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"Historia de una anguila y otras historias" es una antología que reúne algunas de las obras más emblemáticas de Antón Chéjov, maestro del cuento corto ruso. Este volumen destaca por su estilo literario incisivo y su capacidad para capturar la complejidad de la naturaleza humana en escenarios cotidianos. Chéjov utiliza una prosa sobria y elegante, impregnada de sutil ironía y un profundo sentido de la observación, logrando así un retrato fiel de la vida en la Rusia de finales del siglo XIX. Las narraciones, imposibles de catalogar como meros relatos, son ejercicios de introspección donde lo trivial se convierte en significativo bajo la mirada aguda del autor. Antón Chéjov (1860-1904) fue un médico y escritor cuya obra se enmarcó en un contexto de transformación social y cultural en Rusia. Sus experiencias como médico influenciaron su escritura, aportando un enfoque humanista y profundamente empático hacia sus personajes. Chéjov, ya desde joven, mostró interés por la literatura, publicando sus primeros relatos en revistas y pronto destacando por su capacidad narrativa y su habilidad para abordar temas como la soledad, el anhelo y la desilusión, cimentando así su lugar en la historia literaria. Recomiendo fervientemente "Historia de una anguila y otras historias" a aquellos que buscan una reflexión profunda sobre la condición humana. A través de su prosa brillante y su atención al detalle emocional, Chéjov invita al lector a explorar los matices de la vida, revelando verdades universales en lo particular. Esta obra no solo enriquecerá la comprensión del lector sobre la literatura rusa, sino que también ofrecerá una lectura cautivadora que permanecerá en la mente mucho después de haber cerrado sus páginas.
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Es una mañana de verano; reina en la Naturaleza una tranquilidad absoluta; óyese solamente, de vez en cuando, las estridencias de los grillos. Junto a la caseta de baños en construcción, bajo las ramas verdes de un sauce, se agita en el agua el carpintero Guerasim, campesino alto, flaco, de rizosos cabellos bermejos; sopla, refunfuña, guiña los ojos y procura sacar algo de entre las raíces del sauce. A su lado, con el agua hasta el cuello, está otro carpintero, Liubim, hombre joven, bajo de estatura y jorobado; su cara es triangular y tiene ojos de chino. Entrambos llevan blusas y calzones y parecen hallarse ateridos de frío, lo cual se comprende, porque hace más de una hora que permanecen en el agua.
—¿Por qué empujas sin cesar con la mano?—grita el jorobado, tembloroso—. ¡Cabeza de burro! ¡Tenlo!..., ¡tenlo!..., ¡que no se te escape el maldito pez! ¡Te repito que lo agarres bien!
—¡No se escapará!... ¿Por dónde quieres que se nos escape?
—Se ha metido por debajo de los troncos— contesta Gnerasim con su voz de bajo ronco—. No hay por dónde cogerla.
—¡Cógela por las agallas! ¡Cógela y no la sueltes!
—¡Espera! Ya la tengo, no sé por dónde. El caso es que la tengo. ¡Cáspita! La maldita muerde.
—Por las agallas te he dicho; no la sueltes...
—No se ven las agallas. Espera. Ya la he cogido por alguna parte; por el labio creo que la he cogido.
—¡No; ¡por el labio no tires de ella! Se te va a escapar. ¡Por las agallas, por las agallas! Otra vez empujas con la mano. ¡Qué imbécil eres, válgame Dios! ¡Agárrala!
—¡Agárrala!...— exclama Guerasim irritado—. Es muy fácil dar órdenes... ¡Métete tú mismo en el agua y agárrala, diablo de jorobado que eres! ¿A que estás sin hacer nada?
—Bien la agarraría si pudiese. Bajo de estatura como soy, no puedo meterme allí; es muy hondo.
—No importa que sea hondo; échate a nado. El jorobado viene nadando y se coge de las ramas. Pero a la primera tentativa de ponerse en pie se hunde.
—Ya te decía yo; aquí el agua es profunda—grita con enfado al salir a flote—; ¿dónde me he de colocar? ¿He de sentarme en tu cuello?
—Súbete a uno de los troncos; los hay como si fueran una escalera.
El jorobado busca con el pie un tronco y se sitúa en él, asiéndose a las ramas. Resuelto este problema, empieza a rebuscar en el agua entre las raíces. Está agachado y hace lo posible por no tragar agua. Sus manos se enredan entre las algas, resbalan por el musgo que cubre los troncos, y, finalmente, topan con las pinzas de un cangrejo.
—¡Diablo! ¿Qué haces tú aquí?—exclama Liubim y, furioso, lanza el cangrejo en la orilla.
Prosiguiendo las investigaciones, su mano encuentra la de Guerasim y llega hasta una cosa fría.
—¡Aquí está! ¡Qué enorme es la muy estúpida!... Deja que meta la mano... Ahora... Por las agallas... No me empujes con el codo... Ahora mismo... Ahora... Deja que la agarre bien... Está muy metida entre los troncos... No sé por dónde cogerla... El vientre está por todos lados... ¡Mátame ese mosquito que me pica en el cuello...! ¡Ya la cogí, ya!
El jorobado hincha los carrillos, detiene la respiración; evidentemente toca las agallas, cuando las ramas a que está asido se rompen. Liubim pierde el equilibrio y ¡patapum! cae en el agua. Fórmanse círculos concéntricos, y en la superficie aparecen burbujas. El jorobado reaparece nadando, da un fuerte resoplido y vuelve a colgarse de las ramas.
—Te vas a ahogar, ¡demonio!, y luego seré yo el responsable. ¡Vete al infierno! ¡La sacaré yo!
Los dos hombres se injurian recíprocamente. El Sol, entre tanto, sigue su curso. Las sombras se acortan, se repliegan como los cuernos de un caracol; la hierba caldeada por los rayos exhala un perfume intenso.
Las doce del día están a punto de sonar... Mientras, Guerasim y Liubim continúan, debajo del sauce, engolfados en su tarea.
La voz ronca del uno y la voz aguda del otro resuenan sin cesar en el silencio de esta jornada de verano.
—¡Sácala... por las agallas!... Espera, que yo empujaré. ¿Dónde metes el puño? Con el dedo, no con el puño. ¡Animal!, ¡animal! Córrete hacia la izquierda... que a la derecha hay un hoyo. ¡Tírala del labio!
Por la vertiente vecina baja un rebaño; el pastor Efim, que es muy viejo, tuerto y con la boca contraída, anda despacio, mirando fijamente al suelo. Los carneros llegan a la orilla del agua; luego los caballos; detrás de los caballos, las vacas...
—¡Empújala por debajo!—grita Liubim—. Pasa el dedo por aquí. ¿Estás sordo? ¡Imbécil!
—¿Qué hacéis, hijitos míos?—les pregunta Efim.
—Una anguila... No la podemos sacar. Se ha metido debajo de un tronco... Por este lado... ¡Ahora, ahora!
Efim quédase unos momentos mirando con su único ojo a los pescadores. De repente se desata las sandalias, tira al suelo el saco y se quita la camisa, conservando el pantalón. Persígnase y, extendiendo sus brazos morenos y escuálidos, se mete en el agua. Camina unos cincuenta pasos por el suelo fangoso, y luego se echa a nadar.
—¡Esperad, esperad, muchachos!—les grita aproximándose—. Vais a dejarla escapar. Hay que saber cómo se hace esto.
Efim únese a los carpinteros, y los tres individuos, empujándose con los codos y rodillas, insultándose y estorbándose mutuamente, patalean en el mismo sitio.
El jorobado no cesa de tragar agua y tiene accesos de tos convulsiva.
—¿Dónde anda el pastor?—grita alguien desde la orilla—. ¡Efim! ¡Pastor! ¿Dónde estás? El rebaño se te ha metido en el jardín. ¡Echalo, échalo del jardín! ¡Pronto! ¿Dónde está ese viejo bandido?
Se oyen voces de hombres y mujeres. Por la verja del jardín asoma el dueño, Andreievitch, vestido con una bata de tela oriental; en la mano tiene su periódico. Mira con aire interrogativo en qué dirección vienen los gritos, y se encamina apresuradamente hacia el río.
—¿Qué hay? ¿Qué hay? ¿Quién vocea de ese modo?—pregunta severamente al percibir las tres cabezas mojadas que emergen del agua—. ¿Qué diablos enredáis ahí?
—Un pez...; cogemos un pez...— responde Efim sin levantar la cabeza.
—¿Cómo? ¡Ya te daré yo el pez! El rebaño se mete en el jardín mientras tú pescas. ¡Y la caseta! ¿Cuándo estará lista? Trabajáis hace dos días y no habéis adelantado nada...
—Estará..., estará la caseta—refunfuña Guerasim—. El verano es largo; tendréis tiempo, señor, de remojaros... ¡Brrr!... No podemos con la anguila... Se ha metido debajo del tronco, y allí permanece como en una madriguera.
—¿Una anguila?—pregunta el dueño, y sus ojos se animan—. ¡A sacarla pronto!
—¡Nos darás cincuenta copecs; verás qué pieza! Es gorda como un cerdo. Los vale, señor, los cincuenta copecs... por las penas que nos ha causado... No la aprietes, Liubim; no la aprietes... reventará... Empuja desde abajo... Tú, abuelito, tira hacia arriba..., ¿entiendes?, hacia arriba; no hacia abajo, ¡demonio!
Pasan cinco minutos, luego diez; el dueño se impacienta.
—¡Vasili!—grita volviéndose hacia la finca—. ¡Vaska! Mándame a Vasili...
Vasili, el cochero, llega a todo correr; está mascando algo y respira con dificultad.
—¡Métete en el agua! Ayúdales a sacar la anguila, que no pueden con ella...
Vasili se desnuda rápidamente y se mete en el agua.
—¡Despacho en un instante! ¿Dónde está? Ya veréis cómo esto va a ir aprisa. ¡Tú, Efim, vete de aquí! ¿A qué meterse en estas honduras un hombre viejo? Vete, y déjanos en paz; yo la sacaré. ¡Ya!... ¡Aquí está!... ¡Quitad de ahí las manos!...
—¿Quitar las manos? Las quitaremos cuando hayas agarrado el pez. ¡A ver cómo te las compones!
—De este modo no haré nada; hay que cogerla por la cabeza...
—¡Bruto! Ya sé que es por la cabeza por donde hay que cogerla; pero ¿dónde está la cabeza? ¡Búscala! Debe de estar debajo del tronco.
—No ladres; si no... ¡Bestia!
—¡Callaos ya! ¿Cómo os atrevéis a proferir en presencia del señor palabras semejantes?—murmura Efim—. No la sacaréis, chicos; es más testaruda que vosotros.
—¡Aguarda! Veo que no lograréis nada—dice el dueño—, y se desnuda apresuradamente, añadiendo:
—Sois cuatro majaderos; no sois capaces de acabar con una anguila.
Andrei Andreievitch, desnudo, espera un rato para orearse y se mete en el agua.
—Hay que cortar el tronco—decide Liubim—. ¡Guerasim, Guerasim, trae el hacha! ¡Alcánzamela!
—No os vayáis a cortar los dedos—advierte el dueño, oyendo golpes de hachas debajo del agua—. ¡Efim, vete de ahí! Yo sacaré la anguila. Vosotros no servís para nada.
El tronco está partido, lo levantan un poco y Andrei Andreievitch siente con gran satisfacción cómo sus dedos se introducen debajo de las agallas de la anguila.
—¡Ya la tengo! ¡Muchachos, no empujéis!... ¡Quedaos quietos!... ¡Ya va fuera!...
Aparece a la superficie una gran cabeza de anguila, y detrás de ella un cuerpo negro de un metro de largo.
La anguila menea la cola y busca manera de escurrirse.
Una sonrisa triunfante resplandece en todas las caras. Después de unos momentos de admiración silenciosa, prorrumpen en gritos:
—¡Ea! ¡Ya te tenemos!
—¡Soberbia anguila!—balbucea Efim, rascándose el pecho—. Pesa lo menos diez libras.
—Seguramente—afirma el dueño—. ¡Y lo gorda que está! Diríase que va a reventar... ¡Ah!..., ¡ah!...
La anguila hace con su cola un movimiento tan rápido como imprevisto, y los pescadores la ven zambullirse en el agua...
Todos alargan las manos, pero ya es tarde; la anguila ha desaparecido para siempre.
Pieza en dos actos
Sesión en el concejo
El Alcalde (Rascándose la oreja y mascando.): Propongo a los señores presentes que escuchen al jefe de los bomberos, Sima Vavolovitch, quien, en el asunto de que se trata, es más entendido que yo. El nos dará las explicaciones necesarias y nosotros decidiremos.
El jefe de los bomberos: Yo lo comprendo de este modo... (Se suena con un gran pañuelo a cuadros.) Los diez mil rublos asignados a los bomberos representan acaso mucho dinero... (Se limpia el sudor de la calva.) Pero esto es sólo en apariencia. Esto no es dinero. Esto es una ilusión; esto es aire... Indudablemente, con diez mil rublos se puede mantener un destacamento de bomberos; pero la cosa hará reír. Ustedes saben la importancia vital, la enorme importancia que tiene la torre vigía de los bomberos. Esto se lo afirmarán todos los sabios. Pues bien; para expresarme categóricamente, diré que nuestra torre no vale nada, ¡nada! Es demasiado baja. Junto a ella, todas las casas son más altas. Ocultan la torre. Si los bomberos no descubren un incendio, no es suya la culpa. En cuanto a los caballos y a los barriles... (Se desabrocha el chaleco, suspira y prosigue su discurso.)
Los concejales (Unánimemente.): Que el presupuesto sea aumentado en mil rublos.
(El alcalde interrumpe la sesión por algunos minutos para expulsar de la sala de la audiencia a un reportero.)
El jefe de bomberos: Muy bien. ¿Ustedes convienen, pues, en que la torre sea alargada en dos metros? Muy bien. Pero hay que fijarse que en este asunto andan mezclados los intereses del Gobierno y del país todo, y que si un maestro de obras lo toma por su cuenta, no pensará en los intereses del Estado, sino en los suyos propios. En cambio, si emprendemos el trabajo por nosotros mismos, sin apresuramiento, la cosa vendrá a costarnos... (Levanta los ojos hacia el techo, como calculando.) Los ladrillos, a quince rublos el millar; el transporte, en los vehículos de los bomberos... Además, cincuenta vigas de a 12 metros...
Los concejales (Interrumpiéndole.): Que la construcción se encargue a Simeón Vavilovitch, a quien serán entregados desde luego 1.523 rublos 44 copecs.
La esposa del jefe de los bomberos (Sentada entre el público, cuchichea con su vecina.): No me explico por qué mi Senia se compromete a esto. ¡Con su precaria salud ocuparse de construcciones!... ¡Qué divertido! ¡Qué gusto en pasar todo el día insultando a los obreros! Ello le reportará una ganancia de 500 rublos acaso; más perderá por 1.000 rublos de salud. Su buen corazón le pierde.
El jefe de bomberos: Hablemos ahora del personal. Yo, como principal interesado, puedo decir... (Turbándose.) que ello me es igual... Soy hombre de edad, de salud delicada; de un día a otro podré morirme. El médico me advirtió que tengo una dureza en los intestinos. Como no me cuide, una vena es capaz de romperse, y deberé morir, de sopetón, sin recibir los últimos Sacramentos... (Murmullos en el público: Una muerte de perro.)
El jefe de bomberos: No lo digo por mí. He vivido bastante. Nada necesito. Me extraña solamente, y hasta me siento ofendido. (Hace con la mano un gesto de desesperación.) Trabaja uno honradamente por su sueldo, sin aprovecharse en lo más mínimo, sin descansar ni de noche ni de día, sin cuidar de su salud, y... después de todo, ¿para qué?... ¿Para qué me afano? ¿Cuáles son mis ventajas? No lo digo por mí, repito; lo digo en general... Otro no viviría con un sueldo semejante... A un borrachín cualquiera le cuadraría ese salario. Un hombre honrado e inteligente, antes se dejaría morir de hambre que trabajar por tan poco dinero y andar en líos con caballos y bomberos. (Se encoge de hombros.) ¿Cuál es mi beneficio? Si en el extranjero conocieran nuestro modo de proceder, ¡bien nos pondrían los periódicos! En Europa, por ejemplo en París, en cada calle hay una torre para señalar el fuego, y a los jefes de bomberos les dan cada año una gratificación igual al sueldo entero. Así se puede servir.
Los concejales: Que se entregue a Simeón Vavilovitch, a título de recompensa por sus muchos años de servicio, 200 rublos.
La esposa del jefe de bomberos (A su vecina.): Me alegro de que no haya necesitado pedirlo. ¡Qué listo es! Anteayer, en casa del párroco, jugando a la brisca, perdimos 100 rublos, y ahora lo sentimos tanto... (Bostezando.) No sabe usted cuánto lo sentimos... Ya es hora de ir a casa a tomar el te.