Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
El libro detrás de la serie de Netflix La enfermeraUna madrugada de marzo de 2015, la policía danesa recibió la llamada de una enfermera del hospital en Nykøbing Falster. La enfermera sospechaba que una compañera de trabajo había matado a algunos de sus pacientes y temía que hubiese ocurrido otra vez. Pronto se destapó un caso que dejaría una profunda huella en la historia jurídica danesa. La revelación empezaría un efecto mariposa, con otras personas del entorno informando a la policía de sus sospechas acerca de que la enfermera envenenaba a los pacientes. Algunos llegaron a afirmar que llevaban años dándole vueltas al asunto. Pero, ¿por qué nadie había reaccionado antes? ¿Y dónde estaban las pruebas?En este premiado reportaje documental, el periodista Kristian Corfixen reconstruye el turno de noche que posteriormente llevó a la enfermera a ser condenada a 12 años de prisión. Por primera vez, la investigación policial queda al descubierto y el libro revela varios detalles sobre el caso que no se habían hecho públicos antes. Todos los actores clave de la investigación participan en el libro, incluida la condenada Christina Aistrup Hansen, así como el principal testigo, que hacen públicas por primera vez sus versiones del caso.-
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 489
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Kristian Corfixen
Translated by Rodrigo Crespo Arce
Saga
La enfermera - uno de los casos más sensacionales de la historia criminal danesa
Translated by Rodrigo Crespo Arce
Original title: Sygeplejersken - En af Danmarkshistoriens mest spektakulære drabssager
Original language: Danish
Copyright © 2021 Kristian Corfixen and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726813401
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
Personalmente no he trabajado nunca con Christina Aistrup Hansen. En ningún momento estuve en el Hospital Nykøbing Falster mientras ella trabajaba allí de enfermera.
Aun así, me permito describir en detalle una amplia serie de sucesos de sus años en el hospital, y lo hago basándome en más de tres mil folios de documentación relacionada con el caso de la enfermera. Se trata de documentos a los que, en la mayoría de las ocasiones, se me ha permitido el acceso o que he obtenido de otras fuentes: historial de pacientes, informes de autopsias, análisis químicos forenses, mensajes de texto y correos electrónicos, opiniones de expertos, actas judiciales, listas de medicamentos, capturas de pantalla del Departamento de Informática del hospital, fotografías e informes sobre interrogatorios policiales. La mayor parte de este material no ha estado a disposición de nadie más que la policía, los tribunales y las partes implicadas en el caso.
Durante mi trabajo para tratar de relatar minuciosamente lo ocurrido en Nykøbing Falster, los informes sobre los interrogatorios policiales han sido especialmente importantes. He podido estudiar más de cien de estas actas, sobre todo de empleados del hospital, quienes de una forma u otra han ido añadiendo nuevas piezas en el proceso que terminaría en la causa judicial contra Christina Aistrup Hansen. Más de setenta personas llegaron a prestar testimonio ante un juez y sus explicaciones han conformado la base de algunas de las descripciones de este libro. Se apoya, además, en conversaciones con más de cincuenta entrevistados con los que, en muchos casos, me reuní en varias ocasiones. Entre ellos había personal de enfermería, médicos, peritos, abogados, policías, familiares y conocidos de los implicados, y familiares de las víctimas, así como una serie de protagonistas del caso a los que cito y menciono por sus nombres completos. Entre otros, Christina Aistrup Hansen, a quien he visitado varias veces en prisión. Y la testigo principal del caso, la enfermera Pernille Kurzmann Larsen, que fue el origen de la investigación por parte de la Policía de las muertes sospechosas en el Hospital Nykøbing Falster, y que ha sido de especial relevancia para que su colega fuera finalmente condenada por el intento de asesinato de los pacientes.
Casi todos los enfermeros y las enfermeras del Hospital Nykøbing Falster con los que me he puesto en contacto inicialmente, con una clara reserva, me han preguntado: «¿Desde qué bando tiene la intención de describir el caso?».
Y la respuesta ha sido siempre la misma: desde ambos.
Porque hay dos bandos; dos orillas, por así decirlo. En una están los que todavía hoy creen que Christina Aistrup Hansen fue condenada injustamente por dos instancias judiciales y que fue víctima de los chismes del hospital provincial. En la otra están aquellos que no tienen ninguna duda de que intentó, durante sus guardias, matar deliberadamente a algunos pacientes. Quizá a más de los cuatro por los que la enfermera cumple actualmente su pena de prisión.
Es importante destacar que ni Christina Aistrup Hansen, ni Pernille Kurzmann Larsen, ni en realidad nadie, ha tenido ninguna voz en cómo he decidido describir o resaltar los sucesos de este libro. A nadie, por ejemplo, se le ofreció ningún pago o derechos sobre la edición por acceder a hablar conmigo.
El libro se basa, por tanto, en el método propio del periodismo de investigación. En la medida de lo posible, he tratado de verificar los hechos y comprobar lo que mis fuentes me han presentado. Cuando me he topado con algunas informaciones de documentos o similar que rebatían o contradecían, los he omitido si no era relevante. En caso contrario, he dejado patente que algo podría no ser cierto. Del mismo modo, le indico al lector cuando se habla de acusaciones que la Policía nunca ha podido probar o refutar a pesar de su extensa investigación.
Dicho esto, sé que habrá personas que lean este libro y que tengan una visión diferente de alguno o algunos de los hechos que en él se describen. La opinión pública ha emitido su propio dictamen sobre el caso de la enfermera. Ni siquiera las sentencias de los Tribunales Regional y de Apelación han podido evitar que el caso siga rodeado de diferentes versiones. Durante mi trabajo, me he encontrado con mucha gente que basa su opinión en una percepción completamente sesgada o distorsionada de lo que realmente trata el caso. Tal vez porque solo han leído titulares o dos o tres de los miles de artículos escritos sobre los hechos con el único fin de debatir al respecto con alguien más. O porque han escuchado algo de alguien que tenía un conocido que, a su vez, conocía a otro alguien. Espero que este libro contribuya a ofrecer un relato global, sobrio y más completo de uno de los casos más sensacionales de la historia criminal danesa.
El caso de la enfermera ha tenido amplias consecuencias y no solo ha afectado a los cuatro pacientes por cuyo intento de asesinato fue condenada Christina Aistrup Hansen. Hay compañeros del Hospital Nykøbing Falster que aún luchan contra su sentimiento de culpabilidad por no haber reaccionado antes a sus sospechas. Hay familiares de pacientes que, indefensos, pasaron a formar parte de un caso de asesinato mientras estaban acostados en una cama del sistema sanitario, donde no deberían haber corrido ningún peligro. Quedan dos padres que, durante los próximos años, tendrán que visitar a su hija en una prisión. Y una niña de once años que ha perdido a su madre para su día a día.
El caso de la enfermera es trágico en todos los sentidos y se vio agravado porque se permitió que esa tortura se prolongara durante muchísimo tiempo, antes de que alguien reaccionara. Espero que este libro nos ayude a no olvidarlo y a aprender de él.
Kristian Corfixen, Copenhague, enero de 2019.
El centro de emergencias recibió la llamada cuatro minutos antes de la medianoche. Al teléfono estaba una doctora del Hospital Nykøbing Falster que quería informar de una muerte que no tenía una explicación evidente. Ese proceder era totalmente normal. De acuerdo con la ley, los médicos tienen que llamar e informar a las autoridades si algún paciente fallece de manera repentina y no es posible encontrar una explicación plausible evidente al analizar su historial clínico. Ese había sido el caso de Arne Herskov, el paciente a quien la médica había declarado muerto hacía poco más de dos horas, según explicó por teléfono.
El oficial anotó la fecha (4 de marzo de 2012) y lo que posteriormente relató la doctora:
«Arne Herskov, 72 años. Domicilio: Falkevej 78, en Idestrup.
Divorciado. Hallado por última vez consciente hoy entre las 7:00 y las 9:39 h. A continuación, se le colocó el respirador tras un paro cardiaco. Fallecido por la noche. Su hermano Kenny es el pariente más cercano».
Poco después, un coche patrulla con dos oficiales se adentraba en la noche en dirección a la periferia del norte de la ciudad de Nykøbing Falster. A la 1:20 h anunciaron su llegada en la Unidad de Cuidados Intensivos. Los policías hablaron con una enfermera y un médico que les pudieron explicar qué personas habían tratado al paciente durante la mañana y la tarde de ese día, y los agentes anotaron en su libreta los nombres y números de teléfono de algunas de ellas antes de que los acompañaran a la habitación en la que Arne todavía yacía en la cama.
Podría ser la escena de un crimen, pero, cuando les abrieron la puerta, vieron que había sido alterada. Arne estaba tumbado de espaldas con sus pantalones vaqueros azules y una chaqueta a cuadros con mangas negras. Llevaba su propia ropa porque no quería estar en traje de hospital cuando la familia se despidiese de él. Le habían retirado los tubos de plástico que antes lo rodeaban.
«El cadáver fue arreglado porque, después de que el ahora fallecido fuera declarado muerto, no se sabía que se fuera a avisar a la policía», señalaron los agentes en su informe. Luego subieron a la sección M130.
La policía fue informada de que había sido allí donde Arne estuvo hospitalizado en los últimos días y donde lo encontraron sin constantes vitales por la mañana y donde el personal hospitalario había tratado de darle un masaje cardiaco antes de trasladarlo a la Unidad de Cuidados Intensivos. Las enfermeras que habían estado trabajando en esos momentos hacía mucho tiempo que habían regresado a sus casas. Ahora, entre otros, la enfermera Ida y la ats Nina recorrían el pasillo de la M130, donde dormían los pacientes.
Era su segundo turno de noche consecutivo y las dos compañeras se habían sorprendido cuando, al entrar a trabajar a las once de la noche, se enteraron de que el anciano de la 134 había dejado de respirar de repente. Aquella mañana, ambas habían visitado a Arne antes de dejarlo a él y a los otros pacientes en manos del nuevo turno de guardia e irse a casa a descansar. Ida había hablado con él. Desde que lo ingresaron, había sido en general difícil conseguir que comiera algo, pero esa mañana Arne se había levantado temprano e incluso había pedido un helado de proteínas, cosa que no había hecho hasta entonces.
«Hay que ver cómo ha mejorado», pensó Ida mientras salía de la habitación en la que el enjuto caballero incluso se había permitido ser un tanto faltón, lo que ella había considerado un signo de salud. Arne había empezado a curarse.
Nina lo saludó con la mano cuando él, tambaleándose, salía de su habitación en dirección al baño en el lado opuesto del pasillo. Ahora Arne estaba muerto, según les habían comunicado los compañeros a los miembros del turno de noche al llegar al trabajo y comentar la situación de los pacientes ingresados. No era fácil encontrarle sentido.
Ida y Nina no sabían que posteriormente se había informado de la muerte a la policía, y no fue agradable ver entrar por la puerta de la M130 a los dos agentes. Fueron amables, pero fue sorprendente que, de pronto, comenzaran a hacer preguntas sobre el paciente de la 134. Nina le habló a la policía del saludo en el pasillo y de que había pensado que Arne estaba mejorando. Ida, del helado de proteínas y de que, en general, parecía como si Arne tuviera ya más apetito.
«El ahora fallecido, que, por lo general, se mostraba bastante depresivo, parecía “haber mejorado”», señaló uno de los agentes en su libreta. Y eso fue todo por esa noche. Habían pasado en el hospital menos de una hora cuando los dos policías regresaron al aparcamiento y volvieron a subirse al coche patrulla. El caso no parecía ser tan urgente como para que no pudieran continuar a la mañana siguiente.
Cuando se fueron, Ida rompió a llorar. Y esa noche le dijo a Nina algo en lo que ya llevaba un tiempo pensando. Había muchísimos pacientes en la M130 que empeoraban de repente. Por supuesto, estaban enfermos, por eso habían sido hospitalizados, pero la forma en que recaían era extraña, pensaba Ida. El caso de Arne se había repetido con frecuencia al cambiar el turno. Y curiosamente, en concreto una de sus compañeras siempre estaba cerca y era la que descubría a los pacientes sin vida en las habitaciones y la que daba la alarma.
Ida y Nina entraron y buscaron el Registro de defunciones. Ese bloc de tapa blanda, parecido a un cuaderno escolar, que se guarda en el despacho y se utiliza para anotar los nombres de los pacientes que mueren en la sección. En el margen de las rayadas hojas, al lado de cada paciente había una firma. La de una de las, normalmente, dos enfermeras o auxiliares que «preparan» al paciente, como llaman a los cuidados post mortem para que los familiares puedan entrar y despedirse. Una vez finalizado el procedimiento, se firma en el cuaderno con el nombre.
Ida y Nina contaron los fallecimientos.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco...
Desde luego, en el Registro de defunciones no estaban todos los pacientes que habían sufrido un paro cardiaco en la M130. Muchos de ellos eran conducidos a otras secciones cuando empeoraban. Como Arne, que había sido trasladado a la Unidad de Cuidados Intensivos; pero los que habían expirado en la M130 estaban en estas páginas.
... seis, siete, ocho, nueve, diez...
Ida y Nina contaron cuántas veces aparecía el mismo nombre.
... once, doce, trece...
Estaba claro que su firma era la que aparecía en más líneas.
... catorce, quince...
Y eso a pesar de que era enfermera. La mayoría de las veces, eran las auxiliares las que preparaban a los muertos. Al menos en los turnos de día, cuando las enfermeras estaban siempre ocupadas con otras actuaciones.
... dieciséis, diecisiete, dieciocho, diecinueve...
«Esto es una locura», pensó Ida.
... veinte, veintiuno, veintidós...
¡Veintidós!
¡Veintidós, fallecimientos!
Su colega, la enfermera Christina, había escrito su nombre junto a veintidós de los pacientes que habían sido declarados muertos en la M130 durante el último año y medio. Nadie más en la sección había rubricado tantas muertes. Nadie más se acercaba ni de lejos a las veintidós. Y Christina ni siquiera trabajaba a tiempo completo en el hospital.
Esa noche, Ida finalmente pudo decírselo en voz alta a otra persona cuando hizo a Nina partícipe de su sospecha: Christina mataba deliberadamente a los pacientes.
El hospital provincial se encuentra en la parte norte de la ciudad de Nykøbing Falster, a unos quince minutos a pie del final de la zona peatonal; se extiende con sus aparcamientos y sus ladrillos rojos entre setos de aligustres, casas unifamiliares, adosados y bloques de viviendas de escasa altura.
Por aquí no hay atascos en los cruces, salvo que sea la hora del cambio de turno en el hospital. Cuando se inauguró el hospital de Falster en la década de 1950, había en esa zona espacio suficiente para construir hasta el borde del agua, y desde entonces allí ha permanecido en primera fila, contemplando el estrecho de Guldborg a través de los seis pisos de ventanas enmarcadas en blanco. Puede ser que el Hospital Nykøbing Falster sea pequeño, pero, como dicen, repiten y confirman todos los que han estado hospitalizados, de visita o simplemente almorzando en el comedor del personal del tercer piso, tiene unas vistas magníficas.
Si tiene usted la suerte de que lo ingresen en el lado bueno del pasillo del edificio principal, con tan solo levantar el respaldo de la cama tendrá una hermosa vista del estrecho. Si abre la ventana, podrá sentir el viento marino, que corre justo al otro lado de la carretera. Desde aquí puede ver la isla de Lolland en la ribera opuesta del canal, verde y tan cerquita que hace falta una niebla muy espesa para hacerla desaparecer. Desde allí llegan pacientes al hospital y, atravesando los diferentes puentes, también desde la isla de Møn y la parte sur de la isla de Selandia. Aproximadamente veintiséis mil veces al año, una persona de Falster o de las islas circundantes necesita ser hospitalizada. A Arne Herskov le tocó el 17 de febrero de 2012.
Fue su hermano pequeño, Kenny, quien se ocupó de que Arne fuera ingresado. Ese día, Arne oyó seguramente el sonido del Peugeot beis de Kenny al llegar al camino de entrada de su casa. En realidad, el hermano pequeño tenía pensado quedarse un poco en el coche a escuchar la retransmisión del partido de fútbol del viernes al mediodía. Tan solo quería seguir el final desde el asiento delantero antes de quitar el seguro del coche, salir al frío de febrero, correr sobre el césped y cruzar la puerta principal para visitar a Arne. Pero, cuando Kenny apagó el motor, oyó claramente la voz de Arne. Gritaba pidiendo ayuda desde el interior de la casa.
Kenny lo encontró en el suelo del baño. Su hermano se había caído y yacía aturdido y confuso, incapaz de explicar cuánto tiempo había estado acostado sobre las baldosas, sin poder levantarse. Se había quedado frío. Kenny llamó al 112 de inmediato. El personal de emergencias llegó en poco tiempo y el Peugeot todavía estaba caliente cuando, poco después, Kenny puso la llave en el contacto y se colocó detrás de la sirena que se dirigía hacia el oeste por los campos de Falster. El día en que la ambulancia partió con Arne, nadie se imaginaba que nunca volvería a su hogar, a la casita tras los setos del camino de Falkevej.
Llegó al hospital por la tarde. Con sus escasos 61 kilos, el paciente solo hundía ligeramente la tela blanca sobre el colchón al ser instalado en una cama de la Unidad de Cuidados Intensivos. Arne estaba bajo de peso. «Demacrado», anotó el médico en el historial clínico. En los documentos del paciente, el personal también escribió que Arne estaba deshidratado y tenía la presión arterial baja. Y más tarde los análisis indicaron que probablemente también tenía neumonía. El médico decidió que a Arne había que administrarle antibióticos tres veces al día para intentar reducir la infección. Por lo demás, el tratamiento, como después les explicaron a Kenny y los otros tres hermanos, era fácil de determinar: Arne tenía que ganar varios kilos. «Terapia nutricional», fue el tratamiento indicado, según consta en el historial de Arne. Al mismo tiempo, las enfermeras debían asegurarse de que tomara suficiente líquido; y lo cierto es que Arne nunca había dejado de tomarlos, aunque no exactamente de los que colgaron en el gotero junto a su cama del hospital. Siempre le había gustado la cerveza. Las transportaba hasta casa en la cesta de su triciclo cuando salía a la carnicería Schous en Marielyst a comprar platos preparados que luego podía calentar en el horno en casa. Y cuando en el veranito Arne se sentaba en el quiosco de la playa de Sildestrup, los verdes botellines no faltaban a su lado. Siempre Carlsberg en botella, recuerda la dueña de la tiendecita que hay junto al banco donde Arne podía pasarse horas bañando al sol su cabello rubio rojizo. Aún hoy echa de menos al cliente que nunca se ponía tonto por muchos botellines que bebiera. Muchos lo recuerdan por sus cervezas, por las muchas que bebía, aunque, si se le pregunta a su hermana Birthe si era alcohólico, ella responde que no. «Nunca», dice; «disfrutaba de la vida».
Y bien que lo pudieron apreciar los médicos del Hospital Nykøbing Falster al recibir los resultados de los primeros análisis. El cuerpo del paciente presentaba lesiones, por abuso de alcohol, que habían dejado su huella en el hígado, ahora debilitado, de Arne. Y también estaba la impronta del tabaco. Un día Arne le confesó a un médico que probablemente podía fumar treinta o cuarenta cigarrillos al día desde que tenía quince años. Se anotó asimismo en el historial médico. Igual que la tos. Esa tos que hacía que, mientras se tomaban el café de la tarde, los vecinos de Falkevej exclamaran: «Bueno, parece que Arne ya está en casa».
Arne vivía en la esquina del camino en la que se alzaban los árboles menos cuidados, entre casas de madera recién pintadas que se usaban para el veraneo o como residencia habitual. Su casa era originalmente un remolque que unos cuantos años antes había crecido con un anexo de bloques de hormigón en el que había espacio para una estufa de leña que por su pequeña chimenea lanzaba permanentemente un humo negro entre las copas de los árboles en cuanto bajaba la temperatura. Desde la puerta de su casa había solo unos cientos de metros hasta la playa¸ pero Arne casi siempre estaba dentro, salvo cuando iba a por algo con la cesta de la bicicleta por delante. En esos momentos era cuando los vecinos lo veían a la entrada de su casa, cuando salía o acababa de llegar. Si te saludaba como es debido (para los recién llegados bien podían pasar un par de años antes de que se presentara esa oportunidad), descubrías que el ermitaño era bastante locuaz.
Tenía actitudes que podían retraerte. Se ponía serio por lo general cuando hablaba de las residencias de ancianos y la forma en que la sociedad trata a sus personas mayores. Y casi todos los de la familia habían escuchado su opinión sobre las drogas y los estupefacientes, los cuales Arne maldijo a lo largo de toda su vida; nunca entendió que la gente se metiera en ellas. Sin embargo, se volvía apacible cuando hablaba de su juventud, en la que, siendo adolescente, conoció el mundo desde barcos con el logotipo de la Maersk en los costados. De la época en que él y sus hermanos crecieron entre las oscuras tascas de Nørrebro. De cuando Arne, antes de hacerse basurero, vendía flores y verduras en el mercado mayorista de Grønttorvet en Copenhague, el lugar donde conoció a su futura esposa, allí en el pub para fumadores de al lado. Su ánimo era alegre, tanto como el de una discoteca un par de horas antes de cerrar. Le encantaban las fiestas y era conocido por ser capaz de arrancarse con canciones y tonadas de marinero, y por dar siempre la impresión de estar divirtiéndose, incluso estando solo en su casa cuando alguno de los hermanos llegaba sin avisar y lo encontraba disfrutando de un plato de carne con patatas, su comida favorita. Pero últimamente no, Arne llevaba un tiempo triste.
Se dice que una de las cosas más horribles que pueden sucederte en este mundo es perder a un hijo. Arne supo lo que eso significa. Unos meses antes de caerse en el suelo del baño, recibió la noticia de que Jimmy, su único hijo, había muerto.
La pérdida de Jimmy se convirtió en su mayor tragedia. Le dejó un agujero en su vida de pensionista y un nudo en la garganta que no era capaz de deshacer, por muchas cervezas que tomara para ello. En su etapa final, ya ni siquiera les ocultaba a sus hermanos que en realidad se había rendido. Estaba totalmente desanimado, cansado de estar solo, decía, y, por mucha leña que le llevaran a su fría casa los dos hermanos varones, Arne no era capaz de hallar cosas agradables con las que hacer entrar en calor su mente. Tampoco le apetecía ya calentar platos preparados. Prácticamente lo único que recorría su cuerpo era cerveza. Su humor se agrió y a los hermanos de Arne les resultaba inquietante asistir a ese declive. Por eso, en cierto modo, fue tranquilizador para la familia que lo ingresaran y que estuviera así rodeado de profesionales que podrían hacerse cargo de la situación.
Cuando Arne entró en el hospital, temblaba y estaba pálido. Estaba congelado, les comentaba una y otra vez a las enfermeras, pero pronto quedó claro que no se estaba muriendo.
«Creo que el mayor problema aquí es que el paciente no ha comido durante un mes», indicó un médico especialista en el historial de Arne después de tres días en la Unidad de Cuidados Intensivos. Y el cuarto día, su estado ya no era crítico, por lo que fue trasladado al pabellón M130. Allí el personal tenía que encargarse de que ganara peso.
La sección M130 alberga a algunos de los pacientes más delicados del Hospital Nykøbing Falster. Sus habitaciones acogen principalmente a pacientes con enfermedades gastrointestinales. Entre ellos hay bastantes enfermos con cáncer. Pero también es en la M130 donde se ingresa a los alcohólicos y otros adictos, a los que tienen el hígado dañado; a los que tienen que someterse a desintoxicación; a los que suelen tener también que luchar con otras patologías además de la que los ha llevado a ser hospitalizados. En esa sección están los «clientes más complicados», como señalan las enfermeras. Y esa clientela más compleja no es de extrañar que sea ingresada una segunda o una décima vez, así que no resulta raro que en las habitaciones haya caras conocidas. Y por lo general están más tiempo que los ingresados en otras alas del hospital. Un paciente de la M130 puede fácilmente estar hospitalizado durante varias semanas.
En la sala hay dos corredores, el pasillo treinta y el cincuenta, que forman un ángulo recto entre sí y que distribuyen habitaciones a ambos lados. Arne fue ingresado en una habitación del pasillo treinta, justo enfrente del baño. Al principio, el personal consideró que el nuevo paciente era tranquilo¸ de los que prefieren reposar y dormir y no tienen ni ganas ni fuerza para nada más. Pero, a medida que pasaban los días, varios notaron que Arne comenzaba a revivir.
«El paciente está hoy más expresivo y más hablador espontáneamente», se anota en su historia cuatro días después de su llegada al hospital.
El mismo día, una enfermera de la M130 agregó:
«Se incorpora él solo en la cama y come lo que se le sirve».
Arne todavía tenía tos, a menudo se mareaba y también tenía que seguir recibiendo oxígeno a través de un tubo y la comida por sonda nasogástrica, que era más sencillo que conseguir que comiera algo más sólido.
«Empieza a tener apetito de nuevo y a ingerir más» y «hoy ha pedido comida», indicó el personal en su informe en los días posteriores. La ats Louise también observó que el ánimo de Arne iba remontando a medida que comenzaba a tomar alimento. Cuando conoció al paciente en la habitación 134, él le habló de la muerte de Jimmy y le afirmó que no sabía muy bien si quería seguir viviendo. Cuando médicos y enfermeras entraban a ver a Arne, a menudo hablaba de su tragedia y, en consecuencia, varios de ellos concluyeron en sus informes que se mostraba deprimido. Pero un día, Arne le dijo a Louise que en realidad ya tenía ganas de volver a casa. En ese momento llevaba hospitalizado casi dos semanas, y en esos días en la unidad se dieron cuenta de que algo importante le sucedía a Arne. En general, parecía más feliz.
Hablaba más. Estaba más despierto. Con el tiempo, su condición física era tan buena que el personal de entre semana comenzó a pensar cuándo sería dado de alta.
Una enfermera anotó en su historial el jueves 1 de marzo de 2012, trece días después de que Arne llegara al hospital: «Se espera que el paciente sea dado de alta a principios de la próxima semana».
Cuando Kenny fue de visita por trigésima vez el viernes, pudo ver que lo que le estaban haciendo a su hermano parecía funcionar: Arne todavía estaba un poco confundido, pero había engordado. Su sobrina Marie-Louise también notó que su tío estaba más feliz. Se mostraba alegre, sonriente, sí, incluso bromeó y le contó una historieta.
Sus otros dos hermanos, Birthe y Vagn, lo visitaron el sábado, el decimosexto día de Arne en el Hospital Nykøbing Falster. Al sentarse junto a su cama, le informaron de que la casa de Falkevej estaba ya lista para cuando lo dieran de alta: su cuñada había lavado las sábanas, las cortinas y todo. Había quedado muy linda.
Arne, sin embargo, todavía estaba demasiado delgado. En el pasillo, una enfermera le dijo a Birthe que probablemente sería mejor que su hermano pequeño fuese primero a algún sitio donde pudieran estar pendientes de que comiera lo suficiente. Tal vez una residencia o algún otro tipo de apoyo. Quizá solo unos días; luego podría regresar a casa. Su hermano Vagn estaba al otro lado de la cama y sonrió cuando Birthe le presentó el plan a Arne. Sabían bien cómo reaccionaría, porque tenían muy presentes todas las veces en que él había hablado de las residencias de ancianos de Dinamarca como lugares a los que no se debía enviar a nadie.
«Si estuviéramos en el quinto piso, me tiraría por la ventana», recuerda Birthe que respondió Arne. Aún sonríe cuando lo recuerda hoy en día. Ese tipo de comentarios eran propios de él.
*
El día siguiente a la visita de Birthe y Vagn, cuando el reloj acababa de dar las nueve, el personal de la M130 comenzó a prepararse para el café matinal del domingo.
Dos horas antes se había producido el cambio de guardia. Ida y Nina se habían marchado a casa y la auxiliar de enfermería, Louise, se había reunido con los enfermeros Peter y Christina. En su turno, una de las primeras cosas que había hecho Louise fue darle a Arne gachas con crema, y habían acordado que después lo ayudaría a darse un baño.
Luego lo dejó solo en la habitación para que pudiera comer tranquilamente. Cuando un cuarto de hora después regresó, Arne le preguntó por el plato vacío: «¿Qué? ¿Contenta?». Se lo había comido todo. Sonrió. Realmente estaba recuperando el ánimo.
Los dos enfermeros, que, como Louise, habían llegado a las siete en punto, habían leído hacía ya mucho los informes médicos y se habían ido a su ronda matutina. La enfermera Christina era la responsable de administrar la medicina sólida a los pacientes y había estado recorriendo las habitaciones para hacer el reparto. Mientras tanto, el otro enfermero, Peter, también había estado en la habitación de Arne, en la que había dejado una toalla y ropa limpia. El enfermero había medido las constantes de Arne: temperatura, presión arterial, respiración, frecuencia cardiaca y oxígeno en sangre. Nada llamaba la atención. Justo lo que el equipo de noche había notificado en el cambio de turno.
Peter fue el primero en terminar su ronda y, alrededor de las nueve, comenzó a hacer café para sus compañeros en la Sala de Personal.
Siempre desayunaban junto con los del pasillo 50 cuando terminaban las primeras tareas rutinarias, y ahora los colegas iban llegando poco a poco. La guardia pintaba tranquila. No había pacientes de urgencias.
Pero entonces sonó el aullido. Alguien había tirado dos veces del cordón del pulsador en una de las habitaciones para activar la alarma de paro cardiaco. Peter, Louise y los demás corrieron por el pasillo 30 y giraron a la izquierda pasando entre las dos jambas rojas de la 134. Su compañera Christina estaba de espaldas a la entrada en el borde de la primera de las dos camas de la habitación. Había rasgado la camisa de Arne y estaba dándole un masaje cardiaco.
Christina presionaba el pecho de Arne mientras Louise apartaba la cama de la pared para que tuvieran sitio. Peter preparó los medicamentos y las jeringuillas. Una auxiliar del pasillo cincuenta sacó una máscara para que el paciente pudiera recibir oxígeno extra. Y una tercera enfermera miraba. Era la primera vez que asistía en serio a un intento de reanimar a un paciente. Acababa de titularse y estaba recién llegada a la unidad, pero Christina la había animado a quedarse y presenciar lo que estaba a punto de suceder. Le vendría bien saber cómo se desarrollaba una cosa así, le había dicho la enfermera veterana.
Los celadores y médicos llegaron de inmediato. Christina se apartó, pero permaneció cerca. Indicó quién era el paciente, sus constantes, por qué había sido hospitalizado, cómo lo había encontrado sin vida y cómo se había iniciado la reanimación. Cuando tantos profesionales, con su experiencia combinada, estaban intentando restablecer un ciclo vital, incluso los enfermeros y médicos experimentados podían perder la visión general. Por ejemplo, Peter parecía nervioso cuando Christina, de pie a su lado, le decía lo que debía hacer. Le temblaban las manos y llegó a tirar el tensiómetro al suelo. Sin embargo, Christina destacó. No tenía miedo de tomar el control cuando otros dudaban. Y era muy razonable que así fuera, pues era muy competente cuando llegaba el momento. Muchos en la unidad ya se habían dado cuenta.
Se consiguió que el corazón del paciente volviera a funcionar.
Arne fue llevado inmediatamente de regreso a la Unidad de Cuidados Intensivos, de la que había salido doce días antes. Su pecho ahora destrozado con once costillas rotas se movió ligeramente. El cuerpo respiraba, pero necesitaba la ayuda de un respirador, y el personal no llegaba a comprender cuál era el motivo de esta nueva complicación.
¿Qué hizo que de repente el cuerpo de Arne se rindiera? ¿No estaba mejorando?
Una médica jefa le levantó los párpados tratando de ver si allí podía encontrar la explicación. Las pupilas estaban contraídas y muy pequeñas. Se sorprendió. ¿Podrían haberle administrado demasiada morfina?
Los trabajadores de la Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Nykøbing Falster ya habían observado varias veces con anterioridad que en el torrente sanguíneo de los pacientes que les bajaban desde la M130 sin constantes vitales se podían hallar opioides y benzodiacepinas. Hay opioides en la morfina. Las benzodiacepinas se encuentran en el Stesolid, entre otros. Pero varias veces ocurrió que ni uno ni otro tipo de medicamento habían sido prescritos y, por lo tanto, registrados en los historiales médicos de los pacientes.
Tampoco estaban recogidos en el sistema electrónico de medicinas en el que las enfermeras informaban cuando administraban la medicina. Por eso en la Unidad de Cuidados Intensivos prestaban especial atención a los casos que llegaban de la M130.
Era bien sabido que la M130 era una sección muy ajetreada, lo que, sin duda, aumentaba el riesgo de errores. También se sabía que había muchos adictos ingresados en esa unidad y, aunque era extremadamente raro, podía suceder que los pacientes trajeran drogas de su casa, algo difícil de controlar por parte del personal. Sin embargo, a menudo el error había resultado estar en las enfermeras. Por ejemplo, alguna vez habían fallado al intentar desintoxicar a adictos. En una ocasión uno de estos pacientes recibió Klopoxide1 en cantidades excesivas. El Klopoxide es un medicamento que se usa para mitigar la abstinencia de alcohol y las enfermeras generalmente administran entre 50 y 200 mg distribuidos en unas horas. Aquel paciente había recibido dos gramos.
Era una barbaridad, y con tal dosis no fue de extrañar que ese mismo día sufriera un paro cardiaco del que tuvo que hacerse cargo la Unidad de Cuidados Intensivos. También varias veces se habían cometido errores con la morfina. En un centro médico siempre son las enfermeras las responsables de administrar los medicamentos, que, como norma general para los hospitales daneses, han sido previamente prescritos por un médico. Son, por tanto, los médicos quienes deciden cuándo y cuánto, y todo ello queda determinado cuando el médico lo deja pautado en el historial del paciente. En el caso de la morfina, por ejemplo, se indica también «i.v.» cuando ese potente medicamento se debe administrar por vía intravenosa, es decir, directamente en el vaso sanguíneo y no en forma de píldoras.
Las enfermeras recogen el fármaco en las Salas de Medicamentos de cada unidad. Allí, en los armarios cerrados con llave, los médicos nada tienen que hacer; son los dominios de las enfermeras. Así sucede en el Hospital Nykøbing Falster. De las salas de medicamentos las enfermeras sacan las ampollas de medicina de los estantes, las rompen y extraen los mililitros prescritos en una jeringuilla. Una vez medida la dosis, vierten el exceso de medicamento en el fregadero, la ampolla rota la tiran a la basura y, finalmente, el personal de enfermería lo deja registrado en el sistema del hospital una vez que él o ella ha regresado de la habitación después de haber inyectado la dosis.
Siempre debe quedar anotado en el registro el momento en que un paciente ha recibido un medicamento. Es una de las primeras cosas que se aprende en las escuelas de enfermería.
En ninguna parte del historial de Arne o del sistema médico había quedado registrado que se le tuviese que administrar morfina, pero, aun así, un anestesiólogo probó a darle un revulsivo después de ver sus pupilas. De inmediato sucedió lo que sucede cuando el cuerpo reacciona repentinamente a una combinación química adecuada: la presión arterial aumentó, así como la frecuencia cardiaca. Parecía que Arne sentía cierto alivio al respirar. Y también se reflejó en las pupilas: aumentaron de tamaño y comenzaron a reaccionar a la luz. Se le hizo una prueba de orina. Mostró que no solo había opioides procedentes de la morfina, sino también trazas de benzodiacepinas, lo que podría indicar que Arne también había recibido Stesolid.
Los médicos se asombraron, tuvieron que revisar varias veces su historia clínica y el registro electrónico de medicación para estar absolutamente seguros de que no habían pasado nada por alto. Pero no, no se habían prescrito, anotado ni mencionado la morfina, el Stesolid ni ningún otro medicamento que contuviera opioides o benzodiacepinas. Los médicos de la Unidad de Cuidados Intensivos intentaron aclarar después qué podría haber sucedido. La primera explicación que buscaron fue si el personal de la M130 había administrado a Arne el medicamento que el otro paciente en su habitación debería haber tomado. Esto podría explicar por qué Arne fue «visto con vida unos quince minutos antes de que se hallara al paciente en paro cardiaco», como se indica en sus informes. Pero, como agregó un médico en la historia de Arne a las 13:30 h:
«Se contacta con el personal de enfermería de la sección, que explica que el paciente vecino no está recibiendo ningún medicamento». Dos horas y media después, el misterio seguía sin resolverse: «No se puede descartar que el paciente haya tomado o se le haya administrado una medicación incorrecta. En cualquier caso, no hay explicación para los opioides y benzodiacepinas que se encuentran en la prueba de drogas de la orina del paciente», escribió un nuevo médico que ahora se había hecho cargo de aclarar este asunto.
El paro cardiaco de Arne lo había dejado en coma. Su cerebro se había dañado porque había pasado demasiado tiempo sin recibir oxígeno y, después de un tac y algunas pruebas más, no había duda: Arne nunca se recuperaría. El hospital se puso en contacto con su hermano Kenny, quien se encargaría de contarle al resto de la familia que los médicos no podían hacer nada más. Y esa noche, él y el resto de familiares se reunieron en la Unidad de Cuidados Intensivos.
«Se les informa de que las lesiones del paciente son tan extensas que presenta fallo orgánico múltiple y de que la continuación del tratamiento es inútil. La familia dice que el paciente llevaba mucho tiempo sin ganas de vivir y que ahora todos desean que tenga paz.
Están de acuerdo en que detengamos el tratamiento activo y solo apliquemos cuidados paliativos», resumió un médico jefe a las 21:00 h en el historial de Arne, después de haber hablado con Kenny y los demás.
Esa noche, la familia estaba reunida alrededor de Arne cuando los médicos desconectaron las máquinas que lo mantenían con vida. Estaban Kenny, Vagn y también dos de las sobrinas de Arne. Y vieron que el paciente dejaba de respirar cuando se apagaron los dispositivos.
El domingo 4 de marzo de 2012 a las 21:30 h Arne Herskov fue declarado muerto en el Hospital Nykøbing Falster.
*
La policía no encontró respuestas a la pregunta de cómo habían llegado la morfina y el Stesolid a las venas de Arne.
Un total de siete trabajadores del hospital fueron interrogados en la investigación del caso, la mayoría de ellos al día siguiente de su paro cardiaco, cuando dos oficiales de policía cursaron una nueva visita a la M130 y fueron conducidos a una sala de reuniones. Allí dedicaron un par de horas a interrogar a los testigos. Entre ellos se encontraban dos médicos y el enfermero Peter, que estaba en la Sala de Personal de la M130 cuando sonó la alarma de paro cardiaco. Y también Christina, que fue la persona que la accionó.
Los oficiales señalaron en el informe del interrogatorio de Christina:
«La interrogada explicó que el domingo por la mañana recorrió las habitaciones y halló que la puerta del ahora fallecido estaba cerrada.
Abrió la puerta de la habitación compartida, y el compañero de cuarto del ahora fallecido declaró: “Duerme mucho hoy”. La interrogada explicó que se dirigió al ahora fallecido y que lo encontró boca arriba en la cama y sin respiración».
En las anotaciones de los oficiales, también recogieron que Christina había sido «líder de grupo» durante el fin de semana, y eso, según la enfermera, significaba que tenía que aprobar todos los medicamentos administrados en las habitaciones. A Arne le habían dado medicamentos para el hígado y vitaminas mientras estaba hospitalizado en la M130.
Eso fue todo, explicó Christina.
«La interrogada explicó que el ahora fallecido no había recibido en la sección ninguno de los medicamentos que habían aparecido en el análisis de orina. En caso contrario, ella lo habría sabido», informó el agente a partir del interrogatorio de la enfermera, que se completó en veinte minutos.
Ninguno de los compañeros ni tan siquiera insinuó ante la policía que consideraban a Christina sospechosa. Ni Ida ni Nina, que decidieron que no les hablarían a los oficiales del recuento del Registro de defunciones ni de las sospechas sobre su compañera.
Los trabajadores de la sección no volvieron a saber nada de la policía. Tras una breve investigación, las autoridades optaron por cerrar el caso de la muerte de Arne, a pesar de que la autopsia confirmó lo que los médicos creyeron descubrir, es decir, que había morfina y Stesolid en el torrente sanguíneo de Arne, lo que no concordaba con su historial médico.
Para tratar de encontrar una respuesta a ese misterio, el hospital puso en marcha una investigación interna que determinó que Arne debió de haber conseguido las drogas en la sección y que habría tomado una sobredosis voluntariamente. La resolución fue entregada a los familiares de Arne, que nunca creyeron la versión oficial. Simplemente las cosas no cuadraban.
Arne siempre había sido un feroz enemigo de las drogas.
El Hospital Nykøbing Falster, el más pequeño de la región de Selandia, está ubicado en un rincón del mapa danés donde estadísticamente la gente enferma más que el promedio.
Los médicos que han trabajado en otros lugares cuentan que esa fue una de las primeras cosas que notaron cuando entraron a trabajar en el hospital provincial: en Nykøbing Falster, se encuentran con muchos pacientes con más de un diagnóstico. Muchos socialmente desfavorecidos y que luchan con una extensa serie de problemas aparte de los que se pueden tratar en una cama de hospital. Muchos que han acabado siendo un ejemplo patente de lo que sucede cuando esperas demasiado para ir al médico con tus dolencias. En esta zona, los pacientes generalmente son «más pesados», como dicen en el hospital situado más al sur del país. Estos pacientes son los que más abundan en Lolland.
Es en el llano paisaje de la cuarta isla más grande de Dinamarca donde están a la venta los metros cuadrados más baratos del país. En los últimos años, esto ha contribuido a que Lolland se convierta en una especie de fin de trayecto sureño para muchas de las personas que no pueden permitirse vivir en otro lugar. Según una serie de historias aparecidas en los medios de comunicación, los municipios en torno a Copenhague han ayudado mucho a esa evolución. Se ha descubierto que se ha estado utilizando Lolland como el destino al que señalan sus asistentes sociales cuando un usuario dice que ya no puede pagar el alquiler. De este modo, la isla ha terminado como un lugar al que los municipios más ricos «deportan» a familias vulnerables, como lo expresó un frustrado concejal liberal cuando él y sus colegas del ayuntamiento de Nakskov descubrieron hace unos años lo que estaban haciendo los municipios capitalinos.
Desde la década de 1990, un número inusualmente alto de receptores de ayuda social y desempleados ha cruzado los puentes, mientras que los jóvenes y las familias de más recursos han huido en tropel por el otro carril. Como resultado, Lolland tiene hoy el récord de Dinamarca tanto en subastas judiciales como en desempleo juvenil, y tiene la mayor proporción de beneficiarios de prestaciones en efectivo. En cuanto a hábitos de vida poco saludables, el territorio insular también encabeza las estadísticas en las que nadie quiere ser el líder. Las cifras más recientes son de 2017, cuando la Junta Nacional de Salud publicó su extenso informe sobre salud, enfermedades y bienestar de los daneses. Una vez más, Lolland era castigada con fuerza por una serie de tristes cifras. Según el informe, es en Lolland donde vive la mayor proporción de personas que no cumplen con las recomendaciones mínimas de actividad física. Allí vive una mayoría que nunca o muy rara vez tiene contacto con sus amistades. Lolland tiene el porcentaje más alto de obesidad grave. Una mayoría son fumadores. Sin olvidar a los que padecen diabetes, dolores de espalda o lumbares o alguna enfermedad de larga duración. En todas las categorías Lolland está entre los tres primeros puestos.
En el ayuntamiento, empiezan a estar hartos de que, al parecer, la región insular sea conocida solo por los problemas. Lo mismo que sucede en el municipio de Guldborgsund, donde vive casi la mitad de los pacientes del Hospital Nykøbing Falster. En el centro hospitalario, se tiene la misma sensación.
Si se escribe a la gerencia y se solicita que señalen historias de las que estén orgullosos, un jefe de la secretaría responde con los siguientes seis puntos: un «nuevo y hermoso edificio» inaugurado recientemente, un «Servicio de Urgencias que funciona bien» y el hecho de que el hospital está «bien situado en varios parámetros» relacionados con las llamadas «bases de datos de calidad clínica». El Departamento de Pediatría es elogiado por los pacientes. Y los últimos dos puntos de su lista: recientemente, «han tenido estudiantes de doctorado en el hospital», y los médicos jóvenes y estudiantes de la Universidad de Copenhague generalmente ofrecen «muy buenas evaluaciones educativas».
Los mil cuatrocientos trabajadores también pueden estar orgullosos de que su lugar de trabajo en las afueras de Nykøbing Falster destaque repetidamente como una auténtica piedra angular de la comunidad local. Un total de ciento cincuenta mil personas tienen el hospital de Falster como el lugar al que acudir cuando se ponen enfermos. Y si el hospital no hubiera estado ahí con sus doscientas setenta camas, la alternativa quedaría muy lejos. De hecho, no hay ningún otro hospital en la región de Selandia al que le corresponda atender a pacientes de un área geográfica tan grande como la del hospital más pequeño de la región.
Pero con independencia de lo bien que cada día desempeñen su trabajo los médicos, las enfermeras y todos los demás trabajadores del Hospital Nykøbing Falster, parece que lo que la gente recuerda son las noticias negativas. El hospital ha sido elegido varias veces como uno de los lugares del país donde mueren más pacientes en comparación con las expectativas de vida. En 2010 el periódico B. T. le otorgó al Hospital Nykøbing Falster el segundo lugar en su lista de «hospitales daneses en los que más peligra la vida». Dos años más tarde, EkstraBladet nombró al hospital de Falster «el peor de Dinamarca». Y también se recuerdan, por ejemplo, las noticias de 2016 de que la región tuvo que detener las operaciones en el Departamento de Cirugía Gastrointestinal del hospital porque se cometieron demasiadas negligencias; esto, precisamente, no le daba prestigio ni las noticias que obligaron al director del hospital a comparecer ante los medios de comunicación y asegurar que los pacientes podían ingresar en el Hospital Nykøbing Falster con toda tranquilidad. Más tarde han sido ya demasiadas las veces en que algo así ha resultado necesario. Y con cada una de ellas, el prestigio del pequeño hospital sigue sufriendo.
El hospital también se enfrenta a problemas de contratación. La escuela de enfermería se sitúa en el otro extremo de la ciudad; actúa como un imán humano y cada año es capaz de ofrecer una nueva promoción de licenciados procedentes, sobre todo, del entorno local. Pero, cuando se trata de médicos, la situación es más difícil.
Para los recién titulados, el Hospital Nykøbing Falster está entre los menos populares de la región de Selandia a la hora del sorteo para hacer las prácticas obligatorias antes de poder entrar en el mercado laboral. Cuando finalmente están preparados para un trabajo fijo, también son muy pocos los nuevos médicos que miran hacia el sur. Por eso el Hospital Nykøbing Falster a menudo tiene que solicitar sustitutos o contratar médicos extranjeros para poder cubrir las guardias. Justamente en este problema se hizo hincapié al explicar el informe de 2016 sobre los errores en el Departamento de Cirugía del hospital.
Que sea de toda la región el hospital que tiene menos especialidades hace aún menos atractivo al Nykøbing Falster. El personal lo tiene bien presente en cada una de las múltiples ocasiones en las que tienen que derivar pacientes a otros hospitales en cuanto surge alguna complicación, salvo que tengan alguna dolencia cardiaca: uno de los cardiólogos más destacados del país trabaja actualmente en el Hospital Nykøbing Falster. Su nombre es Peer Grande. Hace unos años, el hospital logró secuestrarlo a él y a otros nombres prominentes del Rigshospital de Copenhague. Fue todo un éxito para la región de Selandia, aunque parte de esta historia es que los cardiólogos solo consideraron hacer el viaje al sur después de que el Rigshospital los despidiese y denunciara a la policía por un caso de robo y malversación de los fondos de investigación. Tiempo después, Peer Grande fue declarado culpable de haber gastado más de dos millones de coronas, que deberían haberse destinado a investigar, para pagar, entre otras cosas, viajes privados, relojes Rolex y encuentros en restaurantes.
En los últimos años, el Hospital Nykøbing Falster ha lanzado varias iniciativas para lograr que haya más médicos que consideren su centro como un posible lugar de trabajo. Se han organizado autobuses regulares, los cuales por solo cincuenta coronas trasladan a los profesionales desde Copenhague hasta el hospital provincial bajo el lema «Ven al trabajo durmiendo». Se ha abierto un hotel para aquellos trabajadores que prefieran quedarse algunas noches y la Dirección incluso ha conseguido dinero para que la cafetería permanezca abierta de madrugada. Pero, a pesar de que las ofertas de trabajo siempre mencionan sus «vistas al pintoresco estrecho de Guldborg»; pese a que la página web de la campaña komsydpaa.dk intenta atraer con el hecho de que los pacientes, debido a una «base demográfica singular», tienen «múltiples diagnósticos y problemas complejos que no son tan comunes en otras partes del país»; y aunque el complejo hospitalario declara que desempeña un «papel especialmente importante» para los ciudadanos de este particular rincón del país, porque «la distancia a otras opciones de tratamiento es bastante complicada», todavía no se ha logrado superar los problemas de las contrataciones. Problemas que ya existían también, por cierto, cuando se contrató a la joven enfermera Christina Aistrup Hansen en 2009. Incluso cuando aún no había leído su trabajo de fin de carrera, Christina estaba ya vinculada a la unidad M130, y no pasó mucho tiempo antes de que su jefe le prometiera que habría un puesto listo para ella el día que pudiera presentar su título. Así pues, obtuvo su primer trabajo de enfermera en el Hospital Nykøbing Falster ese verano, cuando se graduó a los veinticuatro años.
El lugar era completamente diferente a lo que había vivido en los otros hospitales en los que había hecho prácticas. La escasez de personal en este lugar al sur se notaba sobre manera. También en la M130, en donde eso suponía adquirir rápidamente mayores responsabilidades y tener más posibilidades aun siendo una enfermera recién graduada. Christina era una recién llegada. Había estudiado en la Escuela de Enfermería de Herlev y había hecho las prácticas en el hospital de esta ciudad. En comparación con él, el Nykøbing Falster parecía pequeñísimo, y no solo porque bastan unos doce minutos para recorrer todo el complejo. Christina también tuvo que acostumbrarse a que todo fuera tan pequeñito que aparentemente todos se conocían.
Cuando cogía el ascensor del edificio más alto del país, el Hospital de Herlev, normalmente viajaba en una cabina con caras que no había visto antes. Eso nunca ocurría en los ascensores del Hospital Nykøbing Falster.
Christina pronto hizo un puñado de buenos amigos en la M130. Y también enseguida se sintió muy satisfecha con su trabajo. Su jefe la apreciaba y se elogiaba su profesionalidad. También por parte de los médicos, que se fijaron en la enfermera morena que era conocida en el hospital por su ambición y compromiso con su trabajo. Pero Christina también se dio a conocer por ser una persona polémica. Después de un par de años en la M130, empezó a llamar la atención. Varias de las enfermeras más jóvenes de la unidad comenzaron a comentar que no les agradaba. De repente algunos ya no querían trabajar con Christina porque les hacía sentir muy incómodos, según le dijeron a su jefe.
Había «algo» en ella, explicaban.
Cuando llevaba trabajando en la M130 algo más de tres años, Christina decidió comenzar de nuevo. Bajó a las oficinas y solicitó un puesto en el Servicio de Urgencias. Allí consiguió el trabajo en el que siempre había pensado que podía ser realmente buena. Y así fue. De nuevo fue digna de elogio por parte de los médicos, que querían trabajar con la enfermera. Hasta que la cosa se volvió a torcer.
*
En el Hospital Nykøbing Falster las urgencias estaban ubicadas en la planta baja, formaban una sección alargada que se prolongaba hacia las puertas corredizas por donde entraban los equipos de emergencias llevando las camillas con los pacientes nuevos.
Las urgencias eran conocidas como las más largas del país. Su columna vertebral era un larguísimo pasillo, recto, recubierto de linóleo con anchas puertas a ambos lados. Si se fuera de un extremo al otro, se atravesarían tres secciones, denominadas Urgencias 1, Urgencias 2 y Urgencias 3. Tres secciones que no estaban separadas por puertas y cuyas habitaciones estaban todas agrupadas junto al ancho pasillo alumbrado con fluorescentes en el techo. Cerca de cien trabajadores hacían su recorrido a diario en este pasillo. Lleno de batas blancas, camas e instrumental, parecía no tener fin, porque realmente no se podía ver dónde terminaba el pasillo. Primero estaba Urgencias 1. Allí se recibía a los pacientes, se cosían dedos, se escayolaban piernas y se limpiaban las heridas en las habitaciones próximas a la sala de espera. En Urgencias 1 estaba la sala de primeros auxilios, y también era allí donde las puertas corredizas de vidrio esmerilado se abrían para las ambulancias y adonde llegaban los casos más graves: las víctimas de tráfico, los pacientes cardiacos, los enfermos con coágulos de sangre, los pulmones de fumador y todo lo que pudiera arrastrar a las personas a una situación de emergencia.
En Urgencias 1, se recibía a los pacientes recién llegados en la sala de triaje donde se les asignaba un color dependiendo de la gravedad de su estado. Una enfermera formada para evaluar rápidamente el estado de los enfermos era la responsable de la tarea: el color rojo indicaba una reanimación, que su vida corría peligro y que necesitaba atención médica de forma inmediata; el naranja, una emergencia menor; el amarillo, una urgencia, y el verde, una urgencia menor. Una vez anotado el color en el historial médico, el paciente era trasladado (a menos que se tratara de un caso crítico que fuera directamente a la Unidad de Cuidados Intensivos) a las habitaciones de Urgencias 2 o Urgencias 3.
Las dos salas tenían, cada una, dieciséis camas. En un día, los celadores podían entrar a la carrera con entre cincuenta y ochenta pacientes nuevos que había que ingresar en alguna habitación.
Evidentemente, si se podía hacer, era porque los pacientes solo estaban ingresados en urgencias por un breve período antes de ser enviados a otras unidades del hospital. Como mucho podían estar en una cama de urgencias durante cuarenta y ocho horas; pasado ese plazo tenían que ser trasladados o dados de alta. Esa era la norma. En el Servicio de Urgencias, solo podía trabajar quien pudiera soportar caras nuevas constantemente. Pero justo eso era lo que atraía a un grupo especial de enfermeras y médicos al pasillo más ajetreado del hospital. Ese corredor al que llamaban de «sentido único» porque los pacientes nunca se quedaban aquí, siempre salían en ambulancias y luego, tras recorrer la unidad, eran trasladados a otra sección del hospital. Allí había movimiento. Allí había que estabilizar y gestionar con rapidez a los pacientes. Y también estaba el trabajo detectivesco, que era la esencia para los médicos y enfermeros de Urgencias 2 y Urgencias 3, donde, sobre todo, tenían que intentar averiguar qué le pasaba al paciente al que acababan de ingresar.
Al médico jefe, Niels Lundén, le encantaba recorrer las habitaciones y vencer lo que él mismo llamaba la «necesidad de diagnóstico». Era uno de los médicos que se había resignado a que el título de «Médico de Urgencias» no fuera uno de los más prestigiosos que se podían elegir.
Pero para Niels su objetivo nunca fue hacer la ronda en las unidades más prestigiosas. Por el contrario, siempre se había sentido atraído por lo que sucedía en la planta baja, con las ambulancias aparcadas en la calle; precisamente, por ese trabajo detectivesco y por la adrenalina. Situaciones que de repente podían irse de las manos, por lo que había que pensar rápido y demostrar que realmente poseía el ingenio de la profesionalidad. Sabía muy bien que para los demás podía resultar morboso, pero Niels se sentía «afortunado» por tener un trabajo en el que se le permitiera dedicar la mayor parte de su tiempo a los pacientes que se encontraban en una situación más comprometida, a los que llamaban «rojos» y «naranjas». Los días en que había muchos ingresos eran los mejores. En esos momentos, Niels tenía la sensación de que realmente él podía marcar la diferencia. Igual que cuando sonaban las alarmas de paro cardiaco. Si por él fuera, podían saltar cuantas fueran cuando estaba de servicio.