Herencia española - Susan Stephens - E-Book
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Herencia española E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

El éxito de su proyecto estaba en las manos de su irresistible vecino. Annalisa Wilson estaba encantada con la vieja casa menorquina que acababa de heredar por sorpresa. Pero su proyecto de rehabilitación de la propiedad se vio interrumpido por la aparición de su atractivo vecino, Ramón de Crianza Pérez. Ramón era poderoso, rico y estaba acostumbrado a hacer las cosas a su manera; por eso se puso tan furioso cuando Annalisa rechazó su oferta de comprarle la casa. Pero también debía admitir que se sentía intrigado. De hecho, cuanto más conocía a aquella orgullosa y bella mujer, más la deseaba. Y siempre conseguía lo que quería...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Susan Stephens

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Herencia española, n.º 1437 - noviembre 2017

Título original: A Spanish Inheritance

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-467-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

ESTA playa es privada.

La grave voz hizo que Annalisa diera un respingo y se agarrara la parte de arriba del biquini antes de abrir los ojos y encontrarse con un hombre de pecho descubierto y fuerte.

–Perdón –dijo automáticamente.

Pero, bueno, ¿dónde ponía que aquella playa menorquina fuera para uso exclusivo de arrogantes hombres españoles?

–Solo estaba…

–Sé muy bien lo que está haciendo –la interrumpió.

–No hay ningún cartel que diga que es privada –se defendió fijándose en aquel imponente treintañero de piel bronceada y expresivos ojos negros.

–¿Usted pone un cartel en el jardín de su casa? –contestó él.

–No, pero mi jardín está rodeado por una valla y tiene puerta –apuntó Annalisa.

Para su sorpresa, el desconocido sonrió.

–Touché, señorita…

–Wilson. Annalisa Wilson –contestó ella sintiendo ganas de cruzarse de brazos para taparse el pecho.

No porque él se lo estuviera mirando sino porque, aunque no lo tenía tan cerca, la estaba poniendo nerviosa.

Y, para colmo, estaba sonriendo. En lugar de tranquilizarla, aquella impoluta sonrisa blanca la puso todavía más nerviosa.

–Encantado de conocerla, Annalisa. Un nombre muy bonito.

–Gracias. Mi padre era español.

–¿De verdad?

¿Por qué parecía hacerle gracia?

–Ramón de Crianza Pérez –se presentó él alargando la mano.

Al estrecharle la mano, notó su fuerza y la retiró rápidamente.

–Siento haberme metido en su playa –se apresuró a decir–. Me iré…

–¿Irse? ¿Cómo?

–Como he venido –contestó Annalisa–. Nadando desde el otro lado del espigón –añadió señalando la lengua de rocas que se adentraba en el mar.

–¿Desde el otro lado del espigón?

–Sí, ¿por qué?

–¡Porque es muy peligroso!

–A mí no me lo ha parecido…

–Ya –dijo Ramón mirándola con autosuficiencia.

Annalisa se dio cuenta de que estaba acalorada y no era solo por el sol.

–Bueno, usted ha venido nadando desde el barco, ¿no? –se defendió mirando el impresionante yate anclado en la bahía.

–Veo que se considera usted una atleta excepcional.

–Era del equipo de natación del colegio.

–¿En piscina?

–Sí, claro.

–El Mediterráneo no es una piscina –apuntó Ramón–. En esa zona del espigón hay fuertes corrientes que…

–Una nadadora fuerte…

–Debería respetar –sentenció Ramón.

–He llegado sana y salva –murmuró Annalisa dudando ante la determinación de aquel hombre.

–La suerte del principiante –dijo Ramón dando el tema por zanjado–. Vamos, la acompañaré fuera de mis tierras.

«¡Sus tierras! Eso quiere decir que somos vecinos», pensó Annalisa intentando no mostrar su asombro.

–Tengo que volver nadando porque no he traído ropa –insistió dando un paso atrás cuando él se acercó.

–Ya encontraremos algo en casa –contestó Ramón mirándola de arriba abajo.

¿En casa? ¿Después de aquella mirada? El mar no era nada comparado con el peligro que había en tierra, así que intentó adentrarse en el agua, pero Ramón se lo impidió.

–Mi chófer la llevará donde desee.

–Mire, sé que está intentando ser amable…

–Esto no tiene nada que ver con la amabilidad –la interrumpió Ramón–. Lo que intento es que no cometa otro error –añadió impaciente.

–No me va a pasar nada –insistió Annalisa–. No es para tanto.

–No tengo mucho tiempo y mi propuesta no ha sido una sugerencia –dijo Ramón señalándole un sendero que subía por el acantilado.

Annalisa se dio por vencida, de momento, y obedeció apretando los dientes. Mientras caminaba detrás de él, no pudo evitar fijarse en sus soberbios hombros y en su estupendo trasero. Menos mal que el encuentro, aparte de dejarle el orgullo magullado, tenía alguna recompensa.

Subieron los pulidos escalones y, en lo alto, un sirviente vestido de blanco inmaculado les dio los buenos días con unas toallas amarillas en el brazo.

–Por favor, Rodríguez, acompañe a la señorita Wilson a una de las habitaciones de invitados –dijo Ramón–. Que tome algo fresco ante de irse –añadió–. Seguro que Margarita encuentra algo de ropa para usted –concluyó mirando a Annalisa y poniéndole una toalla por los hombros.

–Gracias –contestó ella intentando ignorar la descarga eléctrica que había sentido cuando le había rozado la espalda con los dedos.

Aquel hombre era irritante e intrigante a la vez.

–Adiós, Annalisa –dijo caminando hacia una maravillosa mansión blanca.

Ramón de Crianza Pérez no se parecía en nada a ella, pero, por algún estúpido motivo, decidió quedar por encima de su vecino.

El sirviente la acompañó al interior de la casa, que estaba sumida en el silencio. Le abrió la puerta de una maravillosa habitación con vistas al mar en la que había una preciosa chaise longue estilo Luis XV sobre la que descansaban unos pantalones y una blusa.

La tal Margarita tenía la misma talla que ella, efectivamente, y el conjunto, compuesto por un pantalón azul y una blusa marfil, era de un diseñador conocidísimo y carísimo. Al lado, había ropa interior en una caja sin abrir. Se trataba de una lencería exquisita que la iba sonrojar.

«Margarita debe de cuidarse mucho», pensó fijándose en que también había unos mules en tono marfil en el suelo.

Se quitó el biquini mojado y se vistió. «¿Y ahora qué?». Miró a su alrededor y un golpecito en la puerta no tardó en darle la respuesta.

–El coche está a su disposición, señorita Fuego Montoya –anunció una joven doncella de uniforme.

–Wilson –dijo Annalisa–. Señorita Wilson, pero llámame Annalisa –añadió con una sonrisa.

–Sí, señorita Fuego Montoya –dijo la joven sonrojándose.

Annalisa se dio cuenta de que no la entendía. ¿Cómo sabía el apellido de su padre, sin embargo?

–¿Está lista?

–Sí. Dígale a Margarita que le devolveré la ropa…

–Oh, no, la señora Margarita quiere que se la quede.

–Pero no puedo…

–La señora Margarita tiene mucha ropa, señorita –le aseguró la doncella.

Annalisa no estaba acostumbrada a tanta opulencia, pero debía irse acostumbrando. Acababa de heredar una buena finca en Menorca, aunque lo cierto era que no tenía mucho dinero en efectivo para gastar en aquellos momentos.

–Me gustaría darle las gracias a la señora…

Imposible. La doncella ya estaba en las escaleras y le hizo una seña con la mano para que la siguiera.

Annalisa se recriminó no hablar español para poder hacerse entender, pero, de momento, no había otra opción al dilema.

Frunció el ceño al pensar en aquella palabra. Todo lo que tenía que ver con Menorca parecía plantear un dilema y, sin embargo, se había tomado unos meses sabáticos fuera del bufete de abogados en el que trabajaba para, precisamente, resolver unos cuantos dilemas que ya tenía, no para crear más.

Había llegado a la isla con la intención de descubrir la verdad sobre su padre, no para involucrarse en la vida de los super-ricos del lugar. Su misión era descubrir qué había llevado a un grande de España a dejarla una gran finca cuando había abandonado a su madre en cuanto se enteró de que estaba embarazada y no había vuelto a saber de ellas jamás.

Nunca había hablado del tema con su madre porque era tabú, y ella había muerto poco después de recibir la noticia de que lo había hecho su padre y tras haberle pedido que fuera a Menorca a averiguar qué había sido de él.

Así que allí se había ido y allí estaba… siguiendo a la doncella escaleras abajo… ¿dónde se habría metido Ramón? Mejor no volverlo a ver, la verdad. Así no se distraería de su objetivo.

Ir nadando de una propiedad a otra era muy rápido, pero por carretera se tardaba un buen rato, así que Annalisa se arrellanó en el asiento trasero del Mercedes hasta que llegaron a su finca.

En cuanto la vio, se dio cuenta de que debía ponerse manos a la obra para reformarla. Era preciosa, pero había que arreglarla para venderla y el agente inmobiliario le había dicho que ya había varias ofertas sobre la mesa. Para sacarle el máximo beneficio, había que hacer primero una pequeña inversión, claro. Las reparaciones graves no podrían llevarse a cabo porque no disponía del dinero suficiente.

Cuando el chófer la dejó y se alejó, Annalisa se fijó en las paredes polvorientas y en el tejado, que en algunas zonas estaba abierto al cielo. Frunció el ceño al pensar en las lluvias y en el viento de tramontana.

En ese momento, unos ladridos distrajeron su atención y la hicieron sonreír. El viejo can, al que había adoptado y llamado Fudge, se acercó a ella encantado de tenerla de vuelta.

Además de Fudge, varios gatos, gallinas e incluso un burro habían aparecido en su puerta como si aceptaran lo que ella no podía aceptar, que la vida en la finca Fuego Montoya estaba a punto de terminar.

En cuanto la había visto, se le había caído el alma a los pies y había decidido sacarla a flote de nuevo. No había parado hasta no haber limpiado la casa de arriba abajo, hasta haberla abierto de nuevo a la luz y haber conseguido que todas las habitaciones olieran a cera de abeja, jabón y flores. Lo malo era la parte de fuera, que seguía en muy mal estado.

Cerró los ojos y tomó aire. Había empezado e iba a terminar. Si tenía que aprender a utilizar pico y pala, lo haría. Había recorrido muchos kilómetros desde su ciudad natal en el norte de Inglaterra. En Menorca el sol bañaba su cuerpo y aquello le gustaba.

Se quitó el precioso conjunto y se puso unos pantalones y una camiseta normales y corrientes.

Se dirigió a la cocina con la intención de escribir una nota de agradecimiento al señor y la señora de Crianza Pérez, pero, de repente, se enfureció consigo misma. Todo lo que se le ocurría no tenía nada que ver con una nota de agradecimiento.

¿Cómo era posible que un hombre casado le hubiera llegado tan hondo? Había visto sufrir a su madre por ello y no estaba dispuesta a hacer lo mismo.

Se forzó a escribir la nota, la metió en un sobre y la dejó junto al reloj para echarla al correo en su próxima visita a Mahón, la capital de la isla.

Miró la hora y se dio cuenta de que su representante legal en Menorca iba a llegar en menos de una hora. Volvió a agarrar papel y lápiz y escribió los temas sobre los que quería hablar con él.

Mientras lo hacía, se le ocurrió otra posibilidad…

 

 

–Pero, señorita Wilson, no tiene usted dinero para llevar a cabo las reformas de las que me acaba de hablar. ¿Por qué no vende usted la finca Fuego Montoya y se compra algo más pequeño para usted sola?

–He decidido no vender.

–¡No va a vender! –exclamó el distinguido abogado sin poder ocultar su sorpresa.

–No –concluyó Annalisa.

–Pero es imposible –insistió el hombre–. ¿Cómo va a…?

–Don Alfonso, siempre me he ganado la vida trabajando y eso es lo que voy a seguir haciendo.

–¿Trabajar? –dijo el hombre de pelo cano–. Si vendiera la finca, no tendría que volver a trabajar jamás.

–Pero quiero trabajar –insistió Annalisa–. Voy a reformar la casa y los edificios anexos. También quiero recuperar los naranjos –anunció.

–¿Los naranjos? ¿Sabe usted algo de agricultura? –dijo el abogado secándose el sudor de la frente y del cuello con un pañuelo azul marino.

El hombre estaba pasando un rato realmente desagradable y Annalisa se preguntó por qué. Tampoco era para tanto. Le agradecía que se preocupara por su bienestar, pero su decisión estaba tomada.

–No le aconsejo que lo haga –insistió don Alfonso–. Además, usted sola… es imposible…

–¿Por qué? ¿Porque soy mujer?

–Porque no tiene dinero suficiente.

–He decidido hacer yo buena parte de la obra. Pediré consejo en el pueblo. No me asusta el trabajo duro.

–Lo que más me preocupa no es eso.

–¿El dinero? Ya lo sacaré de alguna parte.

Don Alfonso sacudió la cabeza.

–Sé que tiene buenas intenciones, señorita Wilson.

–Entonces, ¿qué lo preocupa?

–El poder y la posición social de la familia que ha hecho la mejor oferta de compra –contestó el abogado–. Por favor, piénseselo un poco más antes de rechazarla.

–No tengo intención de vender. La decisión está tomada, don Alfonso.

–Le ruego que la reconsidere…

–No entiendo ese interés por una finca que está destrozada.

–Porque su padre la dejó echarse a perder –le recordó el abogado–. Le hicieron muchas ofertas y…

–¿Las rechazó?

–Sí, pero…

–Yo voy a hacer lo mismo –concluyó sintiendo una camaradería con su fallecido padre que no sabía de dónde había salido.

–Estamos hablando de una de las familias más influyentes de España, señorita Wilson. Yo no querría tener ningún problema con ellos, sobre todo, con el hijo mayor.

–¿Cómo se llama? A ver, ¿con quién me las voy a tener que ver según usted? –preguntó Annalisa comenzando a impacientarse.

–Con un hombre de voluntad de hierro y mano firme llamado Ramón de Crianza Pérez. Todo un adversario, señorita Wilson.

–No es ningún monstruo –apuntó recordando su sonrisa.

–¡Lo conoce!

–Sí… Bueno, solo de un rato, pero me pareció un hombre muy civilizado.

–Perdóneme, pero usted es una veinteañera con poca experiencia…

–Soy una mujer trabajadora con una licenciatura en derecho –lo corrigió Annalisa.

–No le aconsejo que trate al señor De Crianza a la ligera –le aconsejó el abogado.

«Lo mejor sería no tratarlo en absoluto», pensó Annalisa recordando que era un hombre casado.

–Lo trataré como trato a todos los demás.

Don Alfonso sacudió la cabeza.

–No sé si va a ser lo más inteligente.

–Habría que informar al señor De Crianza de que la finca Fuego Montoya no está en venta y punto. Es mi casa y pienso vivir en ella el resto de mi vida.

–Si es eso lo que usted quiere, señorita Wilson –dijo el abogado derrotado.

–Eso es lo que quiero, don Alfonso –dijo Annalisa con firmeza.

 

 

Annalisa estaba trabajando en el jardín cuando un gran coche negro paró en medio de una nube de polvo. Cuando se disipó, consiguió ver quién se había bajado del vehículo. ¿Qué hacía Ramón de Crianza Pérez allí y por qué había elegido ella precisamente aquel día para engancharse la falda en la cinturilla de las bragas como hacían las mujeres del lugar?

–Buenos días, señorita –saludó Ramón yendo hacia ella y mirándola de arriba abajo–. Me gusta su ropa –sonrió.

«¡Maldición! ¡Maldición! ¡Maldición!», pensó Annalisa soltándose la falda.

Aquellas no eran las instrucciones que le había dado a don Alfonso.

–Gracias –contestó intentando mantener la calma–. Me la he comprado en el pueblo.

–Nunca lo habría sospechado –murmuró mirando a su alrededor–. Mucho trabajo, ¿eh? Esos establos no están en buenas condiciones. No va a poder tener animales.

–No pensaba tenerlos –le espetó Annalisa.

–Perdón, no quería tildarla de incauta –se disculpó.

Sin embargo, sus ojos, igual de oscuros que su pelo, no se estaban disculpando. Estaba claro que, por supuesto, la acababa de tildar de incauta.

–No pasa nada –mintió Annalisa–. ¿A qué ha venido, señor De Crianza?

–¿No es obvio? –sonrió–. A verla.

–¿A mí?

–Sí, don Alfonso ha venido a verme para decirme que había que reunirse para hablar del agua.

Annalisa se tensó. El agua era su talón de Aquiles. Si quería poner en marcha las tierras de naranjos necesitaba el agua dulce que pasaba por las tierras de Ramón.

–En su oficina, no aquí –contestó.

–¿Por qué no?

–¿Para qué ha venido en realidad? –le espetó dándole a entender que no quería hablar temas importantes sin la presencia de su abogado.

–Para asegurarme de que llegó bien a casa.

–Eh, sí –contestó Annalisa dándose cuenta de que no le había dado las gracias–. Les quería dar las gracias a Margarita y a usted por…

–No hay de qué. También he venido a devolverle esto –añadió abriendo el puño y dejando a la vista su minúsculo biquini.

Annalisa se acercó para agarrarlo de su mano, pero, en cuanto la tuvo cerca, la agarró de la muñeca y la miró a los ojos.

–¿Quiere jugar conmigo, Annalisa?

Annalisa no se podía mover. No le veía los ojos pues era más alto que ella. ¿Se estaba refiriendo al agua, a la venta de la finca o a algo más personal? Annalisa sintió que se le erizaba el vello de todo el cuerpo e intentó mantenerse inmune al calor que irradiaba su cuerpo.

–¿Eh? –murmuró tan cerca de su oído que la hizo estremecerse.

Como si su cuerpo ya le hubiera dado la respuesta que buscaba, se rio y la soltó.

–Me parece que el único que está jugando es usted –contestó Annalisa–. Gracias por devolverme el…

–Quería ver con mis propios ojos cómo está la finca –la interrumpió Ramón caminando muy tranquilo por el jardín.