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Huida hacia un sueño Ren Colter era el propietario de un rancho enorme en Wyoming, pero despreciaba su riqueza. Vivía encerrado en sí mismo desde que puso fin a su última relación, así que él fue el primer sorprendido cuando permitió que Meredith Grayling se quedara en su rancho. Se dijo que solo lo hacía para protegerla de un acosador, pero su instinto de macho alfa no tardó en entrar en acción. Lo último que quería Merrie era tener cerca a un hombre tan apuesto como Ren. Tenía demasiada experiencia y era demasiado atrayente para sus alterados nervios. Lo que de verdad necesitaba era alejarse de todo aquello. Pero ninguna mujer podía huir fácilmente del vaquero Colter. Flor de deseo Ella era fruta prohibida... Cole Everett vio cómo Heather Shaw dejaba de ser una niña para convertirse en una hermosa joven con un cuerpo que lo volvía loco y un corazón vulnerable que temía romper. Quería ayudarla a dejar atrás su inocencia y enseñarle a saborear los frutos del conocimiento y del deseo. Desgraciadamente, Heather era la única mujer que Cole necesitaba, pero también la única que jamás podría poseer...
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Seitenzahl: 614
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 167 - marzo 2024
© 2016 Diana Palmer
Huida hacia un sueño
Título original: Wyoming Brave
© 1982 Diana Palmer
Flor de deseo
Título original: Heather’s Song
Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2020 y 2015
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1180-696-1
Portada
Créditos
Huida hacia un sueño
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Flor de deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Ren Colter no fue hospitalario. De hecho, se mostró hostil cuando Merrie Grayling cruzó el umbral de su rancho de Wyoming con el hermano de él.
Merrie lo miró y tuvo la sensación de que acabaran de golpearle el estómago con un bate de béisbol. Era un hombre espectacular. Alto, de hombros anchos y caderas estrechas, con hermosas manos finas y una boca cincelada y sensual en un rostro enmarcado por un cabello negro espeso y una nariz recta. Era tan atractivo como su hermano, pero de un modo más oscuro. La miraba con el ceño fruncido, pero ella no podía apartar la vista de él. Llevaba ropa de trabajo: vaqueros y botas de faena, combinados con zahones y una chaqueta de piel de borrego. El sombrero vaquero casi le cubría un ojo. Y sus ojos negros se posaban en Merrie, haciendo comentarios que no hacía falta que se tradujera en palabras.
Ella se acercó más a Randall, cosa que pareció molestar aún más a Ren. Randall era alto y rubio, con ojos azules sonrientes y el rostro de una estrella de cine. Era muy distinto a su hermano.
—Solo serán unas semanas, Ren —dijo con suavidad—. Ella ha… Bueno, ha pasado lo suyo. Su padre acaba de morir y ella ha tenido algunos problemas con un… con la persona de la que te hablé —Randall no miró a Merrie, porque lo que le había contado a Ren no era toda la verdad—. Tú tienes una seguridad de primer orden y guardaespaldas de sobra por aquí. He pensado que aquí estará a salvo.
—A salvo —repitió Ren.
Tenía una voz profunda y aterciopelada. Observaba a Merrie con sus labios sensuales apretados, pero daba la impresión de que no encontrara nada agradable en la mujer de cabello largo de color platino recogido en una trenza que le caía por la espalda y cuyos ojos azul cielo estaban enfocados en él. Era bastante guapa, pero Ren estaba harto de mujeres guapas. La ropa que llevaba no permitía discernir bien su figura. Vestía vaqueros anchos y una sudadera también ancha e iba sin maquillar. Era extraño ver a una de las chicas de Randall sin ropa ceñida y sexy y sin que coqueteara abiertamente con él. Las chicas de su hermano eran experimentadas y agresivas y a Ren no le gustaba tenerlas cerca. Claro que, normalmente, Randall estaba allí para entretenerlas. Sin embargo, en esa ocasión llegaba con una mujer distinta y con la intención de dejarla allí mientras él recorría el mundo elogiando los valiosos toros del rancho. Randall era un vendedor nato. Él era más reservado, más insociable. No le gustaba mucho la gente. Odiaba a su madre y no tenía contacto con ella. Pero quería a su hermano.
Esquivaba a las mujeres como a la peste desde que sorprendiera a Angie, su prometida, no con un hombre, sino con dos, catorce días antes de su boda. Ren había suspendido la ceremonia, dejando que Angie lidiara con las repercusiones. Ella había salido antes con Randall, hasta que se había dado cuenta de que no estaba dispuesto a casarse con nadie. Entonces se había fijado en su hermano y se había mostrado tentadora y provocativa durante los tres meses que habían estado comprometidos. En honor a la verdad, Ren tenía que admitir que su hermano había intentado advertirle, pero él estaba enamorado por primera vez en su vida y no había hecho caso.
Angie, por su parte, buscaba llevar una vida de lujo. Ren presidía una compañía minera que estaba dentro de las quinientas fortunas más grandes. Y contaba además con el muy provechoso rebaño de Black Angus de pura raza que pastaban en las más de cuatrocientas hectáreas de su rancho y con los toros campeones con los que ganaba millones vendiendo ejemplares jóvenes y semen de toro a nivel internacional. El linaje de su ganado era impecable.
Lo peor de la ruptura de su compromiso había sido tener que leer sobre sí mismo en la página de Facebook de Angie. Después había tenido que comprar un portátil nuevo, puesto que había tirado el viejo por la ventana. Ella había dicho, entre otras cosas, que era un amante torpe y aburrido y que su rancho era muy paleto. Y eso había sido lo más amable que había difundido sobre él.
Los abogados se habían encargado de las mentiras que había publicado en Internet y Ren no había vuelto a saber nada de ella desde entonces. Y confiaba en seguir así. Jamás dejaría que ninguna otra mujer se acercara a él. El gato escaldado…
Y de pronto tenía que tratar con otra de las chicas de Randall, lo cual no le sentaba nada bien. Se aseguraría de que no encontrara mucha diversión allí. Estaba harto del desfile de mujeres de su hermano.
—No te causará ninguna molestia —decía Randall.
Merrie asintió. No dijo nada. No le caía bien al ranchero alto, quien no se molestaba en intentar ocultarlo.
—¡Delsey! —llamó Ren.
Una mujer mayor salió de la cocina con rostro atormentado. Era pequeña y regordeta, con pelo gris recogido en un moño y unos hermosos ojos marrones. Miró a Merrie sorprendida y después sonrió.
—Esta es Merrie Grayling —la presentó Randall. Le pasó un brazo consolador por los hombros, pues ella casi temblaba por la hostilidad manifiesta de Ren—. Es de una ciudad pequeña de Texas.
Delsey estrechó la mano a Merrie.
—Eres bienvenida aquí, querida —dijo. Miró a Ren con nerviosismo y sonrió a Randall—. ¿Te marchas otra vez?
—Sí. A Inglaterra, a hablar con un barón —él sonrió—. Cría Black Angus de pura raza y queremos venderle unos toros campeones. Está interesado, pero el toque personal ayuda mucho a las ventas.
—Es cierto —asintió Ren. Torció la boca—. Yo no tengo ese toque.
—Su idea del toque personal es una aguijada para el ganado —le dijo Randall a Merrie con ojos brillantes.
—Solo con la gente —repuso Ren. Se metió las manos en los bolsillos y miró a Merrie—. No utilizo la crueldad como arma. Mi ganado está habituado a ser tratado bien. Me gusta el ganado.
—A mí también —repuso Merrie con suavidad. Se sonrojó cuando Ren la miró fijamente—. Pero me gustan más los caballos —miró con atención el rostro de él—. ¿Tiene uno que yo pueda montar?
—Hablaremos de eso luego —Ren miró su reloj—. Va a venir el veterinario a vacunar a unas novillas. Tengo que irme.
Randall hizo ademán de abrazarlo, pero su hermano lo miró con frialdad y le tendió la mano. Randall sonrió.
—No estés mucho tiempo al aire libre —le aconsejó—. Dicen que va a nevar.
—Estamos en Wyoming —respondió Ren—. Aquí siempre hay nieve.
—Eso debe de ser agradable —comentó Merrie, vacilante—. En mi zona casi nunca nieva.
Ren no contestó. Miró a Delsey.
—Llegaré tarde. Déjame cena fría en el frigorífico.
—Lo haré. Y ten cuidado con ese caballo —añadió la mujer con preocupación cariñosa—. Ayer mordió a Davey.
—¿Qué caballo? —preguntó Randall.
El rostro de Ren se puso tenso.
—Teníamos un vaquero nuevo. Me fie de él porque lo contrató Tubbs y dijo que trabajaba bien. Estaba en una cabaña de los pastos, donde no lo veíamos mucho. Fui a verlo para preguntarle por unas terneras y lo encontré completamente borracho y el caballo que le habíamos dado como montura sangraba por unos cortes profundos que él le había hecho, sabe Dios con qué. Le di una paliza y después llamé a las autoridades y se lo llevaron. Lo han procesado por crueldad con los animales. Les dije que declararía encantado —añadió con frialdad.
Merrie se abrazó el cuerpo y se estremeció. Aquello le recordaba momentos dolorosos que había vivido con su padre. Ataduras y palizas durante toda su vida. Tenía veintidós años y nunca había tenido una cita, nunca la habían besado, no había tenido amigas…
Su padre era tan rico, que todo el mundo de su zona le tenía miedo, así que ellas, Merrie y Sari, su hermana mayor, nunca le habían contado a nadie lo que ocurría en la hermosa mansión de Comanche Wells, Texas.
—¿Tienes frío? —preguntó Randall con suavidad cuando ella se estremeció.
Ella negó con la cabeza.
—Mi padre… hirió así a un caballo en una ocasión.
—¿Lo denunciaste? —preguntó Ren, cortante.
Merrie tragó saliva con fuerza.
—La gente le tenía mucho miedo. No habría servido de nada. El adiestrador se aseguró a partir de entonces de que los caballos nunca estuvieran fuera cuando él iba a los establos.
—¿Vives en un rancho? —preguntó Ren.
Ella asintió.
—No es tan grande como este. Solo teníamos… tenemos… caballos.
—Pues a este no podrás acercarte. Huracán es el animal más peligroso de aquí. Le mordió un brazo a un vaquero y casi mató a otro que intentó quitarle la brida. No permite que nadie lo toque.
—¿Sigue con la brida puesta? —preguntó Randall, preocupado.
—Sí —Ren hizo una mueca—. Y casi tiene la cabeza en carne viva por ella. El vaquero probablemente lo arrastró tirando de ella. Intentaremos de nuevo conseguir que lo sede el veterinario —movió la cabeza—. No podemos sujetarlo lo bastante para que le clave una aguja. Conoce a un guardabosques que tiene una pistola de dardos tranquilizantes. Está intentado que se la preste.
—¡Pobrecito! —musitó Merrie—. Un hombre que le hace eso a un caballo se lo hace a una persona —añadió con los ojos bajos, recordando a su padre.
Ren la observó con curiosidad.
—De hecho, el sheriff cree que el hombre al que contrató Tubbs está en busca y captura —miró a Randall—. La próxima vez contrataré yo —dijo con una mueca—. Tubbs no sabe juzgar a la gente.
—Ella sí —dijo Randall, estrechando a Merrie contra su costado—. Ella pinta.
—Mucha gente pinta —repuso Ren con desdén—. Que tengas buen viaje.
—Gracias —contestó su hermano. Sonrió—. Y tú no te metas en líos.
Ren se encogió de hombros.
—No es culpa mía. El hombre insultó a mi ganado.
—La policía de Billings estaba muy descontenta contigo —insistió Randall.
Ren soltó una risita.
—Es cierto. Me obligaron a hacer un curso sobre control de la ira. Luego fui a un congreso en Montana y otro hombre insultó a mi ganado —suspiró—. Creo que no volveré por Billings hasta que la policía olvide mi cara.
Randall movió la cabeza. Ren le guiñó un ojo y salió por la puerta sin decirle ni una palabra a Merrie. Sus espuelas tintineaban al andar. A Merrie le sonaban como campanillas. Sonrió a Randall.
—Se portará bien —le aseguró este—. Siempre se siente incómodo con personas a las que no conoce. ¿Verdad? —preguntó a Delsey.
La mujer respiró con fuerza.
—Es horrible con la gente a la que no conoce. Espero que tengas agallas, jovencita. Te pondrá a prueba.
—He vivido momentos duros —dijo Merrie con una cálida sonrisa—. Intentaré no cruzarme con él.
—No es mala idea —repuso Delsey con una carcajada—. Sobre todo ahora que se acerca el invierno y han anunciado nieve. La nieve es dura para el ganado y para los vaqueros.
—Me encanta la nieve —declaró Merrie.
—Dejará de gustarte si pasas un invierno en Wyoming —le aseguró Delsey.
Merrie se limitó a sonreír.
—Yo también tengo que irme —dijo Randall. Besó a la chica en la mejilla—. Ten cuidado. No te acerques a los establos y no te preocupes por Ren —vaciló—. Si se porta muy mal, ponme un mensaje y te llevaré a casa. ¿De acuerdo?
Merrie tuvo entonces un escalofrío premonitorio, pero se las arregló para sonreír.
—De acuerdo —lo abrazó—. Gracias, Randall.
—Eres mi amiga —musitó él—. No te preocupes, estarás bien aquí. Cuídate.
—Tú también.
—Conduce con cuidado —dijo Delsey, agitando un dedo delante de él—. Que no te pongan más multas por exceso de velocidad.
—Ya veremos —se burló él. Guiñó un ojo a la mujer y se marchó.
Delsey llevó a Merrie a su habitación.
—Pediré a uno de los chicos que te suba el equipaje. Sigue en el vestíbulo donde lo dejó Randall —dijo. Hizo una pausa—. No dejes que te afecte Ren —añadió con gentileza—. Es duro con las personas que no conoce. Sobre todo con las mujeres. Tuvo una mala experiencia y se volvió desconfiado.
—No lo molestaré —prometió Merrie—. He traído mis cuadernos de dibujo y mis agujas de hacer punto. Estaré entretenida.
—Bien. Si necesitas algo, suelo estar en la cocina o en algún lugar de la casa. Hay asistentas que vienen a ayudarme algunos días con las tareas más pesadas, pues ya empiezo a sentir los años, pero a Ren le gusta mi modo de cocinar —dijo Delsey con una risita.
Merrie respiró hondo.
—Mandy, nuestra ama de llaves, me enseñó a cocinar. Incluso me enseñó a cortar un pollo y sacar las entrañas a la caza —rio con suavidad—. También me encanta estar en la cocina.
—Te dejaré ayudarme cuando lleves aquí un tiempo —Delsey miró a Merrie a los ojos—. Es un acosador, ¿verdad? Me lo ha dicho Randall.
Merrie vaciló.
—No quiero poner a nadie en peligro…
—Este sitio tiene tanta vigilancia como Fort Knox —comentó Delsey—. Aquí no entra nadie que no tenga autorización. ¿Has visto las cámaras en la verja cuando has entrado? —vio que Merrie asentía—. Hasta tenemos software de reconocimiento facial. Rastrea a gente.
—¡Caray! —musitó Merrie.
—Por desgracia, no funcionó con el vaquero que golpeó a ese pobre caballo —Delsey frunció el ceño—. Huracán era el caballo castrado más tranquilo de este lugar. Me parte el corazón ver lo que le hizo ese hombre —respiró hondo—. Si sigue así, tendrán que sacrificarlo —se mordió el labio inferior y forzó una sonrisa—. Bien, te dejo deshacer el equipaje —se acercó a la puerta y miró por encima de la barandilla—. ¡Brady! —llamó—. ¿Puedes subir el equipaje?
—Claro que sí, Delsey —repuso el vaquero, arrastrando las palabras.
Subió la maleta por la escalera.
—Gracias —dijo Merrie con suavidad.
Brady se llevó una mano al sombrero. Era de la edad de Delsey, pero fibroso y fuerte. Sonrió a Merrie.
—¿Usted es la amiga del señor Randall que viene a pasar una temporada? —preguntó.
—La misma. Me llamo Merrie. Encantada de conocerle, Brady.
—Lo mismo digo, señorita —él miró a Delsey—. Willis quiere saber si les vas a hacer un pastel a los muchachos.
—Lo haré —repuso ella—. ¿Qué clase de pastel quieren?
—De chocolate, con ese glaseado blanco que haces tú.
—Me pondré a ello de inmediato —Delsey miró a Merrie—. ¿Has almorzado?
—Sí, gracias. Randall me invitó a una hamburguesa con queso y patatas fritas de camino aquí.
—Está bien. La cena es a las siete. Ren trabaja hasta tarde y a veces no viene a cenar. Como esta noche. Me ha dicho que le deje cena fría en el frigorífico, lo que significa que probablemente no volverá a casa hasta la hora de dormir.
—El rancho tiene horarios complicados —comentó Brady con una risita—. En especial para el jefe. Tiene que estar en todas partes antes de que llegue el mal tiempo.
—He llamado a ese contratista —le dijo Delsey—. Si ves a Ren, dile que el hombre viene mañana por la mañana para ver qué trabajo hay que hacer.
—Se lo diré —el vaquero volvió a tocarse el sombrero—. Hasta luego, señoritas.
Merrie sonrió. Delsey se echó a reír.
—Es simpático —comentó la primera.
—La mayoría lo son. Pero tenemos algunos que trabajan en la seguridad —explicó Delsey con aire solemne—. Uno de ellos es peligroso. Vino aquí desde Irak, donde había entrenado a policías. No sabemos mucho de él. Generalmente se encierra en sí mismo cuando no está vigilando el ganado.
—¿Quién es? —preguntó Merrie con curiosidad.
—Lo llaman J.C. Nadie sabe a qué responden las iniciales.
—No me acercaré a él —prometió Merrie. Se desperezó. La cadena de oro que llevaba al cuello le raspó un poco la piel. Se sacó la crucecita por fuera de la sudadera.
Delsey frunció el ceño. Quería avisarla, pero no deseaba ponerla más nerviosa de lo que ya estaba. A Ren no le gustaría esa cruz. Lo hostigaría como cuando a un toro le agitan una bandera delante. Pero quizá no llegara a verla.
Sonrió a Merrie y la dejó sola para que se instalara.
Merrie bajó a cenar confiando en que Ren no estuviera en la mesa. No quería contrariarlo más de lo que lo había hecho ya por el mero hecho de entrar en su casa.
—Es un lugar grande —comentó cuando comía el delicioso estofado de ternera y rollitos caseros de pan que había hecho Delsey.
—Muy grande. A mí me cuesta mucho tenerlo bien limpio y por eso viene gente a ayudar —contestó la cocinera con una risita—. La mayoría son esposas de hombres que ya trabajan para nosotros. Así complementan algo los sueldos de sus esposos. Algunas tienen gallinas y venden huevos, otras siembran huertos y venden lo que les sobra en verano. Aquí vivimos bien.
—La casa es muy hermosa —comentó Merrie.
Delsey frunció levemente el ceño.
—Eres la primera mujer de las que ha traído Randall que ha dicho eso.
—Pero ¿por qué?
Delsey se encogió de hombros.
—Es rústica, ¿no? —preguntó. Miró hacia la sala de estar, con sus grandes sillones y su largo sofá, todos de piel color burdeos y adornados con cojines de estilo nativo americano. Las alfombras del suelo eran del mismo estilo. Encima de la chimenea había espadas cruzadas y en un estante había también un rifle antiguo.
—Es como él —murmuró Merrie con aire ausente—. Fuerte, tranquila y reconfortante.
Delsey no supo qué decir. Sabía que la chica hablaba de Ren, pero le sorprendía su perspicacia. Fuerte, tranquilo y reconfortante. Confió en que Merrie no se llevara un gran chasco cuando hiciera o dijera algo que a él no le gustara.
Ren llegó muy tarde. Cuando entró, Merrie bajaba las escaleras, todavía en vaqueros y sudadera, a pedirle a Delsey una manta más. En la casa hacía más bien frío y ella estaba acostumbrada a la temperatura más cálida de Texas.
Se detuvo en seco cuando vio que él la miraba fijamente. En realidad, tenía la vista clavada en la parte delantera de la sudadera y ella se preguntó por un momento si había algo escrito allí, pero luego recordó que era gris y sin letras. Tragó saliva con fuerza. ¿Era posible que le mirara el pecho?
—¿Por qué demonios llevas eso? —preguntó él.
A ella le sorprendió el veneno que captó en la pregunta.
—Me gustan las sudaderas —comentó.
—No lo digo por la sudadera. Lo digo por esa cosa —él señaló la cruz.
Merrie recordó que Randall le había comentado algo sobre lo que opinaba Ren de la religión. En ese momento no le había prestado demasiada atención. Se cubrió la cruz con la mano en un gesto protector.
—Tengo fe —confesó débilmente.
—Fe —los ojos de él echaban chispas—. Eso son muletas para un mundo enfermo e ignorante —se burló—. Una superstición inútil.
Ella respiró con fuerza.
—Señor Colter… —empezó a decir.
—¡Quítate esa maldita cosa o escóndela! No quiero volver a verla en mi casa. ¿Entiendes?
Merrie pensó que era igual que su padre. Hablaba y era como un trueno. La asustaba. Se metió la cruz debajo de la sudadera con manos temblorosas.
—Y, si buscas algo de comer, no tenemos comida a la carta después de la cena. Comes en la mesa con nosotros o no comes. ¿Está claro?
Ella tragó saliva, y con ella el miedo.
—Sí, señor —dijo, con voz que temblaba tanto como sus piernas.
—¿Qué haces aquí en la oscuridad?
—Quería… quería pedir otra manta —tartamudeó ella—. En mi habitación hace frío.
—Aquí no dirigimos una sauna —repuso él con voz helada—. A pesar de lo grande que es el rancho, conservamos el calor. En tu condenado armario hay mantas. ¿Por qué no miras antes de empezar a molestar a otras personas con tonterías?
Merrie retrocedió para apartarse de él. Era mucho más terrorífico de lo que le había parecido al principio. Su postura, la expresión fría del rostro y la furia de sus ojos la impulsaban a correr. Había estado pocas veces con hombres. Casi siempre en las clases de arte, y los hombres que estudiaban arte eran amables y gentiles. Aquel era un lobo solitario no domesticado. La hacía temblar cuando hablaba. Su primera impresión de él, la de un hombre atractivo y amable, había sido equivocada. Era el diablo con vaqueros desteñidos.
—Eso es —se burló él—. Huye, niñita.
Ella subió corriendo las escaleras. No miró atrás hasta que llegó a su habitación y, una vez allí, cerró la puerta con llave.
Sari le había dicho que podía llamarla, pero Merrie tenía miedo de hacerlo. Aunque tenía seis teléfonos de prepago, tenía miedo de que pudieran rastrear alguno si lo usaba. El hombre que la perseguía sería astuto. Paul Fiore, el esposo de Sari, trabajaba para el FBI. Estaban buscando al hombre al que el hijo de la examante de su padre había contratado para matar a Merrie. Al hombre contratado para matar a Sari ya lo habían capturado y había resultado ser su chófer. El contratado para matar a Merrie era mucho más peligroso.
Timothy Leeds había planeado matar a las dos hijas de Darwin Grayling para hacer daño al hombre que había matado a su madre a sangre fría. Pero Darwin había muerto repentinamente y luego resultó que Timmy había estado demasiado borracho para recordar a quién había contratado para el trabajo. Estaba horrorizado por lo que había hecho. En el momento de hacerlo sufría por su madre, estaba furioso con Darwin y quería vengarse y hacerle daño. Pero Darwin había muerto justo después de que Timmy contratara a los hombres, usando el dinero que le había dejado su madre para pagar a dos asesinos a sueldo. En ese momento estaba en la cárcel, esperando juicio. Había colaborado con la fiscalía, pero quedaba el hecho de que había intentado matar a dos mujeres inocentes. La intención contaba mucho en temas legales. Merrie lo sabía bien. Sari, su hermana, era ayudante del fiscal del distrito en Jacobsville, Texas.
Se preguntó qué pensaría su hermana de aquel ranchero taciturno y hostil que se sentía ofendido por una sencilla cruz, un símbolo de su fe. De la fe que las había ayudado a su hermana y a ella en momentos increíbles de dolor. Su padre las había golpeado a las dos, las había tenido prisioneras en la mansión donde vivían y les había hecho temer a los hombres. Era un asesino y se había dedicado a blanquear dinero para el crimen organizado. De haber vivido, habría ido a la cárcel de por vida, a pesar de su riqueza.
Esa riqueza casi le había costado a Sari su esposo. Paul Fiore era el único miembro de toda su familia que no se ganaba la vida con actividades ilegales. Paul llevaba mucho tiempo en el FBI y había pasado unos pocos años como jefe de seguridad de las propiedades Grayling. En ese momento estaba destinado en la oficina del FBI en San Antonio. Sari había inventado la historia de que Darwin Grayling le había dejado cien millones de dólares a Paul, la mitad de la cantidad que había heredado ella de las dos cuentas bancarias secretas de su madre, quien se las había dejado a sus dos hijas en su testamento. Les habían correspondido doscientos millones a cada una y eso casi había hecho que Paul saliera huyendo. No quería que la gente creyera que se había casado con Sari por su dinero. Pero Sari y él eran felices y Merrie se alegraba por ellos. Su hermana y ella tenían cicatrices terribles, físicas y mentales, causadas por su padre.
Merrie se sentó en la cama, temblando todavía un poco por la furia del ranchero y pensando si sería capaz de quedarse allí. Ren Colter la asustaba.
Tardó bastante en dormirse y bajó un poco tarde a desayunar, confiando en que Ren se hubiera marchado ya. Pero lo encontró levantándose de la mesa.
La miró de hito en hito.
—Aquí tenemos horas establecidas para las comidas —dijo él, cortante—. Si bajas tarde, no comes.
—Pero señor Ren… —protestó Delsey.
—Aquí no se alteran las reglas —replicó Ren. Miró a Merrie, que estaba tan rígida como una tabla—. Ya me has oído. Delsey te dirá las horas de las comidas. No vuelvas a llegar tarde.
Se caló el sombrero sobre los ojos, se puso un abrigo pesado y salió sin decir ni una palabra más.
Merrie hacía esfuerzos por no llorar.
—¡Oh, querida, lo siento! —musitó Delsey. La atrajo hacia sí y la acunó mientras lloraba—. Está empezando a superar la ruptura de un compromiso y está amargado. Antes no era así. Básicamente es un hombre amable…
—Dijo que mi cruz era estúpida y que no volviera a mostrarla —sollozó Merrie—. ¿Qué clase de hombre es?
Delsey la meció un poco más y suspiró.
—Es una larga historia. Fue a una universidad famosa del norte con una beca y un profesor de allí cambió sus ideas sobre la religión. Era un estudiante excelente, pero, cuando volvió a casa, se había vuelto antirreligioso. Regañó a su madre por el árbol de Navidad y porque tenía fe y la pobre mujer salió corriendo llorando. Después la oyó decirle a Randall que Ren era tan frío y despiadado como su padre, del que se había divorciado, y que estaba orgullosa de él, de Randall, porque era mejor hijo. Ren se marchó entonces y no ha vuelto a hablar con su madre.
Merrie se apartó y miró a la otra con ojos enrojecidos.
—¿Se divorció de su padre?
Delsey asintió y le tendió un paquete de pañuelos de papel para que se secara los ojos.
—Su padre era el dueño de este rancho, pero la vida aquí era dura. Su madre tenía gustos caros, o eso es lo que se cuenta, y el padre de Randall la deseaba. Así que se escapó con él.
Merrie hizo una mueca.
—Ahora el rancho es enorme.
—Sí, es cierto. Pero, cuando llegó Ren aquí, justo después de aquella Navidad, era pequeño y estaba endeudado. Su padre y él empezaron a trabajar juntos para criar un rebaño de raza. Ren entendía de negocios, se había graduado en empresariales, y su padre entendía de ganado —Delsey sonrió—. Les costó quince años, pero se expandieron con el petróleo y la minería, además del ganado, y construyeron un pequeño imperio aquí. Ren está muy orgulloso de eso. Su padre también lo estaba. Murió hace dos años —suspiró—. Ren ni siquiera permitió que su madre viniera al funeral. Sigue resentido por lo que le oyó decir. No se habla con ella.
—No es humano guardar un rencor tanto tiempo —musitó Merrie—. Parece un hombre muy frío —añadió con suavidad.
—Bajo toda esa frialdad, hay un hombre muy amable. Lo único que ocurre es que lleva mucho tiempo congelado.
—A mí me da mucho miedo —confesó Merrie.
—No te hará daño —musitó Delsey—. Tienes que enfrentarte a él, querida. Un hombre así te pisoteará si le dejas.
—He vivido caso veintitrés años con un hombre así —repuso Merrie—. Era… —tragó saliva y cruzó los brazos sobre el pecho—. Era brutal con nosotras, sobre todo después de la muerte de nuestra madre. Quería hijos y nos tuvo a nosotras. Así que nos hizo pagar por ello. No podíamos salir con chicos, no nos dejaba tener amigas… Todavía no sabemos conducir un coche. A mí no me han besado nunca. Era un entorno asfixiante —soltó una risita hueca—. La única concesión que hacía era que nos permitía ir a la iglesia. No tienes ni idea de lo importante que fue la fe para nosotras durante esos años. Era lo que nos hacía seguir —tocó la cruz debajo de la sudadera—. Esta cruz me la dio mi madre y no pienso quitármela.
Delsey sonrió.
—Ese es el espíritu que necesitas. Díselo a él.
—Lo siento. No soy ningún ratoncito —se burló Merrie.
Delsey se echó a reír.
—Claro que no, querida.
Merrie miró con deseo las galletas, los huevos y las salchichas.
—Supongo que llegaré puntual al almuerzo —dijo.
—Él ya se ha ido. Siéntate y come.
Merrie se sentó a la mesa, pero miró la puerta con preocupación.
—No te muevas.
Delsey se acercó a mirar por la puerta principal. Ren bajaba la colina hacia los corrales en su todoterreno rojo. Había empezado a nevar ligeramente.
Ella volvió a la cocina.
—Ha ido a los establos. Después irá hasta las cabañas de los pastos a revisar el ganado. Ha empezado a nevar.
—¿De verdad? —preguntó Merrie, animada.
—Primero come —repuso Delsey con una risita—. Después puedes ir a jugar en la nieve.
La chica vaciló con el tenedor sobre los huevos.
—Gracias, Delsey.
—De nada. En serio.
Merrie suspiró con placer y desayunó con apetito. Después se puso una chaqueta ligera y las botas. Se arrepentía de no haber llevado un abrigo. En Comanche Wells no nevaba nunca en otoño y muy pocas veces en invierno.
—Niña, necesitas algo más abrigado que eso —la riñó Delsey.
—Estaré bien. El frío no me importa mucho si hay nieve —Merrie se echó a reír—. Si tengo mucho frío, entraré en la casa.
—Está bien, pero ten cuidado dónde vas, ¿de acuerdo?
—Lo tendré.
Echó a andar alrededor de la casa y bajó por el sendero que llevaba a unos edificios grandes con corrales adyacentes. Había incluso un granero erigido sobre postes y con bancos para sentarse delante. Dentro, un hombre trabajaba con un caballo con un trozo de cuerda, que le lanzaba ligeramente al animal y este hacía cabriolas. Era un caballo negro hermoso, que parecía de seda. A Merrie le recordó a su casa y los caballos del establo de su familia.
Jugó entre los copos de nieve, riendo y bailando. Aquello le resultaba increíblemente hermoso. Contuvo el aliento y lo vio congelarse al salir de su boca. Disfrutaba del frío, del paisaje blanco y de las montañas de más allá. Quería pintarlo. Su hogar de Texas le gustaba, pero la vista allí era exquisita. La memorizó para dibujarla más tarde.
Sentía curiosidad por el pobre caballo al que habían golpeado. Empatizaba con él, porque sabía lo que se sentía. Ella tenía cicatrices profundas en la espalda del cinturón de su padre, de una ocasión en la que había intentado salvar a su hermana de una paliza peor y su padre había volcado su ira en ella.
Se estremeció al recordar el terror que Sari y ella sentían cuando se lanzaba sobre ellas. Ni siquiera permitía que las tratara un médico por miedo a que lo detuvieran. Tenía en nómina a un médico no colegiado, que era el que les cosía puntos y las trataba. La cirugía plástica no era una opción. Tenían que vivir con las cicatrices.
Ya no, por supuesto. Las dos hermanas tenían doscientos millones cada una. Habían ido de compras justo antes de que la pobre Sari saliera huyendo a las Bahamas para sobreponerse al rechazo de Paul. Pero Merrie había comprado sudaderas, pijamas y ropa muy corriente. Todavía no se decidía a comprar prendas modernas, tops muy cortos o pantalones de corte muy bajo. No quería dar la impresión de que quería llamar la atención de los hombres.
Su mirada se posó en un edificio enorme, con dos grandes puertas delante y al lado un corral cuyas puertas daban al edificio. La zona estaba vallada, de modo que cada animal tenía un trozo de pasto. Eso tenían que ser los establos. Se acercó más, confiando en no encontrarse con ninguno de los hombres de Ren. Quería ver al caballo golpeado. Sabía que no la dejarían, estaba segura de que Ren había dado órdenes sobre eso.
Esperó en las sombras hasta que salieron dos hombres.
—Podemos tomar un café y volver en media hora —le dijo uno al otro—. Yo apostaría a que la yegua no va a parir esta noche, pero tenemos que quedarnos con ella.
—No podemos estar mucho fuera —contestó el otro, con un suspiro—. El jefe está de un humor terrible últimamente.
—Tendría que haberse dado cuenta de que esa mujer solo le causaría problemas —comentó el primero—. Se abrazó a él como si fuera un regalo de Navidad y no lo dejó respirar hasta que le compró ese anillo.
—No se te ocurra mencionar la Navidad delante de él —murmuró el otro—. Casi me arranca la piel en diciembre pasado por sacar el tema.
—Él no cree en esas cosas —el primer hombre suspiró—. Bueno, cada cual que haga lo que quiera, pero a mí me encanta la Navidad y pondré un árbol el mes que viene. Si quiere, que cierre los ojos cuando pase delante de mi cabaña, pero te aseguro que el árbol estará en la ventana.
Su compañero se echó a reír.
—Te gusta el peligro.
—¿Por qué no? Él me paga el sueldo, pero me estoy cansando de andar como pisando huevos delante de él. Cada día tiene peor genio, ¿no?
—Piensa en todos los beneficios de este trabajo. Incluido el plan de pensiones. ¿De verdad quieres renunciar a todo eso porque el jefe está de mal humor? Se le pasará.
—No se le ha pasado en seis meses, ¿verdad?
—Lleva tiempo. Vamos a por ese café.
—El veterinario vendrá mañana a ver a la yegua. Quizá traiga la pistola de dardos tranquilizantes para Huracán. Es una gran lástima lo que le pasó.
—Fue peor lo que le pasó al hombre que lo hizo —repuso el otro, con una mueca—. El jefe le dio una buena paliza. Nunca he visto tantos moratones, y era un hombre grande. Más que el jefe.
—El jefe estuvo en el Ejército. Su unidad fue enviada a ultramar. Fue capitán de una compañía, no sé bien de cuál, pero estuvieron luchando. He oído que eso lo cambió.
—Ha sufrido lo suyo. Supongo que tiene derecho a tener mal genio de vez en cuando.
—No me importó verlo pegarse con el condenado vaquero que golpeó a Huracán. De hecho, me gustó el espectáculo. El otro no consiguió darle ni un solo puñetazo al jefe.
—El sheriff vio todos los moratones y dijo que creía que el vaquero estaba tan borracho que se había caído por las escaleras y de cabeza.
Su compañero se echó a reír.
—Sí. Menos mal que el jefe le cae bien, ¿eh?
—Eso es bueno, sí.
Siguieron andando. Merrie, que los había escuchado, hizo una mueca. Ren también había pasado momentos duros. Lo sentía por él. Pero eso no hacía que le tuviera menos miedo.
Abrió la puerta del establo y se coló dentro. Estaba fresco pero cómodo. Bajó con cuidado por el pasillo de ladrillo. Dentro había varios caballos, pero supo inmediatamente cuál era Huracán.
Era negro como el carbón, con una hermosa crin enmarañada. Cuando vio a Merrie, cabeceó y pateó el suelo. Luego relinchó.
Merrie vio la brida. Estaba demasiado apretada y debajo había sangre. En los costados del animal, cerca de la cola, se veían cortes profundos.
—¡Pobrecito! —musitó ella con suavidad—. ¡Oh, pobrecito!
El animal levantó las orejas y escuchó.
Ella se acercó un paso más.
—¿Qué te han hecho? —susurró. Avanzó un paso más—. ¡Pobrecito! ¡Pobre caballito!
El animal sacudió la crin. La miró atentamente y se movió solo un paso.
Merrie divisó golosinas para caballos en una bolsa próxima. Tomó dos y se metió una al bolsillo. Se colocó la otra en la palma de la mano, de modo que el caballo no pudiera morderle los dedos, y avanzó lentamente hacia él. Si era tan peligroso, sería difícil para los vaqueros darle de comer o de beber. Vio un abrevadero en la parte de atrás del compartimento y parecía tener agua, pero la bandeja de la comida estaba dentro del compartimento y vacía. El animal seguramente estaría hambriento. Merrie avanzó hacia la puerta paso a paso.
Su padre había golpeado una vez con un látigo a un purasangre cuando Merrie estaba en el instituto. Ella había ido a verlo después de que su padre se marchara de viaje de negocios con su novia. El adiestrador hablaba con suavidad al animal, pero este no lo dejaba acercarse. Merrie se había acercado a él a pesar de que el animal se movía nervioso, y el caballo se le había entregado inmediatamente, para alegría del adiestrador. Después de eso, Merrie se había ocupado de él siempre que su padre estaba ausente, porque este había matado a un perro al que ella quería y seguramente podía hacer lo mismo con un caballo por el que se interesara ella. Sari y ella jamás habían entendido por qué su padre las odiaba tanto. Probablemente era una cuestión de venganza. Quería ajustar cuentas con su difunta madre a través de ellas por haberlo dejado fuera del grueso de la riqueza de su familia.
—¿Has comido algo, precioso? —preguntó a Huracán en un susurro, al tiempo que acercaba la mano al caballo grande—. ¿Tienes hambre? ¡Pobrecito! ¡Pobre caballito!
El animal se movió más cerca de la valla y volvió a sacudir la crin.
Ella se acercó más y envió su aliento en dirección a la nariz de él, algo que había visto hacer a su adiestrador con los caballos a los que domaba en su rancho. Sopló con gentileza en las narices del caballo. Los purasangres de su padre habían sido territorio prohibido para las chicas. De no ser así, podría haber aprendido más sobre caballos. Los únicos purasangres a los que tenía acceso eran los que estaban heridos. Aunque había otros caballos que ellas podían montar, se esforzaban por no prestarles mucha atención cuando su padre andaba cerca.
—No te haré daño —susurró. Su rostro estaba inmóvil—. Sé lo que sientes. Lo sabes, ¿verdad, cariño?
Él se acercó más, mirándola. Ella extendió la golosina en la palma.
—¿No tienes hambre? —preguntó con suavidad.
El animal sacudió la crin y luego, de pronto, bajó la cabeza. Pero no fue para atacarla. Tomó la golosina y la devoró. Volvió a mirarla con aire interrogante.
—Una más —dijo ella. Sacó la segunda golosina del bolsillo y la puso en la palma de la mano. De nuevo bajó él la cabeza y tomó gentilmente la golosina con los labios. La devoró también.
—Buen chico —musitó ella. Extendió la mano.
El animal solo dudó un minuto antes de acercarse y bajar la cabeza hacia ella. Merrie tiró de su cuello hacia abajo y apoyó la cabeza en su costado.
—¡Oh, pobrecito mío! —susurró con voz quebrada—. ¡Pobre caballo!
Él movió la cabeza contra ella, casi como una caricia. Merrie no vio a los dos vaqueros, que habían regresado y la miraban boquiabiertos desde la puerta del establo. Ver a Huracán apoyando la cabeza en ella los había dejado estupefactos.
Merrie tocó la brida. Huracán vaciló al principio, pero después se quedó quieto. Ella alzó la mano y abrió la hebilla del ronzal. Se lo retiró con mucho cuidado y lo sacó. Hizo una mueca al ver los puntos sangrientos que había allí y en otras partes de su cuerpo.
—Eres un encanto —susurró, dejando la brida a un lado. Alzó la mano y lo acarició con gentileza—. Un caballo encantador —apoyó la frente en la del animal y suspiró.
Después de un minuto, el animal alzó la cabeza, la miró y relinchó.
—Necesitas medicina en esos cortes, ¿verdad? —preguntó ella con suavidad.
—Y tú necesitas terapia —dijo Ren Colter con frialdad a sus espaldas—. Te dije que no te acercaras a ese caballo.
Huracán dio un salto y retrocedió. Agitó la crin y resopló.
Merrie se volvió con el ronzal en la mano. Caminó hacia Ren y se lo tendió.
Ren lo miró totalmente sorprendido.
—¿Cómo le has quitado eso? —preguntó.
—Me ha dejado —contestó ella—. ¿Tiene medicina para ponerle en los cortes?
—Te matará si entras en el compartimento con él —replicó Ren, cortante—. Ya ha herido a dos vaqueros.
—A mí no me hará nada.
Ren empezó a decir algo. Pero entonces miró al caballo. Huracán no pateaba el suelo y corría hacia la verja, como hacía antes. Solo los miraba.
—¿Estás segura de eso? —preguntó con voz queda.
Ella lo miró con sus ojos claros tristes.
—Más o menos —respondió—. Claro que, si me equivoco y me mata, siempre podrá subirse sobre mi tumba y decirme que me lo advirtió.
Su sarcasmo no le gustó a él.
—¿Crees que sabes lo que siente un caballo? —preguntó con sorna.
Merrie se estremeció un poco, aunque en el establo no hacía frío. No quería hablar de nada personal con aquel hombre frío y duro.
—No me ha atacado, ¿verdad?
Él vaciló, pero solo un instante. Miró a los dos vaqueros que habían estado presentes cuando Merrie obraba su magia con el animal.
—¿Tenemos pomada de la que dejó el doctor? —preguntó.
—Sí —dijo uno de los vaqueros. Fue a buscarla y se la tendió a Merrie—. Señorita —dijo, llevándose una mano al sombrero—. Nunca he visto nada igual. Tiene muy buena mano con los animales.
Ella sonrió.
—Gracias —repuso con timidez.
Ren entrecerró los ojos.
—Si echa a andar hacia ti, corre —dijo con firmeza.
—Lo haré. Pero no me hará daño.
Los hombres retrocedieron fuera de la línea de visión del caballo. Ren estaba preocupado. No quería que la amiga de su hermano muriera en su rancho, pero ella parecía tener mucha compenetración con el caballo. Era algo asombroso.
Merrie abrió la valla y entró en el compartimento con paso firme y sin el menor rastro de miedo.
—Eres un encanto —susurró, soplando de nuevo en las narices del animal—. ¿Me vas a dejar ayudarte? No te haré daño, lo prometo.
El animal se movió nervioso, pero no hizo ademán de atacarla cuando ella alzó la mano y le untó pomada con delicadeza en las heridas de la cabeza. Desde allí pasó a los flancos heridos y frunció el ceño al ver los cortes. Untó también allí pomada, pero vio que necesitaban puntos. No era de extrañar que siguiera en aquel estado, ya que había atacado a todos los que se acercaban a él. Tenía miedo de los hombres porque lo había atacado un hombre. Las mujeres, sin embargo, no eran sus enemigas.
Merrie terminó su trabajo, pasó la mano por la crin y apoyó la cabeza en su cuello.
—Muy bien, precioso —susurró—. Eres un caballo maravilloso, Huracán.
El animal movió la cabeza contra ella. Merrie lo acarició una vez más, salió del compartimento y cerró la puerta. Sonrió al caballo y le dijo adiós antes de acercarse al pasillo donde estaban los hombres.
—Los cortes del costado creo que necesitan puntos —comentó—. Pero tiene miedo de los hombres. Lo atacó uno. De las mujeres no —miró a Ren—. ¿Hay alguna veterinaria cerca de aquí?
Ren la miró sorprendido. Ella tenía razón. El caballo odiaba a los hombres.
—Hay una en Powell, creo. Puedo enviar a uno de mis hombres a buscarla.
—Probablemente dejará que ella le cosa las heridas.
—Siempre puedes venir tú y volver a hacer brujería para ayudarla a entrar ahí con el caballo, ¿no? —preguntó Ren con sarcasmo.
Ella respiró hondo y se volvió. Se alejó sin molestarse en contestar.
Ren la miraba con sentimientos encontrados. Odiaba a las mujeres. Pero aquella… Era diferente. De todos modos, no dejaría que se acercara tanto como para hacerle daño, aunque el caballo sí la dejara.
—No debería ser tan duro con ella, señor Ren —dijo el vaquero más mayor con calma—. A mí me parece que ya ha tenido bastante de eso en su vida.
Ren lo miró de hito en hito y el hombre se llevó una mano al sombrero, se volvió y salió del establo.
Merrie subió a su habitación. No lloraría. No lo haría. No dejaría que aquel hombre malo de Wyoming la alterara.
Sacó el cuaderno de dibujo y los lápices y se puso a trabajar en un boceto de Huracán. ¡Era tan hermoso! Negro como la noche. Suave como la seda. Se sentía atraída por él porque era como ella. También había pasado por guerras.
Tardó mucho tiempo en terminar el dibujo. Lo coloreó con delicadeza y, cuando terminó, tenía un retrato magnífico de Huracán. Sonrió cuando lo guardó en el maletín con sus otros dibujos. Decidió que tendría que hacer uno de Ren, pero tendría que tomar la decisión de si ponerle solo cuernos o cuernos y una cola con un triángulo en la punta.
Llegó también tarde al almuerzo, pero esa vez Ren estaba allí y no permitió que Delsey pusiera nada en la mesa.
—Ya conoces las reglas —dijo con dureza—. Si no llegas a la mesa a tiempo, no comes.
Merrie no quería decirle que había estado dibujando al caballo y había perdido la noción del tiempo. No quería pelear. Había tenido tantos años de peleas, que le resultaba más fácil conformarse.
—Está bien —repuso con calma.
Ren la miró de hito en hito. Odiaba su belleza. Odiaba su modo de conformarse. Quería pelea y no conseguía tenerla.
Se apartó de la mesa y se quitó el cinturón. Era nuevo y se lo había apretado demasiado. Lo dobló y lo chasqueó.
Merrie dio un respingo, corrió a la cocina y se escondió detrás de Delsey, temblando de arriba abajo.
—¿Qué demonios…? —preguntó Ren.
Entró en la cocina con el cinturón todavía en la mano y Merrie soltó un grito.
—¡Deje eso! —dijo Delsey con rapidez. Abrazó a Merrie con fuerza y la meció mientras sollozaba.
Ren se dio cuenta por fin de que la había asustado al agitar el cinturón en el aire. Volvió a la sala de estar con el ceño fruncido y lo dejó en una silla antes de regresar a la cocina.
—Ha creído que la iba a golpear con él —dijo Delsey.
Merrie seguía temblando y sollozando. Aquello le había provocado recuerdos horribles de su padre y su temperamento incontrolable. La había golpeado una y otra vez…
—Yo jamás en mi vida le he pegado a una mujer —musitó Ren con el tono más suave que ella le había oído hasta el momento—. Ni siquiera mediando provocación. Jamás te levantaría la mano. Nunca.
Ella se mordió el labio inferior. No podía mirarlo.
—De… de acuerdo —tartamudeó.
Ren parecía dividido. La reacción de ella ante el cinturón resultaba perturbadora. Alguien la había golpeado con uno. Empezaba a entender por qué el caballo atacado se había identificado con ella. Porque ambos habían pasado por lo mismo.
—Dale algo de comer —dijo con gentileza a Delsey—. Lo que ella quiera.
—Sí, señor Ren —repuso la mujer. Le sonrió.
Merrie no dijo nada. Seguía temblando.
Él dejó a las dos mujeres en la cocina y fue a su estudio. Hacía años que no probaba el whisky escocés que guardaba en el mueble bar, pero se sirvió un poco y lo bebió de un trago. La reacción de Merrie ante el cinturón lo asqueaba. A pesar de su actitud poco acogedora con ella, no le gustaba verla asustada. Y le gustaba menos aún saber que la había asustado él.
—Él jamás te pagaría —le aseguró Delsey a Merrie cuando ponía jamón, pan y mayonesa en la mesa—. Toma. Espera que te haga un sándwich. Te sentirás mejor.
—Mi padre siempre chasqueaba así el cinturón justo antes de usarlo con nosotras —Merrie respiró con fuerza—. Ahora ha muerto. Mi hermana y yo deberíamos sentir pena, pero solo sentimos alivio. Su muerte fue como quedar libres de la cárcel —miró a Delsey—. Ni siquiera nos compraba ropa a menos que la eligiera él. No podíamos salir con chicos ni invitar a amigas a casa ni ir a casa de nadie —bajó la vista—. Era tan paranoico, que hacía que nos siguieran a todas partes.
—¡Pobrecita! —Delsey le tocó el pelo—. Aquí estás segura. El señor Ren puede rugir como un león, pero jamás te haría daño.
Merrie tragó saliva.
—De acuerdo.
—Vamos, siéntate a la mesa. ¿Quieres leche?
—Sí, por favor.
Delsey le preparó un sándwich y un vaso de leche y empezó a fregar los platos de la cena mientras Merrie comía.
—Gracias —dijo esta cuando terminó. Llevó su plato y su vaso al fregadero.
Delsey la abrazó.
—No te preocupes. Las cosas se arreglan hasta cuando crees que no va a ser así.
Merrie sonrió y abrazó a la cocinera.
—Lo intentaré. Gracias.
—De nada. Ahora vete a dormir. Por la mañana estarás bien.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Pero no fue una buena noche y Merrie no estuvo bien. Se despertó gritando en la oscuridad. Su padre estaba encima de ella con el cinturón, manchado ya de sangre. Le golpeaba la espalda con todas sus fuerzas y gritaba.
—¡Despierta, maldita sea!
Ella sintió unas manos fuertes en los brazos, levantándola, y un aliento con olor a whisky en el rostro. Pero las manos no la lastimaban. Eran manos cálidas y le producían una buena sensación en la piel desnuda. Abrió los ojos.
Ren estaba sentado en la cama, vestido solo con un pantalón de pijama de franela y nada más. Su pecho amplio, cubierto de vello, era hermoso. Merrie pensó cuánto le gustaría pintarlo así. Eres el hombre más atractivo que había visto jamás. Pero no se atrevía a mostrar lo que sentía. Lo miró a los ojos e hizo una mueca.
—Lo siento —murmuró—. He tenido una pesadilla.
Él bajó suavemente las manos por sus brazos.
—¿Sobre qué?
—Algo del pasado —repuso ella, evasiva—. Hace mucho tiempo —mintió.
Él respiró hondo.
—Ha sido por el cinturón, ¿verdad?
Merrie dudó, pero acabó por asentir.
—No puedo soportar oír chasquear así un cinturón. Mi padre siempre… —se detuvo.
—¿Tu padre te golpeaba con un cinturón?
Ella asintió.
—El mío también, cuando era niño. Solía tener verdugones en la parte de atrás de las piernas. Era un chico temerario, siempre metiéndome donde no debía y mi padre se impacientaba.
Merrie no quería decirle la verdad, hablarle de las cicatrices de su espalda. No quería que él las viera. Siempre llevaba camisones con el cuello muy alto para no enseñar ninguna parte de la espalda.
Ren le tocó la mejilla y apartó el pelo platino revuelto que se había soltado de la trenza.
—¿No te lo dejas suelto para dormir? —preguntó con curiosidad.
La sensación de la mano de él en la cara le provocaba sensaciones extrañas a ella. Sentía temblores por todo el cuerpo y el corazón le latía con fuerza, perturbándola.
—No, tengo que recogérmelo para dormir —contestó—. Me tapa la cara. Debería cortarlo, pero lo he llevado largo toda mi vida.
—Sería un pecado cortar un pelo tan hermoso —musitó él.
Ella lo miró a los ojos y no pudo apartar la vista. Tampoco podía él. Su respiración era rápida. Bajó los dedos por la mejilla de ella, hasta el labio superior. Los dejó allí, acariciando la piel suave, haciéndola derretirse. Merrie quería apretarse contra él, que la abrazara. Quería que bajara la cabeza y le mostrara lo que se sentía con un beso. Tenía hambre de algo.
Sorprendentemente, él empezó a bajar la cabeza. Ella sintió su aliento de whisky en la boca. Inhaló con fuerza, mirando los labios sensuales de él y se preguntó cómo serían posados en los suyos.
Él deslizó la mano en la nuca de ella y empezó a tirar con gentileza. Ella sintió que abría los labios y le palpitó el cuerpo con la boca de él bajando cada vez más y más.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Delsey desde el umbral.
Ren se apartó de Merrie y la miró de hito en hito como si estuviera enfadado. Se levantó rápidamente.
—Ella tenía una pesadilla —dijo. Se volvió, agradeciendo que el pantalón de pijama le quedara suelto—. No le pasa nada. Vuelvo a la cama.
—¿Estás bien, querida? —preguntó Delsey. Llevaba un camisón de algodón y una bata larga del mismo tejido. Parecía un ángel.
—Ahora sí —repuso Merrie sin aliento—. Solo ha sido una pesadilla. Siento haberos despertado a todos.
—No estaba dormida —confesó Delsey—. Estaba viendo una película en mi iPad.
—¿Puedes hacer eso? —preguntó Merrie—. ¿Cómo?
Ren las dejó hablando y volvió a su dormitorio. Al salir, cerró la puerta con fuerza. Aquella mujer era una bruja. Solo le había tocado la boca y andaba tambaleante. No se dejaría pillar en aquella trampa dulce por segunda vez. Si ella buscaba un marido rico, que convenciera a Randall. De todos modos, era la chica de Randall, ¿no?
Apagó la luz y se metió en la cama, sorprendido por su propia vulnerabilidad.
Merrie se levantó tarde adrede para no tener que sentarse a desayunar con Ren. Era una cobardía, pero le preocupaba que él estuviera enfadado. La noche anterior había estado a punto de besarla, pero seguramente se odiaría por esa debilidad y esa mañana la atacaría si le daba ocasión.
Asomó la cabeza en la cocina y suspiró aliviada cuando vio que él no estaba.
Delsey estaba recogiendo los platos e hizo una mueca cuando la vio entrar.
—Lo sé. Llego tarde —comentó Merrie con suavidad—. No importa. De todos modos no como mucho.
Se acercó a abrazar a Delsey, que parecía atormentada.
—Gracias por haberme salvado anoche. Espero que eso no te causara problemas con el jefe.
Delsey le devolvió el abrazo.
—No. Estoy aquí desde que él estaba en la universidad. Está acostumbrado a mí —se apartó con un suspiro—. Esta mañana estaba que quemaba el algodón —añadió la mujer, usando una expresión antigua para expresar que alguien estaba muy enfadado.
Merrie rio suavemente.
—Eso suena muy sureño —comentó.
—Nací en Eufaula, Alabama —repuso Delsey, sorprendiéndola—. Me casé con un vaquero que pasó por allí con su jefe en un viaje para comprar ganado. Lo conocí en un café y tres días después me vine a Wyoming con él. Estuvimos casados veinticinco años, hasta que tuvo un infarto. Después de su muerte, me quedé aquí trabajando para el padre del señor Ren.
—Lo siento.
Delsey sonrió.
—Eso fue hace mucho tiempo. Aunque todavía lo echo de menos. Me gustaría que hubiéramos podido tener hijos, pero eso no estaba en mi destino.
—Creo que a mí también me gustaría tenerlos —comentó Merrie con tristeza—. Del matrimonio no estoy tan segura. Mi pobre madre —añadió con suavidad— no creo que tuviera ni un solo día feliz con mi padre. Vivía para Sari y para mí. Hasta que… —se cerró como una flor y sonrió—. ¿Han conseguido que venga la veterinaria de Powell? —preguntó.
—Sí. El señor Ren ha ido a los establos.
—Dijo que quizá me llamaran para que hiciera brujería y Huracán dejara entrar a la veterinaria en el compartimento con él —murmuró Merrie.
—Dice muchas cosas que luego no cumple —musitó Delsey con suavidad—. El señor Ren ha tenido una vida dura. Su padre básicamente lo ignoró. Su madre se divorció de él, huyó con el padre del señor Randall y obligó a Ren a irse con ellos. Él no quería. No le encantaba su padre, pero adoraba este rancho.
—¿Cuántos años tenía?
—Diez. El padre del señor Ren se volvió loco cuando se fueron. Se emborrachaba, pasó años ebrio. Cuando su hijo se graduó y volvió aquí, el rancho estaba casi en bancarrota. Ren hizo que su padre dejara de beber, reorganizó el rancho y empezó a hacer mejoras. Hipotecó el terreno para mejorar los pastos y las vallas, para comprar toros de raza, actualizar el equipo y renovar los establos y el granero —Delsey rio, terminando de guardar los platos—. Era un torbellino. En dos años sacó al rancho de números rojos y quince años después ha construido un imperio. Su padre vivió lo suficiente para ver un futuro próspero, pero podría haberlo disfrutado un poco más.
—¡Qué triste!
—Lo fue. La madre del señor Ren quería venir al funeral, pero él se negó a permitirlo.
Merrie contuvo el aliento.
—¿Por qué?
—Habían tenido algunos problemas. El señor Ren le oyó decir algo que le dolió mucho. Ya te lo dije. Y se marchó sin ni siquiera despedirse. Vino al rancho en autostop, se instaló y empezó a trabajar. Él es así. No dice lo que va a hacer, simplemente lo hace.
—En ese sentido, da miedo —comentó Merrie.
—Mucha gente lo da, hasta que llegas a conocerlos —repuso Delsey con gentileza—. No es un hombre violento.
—… te he dicho que primero le pusieras el maldito lazo —gritó Ren fuera de la ventana—. Mira lo que has hecho, idiota. Tendría que tumbarte en el suelo, Grandy.
Merrie contuvo el aliento cuando él entró como una tromba por la puerta de atrás, llevando medio en volandas a un hombre con el brazo lleno de sangre.
—¡Madre mía! —exclamó Delsey—. Grandy, ¿qué ha ocurrido?
—Lávalo, Delsey, por favor —pidió Ren, tras sentar al hombre en una silla—. Probablemente necesitará puntos. Le diré a Tubbs que lo lleve al médico —miró a Merrie con frialdad—. Si te desmayas, no lo hagas aquí. Ya tengo bastantes problemas.
—¿Cómo ha ocurrido? —preguntó Delsey, mientras Merrie se limitaba a mirar fijamente al hombre que sangraba.
—Estaba intentando echarle el lazo a un caballo. El animal se ha encabritado y lo ha lanzado contra una plancha metálica.
—¿Ha sido Huracán? —preguntó Merrie, preocupada.
—Sí, ha sido Huracán —respondió él, enfadado.
Ella se acercó más.
—¿Puedo ayudar yo?
Ren vaciló. No la quería cerca del caballo. Estaba furioso con ella porque la noche anterior había sido débil. No la quería por allí, no la quería cerca de él. Era la chica de Randall.
—Podría dejarle probar antes de que haya más heridos, señor Ren —intervino Delsey.
—¡Demonios! —exclamó él. Se caló el sombrero sobre los ojos—. Está bien. Vamos.
Delsey lavó el corte profundo en el brazo de Grandy.
—Creo que ha cortado una vena —le dijo a Ren.
—Tubby viene hacia aquí. Envuélveselo con una toalla.
—Lo siento, Ren —dijo Grandy tímidamente.
Ren lo miró de hito en hito. Abrió la puerta, dejó pasar a Merrie y salió tras ella.
Merrie había tomado su chaqueta. Fuera hacía mucho frío y unos copos le tocaron la cara. En el suelo había ya una capa de nieve del día anterior. No había tenido tiempo de disfrutarla. Alzó la cara y sonrió con los ojos cerrados.
Ren la miró y una ternura desconocida inundó su corazón. Pensó que era como una niña, que disfrutaba con las cosas más sencillas.
—Esa chaqueta es demasiado fina para el otoño de Wyoming —dijo, combatiendo los sentimientos que ella provocaba en él.
—En el sur de Texas casi nunca bajamos de cero grados —repuso ella, casi corriendo para no quedarse atrás—. Esta es la chaqueta más gruesa que tengo.
—Dile a Delsey que te lleve a la ciudad y cómprate algo más abrigado. Tengo una cuenta abierta en Jolpe’s. Son unos grandes almacenes —dijo él. No añadió que eran muy caros, que servían a las estrellas de cine que iban a Jackson Hole, no muy lejos de allí.
—Lo haré. Gracias —comentó ella. Gastaría su propio dinero, pero él podía pensar lo que quisiera.