando pienso en ese viejo estúpido comprometido con el ama de llaves…!
–Supongo que cuando dices «viejo estúpido», te refieres a tío Francesco, el conde Calvani, el cabeza de nuestra familia –dijo Marco.
–El ser conde no lo salva de ser un viejo estúpido –dijo Lucia–. Tampoco Guido se libra de su estupidez por ser su heredero. ¡Mira que planear casarse con una inglesa…!
–Pero Dulcie proviene de una familia con título, lo que es muy apropiado –murmuró Marco, tomándole el pelo a su madre, a su manera.
–Una familia con título que dilapidó toda su fortuna en el juego. Me han contado historias terribles de lord Maddox, y no creo que su hija sea mucho mejor. Ya lo verás.
–Que no te oigan criticar a sus mujeres –le advirtió Marco–. Están muy contentos con ellas, y se enfadarían contigo.
–No tengo intención de ser ruda, pero es la verdad. Alguien tiene que casarse como es debido. ¡Y no creo que lo haga ese descastado de la Toscana!
–No creo que Leo se case –respondió Marco, quien reconoció perfectamente a su primo en aquella descripción–. Hay muchas mujeres deseosas de atraparlo en la zona. Al parecer, busca muchas relaciones breves, físicas sobre todo, debido a…
–No seas grosero. Si él no va a cumplir con su deber, más motivo para que tú cumplas con el tuyo.
–Bueno, tengo que marcharme a Inglaterra para hacerlo. Si la chica me parece bien, me casaré con ella.
–Y si tú le pareces bien a ella… Quizás no caiga rendida a tus pies.
–En ese caso, volveré y te informaré de mi fracaso.
No parecía muy preocupado por esa perspectiva. Marco había conocido a pocas mujeres que no se sintieran impresionadas por él. Olympia, por supuesto, lo había rechazado, pero se conocían desde la infancia, y eran, en cierto modo, como hermanos.
–Me preocupas –dijo Lucia, estudiando su cara y tratando de discernir lo que estaba pensando–. Me gustaría que tuvieras un hogar feliz, en lugar de que malgastes tu tiempo en aventuras que no significan nada. ¡Ojalá te hubieras casado con Alessandra! ¡A estas alturas ya tendrías tres hijos!
–No éramos una pareja adecuada. Dejémoslo ahí –le advirtió Marco.
–Claro… –dijo Lucia.
Cuando Marco ponía una barrera, era mejor no insistir.
–Es hora de que me vaya –dijo Marco–. No te preocupes, mamma. Solo voy a conocer a Harriet d'Estino y a formarme una idea de ella. Si no me gusta, no voy a decirle nada.
Cuando subió al avión que lo llevaba a Londres, Marco pensó que estaba actuando de un modo poco habitual en él. Solía pensar bien las cosas, pero en este caso estaba siguiendo un impulso.
O al menos, parecía un acto impulsivo. Él era un hombre metódico, y tenía una vida de orden, porque el orden normalmente llevaba al éxito. El orden significaba estabilidad, una acción correcta llevada a cabo en el momento adecuado. Había intentado casarse a los treinta, y lo habría hecho si Alessandra no hubiera cambiado de parecer.
Pero todo lo relacionado con su fallido compromiso era pasado. Incluso el hecho de haberse puesto en ridículo desde el punto de vista emocional. Los hombres debían aprender de su experiencia; no volvería a abrir su corazón de ese modo.
La sugerencia de su madre de un sensato matrimonio, había sido como un envío del cielo. Formar una familia, sin involucrarse afectivamente, era lo que necesitaba.
Llegó a Londres al final de la tarde, ocupó una suite del Ritz y se pasó el resto del día hablando por teléfono, pendiente de varios asuntos que necesitaban de su atención personal. La diferencia horaria de cinco horas entre América y Europa lo obligó a no perder el tiempo hasta que los vio resueltos. Para entonces, la Bolsa de Tokyo ya estaba abierta, y entonces siguió trabajando hasta las tres de la madrugada. Luego se fue a la cama y durmió cinco horas, eficientemente, como todo lo que hacía.
Así pasó la noche antes de conocer a la mujer con la que pensaba casarse.
Desayunó fruta y café antes de salir a caminar la corta distancia que lo separaba de la Galería d'Estino. Calculó perfectamente el tiempo, y llegó a las nueve menos cuarto, antes de que abrieran. Esto le daría tiempo para hacerse una idea del sitio antes de conocer a su dueña.
Le gustó. El local era exquisito, y aunque no podía ver las piezas a través de las rejas de las ventanas, lo que pudo ver, le pareció bien escogido. Su idea sobre Harriet d'Estino se le hizo más clara: una mujer elegante, de refinada mente e intelecto… Le gustó la idea.
Su entusiasmo empezó a desvanecerse cuando llegaron las nueve y vio que la tienda no se abría. Falta de eficiencia, pensó. Un pecado imperdonable. Se dio la vuelta y se chocó con alguien que gritó:
–¡Ay!
–Perdone –murmuró Marco a la joven que estaba saltando en la acera, encogiendo un pie.
–No es nada –respondió ella, con gesto de dolor, a punto de perder el equilibrio hasta que Marco la sujetó.
–Gracias –dijo ella, recuperando el equilibrio–. ¿Quería entrar?
–Bueno, ya es más tarde del horario de apertura –señaló Marco.
–¡Oh, sí! Espere un momento. Yo tengo la llave.
Mientras ella revolvía en un manojo de llaves, él la observó detenidamente, y no encontró nada que le gustase. La chica llevaba vaqueros y un jersey que parecían haber sido escogidos solo por su utilidad; un sombrero azul de lana le cubría totalmente el cabello. Era posible que fuera joven, incluso atractiva, pero era difícil de apreciar porque tenía el aspecto de un trabajador a pie de obra. Harriet d'Estino debía de haber estado desesperada por conseguir una empleada para haber contratado a alguien con tan poca gracia y elegancia.
Después de un momento, que a él le pareció eterno, lo hizo pasar.
–Un momento, por favor –dijo la mujer, dejando sus cosas y empezando a abrir las rejas–. Ya estoy con usted…
–En realidad, quería ver a la dueña.
–¿No le sirvo yo?
–Me temo que no.
La joven se quedó petrificada. Luego le dedicó una mirada nerviosa, y cambió su actitud repentinamente.
–Claro, debí imaginármelo. ¡Qué tonta soy! Es que esperaba tener un poco más de tiempo… Quiero decir, la dueña creía que contaba con más tiempo… Me temo que la señorita d'Estino no está aquí ahora mismo.
–¿Puede decirme cuándo va a venir? –preguntó Marco, pacientemente.
–Tardará mucho en venir. Pero puedo dejarle un mensaje.
–¿Puede decirle que Marco Calvani ha venido a verla?
–¿Quién? –preguntó ella, fingiendo desconocimiento.
–Marco Calvani. Ella no me conoce, pero…
–¿No es usted oficial de justicia, entonces?
–No –dijo Marco, mirándose instintivamente el traje de Armani–. No soy oficial de justicia.
–¿Está seguro?
–Creo que lo sabría si lo fuera.
–Sí. Por supuesto. Y es italiano, ¿verdad? Ahora reconozco su acento. Aunque no tiene mucho, así que al principio no me he dado cuenta.
–Trato de hablar otros idiomas lo más correctamente posible –dijo él–. ¿Le importaría decirme quién es usted?
–¿Yo? ¡Oh! Soy Harriet d'Estino.
–¿Usted? –no pudo disimular la sorpresa en su voz.
–Sí. ¿Por qué no puedo serlo?
–Porque acaba de decirme que no estaba aquí.
–¿Sí? ¡Oh…! Bueno, debo de haberle entendido mal.
Marco la miró, preguntándose si estaba loca, si era retorcida o si simplemente era tonta.
La mujer se quitó el gorro de lana, y dejó caer su cabello largo sobre sus hombros. Entonces se dio cuenta de que estaba diciendo la verdad, porque tenía el cabello del mismo color rojizo que su hermana Olympia. Aquella era la mujer con la que había pensado casarse. Marco respiró profundamente.
Harriet lo observó, frunciendo el ceño levemente.
–¿Nos conocemos? –preguntó.
–Creo que no –respondió Marco.
–Su cara me resulta familiar…
–No nos conocemos –le aseguró él, pensando que la recordaría.
–Voy a preparar un café.
Harriet fue a la trastienda. Estaba enfadada consigo misma por haber hecho semejante lío, después de la advertencia de Olympia. Pero se había convencido de que Marco no se molestaría en ir a verla, y había estado tan preocupada con sus acreedores que había tenido poco tiempo de pensar en otras cosas.
Como experta en antigüedades, Harriet no tenía rival. Su gusto era impecable, y su instinto también, y muchas instituciones aceptaban su opinión como decisiva. Pero era incapaz de traducir esta habilidad en ganancia comercial, y sus facturas se estaban apilando.
El café empezó a salir y Harriet volvió a la realidad. Habría dado cualquier cosa por no haber dejado traslucir sus preocupaciones económicas delante de aquel hombre, pero tal vez él no se hubiera dado cuenta.
Luego se había quedado pensando en su parecido con alguien conocido.
Le había prometido a Olympia no dejar que Marco sospechase que ella le había avisado de su visita por adelantado, así que sería mejor hacerse la tonta.
–¿Para qué quería verme, señor… Calvani… era su nombre?
–¿Mi nombre no le dice nada?
–Lo siento, ¿debería sonarme de algo?
–Soy amigo de su hermana, Olympia. Creí que ella me habría mencionado.
–Solo somos medio hermanas. Hemos crecido separadas y no nos vemos muy a menudo. ¿Cómo está ella?
–Como siempre, haciendo vida social. Le he dicho que vendría a verla cuando estuviera en Londres. Si le apetece, podríamos salir esta noche, ir a algún espectáculo tal vez, y cenar luego.
–Eso sería estupendo.
–¿Qué tipo de espectáculo le gusta?
–He intentado conseguir entradas para Dancing On Line, pero se habían agotado. Y esta noche es la última representación.
–Creo que puedo conseguirlas, de todos modos.
Ella sintió cargo de conciencia.
–Si está pensando en la reventa… Las entradas costarán una fortuna. No debí decir nada…
–No me hará falta recurrir a la reventa –respondió él, sonriendo.
Ella lo miró con respeto y desconfianza a la vez.
–¿Puede conseguir entradas para este espectáculo en el momento?
–Ahora ya no puedo fallar, ¿no cree? Déjelo en mis manos. La recogeré aquí a las siete.
–De acuerdo. También podemos ir a otro espectáculo, si no puede conseguir entradas para ese. Realmente, no me importa.
–Iremos a ese espectáculo y a ningún otro –dijo él firmemente–. Hasta esta noche.
–Hasta esta noche –dijo ella, aturdida.
Marco se dirigió hacia la puerta. Luego se dio la vuelta como si se hubiera olvidado de algo.
–Por cierto, a mí me gusta mezclar los negocios con el placer. Tal vez pueda echar una ojeada a esto y tasarlo –sacó un paquete de su bolsillo y lo desenvolvió.
Era un fabuloso collar de oro macizo. Harriet lo agarró y lo llevó a su escritorio. Encendió una luz brillante.
–Tengo un amigo en Roma que se especializa en estas cosas –dijo Marco–. Me ha dicho que esta es una de las mejores piezas griegas que ha visto.
–¿Griega? –dijo ella sin alzar la mirada–. ¡Oh, no! Etrusca.
Acababa de pasar la primera prueba, pero él quiso seguir examinándola.
–¿Está segura? Mi amigo es un experto.
–Bueno, es difícil de distinguirlas –admitió ella–. Los orfebres de los períodos arcaicos y clásicos… –Harriet siguió hablando interminablemente.
No había forma de pararla, pensó Marco.
–La joyería etrusca del siglo primero al tercero antes de Cristo se parece mucho al trabajo de los griegos pero, por influencia celta…
Marco escuchó con satisfacción. Era un poco extraña, tal vez, pero ahí estaba la dama culta que esperaba encontrar. Aquella fabulosa pieza llevaba dos siglos en su familia. Y era etrusca. Y ella lo había reconocido.
Luego Harriet borró su satisfacción diciendo:
–¡Ojalá fuera auténtica!
Él la miró.
–¡Por supuesto que es auténtica!
–No. Me temo que no. Es una copia muy buena, una de las mejores que he visto. Comprendo que haya engañado a su amigo…
–Pero a usted, no –dijo él, algo ofendido por el desafío de la mujer a un amigo inexistente.
–Siempre me han intersado especialmente las piezas de Etruria –respondió Harriet, nombrando la provincia que luego había sido Roma y sus alrededores–. Visité una excavación hace un par de años y fue fascinante…
–¿Y eso le da derecho a pronunciarse acerca de esta pieza? –la interrumpió. Se sintió molesto. Su malhumor estaba reemplazando a sus buenos modales.
–Mire, sé de lo que estoy hablando, y, sinceramente, ese experto suyo, no, puesto que no distingue lo griego de lo etrusco.
–Pero según usted es falso, por lo que no puede ser etrusco.
–Es una copia, y quien lo haya copiado, ha copiado una pieza etrusca, no una griega –afirmó Harriet.
La transformación en ella fue asombrosa, pensó él. Había desaparecido la torpe joven que se había chocado con él en la puerta, y en su lugar había una mujer con autoridad, segura, implacable. Y a Marco le habría parecido admirable, de no ser porque, con su juicio acerca de la pieza, estaba disminuyendo su fortuna en un millón de dólares.
–¿Quiere decir que esto no vale nada?
–¡Oh, no! Tiene algo de valor. El oro debe valer algo –dijo ella, como si fuera un adulto aplacando a un niño con una rabieta.
–¿Puede explicarme su opinión?
–Todos mis instintos me dicen que esto no es auténtico.
–Se refiere a intuición femenina.
–No. No hay nada de eso. Es curioso. Yo habría esperado que un hombre como usted lo supiera. Mi intuición está basada en el conocimiento y la experiencia.
–Que es un nombre distinto para lo que vulgarmente se conoce como intuición femenina. ¿Por qué no es sincera y lo admite?
–Señor como quiera que se llame, si ha venido aquí para ofender, pierde el tiempo. El peso de este collar no es el que debiera. Un collar etrusco auténtico habría pesado un poco más. ¿Sabe usted que hay pruebas científicas que han demostrado que el oro etrusco tenía siempre el mismo peso y…?
–Bien, bien –la aplacó–. Estoy seguro de que tiene razón.
–¡Por favor, no me trate como si fuera una niña!
–Perdóneme –dijo Marco haciendo un esfuerzo–. No he querido ser maleducado.
–Bueno, supongo que es comprensible, teniendo en cuenta que lo he dejado mucho más pobre.
–No admito que me haya dejado más pobre, puesto que no acepto su valoración.
–Comprendo que no lo haga –dijo ella amablemente, algo que a él lo irritó terriblemente–. Cuando regrese a Roma, ¿por qué no le dice a su amigo que vuelva a echarle un vistazo a esto? Pero no le crea nada de lo que diga, porque no diferencia lo griego de lo etrusco.
–La recogeré a las siete aquí –dijo Marco con una sonrisa forzada.
A LAS SIETE Harriet miró por la ventana y vio que iba a estallar una tormenta. Había ido a su casa para vestirse para salir y había vuelto rápidamente, para no hacerlo esperar.
Pero, al parecer, él no había tenido ese detalle con ella. Llegaron las siete y cinco, siete y diez… A las siete y cuarto Harriet murmuró un juramento impropio de una dama y se preparó para irse.
Acababa de cerrar la puerta para marcharse y estaba mirando la lluvia, malhumorada, cuando llegó un taxi. Se abrió la puerta, y salió una mano invitándola a subir. Ella la tomó y la mano tiró de ella hacia adentro.
–Te pido disculpas por llegar tarde –dijo Marco–. He tomado un taxi debido a la lluvia y me he visto atrapado en un atasco. Afortunadamente, el espectáculo no empieza hasta las ocho, así que aunque vayamos despacio, llegaremos.
–¿Has conseguido las entradas, entonces?
–Ciertamente, las he conseguido. ¿Por qué lo has dudado?
–¿A quién has extorsionado?
Marco sonrió.