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El atractivo e irresistible Máximo Collins viaja a la ciudad donde su mejor amigo, Bryan Summers, esconde su identidad junto a su familia. En ese trayecto casi atropella a una mujer de ojos negros como la noche y, aparentemente de lengua afilada. Pero lo que Max desconoce, es que esa mujer es una heroína. Tras la apariencia de hombre divertido, sexy y romántico, se encuentra un alma rota, junto a un corazón desintegrado que tendrá que enfrentarse a su mayor temor: el pasado. Un último amor, una familia oculta y un trauma persistente provocarán que los días de Máximo Collins sean un calvario difícil de resolver. ¿Será capaz Max Collins de afrontar todas las trampas que le depara el destino?
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Serie Solo por ti vol.4
Angy Skay
Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cual-quier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora
© Angy Skay 2014
© Editorial LxL 2014
www.editoriallxl.com
04240, Almería (España)
Primera edición original: 2015
Composición: Editorial LxL
ISBN: 978-84-944362-7-7
En esta ocasión, no haré
agradecimientos como otras veces,
ya que las personas que realmente aman como yo mis novelas saben quiénes son.
Este libro se lo dedico a mi protagonista.
Gracias por aparecer en mi vida…,
Max Collins.
Angy Skay
1
Londres, restaurante Caleta, 23.00 p.m.
Seis meses después
2
Aeropuerto de Jerez de la Frontera
Cuatro años después
3
4
Meg
5
Max
6
Meg
8
Max
9
10
Meg
11
Max
12
Meg
13
Max
14
15
16
17
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18
19
Meg
20
Max
21
Meg
22
Max
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24
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25
Max
26
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32
33
34
35
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36
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37
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Max
39
40
Meg
41
Max
42
Epílogo
Once meses después
Fin
Biografía de la autora
Sigue a la autora en sus redes:
—¿Te gusta el postre? —pregunto, acercándome demasiado a ella.
—Sí… Ejem… —Disimula para separarse un poco de mí.
El gesto me molesta, pero decido no darle importancia. Hoy es mi noche.
Es la gran noche.
Agarro su silla y la arrastro hacia mí. El estridente ruido hace eco en el salón. La gente nos observa, pero no me preocupa en absoluto.
—Max…, está mirándonos todo el mundo.
—¿Y qué más da? —Pongo mi mano encima de su muslo, lo que hace que se sonroje al momento—. ¡Vamos, Marian! ¿Ahora te da vergüenza?
Aparta mi mano y me mira de malas formas debido a mi elevado tono de voz.
—Max, no es el momento ni el lugar. ¡Por Dios, compórtate!
Vuelvo a acomodar mi mano sobre su muslo, e igualmente se aparta de manera disimulada. Es toda una actriz, y piensa que no me dado cuenta. Vuelvo a intentarlo.
—¡Para! —me regaña.
—Eres una seca —digo amargamente.
Coge su copa de champán y posa sus finos labios en ella. Bebe un pequeño sorbo sin apartar los ojos de mí. Está provocándome para nada.
—Lo que se hace de rogar es lo mejor, Max…
—Y las cosas improvisadas, algunas veces, también.
Cojo un poco de nata del postre y le doy un toquecito en la nariz, manchándola. Se alarma; demasiado para mi gusto.
—Pero ¡¿qué haces?! —grita histérica, dando un pequeño bote en la silla.
Baja el tono y se sienta de nuevo al ver que todo el mundo la observa.
—Tranquilízate, Marian, que solo es nata —intento calmarla.
—¡Me has estropeado el maquillaje! ¡De verdad que no entiendo por qué haces estas estupideces!
Hace una mueca de disgusto con los labios y, seguidamente, fija sus ojos castaños en mí de forma intensa.
—¿Me has comprado esa pulsera que vimos ayer? —me pregunta coqueta.
Suspiro y recuesto mi musculoso cuerpo en el respaldo de la silla. La chaqueta me aprieta bastante. Tengo que dejar de hacer tanto ejercicio.
¡Mujeres! Siempre quieren regalos, y de los caros. Saco la caja de terciopelo azul del bolsillo de mi chaqueta. Dentro hay una fina pulsera de diamantes con forma ovalada. La coloco encima de la mesa. Marian la coge de inmediato y muestra su cara de satisfacción.
—Me ha costado una fortuna.
—¡Oh, vamos, Max! Tienes dinero de sobra —me dice sin importancia y sin mirarme. Está completamente perdida en la pulsera. Se la coloca encima de la mano y asiente alegre—. He visto unos pendientes a juego. Mañana pasaremos para que me los compres.
—Claro, cariño. —Agotado, suspiro.
Llamo al camarero y le pido la cuenta. Cuando llega, como siempre, Marian la coge y le echa un vistazo sin preocupación. Me pasa la factura a mí y sonríe.
—Toma. —Extiende el recibo—. Vas a gastarte un poquito más de tu fortuna.
—No me molesta gastarme dinero en ti. Creo que eso ya te lo he demostrado en varias ocasiones.
—Hombre, qué mínimo. Yo también tengo que aguantar lo mío con tus cosas —suelta con desprecio.
Niego con la cabeza. No tiene remedio.
Tras pagar, salimos del restaurante. Antes de cruzar la calle hacia el coche, me reajusto la chaqueta y cojo sus manos.
—Marian…
Se gira en sus tacones de diez centímetros y me echa, como de costumbre, el humo de su cigarrillo en la cara. Me molesta, pero no le doy importancia.
Como siempre…
Nunca le doy importancia.
Me quedo embelesado con su bonita figura. Está demasiado delgada. Aun así, me tiene hechizado.
—¿Qué ocurre? ¿Vamos a ir al local de Eduard?
—Sabes que no es santo de mi devoción, pero si quieres ir, iremos.
El local está lleno de gente podrida de dinero; son todos unos estirados. No me gusta nada estar en ese ambiente. Se me hace pesado y aburrido a la vez. Solo se acercan a ti por interés.
—Aunque, si lo piensas, podemos ir a cualquier otro sitio de copas. Por ejemplo, donde vamos Bryan y yo.
Pone cara de asco de inmediato.
—¡Por favor! Eso sí que es cutre. Me gustan los gin-tonics que ponen en el local de Eduard.
Asiento de mala gana. En fin, no se puede luchar contra un imposible.
—De acuerdo, iremos entonces.
Se gira para ir de nuevo al coche y la sujeto de la mano. Me mira sin entender nada. No sé por qué me cuesta tanto hablar. Estoy un poco incómodo, nervioso. No sé…, todo a la vez.
—¿Qué ocurre?
—Pues…
—¡Max! Arranca de una vez. ¿Nos vamos o qué? —Se exaspera.
Me remango un poco el pantalón y coloco la rodilla en el suelo. Ella muestra cara de horror. No se mueve, solo me mira.
—¿Qué haces? —me pregunta arrogante.
—Marian, creo que ya es hora de que demos el paso. Me tienes completamente enamorado y…
—¡Por favor, Max! —dramatiza—. ¿No se te ocurrirá pedirme matrimonio aquí? ¿En medio de la calle? ¡No seas tan miserable!
—Pero…
—Ni peros ni nada —me interrumpe—. Tendrás que pedírmelo ante mi familia, mis amigos y más gente. ¡Ya sé!, organizaremos una fiesta por todo lo alto este fin de semana.
Sé da la vuelta en dirección al coche, hablando como un loro sobre la fiesta.
—Llamaremos a un catering, ¡el más caro de todo Londres! Haremos una fiesta espectacular. Y entonces, solo entonces, podrás pedirme matrimonio. Eso sí, espero que adquieras una buena joya para mi precioso dedo, porque, si no…, te dejaré plantado delante de todos.
Parece que lo dice de broma, pero sé de sobra que sería capaz si no le llevo un anillo que la encandile.
Por un momento, pienso que estoy haciendo el gilipollas en medio de la calle. La gente me mira, supongo que con cara de pena, y no es para menos. Se detiene en la puerta del coche y me contempla, viendo que todavía sigo con una rodilla en el suelo.
—¿Se puede saber qué haces? ¡Vamos, abre! ¡No tengo todo el día! —añade desde lejos. Pulso el botón para que el coche se abra y me levanto—. Ahora te has manchado el traje. Vas a poner el coche perdido. ¡Si es que no haces nada bien!
No digo ni una palabra más, solo monto en el coche.
—¿Te ocurre algo?
—¿Debería pasarme algo? —le pregunto con sorna.
—Pues no. Creo que no te he hecho nada, así que ya puedes ir cambiando esa cara. ¡Pareces enfadado! —Suspiro fuertemente—. Siempre con los suspiritos. Arranca ya. ¡Quiero mi copa! Por cierto, ¿te ha quedado claro cómo lo haremos?
Hago lo que me dice y me dirijo hacia el club.
—Sí, me ha quedado muy claro, Marian. Fiesta a lo grande, catering, champán y pedida delante de trescientas personas. Me ha quedado clarísimo —ironizo.
—¡Así me gusta!, que hagas las cosas bien de una vez por todas.
Me ato la corbata y me pongo los zapatos negros de charol hechos a medida; porque, claro, hoy en día no hay muchos números del cuarenta y ocho tan exquisitos como a mí me gustan. Cojo la chaqueta negra de pingüino y me la paso por los brazos hasta que la ajusto a la perfección a mi moldeado cuerpazo.
Sí, pensaréis que soy un creído, pero es la realidad. Mi cuerpo desarma a las nenas. Aunque la única que me importa es a la que voy a esperar en el altar: Marian. Llevamos tres años juntos, y creo que ya ha llegado el momento de dar un importante paso en nuestras vidas. Y qué mejor manera de hacerlo que casándonos.
Toc, toc.
—¿Se puede?
Aquí está, otro monumento andante como yo: mi fiel y único amigo Bryan. Y cuando digo único es porque verdaderamente lo es. No he conocido a un tío en todos estos años como él, y dudo que a estas alturas vaya a hacerlo. Siempre está cuando se le necesita. Y, aunque tiene sus manías, es un hermano para mí.
—Claro, entra.
Me mira de los pies a la cabeza.
—Esto…, ¿estás seguro de lo que vas a hacer?
Niego con la cabeza mientras termino de atarme el último botón de la chaqueta.
—¿Eres tú él que me lo pregunta? Porque te recuerdo que tú te casaste hace poco con doña Porcelana.
Bryan suelta una estridente carcajada. Sí, la llamo doña Porcelana porque me da la gana. La mujer de mi mejor amigo, Abigail, es repelente, maleducada y consentida. Es pronunciar su nombre y mi rostro expresa asco inevitablemente.
—No sé cómo has podido casarte con esa mujer…
—La tuya no se queda atrás —contrataca. Lo observo durante un segundo—. Lo siento. No quería recordarte momentos indebidos el día de tu boda. Pero eso te pasa por tirarme de la lengua.
Niego con la cabeza.
—No lo sientas. Puede que el idiota aquí sea yo. Pero me consuela saber que tú estarás conmigo.
Me río. Él hace una mueca graciosa.
—Abigail está embarazada.
Ahora sí que mi cara es un poema.
—¿Cómo?
—Pues eso, que está embarazada.
Inspecciono a mi amigo e intento descifrar la cara que tiene.
—¿Cuál es el problema? Ambos lo buscabais, ¿no? —Se limita a asentir—. ¿Entonces?
—No sé… Creo que ella no es feliz.
—Quieres decir que ella no quiere niños.
Estoy seguro. No querrá estropear su figura de Barbie.
—Sabes lo que me ha costado convencerla. Al principio estaba muy reacia, pero luego pareció aceptarlo sin más. No sé…
—Mira que me extraña que esa mujer quiera a alguien más que a sí misma.
Bryan entrecierra los ojos un poco.
—¿Quieres ir con un ojo morado el día de tu boda?
Ahora el que suelta una estridente carcajada soy yo.
—No me pegarías por ella, lo sé —afirmo de forma chulesca.
—Llevas razón, no lo haría. Pero echa el freno un rato, que siempre estás avasallándola. —Niego de nuevo. No sabe a quién tiene por mujer todavía—. ¿Quieres que te maquille un poco? —me pregunta con sorna.
—No, gracias, yo no uso esas mierdas. —Le devuelvo una sonrisa irónica.
—Vamos, deja de mirarte, Max. ¡Vas a llegar más tarde tú que la novia!
—Bueno, estaría bien que por una vez en la vida el novio llegase más tarde, ¿no crees?
—Mi madre moriría de un infarto y te mataría antes. Así que mejor llega el primero.
Giselle es la madre de Bryan; y la mía, en cierto modo. La madre que nunca tuve.
—Tu familia es la única que tengo en la boda.
—Mi familia es tu familia desde hace mucho tiempo, no lo olvides.
Mis ojos se entristecen un poco. No sé por qué motivo llevo toda la vida luchando solo, excepto cuando Anthony, el padre de Bryan, me encontró. Aun así, el día de tu boda parece que necesitas a la familia más que nunca. Doy gracias por tenerlos a ellos.
—¡Max, vámonos! —Ya no está insinuándomelo, sino exigiéndomelo.
—Está bien, nos vamos.
Cierro la puerta de la entrada de mi casa y llegamos al garaje.
—¡Mierda!
—¿Qué pasa ahora? —pregunta Bryan, poniendo los ojos en blanco.
—¡Me he dejado los anillos arriba!
—¡Joder! Pues sin anillos.
—¿Cómo coño voy a casarme sin anillos? ¿Eres tonto?
Niega y se ríe.
—Te daré un trozo de alambre, por ejemplo. Seguro que con eso se conforma.
Se ríe de mí de tal manera que termina doblándose él solo debido al dolor de barriga que debe estar dándole.
—¡Que te jodan, Bryan!
Subo y entro en la casa. Como no recuerdo dónde he puesto los anillos, después de media hora buscando, Bryan, desesperado, sube para ayudarme, hasta que por fin damos con ellos.
—Esto quiere decir que no te cases —dice Bryan como si nada.
—¡Oh, vamos! No seas gafe.
Bajamos al garaje y por fin nos ponemos en marcha hacia la iglesia. Cuando llegamos, la puerta está abarrotada de gente. Solo quedan cinco minutos para que llegue la novia. Giselle me ve y corre hacia mí, junto con Anthony.
—¿Dónde demonios estabas? ¡El novio no puede llegar tarde! ¡Nunca! —me regaña.
Pongo los ojos en blanco. Anthony se acerca para abrazarme.
—Hijo, ¿entramos?
—Claro.
Por el camino, voy encontrándome a los familiares de Marian. Todos me saludan con mucho afecto. Normal, van a pegarse la fiesta de su vida a costa mía. Qué cínicos. Yo sonrío con educación y continuo mi camino.
—Si no la quisiera, los habría mandado a todos a la mierda —le susurro a Bryan para que nadie me oiga.
—La verdad es que sí. Son todos una manada de chupópteros.
Llego al altar y escucho unos tacones retumbando en el suelo. Ahí viene la famosa Abigail.
—¡Vaya! Estás guapo, pero no tanto como yo. ¿A que voy espectacular?
Arqueo una ceja. Qué mujer más insoportable.
—Abigail… —la reprende Bryan.
—Oh, no, déjala. Claro que estás guapa.
—Como siempre —contesta ella antes de tiempo.
—Sí, como siempre. Sobre todo, por ese nido de abejas que llevas por moño y ese tocado que parece una tela de araña.
Bryan me mira a mí y luego a ella. Abigail abre la boca desmesuradamente.
—¡Esto es moda!
—Sí, sí, lo que tú quieras. El tocado es más grande que tu cabeza. Creo que te has pasado… un poquito. —Le hago un gesto con mis dedos.
Se toca el tocado, disgustada, y mira a Bryan.
—A Bryan le gusta, ¿a que sí, cari?
—A mí no me metáis —se excusa, poniendo las manos en el aire.
Suelto una carcajada.
—Me parece que te has quedado sin apoyo.
Con las mismas, se da la vuelta y se marcha. Pasa un rato y no viene nadie. Bueno, no viene Marian. ¿Dónde estará?
—Joder con la novia —bufa Bryan—. Y me quejaba de ti…
—Eso digo yo.
—Las mujeres necesitamos más tiempo para arreglarnos y estar perfectas. No lo entendéis —nos amonesta Giselle.
Bryan y yo negamos con la cabeza. En ese momento, veo entrar a Mónica, la hermana de Marian, corriendo por el pasillo de la iglesia.
—¿Ya viene? —le pregunto con una sonrisa en el rostro. Sin embargo, se me borra cuando veo la cara que trae—. ¿Ha ocurrido algo?
Llega hasta mi altura y se retuerce las manos.
—¿Qué ocurre, Mónica? —le pregunta Bryan.
—Pues…
—¿Pues? —insistimos los dos a la vez.
—Es que… Bueno…
Me exaspera. Doy un paso hacia ella; hecho que, por lo que se ve, le impone, ya que retrocede.
—¿Qué pa-sa? —recalco cada sílaba pausadamente.
—Que no va a venir, Máximo.
—¿Cómo que no va a venir? —le pregunto sin entender.
—Pues… que no va a venir.
—No va a venir… —susurro mirando hacia la nada—. No va a venir… —repito.
Mónica se da la vuelta y sale disparada de la iglesia.
—¿Max? —me llama Bryan.
Levanto mi mano derecha para detenerlo cuando se dirige hacia mí. Necesito estar solo. Me reajusto el traje y salgo de la iglesia bajo la atenta mirada de todos, de la manera más digna que puedo. Intento parecer sereno y mantener la compostura para que nadie vea que acaban de destrozarme el corazón.
Desmonto del avión que acaba de trasladarme desde Londres. Menos mal que he venido con ropa cómoda. Últimamente no aguanto estar todo el día con un traje de chaqueta a cuestas. Me dirijo hacia la ventanilla de alquiler de coches. Bryan no ha podido venir a buscarme, así que le dejó las llaves de uno de sus coches al chico que tengo en el mostrador de enfrente.
—Buenos días. ¿Juan? —le pregunto al muchacho.
—Buenos días. Sí, soy yo. ¿En qué puedo ayudarle?
—Me dejaron un coche para recogerlo a nombre de Máximo Collins.
El joven investiga en su ordenador hasta que da con él.
—Sí, un Audi A5. Está en la plaza número cuarenta y tres del aparcamiento.
Cojo las llaves que deposita en el mostrador y firmo el papel de la entrega. Cuando encuentro el maldito coche, pongo rumbo a Cádiz.
Siempre llego tarde. No sé cómo me las arreglo para hacerlo, pero no falla. Salga antes o después, nunca soy puntual, y el hecho de no conocer la zona no hace nada más que empeorarlo.
Tengo que pararme a comprar las velas. ¡Es que no sé para qué me mandan a mí! ¡Si no conozco la ciudad! Hoy es el cumpleaños de Giselle, la madre de Bryan. Desde que se mudó aquí con Any y sus hijas nos vemos menos.
—Perdone, ¿puede cobrarme estas velas? —le pregunto acelerado.
Las dejo encima del mostrador del supermercado a toda prisa. La dependienta parece tener la tranquilidad más grande que exista en este mundo.
—¡Quillo! Tranquilo, que no se te va el tren.
Enarco una ceja. No entiendo nada.
—¿Perdone?
La mujer, de pelo canoso, me mira por encima de sus gafas y niega con la cabeza.
—Que te va da un infarto, hijo.
Sé que los andaluces tienen un lenguaje extraño para alguien como yo; lo sé por la mujer de mi amigo. Pero esta señora está comiéndose demasiadas sílabas.
—Querrá decir que me va a dar un infarto —aclaro.
—¡Ea! Po eso he dicho, quillo.
Dios mío de mi vida…
—Ya —me limito a decir.
—Oye, una cosa, tú tienes acento de mu guiri, ¿no?
—Esto… Sí. ¿Me cobra las velas?
Está acabando con mi paciencia. La mujer asiente y mira de nuevo por encima de sus gafas. Se pega el paquete de velas a la cara y después teclea la vieja caja registradora. ¿Para qué quiere las gafas?
—Son dos euros, bonito.
Desesperado, saco los dos euros del bolsillo, y doy gracias a Dios por haberme acordado de cambiar el dinero a primera hora de la mañana.
—Gracias.
—De na.
Me quedo pasmado mirando a la dependienta, hasta que reacciono. Si voy a vivir aquí, tendré que acostumbrarme a este idioma, porque es un idioma, por lo menos para mí.
Salgo de la tienda echando humo y me meto en el coche justo cuando el maldito teléfono me suena.
—¿Sí?
—¿Dónde estás? —me pregunta aburrido mi amigo Bryan.
—¡Ya voy! No puedes ni imaginarte lo que he tardado en comprar unas putas velas.
—Ya me imagino. No te entretengas, ¡date prisa!
—¡Que sí! Ya voy. Si te hubieras dignado a venir a buscarme… —le reprocho, molesto.
—¡Vamos, Max! Sabes que no podía, ya te lo dije.
—Lo sé, lo sé…
—¿Entonces? Venga, deja de renegar y mueve tu culo hacia casa.
Arranco el coche y salgo derrapando por la carretera hacia la casa de mis amigos. Mi móvil vuelve a sonar. Es un wasap. Cuando leo de quién es, la mala leche ruge con fuerza en mí.
Marian.
—¿Qué coño querrá está mujer ahora? —musito.
Me incorporo a la carretera mirando el móvil aún, y cuando levanto mi vista hacia ella, tengo que dar un frenazo. Una chica apoya sus manos en el capó y le da un fuerte golpe, maldiciendo. ¡Joder, casi la atropello! Bajo del vehículo inmediatamente mientras escucho cómo me chilla:
—¡¿Pero tú eres gilipollas o qué te pasa?! ¡Casi me atropellas!
La repaso de pies a cabeza, embelesado. Creo que no había visto semejante belleza en mi vida. Lo que tengo delante de mí acaba de dejarme trastocado: alta, morena, ojos negros como la noche, pelo negro y largo hasta la cintura, y delgada; quizá demasiado para mi gusto. Lleva ropa de deporte. El subir y bajar de su pecho me indica lo agitada que está. Hace gestos con su mano mientras continúo observándola.
—¿Qué pasa, es que no me oyes? —me pregunta, meneando su mano frente a mí.
—Lo siento. Yo… —intento disculparme.
Me corta de inmediato:
—¡Bueno, bien! ¡Encima, un guiri! —exclama, poniendo sus manos en el aire.
Inclino la cabeza hacia delante. ¿Todo el mundo va a estar llamándome guiri constantemente?
—Disculpa…
Vuelve a interrumpirme:
—¡Ni disculpa ni hostias! ¡A ver si miras más por dónde vas y te dejas el teléfono metido en los pantalones! —vocifera furiosa—. ¡Casi me matas!
—Estoy intentando disculparme.
—Mejor que no te diga yo por dónde me paso tus disculpas. —Hace un gesto con sus ojos para darle más énfasis.
Entrecierro los míos y vuelvo a repasarla de arriba abajo.
—Si por lo menos me dejaras pedirte perdón, esta conversación tan absurda habría terminado hace cinco minutos —reniego.
—Y si tú —me señala con el dedo— dejaras de repasarme con tus ojos de arriba abajo, también habríamos acabado ya —me rebate ofendida.
Me niego a seguir su juego. Doy un paso hacia ella, lo que ocasiona que me contemple aterrada. Le toco el hombro y da un respingo; el simple roce me quema. Los dos nos miramos al instante.
—¿Se puede saber quién te ha dado esa confianza? —me pregunta molesta.
—Solo iba a preguntarte si estabas bien.
—Sí, lo estoy —me dice, incómoda.
Asiento varias veces. Me mira a través de sus pestañas, y por muy extraño que parezca, no soy capaz de apartar mis ojos de ella. Noto cómo el ambiente empieza a tensarse. Al darse cuenta, se incorpora a la carretera para irse. Doy una zancada y alcanzo su codo. Gira su rostro hacia mí de forma brusca.
—¿Cómo te llamas? —me intereso.
Mira mi agarre y después mi rostro. Al ver que no la suelto, vuelve a posar su mirada sobre mi mano, que aún sujeta su codo.
—Devuélveme mi brazo —me ordena con fuerza.
Hago lo que me pide sin rechistar. Se sacude un poco, como si quisiera borrar mi tacto de su piel. Aparta la mirada de mí. La noto algo… ¿atemorizada?
—¿Vas a decirme cómo te llamas?
Alza su cabeza, y ese conato de timidez se esfuma de golpe.
—¿Y se puede saber por qué tengo que decirte mi nombre? —me pregunta borde.
Hago un signo de indiferencia con mis hombros. ¿De dónde ha salido ese envalentonamiento?
—¿Y se puede saber por qué no puedes decírmelo? —contrataco.
—Estás dándole la vuelta a la pregunta.
—Lo sé —contesto sensual.
Una pizca de brillo nace en mis ojos. Lo noto cuando veo que me observa como si quisiera traspasar mi alma. Sin esperarlo, me sonríe y, ¡oh, joder!, ¡qué sonrisa! Me comería esos labios sin pensármelo dos veces. Mi mirada se pierde entre sus ojos y su boca. Se gira y se encamina hacia su destino, dejándome plantado en mitad de la calle, contemplándola con ojos hambrientos de… algo. Llamémoslo así.
Por fin llego a la casa de Bryan y Any. Me ha costado lo mío encontrarla, pero gracias al GPS he llegado a Fuentebravía sin ningún problema.
Bryan sale a recibirme al instante.
—¡Hombre! —exclama con el pequeño Anthony en brazos—. Mira quién ha venido. Saluda al tío Max. —Coge una de sus minúsculas manitas y hace el gesto.
—¡Hola! —saludo alegremente, y nos fundimos en un abrazo con el pequeño también.
Llevo meses sin verlos. La última vez que estuve con ellos, Anthony acababa de nacer. Noto el cambio, sobre todo en el pequeño. Los he echado tanto de menos…
—¿Cómo ha crecido tanto? —le pregunto, cogiéndolo en brazos y haciéndole carantoñas.
—Llevas mucho tiempo sin verlo. ¿Qué pretendes?, ¿que no crezca? —bromea.
—Se me hace raro verlo tan grande. —Suspiro y le doy un beso en la frente—. Bueno, cuéntame, ¿cómo lo lleváis?
Ahora el que suspira es él.
—Digamos que lo llevamos —me contesta secamente. Levanta una ceja y sonríe. Entonces se explica mejor—: Como tú comprenderás, tener un nombre que no es el tuyo es difícil, e intentar que no te reconozca nadie más todavía. Pero, cómo puedes observar, me he esmerado en ello.
Es cierto. Se ha dejado el pelo un poco más largo y se lo ha teñido de un color más oscuro. Ya no tiene esos reflejos claros que antes lo hacían tan peculiar.
—Te has puesto más… fuerte. ¿Estás machacándote más en el gimnasio?
—Sí. Además, debo tener contenta a mi mujer. —Se ríe.
—No creo que tu mujer esté descontenta contigo ni de lejos. —Me contagia la risa.
—No, yo creo que no.
—¿Y ella? ¿Está mejor?
—Sí. A veces tiene sus bajones. Ha pasado un año, pero sigue temiendo que alguien pueda buscarme. Intento tranquilizarla, aunque hay veces que no sé si lo consigo, sinceramente.
Hago una mueca con los labios. Lo entiendo perfectamente.
—Todo esto —comienzo, señalando la casa— ha sido un cambio muy brusco. Tienes que pensar que las circunstancias no fueron… agradables.
Cierra los ojos un momento y suspira. Agacha la cabeza.
—Max…, todos los días me acuerdo de lo afortunado que soy por tenerte a mi lado. Si no me hubieras llamado…
Toco su hombro y le doy un par de palmadas.
—Bryan, es pasado. No volverá a repetirse. —Intento calmar su dolor.
—Lo sé. Pero casi me muero cuando vi lo que iba a hacer.
Nunca me quedó la duda de por qué Any tuvo ese comportamiento tan repentino. Lo amaba y quería estar a su lado, costase lo que costase.
—Bryan, yo no entiendo de amores, eso ya lo sabes, pero lo que Any y tú tenéis es diferente. Os profesáis un amor descomunal y no podéis vivir el uno sin el otro. No le des más vueltas, déjalo como un mal recuerdo.
—Lo intento, créeme que lo hago. No sé qué habría hecho sin ella… —musita.
Después de nuestra pequeña conversación, entramos en la casa. Bryan entra primero y yo me entretengo en saludar a Ulises.
—¿Qué tal estás, desaparecido? —me pregunta, estrechando con fuerza su mano con la mía.
—Bien. Espero no estar desaparecido más tiempo. Estoy perdiéndome demasiados momentos con mis sobrinos —me entristezco, mirando a Anthony con cariño.
A lo lejos, veo a mis dos torbellinos jugando al escondite. Me dirijo hacia ellas y las cojo desprevenidas. Primero alzo a Lucy en volandas y le doy un beso, y después hago lo mismo con Natacha. Son los dos amores de mi vida, nunca mejor dicho. Entro en la cocina haciéndole gestos al pequeño, quien contesta riéndose a carcajada limpia.
—Tenéis que dejar de hacer niños tan guapos —les digo, haciéndole carantoñas a Anthony.
Me quedo mirándolo completamente pasmado. Sin saber por qué motivo, la chica desconocida que casi atropello aparece en mi mente.
—¿A qué viene esa cara de tonto que traes? —me pregunta Any mientras se acerca para darme dos besos.
Suspiro fuertemente.
—¡Ay! —exclamo. Bryan y ella se contemplan sin entender nada y después me interrogan con la mirada—. Creo que he encontrado a la mujer de mi vida —comento como si nada.
Los dos abren los ojos desmesuradamente y se pegan a la isla que está en medio de la cocina. Me instan de nuevo con la mirada a que hable. Yo niego con la cabeza.
—¡Vamos, habla! ¿Quién es la afortunada? —me pregunta impaciente.
—No lo sé —le contesto como si nada.
Ambos arrugan el entrecejo a la vez.
—¿No lo sabes? ¿Entonces? —Bryan insiste sin entender.
—Casi la atropello con el coche. —Reniego un poco.
Siguen contemplándome pasmados.
—¿Casi la atropellas y es la mujer de tu vida? O sea, que no sabes quién es —dictamina por mí.
Niego con la cabeza. Oigo cómo Lucy tose a mi espalda. Está apoyada en la puerta con sus bracitos cruzados en el pecho y el entrecejo fruncido. Tiene los mismos gestos que su padre.
—Tío…, tú dijiste que yo era la mujer de tu vida —me dice con retintín.
—¡No! Dijo que era yo —oigo protestar a Natacha al lado de ella, poniendo la misma postura.
Miro a Bryan y a su mujer, quienes están riéndose de mí, pidiéndoles un poco de ayuda.
—A ver cómo te las apañas. Yo tengo que hacer un pastel, que es el cumpleaños de la abuela —comenta Any, haciéndose la loca.
—Yo voy a meter las cervezas en el frigorífico —interviene Bryan—. Que te sea leve. —Me da unas palmaditas en el brazo—. Eso te pasa por querer a dos —susurra en mi oído antes de salir de la cocina.
Se va negando y riéndose a la vez.
—Gracias… Tener amigos para esto… —digo entre dientes.
Me siento en el taburete y las miro desde mi posición, embelesado.
—A ver, mis preciosas y pequeñas princesas… —comienzo, intentando calmar la cosa.
Pero me interrumpen con sus vocecillas:
—¡No! —chilla Lucy—. ¡Yo ya soy mayor! —asegura.
—¡Y yo también! —dice su hermana en el mismo tono.
Levanto mis manos a modo de rendición. Si es que son gemelas…
—¡Bien! Mis grandes princesas. Ya sabéis que el tío Max tiene mucho amor para repartir, pero —levanto mi cuerpo del taburete y me agacho para estar a la altura de las dos. Apoyo a Anthony en mi pierna derecha y lo sujeto con mi mano— vosotras dos siempre seréis las mujeres de mi vida, y eso nadie podrá cambiarlo —les garantizo.
Lucy tuerce el gesto, se pega más a mí y comienza a tocar mi brazo suavemente.
—Entonces…, nosotras seremos a las que quieres con amor verdadero, como las princesas, ¿no? —pregunta Natacha.
—Exactamente, como las princesas —convengo.
Princesas… Menos mal que son pequeñas. En este mundo, rara vez te encuentras con princesas, y si lo haces, terminan siendo unas aprovechadas engreídas que solo están contigo por tu dinero.
—Bueno, vale, no nos enfadaremos. ¿Verdad que no, Lucy? —le pregunta Natacha a su hermana.
Lucy niega con la cabeza y ambas se abrazan a mí como una lapa. Si es que tengo que quererlas. Any suelta una carcajada y la fulmino con la mirada para que deje de hacerlo. Estoy viviendo un momento maravilloso. Bryan se dirige a su mujer y la abraza por la espalda mientras comienza a repartir pequeños besos por su cuello.
—¡Oye! ¿Es que no tenéis un dormitorio? —reniego.
Bryan asiente y se da la vuelta con la fuente y la cuchara. Me mira con ojos brillantes y se mofa de mí.
—¿Puedes quedarte haciendo la tarta? Volveremos en veinte minutos.
Me río; son unos descarados.
Ulises entra en la cocina y, como si de un partido de tenis se tratara, no para de mirarme a mí y a la parejita de tortolitos que tenemos detrás. Todos, junto con los niños, resoplamos al verlos tontear. Salgo de la cocina y me voy en busca de Giselle.
—Hola… —la saludo, llegando hasta ella.
Se reincorpora en la tumbona y se quita los auriculares de los oídos. Me abraza con cariño, frotándome la espalda repetidas veces.
—Hola, mi niño, ¿cómo estás? Te he añorado mucho —me dice apenada.
—Y yo también —le contesto con afecto.
—¿Cuándo vuelves a Londres?
—Dentro de cuatro días. —Hago una mueca de disgusto.
—Bueno, espero que no tardes mucho en venir otra vez.
—Yo lo espero también. Allí estoy más solo que la una.
Niega con la cabeza y da una palmada con su mano para que me siente a su lado.
—No digas eso. Conoces a demasiada gente como para estar solo.
—Sí, gente que solo se interesa por mi dinero, Giselle —respondo agriamente.
Bryan se dirige hacia nosotros. Cuando llega a nuestra altura, me mira.
—¿Quieres venirte conmigo? Tengo que comprar un par de cosas para terminar de pintar el dormitorio de Anthony. Así te enseño la ciudad; cuando le cantemos el cumpleaños feliz a la abuela, claro está.
—Más te vale —le advierte Giselle.
Asiento y sonrío. Levanto mi cuerpo y deposito un suave beso en la mejilla de Giselle.
—Max…
Any me llama. Me giro y la veo apoyada en el marco de la puerta con los brazos cruzados en el pecho. Siempre tan sexy... Me observa y se acerca a mí con lentitud. Dejo mi vista vagar por el horizonte con las manos en los bolsillos.
—Los años no pasan para ti. —Sonrío. Es cierto, cada día estás más guapa.
—Ni para ti tampoco —susurra.
Se junta a mí por el lateral izquierdo y me rodea la cintura con los brazos. Paso uno de los míos por sus hombros y la acerco más a mi cuerpo. Se acurruca en mi pecho y deposito un pequeño beso en su pelo.
—Te echo mucho de menos… —musita apenada.
—Yo también —le aseguro—. Espero no tardar demasiado en venir la próxima vez.
—Max —nuestros ojos se cruzan y se miran fijamente—, ¿por qué no vienes una temporada a casa? A si te piensas qué quieres hacer. Lo mismo…
—¿Y estar contigo veinticuatro horas? —le pregunto divertido, interrumpiéndola—. ¡Ni loco! —Sonrío.
—¡Oye! —Da un pequeño golpe en mi hombro y se ríe.
Un silencio extraño se crea entre nosotros. Aunque intentamos evitarlo, la mayoría de las veces es inevitable que los recuerdos asalten mi mente, y supongo que la suya también. No sé si algún día podré borrar del todo a Any de mis pensamientos. Y si tuviera que estar con ella todo el día, esto no acabaría bien. Estoy seguro.
—Max…
—No —le digo tajante—, no intentes convencerme. No lo conseguirás. —Le lanzo una sonrisa de medio lado para quitarle hierro al asunto. Sé que sabe en qué pienso.
—No me cambies de tema. Sé que… —Agacho mi cabeza un poco y me encuentro con sus ojos. Mi simple mirada hace que asienta y no continúe con lo que iba a decirme—. Está bien —claudica.
—No es que no quiera hablar contigo de ese tema, Any, pero mientras menos lo toquemos, mejor.
Noto cómo se tensa. Una lágrima cae por su mejilla y la recojo con mi pulgar. Frunce el ceño y eleva su mirada hacia mí.
—Max, me costaría cambiar mi relación contigo, pero si tú lo quieres así, estoy dispuesta a…
Pongo un dedo en su boca para que no siga diciendo incoherencias. La sitúo delante de mí y enmarco sus mejillas.
—Any, no quiero que cambies tu manera de ser conmigo por nada del mundo. Simplemente, quiero que entiendas que no podría estar una temporada aquí con vosotros, ya que me volvería loco. —Suspiro—. Os quiero demasiado a ambos, y jamás me perdonaría que volviese a pasar nada parecido a lo que ocurrió cuando te conocí.
Se abalanza sobre mí. Me da un fuerte abrazo y yo se lo devuelvo sin pensarlo.
—Te quiero, Max.
—Yo también te quiero, Any.
Apoyo mi barbilla en su pelo y exhalo su aroma. Desvío mi mirada hacia la entrada de la casa y veo a Bryan apoyado en el marco de la puerta, observándonos.
Me tenso.
No dice nada; da media vuelta y entra en la casa. No hemos tenido más percances, ni quiero tenerlos, y mucho menos con él.
—Tengo envidia de la relación que tenéis, en serio.
Alza su mirada y nuestros rostros se quedan a escasos centímetros.
—¿Tú no te habías enamorado? —me pregunta pícara. Sonrío un poco. Ante mi gesto, pone los ojos en blanco—. Pensabas con la bragueta, ¿verdad? —contesta por mí. Suelto una carcajada. Ella, en cambio, me mira mal—. No tienes remedio, Máximo Collins.
Nos separamos para adentrarnos en la casa y cantarle el cumpleaños feliz a Giselle.
A media tarde, más o menos, me encuentro a Bryan con las llaves del coche en la mano. Me mira serio. Any pasa por su lado, dándole un casto beso antes de irse.
—¿Nos vamos?
—Claro —le contesto, cogiendo mi chaqueta.
Durante el camino hablamos de la dichosa empresa. Compramos la pintura y nos dirigimos hacia el centro de Cádiz.
—Londres no es Cádiz, Max —me comenta Bryan al ver mi cara de asombro.
—Ya lo veo, ya —le respondo, examinando mi alrededor.
Entonces detiene el coche.
—¿Ocurre algo? —quiero saber.
Apoya sus manos en el volante y, con lentitud, deja caer su cabeza en él.
—Esto de la empresa me tiene estresado. No sé si quiero seguir adelante.
Exhalo un fuerte suspiro.
—Si te soy sincero, sabía que este momento llegaría. —Me mira sin entender de qué estoy hablando—. Bryan, tienes la vida estructurada de tal manera que no necesitas trabajar más. Además, te recuerdo que no puedes aparecer públicamente en ningún evento de la empresa. Si alguien te reconociera…
—Lo sé. Pero si lo dejo todo… ¿Y qué pasa contigo?
Suelto una estrepitosa carcajada.
—Yo no entro dentro de los planes de tu vida. No tienes que preocuparte por mí. Sé cuidarme solo. Además, si me lo propusiera, sabes que no tendría que trabajar en siete vidas.
—¡No digas eso! Claro que entras dentro de los planes de mi vida.
—Bryan, tú tienes una familia. Yo…
—Es tu familia también. Tú eres mi familia desde que tenías ocho años —reniega.
Suspiro y giro mi cabeza hacia la ventana.
—A veces me siento muy solo —me atrevo a decir—. No tengo con quién compartir mis problemas, con quién ir a tomarme una cerveza…
—Pues no eres un antisocial, que se diga —añade extrañado.
—Puede que últimamente sí. Estoy hasta los cojones de que la gente se pegue a mí por el dinero.
Asiente. Me entiende perfectamente.
—Max, vente a vivir con nosotros —susurra.
Me quedo en estado de shock, nunca mejor dicho. Prefiero no mirarlo directamente o notará que mi cara ha cambiado.
—¿Aquí? ¡Vamos, Bryan, no me jodas! Estoy acostumbrado a una ciudad enorme, y vas a meterme en esta miniciudad. ¡Ni loco!
—No está tan mal —se defiende ofendido.
—No, no está mal para ti, que tienes que pasar desapercibido. Gracias por la oferta, pero la declino.
—Gracias, eh… —me recrimina.
Pongo los ojos en blanco y me disculpo:
—Lo siento, estoy agobiado.
Entre nosotros se hace un pequeño silencio, hasta que habla él:
—Es por Any, ¿verdad? —me pregunta, mirando al frente. No le contesto—. Max… —me llama con calma.
Me revuelvo un poco en mi asiento.
—¿Por qué me haces esa pregunta? —Su mirada se clava en mí—. Solo estábamos hablando —me defiendo.
—¿Acaso yo te he dicho algo al respecto?
—No, pero por si piensas algo que no es, te lo dejo aclarado. —Sigo sin mirarlo.
Una presión se hace latente en mi pecho. Cuando pasó todo lo de Any, nos peleamos más de la cuenta, pero es cierto que hablamos del tema, y decidimos que yo no volvería a meterme entre ellos nunca y la cosa iría bien. Aunque me cueste asimilar que me enamoré de Any, sé que es cierto y que todavía no he conseguido sacarla de mi cabeza. Alguna que otra vez me he preguntado cómo habría sido mi vida con ella a mi lado.
—Max, en ningún momento te he dicho que cambies la relación que tienes con Any, me parece a mí.
—Pues ella no lo piensa así —refunfuño.
—No lo piensa así por tu culpa —me regaña—. Parece que quieres apartarte de ella lo máximo posible. ¿No te das cuenta de que así solo le haces daño? He estado observándote en el cumpleaños, y te has sentado en la otra punta e intentas apartarte de ella como si quemara.
—Bryan, no vayas por ahí… —le advierto, mirándolo.
—Pues explícame qué coño te ocurre. Estás… distante.
Sí. Lo estoy.
Vuelvo mi rostro de nuevo a la ventanilla para no contestar a su pregunta y a lo lejos veo a una mujer. ¡Es ella! Hay un hombre sosteniéndola del brazo. Observo cómo intenta apartarse de él, pero no lo consigue. Desmonto del coche sin decir media palabra.
—¿Adónde coño vas?
—Ahora vuelvo.
—Suéltame, Fernando —le gruño.
—¡No me da la gana!
—Fernando, por favor, ya está bien. —Intento suavizar mi tono.
—¿Por qué no? ¿Por qué? ¡Explícamelo! —exclama exasperado.