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Corazón de hierro El duro vaquero estaba a punto de enfrentarse a la pelea de su vida… El ranchero Jared Cameron era un verdadero misterio para todos los habitantes de Jacobsville, Texas… y a él le gustaba que fuera así. Sólo la dulce Sara, una vendedora de libros, se atrevió a inmiscuirse en su soledad, pero lo hizo únicamente para decirle que el libro que más se ajustaba a su personalidad era alguno sobre ogros. Fascinado por su audacia, Jared sedujo a la sencilla librera; Sara no tardó en encontrarse inmersa en las secretas intrigas que rodeaban a Jared y él descubrió que debía librar una gran batalla: debía luchar por el amor. Rebelde Se estaba enamorando de un misterioso texano. Harley Fowler siempre salía sin un rasguño de las situaciones peligrosas, ya fuera en su trabajo de vaquero o en uno de los bailes del condado de Jacobsville. Hasta que conoció a la investigadora forense Alice Jones, que estaba intentando resolver un crimen relacionado con la única familia de la que Harley no quería hablar: la suya propia. De pronto, Harley se encontró en el ojo del huracán y lo único que deseaba era proteger a Alice. Pero ella era una mujer obcecada y no sabía apreciar sus esfuerzos. ¿Qué podía hacer un rebelde como él? ¿Seducirla?
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 534 - febrero 2024
© 2008 Diana Palmer
Corazón de hierro
Título original: Iron Cowboy
© 2009 Diana Palmer
Rebelde
Título original: The Maverick
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1180-672-5
Corazón de hierro
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Rebelde, deseo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Era un delicioso día de primavera, la clase de jornada que hacía que los árboles verdes, con las hojas nuevas brotando en las ramas, y las flores blancas parecieran un lienzo de fantasía primaveral. Sara Dobbs miraba por el escaparate de la librería con ensoñación, deseando poder dirigirse al pequeño macizo de flores lleno de ranúnculos y junquillos y cortar un ramo para al mostrador. Las flores eran una explosión de color en la calle paralela a la librería de Jacobsville, donde ella trabajaba como subdirectora para Dee Harrison, la dueña.
Dee era una mujer de mediana edad, menuda, delgada e inteligente que hacía amigos por dondequiera que iba. Cuando conoció a Sara, estaba buscando a alguien para que la ayudara a ocuparse de la tienda y Sara acababa de perder su empleo de contable en una pequeña imprenta que iba a tener que cerrar. El emparejamiento fue perfecto. Sara se gastaba una buena parte de su escaso sueldo en libros. Le encantaba leer. El hecho de vivir con su abuelo, un profesor de universidad retirado, la había predispuesto en ese sentido. Había tenido mucho tiempo para leer cuando estaba con sus padres en uno de los lugares más peligrosos de la Tierra.
El padre de Sara, con la ayuda de su suegro, había convencido a la madre de Sara para que se fueran a trabajar a ultramar. La violenta muerte del padre hizo cambiar por completo a la madre, provocando que perdiera por completo la fe y que se lanzara a los brazos del alcohol. Se llevó a Sara a Jacobsville para que las dos vivieran en casa de su padre. Entonces, fue de escándalo en escándalo, utilizando su comportamiento para castigar a su propio padre sin preocuparle el daño que con ello pudiera hacerle a su propia hija. Sara y su abuelo habían tenido que sufrir la descarada inmoralidad de su madre e hija respectivamente. No se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que Sara llegó a casa llorando y cubierta de hematomas. Los hijos de uno de sus amantes la habían pillado a solas en el gimnasio y le habían dado una brutal paliza. Su padre se había divorciado de su madre y, en aquellos momentos, se enfrentaban a la pérdida de su propia casa y de todo el dinero que tenían porque su padre se lo había gastado todo en joyas para la madre de Sara.
Ese hecho condujo a una tragedia aún peor. Su madre dejó de beber y pareció reformarse. Incluso regresó a la iglesia. Parecía muy feliz hasta que Sara la encontró una mañana, muy pocos días después…
El sonido del motor de un vehículo que estaba entrando en el aparcamiento que había justo delante de la biblioteca la sacó de su dolorosa ensoñación. Decidió que al menos tenía un buen trabajo y que ganaba lo suficiente para procurarse un techo bajo el que guarecerse.
Su abuelo le había dejado a ella su pequeña casita de dos dormitorios a las afueras de la ciudad junto con unos pocos ahorros. Sin embargo, la casa estaba hipotecada. Echaba de menos al anciano. A pesar de su edad, su abuelo había tenido un espíritu y una mente muy jóvenes y muy aventureros. Sara se sentía muy sola sin él dado que no tenía ningún otro pariente. No tenía hermanos, ni tíos ni primos que ella supiera. No tenía a nadie.
El sonido del timbre de la campanilla electrónica de la puerta le llamó la atención. Un hombre alto, de aspecto sombrío, acababa de entrar en la librería y estaba contemplando a Sara con desaprobación. Llevaba un traje gris de aspecto muy caro, acompañado de botas negras hechas a mano y un sombrero Stetson de color crema. Bajo el sombrero, el cabello era negro y espeso. Aquel hombre tenía la clase de físico que normalmente se veía sólo en las películas. Sin embargo, no se trataba de una estrella de la pantalla, sino que parecía más bien un hombre de negocios. Sara miró al exterior y vio una enorme furgoneta pickup negra que llevaba pintado un caballo blanco rodeado por un círculo del mismo color sobre la puerta. Sara había oído hablar del rancho White Horse, que estaba a las afueras de la ciudad. Jared Cameron, un recién llegado, se lo había comprado a su anterior propietario. Alguien había dicho que, meses antes de la adquisición, había estado en el pueblo para un entierro, pero nadie sabía de quién. Incluso en un pueblo como Jacobsville, Texas, que sólo tenía dos mil habitantes, había muchas personas que tenían parientes que residían fuera.
Junto a la furgoneta había un hombre alto, con el cabello negro recogido en una coleta y piel cetrina, que llevaba un traje oscuro y gafas de sol. Tenía el aspecto de un luchador profesional, pero seguramente se trataba de un guardaespaldas. Tal vez su jefe tenía enemigos. Sara se preguntó el porqué.
El hombre del traje gris se puso a observar la sección de revistas con las manos en los bolsillos sin dejar de musitar. Sara se preguntó qué estaría buscando. El hombre no le había pedido ayuda, pero ella no se podía permitir dejar escapar a un posible cliente.
–¿Puedo ayudarle? –le preguntó con una sonrisa.
El hombre la miró con frialdad con unos ojos verdes claros que resaltaban sobre un bronceado rostro lleno de duros ángulos. Él entornó los ojos al ver el cabello liso y corto de Sara, observó los ojos también verdes de ella, la recta nariz, los altos pómulos y la bonita boca. Entonces, realizó un sonido, como si ella no correspondiera a sus requerimientos. Sara no se atrevió a hacer comentario alguno, pero sintió una fuerte tentación de decirle que, si lo que quería era ver mujeres bonitas, tal vez debería ir a una boutique de diseño en la gran ciudad en vez de a una pequeña librería de pueblo.
–No tiene usted revistas de economía –dijo, como si aquello fuera una ofensa.
–No las lee nadie de por aquí –replicó ella.
–Yo sí.
De vez en cuando, Sara tenía que morderse la lengua para poder conservar su trabajo. Aquélla era una de esas ocasiones.
–Lo siento mucho. Si quiere, podríamos encargárselas.
–Olvídelo. Puedo suscribirme –le espetó él. Entonces, miró hacia los libros de bolsillo y volvió a fruncir el ceño–. Odio los libros de bolsillo. ¿Por qué no tiene usted novelas encuadernadas en tapa dura?
Sara se aclaró la garganta.
–Bueno, la mayor parte de nuestra clientela son personas trabajadoras que no se las pueden permitir.
–Yo no compro novelas de bolsillo –replicó él arqueando las cejas.
–Podemos encargarle las novelas de tapa dura que usted desee –dijo ella, con una sonrisa que cada vez le costaba más esbozar. Se estaba esforzando mucho por no ofender a aquel hombre.
Él miró hacia el único ordenador que había sobre el mostrador.
–¿Tiene acceso a Internet?
–Por supuesto –contestó ella, algo ofendida. ¿Dónde se creía aquel tipo que estaba? Parecía pensar que Jacobsville estaba aún anclado en el siglo anterior.
–Me gustan las novelas de misterio –dijo él–. Las biografías. Las novelas de aventuras y todo lo referente a los hechos de la campaña del norte de África de la Segunda Guerra Mundial.
Sara sintió que el corazón le daba un vuelco al escuchar el tema que él había mencionado. Se aclaró la garganta una vez más.
–¿Le gustaría que se las pidiera todas a la vez? –preguntó.
Él volvió a alzar una ceja.
–El cliente siempre tiene razón –afirmó, como si pensara que Sara se estaba mofando de él.
–Por supuesto –repuso ella. El rostro le dolía ya por la permanente sonrisa que tenía en los labios.
–Si me da una hoja de papel, le haré una lista.
El hombre realizó su lista mientras Sara contestaba a una llamada de teléfono. Cuando colgó, él le entregó la hoja de papel. Mientras la leía, Sara frunció el ceño.
–¿Qué es lo que pasa ahora? –preguntó él con impaciencia.
–No entiendo el sánscrito.
El hombre murmuró algo, volvió a tomar la lista y, tras realizar unas pequeñas correcciones, se la entregó de nuevo a Sara.
–Estamos en el siglo XXI. Hoy en día ya nadie escribe a mano –dijo, a la defensiva–. Yo tengo dos ordenadores, un PDA y un MP3. ¿Sabe usted lo que es un MP3? –le preguntó, mirando a Sara con curiosidad.
Ella se metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un pequeño iPod con sus correspondientes cascos. La mirada con la que acompañó el gesto era de las que mataban.
–¿Cuándo puede tener esos libros aquí?
Con las correcciones que él había realizado, Sara pudo al menos leer la mayoría de los títulos.
–Realizamos los pedidos los lunes –dijo–. El próximo jueves o viernes podrá usted tener aquí todos los que los distribuidores tengan en stock.
–El correo ya no lo traen a caballo.
Sara respiró profundamente.
–Si no le gustan los pueblos pequeños, tal vez debería usted regresar al lugar del que ha venido. Es decir, si puede hacerlo utilizando los medios convencionales –añadió, con una forzada sonrisa.
El desconocido no pareció pasar por alto la insinuación de Sara.
–No soy el diablo.
–¿Está usted seguro?
Él entornó los ojos.
–Me gustaría que me llevaran esos libros a mi casa. Normalmente, estoy demasiado ocupado como para poder venir al pueblo.
–Podría usted enviar a su guardaespaldas.
Él se volvió para mirar al hombretón que lo estaba esperando apoyado sobre la furgoneta con los brazos cruzados sobre el pecho.
–Tony el Bailarín no se ocupa de los recados.
–¿Tony el Bailarín? ¿Acaso pertenece usted a la mafia? –preguntó Sara, con los ojos cada vez más abiertos.
–¡Por supuesto que no! –gruñó él–. El apellido de Tony es Danzetta. Tony el Bailarín. ¿Lo comprende?
–Pues a mí me parece más bien un matón –susurró ella.
–Y usted conoce unos cuántos, ¿verdad? –le preguntó él lleno de sarcasmo.
–Si fuera así, esta noche tendría usted que comprobar dos veces que ha cerrado todas las puertas y ventanas –dijo ella, sin que él pudiera escucharla.
–¿Puede llevarme los libros a mi casa?
–Sí, pero le costará diez dólares. La gasolina está muy cara.
–¿Y qué es lo que conduce usted? ¿Un autobús?
–Tengo un VW, muchas gracias, pero su casa está a nueve kilómetros del pueblo.
–Puede usted decirme cuál es el coste total de los libros cuando me llame para decirme que han llegado. Haré que mi contable le prepare un cheque para que pueda usted recogerlo cuando me lleve los libros.
–Muy bien.
–Le daré el número porque éste no aparece en la guía.
Sara le dio la vuelta al listado de libros que él le había dado y anotó el número que él le dictó.
–También me gustaría recibir dos revistas de economía –añadió. Le dio inmediatamente los nombres.
–Veré si las tiene nuestro distribuidor. Tal vez no.
–Me lo merezco por venirme a vivir a este lugar apartado de la mano de Dios.
–¡Vaya! Pues perdone usted porque no tengamos centros comerciales en todas las calles.
–Es usted la dependienta más grosera que me ha atendido nunca.
–Pues haga que su guardaespaldas le preste a usted las gafas que él lleva puestas y así no tendrá que verme.
Él frunció los labios.
–Podría usted comprarse un libro de buenos modales.
–Veré si puedo encontrar uno sobre ogros para usted.
Él la miró de arriba abajo.
–Si no le importa, sólo los que le he anotado en mi lista. Espero tener noticias suyas a finales de la semana que viene.
–Sí, señor.
–Su jefe debe de estar completamente desesperado para dejarla a usted a cargo de su único medio de vida.
–Es una jefa y me tiene mucha simpatía.
–Pues menos mal –dijo. Con eso, se volvió para marcharse, pero se detuvo en la puerta–. Sus medias son de dos tonos diferentes y los pendientes no son pareja.
Sara tenía problemas con la simetría. La mayoría de la gente sabía por qué y eran lo suficientemente amables como para no mencionar sus pequeños lapsus.
–No soy esclava de la moda convencional –replicó ella, con fingida altivez.
–Sí, ya lo he notado.
El hombre se marchó antes de que a ella se le ocurriera una respuesta adecuada. Por suerte para él, tampoco había nada de lo que Sara pudiera prescindir para tirárselo a la cabeza.
Dee Harrison se partió de la risa cuando escuchó la mordaz descripción de Sara del nuevo cliente de la librería.
–Te aseguro que no fue nada gracioso –protestó Sara–. Dijo que Jacobsville era un lugar apartado de la mano de Dios.
–Evidentemente, ese hombre no sabe lo que dice –comentó Dee, con una sonrisa–. Sin embargo, lo que sí quiere es que le encarguemos un montón de libros, así que tu sacrificio no fue en vano, querida.
–Pero tengo que ir a llevárselos. Encima. Seguramente tiene perros que devoran a los visitantes y ametralladoras por todas partes. ¡Deberías haber visto el tipo que llevaba de chófer!¡Parecía un matón!
–Seguramente es simplemente un poco excéntrico. Como el viejo Dorsey.
–Lo único que hace el viejo Dorsey es dejar que su pastor alemán se siente a la mesa para comer con él. ¡Ese tipo seguramente se comería al perro!
Dee se limitó a sonreír. Lo que precisamente necesitaba era un nuevo cliente, en especial uno que tuviera gustos caros en lectura.
–Si sigue pidiendo tantos libros, tú podrías conseguir un aumento… –le sugirió a Sara.
Ésta se limitó a sacudir la cabeza. Dee no comprendía la situación. Si Sara tenía que verse las caras con frecuencia con aquel cliente en particular, terminaría cumpliendo condena en la cárcel por asalto y violencia.
Se marchó a su casa. Morris, su viejo gato atigrado, salió a recibirla a la puerta. Estaba lleno de cicatrices y le faltaba parte de la cola. Sara se lo encontró llorando en la puerta trasera de su casa en una noche de tormenta. De eso hacía ocho años. Su abuelo le había dicho que un gato callejero sólo podría ocasionarles problemas, pero Sara defendió al animal. De hecho, jamás le dio la razón a su abuelo a pesar de las muchas travesuras que el gato había hecho a lo largo de los años y que Sara se había encargado de controlar con una pistola de agua. Con el tiempo, el animal se había ido calmando y había dejado de arañar los muebles. En aquel momento, se limitaba a comer y a tumbarse al sol. De vez en cuando, se sentaba en el regazo de Sara mientras ella veía la televisión, pero no era un gato muy afectuoso. De hecho, mordía con frecuencia.
Mientras veía el último episodio de su serie favorita de televisión, Sara acariciaba suavemente al animal.
–Supongo que es una suerte que no vengan muchas personas a visitarnos –musitó ella–. Tu personalidad es decididamente antisocial. Conozco a un tipo que te gustaría –añadió, con una carcajada–. Debo atraer a los animales y a las personas con mal carácter.
El final de la semana siguiente llegó demasiado pronto. Sara había estado esperando que el pedido del ogro no llegara, pero éste llegó como un reloj el viernes. Por lo tanto, tuvo que llamar al número que Jared Cameron le había dado.
–Rancho Cameron –replicó una voz ronca.
–¿Señor Cameron? –preguntó ella, dudando. Aquella voz no sonaba como la del hombre que había acudido a la librería.
–No está aquí –replicó la voz. Era muy profunda. Rápidamente, Sara se imaginó el rostro al que correspondía aquella voz.
–¿Señor… Danzetta?
–Sí. ¿Cómo lo ha sabido?
–Sé leer la mente –mintió.
–¿De verdad? –preguntó el hombre, como si de verdad la creyera.
–El señor Cameron encargó un montón de libros…
–Sí. Me dijo que tenían que llegar hoy. Me dijo que le dijera a usted que los trajera mañana sobre las diez. Él estará aquí entonces.
El día siguiente era sábado y Sara no trabajaba los sábados.
–¿No podría dejarlos con usted? Él nos puede enviar el cheque más adelante.
–Me dijo mañana a las diez. Estará aquí entonces.
Era como pelearse con un muro de piedra. Suspiró.
–Muy bien. Mañana a las diez.
–Bien.
Danzetta colgó el teléfono. Sara hizo lo propio. Danzetta tenía acento del sur, de Georgia, por lo que si pertenecía a la mafia, debía de ser de la rama del sur. Se echó a reír. Sin embargo, tenía muchas dudas. ¿Debía llamarlo al día siguiente antes de salir para decirle cuánto dinero debía? Seguramente que su contable no trabajaba los fines de semana.
–Pareces turbada –le dijo Dee–. ¿Qué te pasa?
–Tengo que llevarle el pedido al ogro mañana por la mañana.
–En tu día libre… Bueno, puedes tomarte medio día libre el próximo miércoles para compensarlo. Yo vendré a mediodía y me quedaré hasta la hora de cerrar.
–¿De verdad?
–Sé cuánto te gusta disfrutar de tus momentos para dibujar. Estoy segura de que ese libro para niños en el que estás trabajando se va a vender muy bien. Llama a Lisa Parks y dile que irás el miércoles que viene en vez de mañana a dibujar a sus cachorritos. Quedarán estupendamente en tu historia –añadió.
–Son los cachorritos más monos que he visto nunca…
–Estoy segura de que podrías vender muy bien los dibujos.
–Supongo, pero jamás me podría ganar la vida con ello. Yo quiero vender libros.
–Creo que vas a venderlos muy pronto. Tienes mucho talento, Sara.
–Gracias –dijo ella, con una sonrisa–. Es lo único que he heredado de mi padre. A él le encantaba el trabajo que realizaba, pero sabía pintar unos maravillosos retratos. Fue muy duro perderlo de esa manera.
–Las guerras son terribles –afirmó Dee–, pero al menos tenías a tu abuelo. Era tu mayor admirador. Siempre estaba presumiendo de ti ante cualquiera que quisiera escucharlo.
–Aún recibo cartas de los antiguos alumnos de mi abuelo –dijo Sara–. Daba clases de Historia Militar. Supongo que tenía todos los libros escritos sobre la Segunda Guerra Mundial, en especial sobre las campañas del norte de África. ¡Qué raro! Eso es precisamente sobre lo que al ogro le gusta leer.
–Tal vez el ogro sea como ese león que tenía una espina en la pata y que, cuando el ratón se la sacó, los dos fueron amigos de por vida.
–Te aseguro que ningún ratón en su sano juicio se acercaría a ese hombre.
–Excepto tú.
–Bueno, a mí no me queda elección. Por cierto, ¿qué hacemos sobre el cheque? ¿Llamo a ese tipo antes de ir o…?
–Lo llamaré yo por la mañana –dijo Dee, tomando el trozo de papel en el que estaba anotado el teléfono–. Tú puedes meter los libros en una bolsa y llevártelos a casa esta noche. Así, no tendrás que venir mañana al centro del pueblo otra vez.
–Eres muy amable, Dee.
–Y tú. Bueno –dijo Dee, tras consultar el reloj–, tengo que ir a recoger a mi madre al salón de belleza y llevarla a casa. Luego, voy a ocuparme del papeleo. Ya conoces el número de mi teléfono móvil. Llámame si necesitas algo.
–No lo creo, pero gracias de todos modos.
–Tienes que comprarte un móvil, Sara. Puedes conseguir uno con tarjeta de prepago por casi nada. No me gusta que te tengas que volver a casa sola por esa carretera tan oscura cuando ya se ha hecho de noche.
–La mayoría de los traficantes de droga ya están en prisión –le recordó Sara a su jefa.
–Eso no es lo que dice Cash Grier. Han encerrado ya a la Domínguez y a su sucesora, pero ahora hay un hombre al frente. Éste mató a dos policías mexicanos en un puesto de la frontera y también a un agente en el lado estadounidense, además de a un periodista. Se dice que mató a una familia entera en Nuevo Laredo porque se enfrentaron a él.
–Estoy segura de que no se le ocurrirá venir por aquí.
–Esta zona les gusta a los traficantes de drogas –replicó Dee–. No tenemos agentes federales, bueno a excepción de Cobb, el de antivicio, que trabaja en Houston y tiene un rancho aquí. Nuestro departamento de policía y del sheriff carecen del suficiente personal y del suficiente dinero. Por eso ese López trató de crear una red de distribución por aquí. Dicen que ese nuevo capo de la droga tiene fincas por aquí que ha comprado a través de un grupo de empresas, de manera que nadie sabe que le pertenecen. Una granja o un rancho en medio del campo es un lugar perfecto para almacenar drogas. Eso me intranquiliza…
–Te preocupas demasiado, Dee. Además, yo estoy a menos de un kilómetro del pueblo y cierro con llave todas las puertas. Bueno –dijo, tras mirar el reloj que colgaba de la pared–, creo que es mejor que te vayas o va a ser tu madre la que se va a preocupar por ti.
–Supongo que sí. Bueno, si me necesitas…
–Te llamaré.
Dee se marchó. Sara se quedó sola.
Algo más tarde, Harley Fowler entró en la librería. Llegaba cubierto de polvo y de sudor y de muy mal humor. Se apartó el sombrero sobre el cabello húmedo.
–¿Qué diablos te ha ocurrido? –le preguntó Sara–. ¡Parece que te han arrastrado por un camino de tierra!
–Eso es precisamente lo que me ha pasado.
–Vaya…
–Necesito un libro sobre argot en español. Argot en español de rancho, si es posible.
–Tenemos todos los diccionarios de español que se han publicado, incluso los de argot. Te los mostraré.
Ella lo acompañó a una estantería repleta de diccionarios.
–Justo lo que necesitaba –murmuró Harley, leyendo los títulos–. El señor Parks sigue teniendo cuenta, ¿verdad?
–Sí. Lisa y él.
–Bueno, pues anótale éstos –dijo Harley. Entonces, le entregó a Sara cuatro libros.
–¿Te puedo preguntar por qué los quieres? –musitó, mientras los dos se dirigían a la caja.
–Claro. Creía que le estaba diciendo a Lanita, la esposa de Juan, que hacía mucho calor en el exterior. Ella se sonrojó, Juan saltó sobre mí y los dos estuvimos rodando por el suelo hasta que yo pude convencerlo de que sólo estaba hablando del tiempo. Nos levantamos y nos dimos las mano. Entonces, él me explicó lo que yo le había dicho en realidad a su mujer. Me puse enfermo. Hablo un poco de español, pero lo aprendí en el instituto y se me ha olvidado cómo no se dicen ciertas cosas algo vergonzantes. Juan y el resto de los trabajadores hablan inglés, pero me pareció que me podría llevar mejor con ellos si hablaba un poco de español. ¡Y me ocurre esto!
–Si quieres hablar sobre el tiempo en español se dice «hace calor» y no «estoy caliente», en especial delante de una mujer.
–Gracias, pero eso ya lo sé –replicó Harley, frotándose la mandíbula–. Ese Juan da unos puñetazos como patadas de mula.
–Eso me han dicho.
Sara realizó el total del importe de los libros y lo anotó en el libro de las cuentas que tenían abiertas en la librería.
–Se lo he anotado al señor Parks.
–Gracias –dijo Harley tomando la bolsa con los libros–. Si el señor Parks quiere saber por qué me los he comprado, le diré que vaya a hablar con Juan.
–Buena idea –comentó Sara, con una sonrisa.
Harley sonrió y dudó, como si quisiera decir algo más. En aquel momento, el teléfono empezó a sonar. Era un cliente. Sara se encogió de hombros y se despidió de Harley con una mano. Él respondió también con un gesto. Sara se preguntó más tarde lo que él habría querido decirle.
Harley era guapo y en el pueblo se le consideraba un buen trabajador. Se había unido a otros tres ex mercenarios para tratar de detener a Manuel López y a sus hombres. Por este hecho, se había ganado un gran respeto de todos en la comunidad. No salía con muchas chicas. Se decía que estaba realmente loco por una chica del pueblo que se había burlado de su interés antes de rechazarlo. Sin embargo, no tenía el aspecto de un hombre con el corazón roto.
Sara sabía mucho sobre corazones rotos. Ella misma había estado enamorada del profesor de la academia a la que había asistido para aprender contabilidad, al igual que Marie, su mejor amiga. El muchacho en cuestión había salido con las dos, pero al final se había decantado por Marie. Como sabía perder, Sara había sido la dama de honor en la boda. Después, los dos se habían marchado a vivir a Michigan para estar cerca de los padres de él. Sara escribía a su amiga con regularidad. Era demasiado buena para ser rencorosa.
También estaba muy chapada a la antigua. Su abuelo había tenido opiniones muy firmes sobre el estado de la moralidad en la sociedad moderna. Sara y él iban a la iglesia con regularidad y ella había empezado a compartir los puntos de vista de su abuelo. No era la clase de chica a la que invitaran a fiestas salvajes porque ni bebía, ni fumaba ni le iban las drogas. Todo el mundo sabía que su abuelo era un buen amigo de uno de los oficiales de policía, y esta amistad hacía que los que iban a las fiestas se comportaran con cautela. También se sabía que Sara no era una chica «fácil» en las citas. Por lo tanto, pasaba la mayoría de las noches de los viernes y los sábados con su abuelo y Morris en casa.
Sin poder evitarlo, se preguntó adónde habría ido el ogro y por qué Tony el Bailarín no le habría acompañado. Tal vez tuviera alguna cita en alguna parte. Se preguntó qué clase de mujer podría atraer a un hombre tan antipático. Sin embargo, recordó que llevaba un traje muy caro, que conducía una pickup muy nueva y que poseía uno de los mayores ranchos del condado. A algunas mujeres no les importaría que fuera antipático e incluso antisocial porque tenía mucho dinero para gastarse con ellas.
Tenía el aspecto de ser frío como un pez, pero tal vez cambiara cuando estaba con personas a las que apreciaba. Evidentemente, Sara no le había caído bien. El sentimiento era mutuo. A ella le resultaba muy desagradable tener que renunciar a su sábado por culpa de aquel hombre.
Llamó a Lisa para decirle que no podría ir hasta el siguiente miércoles.
–No importa –replicó Lisa–. Cy y yo queríamos llevar al bebé al centro comercial de San Antonio este sábado, pero yo me iba a quedar en casa para esperarte. Allí tienen muchas rebajas de ropa y juguetes.
–Siempre le estás comprando ropa a tu bebé –bromeó–. Va a ser el niño mejor vestido del pueblo.
–Lo sé, pero estamos tan contentos con él… A Cy y a mí nos costó mucho superar la pérdida del primero.
–Lo recuerdo –dijo Sara, suavemente–, pero los defectos de nacimiento aparecen incluso en las familias más saludables. Lo he leído en uno de los libros médicos que vendemos. Sin embargo, tu hijo va a crecer fuerte como un toro y a ser un estupendo ranchero, como sus padres.
–Gracias, Sara. Cada vez que hablo contigo haces que me sienta mejor.
–Te llamo el miércoles, ¿te parece? Dee me ha dado medio día libre, por lo que tengo toda la tarde.
–Me viene muy bien.
–Gracias.
–De nada.
Sara colgó el teléfono. Pobre Lisa. Su primer marido fue asesinado poco después de la boda. Era agente de antivicio y lo asesinó uno de los hombres de López, el traficante de drogas. Cy se hizo cargo de ella y la protegió. Terminaron casándose y, semanas después, ella se quedó embarazada. Desgraciadamente, el bebé nació con defectos irreversibles que no tenían tratamiento alguno. Murió cuando tenía sólo una semana. Los padres quedaron completamente destrozados y, cuando tuvieron a su segundo hijo, éste nació sin problema alguno. Gil ya había empezado a caminar y era muy activo.
Sara se preguntó si ella se casaría y tendría familia, pero no era algo que le preocupara especialmente. Era joven y el mundo habría podido estar esperándola con los brazos abiertos, si no hubiera sido por un pequeño secreto que no le había contado a nadie. No obstante, era optimista sobre el futuro. Bueno, a excepción del ogro.
Suspiró. Decidió que la vida de todas las personas tenía sus pequeños problemas. Podría ser que el ogro terminara resultando ser un príncipe encantador.
A la mañana siguiente, cuando Sara se levantó de mala gana de la cama, estaba lloviendo a cántaros. Miró por la ventana y suspiró.
–Madre mía, me encantaría volver a meterme en la cama y dormir un poco más, Morris –le dijo a su gato mientras le daba de comer.
Mientras preparaba café, no dejaba de bostezar. Además, se hizo también unas tostadas con mantequilla. Mientras desayunaba, no dejaba de observar cómo la lluvia azotaba a la camelia que tenía junto a la ventana. Iba a mojarse. Y mucho.
Vestida con vaqueros y una blusa de algodón, se puso un antiquísimo impermeable. Le daba vergüenza llevar una prenda tan desgastada a casa de un hombre tan rico, pero era lo único que tenía. Su sueldo no le permitía comprarse muchas cosas nuevas. Además, cuando se miró a los pies se dio cuenta de que los calcetines que llevaba puestos no eran pareja. Bueno, eso era algo con lo que tenía que aprender a vivir. El médico le había dicho que podría salir adelante. Esperaba que él tuviera razón. Sólo tenía diecinueve años y, algunas veces, se sentía como si tuviera cincuenta cuando trataba de obligar a su cerebro a comprender qué colores iban bien juntos.
Con un gruñido miró su reloj. Eran las diez menos cuarto y tardaría unos quince minutos en llegar al rancho White Horse. Bueno, dejaría que el ogro se burlara de ella. No tenía tiempo de rebuscar en el cajón de los calcetines para encontrar las parejas. Además, como llevaba vaqueros largos, seguro que no se daría cuenta.
Antes de subirse al coche, metió los pies en un charco y se empapó los pantalones y las deportivas que llevaba puestas. Maldiciendo, se metió en su coche, que era tan viejo que probablemente la dejaría tirada si trataba de llegar a San Antonio. Afortunadamente, jamás dejaba la zona de Jacobsville, por lo que su coche, aunque bastante cascado, era adecuado para ella.
Arrancó y se dirigió a la carretera. Avanzaba con cuidado, a poca velocidad. Esperaba que el vehículo no se le quedara atascado en ningún bache. Recordó un trayecto muy largo en similares condiciones, en un país de ultramar. Barro, el sonido de los disparos restallando en el aire… Se centró de nuevo en el presente. Pensar en el pasado no resolvía nada.
Con cuidado de no pisar mucho los frenos, llegó a la zona pavimentada. Sin embargo, se dio cuenta de que iba a llegar tarde a su cita con el ogro. Bueno, no podía evitarlo. Tendría que explicarle la verdad y esperaba que él fuera comprensivo al respecto.
–Creo que le dije específicamente a las diez –le espetó en cuanto le abrió la puerta principal.
Llevaba puestos unos vaqueros, una camisa, botas de trabajo y un Stetson negro algo raído. Aun con su ropa de trabajo, conseguía estar elegante. Tenía el aspecto de un vaquero, aunque se podría utilizar su imagen como modelo para uno de hierro. Vaquero de hierro. Sara tuvo que contener la risa.
–Además, veo que está totalmente mojada –musitó, observándola con desprecio–. ¿Qué diablos ha hecho? ¿Meterse a nadar en todos los baches que ha encontrado por el camino?
–Me metí en un charco cuando estaba a punto de montarme en mi coche…
–No sé qué diablos es eso, pero yo no lo dignificaría llamándolo coche.
–Tenga –dijo ella, con la ira reflejándosele en los ojos. Entonces, le entregó la bolsa con sus libros.
–Y sus modales también podrían pulirse un poco –añadió.
–No se ha hecho la miel para la boca del asno –le espetó ella, muy enojada.
Él levantó las cejas.
–Además, si ese impermeable es indicativo del estado de sus finanzas, creo que tendría usted suerte de poder darle miel alguna a un asno, aunque ésta sea prácticamente un sucedáneo. Por supuesto, yo no pertenezco a la familia equina.
–Mi jefa me dijo que le llamaría a usted…
–Y lo ha hecho –afirmó. Entonces, se sacó un cheque doblado y se lo entregó a Sara–. La próxima vez que encargue libros, espero que llegue usted a la hora acordada. Estoy demasiado ocupado para estar sentado esperando a que se presente la gente.
–La carretera en la que yo vivo está llena de barro.
–Podría haberme llamado usted de camino para decírmelo.
–¿Con qué? ¿Con señales de humor? –replicó ella–. No tengo móvil.
–¿Cómo es que no me sorprende eso?
–¡El estado de mi economía no es asunto suyo!
–Si lo fuera, renunciaría. Ningún contable trabajaría para una mujer que ni siquiera se puede permitir dos calcetines que hagan juego.
–¡Tengo las parejas en mi casa!
Jared Cameron frunció el ceño y se acercó un poco más a Sara.
–¿Qué demonios es eso? –preguntó, señalando la manga izquierda del impermeable de Sara.
Ella se miró y, sin poder evitarlo, empezó a gritar y a saltar de un pie a otro.
–¡Agggghhh! ¡Quítemelo! ¡Agghhh!
Tony Danzetta salió al porche al escuchar los gritos. Al ver la causa de tanto estrépito, se limitó a decir:
–Oh.
Entonces, se acercó a Sara y le quitó el enorme avispón que tenía en la manga, lo arrojó al suelo y le pegó un pisotón con un zapato del tamaño de un barco.
–Sólo era un avispón –le dijo el señor Danzetta suavemente.
Sara contempló el cuerpo aplastado del insecto y contuvo el aliento.
–Me picó uno una vez en el cuello y éste se me hinchó tanto que tuvieron que llevarme a Urgencias. Desde entonces, les tengo pánico –dijo, con una sonrisa–. Gracias.
Resultaba extraño lo familiar que Danzetta le resultaba. Sin embargo, estaba casi segura de que no lo había visto antes. Su estado hacía que le resultara difícil recordar el pasado.
El ogro miró a su empleado, que estaba sonriendo a Sara y observándola como si ella también le resultara familiar a él. Al notar que su jefe lo estaba mirando, se aclaró la garganta y regresó a la casa.
–No empiece a flirtear con mis empleados –le dijo, cuando Tony ya no pudo escucharle.
–¡Sólo le he dado las gracias! ¿Cómo puede pensar que eso es flirtear?
–Ya llamaré a la biblioteca cuando necesite más libros –replicó él, sin prestar atención a la pregunta que Sara le había hecho.
Sara permaneció sin moverse. Decidió que podría ser que no fuera a leer los libros, sino que los quisiera para otros propósitos, como adornos para la estantería.
–Usted me ha traído los libros. Yo le he dado ya el cheque. ¿Algo más? –preguntó él con frialdad–. Si se siente sola y necesita compañía, hay ciertos servicios que se anuncian por televisión de madrugada…
Sara se irguió todo lo que pudo.
–¡Le aseguro que, si me sintiera sola, éste sería el último lugar de la Tierra en el que yo buscaría alivio!
–Entonces, ¿por qué sigue aquí? Y no derrape por la carretera de acceso a mi casa. Acabo de poner la grava –añadió.
Sara esperó que él estuviera observándola mientras se dirigía hacia el coche. Sacó del camino grava suficiente para poder cubrir un macizo de flores.
El fin de semana fue largo y lluvioso. Sara sabía que nadie se iba a quejar de la lluvia, dado que la primavera había sido muy seca y calurosa. Se alegró de no ser granjera ni ranchera, pero sentía pena por la situación tan apurada que estaban pasando algunos de los rancheros del pueblo.
–Veo que estás muy metida en tus pensamientos –le dijo Dee cuando entró por la puerta el miércoles siguiente, justo antes de mediodía.
Sara parpadeó. La aparición de su jefa la había sorprendido.
–Lo siento, estaba pensando en los granjeros y en los rancheros.
–¿Y eso?
–He leído un artículo en una revista en el que se hablaba de las grandes pérdidas que ha habido este año y en el precio tan alto que los rancheros van a tener que pagar por el grano.
–Tienes razón. No sé lo que van a hacer los propietarios de los ranchos más pequeños. Además, el precio de los combustibles ha subido tanto que resulta difícil poderse permitir conducir tractores y furgonetas. Ahora, sólo les queda esperar que la cosecha de heno sea buena porque, si no, van a tener que vender ganado antes del invierno porque no lo van a poder alimentar.
–Debe de ser muy duro que la manutención de uno dependa del tiempo.
–Es cierto. Yo crecí en una pequeña granja al norte de aquí –dijo Dee–. Un año, la sequía fue tan mala que se nos murió todo lo que cultivábamos. Mi padre tuvo que pedir un préstamo para poder comprar semillas y fertilizantes para el año siguiente. Al final, ya no pudo más y se buscó un trabajo para arreglar vehículos en uno de los concesionarios de la zona. Bueno, es mejor que tú te marches antes de que se te haga tarde.
–Lo haré. Gracias, Dee.
Su jefa sonrió.
–Buena suerte con esos dibujos.
Lisa Parks tenía el cabello rubio y una dulce sonrisa. Llevaba en brazos a Gil, su adorable bebé de dieciocho meses, cuando se dirigió a la puerta para franquearle la entrada a Sara. El niño, que tenía el cabello castaño y los ojos verdes como su padre, llevaba puesto un traje de marinero de dos piezas.
–¡Qué mono está! –exclamó Sara entusiasmada.
–Es nuestra alegría y nuestro orgullo –murmuró Lisa–. Entra, por favor. ¿Quieres un café antes de empezar?
–Después, si no te importa.
–Muy bien. Tengo a los cachorritos en el granero –dijo, mientras la conducía a la entrada trasera.
Entonces, se escuchó que se acercaba un caballo a la casa. Era Harley Fowler. Al ver a Sara y a Lisa, el vaquero sonrió.
–Hola, Sara.
–Hola, Harley. ¿Cómo te va con el español?
–Bueno, supongo que voy aprendiendo –dijo él, mirando a Lisa con una sonrisa en los labios–. Sin embargo, Juan es mejor maestro que ningún libro.
–¿Y cómo va tu mandíbula? –le preguntó Sara, con los ojos chispeantes.
–Mucho mejor –replicó Harley, con una sonrisa.
–Oh, oh, mamá –dijo Gil, frunciendo el ceño–. Oh, oh –repitió, rebulléndose un poco.
–Vaya, eso significa que alguien necesita que lo cambien de pañal –dijo Lisa, riendo. Entonces, miró a Harley y, presintiendo algo, ocultó una sonrisa–. Harley, si tienes un minuto, ¿te importaría mostrarle a Sara dónde están los cachorros mientras yo voy a cambiar a Gil?
–Me encantaría –dijo Harley, bajándose inmediatamente del caballo–. ¿Es que te vas a quedar con uno de los perritos, Sara?
–Bueno, no lo había pensado. Tengo un gato y no creo que a él le gusten mucho los perros. Creo que uno trató de comérselo cuando era más joven. Tiene cicatrices por todas partes e incluso cuando un perro ladra por televisión le molesta.
–Entonces…
–He venido a dibujarlos –aclaró ella mostrándole su cuaderno de pintura–. Es para el libro infantil que estoy escribiendo.
–Algún día va a ser famosa y todos podremos decir que la conocíamos mucho antes –comentó Lisa–. Bueno, tendré el café preparado para cuando termines, Sara. También he preparado un pastel.
–Gracias.
Lisa volvió a entrar en la casa. Harley ató el caballo a la cerca del corral y se dirigió junto a Sara al granero. En un establo limpio y lleno de fragante heno estaban los cinco cachorritos con su mamá, Bob. Ella les estaba dando de mamar. El padre, Puppy Dog, el perro de Lisa, estaba en el establo de al lado.
–Una perra que se llama Bob…
–El jefe dice que si Johnny Cash tiene un niño que se llama Sue, él puede tener una perra que se llame Bob.
–Es muy guapa –comentó Sara–. Y los cachorritos, preciosos.
–Son tres machos y dos hembras. Tom va a escoger el primero, dado que son los nietos de su perro Moose. No está llevando muy bien la muerte de su perro. Lo adoraba.
–Moose salvó a la hija de Tom de una peligrosa serpiente de cascabel. Ese perro era un verdadero héroe.
–¿Quieres una silla?
–Me vale con este viejo taburete. Gracias de todos modos.
Sara tomó asiento, abrió su cuaderno y se sacó los lápices del bolsillo del pantalón.
–¿Te importa que te observe?
–Por supuesto que no –replicó ella, con una sonrisa.