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Cuando Màrius Carol empezó en el periodismo en la vieja redacción de El Noticiero Universal, el humo del tabaco nublaba los ojos, el tecleo de las máquinas de escribir (y del teletipo) martillaba el cerebro y los montones de papeles impedían ver el rostro del periodista de la mesa de enfrente. Hoy las redacciones son limpias, silenciosas y están desapareciendo los papeles de las mesas. Es más, durante el confinamiento, ni siquiera había periodistas y el diario no faltó ni un solo día a su cita con los lectores. El periodismo no es lo que era. Pero el hecho de ser distinto no lo hace menos necesario. Al contrario, como decía la campaña de publicidad de The New York Times tras el triunfo de Trump, en nuestros días "la verdad es más necesaria que nunca". En las páginas de este libro, el lector encontrará historias del periodismo. O para ser más precisos, vivencias de los periodistas, a los que el autor, con cariño, llama la canallesca. Así, el lector conocerá cómo un subdirector toreaba con un ejemplar desplegado de El Ciero una Olivetti sobre el carro de ruedas con la que embestía el jefe de compaginación, sabrá quién fue el último de Filipinas que se resistió a cambiar su máquina de escribir por un ordenador en La Vanguardia o cómo un corrector automático estuvo a punto de crear un conflicto diplomático con la embajada rusa. Y descubrirá pequeñas y grandes heroicidades de profesionales que se jugaron el tipo en el ejercicio de una profesión de la que Vázquez Montalbán dijo, un día lejano, que aglutinaba a supermanes y oficinistas, a políticos y a campeones del juego de los chinos. Lo que sigue siendo en parte válido (si bien nadie juega ya a los chinos), aunque hoy en el periodismo resulte más necesario un SEO (Search Engine Optimization) que un bolígrafo.
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Seitenzahl: 151
Veröffentlichungsjahr: 2022
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Historias de la canallesca
Cómo ha cambiado el periodismo y cómo lo hemos hecho nosotros
Màrius Carol
Historias de la canallesca
Cómo ha cambiado el periodismo y cómo lo hemos hecho nosotros
Me encantaba el ‘Post’. Era un zoo, naturalmente. El editor era un depredador sexual. El jefe de redacción era un pirado. A veces parecía que la mitad de la plantilla estaba borracha. Pero me encantaba mi trabajo.
Nora Ephron
Índice
Prólogo Tintín, el periodista que nunca publicó un artículo
Capítulo 1 Cuando la Olivetti era un toro
Capítulo 2 El republicano a quien los leones dieron el carnet de prensa
Capítulo 3 El reportaje del médico de La Paz, que mató más que su suegro en la guerra
Capítulo 4 La clave secreta era “cícero”
Capítulo 5 La colección de zapatos ingleses que no pude aprovechar
Capítulo 6 El reportero ya no necesita un bolígrafo, sino un SEO
Capítulo 7 Plumas que me gustaría haber conocido
Epílogo Homenaje a Alden Whitman, el mito de las necrológicas
Sobre el autor
Sobre el libro
Créditos
Prólogo Tintín, el periodista que nunca publicó un artículo
El primer manual de periodismo que tuve en mis manos, como tantos otros colegas de mi generación, fue el Informe sobre la información (1963), donde Manolo Vázquez Montalbán advertía: “Curiosa profesión que aglutina a supermanes y a oficinistas, a políticos y a campeones del juego de los chinos”. Era un aviso a navegantes, realmente intimidatorio, pero cuando lo leí ya sabía que quería ser periodista. De pequeño me encantaba recortar periódicos. En eso coincido con el amigo Juan Cruz, que asegura que es el mismo niño quien se sienta ahora en medio de una ingente cantidad de papel que ha ido acumulando en la vida. En mi caso, una cantidad menor, porque mi mujer me obliga a limitar el papel que me rodea no sea caso que un día desaparezca definitivamente debajo de una montaña de folios.
Mi madre guardó toda su vida un primer remedo de diario de cuatro páginas que elaboré cuando tenía 8 o 9 años con mi vecino Albert, compañero de clase, después que los Reyes le hubieran traído una pequeña imprenta. Mis dos primeros héroes periodísticos fueron Clark Kent, al que descubrí en los álbumes de Superman que heredaba de mis primos y que leía felizmente mientras desayunaba en casa una tortilla de patatas y pan con tomate en las vacaciones de mi preadolescencia. Después, me fasciné por Tintín, a quien nunca le vi escribir un artículo (en realidad era más un detective que un reportero), pero que viajaba por países lejanos –incluso a la Luna– para desentrañar misterios. Los álbumes del personaje de Hergé eran caros y, como el presupuesto familiar no daba para grandes dispendios, iba casi a diario a una biblioteca juvenil que había en el parque de la Ciutadella, que estaba cerca del piso donde vivíamos, para devorarlos uno tras otro.
En casa entraban los periódicos. Mi padre solía traerlos a diario, al regresar del trabajo en la oficina. Creo que alargaba la vida de los que compraba su jefe en el quiosco, y a mí me encantaba descubrir mundos en sus páginas. Acabé la carrera de periodismo el mismo año que Billy Wilder estrenó su versión de Primera plana (1974), con Jack Lemmon y Walter Matthau. El guion se inspira en los enfrentamientos reales entre dos periodistas y su poco escrupuloso director del Chicago Examiner. Es una grandísima película, pero no tengo claro que sea el mejor elogio del periodismo. La imagen de los reporteros que van a cubrir la noticia de la ejecución de un pobre diablo, mientras juegan al póquer en una sala de la penitenciaria, resulta patética. Constituye todo un festival de periodismo amarillo: la realidad es lo de menos. Cada uno redacta su crónica inventando más detalles que su colega o a partir de comentarios que ha oído entre los funcionarios de la cárcel. O a partir de fantasías propias. Pero el director del Examiner, Walter Burns (Walter Matthau), le tiene preparada una sorpresa a su reportero estrella, Hyldy Johnson (Jack Lemmon): “Escucha, mañana tú y yo vamos a hacer que esta ciudad vibre. Todos los periódicos publicarán lo mismo. Pero nosotros nos llevaremos la palma, porque ¿sabes qué irá en primera plana? La foto de Williams colgando por el cuello”. ¿Cómo espera conseguirlo?, pues con una minicámara oculta, amarrada cuidadosamente en el tobillo de su periodista, que se conecta a un cable que sube por la pernera y que termina en una pera final disimulada en el bolsillo. Se trata de que Johnson se levante un poco el pantalón en el momento en que se abra la trampilla y apriete la pera que acciona la cámara: “O te conceden el Pulitzer o te meten en chirona”.
Después de ver la película, es más fácil que uno se reconcilie con el cine que con el periodismo. Por entonces desconocía que Richard Brooks había filmado un verdadero monumento al compromiso periodístico titulado Deadline - U.S.A. (1952), con Humphrey Bogart de protagonista, que en España no se pudo ver hasta veinticinco años después. Fue TVE quien cambió el título a la película, que pasó a llamarse El cuarto poder. El día que fui nombrado director de La Vanguardia por mi editor Javier Godó me sentí tentado a volver a escuchar emocionado el mitin de Ed Hutchinson (Bogart). En su papel de director del diario El Día le suelta una arenga al abogado de un mafioso que intenta comprar el periódico para silenciarlo, tras recordarle este que el diario, al fin y al cabo, no es suyo. Bogart replica. “Fundamentalmente El Día consiste en un enorme edificio que no es mío. También contiene rotativas, teletipos, imprentas, prensas, tintas y despachos. Tampoco nada de todo esto es mío. Pero un periódico es algo más. El Día es más que un edificio. Son personas. Quinientos hombres y mujeres cuyo conocimiento, corazón, cerebro y experiencia hacen posible el periódico. No poseemos ni una astilla del mobiliario de la empresa. Como las 250.000 personas que leen sus ediciones, tenemos un interés vital en que viva o muera. La muerte de un periódico tiene un efecto de largo alcance… El periódico se publica, ante todo, y sobre todo, para servir el interés público”. En efecto, el diario es sobre todo de sus lectores, y quien no entienda eso fracasará en este oficio, y Bogart no puede concluir de una manera mejor su alegato.
Setenta años después, los diarios no tienen teletipos, ni tinta, ni siquiera despachos, y los profesionales del oficio han perdido toda la bohemia que les caracterizó. Hoy muchos periodistas pasan más tiempo buscando y rebuscando en las redes sociales y en las webs de noticias, que pisando la calle, preguntando a la gente y comprobando las historias. Pero en papel o en pantalla digital, el periodismo mantiene el carácter de servicio público y continúa siendo un pilar esencial de la democracia. Un diario, en el soporte que sea, debe contribuir a explicar a los lectores el mundo cada vez más complejo que nos toca vivir. Y no solo contar las cosas que pasan, sino sobre todo esclarecer por qué pasan. Este debe ser el reto del periodista y su compromiso profesional.
Este libro no pretende ser un ejercicio de nostalgia. Como mucho es una mirada por el retrovisor de la historia del periodismo del último medio siglo, en el que me ha tocado ejercer. He trabajado en las redacciones de El Noticiero Universal, El Correo Catalán, El Periódico, El País y La Vanguardia. Estas páginas intentan recoger vivencias, personajes y momentos que he vivido en ellos y que pueden ayudar a entender cómo ha evolucionado el periodismo. Las viejas redacciones, con botellas de alcohol guardadas en los cajones, una espesa niebla causada por el humo del tabaco en el ambiente, el ruido ensordecedor de las máquinas de escribir y el sonido irritante de los timbres de los teléfonos de baquelita nada tienen que ver con las redacciones actuales, donde se respira asepsia, las únicas botellas que circulan son las de agua, el silencio es casi monacal y las órdenes se dan por el imperceptible WhatsApp del móvil. Tampoco había en aquellas vetustas redacciones mujeres, a lo sumo alguna rara avis a la que la dirección dejaba escribir de moda o de teatro. En los años setenta, no había mucha diferencia entre recalar en una redacción de un periódico o en unos altos hornos, igual que ahora la sensación es lo más parecido a visitar una catedral gótica en horas en que no hay oficio religioso. Nora Ephron dice en su libro No me acuerdo de nada que entonces las redacciones eran lo más semejante a un zoológico, no solo por la diversidad de la fauna que había, sino porque cada día aprendía algo de las varias especies que habitaban el periódico. Y coincido plenamente con ella cuando afirma que durante su primera estadía en un diario, en su caso The Washington Post, cada mañana sentía que empezaba una nueva aventura. Y que más allá de que el jefe de redacción fuera un pirado y que a veces parecía que la mitad de la redacción estaba completamente borracha, le encantaba su trabajo.
A pesar de todos los cambios conceptuales y transformaciones tecnológicas, el periodismo sigue siendo todavía un bello oficio. El periodista trabaja con una materia prima insustituible, la verdad, que es más necesaria que nunca y más difícil de encontrar que siempre. Como explicaba a sus estudiantes Eugenio Scalfari, fundador del diario italiano La Repubblica, “periodista es gente que le dice a la gente lo que le pasa a la gente”. Así de sencillo. Personalmente siento verdadera devoción por la romántica definición del diario que escribió el poeta J.V. Foix, hace casi un siglo, en La Publicitat: “A nuestro entender, un diario, como un poema, se ha de redactar, compaginar e imprimir pensando en nuestros sucesores, dentro de dos siglos. ¡En cien años, o dentro de doscientos, seremos juzgados por nuestros diarios! Cada número del diario debería ser considerado como un legado a la eternidad”. La esencia del concepto sigue siendo válida, porque aún en el caso de que desaparezcan las hemerotecas, al menos existirá la nube como memoria infungible. La única duda es si se parecerá al cementerio de los libros olvidados que se imaginó Carlos Ruiz Zafón. Esperemos que no.
Aclaración: Ciertamente, Tintín escribió al menos un artículo. Fue en Tintín en el país de los soviets, el que fue su primer álbum, donde se le ve redactar una crónica en un frío albergue ruso, mientras espera la celebración de las elecciones locales de los soviets. La noticia la redacta en un folio que dobla, introduce en un sobre, pero que no la llega nunca a enviar. Así que ni siquiera llegó ficticiamente a publicarse. Esta historia de Tintín apareció en el suplemento juvenil Le petit vingtième, por encargo del abate Norbert Wallez y fue creada a fin de servir de propaganda anticomunista para niños.
Capítulo 1 Cuando la Olivetti era un toro
Hemingway dijo en una ocasión que su psicoanalista era su máquina de escribir. Sin embargo, este ingenio es hoy una reliquia que solo podemos encontrar en los anticuarios. En el 2007, la Fundació Caixa Girona llevó a cabo una exposición sobre la máquina de escribir, titulada Eina de treball i peça de museu (Herramienta de trabajo y pieza de museo), que resistió poco más de un siglo desde que Remington & Son –productores de armas– fabricaron un modelo para la industria en 1881. El éxito fue fulgurante: en cinco años había 60.000 mecanógrafos en Estados Unidos.
Cuando comencé a ejercer de periodista en El Ciero, en las postrimerías del franquismo, eran las ruidosas protagonistas de las redacciones. Hoy no existen ni como elemento decorativo. Una redacción es un lugar de aire limpio, silencioso, sin papeles. Entonces el humo nublaba los ojos, el tecleo de las máquinas de escribir (y de los teletipos) martilleaba el cerebro y las montañas de libros y diarios impedían ver a quien tenías delante. Se escribía en cuartillas amarillentas, donde se pegaban las noticias de agencia mediante una cola viscosa con la que el bedel llenaba los tarros de cristal de Danone diariamente. Una vez corregidos, los textos pasaban a manos de los linotipistas, que repicaban todo lo que les llegaba en papel de la redacción para convertirlo en plomo en el taller. Debajo del asiento de los linotipistas había siempre botellines de leche para contrarrestar los efectos tóxicos de la inhalación de los gases del plomo sometido a altas temperaturas.
El Ciero era el apócope de El Noticiero Universal, un diario nacido con la Exposición Universal de 1888 y que acabó desapareciendo con la democracia. Era, además, vespertino, aunque se distribuía cuando la gente iba a comer a casa. Lo primero que descubrí como becario fue que en aquella redacción se toreaba. Resultaba que el jefe de compaginación, José Domínguez, hacía apuntes del natural a pluma de las corridas de toros en la Monumental y en las Arenas, que después ilustraban las críticas taurinas. Era un gran aficionado a los toros, tanto como Ángel Elías, el subdirector, un hombre enjuto a quien se le había pasado la edad de la jubilación y que los domingos acostumbraba a acompañarlo a la plaza de toros.
Pues bien, de repente, se abría la puerta de su despacho y aparecía en medio de la redacción, mirando fijo a Domínguez como aquel que observa a un morlaco de seiscientos kilos que tiene que torear en el albero. A la vista de todos, Elías reconvertía en un capote un ejemplar del diario desplegado y medio enrollado a partir de una de sus puntas, antes de dar un par de saltitos invitando a la envestida del toro. En aquel preciso momento, el compaginador se levantaba rápidamente, cogía una Olivetti sobre su carro metálico de ruedas, con el pasador de líneas como cuerno improvisado y lo envestía con fuerza. Elías estiraba el brazo y el toro mecánico pasaba a pocos centímetros del improvisado capote, dando tres naturales que remataba en un pase de pecho, que provocaba el alborozo de la redacción. Por un momento, viendo aquella escena de Berlanga, creí que me había equivocado de oficio y que aquello no era una redacción como la de las películas americanas, sino una casa de locos que habían sido abandonados a su suerte por los loqueros.
Empezar el día con aquella actuación improvisada me descolocó completamente. En cualquier caso, me sentía un afortunado por poder escribir en un diario, pero aquel personal me atemorizaba. Como la edición estaba prácticamente cerrada, sin darme tiempo ni a echarle una ojeada a la prensa del día, un grupo de periodistas se me llevó a desayunar en volandas. Al frente iba el jefe de la sección de Economía, Ginés Vivancos, que llevaba la voz cantante. Era un personaje tan rico como inteligente y no atendía a razones cuando alguien le llevaba la contraria y lo intentaba acallar sin demasiados argumentos. A veces tampoco respetaba que le pusieran contra las cuerdas incluso con ellos.
El ritual del desayuno se repetía a diario, como descubriría más adelante. Fuimos a un bar al que llamaban Can Babas, en la calle Llúria, a un tiro de piedra del diario y donde alguna vez había llegado un botones andaluz que escribía poemas alberdianos para anunciarnos que había una noticia de última hora y el director nos buscaba. No recuerdo el nombre real que tenía aquella bodega, pero sí que disponía de una larga barra de mármol. El local no era un ejemplo de limpieza, pero cocinaban bien los platos de cuchara. Sentarse allí era pasarse una hora arreglando el mundo, mientras unos comían callos con garbanzos y otros bacalao con samfaina. Resultaba curioso ver cómo el camarero pinzaba el morro del bacalao con el pulgar mientras el resto de dedos le servían para aguantar el plato por debajo. Nadie protestaba; al contrario, se reían viendo la curiosa habilidad del camarero en su cometido. Los compañeros se burlaron de mí cuando el primer día pedí una tortilla a la francesa y un agua mineral.
De los últimos en levantarse fueron dos excelentes diseñadores, veinteañeros, Salvador Saura y Ramon Torrente, que fundarían más tarde Edicions de l’Eixample. Saura era un tipo alto y elegante, que podía ser uno más de la Factory de Andy Warhol. Era también pintor abstracto y frecuentaba el estudio de Antoni Tàpies. Torrente llevaba una barba rasputiniana y unas gafas redondas como John Lennon, y era muy pulido y perfeccionista en sus diseños. Hablar con ellos suponía un baño de modernidad, aunque ellos me enseñaron la importancia de rematar un buen desayuno con un carajillo de Mascaró, aunque no consiguieron que me acostumbrara a este reconstituyente.
Mi primer jefe fue Agustí Pons, catalanista de corazón y ácrata de espíritu, que lucía unas melenas bien peinadas que me recordaban las del Príncipe Valiente de mis tebeos adolescentes. Había sido él quien convenció al director Manuel Tarín de que escribiera en las páginas del Ciero Maria Aurèlia Capmany. Era hermano del músico Oriol Tramvia, un personaje underground a quien vi en el Zeleste. Recuerdo que inicialmente no salía él a cantar, sino alguien que se le parecía e interpretaba sus canciones hasta que el público le echaba del escenario, llamándole impostor, momento en el que aparecía el verdadero Oriol Tramvia entre la locura de un personal entregado. Pons, hombre culto y honesto, me ayudó no solo en las técnicas del oficio, sino también informándome de quién era quién en aquella redacción disparatada adonde había ido a parar.