La letra escarlata
La letra escarlataINTRODUCCIÓNPREFACIO DEL AUTORÁ LA SEGUNDA EDICIÓN AMERICANALA ADUANA INTRODUCCIÓN Á LA LETRA ESCARLATAI LA PUERTA DE LA PRISIÓNII LA PLAZA DEL MERCADOIII EL RECONOCIMIENTOIV LA ENTREVISTAV ESTER AGUJA EN MANOVI PERLAVII LA SALA DEL GOBERNADORVIII LA NIÑA DUENDE Y EL MINISTROIX EL MÉDICOX EL MÉDICO Y SU PACIENTEXI EL INTERIOR DE UN CORAZÓNXII LA VIGILIA DEL MINISTROXIII OTRO MODO DE JUZGAR Á ESTERXIV ESTER Y EL MÉDICOXV ESTER Y PERLAXVI UN PASEO POR EL BOSQUEXVII EL PASTOR DE ALMAS Y SU FELIGRESAXVIII UN TORRENTE DE LUZXIX LA NIÑA JUNTO AL ARROYUELOXX EL MINISTRO PERDIDO EN UN LABERINTOXXI EL DÍA DE FIESTA EN LA NUEVA INGLATERRAXXII LA PROCESIÓNXXIII LA REVELACIÓN DE LA LETRA ESCARLATAXXIV CONCLUSIÓNPie de Imprenta
La letra escarlata
Nathaniel Hawthorne
INTRODUCCIÓN
AL presentar en lengua castellana la obra maestra del
novelista americano Nataniel Hawthorne, que sin duda es también una
de las más notables producciones de la literatura amena de los
Estados Unidos, hemos creído conveniente hacerla preceder de la
traducción de los párrafos que, á manera de prefacio, aparecen en
una de las últimas ediciones de esta novela en su idioma nativo.
Como verá el que lo leyere, se dan en dicho trabajo algunos
detalles, que no carecen de interés, acerca de la obra y de su
autor:—"LA LETRA ESCARLATA fué la primera producción de gran aliento
que escribió Hawthorne después de haberse dado á conocer con sus
"Cuentos dos veces referidos;" y también el primero de sus libros
que alcanzó popularidad. En el intermedio había publicado "El
Sillón del Abuelo," para niños, y "Musgos de una antigua morada;"
pero solo después de fijada su residencia en Salem, donde
desempeñaba el empleo de Administrador de la Aduana de aquel
puerto, fué cuando comenzó á experimentar la sensación, según
manifestó él mismo á un amigo suyo, de "que una novela le bullía en
el cerebro." Esta novela es la que hoy goza de fama universal y se
ofrece á los lectores en el presente volumen. La comenzó á
principios del invierno de 1849 á 1850, y la terminó en 3 de
Febrero del año últimamente nombrado. Al día siguiente de
concluída, escribió á su amigo Horacio Bridge
diciéndole:—"Ayer fué cuando vine á dar remate á mi libro, una parte del
cual, el principio, se hallaba ya en prensa en Boston, mientras la
otra, el final, aun yacía en las profundidades de mi cerebro, en
esta ciudad de Salem; de modo que, como Vd. vé, la historia tiene
por lo menos catorce millas de largo.[1]... Algunas partes
están escritas con vigor; pero mis producciones nunca se han
dirigido ni se dirigirán jamás á los sentimientos generales de la
humanidad, y por lo tanto no serán nunca muy populares; y si bien
hay personas que gustan mucho de mis escritos, hay otras á quienes
les son completamente indiferentes y no encuentran en ellos nada
digno de notarse. Precede á este libro una introducción (La Aduana)
en la que bosquejo mi vida de empleado: hay de vez en cuando en
ella ciertas pinceladas, que acaso la hagan más interesante que la
historia misma, la cual es en extremo sombría."Lo grave y lóbrego de la situación en que había colocado á
Ester y á Dimmesdale le abrumaban de tal modo, que decía de sí
mismo que, durante el invierno citado, su espíritu había sido "un
tegido de dolores." Hawthorne, á semejanza de Balzac, se aislaba
mientras estaba escribiendo una novela; y puede decirse, sin
exageración, que entonces apenas veía á nadie. En ciertas épocas de
su vida llegó á notarse que adelgazaba de una manera visible; y
hasta qué punto le conmovían las vicisitudes de los seres creados
por su imaginación, puede juzgarse por el siguiente pasaje de sus
"Notas inglesas," donde con fecha de 14 de Septiembre de 1855,
dice:—"Al hablar de Thackeray, no puedo menos que sorprenderme de
la indiferencia que mostraba respecto á las situaciones patéticas
de sus obras, y compararla con la emoción que experimenté yo al
leer á mi esposa la última escena deLa Letra
Escarlata, inmediatamente después de escrita. No
puedo decir que la leí, sino que traté de hacerlo, pues mi voz se
henchía y se elevaba, como si me viera levantado ó hundido,
alternativamente, por las olas del mar cuando comienza á calmarse
tras una tempestad."Ni sólo en las horas en que, pluma en mano, se empleaba
Hawthorne en la composición de sus ficciones embargaban éstas sus
potencias. Mientras estuvo escribiendoLa Letra
Escarlata, se le veía con frecuencia olvidarse
de cuanto le rodeaba, sumergido en profundo ensimismamiento.
Refiérese que un día, hallándose en este estado, tomó del costurero
de su esposa una pieza que ella estaba cosiendo, y la picó en
pedazos muy menudos, sin reparar en lo que había hecho. Esta
costumbre de destrucción inconsciente databa de su juventud. El que
esto escribe posee un sillón mecedor que usó Hawthorne, y del que
casi hizo desaparecer los brazos con un cortaplumas mientras estaba
en el colegio ó estudiando sus lecciones, ó divagando con la
imaginación por los espacios.En Febrero de 1850 fué terminadaLa Letra
Escarlata, pero no se publicó hasta el mes de
Abril; y aunque el editor, que era el Sr. Fields, formó el más
elevado concepto de su mérito como obra de arte, parece, sin
embargo, que no tenía mucha confianza en su valor comercial
inmediato, si hemos de juzgar por los hechos siguientes. La primera
edición fué de cinco mil ejemplares, lo que ya era un bonito
número; pero el tipo con que se había parado el libro se distribuyó
inmediatamente, lo que prueba que no se abrigaban muchas esperanzas
de obtener una venta rápida. Pero la edición desapareció en diez
días, y hubo necesidad de parar de nuevo todo el libro y
estereotiparlo para poder dar abasto á la demanda.Una prueba de la manera con que llevaba á cabo Hawthorne sus
tareas literarias, y de la madurez con que meditaba sus novelas
desde que concebía la primera idea, nos la ofrece su historia de
"Endicott y la Cruz Roja," escrita y publicada antes de 1845.
Háblase en esa producción de—"una joven dotada de belleza nada
común, cuyo destino fué llevar la letra A en el cuerpo del vestido,
á la vista de todo el mundo, y aun de sus mismos hijos, quienes
sabían lo que esa letra significaba. Como si se recreara en su
propia infamia aquella criatura perdida y llena de desesperación,
había bordado la divisa fatídica en paño de color escarlata, con
hilos dorados, y con todo el arte de que es capaz la aguja; de tal
modo, que aquella A mayúscula podría haberse tomado por la inicial
de la voz Admirable ó de otra por el estilo, excepto la de
Adúltera, que realmente significaba." Cuando se publicó dicha
historieta, la Srta. E. P. Peabody le escribió á un amigo: "Ya
oiremos algo más acerca de esta letra, pues es evidente que ha
hecho profunda impresión en el ánimo de Hawthorne." Muchos años
después de publicadas las líneas arriba citadas, que aparecen en
sus "Cuentos dos veces referidos," el castigo especial aludido en
ellas vino á transformarse, merced á una completa elaboración
mental, en el argumento deLa Letra
Escarlata.Es un hecho auténtico que el código puritano imponía
semejante castigo; y se supone que Hawthorne lo vió mencionado en
alguno de los archivos de Boston, y aún puede verse en las leyes de
la Colonia de Plymouth del año 1658. No hace mucho que el erudito
investigador de los anales de la Nueva Inglaterra, el Reverendo Dr.
Jorge Ellis, vecino de Boston, manifestó incidentalmente, en una
conferencia pública, que no había ni el más ligero asomo de verdad
en lo referente al carácter y personalidad del ministro que tan
importante papel desempeña enLa Letra
Escarlata. Sostiene el Dr. Ellis, que puesto que
se hace predicar á Dimmesdale el sermón de la elección el año en
que falleció el Gobernador Winthrop, es claro que Dimmesdale
personifica también al Reverendo Tomás Cobbett, vecino de Lynn, que
fué realmente quien predicó dicho sermón en el referido año; y
agregó que deseaba defender su memoria de cualquier sospecha que
pudiesen abrigar los que, como él, hubieran creído que Dimmesdale
era simplemente una máscara bajo la cual se ocultaba Cobbett, el
verdadero predicador de aquella época. En aquel tiempo, dijo, no
había en Boston sino una iglesia, y sus pastores ó ministros eran
Juan Wilson y Juan Cotton. En la novela se menciona á Wilson con su
propio nombre; de modo que no puede confundirse su identidad con la
de Dimmesdale; ni hay tampoco motivos para suponer que Hawthorne
tuviese la más ligera intención de que Juan Cotton ó Tomás Cobbett,
de Lynn, cargasen con el delito de su ministro imaginario. La mera
circunstancia de ser ficticio el nombre de Arturo Dimmesdale,
mientras el Reverendo Wilson y el Gobernador Bellingham figuran con
sus nombres y títulos verdaderos, debería constituir suficiente
prueba para no imputar los hechos de Dimmesdale al Reverendo
Cobbett, predicador genuino del sermón de la elección en 1649.
Téngase presente que esta disquisición erudita sirve tan sólo para
realzar la verosimilitud de la novela, por ser incuestionables su
verdad poética general y la posibilidad de que la acción pasara en
la Nueva Inglaterra de los primeros tiempos.Creo que hasta ahora no se ha mencionado la circunstancia de
que cuando tenía Hawthorne casi concluída la novela, leyó lo
escrito á su esposa, y preguntándole ésta cuál sería el desenlace,
obtuvo por toda respuesta: "Realmente no sé." Á su cuñada, la Srta.
Peabody, le dijo una vez: "La dificultad no estriba encómodecir las cosas, sino en lo que se
ha de decir,"—significando con esto, que cuando empezaba á escribir
algo, tenía ya el asunto tan bien estudiado y desenvuelto en su
cerebro, que sólo se trataba entonces de lo que debía elegirse; y
fácil es de comprender que, al llegar á la solución final de un
problema dificultoso, viéndose arrastrado en diversas direcciones
por los intereses contrarios de los diferentes personajes, vacilase
acerca del desenlace que tenía que dar á la obra.Cuando se publicóLa Letra
Escarlatarecibió Hawthorne numerosas cartas de
personas desconocidas que, ó habían delinquido, ó estaban en gran
peligro de delinquir, y se hallaban padeciendo las consecuencias de
su situación especial. Estas personas se dirigían al autor en
solicitud de consejos, como si se tratara de un amigo
experimentado, ó de un antiguo y venerable confesor.El capítulo titulado "La Aduana," que sirve de introducción á
la novela, destinado por Hawthorne á que formara una especie de
contraste con el cuadro sombrío de la historia, gracias á la
ligereza de las pinceladas y al buen humor que en él reinan,
realizó perfectamente el fin apetecido; pero en la época en que se
publicó, su inocente desenfado concitó contra el autor las iras de
algunos de los ciudadanos de Salem, que creyeron verse retratados á
lo vivo en los bosquejos de empleados de quienes ya nadie se
acuerda. Se asegura que hubo quien, á pesar de ser persona
inteligente, se abstuvo por completo en lo sucesivo de leer nada de
lo que Hawthorne escribió. ¡Extraña venganza que parece ideada
expresamente en perjuicio del que la perpetró, sin que el autor
padeciera lo más mínimo, pues nunca llegó á sus oídos semejante
resolución!Hasta aquí lo traducido. Poco tenemos que agregar á lo que en
las páginas que preceden se dice acerca del mérito de este notable
libro. Como se habrá visto en ellas, la primera edición, que constó
de 5,000 ejemplares, se agotó en el breve espacio de diez días.
Desde 1850, fecha en que se publicó LA LETRA ESCARLATA, su
reputación ha ido constantemente en aumento, y las ediciones de
todas clases y de todos precios, se han sucedido unas á otras, no
sólo en los Estados Unidos, sino en Inglaterra, gozando de una gran
popularidad en todos los países en que se habla el inglés. El
teatro se ha apoderado de la novela, y la ha convertido en drama:
tenemos noticias de dos. Uno, que se remonta á muchos años atrás,
es producción de un dramaturgo americano, no muy conocido, Gabriel
Harrison; el otro, más reciente, es obra del autor dramático inglés
J. Hatton, y se ha representado en estos últimos tiempos en los
teatros de Nueva York. Pero los dramas están muy por debajo de la
novela. Se habla también de hacer una ópera de esta vigorosa obra
maestra de la literatura novelesca de los Estados
Unidos.LA LETRA ESCARLATA se ha traducido á casi todos los idiomas
europeos. No conocemos versión alguna en castellano, á lo menos no
ha llegado á nuestras manos. En la presente hemos procurado
reproducir, hasta donde es posible, las peculiaridades del estilo
de Hawthorne, nada sencillo por cierto, antes al contrario,
elaboradísimo y abundante en toda clase de metáforas, imágenes y
comparaciones. Si lo hemos conseguido, el lector lo
dirá.F. S.
PREFACIO DEL AUTORÁ LA SEGUNDA EDICIÓN AMERICANA
CON gran sorpresa del autor, y habiéndole proporcionado, si
cabe, mayor divertimiento que sorpresa, ha llegado á sus noticias
que el bosquejo que sirve de introducción á LA LETRA ESCARLATA,
relativo á la vida oficial de los empleados de la Aduana de Salem,
ha sido causa de no poca algarada y agitación en la respetable
comunidad donde vive. Á duras penas habrían sido más intensos esos
sentimientos, si el autor hubiese reducido á cenizas el edificio de
la Aduana, apagando sus últimos rescoldos con la sangre de cierto
venerable personaje, contra quien se le supone la más negra
inquina. Y como la desaprobación del público, dado caso de
merecerla, habría sido insoportable para el autor, desea éste
manifestar que ha releído atentamente las páginas de dicha
introducción, con ánimo de suprimir ó alterar todo aquello que
pudiera parecer descomedido ó impropio, subsanando, en cuanto le
fuera dable, las atrocidades de que se le acusa. Sin embargo, lo
único que ha podido hallar en el bosquejo es cierto desenfado y
buen humor, unidos á la exactitud general con que ha expresado la
impresión sincera que dejaron en su ánimo los caracteres allí
descritos. Y en lo que hace á inquina, malquerencia, ó enemistad
alguna, ya política, ya personal, confiesa redondamente, que no hay
nada de eso. Quizás el tal bosquejo pudo haberse suprimido sin
pérdida para el público, ni detrimento del libro: pero una vez que
tomó la resolución de escribirlo, no cree que pudiera haberse
inspirado en sentimientos de mayor benevolencia, ni, hasta donde
alcanzan sus fuerzas, haberlo llevado á cabo con mayor
verdad.Por consiguiente, el autor se ve obligado á reimprimir el
bosquejo de introducción, sin alterar una palabra.N. H.
LA ADUANA INTRODUCCIÓN Á LA LETRA ESCARLATA
NO deja de ser singular que, á pesar de mi poca afición á
hablar de mi persona y de mis asuntos, ni aun á mis amigos íntimos
cuando estoy en mi hogar, al amor de la lumbre, se haya sin embargo
apoderado de mí, en dos ocasiones distintas, una verdadera comezón
autobiográfica al dirigirme al público. Fué la primera hará cosa de
tres ó cuatro años cuando, sin motivo justo que lo excusara, ni
razón de ninguna especie que pudieran imaginar el benévolo lector ó
el autor intruso, obsequié á aquel con una descripción de mi género
de vida en la profunda quietud de la "Antigua Mansión."[2]Y ahora, porque entonces, sin méritos que lo justificaran,
tuve uno ó dos oyentes, echo de nuevo mano al público por el ojal
de la levita, por decirlo así, y quieras que no quieras, me pongo á
charlar de mis vicisitudes durante los tres años que pasé en una
Aduana. Parece, no obstante, que cuando un autor da sus páginas á
la publicidad, se dirige, no á la multitud que arrojará á un lado
el libro, ó jamás lo tomará en las manos, sino á los muy contados
que lo comprenderán mejor que la mayoría de sus condiscípulos de
colegio ó sus contemporáneos. Y no faltan autores que en este punto
vayan aún más lejos, y se complazcan en ciertos detalles
confidenciales que pueden interesar sólo, y exclusivamente, á un
corazón único y á una inteligencia en perfecta simpatía con la
suya, como si el libro impreso se lanzara al vasto mundo con la
certeza de que ha de tropezar con el sér que forma el complemento
de la naturaleza del escritor, completando el círculo de su
existencia al ponerlos así en mutua comunicación. Sin embargo, no
me parece decoroso hablar de sí mismo sin reserva alguna, aun
cuando se haga impersonalmente. Pero como es sabido que si el
orador no se pone en completa é íntima relación con su auditorio,
los pensamientos carecerán de vida y color, y la frase quedará
desmayada y fría, es de perdonarse que nos imaginemos que un amigo,
sin necesidad de que sea muy íntimo, aunque sí benévolo y atento,
está prestando oídos á nuestra plática; y entonces, desapareciendo
nuestra reserva natural, merced á esta especie de intuición,
podremos charlar de las cosas que nos rodean, y aun de nosotros
mismos, pero siempre dejando que el recónditoYono se haga demasiado visible. Hasta
ese extremo, y dentro de estos límites, se me alcanza que un autor
puede ser autobiográfico, sin violar ciertas leyes y respetando
ciertas prerrogativas del lector y aun las consideraciones debidas
á su persona.Ya se echará de ver que este bosquejo de la Aduana no carece
de oportunidad, por lo menos de esa oportunidad apreciada siempre
en la literatura, puesto que explica la manera como llegaron á mis
manos muchas de las páginas que van á continuación, á la vez que
presenta una prueba de la autenticidad de la historia que en ellas
se refiere. En realidad, la única razón que he tenido para ponerme
en comunicación directa con el público, viene á ser el deseo de
presentarme como autor de la más larga de mis narraciones; y al
paso que realizaba mi objeto principal, me pareció que podría
permitírseme, por medio de unas cuantas pinceladas, dar una vaga
idea de un género de vida hasta ahora no descrito, bosquejando los
retratos de algunas de las personas que se mueven en ese círculo,
entre las cuales la casualidad ha hecho que se contara el
autor.Había en mi ciudad natal de Salem, hará cosa de medio siglo,
un muelle muy lleno de animación, y que hoy sucumbe bajo el peso de
almacenes de madera casi podrida. Apenas se ven otras señales de
vida comercial que uno que otro bergantín ó barca, atracado al
costado del melancólico muelle, descargando cueros, ó alguna goleta
de Nueva Escocia en que se está embreando un cargamento de leña que
ha de servir para hacer fuego en las chimeneas. Donde comienza este
dilapidado muelle, á veces cubierto por la marea, se alza un
espacioso edificio de ladrillos, desde cuyas ventanas se puede
disfrutar de la vista de la escena poco animada que presentan las
cercanías, y de la abundante hierba que crece por todas partes, y
han dejado tras sí los muchos años y el escaso movimiento
comercial. En el punto más alto del techo del espacioso edificio de
que se ha hecho mención, y precisamente durante tres horas y media
de cada día, á contar del mediodía, flota al aire ó se mantiene
tranquila, según que la brisa sople ó esté encalmada, la bandera de
la república, pero con las trece estrellas en posición vertical y
no horizontal, lo que indica que aquí existe un puesto civil, y no
militar, del gobierno del Tío Samuel.[3]Adorna la fachada un pórtico formado de media docena de
pilares de madera que sostienen un balcón, debajo del cual
desciende hacia la calle una escalera con anchas gradas de granito.
Encima de la entrada se cierne un enorme ejemplar del águila
americana, con las alas abiertas, un escudo en el pecho y, si la
memoria no me es infiel, un haz de rayos y dardos en cada garra.
Con la falta acostumbrada de carácter peculiar á esta malaventurada
ave, parece, á juzgar por la fiereza que despliegan su pico y ojos
y la general ferocidad de su actitud, que está dispuesta á castigar
al inofensivo vecindario, previniendo especialmente á todos los
ciudadanos que estimen en algo su seguridad personal, que no
perjudiquen la propiedad que proteje con sus alas. Sin embargo, á
pesar de lo colérico de su aspecto, muchas personas están tratando,
ahora mismo, de guarecerse bajo las alas del águila federal,
imaginando que su pecho posee toda la blandura y comodidad de una
almohada de edredón. Pero su ternura no es grande, en verdad, aun
en sus horas más apacibles, y tarde ó temprano,—más bien lo último
que lo primero,—puede arrojar del nido á sus polluelos, con un
arañazo de las garras, un picotazo, ó una escocedora herida causada
por sus dardos.El suelo alrededor del edificio que acabo de describir—que
una vez por todas llamaré la Aduana del Puerto—tiene las grietas
llenas de hierbas tan altas y en tal abundancia, que bien á las
claras demuestra que en los últimos tiempos no se ha visto muy
favorecido con la numerosa presencia de hombres de negocios. Sin
embargo, en ciertos meses del año suele haber alguno que otro
mediodía en que presenta un aspecto más animado. Ocasiones
semejantes pueden traer á la memoria de los ciudadanos ya entrados
en años, el tiempo aquel antes de la última guerra con
Inglaterra[4]en que Salem era un puerto de importancia, y no desdeñado
como lo es ahora por sus propios comerciantes y navieros, que
permiten que sus muelles se destruyan, mientras sus transacciones
mercantiles van á engrosar, innecesaria é imperceptiblemente, la
poderosa corriente del comercio de Nueva York ó Boston. En uno de
esos días, cuando han llegado casi á la vez tres ó cuatro buques,
por lo común de África ó de la América del Sur, ó cuando están á
punto de salir con ese destino, se oye el frecuente ruido de las
pisadas de los que suben ó bajan á toda prisa los escalones de
granito de la Aduana. Aquí, aun antes de que su esposa le haya
saludado, podemos estrechar la mano del capitán del buque recién
llegado al puerto, con los papeles del barco en deslustrada caja de
hojalata que lleva bajo el brazo. Aquí también se nos presenta el
dueño de la embarcación, de buen humor ó mal talante, afable ó
áspero, á medida que sus esperanzas acerca de los resultados del
viaje se habían realizado ó quedado fallidas; esto es, si las
mercancías traídas podían convertirse fácilmente en dinero, ó si
eran de aquellas que á ningún precio podrían venderse. Aquí
igualmente se veía el germen del mercader de arrugado ceño, barba
gris y rostro devorado de inquietud, en el joven dependiente, lleno
de viveza, que va adquiriendo el gusto del comercio, como el
lobezno el de la sangre, y que ya se aventura á remitir sus
mercancías en los buques de su principal, cuando sería mejor que
estuviera jugando con barquichuelos en el estanque del molino. Otra
de las personas que se presenta en escena es el marinero enganchado
para el extranjero, que viene en busca de un pasaporte; ó el que
acaba de llegar de un largo viaje, todo pálido y débil, que busca
un pase para el hospital. Ni debemos tampoco olvidar á los
capitanes de las goletas que traen madera de las posesiones
inglesas de la América del Norte; marinos de rudo aspecto, sin la
viveza del yankee, pero que contribuyen con una suma no
despreciable á mantener el decadente comercio de
Salem.La reunión de estas individualidades en un grupo, lo que
acontecía á veces, juntamente con la de otras personas de distinta
clase, infundía á la Aduana cierta vida durante algunas horas
convirtiéndola en teatro de escenas bastante animadas. Sin embargo,
lo que con más frecuencia se veía á la entrada del edificio, si era
en verano, ó en las habitaciones interiores, si era en invierno, ó
reinaba mal tiempo, era una hilera de venerables figuras sentadas
en sillones del tiempo antiguo cuyas patas posteriores estaban
reclinadas contra la pared. Con frecuencia también se hallaban
durmiendo; pero de vez en cuando se les veía departir unos con
otros en una voz que participaba del habla y del ronquido, y con
aquella carencia de energía peculiar á los internos de un asilo de
pobres y á todos los que dependen de la caridad pública para su
subsistencia, ó de un trabajo en que reina el monopolio, ó de
cualquiera otra ocupación que no sea un trabajo personal é
independiente. Todos estos ancianos caballeros,—sentados como San
Mateo cuando cobraba las alcabalas, pero que de seguro no serán
llamados como aquel á desempeñar una misión apostólica,—eran
empleados de Aduana.Al entrar por la puerta principal del edificio se vé á mano
izquierda un cuarto ú oficina de unos quince pies cuadrados de
superficie, aunque de mucha altura, con dos ventanas en forma de
arco, desde donde se domina el antedicho dilapidado muelle, y una
tercera que da á una estrecha callejuela, desde donde se vé también
una parte de la calle de Derby. De las tres ventanas se divisan
igualmente tiendas de especieros, de fabricantes de garruchas,
vendedores de bebidas malas, y de velas para embarcaciones. Delante
de las puertas de dichas tiendas generalmente se ven grupos de
viejos marineros y de otros frecuentadores de los muelles,
personajes comunes á todos los puertos de mar, charlando, riendo y
fumando. El cuarto de que hablo está cubierto de muchas telarañas y
embadurnado con una mano de pintura vetustísima; su pavimento es de
arena parduzca, de una clase que ya en ninguna parte se usa; y del
desaseo general de la habitación bien puede inferirse que es un
santuario en que la mujer, con sus instrumentos mágicos, la escoba
y el estropajo, muy rara vez entra. En cuanto á mueblaje y
utensilios, hay una estufa con un tubo ó cañón voluminoso; un viejo
pupitre de pino con un taburete de tres pies; dos ó tres sillas con
asientos de madera, excesivamente decrépitas y no muy seguras;
y—para no olvidar la Biblioteca—unos treinta ó cuarenta volúmenes
de las Sesiones del Congreso de los Estados Unidos y un ponderoso
Digesto de las Leyes de Aduana, todo esparcido en algunos
entrepaños. Hay, además, un tubo de hoja de lata que asciende hasta
el cielo de la habitación, atravesándolo, y establece una
comunicación vocal con otras partes del edificio. Y en el cuarto
descrito, habrá de esto unos seis meses, paseándose de rincón á
rincón, ó arrellanado en el taburete, de codos sobre el pupitre,
recorriendo con la vista las columnas del periódico de la mañana,
podrías haber reconocido, honrado lector, al mismo individuo que ya
te invitó en otro libro[5]á su reducido estudio, donde los rayos del sol brillaban tan
alegremente al través de las ramas de sauce, al costado occidental
de la Antigua Mansión. Pero si se te ocurriera ahora ir allí á
visitarle, en vano preguntarías por el Inspector de marras. La
necesidad de reformas y cambios motivada por la política, barrió
con su empleo, y un sucesor más meritorio se ha hecho cargo de su
dignidad, y también de sus emolumentos.Esta antigua ciudad de Salem,—mi ciudad natal,—y no obstante
haber vivido mucho tiempo lejos de ella, tanto en mi infancia como
más entrado en años, es, ó fué objeto de un cariño de parte mía de
cuya intensidad jamás pude darme cuenta en las temporadas que en
ella residí. Porque, en honor de la verdad, si se considera el
aspecto físico de Salem, con su suelo llano y monótono, con sus
casas casi todas de madera, con muy pocos ó casi ningún edificio
que aspire á la belleza arquitectónica,—con una irregularidad que
no es ni pintoresca, ni rara, sino simplemente común,—con su larga
y soñolienta calle que se prolonga en toda la longitud de la
península donde está edificada,—y que estos son los rasgos
característicos de mi ciudad natal, tanto valdría experimentar un
cariño sentimental hacia un tablero de ajedrez en desorden. Y sin
embargo, aunque más feliz indudablemente en cualquiera otra parte,
allá en lo íntimo de mi sér existe un sentimiento respecto de la
vieja ciudad de Salem, al que, por carecer de otra expresión mejor,
me contentaré con llamarlo apego, y que acaso tiene su origen en
las antiguas y profundas raíces que puede decirse ha echado mi
familia en su suelo. En efecto, hace ya cerca de dos siglos y
cuarto que el primer emigrante británico de mi apellido hizo su
aparición en el agreste establecimiento rodeado de selvas, que
posteriormente se convirtió en una ciudad. Y aquí han nacido y han
muerto sus descendientes, y han mezclado su parte terrenal con el
suelo, hasta que una porción no pequeña del mismo debe de tener
estrecho parentesco con esta envoltura mortal en que, durante un
corto espacio de tiempo, me paseo por sus calles. De consiguiente,
el apego y cariño de que hablo, viene á ser simplemente una
simpatía sensual del polvo hacia el polvo.Pero sea de ello lo que fuere, ese sentimiento mío tiene su
lado moral. La imagen de aquel primer antepasado, al que la
tradición de la familia llegó á dotar de cierta grandeza vaga y
tenebrosa, se apoderó por completo de mi imaginación infantil, y
aún puedo decir que no me ha abandonado enteramente, y que mantiene
vivo en mí una especie de sentimiento doméstico y de amor á lo
pasado, en que por cierto no entra por nada el aspecto presente de
la población. Se me figura que tengo mucho más derecho á residir
aquí, á causa de este progenitor barbudo, serio, vestido de negra
capa y sombrero puntiagudo, que vino ha tanto tiempo con su Biblia
y su espada, y holló esta tierra con su porte majestuoso, é hizo
tanto papel como hombre de guerra y hombre de paz,—tengo mucho más
derecho, repito, merced á él, que el que podría reclamar por mí
mismo, de quien nadie apenas oye el nombre ni vé el rostro. Ese
antepasado mío era soldado, legislador, juez: su voz se obedecía en
la iglesia; tenía todas las cualidades características de los
puritanos, tanto las buenas como las malas. Era también un
inflexible enemigo, de que dan buen testimonio los cuákeros en sus
historias, en las que, al hablar de él, recuerdan un incidente de
su dura severidad para con una mujer de su secta, suceso que es de
temerse durará más tiempo en la memoria de los hombres que
cualquiera otra de sus buenas acciones, con ser estas no pocas. Su
hijo heredó igualmente el espíritu de persecución, y se hizo tan
conspícuo en el martirio de las brujas,[6]que bien puede decirse que la sangre de éstas ha dejado una
mancha en su nombre. Ignoro si estos antepasados míos pensaron al
fin en arrepentirse y pedir al cielo que les perdonara sus
crueldades; ó si aún gimen padeciendo las graves consecuencias de
sus culpas, en otro estado. De todos modos, el que estas líneas
escribe, en su calidad de representante de esos hombres, se
avergüenza, en su nombre, de sus hechos, y ruega que cualquiera
maldición en que pudieran haber incurrido,—de que ha oído hablar, y
de que parece dar testimonio la triste y poco próspera condición de
la familia durante muchas generaciones,—desaparezca de ahora en
adelante y para siempre.No hay, sin embargo, duda de que cualquiera de esos sombríos
y severos puritanos habría creído que era ya suficiente expiación
de sus pecados, ver que el antiguo tronco del árbol de la familia,
después de transcurridos tantos y tantos años que lo han cubierto
de venerable musgo, haya venido á producir, como fruto que adorna
su cima, un ocioso de mi categoría. Ninguno de los objetos que más
caros me han sido, lo considerarían laudable; cualquiera que fuese
el buen éxito obtenido por mí,—si es que en la vida, excepto en el
círculo de mis afectos domésticos, me ha sonreído alguna vez el
buen éxito,—habría sido juzgado por ellos como cosa sin valor
alguno, si no lo creían realmente deshonroso. "¿Qué es
él?"—pregunta con una especie de murmullo una de las dos graves
sombras de mis antepasados á la otra. "¡Un escritor de libros de
historietas! ¿Qué clase de ocupación es esta? ¿Qué manera será esta
de glorificar á Dios, y de ser durante su vida útil á la humanidad?
¡Qué! Ese vástago degenerado podría con el mismo derecho ser un
rascador de violín." ¡Tales son los elogios que me prodigan mis
abuelos al través del océano de los años! Y á pesar de su desdén,
es innegable que en mí hay muchos de los rasgos característicos de
su naturaleza.Plantado, por decirlo así, con hondas raíces el árbol de mi
familia por esos dos hombres serios y enérgicos en la infancia de
la ciudad de Salem, ha subsistido ahí desde entonces; siempre digno
de respeto; nunca, que yo sepa, deshonrado por ninguna acción
indigna de alguno de sus miembros; pero, rara vez, ó nunca,
habiendo tampoco realizado, después de las dos primeras
generaciones, hecho alguno notable ó que por lo menos mereciere la
atención del público. Gradualmente la familia se ha ido haciendo
cada vez menos visible, á manera de las casas antiguas que van
desapareciendo poco á poco merced á la lenta elevación del terreno,
en que parece como que se van hundiendo. Durante más de cien años,
padres é hijos buscaron su ocupación en el mar: en cada generación
había un capitán de buque encanecido en el oficio, que abandonaba
el alcázar del barco y se retiraba al antiguo hogar de la familia,
mientras un muchacho de catorce años ocupaba el puesto hereditario
junto al mástil, afrontando la ola salobre y la tormenta que ya
habían azotado á su padre y á su abuelo. Andando el tiempo, el
muchacho pasaba del castillo de proa á la cámara del buque: allí
corrían entre tempestades y calmas los años de su juventud y de su
edad viril, y regresaba de sus peregrinaciones por el mundo á
envejecer, morir, y mezclar su polvo mortal con el de la tierra que
le vió nacer. Esta prolongada asociación de la familia con un mismo
lugar, á la vez su cuna y su sepultura, crea cierta especie de
parentesco entre el hombre y la localidad, que nada tiene que ver
con la belleza del paisaje ni con las condiciones morales que le
rodean. Puede decirse que no es amor sino instinto. El nuevo
habitante,—procedente de un país extranjero, ya fuere él, ó su
padre, ó su abuelo,—no posee títulos á ser llamado Salemita; no
tiene idea de esa tenacidad, parecida á la de la ostra, con que un
antiguo morador se apega al sitio donde una generación tras otra
generación se ha ido incrustando. Poco importa que el lugar le
parezca triste; que esté aburrido de las viejas casas de madera,
del fango y del polvo, del viento helado del Este y de la atmósfera
social aun más helada,—todo esto, y cualesquiera otras faltas que
vea ó imagine ver, nada tienen que hacer con el asunto. El encanto
sobrevive, y tan poderoso como si el terruño natal fuera un paraíso
terrestre. Eso es lo que ha pasado conmigo. Yo casi creía que el
destino me forzaba á hacer de Salem mi hogar, para que los rasgos
de las fisonomías y el temple del carácter que por tanto tiempo han
sido familiares aquí,—pues cuando un representante de la raza
descendía á su fosa, otro continuaba, por decirlo así, la
acostumbrada facción de centinela en la calle principal,—aún se
pudieran ver y reconocer en mi persona en la antigua población. Sin
embargo, este sentimiento mismo viene á ser una prueba de que esa
asociación ha adquirido un carácter enfermizo, y que por lo tanto
debe, al fin, cesar por completo. La naturaleza humana, lo mismo
que un árbol, no florecerá ni dará frutos si se planta y se vuelve
á plantar durante una larga serie de generaciones en el mismo
terreno ya cansado. Mis hijos han nacido en otros lugares, y hasta
donde dependiere de mí, irán á echar raíces en terrenos
distintos.Al salir de la Antigua Mansión, fué principalmente este
extraño, apático y triste apego á mi ciudad natal, lo que me trajo
á desempeñar un empleo oficial en el gran edificio de ladrillos que
he descrito, y servía de Aduana, cuando hubiera podido ir, quizá
con mejor fortuna, á otro punto cualquiera. Pero estaba escrito. No
una vez, ni dos, sino muchas, había salido de Salem, al parecer
para siempre, y de nuevo había regresado á la vieja población, como
si Salem fuera para mí el centro del universo.Pues bien, una mañana, muy bella por cierto, subí los
escalones de granito de que he hablado, llevando en el bolsillo mi
nombramiento de Inspector de Aduana, firmado por el Presidente de
los Estados Unidos, y fuí presentado al cuerpo de caballeros que
tenían que ayudarme á sobrellevar la grave responsabilidad que
sobre mis hombros arrojaba mi empleo.Dudo mucho, ó mejor dicho, creo firmemente, que ningún
funcionario público de los Estados Unidos, civil ó militar, haya
tenido bajo sus órdenes un cuerpo de veteranos tan patriarcales
como el que me cupo en suerte. Cuando los ví por vez primera, quedó
resuelta para mí la cuestión de saber dónde se hallaba el vecino
más antiguo de la ciudad. Durante más de veinte años, antes de la
época de que hablo, la posición independiente del Administrador
había conservado la Aduana de Salem al abrigo del torbellino de las
vicisitudes políticas que hacen generalmente tan precario todo
destino del Gobierno. Un militar,—uno de los soldados más
distinguidos de la Nueva Inglaterra,—se mantenía firmemente sobre
el pedestal de sus heroicos servicios; y, considerándose seguro en
su puesto, merced á la sabia liberalidad de los Gobiernos sucesivos
bajo los cuales había mantenido su empleo, había sido también el
áncora de salvación de sus subordinados en más de una hora de
peligro. El general Miller no era, por naturaleza, amigo de
variaciones: era un hombre de benévola disposición en quien la
costumbre ejercía no poco influjo, apegándose fuertemente á las
personas cuyo rostro le era familiar, y con dificultad se decidía á
hacer un cambio, aun cuando éste trajera aparejada una mejora
incuestionable. Así es que al tomar posesión de mi destino, hallé
no pocos empleados ancianos. Eran, en su mayor parte, antiguos
capitanes de buque, que después de haber rodado por todos los mares
y haber resistido firmemente los huracanes de la vida, habían al
fin echado el ancla en este tranquilo rincón del mundo, en donde
con muy poco que los perturbara, excepto los terrores periódicos de
una elección presidencial, que podría dejarlos cesantes, tenían
asegurada la subsistencia y hasta casi una prolongación de la vida;
porque si bien tan expuestos como los otros mortales á los achaques
de los años y sus enfermedades, tenían evidentemente algún
talismán, amuleto ó algo por el estilo, que parecía demorar la
catástrofe inevitable. Se me dijo que dos ó tres de los empleados
que padecían de gota y reumatismo, ó quizá estaban clavados en sus
lechos, ni por casualidad se dejaban ver en la Aduana durante una
gran parte del año; pero una vez pasado el invierno, se arrastraban
perezosamente al calor de los rayos de Mayo ó Junio, desempeñando
lo que ellos llamaban su deber, y tomando de nuevo cama cuando
mejor les parecía. Tengo que confesar que abrevié la existencia
oficial de más de uno de estos venerables servidores de la
República. Á petición mía, se les permitió que descansaran de sus
arduas labores; y poco después,—como si el único objeto de su vida
hubiera sido su celo por el servicio del país,—pasaron á un mundo
mejor. No deja sin embargo de servirme de piadoso consuelo la idea
de que, gracias á mi intervención, se les concedió tiempo
suficiente para que se arrepintieran de las malas y corruptas
costumbres en que, como cosa corriente, se supone que tarde ó
temprano cae todo empleado de Aduana, pues sabido es que de dicha
institución no arranca senda alguna que nos lleve derechamente al
Paraíso.La mayor parte de mis subordinados pertenecía á un partido
político distinto del mío. Y no fué poca fortuna para aquella
venerable fraternidad, que el nuevo Inspector no fuera lo que se
llama un politicastro, ni hubiera recibido su empleo en recompensa
de servicios prestados en el terreno de la política. De lo
contrario, al cabo de un mes de haber subido el ángel exterminador
las escaleras de la Aduana, ni un solo hombre del antiguo personal
de funcionarios hubiera quedado en pie. Y en remate de cuentas, no
habría hecho ni más ni menos que conformarse á la costumbre
establecida en casos semejantes por la política. Bien visible era
que aquellos viejos lobos marinos temían que yo hiciera algo
parecido; y no poca pena, mezclada con cierta risa, produjeron en
mí los terrores á que dió origen mi llegada, al notar cómo aquellos
rostros curtidos por medio siglo de exposición á las tempestades
del mar, palidecían al ver á un individuo tan inofensivo como yo; ó
al percibir, cuando alguno me hablaba, el temblor de una vez que,
en años ya remotos, acostumbraba resonar en la bocina del buque tan
ronca y vigorosa que habría causado espanto al mismísimo Bóreas.
Muy bien sabían aquellos excelentes ancianos que, según las
prácticas usuales, y, respecto de algunos de ellos en razón de su
falta de aptitud para los negocios, deberían haber cedido sus
puestos á hombres más jóvenes, de distinto credo político, y más
adecuados para el servicio de nuestro Gobierno. Yo también lo
sabía, pero no pude resolverme á proceder de acuerdo con ese
conocimiento. Por lo tanto, con grande y merecido descrédito mío, y
considerable detrimento de mi conciencia oficial, continuaron,
durante mi época de mando arrastrándose, como quien dice, por los
muelles, y subiendo y bajando las escaleras de la Aduana. Una parte
del tiempo, no poca en honor de la verdad, la pasaban dormidos en
sus rincones acostumbrados, con las sillas reclinadas contra la
pared, despertando sin embargo una ó dos veces al mediodía para
aburrirse mutuamente refiriéndose, por la milésima vez, sus viejas
historias marítimas y sus chistes ó enmohecidas jocosidades que ya
todos se sabían de memoria.Me parece que no tardaron en descubrir que el nuevo jefe era
hombre de buena pasta, de quien no había mucho que temer. De
consiguiente, con corazones contentos y con la íntima convicción de
creerse empleados de utilidad y provecho,—á lo menos en beneficio
propio, si no en el de nuestra amada patria,—estos santos varones
continuaron desempeñando, nominalmente, en realidad de verdad, sus
varios empleos. ¡Con qué sagacidad, auxiliados por sus grandes
espejuelos, dirigían una mirada al interior de las bodegas de los
buques! ¡Qué gresca armaban á veces con motivo de nimiedades,
mientras otras, con maravillosa estupidez, dejaban pasar por alto
cosas verdaderamente dignas de toda atención! Cuando algo por el
estilo acontecía, por ejemplo, cuando un carromato cargado de
valiosas mercancías había sido trasbordado subrepticiamente á
tierra, en pleno mediodía, bajo sus mismas narices, sin que se lo
olieran, era de ver entonces la energía y actividad que
desplegaban, cerrando á doble llave todas las escotillas y
aperturas del buque delincuente, redoblando la vigilancia, de tal
modo, que en vez de recibir una reprimenda por su anterior
negligencia, parecía que eran más bien acreedores á todo elogio por
su celo y sus medidas precautorias, después que el mal estaba hecho
y no tenía remedio.Á no ser que las personas con quienes tenga yo algún trato,
sean en extremo displicentes y desagradables, es mi costumbre,
tonta si se quiere, cobrarles afecto; pues las cualidades mejores
de mis compañeros, caso que las tengan, son las que comunmente
noto, y constituyen el rasgo saliente que me hace apreciar al
hombre. Como la mayor parte de aquellos viejos empleados del
resguardo tenían buenas cualidades, y como mi posición respecto de
ellos era casi paternal y protectora, y favorable por lo tanto al
desarrollo de sentimientos amistosos, pronto se granjearon todos mi
cariño. En el verano, al mediodía, cuando los fuertes calores que
casi hacían derretir al resto del género humano apenas si
vivificaban sus soñolientos organismos, era sumamente grato oirlos
charlar recostados todos en hilera, como de costumbre, contra la
pared, trayendo á la memoria los chistes ya helados de pasadas
generaciones que se referían, medio balbuciendo, entre sonoras
carcajadas. He notado que, exteriormente por lo menos, la alegría
de los ancianos tiene muchos puntos de contacto con la de los
niños, en cuanto que ni la inteligencia ni un profundo sentimiento
humorístico entran por algo en el asunto. Tanto en el niño como en
el anciano viene á ser á manera de un rayo de sol que juguetea
sobre la superficie, impartiendo un aspecto luminoso y risueño, lo
mismo á la rama verde del árbol, que al tronco decaído y seco. Sin
embargo, en uno es un verdadero rayo de sol; en el otro, se asemeja
más bien al brillo fosforescente de la madera
carcomida.Sería realmente injusto que el lector llegase á creer que
todos mis excelentes viejos amigos estaban chocheando. En primer
lugar, no todos eran ancianos: había, entre mis compañeros
subordinados, hombres en toda la lozanía y fuerza de la edad:
hábiles, inteligentes, enérgicos, y en todo y por todo superiores á
la ocupación rutinaria á que los había condenado su mala estrella.
Además, las canas de más de uno cubrían un cerebro dotado de
inteligencia conservada en muy buenas condiciones. Pero respecto á
la mayoría de mi cuerpo de veteranos, no cometo injusticia alguna
si la califico, en lo general, de conjunto de seres fastidiosos que
de su larga y variada experiencia de la vida no habían sacado nada
que valiera la pena de conservarse. Se diría que, habiendo
esparcido á todos los vientos los granos de oro de la sabiduría
práctica que tuvieron tantas oportunidades de atesorar, habían
conservado, con el mayor esmero, tan sólo la inútil é inservible
cáscara. Hablaban con mayor interés y abundancia de corazón de lo
que habían almorzado aquel día, ó de la comida del anterior, ó de
la que harían el siguiente, que del naufragio de hace cuarenta ó
cincuenta años, y de todas las maravillas del mundo que habían
visto con sus ojos juveniles.El abuelo de la Aduana, el patriarca, no sólo de este
reducido grupo de empleados, sino estoy por decir que de todo el
personal respetable de todas las Aduanas de los Estados Unidos, era
cierto funcionario inamovible. Podría apellidársele, con toda
exactitud, el hijo legítimo del sistema aduanero, nacido y criado
en el regazo de esta noble institución, como que su padre, coronel
de la guerra de la Independencia, y en otro tiempo Administrador de
Aduana, había creado para él un destino en una época que pocos de
los hombres que hoy viven pueden recordar. Cuando conocí á este
empleado, tendría á cuestas sus ochenta años, poco más ó menos: con
las mejillas sonrosadas; cuerpo sólido y trabado; levita azul de
brillantes botones; paso vigoroso y rápido, y aspecto sano y
robusto, parecía, si no joven, por lo menos una nueva creación de
la Madre Naturaleza en forma de hombre, con quien ni la edad ni los
achaques propios de ella, nada tenían qué hacer. Su voz y su risa,
que resonaban constantemente en todos los ámbitos de la Aduana, no
adolecían de ese sacudimiento trémulo á manera de cacareo de
gallina tan común en la vejez: parecíase al canto de un gallo ó al
sonido de un clarín. Considerándole simplemente desde el punto de
vista zoológico,—y tal vez no había otro modo de considerarlo,—era
un objeto realmente interesante, al observar cuan saludable y sana
era su constitución, y la aptitud que en su avanzada edad tenía
para gozar de todos ó de casi todos los placeres á que siempre
había aspirado. La certidumbre de tener la existencia asegurada en
la Aduana, viéndose exento de cuidados, y casi sin temores de ser
dado de baja, junto con el salario que recibía puntualmente, habían
sin duda contribuído á que los años pasaran por él sin dejar
ninguna huella. Sin embargo, había causas mucho más poderosas, que
consistían en la rara perfección de su naturaleza física, la
moderada proporción de su inteligencia, y el papel tan reducido que
desempeñaban en él las cualidades morales y espirituales, que para
decir la verdad, á duras penas bastaban para impedir que el anciano
caballero imitase en la manera de andar al rey Nabucodonosor
durante los años de su transformación. La fuerza de su pensamiento
era nula; la facultad de experimentar afectos, ninguna; y en cuanto
á sensibilidad, cero. En una palabra, en él no había sino unos
cuantos instintos que, auxiliados por el buen humor que era el
resultado inevitable de su bienestar físico, hacían las veces de
corazón. Se había casado tres veces, y otras tantas había
enviudado: era el padre de veinte niños, la mayor parte de los
cuales había pagado, á diversas edades, el tributo común á la madre
tierra. Esto es bastante para hacernos suponer que la naturaleza
más feliz, el hombre más contento con su suerte, tenía que dar
cabida á un dolor suficiente para engendrar cierto sentimiento de
melancolía. ¡Nada de esto con nuestro anciano empleado! En un breve
suspiro se exhalaba toda la tristeza de estos recuerdos; y al
momento siguiente estaba tan dispuesto y alegre como un niño; mucho
más que el escribiente más joven de la Aduana que, á pesar de no
contar sino diez y nueve años de edad, era con todo un hombre más
grave y reposado que el octogenario oficial del
resguardo.Yo estudiaba y observaba á este personaje patriarcal con una
curiosidad mayor que la que hasta entonces me hubiera inspirado
ningún sér humano; pues era, en realidad, un raro fenómeno: tan
perfecto y completo, desde un punto de vista, como superficial,
ilusorio, impalpable, y absolutamente insignificante desde
cualquiera otro. Llegué á creer á puño cerrado que ese individuo no
tenía ni alma, ni corazón, ni intelecto, ni nada, como ya he dicho,
excepto instintos; y sin embargo, de tal manera estaba compaginado
lo poco que en realidad había en él, que no producía una impresión
penosa de deficiencia; antes al contrario, por lo que á mí hace, me
daba por muy satisfecho con lo que en él había hallado. Difícil
sería concebir su existencia espiritual futura, en vista de lo
completamente terrenal y material que parecía; pero es lo cierto
que su existencia en este mundo nuestro, suponiendo que terminara
con su último aliento, no le había sido concedida bajo duras
condiciones: su responsabilidad moral no era mayor que la de los
seres irracionales, aunque poseyendo mayores facultades que ellos
para gozar de la vida, y viéndose exento igualmente de los achaques
y tristezas de la vejez.En un particular les era vasta, inmensamente superior: en la
facultad de recordar las buenas comidas de que había disfrutado y
que constituían no pequeña parte de su felicidad terrenal. Era un
gastrónomo consumado. Oirle hablar de un asado, bastaba ya para
despertar nuestro apetito; y como nunca poseyó otras dotes
superiores, ni pervirtió ni sacrificó ningún don espiritual
anteponiéndolo á la satisfacción de su paladar y de su estómago, me
causaba siempre gran placer oirle discurrir acerca del pescado, de
la volatería, de los mariscos, y de la diversidad de carnes,
espaciándose en lo referente al mejor modo de condimentarlos y
servirlos en la mesa. Sus reminiscencias de una buena comida, por
antigua que fuera su fecha, eran tan vivas que parecía que estaba
realmente aspirando el olor de un lechoncito asado ó de un pavo
trufado. Su paladar conservaba todavía el sabor de manjares que
había comido hacía sesenta ó setenta años, como si se tratara de
las chuletas de carnero del almuerzo de aquel día. Recordaba con
verdadero deleite, con fruición sin igual, un pedazo de lomo asado,
ó un pollo especial, ó un pavo digno de particular elogio, ó un
pescado notable, ú otro manjar cualquiera que adornó su mesa allá
en los días de su primera juventud; mientras los grandes
acontecimientos de que había sido teatro el mundo durante los
largos años de su existencia, habían pasado por él como pasa la
brisa, sin dejar la menor huella. Hasta donde me ha sido dable
juzgar, el acontecimiento más trágico de su vida, fué cierto
percance con un pato que dejó de existir hace treinta ó cuarenta
años, pato cuyo aspecto auguraba momentos deliciosos; pero que una
vez en la mesa, resultó tan inveteradamente duro, que el trinchante
no hizo mella alguna en él, y hubo necesidad de apelar á una hacha
y á un serrucho de mano para dividirlo.Pero es tiempo ya de terminar este retrato, aunque tendría el
mayor placer en dilatarme en él indefinidamente, pues de todos los
hombres que he conocido, este individuo me parece el más apropósito
para vista de Aduana. La mayoría de las personas, debido á causas
que no tengo tiempo ni espacio para explicar, experimentan una
especie de detrimento moral en consecuencia del género peculiar de
vida de dicha profesión. El anciano funcionario era incapaz de
experimentarlo; y si pudiera continuar desempeñando su empleo hasta
el fin de los siglos, seguiría siendo tan bueno como era entonces,
y se sentaría á la mesa para comer con tan excelente apetito como
de costumbre.