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La habitación de Jacob es la tercera novela de Virginia Woolf. Su protagonista, Jacob Flanders, aparece principalmente a través de las percepciones que los otros personajes tienen de él. Vemos pasar la infancia de Jacob, su paso por la universidad de Cambridge, su adultez, por la lente de las mujeres con las que compartió distintos momentos de su vida.
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Seitenzahl: 343
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Virginia Woolf nació en Londres en 1882, con el nombre Adeline Virginia Stephen.
Provenía de una familia sumamente culta y ligada a lo académico y las artes, pero que decidió que solo los hermanos varones asistieran a la Universidad. Por lo tanto, debió ser autodidacta y, aunque esto la enorgullecía, nunca dejó de señalar las desigualdades existentes entre hombres y mujeres, y lo permitido socialmente para ambos. En Tres Guineas (Ediciones Godot, 2020), por ejemplo, se reía irónicamente de ello al referirse a la “hija del hombre instruido”.
Su escritura fue prolífera, y marcó un estilo propio que combinaba ensayos con narrativa, en base a una escritura irónica, política y profunda. Es considerada una referente del feminismo y formó parte del modernismo vanguardista literario del siglo XX.
En 1915 publicó su primera novela: Fin de viaje, una ficción que retrata satíricamente la sociedad del momento. La habitación de Jacob es su tercera novela, publicada originalmente en 1922. El 28 de marzo de 1941 se suicidó sumergiéndose en el río Ouse.
Woolf, Virginia / La habitación de Jacob / Virginia Woolf. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2024. Libro digital, Otros
Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Sebastián Martínez Daniell.ISBN 978-631-6532-41-1
1. Literatura Inglesa. 2. Literatura Feminista. I. Martínez Daniell, Sebastián , trad. II. Título.
CDD 823
ISBN edición impresa: 978-631-6532-38-1
Título original Jacob’s Room (1922)
Traducción Sebastián Martínez DaniellCorrección Hernán López WinneDiseño de tapa Fran BoDiseño de colección e interiores Víctor MalumiánIlustración de Virginia Woolf Max Amici
© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot
Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, agosto de 2024
Virginia Woolf
TraducciónSebastián Martínez Daniell
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Portada
Índice
Contenido principal
Colofón
“ASÍ QUE, POR SUPUESTO”, escribió Betty Flanders mientras hundía sus talones un poco más en la arena, “no podíamos hacer nada, salvo irnos”. La pálida tinta azul que brotaba despacio desde el extremo de la pluma dorada desbordó el punto final; fue ahí donde se estancó la lapicera. La mirada de la señora Flanders se detuvo en ese sitio y las lágrimas le fueron llenando los ojos lentamente. La bahía entera se estremeció; el faro se tambaleó, y ella tuvo la impresión de que el mástil del pequeño yate del señor Connor se curvaba como una vela de cera bajo el sol. Parpadeó rápido. Los accidentes eran cosas horribles. Parpadeó otra vez. El mástil estaba erguido; las olas eran las de siempre; el faro estaba recto, pero la mancha se había expandido.
“… no podíamos hacer nada, salvo irnos”, leyó.
—Bueno, si Jacob no quiere jugar… —La sombra de Archer, su hijo mayor, se cruzó por el papel de la carta y proyectó matices azulados sobre la arena; ella sintió frío: ya era tres de septiembre—, si Jacob no quiere jugar…
¡Qué manchón tan espantoso! Debe estar haciéndose tarde.
—¿Dónde está ese niño agotador? —dijo ella—. No lo veo. Vamos, corriendo. Hay que encontrarlo. Que venga para acá enseguida.
“… pero por suerte”, garabateó ignorando por completo el punto final, “todo parece ir arreglándose de forma satisfactoria, más allá de que estemos apretados como arenques en un barril y de que tengamos que colocar de pie el cochecito del bebé, porque la dueña de la casa, naturalmente, no va a permitir que…”.
Así eran las cartas de Betty Flanders para el capitán Barfoot: muchas páginas salpicadas de lágrimas. Scarborough está a más de mil kilómetros de Cornualles. El capitán Barfoot está en Scarborough. Seabrook está muerto. Las lágrimas de Betty Flanders provocaban que todas las dalias de su propio jardín ondularan como marejadas rojas, y que los cristales del invernadero centellearan dentro de sus ojos, y que, en la cocina, refulgieran como lentejuelas los cuchillos brillantes; y también provocaban que la señora Jarvis, esposa del párroco, pensara —mientras se cantaban los salmos en la iglesia y la señora Flanders se inclinaba sobre las cabezas de sus niños— que el matrimonio es una fortaleza, y que las viudas vagan solitarias, a la intemperie, levantando piedras, recogiendo del piso algunas espigas doradas, por su cuenta, desprotegidas, pobres criaturas. Los últimos dos años, la señora Flanders había sido una de esas viudas.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.
“Scarborough”, escribió la señora Flanders en el sobre, y trazó, decidida, una línea debajo de la palabra; era su ciudad natal, el centro del universo. ¿Y la estampilla? Escarbó dentro del bolso, después lo sacudió boca abajo, luego hurgó entre lo que había caído encima de su falda, todo con tanto ímpetu que Charles Steele, ataviado con un sombrero panamá, dejó el pincel detenido en el aire.
El pincel temblaba notoriamente, como si fuese la antena de un insecto irritado. Ahí estaba esa mujer moviéndose y, ¡qué desgracia!, de hecho parecía que iba a levantarse. Con un gesto rápido, Steele agregó sobre el lienzo una pizca de violeta con algo de negro, porque el paisaje lo requería. Era demasiado insulso —esos grises que flotaban hacia las tonalidades lavanda, y esa única estrella, o una gaviota blanca, suspendida por ahí—, demasiado insulso, como de costumbre. Los críticos dirían: demasiado insulso, y también dirían que él era un artista ignoto, cuyas exhibiciones pasaban al olvido, y que sólo podía encontrar alguna gratificación en ser el favorito de los niños de las mujeres que le alquilaban la casa, en la cruz que pendía de la cadena de su reloj, y en el hecho de que esas mujeres que le alquilaban la casa apreciaran lo que pintaba —lo que, de hecho, ocurría muy a menudo—.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —gritó Archer.
Exasperado por el ruido, irritado más allá de que adorase a los niños, Steele eligió uno de los pequeños montículos oscuros que había sobre su paleta para hundir el pincel.
—Yo lo vi a tu hermano, yo lo vi —dijo, y asintió mientras Archer, que venía arrastrando su pala, aminoraba la marcha y examinaba con el ceño fruncido al caballero de lentes—. Por allá, junto a la roca —farfulló Steele con el pincel entre los dientes, al tiempo que estrujaba el pomo de ocre siena natural, y mantenía los ojos fijos sobre la espalda de Betty Flanders.
—¡Ja-cob! ¡Ja-cob! —volvió a gritar Archer y retomó la marcha después de un segundo.
La voz tenía una tristeza extraordinaria. Ajena a todo cuerpo, ajena a toda pasión, lanzada al mundo, solitaria, sin respuestas, quebrándose contra las rocas: así sonaba.
Steele arrugó el entrecejo, pero se sintió complacido por el efecto que había causado ese toque de negro: eso era lo que ahora le daba sentido a todo. “Ah, ¡se puede aprender a pintar a los cincuenta, después de todo! Tiziano, por ejemplo…”, y entonces, una vez que hubo encontrado el matiz correcto, alzó la vista y observó, horrorizado, una nube sobre la bahía.
La señora Flanders se levantó, sacudió el abrigo de un lado y del otro para quitarle la arena, y recogió su pequeña sombrilla negra. La roca era marrón, de un marrón tremendamente sólido, o era incluso más bien negra, de ese negro que tienen las rocas que emergen desde la arena como si fuesen algo primitivo. Áspera, con rugosas conchas de lapas y algunas algas secas adheridas a la superficie, un niño pequeño debía estirar mucho las piernas, esforzarse y, además, sentirse bastante heroico si lo que pretendía era llegar hasta arriba de todo.
Sin embargo, ahí mismo, en la cima, había un pozo de fondo arenoso y lleno de agua, con restos amorfos de medusas en las orillas y algunos mejillones. Un pez cruzó el agua como si fuese un dardo. Las hilachas marrones y amarillentas de las algas se agitaron y dejaron al descubierto un cangrejo de caparazón opalino.
—Oh, un cangrejo enorme —murmuró Jacob, y empezó su travesía de piernas temblorosas hacia el fondo de arena. ¡Ahora! Jacob sumergió su mano de un golpe. El cangrejo se sentía fresco y bastante liviano. Pero la arena ya había enturbiado mucho el agua, y Jacob resolvió iniciar el descenso; gateó por la roca con su baldecito al frente y, cuando estaba a punto de saltar, vio —tendidos en la más absoluta rigidez, uno junto a la otra, ambos con las caras muy rojas— un hombre y una mujer inmensos.
Un hombre y una mujer inmensos (era el día en que los comercios cerraban temprano), tendidos e inmóviles, con las cabezas apoyadas sobre sus pañuelos, uno junto a la otra a pocos metros del mar, mientras dos o tres gaviotas esquivaban con elegancia las olas de la rompiente e iban a posarse cerca de sus botas.
Las caras rojas, enormes, levantaron la vista hacia Jacob. Jacob bajó la vista hacia ellas. Aferró cuidadosamente su baldecito, saltó decidido y comenzó a alejarse, primero con calma pero luego corriendo más y más rápido, al tiempo que las olas lo cercaban con su espuma y él tenía que hacer fintas para esquivarlas, y las gaviotas levantaban vuelo justo delante de él, planeaban un instante y volvían a posarse apenas un poco más allá. Una robusta mujer negra estaba sentada sobre la arena. Jacob corrió hacia ella.
—¡Nana! ¡Nana! —gritó, sollozando las palabras sobre la cresta de cada jadeo.
Las olas rodearon a la mujer. Era una roca. Estaba cubierta de algas, esas algas que estallan cuando se las aprieta. Jacob se había extraviado.
Se quedó inmóvil en el sitio. Su gesto pareció serenarse. Pero cuando estaba a punto de bramar, vio —asomando entre ramas y palos negros, debajo del acantilado— un cráneo entero…, tal vez una calavera de vaca; una calavera, quizá, con todos sus dientes. Todavía en medio de los sollozos pero ya absorto, concentrado en otra cosa, se lanzó a correr y corrió aún más hasta que tuvo la calavera entre sus brazos.
—¡Ahí está! —gritó la señora Flanders después de rodear la roca y recorrer, en un instante, toda la extensión de la playa con la mirada—. ¿Qué es lo que tiene en las manos? ¡Eso no es algo que debas tocar! ¡Te digo que ya mismo lo sueltes! Es algo espantoso, lo puedo ver. ¿Por qué no te quedaste con nosotros? ¡Qué niño tan malcriado! No quiero ver eso de nuevo. Vamos, ahora: los dos, vengan conmigo. —Giró con brusquedad, tomó a Archer con una mano y con la otra tironeó del brazo de Jacob. Sin embargo, él se agachó rápido y recogió del piso la quijada de la oveja, que se le había soltado.
Mientras balanceaba su bolso, sostenía la sombrilla, llevaba a Archer de la mano y contaba la historia de la explosión de pólvora en la que el pobre señor Curnow había perdido un ojo, la señora Flanders se apuró a subir por un sendero empinado, y todo el tiempo fue consciente de que en las profundidades de su mente había un malestar enterrado.
Sobre el suelo, ahí, no muy lejos de donde estaban los amantes, quedó —sin su mandíbula— el viejo cráneo de la oveja. Limpio, blanco, barrido por el viento, erosionado por la arena, ahí estaba el resto óseo más impoluto que se pudiese encontrar en toda la costa de Cornualles. Los cardos de mar crecerían sobre los cuencos de sus ojos; podría quedar pulverizado, o quizás algún jugador de golf, al golpear su pelota en un día despejado, podría dispersar el polvo en que se habría convertido… No, pero no en hoteles, pensó la señora Flanders. Es todo un experimento viajar tan lejos con niños pequeños. Sin un hombre que la ayude a una con el cochecito del bebé. Y con Jacob, que da tanto trabajo; es tan terco ya…
—Que tires eso, querido. Te pedí que lo tiraras —dijo la señora Flanders cuando ya tomaban la calle principal, pero Jacob se retorció hasta zafarse de su mano; y como se levantaba un viento nuevo, ella desprendió el alfiler con que se sujetaba el tocado, miró el mar, y volvió a clavar el alfiler en su lugar. Se había levantado un viento nuevo. Las olas mostraban su turbación como si fuesen algo vivo, inquieto, algo que temiera recibir un latigazo: las olas y su desasosiego antes de la tormenta. Los botes de los pescadores descansaban en la orilla. Una luz pálida y amarillenta atravesó con su claridad el mar púrpura y luego cesó. El faro estaba encendido—. Vamos —dijo Betty Flanders. El sol alumbró sus caras y bañó de dorado las moras que asomaban temblorosas por encima de un ligustro, de donde Archer intentó arrancarlas sin detener su marcha—. No se demoren, chicos. No tienen nada con qué cambiarse —dijo Betty tirando de ellos, mientras miraba intranquila el paisaje estridente y los ocasionales destellos que llegaban desde los invernaderos montados en los jardines, con una especie de alternancia entre amarillos y negros contra el fondo de un atardecer deslumbrante; esa vitalidad pasmosa del color y esa agitación conmovieron a Betty Flanders, y la llevaron a pensar en la responsabilidad y en el peligro. Apretó fuerte la mano de Archer. Siguió su camino cuesta arriba—. ¿Qué te pedí que me recordaras? —dijo.
—No sé —respondió Archer.
—Bueno, yo tampoco lo sé —dijo Betty con simpleza y una pizca de humor, ¿y quién podría negar que ese quedarse con la mente en blanco, cuando se combina con cierta generosidad, con sabiduría maternal, con los cuentos de las mujeres viejas, con algún grado de aleatoriedad y momentos de arrojo, ingenio y sensibilidad…, quién podría negar que en esos casos cada mujer es mejor que cualquier hombre?
Empezando por Betty Flanders, de hecho.
Tenía la mano sobre el portón del jardín.
—¡La carne! —exclamó, y bajó el picaporte de un golpe.
Ahí, en la ventana, estaba Rebecca.
La austeridad de la sala de la señora Pearce lucía en todo su esplendor a las diez de la noche, cuando una poderosa lámpara de aceite dominaba, erguida, el centro de la mesa. La luz se derramaba con severidad sobre el jardín; se proyectaba recta sobre el césped; iluminaba uno de los baldes de juguete de los chicos y una flor violácea de áster, hasta que finalmente alcanzaba la ligustrina. La señora Flanders había dejado su equipo de costura sobre la mesa. Ahí habían quedado los grandes carretes de algodón blanco y las gafas de acero, el estuche de los alfileres, el ovillo de lana marrón enrollado en torno a una vieja postal. Había a su alrededor juncos recogidos en las orillas y ejemplares de la revista Strand; y el linóleo del piso estaba cubierto por la arena que habían traído los chicos en sus zapatos. Una araña de patas largas se lanzó de una esquina a otra de la sala y terminó chocando contra el cristal de la lámpara. El viento azotaba la ventana con ráfagas de lluvia que se transformaban en destellos plateados al atravesar el haz de la luz. Una única hoja golpeaba rápido y con persistencia contra el vidrio. Afuera, sobre el mar, había un huracán.
Archer no podía dormir.
La señora Flanders se inclinó sobre él. “Es momento de que pienses en las hadas”, le dijo Betty Flanders. “O en pájaros encantadores que se posan encantadoramente sobre sus nidos. Después hay que cerrar los ojos y vas a ver a la madre de esos pajaritos, que ahora sostiene un gusano en su pico. Y, para terminar, ahora, hay que acostarse de lado y cerrar los ojitos —susurró—. Eso: cerrar los ojitos…”.
La casa que alquilaban parecía estar haciendo gárgaras y a punto de colapsar aplastada por una sucesión de avalanchas; la cisterna se desbordaba; el agua burbujeaba, corría por tuberías y canaletas entre quejidos, y al final chorreaba de las ventanas.
—¿Qué es toda esa agua que entra en la casa? —musitó Archer.
—Es sólo el agua del baño que fluye hacia afuera —le dijo la señora Flanders.
Se escuchó el ruido de algo que se quebraba más allá de la puerta.
—Pero yo digo… no se irá a hundir el barco a vapor, ¿verdad? —preguntó Archer abriendo los ojos.
—Por supuesto que no —respondió la señora Flanders—. El capitán está en su cama hace largo rato. Vamos, ahora hay que cerrar los ojos y pensar en las hadas que duermen plácidamente bajo las flores.
—Pensé que no se iba a dormir nunca… ¡Qué tormenta! —le susurró la señora Flanders a Rebecca, que estaba inclinada sobre un mechero en la pequeña habitación de al lado. El viento rugía afuera, pero la llama del quemador ardía tranquila: un libro puesto de costado contra la baranda dejaba en sombras el interior de la cuna—. ¿Tomó bien la mamadera? —murmuró Betty, y Rebecca asintió, se acercó a la camita y descorrió levemente la colcha. La señora Flanders se asomó y miró ansiosa a su bebé, que dormía con el ceño arrugado. El viento sacudió la ventana, y Rebecca saltó como un gato para trabarla de nuevo.
Las dos mujeres cuchichearon por encima del mechero, urdiendo la eterna conspiración de silencios y mamaderas limpias, mientras el viento soplaba enfurecido y martirizaba a las fallebas baratas de las aberturas. Ambas inspeccionaron la cuna con los labios fruncidos. La señora Flanders se adelantó.
—¿Está dormido? —preguntó Rebecca en voz baja, señalando el pequeño catre.
La señora Flanders asintió.
—Buenas noches, Rebecca —dijo y Rebecca la llamó “señora”, sin importar que las dos fuesen parte de la misma, eterna conspiración de silencios y mamaderas limpias.
La señora Flanders había dejado encendida la lámpara de la sala. Ahí habían quedado sus anteojos, su equipo de costura, y una carta con el sello del correo de Scarborough. Las cortinas aún permanecían abiertas.
La luz se proyectaba hacia afuera e iluminaba una porción del césped; dibujaba una línea dorada sobre el balde verde de juguete, y se posaba sobre la flor violeta del áster, estremecida por la fiereza del temporal. La costa estaba siendo desgarrada por un viento que se lanzaba a través de las colinas y corcoveaba sobre ellas con ráfagas intempestivas. ¡Cómo se extendía por el valle y cubría la ciudad! ¡Cómo parecían oscilar y temblar las luces ante esa furia, las luces del puerto, las luces de las ventanas de los dormitorios de los pisos altos! Y empujando a su paso olas oscuras, el viento se precipitaba sobre el Atlántico y sacudía de un lado al otro las estrellas por encima de los barcos.
Se oyó un chasquido en la sala. El señor Pearce acababa de apagar la lámpara. El jardín se esfumó. Ahora no era más que una mancha oscura. Cada centímetro de césped era azotado por el agua de la tormenta. Cada brizna de pasto se doblaba bajo el peso de la lluvia. Los párpados habrían quedado clausurados ante esa lluvia. Quien se hubiese acostado boca arriba no habría visto sino caos y confusión: nubes que giraban y giraban, y algo sulfuroso, teñido de amarillo, que se vislumbraba en la penumbra.
Los chicos, que dormían en la habitación que daba al frente, se habían desprendido de las frazadas y descansaban cubiertos únicamente por las sábanas. Hacía un calor pegajoso, húmedo. Archer estaba tendido con las piernas separadas y un brazo cruzado sobre la almohada. Tenía la piel enrojecida y, cuando la pesada cortina se infló un poco, giró sobre la cama y entreabrió los ojos. El viento agitó el paño que cubría la cómoda y dejó entrar una claridad tenue, de modo que quedó a la vista el borde filoso del mueble que corría recto hasta una saliente blanca: en el espejo se reflejó un manchón plateado.
En la otra cama, junto a la puerta, dormía Jacob; dormía con placidez, profundamente inconsciente. La quijada de la oveja, con sus dientes amarillentos, yacía a sus pies. Él la había ido pateando contra la baranda de hierro que había a los pies de la cama.
Afuera, la lluvia caía con más fuerza, y ya no tan oblicua a medida que el viento empezaba a amainar durante las primeras horas de la mañana. La flor del áster estaba vencida, aplastada contra la tierra. El baldecito tenía agua de lluvia hasta la mitad, y el cangrejo de caparazón opalino rondaba con lentitud por el fondo, tratando de escalar los bordes empinados con sus débiles patas; lo intentaba una vez, y otra vez, y caía, y lo intentaba otra vez, y otra vez.
—La señora Flanders…
—Pobre Betty Flanders…
—La querida Betty…
—Todavía es muy atractiva…
—¡Es raro que no se haya casado de nuevo!
—Está el capitán Barfoot, sin dudas: aparece cada miércoles, regular como un reloj, y nunca lleva a su esposa.
—Pero eso es culpa de Ellen Barfoot —decían las mujeres de Scarborough—. Ella no se esfuerza.
—Todo hombre quiere tener un hijo: eso es algo que se sabe.
—Algunos tumores deben ser extirpados, pero mi madre tuvo que aguantar el suyo durante años y años, y ni siquiera así le llevaron jamás una taza de té a la cama.
(La señora Barfoot era inválida).
La señora Flanders, de quien se había dicho y se seguiría diciendo todo esto y mucho más, había quedado viuda y aún estaba, por supuesto, en la flor de la edad. A medio camino entre los cuarenta y los cincuenta. Entre unos y otros, años y sufrimiento: la muerte de Seabrook, su esposo, tres hijos, escasez, una casa en la periferia de Scarborough; su hermano, pobre Morty, primero en bancarrota y después, tal vez, muerto —¿por dónde andaba?, ¿qué había sido de él?—. Cubriéndose los ojos con la mano para no encandilarse, ella miró hacia el camino principal a ver si llegaba el capitán Barfoot —sí, ahí estaba, puntual como siempre—; todas las atenciones del capitán lograban que Betty Flanders floreciese, recomponían su figura, teñían su mirada con matiz jovial e inundaban sus ojos, sin razón aparente, quizás unas tres veces al día.
Es cierto: no hace daño a nadie que una llore por su marido, y la lápida —aunque sencilla— era sólida, y nadie podía dejar de enternecerse por la viuda esos días de verano en que llevaba a sus hijos de visita al cementerio. Los sombreros eran alzados a mayor altura que la habitual; las esposas tironeaban de los brazos de sus maridos. Seabrook yacía dos metros bajo tierra, muerto todos esos años; encerrado adentro de tres cáscaras, todas las juntas selladas a plomo de modo tal que, si el suelo y la madera hubiesen sido de cristal, sin dudas se le podría haber visto la cara, la cara de un hombre joven, con bigotes, apuesto, un hombre que ha salido a cazar patos y que se niega a cambiarse las botas.
“Comerciante de esta ciudad”, decía la lápida, aunque nadie supo por qué Betty Flanders había elegido evocarlo así, cuando —como muchos aún recordaban— él sólo se había sentado tres meses detrás de la ventanilla de una oficina, y antes había domado algunos caballos, y había salido alguna vez a cazar con sabuesos, y había cultivado un par de terrenos, y se había alocado un poco… Pero bueno: algo tenía que poner sobre la tumba. Para los chicos, para darles un ejemplo a seguir.
Entonces, ¿él no había sido nada? Una pregunta imposible de responder dado que, incluso si los sepultureros no tuviesen la costumbre de cerrarles los ojos, la luz se escapa de los muertos demasiado pronto. Al principio, él era una parte de ella; ahora, uno más entre una multitud: se había fusionado con el pasto, con la ladera de la colina, con miles de lápidas blancas —algunas inclinadas, otras enhiestas—, con las coronas funerarias corrompidas, las cruces de hojalata verde, los angostos senderos amarillos y las lilas que —con un aroma similar al de las habitaciones de los inválidos— languidecen en abril sobre las paredes que rodean el terreno de la capilla. Ahora Seabrook era todo eso; y cuando ella, con su falda recogida, alimentaba a las gallinas y oía las campanadas que llamaban a misa o a funeral, esa era la voz de Seabrook: la voz de los muertos.
El gallo, en alguna ocasión anterior, había volado hasta el hombro de la señora Flanders y le había picoteado el cuello; por eso ahora ella solía tener un palo en la mano o se hacía acompañar por alguno de los chicos cuando iba a alimentar a las gallinas.
—¿No te gustaría llevar mi cuchillo, madre? —le dijo Archer.
Al sonar en el mismo exacto momento que la campana, la voz de su hijo fusionó, de un modo inextricable y estimulante, la vida y la muerte.
—¡Qué navaja tan grande para un niño tan pequeño! —le respondió y tomó el cuchillo sólo para complacerlo. En ese momento, el gallo salió volando desde el gallinero, y la señora Flanders, mientras le gritaba a Archer que cerrara la puerta del corral, dejó la comida en el suelo, cloqueó un poco para convocar a las gallinas, se apuró a cruzar el huerto, y así fue vista desde el otro lado de la calle por la señora Cranch, quien dejó suspendido en el aire por un instante el felpudo que sacudía contra la pared para comentarle a su vecina de al lado, la señora Page, que la señora Flanders estaba en el huerto con las gallinas.
La señora Page, la señora Cranch y la señora Garfit podían ver a la señora Flanders en su huerto porque se trataba de un pequeño terreno cercado sobre la ladera de la colina Dods, y la colina Dods dominaba por completo la ciudad. No hay palabras que puedan exagerar la importancia de la colina Dods. Era la tierra, el mundo que se enfrenta al cielo, el horizonte de todas las miradas —tantas que apenas pueden computarse— de quienes vivieron su vida entera en la misma aldea, o salieron de sus límites sólo una vez para pelear en Crimea, como era el caso del viejo George Garfit, que en ese momento se reclinaba sobre el portón del jardín para fumar su pipa. El avance del sol durante la jornada se medía contra la colina Dods; la tonalidad del día se recostaba sobre sus laderas para someterse al escrutinio de quienes la contemplaran.
—Y ahora va a subir la colina con el pequeño John —le dijo la señora Cranch a la señora Garfit, sacudió el felpudo por última vez y se metió rápidamente adentro de la casa. Tras abrir la puerta del huerto, la señora Flanders caminó hasta la cima de la colina Dods con John tomado de la mano. Archer y Jacob corrían a veces delante de ella, y por momentos se retrasaban un poco; pero ya estaban en las ruinas del fuerte romano cuando ella llegó allí, y los escuchó gritar los nombres de los barcos que podían verse en la bahía. La vista era magnífica desde ese punto: los páramos detrás, el mar de frente y toda la ciudad de Scarborough tendida abajo, expuesta de una punta a la otra como un gran rompecabezas. La señora Flanders, que se estaba poniendo algo robusta, se sentó sobre las ruinas del fuerte y miró alrededor.
Conocía toda la gama de paisajes que podía verse desde ese sitio: el aspecto que presentaban en invierno, el que adquirían en primavera, el veraniego, el otoñal, cómo las tormentas llegaban desde el océano, cómo los páramos se estremecían y centelleaban cuando las nubes le pasaban por encima. Había notado las manchas rojas que se formaban en las zonas donde se construían barrios nuevos, los cruces de las líneas que delimitaban el loteo de cada parcela, y el resplandor diamantino que despedían los invernaderos cuando el sol daba en sus cristales. O, aun si estos detalles se le escapaban, sin dudas era porque dejaba que su fantasía se deleitara con los matices dorados que se reflejaban sobre el mar durante el atardecer, y había meditado acerca del modo en que la luz parecía convertir los guijarros de la playa en monedas de oro. Pequeños botes de paseo se internaban en ese mar custodiado por el brazo negro del muelle. La ciudad entera era dorada y rosa, coronada de niebla, como si la cubriese un domo, reverberante, estridente. Sonaba el rasguido de los banjos; la rambla tenía el olor del alquitrán que se quedaba pegoteado en los tacones. De repente, las cabras se ponían a correr impetuosas entre la multitud. Se elogiaba el modo en que la intendencia había dispuesto los canteros de las flores. A veces, un sombrero de paja salía volando. Los tulipanes se calcinaban bajo el sol. Varios pantalones de vestir quedaban tendidos, expuestos en una fila. Delicados sombreros púrpura enmarcaban los rostros rosados, blandos y quejosos que se recostaban sobre las almohadillas de las reposeras. Hombres con chaquetas blancas hacían rodar sobre la calle unos carteles publicitarios triangulares. El capitán George Boase había atrapado un tiburón monstruoso. Una de las caras del cartel publicitario decía eso en letras rojas, azules y amarillas; y cada línea culminaba con tres signos de exclamación pintados de colores.
Ahora, entonces, había una razón para ir hasta el acuario, donde las persianas amarillentas, el olor rancio del ácido muriático, las sillas de mimbre, las mesas con ceniceros, un solitario pez que daba vueltas en una caja de cristal y la empleada que tejía detrás de seis o siete cajas de chocolates (y que a menudo permanecía a solas con el pez durante horas) se confundían en el recuerdo, como si también hubiesen sido partes de ese tiburón monstruoso, que —en sí mismo— no era más que una masa flácida encajada en un recipiente ambarino y lucía como un blando maletín vacío que hubiera sido arrojado dentro de una pecera. El acuario jamás le levantó el ánimo a nadie, pero las caras de quienes salían de él abandonaban enseguida su expresión apagada y abúlica, porque se daban cuenta de que ya se había formado una fila para entrar al muelle. Y una vez que pasaban los molinetes, todos caminaban con entusiasmo uno o dos metros; algunos detenían su marcha frente al primer puesto de los vendedores, otros avanzaban hasta el siguiente.
Pero era la banda musical lo que al final lograba convocar a todos en un mismo lugar. Incluso a los pescadores, que, desde el muelle inferior y dentro de su rango vocal, empezaban a buscar el tono para cantar.
La banda ya tocaba en la glorieta de estilo morisco. En el tablero se anunció el número nueve. Era un vals. Las jovencitas pálidas, la anciana dama ya viuda, los tres judíos que alquilaban un cuarto en la misma pensión, el dandy, el alcalde, el criador de caballos y el caballero con recursos propios, todos exhibieron el mismo gesto evanescente, narcotizado, y pudieron ver —a través de las hendijas que se abrían entre los tablones sobre los que apoyaban los pies— las verdes olas del verano que se mecían apaciblemente, de modo gentil, alrededor de los pilares de hierro que sostenían el muelle.
Pero hubo un tiempo en que nada de esto existía (pensó el joven que estaba apoyado contra las rejas). Apunten sus ojos hacia la falda de alguna dama; aquella gris servirá, la que cubre esas medias de seda rosa. Esa falda cambia, se cierne sobre los tobillos: estamos en los noventa; luego se ensancha: los setenta; ahora muestra un rojo bruñido y se despliega sobre un miriñaque: los sesenta; un pie diminuto y negro se asoma enfundado en una media blanca de algodón… ¿Todavía está sentada ahí? Sí, ahí está ella, sobre el muelle. La seda está ahora adornada con unos ramitos de rosas, pero por alguna razón ya no podemos ver con tanta claridad. No hay un muelle debajo de nosotros. Por el camino principal avanza a los tumbos una carreta pesada, aunque ya no hay un muelle frente al que pueda detenerse, ¡y qué gris y turbulento es el mar del siglo diecisiete! Vamos al museo. Balas de cañón, puntas de flecha, vasijas de la antigua Roma y unas pinzas cubiertas de verdín. En la década del cuarenta, el reverendo Gaspar Floyd desenterró por su cuenta todas estas cosas de entre las ruinas del fuerte romano, sobre la colina Dods (miren: aún se pueden ver las etiquetas que les puso, ahora ya con sus letras desgastadas).
Y ahora, ¿cuál es la siguiente atracción para ver en Scarborough?
La señora Flanders estaba sentada sobre las ruinas que marcaban el perímetro del fuerte romano, y remendaba unos pantalones cortos de Jacob; sólo levantaba la vista cuando tenía que mojar con sus labios los hilos de coser, o cuando un insecto volaba alrededor suyo, zumbaba justo al lado de su oído y luego se alejaba.
John iba y venía al trote, y le apoyaba con brusquedad, sobre la falda, algunas briznas de pasto u hojas muertas, que él llamaba “té” y que ella ordenaba metódicamente, aunque abstraída, orientando todas las hebras en la misma dirección, mientras pensaba que, otra vez, Archer había pasado la noche anterior en vela; el reloj de la iglesia estaba adelantado unos diez o trece minutos; deseó poder comprarse el terreno de los Garfit.
—Esta es una hoja de orquídea y tiene manchitas marrones. ¿Las ves, Johnny? Vamos, querido. Tenemos que ir a casa… ¡Ar-cher! ¡Ja-cob!
—¡Ar-cher! ¡Ja-cob! —berreó John después de su madre, y luego pivoteó sobre los talones y desparramó las hojas y las briznas de pasto que tenía en sus manos, como si estuviese esparciendo semillas para sembrarlas. Archer y Jacob aparecieron de un salto desde atrás de un montículo de tierra, donde habían permanecido agazapados con la intención de sorprender a su madre, y todos empezaron a caminar lentamente hacia la casa.
—¿Quién es aquel? —preguntó la señora Flanders, cubriéndose los ojos del sol.
—¿El viejo que está en el camino principal? —respondió Archer mirando hacia abajo.
—No es un viejo —dijo la señora Flanders—. Es… no, no es… Pensé que era el capitán, pero es el señor Floyd. Vengan, chicos, vamos.
—Uf, el pesado señor Floyd —dijo Jacob, y le arrancó la cabeza a un cardo porque ya sabía que el señor Floyd les iba a enseñar latín, tal como venía haciendo en sus ratos libres desde hacía tres años, por gentileza y también porque no había ningún otro caballero en los alrededores a quien la señora Flanders podría haberle pedido tal favor, dado que sus hijos más grandes ya empezaban a ser demasiado para ella, y porque los dos debían prepararse para ingresar a la escuela; todo aquello era mucho más de lo que la mayoría de los clérigos habría hecho: darse una vuelta después de la hora del té, o recibir a los muchachos en su propia casa cuando podía, porque estaba a cargo de una parroquia importante; y el señor Floyd —tal como había hecho su padre antes que él— visitaba varias casas que estaban en los páramos, a muchos kilómetros de distancia, y además —también al igual que el viejo señor Floyd— era un gran erudito, lo que hacía que toda la situación fuese aún más insólita: ella jamás hubiese soñado con que ocurriría una cosa así. ¿Debería haberlo adivinado? Porque, más allá de que él era un gran erudito, también era ocho años más joven que la señora Flanders. Si ella hasta había llegado a tratar a su madre, la anciana señora Floyd. Tomaban el té juntas a veces. Y fue, de hecho, una de esas tardes en que regresaba a su casa después de tomar el té con la señora Floyd que se encontró con aquella nota en el recibidor, y la llevó con ella hasta la cocina —donde le dio a Rebecca el pescado para la cena—, pensando que la nota debía contener algo relacionado con los chicos.
—La trajo el señor Floyd en persona, ¿verdad…? Creo que el queso quedó en el paquete que dejé en el recibidor… oh, en el recibidor… —ya estaba leyendo. Y no: no era sobre los chicos—. Sí, debería alcanzar también para las croquetas de pescado de mañana… Puede ser que el capitán Barfoot… —había llegado hasta la palabra “amor”. Salió al jardín y siguió leyendo apoyada contra el nogal para no perder el equilibrio. Su pecho subía y bajaba, agitado. Seabrook se le apareció vívidamente delante de los ojos. Sacudió la cabeza y fue entonces que, al mirar a través de las lágrimas el vacilante movimiento de las hojas contra el cielo amarillo, vio a tres gansos que huían por el jardín, a medias corriendo y a medias volando, mientras John iba detrás de ellos empuñando un palo.
La señora Flanders se encendió de furia.
—¿Cuántas veces te dije…? —le gritó, y después sacudió a su hijo. Le arrebató el palo y lo lanzó lejos.
—¡Pero se habían escapado! —gritó él a su vez, forcejeando para liberarse.
—¡No seas maleducado! Te lo pedí una y mil veces: ¡no quiero que persigas a los gansos! —le dijo y, con la carta del señor Floyd estrujada en un puño, sujetó a Johnny aun con más fuerza, para luego arrear a los gansos de vuelta hasta el corral.
“¿Cómo podría siquiera pensar en casarme?”, se preguntó con amargura mientras aseguraba el portón del huerto con un alambre. Siempre le habían disgustado los pelirrojos, pensó luego, esa noche, al recordar el aspecto del señor Floyd, cuando los chicos ya estaban acostados en la cama. Apartó entonces el costurero, acercó el papel secante, leyó la carta del señor Floyd de nuevo, y su pecho volvió a subir y a bajar cuando llegó a la palabra “amor”, pero ya sin tanta agitación porque visualizó la imagen de Johnny persiguiendo a los gansos y supo, entonces, que para ella era imposible volver a casarse con nadie, y mucho menos con el señor Floyd, que —amén de ser un buen hombre— era mucho más joven y demasiado erudito.
“Querido señor Floyd”, escribió… “¿Me habré olvidado del queso?”, se preguntó y dejó la lapicera a un costado. No, le había dicho a Rebecca que el queso estaba en el recibidor. “He quedado muy sorprendida…”, escribió.
Pero la carta que el señor Floyd encontró sobre la mesa a la mañana siguiente no empezaba diciendo: “He quedado muy sorprendida…”, sino que era una carta tan maternal, respetuosa, intrascendente y apesadumbrada que él la conservaría por tantísimos años, incluso mucho después de contraer matrimonio con la señorita Wimbush, de Andover, y mucho después de abandonar el pueblo. Porque pidió y le fue concedido el traslado a una parroquia de Sheffield; y cuando mandó a buscar a Archer, Jacob y John para despedirse, les dijo que podían elegir lo que quisieran de su estudio y conservarlo como recuerdo. Archer eligió un abrecartas porque prefirió no quedarse con nada que fuese demasiado bueno; Jacobeligió la obra completa de Byron reunida en un solo tomo; John, que aún era demasiado joven para tomar una decisión correcta, prefirió quedarse con el gatito del señor Floyd, y sus hermanos pensaron que se trataba de una elección absurda, pero el propio señor Floyd lo respaldó cuando le dijo:
—Tiene tu mismo pelaje.
Entonces, habló sobre la Armada Real (en la que se había alistado Archer), y sobre la prestigiosa escuela de la ciudad de Rugby (en la que habían anotado a Jacob), y al día siguiente recibió una bandeja de plata y se marchó: primero a Sheffield, donde conoció a la señorita Wimbush que estaba de paso visitando a un tío; luego, a Hackney; después, a Maresfield House, escuela que terminaría dirigiendo; y finalmente, cuando se convirtió en el editor de una conocida serie de biografías eclesiásticas, se retiró al barrio londinense de Hampstead con su esposa y su hija, donde es habitual verlo alimentando a los patos junto a las aguas del estanque, en Leg of Mutton