Internet y vida contemplativa - Fray Abel de Jesu´s - E-Book

Internet y vida contemplativa E-Book

Fray Abel de Jesu´s

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Beschreibung

Esta obra pretende contribuir a los discernimientos sobre las relaciones entre vida contemplativa e internet. ¿Puede el contemplativo ser habitante del continente digital? ¿Esta´ beneficiando a los monasterios o casas religiosas la praxis actual en relacio´n con el uso de los medios de comunicacio´n en internet? ¿Que´ incidencia tienen en la vida contemplativa las nuevas patologi´as asociadas a un uso indiscriminado de internet especialmente entre los jo´venes?Asi´, se ofrecen valoraciones y respuestas, acaso parciales, a esta realidad. Y su fin no es otro que ayudar a discernir, especial aunque no exclusivamente, a los acompan~antes de los nativos digitales que quieren abrazar la vida contemplativa en su plenitud y, en definitiva, a cualquier persona que se tome en serio la dimensio´n contemplativa de su espiritualidad.

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A Ismael López Fauste, por su martiría secular,a fray José Luis del Espíritu Santo, por su diaconíaa la verdad y a todos los teonautas, por su liturgía en la koinonía.

Terminé de desayunar y, sin lavarme los dientes, subí las escaleras de dos en dos hasta mi ordenador, en el ático polvoriento del convento. Todavía no me había llevado el último trozo de pan con mermelada a la boca cuando me senté ante la pantalla. Le di al botón de arranque y me quedé aguardando a que el monitor se encendiera. Mi espalda no se apoyaba en la silla, todo mi cuerpo estaba en tensión nerviosa: mis manos sudaban y mi respiración sonaba agitada mientras mis ojos se fijaban viciosamente en la barra de progreso de encendido, que parecía no avanzar al ritmo que a mí me gustaría. Miro el reloj de mi muñeca: las 8:05. Había tardado cinco minutos en desayunar. Durante toda la oración había estado amenazando al reloj para que le diera un poquito de ritmo a los minutos, tan lentos y sucesivos.

Me había pasado una semana entera trabajando en un proyecto audiovisual. Un original y trepidante resumen de la historia de la salvación en un minuto. Varios días estuve dándole vueltas a la elaboración del guion, seleccionando los acontecimientos de manera fiel, proporcionada e ingeniosa (combinando episodios bíblicos con cosas banales como la invención de Pokémon). Pero más incluso que pensar la idea me había costado llevarla a la práctica. Aproximadamente cada segundo tenía un clip distinto de vídeo, de manera que tanto la grabación de mi voz en off como la sucesión de los clips era tan frenética que casi se me queman las pestañas durante las dos jornadas de edición que le dediqué. Pero todo tenía que estar perfecto para celebrar los mil suscriptores de mi canal de YouTube; los seguidores se lo merecían.

Todos los trabajos de la Facultad habían sido imprudentemente postergados. Pero la procrastinación valía la pena. Estaba seguro de que el vídeo lo iba a petar. Era original, ingenioso y divertido. Fácil de ver y de compartir. Así que mis estimaciones superaban las diez mil visualizaciones en un día. La tarde anterior lo había subido a YouTube y me había retirado. Como no tengo ordenador en mi celda ni internet en mi móvil, no podía saber qué había pasado. Así que no tenía ni idea de cómo había funcionado ni cuánta gente lo había visto en realidad.

Al final, el ordenador se enciende. Espero con harta impaciencia que se carguen los programas y se abra el navegador de Chrome. Entro en el acceso directo de YouTube, pero la página no se inicia. Contengo la respiración. Algunas frases de desafortunado contenido imprecatorio me vienen a la cabeza, y algunas se escapan por entre los dientes. «¿Se puede saber qué pasa ahora?». Internet no arranca y mis manos pulsan compulsivamente el botón izquierdo del ratón, que derrama el sudor de mis nervios. Me levanto de un salto y me pongo a caminar de un lado al otro de la habitación como un hámster. El corazón me martilla en la garganta mientras mi estomago se contrae de preocupación. El retardo solo alimenta mi esperanza de que el canal haya cosechado el éxito sembrado durante sus primeros meses de existencia.

Al final me agobio y salgo del ático, escaleras abajo, en busca de noticias sobre el estado de la red. «Lo peor que le puede pasar a un millennial es que se caiga la red», pienso mientras bajo a toda prisa. «¿Vosotros tenéis internet?», pregunto. «Eh, sí. Sí que tengo», me responden. «Vale, gracias», digo, mientras salgo precipitadamente, sin despedirme. Cuando vuelvo al ático, mis ojos se dirigen repentinamente al cable de internet de mi monitor: está desconectado. Lo había desconectado yo mismo el día anterior como un juramento arcano de que lo iba a dejar ya para no llegar tarde al tiempo de oración vespertina una vez más. A veces hay que ayudarse de signos externos, pero en esa ocasión las consecuencias supusieron para mí un muy mal trago.

Conecto, en fin, el cable y me vuelvo a sentar mientras refresco la página, que se carga ahora sin problema. Mis ojos se clavan en el número de suscriptores, que apenas se ha movido. Toda la dopamina de mi cerebro queda suspendida en el vacío. Miro la estadística de las visitas del vídeo: unas ciento doce, 23% menos que lo habitual, y cuatro comentarios. Uno es de mi madre; el otro, de mi padre. Mi dopamina se tira por el precipicio dejándome más seco que una teja. La incomprensión da paso a la frustración, y la frustración, a la tristeza. Hago clic en el canal de podcasts de la madre Maricieli en YouTube, su grabación de ayer sobre el relato de la presentación de Jesús en el Templo supera las cuatro mil quinientas visualizaciones. «¿Cómo lo hace?», me pregunto.

Me apoyo al fin en el respaldo de mi asiento con gesto contrariado. Actualizo la página por primera vez. Luego otras doce veces. Los datos no varían, nadie está viendo el vídeo. Y nadie lo ha visto durante la última hora. Mi frustrante naufragio comunicativo me lleva una vez más a incumplir mis propósitos de no volver a navegar por los trending topics de Twitter y me paso un buen rato haciendo scroll por el feed infinito de #ApocalipsisZombie, que ahora es tendencia en la red social. Mi mente entra en modo ahorro de energía mientras pasan los minutos haciendo ruedecilla con mi ratón. Luego recuerdo de manera súbita que no he mirado Instagram. Solo tengo una nueva seguidora. Curioseo quién es. No la conozco. Miro el feed durante un par de minutos: ninguna novedad interesante. Luego vuelvo a YouTube. Para cuando quiero darme cuenta, estoy envuelto en un bucle entre YouTube, Twitter e Instagram que se prolonga por un tiempo indeterminado. Ahora en los vídeos recomendados de YouTube me aparecen vídeos de zombis. Veo el tráiler de ZombielandDoubleTap y una escena de TheWalkingDead.

Oigo que alguien sube las escaleras al ático y rápidamente cierro todo lo relacionado con zombis y, para disimular, abro un archivo Word sobre la influencia de la teología mística del Pseudo-Dionisio Areopagita en los autores místicos renanos. Es el formador, que me pregunta con voz agitada si me tocaba a mí abrir la iglesia para la misa de la mañana. Me llevo las manos a la cabeza. «¡Perdón, perdón, perdón!». Miro la hora. Las 10:03. Hace más de media hora que debía haber abierto el portón de la iglesia para misa de diez. Todavía lamentando mi irresponsabilidad, vuelo escaleras abajo pisando los escalones de tres en tres. Me encuentro con el padre encargado de la misa, que ha subido a buscar las llaves él mismo. «No se preocupe, padre, que ya me encargo yo». Arranco las llaves de sus manos y me precipito al atrio de la iglesia desde el convento. Cuando al fin doy con la llave oxidada de la puerta de entrada, oigo golpes desde fuera. «Que sí, ya estoy, perdón». Pero los golpes que se escuchan contra la puerta son cada vez más estrepitosos.

Profundamente contrariado, acciono el pestillo y una mano desfigurada asoma por el espacio de la puerta. Me asusto tanto que cierro el portón contra ella con todas mis fuerzas. Otras manos siniestras golpean y arañan la puerta desde el vano mientras yo la presiono con el hombro. Son manos zombis. Al final cedo por la fuerza de los asaltantes y echo a correr por la nave de la iglesia. Los zombis me persiguen a toda prisa, gritando: «¡23% menos de visitas! ¡Ningún suscriptor nuevo! ¡Nadie ha retuiteado tu último tuit! ¡Nadie! ¡Irrelevante, que eres un irrelevante!».

Entonces me despierto en mi cama entre gemidos y lágrimas. Lo de los zombis había sido terrorífico. Pero lo de la irrelevancia fue la gota que colmó el vaso. Así que allí estaba yo, encharcado en sudor, sentado al borde de la cama, con la cara entre las manos. Entonces me di cuenta. Levanté la mirada al cuadro de Jesús sobre mi cama y me dije: «Vale, tengo un problema». Así nació este libro.

INTRODUCCIÓN

La transición a la cultura digital ha sido una eclosión de consecuencias aún insospechadas. Mucho menor ha sido, sin lugar a dudas, la reflexión que se ha hecho en relación con la incidencia que esta puede tener en la vida religiosa. Por eso tiene ahora el lector ante sus ojos una reflexión que, sin ánimo de agotar todos los posibles temas que podrían tratarse, quiere dar un empujón a los discernimientos sobre las relaciones entre vida contemplativa e internet. ¿Puede el contemplativo ser habitante del continente digital? ¿Está beneficiando a los monasterios o casas religiosas la praxis actual en relación con el uso de los medios de comunicación en internet? ¿Qué incidencia tienen en la vida contemplativa las nuevas patologías asociadas a un uso indiscriminado de internet especialmente entre los jóvenes?

He pretendido dar valoraciones y respuestas, acaso parciales, a esta realidad. Su fin no es otro que ayudar a discernir, especial aunque no exclusivamente, a los acompañantes de los nativos digitales que quieren abrazar la vida contemplativa en su plenitud y, en definitiva, a cualquier persona que se tome en serio la dimensión contemplativa de su espiritualidad. Derribar la ingenuidad es, en todo caso, esencial. El desconocimiento es el primer factor de riesgo, nuestra mayor desventaja en los discernimientos de los procesos y en la toma de decisiones concretas. Lo repito: creemos que, en lo que al continente digital se refiere, sabemos qué es lo que tenemos entre manos, pero muchas veces ni lo sospechamos o ni siquiera queremos sospecharlo. Y es fácil andar en la ingenuidad: así lo quieren los que están en el otro lado de la pantalla, convirtiendo internet en la mayor plataforma de mercadotecnia agresiva del mundo. El marketing, al fin y al cabo, tiene mayor éxito cuando sus estratagemas son sutiles y pasan inadvertidas.

Quizá las novedades que trae consigo la cultura del smartphone son demasiado buenas para dejarlas a un lado de nuestra vida. Acaso sea imposible o, al menos, reconozcámoslo, cada vez más difícil. Y, sin embargo, habría que hacer un serio discernimiento sobre la proporción que hay entre las ventajas y los inconvenientes, entre sus beneficios y sus riesgos. Tristemente, me veo obligado a considerar, después de haber tenido durante cierto tiempo los ojos bien abiertos para comprobarlo, que tal discernimiento serio y concienzudo, de hecho, nunca ha existido. Quisiera detenerme, antes de comenzar nuestra reflexión, en los cuatro tipos de discernimientos que se pueden hacer al respecto: los tres primeros son, en lo que yo puedo ver, esencialmente erróneos, y dudo de que, de hecho, puedan ser considerados «discernimientos» en absoluto. El último de ellos, sin embargo, me parece adecuado, y es el que yo quisiera proponer en las páginas que siguen.

Hay, por tanto, cuatro formas de hacer el discernimiento:

1) La primera forma es demonizándolo todo. Esta es la perspectiva del terraplanismo práctico, de los fundamentalistas y supersticiosos que, de manera más o menos explícita, ponen todo lo novedoso bajo el estandarte del Anticristo. No por eso, sin embargo, los fundamentalistas se suelen privar de lo nuevo ni lo rechazan interiormente. Por lo que puedo intuir, un rechazo drástico de la modernidad esconde una profunda atracción interior no saludablemente asimilada. Digo que esta es una manera de cancelar cualquier tipo de discernimiento, puesto que cualquier intento de diálogo termina con un «pero Dios no lo quiere», que cierra la conversación. De este modo, cualquier intento de convencer a la persona no es más que un esfuerzo infecundo, pues en todo punto pensará que, si en algo la estás convenciendo, se debe a esto: a que las argucias del demonio siempre se presentan de manera sutilmente convincentes. Este libro, en todo caso, no está destinado a ellos.

2) La segunda forma de no discernimiento es considerar internet nuestra salvación. Esta postura no siempre se manifiesta de forma evidente, pero es una melodía de fondo en ciertas formas de pensamiento de tipo reivindicativo o liberal. La inmersión digital profunda, entonces, es vista simplemente como algo que hay que asumir para no quedarse atrás en la carrera hacia el progreso, y cualquier opinión contraria sería rápidamente tachada de retrógrada, medieval o carca. Internet se presenta como la esperada emancipación de las comunidades, especialmente de las femeninas, o como la esperanza abierta para un futuro vocacional prometedor que nos libere de la asfixia de la falta de relevo generacional. Esta segunda manera desatiende cualquier reflexión seria sobre lo que es la esencia de la espiritualidad contemplativa, sin trampas ni atajos, y sobre los peligros que internet puede suponer para quien en nuestra era se esfuerza por vivir una vida de oración. Todo se juzga rápidamente conforme a los criterios de utilidad, confort y adaptación a los tiempos modernos. Pero las grandes preguntas que este discernimiento exige quedan, en todo caso, sin responder.

Como veremos, esta segunda opción cae en la ingenuidad de pensar que lo moderno y lo progresista es asumir todas las propuestas del avance tecnológico mientras, secularmente, en ámbitos completamente ajenos a la Iglesia católica, una nueva marea de progresistas ha hecho hincapié, precisamente, en que es necesario abandonar ciertos modelos de desarrollo social intrínsecamente vinculados al modelo de negocio predominante sobre el que se sostienen internet, sus plataformas y sus redes sociales. Numerosos científicos, informáticos, filósofos, psicólogos, economistas, todos ellos de gran estima y renombre, alertan una y otra vez sobre la necesidad de poner freno a un modelo de comunicación que, por nutrirse y sostenerse sobre intereses económicos de ciertas personas malintencionadas, están destruyendo lentamente la sociedad. Muchos de ellos son, precisamente, los mismos creadores del continente digital, tal y como hoy lo conocemos. Un buen ejemplo de esto es Jaron Lanier, considerado el padre de la realidad virtual, que con su libro Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato (Debate, 2018) ha removido la conciencia de una cantidad ingente de personas. No en vano ha sido nombrado una de las cien personas más influyentes del mundo según la revista Time. Hoy en día, lo progresista es ser crítico con el sistema, no su rehén.

3) La tercera forma de no afrontar estas cuestiones es no prestándoles la debida atención, remitiendo a la supuesta madurez de cada uno de los miembros de una comunidad. El discernimiento se anula bajo la sentencia que dictamina: «Ya somos adultos». A lo que sea que se refiera esta aserción, no lo puedo entender. Los que defienden esta manera de afrontar el problema de internet identifican, de una manera asombrosa, que ser adulto implica ser maduro o responsable; que ser adulto, en cualquier caso, es suficiente para no ceder ante las presiones que las plataformas del continente digital ejercen sobre nosotros. O que un adulto no es susceptible de generar adicción o comportamientos ajenos a su estado de vida y a sus convicciones. O que un adulto, sencillamente, es capaz de cumplir todo cuanto se propone, sin divisiones entre lo que es, lo que hace y lo que debería hacer. Pero, pensándolo fríamente, tenemos que reconocer que son precisamente los adultos los primeros que sucumben ante las tentaciones del confort; mucho más que los niños, por cierto, que, por estar en un proceso de gestación de sus hábitos comportamentales, se muestran más permeables a los criterios de bien o mal, a procurar una conducta correcta y a rechazar las incorrectas. Como veremos, la proporción de adultos que han generado algún tipo de hábito perjudicial o adictivo en internet no tiene nada que envidiar a la de los nativos digitales.

Esta tercera forma arguye que, siendo adultos, cada uno debe ser individualmente responsable de sus propios actos y totalmente independiente para tomar sus propias decisiones. Aunque dudo que esto sea así ni siquiera en el ámbito secular, en la vida religiosa me parece un despropósito, al menos en comunidades regulares. Volviendo al tema de internet, creo que el principal error en nuestros discernimientos estriba en aquella otra máxima, también propia de los que desatienden el problema, que dicta: «Que cada uno haga lo que vea». Por supuesto, no quiero restar aquí ni un ápice al principio inviolable de la libertad humana. Lo que quiero decir es que el principio según el cual cada uno deba actuar, separadamente, conforme a su gusto espontáneo, puede llevar indudablemente a situaciones de profunda dependencia y esclavitud. Para los que consideramos que la libertad humana no hay que darla por supuesta, sino que se consigue conforme a un camino de renuncia y amor oblativo, esta respuesta no puede ser, ni mucho menos, suficiente para salvaguardar la integridad de nuestra pretendida madurez.

4) Pero hay una cuarta forma, que es, desde mi punto de vista, la más ponderada y oportuna: esta forma lleva el nombre de astucia evangélica. El discernimiento, al tiempo audaz y prudente, no desdeña lo nuevo, si de ello puede sacar un beneficio, y no teme prescindir de aquello de lo que puede verse perjudicado. Esta doble valentía, la de la asunción y la de la renuncia, ha movido al cristianismo desde sus comienzos. Es la valentía de la comunidad que acogió como palabra revelada aquello que el Salvador dijo: «Si tu mano te hace pecar, córtatela» (Mc 9,43). Y si, en definitiva, hay algo de lo que no se le puede acusar a la Iglesia de los siglos es de ingenuidad. Este es el coraje de grandes santos que desafiaron a su tiempo mostrando conductas impropias y asombrosas conforme a unos criterios poco comunes y que, al mismo tiempo, no tuvieron escrúpulos en valerse con libertad de los medios que tenían a su disposición para llevar a cabo la obra de Jesús en el mundo.

Hoy, como ellos, nos toca a nosotros hacernos cargo de la realidad. Y, repitámoslo de nuevo, no podemos hacernos cargo de ella sin conocerla en profundidad. Por eso, este escrito quiere hacer un tour por el continente más habitado del mundo para esclarecer dos cosas. En primer lugar, de qué manera se ha de preparar el religioso si quiere entrar en un mundo donde el silencio y la contemplación no tienen lugar, pues no son susceptibles de rentabilidad económica. En segundo lugar, dónde, cómo y cuándo la misión del contemplativo pueda tener un lugar en internet, o si debe tenerlo en absoluto. No se trata de canonizar ni condenar: eso corresponde, más bien, a las dos primeras maneras de discernimiento. Nosotros queremos que el sano realismo nos hable de la realidad de manera ponderada y honesta, con la astucia de la serpiente y la sencillez de la paloma.

El escrito, por supuesto, tiene unas buenas dosis de opinión personal y de intuición injustificada. Pero ello se debe, sin duda, a que a mis palabras le antecede un buen trasfondo de experiencia vital, en primera persona, de todo cuanto aquí se enuncia. Además, es muy poca la literatura al respecto que he podido encontrar. De modo que –reconozco con extrañeza– toda la bibliografía que adjunto es secular, nada en relación con la vida contemplativa, nada escrito desde la experiencia de la fe. La novedad de la cuestión conlleva, como veremos, que aún están todas las vías por explorar. Esto implica que, si mi deseo primigenio se realiza –que es aportar materiales de discernimiento para que sobre este tema se reflexione pronto y de manera más profunda–, mi trabajo quedará prontamente desactualizado, dando lugar a estudios mejores y más fundamentados. Por eso este escrito es urgente y provisional, ligero e incisivo. Y si en todos los conventos de este santo país resuenan críticas, discrepancias o incertidumbres con respecto a su contenido, entonces es que este libro habrá cumplido al fin su función.

* * *

Esta obra está constituida por siete capítulos de extensión desigual. El primero de ellos pretende explicar qué es el continente digital y la importante cuestión sobre por qué internet no puede ser considerado un medio de comunicación, sino una forma de existencia virtual que condiciona nuestra vida en todas sus dimensiones. El segundo capítulo analiza algunos datos muy sucintos sobre la situación actual de la sociedad, especialmente de los jóvenes, y la de los claustros. El tercer capítulo, por su parte, pretende analizar los pocos pronunciamientos magisteriales en relación con la cuestión de internet y la vida contemplativa, valorándolos y asumiendo sus principios. El cuarto capítulo ofrece una reflexión crítica más extensa sobre la influencia de internet en la vida contemplativa, con sus posibilidades y, sobre todo, con los peligros potenciales que nos podemos encontrar. El quinto capítulo, solo separado del anterior por su extensión, está dedicado a la cuestión de la pornografía, elegida entre otras posibles cuestiones por amenazar la vida religiosa de manera más notable que las demás. El sexto aporta propuestas y soluciones, especialmente a través de la construcción de monasterios y conventos ecodigitales, en los que se pueda aprovechar el potencial infinito de la red a favor de la vida contemplativa, sin que esto vaya en detrimento de sus principios esenciales en lo que a silencio y pobreza de sus espacios se refiere. El séptimo y último capítulo, más breve, busca a tientas aportar algunos criterios en el caso de una posible pastoral evangelizadora online desde el claustro.

1

INTERNET Y LA CULTURA DIGITAL

De entre los cambios «profundos y acelerados» (GS 4) que se vienen dando desde la segunda mitad del siglo XX, quizá ninguno sea tan significativo como el del descubrimiento de internet. Y digo mal, porque no solo se trata de un descubrimiento más, es decir, la invención de una nueva herramienta o avance tecnológico que hasta entonces desconocíamos. No estamos hablando aquí del descubrimiento de una nueva forma de transmisión de datos o de un nuevo medio de comunicación. No es tan sencillo. Internet no es simplemente el ítem siguiente en la lista de medios de comunicación social después de la radio y la televisión. Este nuevo cambio profundo del que hablamos tiene más que ver con un cambio de paradigma en la existencia humana que con un mero avance tecnológico. Hemos asistido en los últimos años a un verdadero cambio de era: la transición hacia la cultura digital.

Así, prácticamente no hay ámbito de lo humano que quede al margen de la influencia de la globalización de internet. Todos ellos –la economía, la sociología, la política, la psicología o la espiritualidad, por decir algunos– se han tambaleado para bien o para mal ante el seísmo de esta revolución en el mundo de las comunicaciones. Es de admirar cómo en el campo empresarial, por ejemplo, la gestión de la presencia online como forma irrenunciable de existencia se ha convertido en el cogollo de la estrategia comercial. Debemos admitir, a priori, que la entrada en la cultura digital es un cambio de paradigma de tal importancia que todos los grandes proyectos sociales deben su éxito o su fracaso, precisamente, al éxito o el fracaso de su presencia en internet.

Ahora bien, si esto es así, ¿estamos dedicando en la reflexión sobre la vida religiosa hoy un espacio adecuado a la reflexión sobre el influjo que internet puede tener en nuestra vida? ¿Conocemos el alcance que este influjo puede tener en la espiritualidad, en la pastoral o en la cultura vocacional que pretendemos crear sin mucho éxito? Llama poderosamente la atención que, a pesar de la importancia de este cambio de paradigma social, la presencia de la reflexión sobre internet en las dos principales revistas sobre vida religiosa de nuestro país es anecdótica en comparación. Salvando un monográfico de 2012 y otro en 2020 dedicados al tema 1, en Vida Religiosa solo podemos encontrar un puñadito de breves artículos al respecto. Mucho más impactante es el caso de la revista Confer, que, al menos en los últimos veinte años, no ha dedicado ni un solo título a la cuestión. Podemos admitir, tras una rápida revisión de sus índices, que la transición a la cultura digital no tuvo la suficiente resonancia en las dos principales publicaciones sobre vida religiosa de nuestro país.

Mi misión aquí no será, desde luego, abordar todos y cada uno de los temas que a este respecto se podrían tratar. Muy al contrario, quisiera centrarme solamente, a modo de reflexión personal, en el influjo positivo y negativo que internet puede tener –y de hecho está teniendo– en la vida contemplativa, especialmente en la vida religiosa contemplativa, también para los institutos de vida mixta. De manera indirecta, espero que esta reflexión también pueda ser de gran provecho para todos aquellos que conceden una importancia especial a la vida de contemplación, aunque sea desde su consagración secular.

1. El continente digital

Una de las grandes negligencias a la hora de emprender un serio discernimiento sobre el asunto es, precisamente, no ser conscientes de la trascendencia del salto a la cultura digital. En no pocas ocasiones he escuchado a superiores o formadores –ninguno de ellos nativo digital, por supuesto– considerar internet, así sin más, como un medio o instrumento más o menos útil o indispensable para la formación, la pastoral o la evangelización. Y esta es, desde mi punto de vista, la primera y más grande equivocación. Ya hace tiempo que la Iglesia, sobre todo bajo el pontificado de Benedicto XVI, se dio cuenta de que internet no es sencillamente un instrumento de comunicación, sino más bien una puerta abierta de par en par hacia el «continente digital» 2.

Esta reflexión parte de los principios definidos en Redemptoris missio, cuando Juan Pablo II, años antes de la eclosión de internet, allá por 1990, advertía de que el trabajo con los medios de comunicación

no tiene solamente el objetivo de multiplicar el anuncio. Se trata de un hecho más profundo, porque la evangelización misma de la cultura moderna depende en gran parte de su influjo. No basta, pues, con usarlos para difundir el mensaje cristiano y el magisterio de la Iglesia, sino que conviene integrar el mensaje mismo en esta «nueva cultura» creada por la comunicación moderna. Es un problema complejo, ya que esta cultura nace, aun antes que de los contenidos, del hecho mismo de que existen nuevos modos de comunicar con nuevos lenguajes (RM 37) 3.

Sin embargo, las publicaciones anteriores a estos años no nos resultan a nosotros de tanto provecho, aunque sus principios básicos puedan haberse visto corroborados por las recientes consecuencias del cambio de paradigma cultural. Tampoco es suficiente el resto de literatura secular anterior a la eclosión del smartphone, en torno a 2010. No por ser inválidas o insuficientes, sino porque el cambio drástico de la última década –con la expansión de las redes sociales o la invención del smartphone, por ejemplo– hace que cualquier reflexión anterior, en relación con los temas concretos, haya envejecido prematuramente. De la misma forma, posiblemente este libro, dentro de quince años, será como un fósil del Pleistoceno digital, presumiblemente.

Digámoslo claramente: internet no es un medio de comunicación, es un ámbito, un lugar, una forma de existencia, un continente que habitar. En él tienen lugar todos los demás medios de comunicación: en internet se ve la tele, se escucha la radio y se lee el periódico. Para cualquier nativo digital es evidente que las posibilidades de existencia que ofrece internet no son comparables ni de lejos con las que pueden ofrecer los otros medios. Y la prueba más concluyente de esto es que internet no ha logrado, ni está en su naturaleza, sustituir a los otros medios de comunicación. Es, más bien, una ventana abierta a todo lo demás, una nueva forma de ser y de actuar. De hecho, los otros medios, sin desaparecer, se han visto obligados a incorporar internet a su dinámica comunicativa ordinaria.

Quizá sea paradigmático este breve tuit de Alvinsch, un youtuber colombiano, que llegó a la conclusión de que internet es su patria, su lugar principal de existencia. Habla más claro este ejemplo que cualquier reflexión más extensa que yo pudiera hacer. Y, en todo caso, si alguien honradamente considera que este tuit es inadmisible o ridículamente exagerado, es que no ha entendido específicamente a qué nos referimos cuando hablamos de internet.

Por eso, como cualquiera podría fácilmente constatar en la experiencia, para un adolescente perder su móvil es perder parte de su vida. Yo mismo he visto a adolescentes sufrir verdaderos ataques de ansiedad por este motivo. Para ellos es mucho peor que perder la cartera o un diario personal o, permítaseme la broma, perder un brazo. Perder tu móvil es, realmente, perder todas esas cosas a la vez. Con él se pierde una parte de tu más íntima identidad: fotos y audios personales, conversaciones íntimas, información reservada, gestión económica, contenidos comprometidos... Un usuario de smartphone que pierde su móvil pierde una forma muy íntima y propia de ser en comunidad.

Cuando valoremos más adelante la presencia de internet en los claustros, será menester no caer en el error de considerarlos como meras herramientas de trabajo, sino como lo que realmente son: un amplio portón al centro neurálgico del continente más habitado del mundo, el continente digital.

2. Una vida condicionada por internet

Tampoco podemos perder de vista otro hecho crucial: hoy en día es realmente difícil vivir sin internet. Como ha revelado especialmente la crisis del coronavirus y el confinamiento, a cada paso, la mediación de internet se vuelve imprescindible. Pocos trámites de gestiones, viajes, estudios o sanidad se me ocurren en los que no sea necesario entrar en internet. O, al menos, en todas ellas se ha de indicar una cuenta de correo electrónico. La escena de abuelas luchando contra las máquinas para sacar su dinero en las oficinas del banco, por no defenderse bien en la era digital, se va convirtiendo en un cuadro de lo más ordinario; incluso con malas palabras de por medio.

Especialmente en la vida de los jóvenes, internet ha pasado a ser connatural. Ha sido tan drástica su conversión en habitantes digitales y tan patentes las consecuencias que esto ha tenido en sus vidas que da casi risa alguna consideración un tanto anticuada, dicha por boca de religiosos, de lo que los jóvenes son y hacen. Alguna vez he visto la cara de asombro de algunos sacerdotes –sin hijos ni nietos, por supuesto– cuando he sacado a colación las últimas constataciones sociológicas de los expertos sobre la vida de los nuevos adolescentes. También es urgente aquí cambiar nuestras categorías trasnochadas sobre los jóvenes, sobre sus gustos, sus intereses y sus estilos de vida. Muchas veces nuestra pastoral vocacional peca de ingenuidad, esa misma ingenuidad contra la que queremos ir luchando en este trabajo.

Por poner un ejemplo, hace pocos meses recibí de un amigo la noticia de que la comisión de pastoral vocacional de su congregación había planificado como medida estrella la creación de una página web vocacional. Ambos nos sonreímos. Los jóvenes ya no entran en páginas web con frecuencia; su vida online se desarrolla principalmente en otros ámbitos. Si atendemos a un serio estudio llevado a cabo en 2018 por la Fundación de Ayuda a la Drogadicción (FAD), los datos sobre la frecuencia con la que los jóvenes siguen páginas web o blogs es mucho más reducida de lo que podríamos pensar: casi el 50% de los entrevistados considera que lo hace menos de “rara vez”. Y “frecuentemente” solo algo más del 25% 4. Si la página web no está respaldada por una buena campaña de difusión en redes sociales, por ejemplo, todo su fantástico potencial se verá arrojado al olvido de los oscuros abismos digitales.

Esto es solo un botón de muestra de nuestro desconocimiento. Pero hay más. No pocas veces he escuchado, sobre todo a personas de cierta edad, clamar contra una generación de jóvenes que está perdida en fiestas y excesos, una generación revoltosa y sexualizada. Esta es la visión de los jóvenes de los años setenta, ochenta y, acaso, de una parte de los noventa. Hoy, desde luego, ya no es así, al menos no en la misma medida. Desmontar este prejuicio llevaría mucho tiempo. Pero resumiremos diciendo que precisamente esta noción revela que a veces no tenemos una idea cierta de lo que la poderosísima influencia de internet está ejerciendo sobre los jóvenes. Ellos, aunque valoran salir y quedar con sus amigos, de hecho cada vez salen y quedan menos fuera de su casa. Y aunque, como es obvio, les gusta salir y divertirse, de hecho cada vez consumen menos drogas, acuden menos a fiestas y tienen menos relaciones sexuales, y, cuando lo hacen, lo hacen a una edad más tardía. A este respecto, el trabajo de la doctora Jean M. Twenge, que ha querido popularizar la denominación iGen para la llamada generación de internet, es impagable y arroja una poderosa luz sobre la realidad (aunque ya Benedicto XVI, en su mensaje para la jornada de las comunicaciones sociales del año 2009, se refería acertadamente a esta generación como la«generación digital» 5). Puede parecer sorprendente, y así han sido calificados sus resultados. Pero las estadísticas que presenta, por su rigor y amplitud, parecen incuestionables, al menos para la generación de jóvenes de Estados Unidos, que, sea como esa, es la generación que está por venir en España, pues nosotros vamos, de alguna manera, a remolque de la sociedad estadounidense.

Hoy los jóvenes disponen de 3,3 dispositivos de media para conectarse a internet, y allí encuentran una parte considerable de las cosas que precisan para satisfacer sus necesidades superficiales. Un estudio de la FAD constató cómo entre los jóvenes de entre 14 y 16 años de España hay un grado de consenso del 72,4% con respecto a la siguiente afirmación: «Miro el móvil constantemente». Todo en su vida está condicionado por internet, hasta el punto de ver configurada su psicología desde edades muy tempranas, con unas consecuencias todavía insospechadas. Una de estas principales pasiones que ejerce sobre su psicología es la ansiedad y la inseguridad. El no haberse visto enfrentados al mundo de manera directa, sino a través de una pantalla, al calor de su habitación, ha retrasado, como demuestra Twenge, su paso a la adultez. De hecho, cada vez retrasan más las actividades que se asocian con la vida adulta.

Volviendo al prejuicio de que los jóvenes están todo el día de fiesta, podemos comprobar con un solo gráfico que, en todo caso, la tendencia es exactamente la contraria: los jóvenes cada vez salen menos de fiesta. Si a principios de los noventa la tasa de jóvenes de en torno a 17 años que declaraba en Estados Unidos salir de fiesta una vez al mes o más rozaba el 80%, hoy en día no supera el 60%, y la tendencia continua a la baja 6.

Figure 3.1. Percentage of 8th, 10th, and 12th graders who attend parties once a month or more. Monitoring the Future, 1976-2015.

Otra de las consecuencias de afirmar que toda nuestra vida está condicionada por internet es que, si no estás en internet, no existes. Por supuesto, esto es una exageración. No solo una exageración, es también un engaño. Esa es precisamente la convicción que los grandes de internet han querido imprimir en nuestra psique. Si sales de internet, te pierdes lo que está pasando en el mundo. Nosotros, por el contrario, afirmaremos más adelante que, precisamente, pasándonos la vida en internet, de manera descontrolada y sin discernimiento, nos estamos perdiendo todo cuanto sucede en la realidad.