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Kendal creía en el amor y la fidelidad. Aunque adoraba a su marido y a su hijo, no por eso dejaba de gustarle su trabajo. Jarrad creía que ambas cosas eran incompatibles. Contaba con que Kendal se dedicara a ser exclusivamente esposa y madre mientras él perseguía el éxito en los negocios... y a otras mujeres. Jarrad estaba resuelto a no confesar su infidelidad, y Kendal no pensaba vivir con él en medio de la sospecha, así que su matrimonio parecía acabado, hasta que sucedió lo impensable. ¡Su bebé fue secuestrado! Obligada a recurrir al apoyo de Jarrad, Kendal comprendió que ni su profesión ni su dignidad significaban nada sin el hombre al que amaba y el hijo de ambos.
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Seitenzahl: 212
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1997 Elizabeth Power
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La Esposa rebelde, n.º 1162 - octubre 2019
Título original: The Disobedient Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-658-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Y AHORA vamos a aclarar esto!
Jarrad se apartó de la ventana. El enojo brillaba en su mirada y desplazaba ya la sorpresa de sus bellos y enérgicos rasgos. Un rostro del que Kendal se había enamorado perdidamente ya casi hacía tres años. Solo que habían pasado muchas cosas, se dijo a sí misma con amargura, e irguió la cabeza para afrontarlo, mostrando unas facciones delicadas y vulnerables.
–Te marchas de mi vida hace casi un año. Desapareces durante seis meses, sin dejar ni rastro, sin que yo pudiera saber dónde demonios te habías metido ni qué estabas haciendo, y luego te dejas caer por aquí tan tranquila para decir que te vuelves a ir, esta vez del país, ¡y que te llevas a mi hijo! Muy bien, Kendal, lo siento mucho, pero la respuesta es no. ¡Un no definitivo y categórico!
La tensión se apoderó de las entrañas de Kendal mientras se volvía hacia la ventana para contemplar, siete pisos más abajo, el tráfico de aquella soleada mañana de junio.
Al otro lado de las prácticas y eficaces ventanas dobles, la ciudad de Londres se afanaba en su diario bullicio. El hombre que permanecía vuelto de espaldas también era práctico y eficaz. Era el hombre a quien pertenecía, no solamente la Third Millennium Systems International, una de las principales empresas de software para ordenadores, sino el edificio en el que esta tenía su sede y ambos se encontraban ahora. El mismo hombre que hasta hacía un año había creído ser también el propietario de Kendal Mitchell. Y ella seguía sin fuerzas para negarse a llevar su apellido. Propietario de ella. y del hijo de ambos, Matthew.
–Me parece que se te olvida algo, Jarrad. Lo creas o no, Matthew es hijo de los dos –dijo Kendal, con voz calmada, que ocultaba los nervios que se apoderaban de ella con solo tener que enfrentarse a Jarrad. Las oscuras facciones de él, siempre severas, resultaron poco menos que amedrantadoras cuando se volvió a mirarla. La firme y elevada frente, bajo el cabello negro, y la aristocrática nariz se habían impregnado de la determinación férrea que parecía transmitir su mandíbula.
–Me alegro de que me lo recuerdes –aquella voz profunda y rica en tonos, que una vez sometiese a Kendal mediante el poder de su seducción, en esa ocasión solo albergaba sarcasmo–. Me había dado la impresión de que pensabas que yo no tenía siquiera derecho a ver a Matthew, por no hablar de tener algo que decir sobre su futuro. ¿Qué has estado haciendo durante todo este tiempo? ¿Dónde demonios has estado? –preguntó, dando la vuelta a su mesa de despacho, y yendo a apoyarse en el borde, frente a Kendal.
Sin apenas atreverse a respirar para que no se produjera ningún roce accidental con el cuerpo de Jarrad, Kendal rehusó echarse hacia atrás en su asiento, tal y como su instinto le pedía a gritos que hiciese.
–Necesitaba un respiro; tenía que marcharme –y, para sí: «¡Maldita sea! ¿Por qué le dejas que te exija justificaciones?»–. Me marché a Escocia.
–¿A trabajar?
–No.
Jarrad elevó una de sus espesas cejas en un gesto de escepticismo casi burlón.
–¿De modo que el mundo de la decoración se las ha tenido que apañar sin ti una temporada?
Kendal no respondió: de sobra sabía lo que él pensaba acerca de su trabajo. ¿No había sido ese su principal caballo de batalla?
–¿Y por qué Escocia? –preguntó él.
Con fingida indiferencia, a pesar de sentirse como una colegiala en el despacho del director, Kendal se encogió de hombros.
–¿Y por qué no?
–¡Responde a mi pregunta!
Kendal perdió unos instantes la capacidad de respirar. ¿Qué podía decir?: «¿Porque, si llegabas a enterarte de dónde estaba, no me habrías dejado tranquila?» «¿Porque de sobra sabes que, si hubieras insistido, yo habría regresado, incapaz de resistirme?» Esa era su única razón para aceptar la oferta que le habían hecho de trabajar en los Estados Unidos: alejarse de él, ante el temor de sucumbir ante su demoledor atractivo sexual.
La nota imperiosa que había en la voz de Jarrad la apremió a responder:
–Era el sitio más alejado de Londres que se me ocurrió en el que poder estar sola durante un tiempo, y en el que poder pensar.
–Y ahora que ya has pensado, has decidido que quieres emplear tu gran talento donde se encuentran las oportunidades y hacerte un nombre en el Nuevo Mundo, sin renunciar a Matthew, ¿no es eso, cariño?
Bajo la sonrisa de Jarrad no había otra cosa más que pura y apenas disimulada amenaza.
–No, yo… –oyéndolo, cualquiera diría que lo único que contaba para ella era el dinero.
–Vamos, no seas modesta, querida. Si mal no recuerdo, los clientes hacían cola para que los atendieras. Creo recordar que te pasabas el día entero al teléfono.
–Yo no diría tanto –pronunció ella en su defensa y en defensa del modesto negocio que había estado intentando levantar a lo largo de las largas y dolorosas últimas semanas de su matrimonio–. Y no se trata solamente del dinero –sintió la necesidad de añadir–. Si me hubiese hecho falta dinero, podría haber acudido a ti.
–Sí –dijo él, y su amplio pecho se expandió bajo la inmaculada camisa. Kendal dedujo que el suspiro de su esposo era una audible señal de su reproche, ya que él sabía de sobra que eso era la última cosa en el mundo que ella hubiera hecho–. Pero hay algo más, ¿no es así, Kendal? Está también tu obstinación por ser independiente, por llegar a la cima a toda costa.
–No es a toda costa. Y de todas formas, ¿qué pasa porque yo tenga ambiciones? –Kendal podía percibir de nuevo cómo las viejas discusiones volvían a aflorar–. ¿Es que no las tienes tú?
–Eso es diferente.
–¿Por qué? ¿Porque yo era esposa y madre?
–¡Que yo sepa, todavía lo eres! –replicó él enojado.
–Supongo que eso significa que mi sitio está en la cocina, y en tu cama.
–¿Y eso qué tiene de malo? ¡Por lo menos, la mitad del tiempo!
–Deja que me ría –fue cuanto le pudo responder, para no echarle en cara que ella siempre había estado ahí, que siempre había sido suya, en cuerpo y alma, y que habría seguido perdidamente enamorada de él aun sin el éxtasis devastador al que Jarrad solía transportarla. Suya siempre, hasta que hizo su aparición Lauren.
Por un instante, notó los ojos de Jarrad, como si fueran dos pequeños rayos láser que atravesaran la fina capa de su compostura. Se le había soltado un mechón del pelo, tan cuidadosamente trenzado. Se apresuró a llevar el mechón rebelde tras la oreja, con dedos trémulos, sin dejar de notar aquella fiera mirada que seguía cada uno de sus movimientos, al tiempo que las altivas aletas nasales se dilataban, como buscando y reconociendo su perfume.
Una breve sonrisa curvó la boca de Jarrad con devastadora sensualidad, mientras que a ella se le ponían los nervios de punta al recordar lo a menudo que esa expresión había precedido a noches de éxtasis sin fin entre sus brazos.
–Te presentas aquí, con el aspecto de una modelo, empapada de ese perfume de Givenchy, vestida con el color que siempre te he dicho que es el que mejor te sienta. ¿Qué es lo que pretendes, querida? –la sonrisa había desaparecido–. ¿Ablandarme? ¿Recordarme lo que me he estado perdiendo todos estos meses y conseguir que acceda a tu absurda y, si se me permite decirlo, típicamente egoísta petición tuya?
Luego no iba a dejar que Matthew se fuera con ella.
Kendal alzó la cabeza con desafío:
–¿Es que ha tenido alguien alguna vez el poder de ablandarte, Jarrad?
El hombre hundió las manos en los bolsillos. Aquello condujo a regañadientes la mirada de ella hacia su firme abdomen, y la dureza de sus muslos, perceptible a través de los pantalones del carísimo traje que vestía.
–Tú deberías saberlo –dijo él y, por un instante hubo algo apremiante y opaco, que ensombreció el habitual brillo vivaz de su mirada–. Aunque yo no hablaría precisamente de «ablandar» para describir mi respuesta a tus estímulos.
El corazón de Kendal cobró un ritmo enloquecido al tiempo que el color cubría la palidez de sus mejillas.
–Tenías que decir algo de ese estilo, ¿verdad? –le recriminó, poniendo una prudente distancia entre su poderosa masculinidad y ella.
–¿Y por qué no? –preguntó con despiadado tono burlón–. Creo que era lo único que funcionaba entre nosotros.
–¡No, te equivocas! –Kendal quería olvidar, negarse, por lo menos a sí misma, que siempre había gozado cuando aquel hombre le hacía el amor–. Lo único que compartimos es Matthew.
–Ah, sí… Matthew –Jarrad se enderezó y se apartó de la mesa. Le sacaba a Kendal como media cabeza. Su complexión atlética y su convincente apostura nunca le habían fallado a la hora de dejarla sin aliento, y no le fallaron tampoco en aquella ocasión. Por un momento, Kendal se quedó indefensa.
–Tienes que dejarme marchar.
–¿Por qué?
El peligro se reflejaba en aquella fría y escrutadora mirada; el pánico se traslució tras los ojos de la rara tonalidad verde de Kendal.
–No te lo estoy impidiendo.
–Sabes a lo que me refiero –Kendal se dio cuenta de que estaba a punto de suplicarle–. Me refiero a Matthew. Tienes que dejar que me lo lleve.
–¡No! –la genuina violencia de aquella respuesta la hizo encogerse–. No tengo que hacer nada –le recordó, con una cruel suavidad que intimidaba.
–¿Entonces tendré que dejar pasar la oportunidad del contrato que me ofrecen solo porque tú quieres salirte con la tuya?
Kendal lo miró mientras él volvía al escritorio y se sentaba, como si estuviesen discutiendo sobre un tema banal.
–Yo no diría que desear que mi hijo permanezca donde yo pueda participar directamente en su crianza sea querer salirme con la mía –dijo, jugando con la estilográfica de oro que siempre utilizaba, la que ella le regalase dos años atrás, cuando cumplió los treinta y dos–. Puedes marcharte sin él.
Ella contuvo el aliento.
–Sabes que no haré tal cosa –dijo, acercándose al escritorio.
–Lo sé.
Por increíble que pudiera parecer, Jarrad había agachado su oscura cabeza, en ademán de estar concentrado, y se había puesto a escribir. Kendal se dijo que debía de tratarse, probablemente, de alguna nota para su secretaria. Aquello la hizo sentirse rebasada por la frustración, hasta el punto de que, sin poderse controlar, le arrebató a Jarrad el papel, lo arrugó y se lo arrojó a la cara.
–¡Salvaje!
Kendal gimió cuando él la agarró por la muñeca y, retorciéndosela, la obligó a acercarse a él, por encima de la mesa.
–Sí, pero eso ya lo sabíamos los dos ¿no? ¡Seguramente fue esa la razón por la que te casaste conmigo!
A pesar de las sensaciones turbulentas que la invadían, al contacto de aquellos duros dedos con los que la humillaba, Kendal se echó a reir.
–¡Ah, claro! ¡La crueldad y la brutalidad me fascinan! ¿No te estarás equivocando con la razón por la que me fui?
Kendal intentó liberar su mano, pero solo consiguió que se le soltase el pasador del pelo, dejando que un mar de ondas rojizas se le derramase sobre los hombros.
–Estupendo, así es como me gustas –gruñó él con fría aprobación–: Despeinada, alterada, y desprovista de todos esos aires que te das! Quizás ahora no te importe recordarme por qué me dejaste, Kendal. Y no trates de engañarte: contigo no he sido otra cosa más que tierno… salvo cuando tú deseabas que me comportase de otra manera.
Necesitó de todas sus fuerzas, pero por fin consiguió soltarse. Toda la femineidad de su ser vibraba al recordar hasta qué punto podía ser tierno ese hombre.
–¿Ser prisionera tuya y víctima de tu infidelidad no te parece suficiente? ¡Tú pretendías que tu mujercita se quedara en casa mientras tú tenías fuera tu aventura con Lauren Westgate! Solo que no fue tan discreta como tú deseabas, ¿verdad? Ralph lo descubrió, y por eso tuvo que marcharse. ¡Por eso lo despediste!
La amplia silla del escritorio crujió bajo el peso de Jarrad cuando este se echó hacia atrás.
–Mi relación con Lauren no tuvo nada que ver con que tu cuñado dejase la empresa –dijo, con una mueca en los labios.
–¡Narices! –exclamó con dolor en la sombría mirada. Había sido como añadir la injuria a la ofensa, cuando Jarrad echó de la empresa al esposo de su hermana. El amable y tranquilo Ralph, al que tanto le costó ceder a sus demandas de que le confirmasen lo que ella ya venía sospechando que ocurría entre Jarrad y su encantadora directora de ventas. Y la injuria se había convertido en una herida abierta, que nunca había empezado a curarse, y cuyas cicatrices nunca desaparecerían, al convertirse ella en testigo de los desastres que la acción de Jarrad acarreó al matrimonio de su hermana, que perdió el bebé que estaba esperando. Después, les llegaron los problemas económicos, Ralph acabó perdiendo su propia estima, y su matrimonio acabó por irse a pique.
–Y, como Kendal Mitchell ya se ha formado una opinión, nada de cuanto le pudiera yo decir la haría cambiar de idea, ¿no es así? –dijo Jarrad con rudeza
«¡Inténtalo! ¡Dame alguna prueba de que nunca hubo nada entre Lauren y tú!», deseaba gritarle su corazón todavía enamorado, a pesar de que él nunca se había esforzado por aportar prueba alguna. Ni siquiera lo hizo cuando la estuvo acosando los primeros seis meses después de que se marchase, exigiéndole que volviese, por el bien de Matthew. Si bien Jarrad no había dicho explícitamente que fuera por el bien de su hijo, sabía de sobra que esa era la única razón por la cual se lo había pedido.
–¡Llevas razón! Nada puede ni podrá hacerme cambiar de opinión –le espetó. Luego se dio la vuelta para alejarse de allí antes de que las lágrimas de frustración que sentía aflorar a sus ojos la humillasen delante de él.
–¡Kendal!
El tono imperioso de su voz la hizo volver la cabeza por encima del hombro.
–Lo digo en serio. Si aceptas ese trabajo en Estados Unidos, márchate sola.
–¿Y si no lo hago así? –preguntó ella desafiante.
–Pleitearé por su custodia.
Kendal se mordió el labio inferior.
–No serías tan insensible –murmuró.
–Ponme a prueba y verás.
–No te la darían.
–¿Por qué no? –la boca se torció a un lado en gesto duro y cruel–. Un esposo carcelero e infiel –dijo usando las mismas palabras con que Kendal lo había definido– no tiene por qué ser mal padre según las leyes inglesas.
Tenía razón. Emplearía todas sus fuerzas e influencias para salirse con la suya. Ella sabía por experiencia que Jarrad Mitchell siempre conseguía lo que quería.
–¡Piérdete! –exclamó ella, dándose la vuelta mientras combatía interiormente con el brote de pánico.
–No, querida. Eso es prerrogativa tuya –oyó que decía burlona la voz de Jarrad tras ella–. Pero, ¿no te olvidas de darme algo?
Kendal se detuvo sobre sus pasos y se volvió hacia él con el ceño fruncido.
–Las señas de tu lugar de residencia –completó, desprovisto de emoción. Después dudó, para acabar añadiendo–. A menos, claro está, que prefieras dárselas a mi abogado.
¡Iba en serio!
Al verlo ponerse en pie, el deseo de Kendal habría sido clavarle en su arrogante rostro sus uñas perfectamente lacadas. Él, por supuesto, había acertado al decir que ella pretendía conmoverlo, pero eso solo revelaba su propia ingenuidad. Lo único que Jarrad Mitchell ejercía era control.
«Pues muy bien», pensó ella mientras buscaba en su pequeño bolso verde una pequeña libreta. «¡Muy bien: Voy a aceptar tu desafío y esta vez voy a ganar yo!». Aun así, aquel estado de ánimo encerraba serias dudas y no poco temor. Arrancó una hoja de la libreta y la arrojó en dirección a su esposo sin ser consciente de la fría diversión de este al contemplar cómo la hoja volaba hasta debajo del escritorio, impulsada por la súbita corriente que Kendal produjo al salir del despacho.
–¿Entonces, qué te ha dicho? –preguntó, enormemente interesada, Chrissie Langdon a su hermana mientras la observaba dar unos sorbos del té que le había preparado.
–No te lo creerías.
Kendal le llevaba cinco años a su hermana Chrissie, y no solía volcar sus problemas sobre ella, en especial desde que haría cosa de un año Chrissie había empezado a tener bastante con sus propias preocupaciones.
–Claro que sí. Créeme: tratándose de Jarrad Mitchell, sí –dijo Chrissie, haciendo un gesto más que expresivo con sus grandes ojos marrones, que resaltaban más en una cara pequeña como la suya y con su pelo corto y castaño. Luego echó un vistazo a Matthew, su sobrino de año y medio, al que había estado cuidando esa mañana, y que acababa de descubrir que tirar un libro hasta el otro extremo de la alfombra era más divertido que pasar las páginas–. Venga, cuéntame.
–Va a solicitar la custodia de Matthew.
–¿Qué? ¿En caso de que te marches, o de todas formas? –al oírla, Kendal gimió al darse cuenta de que la cosa aún podía ser peor de lo que ella creía.
–Creo que se refería a si acepto el trabajo en Estados Unidos.
–¿Y qué vas a hacer entonces? ¿Dejarlo correr?
–¡Chrissie! –su hermana la miró, indignada–. ¡Me iré, y con Matthew, y pleitearé con Jarrad!
–Puede que te arrepientas, Kendal –dijo Chrissie, tomando su taza de té–. Ese hombre es un luchador ¡y de qué clase! No es de los que se paran en menudencias. Te puede tragar enterita y tenerte a sus pies, antes incluso de que lleguéis a los tribunales.
–Hablas de él como si fuera un guerrero legendario. Hasta parece que lo admiras –dijo Kendal, sin poder creerlo, aunque sabía que eso no andaba lejos de la verdad.
Desde que Chrissie lo conociera tres años atrás, en su propia boda, Jarrad le había inspirado esa especie de ingenua adoración hacia el hombre de mundo que cabe esperar en una adolescente. Y, sorprendentemente, todavía le guardaba cierta admiración, a pesar del modo en que se Jarrad se había comportado con su marido.
–Es su determinación lo que admiro –respondió Chrissie–. Esa fiera determinación a no dejar que nada ni nadie se interponga en su camino, y que le hace ser respetado por todos –y después añadió, con menos entusiasmo–. Ojalá que Ralph tuviese una cuarta parte de esa determinación. De ser así, a lo mejor todavía estaríamos…
Y se encogió de hombros, como si ya hubiera aprendido a no dedicar atención a los pensamientos que empezaban por «Ojalá».
–Bueno, en cualquier caso, es un hombre muy decidido –a Kendal le costó un momento darse cuenta de que volvía a hablar de Jarrad–. Fuerte, decidido, y mucho más capaz que tú de aguantar la presión psicológica que supondría enfrentarte a él. ¡Por amor del cielo, Kendal, no llegues al enfrentamiento! Piensa en la posibilidad de un compromiso. Haz alguna concesión.
–¿Te refieres a que renuncie a mi trabajo?
–Sin contar algunos meses cuando tuviste a Matthew, siempre has estado trabajando –dijo Chrissie. Aquello sonaba a reproche. Y a queja.
–He tenido que hacerlo –respondió Kendal.
Hacía ocho años de la muerte de la madre de ambas: Kendal tenía entonces dieciocho años, y su hermana trece. Su padre no había querido saber nada de ellas. Fueron tiempos difíciles: Kendal tuvo que sacar adelante a su hermana; trabajaba de día en una oficina y estudiaba por las noches para sacar su titulación como decoradora. Además, Chrissie había sido una adolescente difícil, siempre crítica consigo misma y con los demás, que a menudo se cuestionaba su propia valía. En su día, un experto en la materia explicó que Chrissie, en el fondo, culpaba a sus padres por haberla abandonado.
No fue extraño que, ansiosa como estaba por ser amada, y, a pesar de que Kendal se había esforzado por hacer de madre y padre para ella, Chrissie se casara con el primer hombre con quien se cruzó poco antes de cumplir los dieciocho. Y, como Ralph era diez años mayor, y, por tanto, más maduro, Kendal pensaba que aquello hubiera podido funcionar… de no haber sido por la fría y calculada intervención de Jarrad.
–¿Y qué pasará aunque consigas ganar? –volvió Chrissie a la carga–. Serás una madre sin esposo en un país extraño. Y, si me apuras, mirándolo desde un punto de vista egoísta, ¿cuando te voy a poder ver?
–Te puedes venir conmigo.
–Gracias, pero no –dijo, en tono tan brusco que permitió a su hermana descubrir con pena que lo único a lo que Chrissie seguía aspirando era a una reconciliación con Ralph–. Estarás todo el día trabajando, para mantenerte tú y mantener a Matthew, porque sé de sobra que no vas a aceptar ni un centavo de Jarrad: lo has dicho a menudo. Aunque no sé por qué. Tiene dinero de sobra para mantenerte a ti, a Matthew y a medio Londres.
Kendal podía ver con claridad que, si aceptaba algún dinero de Jarrad, perdería toda posibilidad de independencia, y que aquello era lo que su esposo deseaba. Sin embargo, no dijo nada.
–No me importa trabajar. Lo necesito –aclaró, sin añadir que lo necesitaba para concentrarse en algo y poder olvidarse de Jarrad. Y que si el trabajo estaba en un país extranjero, ella estaría más lejos del alcance de Jarrad, que ya no podría volver a hacerla sufrir.
–No se trata solamente de Matthew. Jarrad también te quiere a ti: lo sabes, ¿no? Ganarías tanto si consiguieras tragarte el orgullo y darle otra oportunidad.
Kendal miró molesta a su hermana.
–¿Quieres decir si volviese con él? ¿Si volviera a aceptarlo como hizo mamá con nuestro padre?
–¡Por amor del cielo, Jarrad no es como él! –protestó la chica con vehemencia–. Sabes que podría haber sido peor. Además, así Matthew tendría una familia de verdad.
Kendal miró a su hijo, que mordisqueaba la portada de su libro de dibujos y hacía ruiditos, satisfecho, para sí mismo. ¿Acaso no era un hogar estable lo que deseaba para su hijo? ¿Pensaba su hermana que el último año le había resultado fácil? Pues no: había sido horrible.
–¿Y qué ocurre conmigo? ¿Qué es lo que me estás diciendo, que no debiera haber abandonado a Jarrad? ¿Que debiera haberme conformado, satisfecha con ser su criada y su juguete sexual, mientras tenía aquella aventura con Lauren Westgate a mis espaldas?
–Claro que no –se apresuró a responder Chrissie–, aunque me parece mal que digas ahora que todo te disgustaba, porque estabas loca por él. Cualquiera podía darse cuenta que lo adorabas.
Una llamarada de excitación que, hasta que Kendal vio en su despacho esa mañana a Jarrad, creía extinguida se abrió paso en su cuerpo.
–¡Pues peor para mí, si tan tonta estaba!
–Y, en cuanto a lo de ser su criada… te habría costado conseguirlo.
Era verdad. De cocinar y limpiar se encargaba Teeny Roberts, que llevaba diez años en aquel puesto. Jarrad no hubiera querido nunca que ella hiciese esas faenas, aun cuando hubiera tenido tiempo. Y seguramente ese podía ser, en parte el problema.
–Te recuerdo –siguió Chrissie– que la que andaba detrás de él constantemente era Lauren. Y eso es algo que a un hombre tan guapo como Jarrad le va a ocurrir constantemente. Tendría que ser un monje para resistir el asedio constante del sexo opuesto. Además, no termino de creerme que tuviera un lío con ella. Él no ha llegado a admitirlo nunca, ¿verdad?
Kendal se dijo que, en efecto, nunca lo había reconocido. Pero había encontrado aquella dichosa factura del hotel en el que Jarrad y Lauren estuvieron; a pesar de que él le había dicho que estaba trabajando, dejándola que creyese que había estado solo. Cierto que habían ocupado habitaciones separadas. Pero eso era de esperar, si pensaban pasar la factura a la empresa. Además, que Ralph los sorprendiera juntos aquella noche en su despacho era suficiente prueba para Kendal.
–Lo cierto es que tampoco lo ha negado. ¿Cómo podría, si semejante cosa habría sido un flagrante embuste? Y no sé como puedes defenderlo, ¡después de lo que le hizo a Ralph!
Chrissie bajó la mirada.
–Lo siento –fue cuanto Kendal pudo decir, deseando haber podido tener una varita mágica con la que arreglar las cosas. Las de su hermana, al menos.
–No importa –respondió Chrissie–: ya me he hecho a la idea. Puede que despidiera a Ralph porque creyera que lo estaba espiando, no lo sé. Pero me parece que buena parte de la culpa de lo que le sucedió le corresponde al propio Ralph –luego, con la vista perdida, se puso a pellizcar abstraída uno de los cojines del sofá en el que estaban sentadas–. Creo que la situación llegó a un punto en el que Ralph ya no podía hacer frente a… las cosas…
–¿Qué tipo de cosas? –preguntó Kendal, atenta.