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Históricamente, el ser humano se ha visto dominado por la melancolía; si es reprimida, acaba manifestándose en forma de ansiedad, depresión y xenofobia... Hermsen propone en este revelador texto que es posible entenderla y asumirla para redefinir nuestra relación con el entorno. La melancolía, uno de los sentimientos más complejos y ambivalentes, ha sido considerada de formas muy distintas a lo largo de la historia; en la Edad Media era una «enfermedad diabólica», en el Renacimiento se vinculaba con la reflexión y la sabiduría, y en el Romanticismo era una cualidad que incentivaba la creatividad y el arte. En nuestros días, la cultura del rendimiento y competitividad a cualquier precio propicia estados de estrés, confusión y depresión, así como consecuencias políticas y culturales que nos afectan a todos. En este ensayo, lúcido y necesario, la filósofa Joke J. Hermsen muestra al ser humano como un Homo melancholicus, capaz de transformar la certeza de la pérdida y de la fugacidad del tiempo en creatividad y esperanza, pero también proclive a caer en el lado oscuro y sumirse en el miedo y la depresión. De la mano de pensadores como Hannah Arendt, Ernst Bloch y Lou Andreas-Salomé, la autora investiga las circunstancias en las que el ser humano dispone de suficiente valor, determinación y esperanza para superar la pérdida y establecer una nueva relación con el mundo y consigo mismo.
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Seitenzahl: 235
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Edición en formato digital: octubre de 2019
La editorial agradece el apoyo de la Dutch Foundation for Literature.
Título original: Melancholie van de onrust
En cubierta: The threatened swan, before (1652)
Heritage image partnership Ltd./ Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© 2017 by J. J. Hermsen
Published in 2017 by Uitgeverij De Arbeiderspers, Amsterdam
Translation rights arranged by SvH Literarische Agentur
All rights reserved
© De la traducción, Gonzalo Fernández Gómez
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17996-27-7
Conversión a formato digital: María Belloso
Nota del traductor
1 El cisne amenazado
2 Melancolía. Un fenómeno de todos los tiempos y todas las culturas
3 Melancolía e infancia
4 Melancolía y arte
5 Melancolía y catarsis
6 Melancolía y ansiedad
7 Melancolía y natalidad
8 La melancolía y el mundo, antes y ahora
9 Melancolía de la esperanza
Agradecimientos
Bibliografía
Joke Hermsen cita y parafrasea en esta obra a gran cantidad de autores, utilizando para ello principalmente fuentes en neerlandés —su lengua materna—, pero también en alemán, francés e inglés. Sus opciones léxicas y sus interpretaciones de obras clásicas o contemporáneas no siempre coinciden con las traducciones existentes en español. Para ser fiel al espíritu de la obra y garantizar la homogeneidad léxica y sintáctica del texto, todas las citas de otros autores son traducciones propias siguiendo la versión de Hermsen, salvo allí donde se ha encontrado una traducción al español que coincide con las opciones de la autora, en cuyo caso se indica la fuente utilizada en la correspondiente nota a pie de página.
Jan Asselijn, El cisne amenazado (1650)
La depresión es melancolía desprovista de su encanto.
SUSAN SONTAG
Majestuoso y sereno se desliza por la superficie del lago con su largo y blanquísimo cuello alzado hacia el cielo, pero con las patas remueve el fango del fondo y enturbia el agua. Ningún animal simboliza nuestra melancolía mejor que el cisne, un ave que fascina por su dignidad y por la elegancia de sus movimientos, pero también impone respeto cuando bate sus enormes alas y eleva el cuerpo por encima del agua. Al igual que ocurre con la melancolía, en el cisne confluyen muchos extremos opuestos: peso y liviandad; serenidad y amenaza; belleza y temor. Italo Calvino definió la melancolía como «tristeza despojada de peso», y Victor Hugo se refirió a ella como «la felicidad de estar triste», emociones contradictorias que tradicionalmente se le han atribuido al cisne. No en vano, según una antigua creencia, el cisne entona una bella canción en el momento de su muerte; de ahí la metáfora del canto del cisne para aludir a la última obra de un poeta o un compositor.
Esta creencia se remonta a la Antigüedad clásica. Sócrates, según narra Platón en su Fedón, habría afirmado durante las últimas horas de su vida que no es la tristeza el motivo por el que los cisnes cantan de forma tan bella en el momento de su muerte, sino porque pronto se reunirán con su dios, Apolo. Sin embargo, el cisne no solo desempeña un papel importante en la mitología griega, donde aparece como acompañante de Afrodita o corporeización de Zeus, e incluso da nombre a una constelación —Cygnus— que representaba diversos cisnes legendarios, sino que también ocupa un lugar relevante en los folclores finlandés, irlandés y noruego, donde es sobre todo símbolo de sabiduría, belleza y cierto sentimiento de tristeza vaga, profunda y sosegada. Sus huellas, asimismo, abundan en la música, la literatura y las artes plásticas. Infinidad de obras —desde El carnaval de los animales, de Saint-Saëns, hasta El cisne, de Baudelaire, o Zwanen in Vincennes [Cisnes en Vincennes], de Stefan Hertmans— utilizan al cisne como metáfora de nuestra melancolía.
Uno de los cuadros holandeses más conocidos es El cisne amenazado, de Jan Asselijn, fechado en 1650. Pero en este cisne —bajo el cual se puede leer EL GRAN PENSIONARIO1— no se atisba el más mínimo indicio de serenidad o de cantos melancólicos. Con las alas desplegadas, adelanta la cabeza en actitud agresiva hacia un perro negro que asedia su nido al otro lado del agua. Se trata de una de las últimas obras de Asselijn, pintor contemporáneo de Rembrandt. Debido a los textos que alguien añadió tras la muerte del artista, dándole a la escena una interpretación política, el lienzo se ha convertido en una de las alegorías más famosas acerca de los peligros que amenazaban a Holanda en el siglo XVII.
«El cisne de Asselijn, que pintado a gran escala / llena el lienzo en diagonal», escribió la poetisa holandesa Ida Gerhardt, «es el archicisne, combativo en la defensa de su nido». El ave tiene que defender sus huevos —que, según el anónimo intérprete del cuadro, simbolizan a HOLANDA— de un peligroso atacante, y lo hace con brío y convicción. Sobre la escena se cierne una nube amenazadora —las incertidumbres del futuro—, y el horizonte se tiñe de los pálidos tonos anaranjados de una puesta de sol. El cisne impresiona por su impetuosa defensa del nido frente a los avances del perro, descrito como EL ENEMIGO DEL ESTADO en alusión a Guillermo III de Orange.
El ave representa a Johan de Witt, que durante casi veinte años fue gran pensionario de Holanda —la región más poderosa de los Países Bajos en el Siglo de Oro2— y, con ello, uno de los políticos más influyentes del país. Junto a su hermano Cornelio, luchó con éxito para que las ciudades permanecieran en poder de la llamada facción del Estado y no cayeran en manos de los orangistas. Gracias a sus aptitudes políticas, impidió que se desintegrara la república y creó las condiciones necesarias para que el país viviera una época de prosperidad económica hasta entonces desconocida. Sin embargo, en 1672, fecha conocida en la historiografía holandesa como «el año de la catástrofe», la República de los Siete Países Bajos Unidos sufrió sendos ataques de Inglaterra y Francia, y esta última le infligió una severa derrota. Tras aquel descalabro, Johan de Witt fue acusado de alta traición y perdió el poder a manos de Guillermo III de Orange. Poco después sería brutalmente asesinado junto a su hermano Cornelio por una muchedumbre enfurecida. La inmensa fe que el pueblo holandés había depositado en Johan de Witt para defender el nido común se transformó en poco tiempo en odio, nostalgia de la monarquía y miedo irracional, lo cual condujo al asesinato político más conocido de la historia de los Países Bajos.
No obstante, el cuadro de Jan Asselijn también parece reflejar el espíritu de la época actual. Hoy en día, al igual que el cisne, mucha gente se siente amenazada y reacciona de forma airada si alguien no comparte su opinión, ofende a su país o cuestiona sus tradiciones. El lienzo muestra que la melancolía puede transformarse en miedo y agresividad cuando las cosas vienen mal dadas y el individuo se siente amenazado, ya sea por peligros reales o imaginarios. Pero el perro que amenaza a Holanda ya no es un descendiente de los Orange. En este momento de la historia, nadie vería en él un símbolo del rey Guillermo Alejandro.
Lo que hoy amenaza a Holanda, y por extensión a Europa, es, según un número creciente de políticos, algo que adopta distintos nombres, como «ilegal», «musulmán», «inmigrante», «refugiado» o «buscador de fortuna». Hace algunos años, el filósofo italiano Giorgio Agamben utilizó el término Homo sacer como concepto englobador de todas esas denominaciones. En el Imperio romano, el Homo sacer era el proscrito, el desterrado a quien expulsaban de la polis, arrebatándole todos los derechos y condenándolo a vivir en la ilegalidad. Según Agamben, hoy día seguimos desterrando y condenando a vivir al margen de la sociedad a muchos individuos. Deportamos a los solicitantes de asilo que han agotado la vía legal, o los obligamos a desaparecer en la ilegalidad. Cerramos las puertas de Europa a los inmigrantes, o los encerramos en campamentos con condiciones de vida muy precarias. En nuestros tiempos, el perro que amenaza al cisne se parece cada vez más al Homo sacer de Agamben. Cada vez más dedos señalan a los parias que expulsamos de la sociedad como culpables de problemas con los que ellos no tienen nada que ver. No solo tienen que pagar por nuestro miedo al terrorismo, el cambio climático o una nueva crisis financiera, sino que también los hacemos responsables de nuestra pérdida de identidad y de la desaparición de nuestras tradiciones.
Experimentar miedo y sentirse amenazado son emociones comunes a todos los tiempos, pero durante los últimos años parece que están evolucionando hacia «un nuevo malestar en la cultura», como escribe Bas Heijne en su ensayo Onbehagen [Malestar] (2016). Estamos ante un tipo de malestar que los partidos populistas utilizan de forma taimada, contribuyendo a sembrar el miedo, en vez de tratar de erradicarlo. La sociedad parece sumida en un profundo estado de melancolía, lo cual se refleja en el elevado número de personas que sufren algún tipo de depresión. La melancolía se ha manifestado de formas muy diversas a lo largo de los siglos —desde la acedía medieval hasta la depresión de nuestro tiempo, pasando por el Weltschmerz3 y el esplín del siglo XIX—, pero siempre se ha nutrido de sentimientos de miedo, carencia o pérdida. Quien padece melancolía lamenta lo que ha quedado atrás, no le encuentra sentido a la existencia, se siente atenazado por un miedo irracional e indefinible y experimenta sentimientos de impotencia e inseguridad. La melancolía puede aparecer en forma de recuerdos conscientes de un pasado real, pero también como un anhelo inconsciente de un pasado imaginario. Tenemos la impresión de que nos falta algo, pero no sabemos exactamente qué. Y, precisamente por eso, podemos sentir el deseo de buscar aquello que hemos perdido. En ese caso, la melancolía estimula la creatividad.
Por otro lado, la certeza o la presunción de haber perdido algo también puede alimentar un sentimiento de nostalgia del pasado —por mucho que sepamos que en el pasado no todo era mejor—, nostalgia que adquiere proporciones aún mayores cuando perdemos la fe en el progreso y, en consecuencia, empezamos a desconfiar del presente y a temer el futuro. Numerosos estudios demuestran que nunca ha habido en el mundo menos pobreza, hambre y analfabetismo que en la actualidad, pero este tipo de datos apenas tienen impacto en nuestra visión pesimista del porvenir, porque vivimos con la sospecha de que las cosas van a ir a peor. No sabemos adónde vamos ni adónde deberíamos ir, y por eso añoramos un pasado que al menos sabemos cómo era. Con un lema que apelaba a ese tipo de nostalgia —Make America great again—, Donald Trump ganó las últimas elecciones presidenciales de los Estados Unidos. En Europa también encontramos distintas variantes de esa retórica, cuyo denominador común es la promesa de proteger la identidad nacional ante supuestas amenazas externas.
La palabra «nostalgia» proviene del griego nostos, que significa «regreso», y algos, cuyo campo semántico incluye términos como «dolor», «tristeza» o «sufrimiento». Echamos de menos el pasado y sufrimos por ello. Cuando miramos al futuro, parece que lo único que podemos esperar del mismo son pérdidas, y eso nos genera inquietud, miedo e incertidumbre. La melancolía, que ha formado parte de la condición humana en todas las culturas a lo largo de los siglos, sufre un desequilibrio a causa de ello. El carácter ambivalente de la melancolía —tristeza que lleva implícitos consuelo o esperanza, y dolor acompañado de belleza o alegría— se va diluyendo de manera progresiva. Cuando estamos decaídos, nos sumergimos con gusto en composiciones musicales de grandes abismos, o vemos películas entre cuyas densas tinieblas a duras penas se filtra un débil rayo de luz, pero parecemos haber perdido la inspiración para transformar esos sonidos e imágenes en creatividad o esperanza de algo nuevo.
En 2006, la exposición «Melancolía: Genio y locura en Occidente» atrajo a muchos visitantes tanto en París como en Berlín, al igual que la exposición «Cuartos oscuros: Acerca de la melancolía y la depresión» del Museo Dr. Guislain de Gante en 2014. Recurrimos a exposiciones, canciones y películas con abundante espacio para el «aguacero de lágrimas que quiebra pero también nutre las flores», como escribió John Keats en su Oda a la melancolía, pero nos recreamos sobre todo en el lado oscuro de la melancolía y olvidamos su aspecto nutriente. Leemos novelas que dan expresión a sentimientos melancólicos o estados depresivos, como La broma infinita (1996), de David Foster Wallace; Física de la tristeza (2011), de Gueorgui Gospodínov; o Un quinze août à Paris (2014), de Céline Curiol, por nombrar algunas, pero ya casi nunca con una sonrisa en los labios. En el terreno de la música también se oyen voces melancólicas. Blackstar y You Want It Darker, los últimos álbumes de, respectivamente, David Bowie y Leonard Cohen —ambos editados en 2016—, no podían haber tenido un título más adecuado en ese sentido. Cada una de las dos obras fue, además, el canto del cisne de su autor.
La melancolía es un estado de ánimo que nos une a través de fronteras físicas y temporales. Es difícil encontrar un periodo histórico o una cultura sin rastro de sentimientos melancólicos. Durante los últimos años han aparecido diversos estudios que analizan las similitudes y diferencias entre la noción clásica de melancolía y la depresión moderna, como Melankoliska rum [Las habitaciones de la melancolía] (2009), de Karin Johannisson; Mad, Bad and Sad [Locas, malas y tristes] (2008), de Lisa Appignanesi; La moda negra (2008), de Darian Leader; y De depressie-epidemie [La epidemia de las depresiones] (2009), de Trudy Dehue, catedrática de Psicología y Filosofía Científica de la Universidad de Groninga.
En el curso de la historia ha ido cambiando nuestra manera de entender la melancolía. Tanto la forma que adopta como la consideración que tiene y los métodos de tratamiento que se aplican dependen de las circunstancias sociopolíticas y las corrientes médicas dominantes en cada momento. En el siglo XX le hemos dado el nombre un tanto simplista de depresión al complejo conjunto de sentimientos y estados de ánimo que se suelen asociar a la melancolía, perdiendo de vista su carácter ambivalente. Como consecuencia de ello, además, la melancolía se ha medicalizado en grado sumo.
Alrededor de cuatrocientos millones de personas repartidas por todo el mundo padecen hoy en día trastornos de ansiedad y estados de ánimo sombríos, los cuales se combaten con cantidades industriales de antidepresivos. En los últimos veinticinco años se ha multiplicado por cuatro el uso de este tipo de medicamentos, a pesar de que su efectividad sigue sin estar demostrada para formas de depresión más leves. Solo en Holanda se prescribieron antidepresivos a más de un millón de personas en 2014, aproximadamente el 7,5 por ciento de la población adulta. La industria farmacéutica está haciendo su agosto, pero, según Lisa Appignanesi, el número de «curaciones» apenas ha aumentado en los últimos cien años. Según el psiquiatra holandés Witte Hoogendijk, que lleva más de treinta años realizando tareas de investigación en el campo de la depresión, «los antidepresivos no tienen efecto alguno en cuadros depresivos leves y moderados». En una entrevista concedida al periódico holandés NRC Handelsblad el 11 de febrero de 2017, Hoogendijk afirma que «la industria farmacéutica ha invertido mucho dinero en publicidad y en distintas formas de influir a los médicos», como consecuencia de lo cual los terapeutas tienden a prescribir medicamentos con más facilidad. Ahora que los resultados resultan ser decepcionantes, la industria hace como si la cosa no fuera con ella. «Y así estamos», concluye Hoogendijk, «con una población enganchada a las pastillas, y una industria que no quiere saber nada del tema».
En muchos países, la depresión es la principal causa de sufrimiento psíquico, aislamiento social e incapacidad laboral, y, según muchos especialistas, ya se ha rebasado el límite de lo que es capaz de hacer la medicina a base de pastillas. El DSM-5 (Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales, de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría) define la depresión como «un estado de ánimo sombrío que se manifiesta en forma de sentimientos de tristeza, vacío y desesperación». La amplitud de esta descripción también ha contribuido a que cada vez se prescriban más pastillas. Autoras como Dehue y Johannisson no solo achacan al poder de la industria farmacéutica el fuerte crecimiento del consumo de antidepresivos, sino también a la influencia del pensamiento neoliberal, que ha impuesto una cultura del rendimiento a cualquier precio —con la presión que eso supone para el individuo— y ha «desterrado el análisis pausado», como dice Dehue. Actuar de forma rápida y competitiva se valora más que proceder con calma y sopesar las cosas a fondo.
Si no queremos que siga aumentando el número de víctimas sin que podamos hacer nada, tenemos que observar la melancolía desde un contexto histórico y cultural más amplio. Sin embargo, no basta con realizar una reflexión sociohistórica. En mi opinión, hay que aplicar también un enfoque filosófico al análisis de la melancolía clásica y la depresión moderna. Los estados de ánimo sombríos pueden dar lugar a una conciencia melancólica del carácter transitorio de la vida que estimule nuestra creatividad y solidaridad, o bien a una variante patológica de la depresión en la que predomine el desaliento, la angustia y la impotencia. Desde que el mundo es mundo, el ser humano ha tenido que hacer frente a pérdidas, decepciones y contratiempos, pero da la impresión de que en la actualidad estamos peor preparados que nunca para ello.
En este ensayo me propongo analizar las causas de dicha situación y sus consecuencias políticas y culturales. Hay algo que se ha ido perdiendo de forma progresiva, cierto sentido de la cohesión social, un objetivo o un rumbo, y esa sensación de pérdida ha arraigado en nosotros con tanta firmeza que nos hemos empezado a identificar con ella. Y no solo hemos perdido algo, sino que, de alguna manera, también parecemos distanciarnos de nosotros mismos. Ya no sabemos bien quiénes somos y nos aferramos cada vez con más fuerza a lo que el filósofo angloganés Kwame Anthony Appiah llama «etiquetas de identidad», aspectos como la fe, la clase o la etnia que excluyen a los portadores de otras «etiquetas» y dividen el mundo en grupos que se hostigan mutuamente.
Desde la Antigüedad, sin embargo, también se ha establecido una relación entre la melancolía y la creatividad, incluso la genialidad, siempre y cuando seamos capaces de mantener a raya los sentimientos de pesadumbre con esperanza, vitalidad, coraje y realismo. Porque solo entonces podrá servir la melancolía de estímulo para nuestra capacidad creativa; solo entonces podrá suponer un impulso para la reflexión crítica y la conducta ética. Un ejemplo reciente es la película Melancolía (2011), de Lars von Trier, en la que la Tierra se ve amenazada y finalmente destruida por un planeta cuyo parecido con Saturno —en la astrología, el planeta responsable de la melancolía— no puede ser casual. La depresión amenaza acabar con nosotros, ese parece ser el mensaje de la película. El director, que durante el rodaje padecía una fuerte depresión, declaró que lo único que había hecho con su película fue «asomarse al profundo abismo del Romanticismo alemán».
El filósofo Slavoj Žižek, conocido por nadar siempre a contracorriente, lo ve, sin embargo, de forma muy distinta y considera que la película puede ahondar en nuestra conciencia ética, porque la protagonista acepta la llegada de la muerte, en vez de tratar de ocultar o negar la realidad. Aunque no todo el mundo comparte esa interpretación, Žižek alude con ella a una distinción importante establecida por Freud en Duelo y melancolía (1917) —ensayo que, en el momento de escribir esto, cumple exactamente cien años—; a saber: la diferencia entre quien lamenta una pérdida concreta que aprende a aceptar durante un proceso de duelo, y quien padece una forma patológica de melancolía por una pérdida abstracta que se atribuye sobre todo a sí mismo y sufre, como consecuencia de ello, un distanciamiento con respecto a su yo interior.
Mucho antes de Freud, Platón ya había establecido en su Fedro (370-360 a. C.) una diferencia entre una forma «patológica» y una forma «privilegiada» de melancolía. En este ensayo me propongo investigar también en qué medida sigue siendo útil esa diferencia —que, como veremos, han empleado muchos filósofos y médicos después de Platón— para comprender mejor la sociedad melancólica en la que parecemos vivir en la actualidad. En este sentido, voy a establecer, al igual que Platón, una diferencia entre una melancolía patológica —alimentada, entre otras cosas, por los tiempos turbulentos que vivimos— y una melancolía saludable que puede conducir a la reflexión, la compasión y la creatividad. Nadie pierde sin dolor a un ser querido, y nadie deja atrás sin pesar un ideal o aquello que ha logrado con mucho esfuerzo, pero la cuestión es cuándo y por qué, en determinadas circunstancias sociopolíticas, se empieza a imponer una forma de melancolía sobre la otra, como parece estar ocurriendo ahora.
En resumen: ¿en qué circunstancias dispone el ser humano de suficiente coraje, ilusión y capacidad de lucha para superar una pérdida inevitable y buscar nuevas formas de seguir hacia delante, y en qué circunstancias se deja arrastrar por el dolor? La melancolía es un estado de ánimo que experimentan personas de todo el mundo, pero puede transformarse en miedo, y el miedo nos distancia, nos hace ver al otro como un extraño. ¿Cómo podemos evitar que los sentimientos melancólicos que forman parte de nuestra condición humana den lugar a una depresión? Con serenidad, reflexión e interés, por supuesto. Es decir, derogando el «destierro del análisis pausado». Pero para conservar nuestra melancolía en un estado saludable también hacen falta cohesión social, afecto, arte y un espacio político-cultural común. Solo entonces seremos capaces de aceptar y transformar en un nuevo comienzo las pérdidas y cambios con los que nos vemos confrontados a lo largo de nuestra vida, lo que Hannah Arendt llama «la virtud más elevada del ser humano», como veremos más adelante. Si fracasamos en el intento, la melancolía nos arrastrará hacia el lado oscuro de la pérdida de la mano de la inquietud, la inseguridad y el miedo. Cuando es eso lo que ocurre, cabe preguntarse si la melancolía todavía puede ser fértil, en el sentido de que estimule la creatividad y sirva para dar esperanza, o si se transforma en frustración y amargura, de tal forma que, al igual que el cisne de Asselijn, reaccionemos de forma agresiva ante todo aquel que se aproxime a nosotros y amenace nuestro nido.
1 Título del más alto funcionario de los Países Bajos durante la época de la república, entre 1579 y 1795. (Todas las notas son del traductor).
2 Según la convención general, periodo que abarca la mayor parte del siglo XVII.
3 Concepto alemán de origen literario con el que se alude a cierta forma de melancolía cuyo origen reside en la constatación de que el mundo real no puede satisfacer los anhelos del espíritu.
Donde hay melancolía, hay tierra sagrada.
Algún día la gente comprenderá lo que significa eso.
OSCAR WILDE
El ser humano siempre ha reflexionado sobre la muerte y el carácter transitorio de la vida. Desde la epopeya de Gilgamesh —el texto literario más antiguo conservado, escrito hace cuarenta siglos—, en la que el héroe sumerio que da título a la obra busca la vida eterna, hasta Física de la tristeza, novela de Gueorgui Gospodínov publicada recientemente, el hombre siempre ha sentido la necesidad de dar expresión al sentimiento de melancolía que genera en él la conciencia de su mortalidad.
La melancolía se ha descrito en ocasiones como «tristeza sin causa», porque es una forma de aflicción sin motivo concreto. Se trata más bien de un estado de ánimo de pesadumbre o desazón absoluta que nos sorprende como una niebla repentina que lo tiñe todo de gris y nos impide ver con claridad. A pesar de las distintas consideraciones que ha tenido la melancolía a lo largo de la historia, se trata de un sentimiento universal que traspasa fronteras físicas y temporales. A lo largo de los siglos, y en todas las culturas, siempre ha ocupado un lugar en el espectro de los sentimientos humanos, y por eso la encontramos con nombres muy diversos, desde melan chole en la Antigüedad hasta chóuxù en China, y desde hüzün en el mundo árabe hasta saudade en Portugal y Brasil.
Todas las culturas celebran de alguna forma la melancolía, pero también intentan domeñarla con ritos, narraciones y ceremonias religiosas. La melancolía puede adoptar formas muy diversas, desde una turbación pasajera de las emociones hasta un permanente estado de desolación, pero cualquiera que sea su especificación, desde los tiempos más remotos ha sido un factor constante en las descripciones de la condición humana.
Como ya hemos dicho, Platón diferenciaba en su Fedro entre una forma «patológica» y una forma «privilegiada» de melancolía. Aunque en otro sitio utiliza la palabra «manía», en ese texto describía la melancolía como una forma de locura «a la cual debemos también nuestras mayores bendiciones, pues se nos conceden por don divino». Aristóteles adoptó esta reflexión platónica y, en sus Problemas, se preguntó si había alguna relación entre la melancolía y la genialidad: «¿Por qué parecen ser de temperamento melancólico todos los hombres que han destacado en filosofía, política, poesía y arte?». Aristóteles atribuye la genialidad, entre otras cosas, a la melan chole, que significa literalmente «bilis negra». La bilis negra era uno de los cuatro humores del cuerpo humano en la teoría médica de la Antigüedad clásica. Según Aristóteles, la bilis negra tenía la propiedad de inspirar ideas geniales, siempre y cuando no estuviera «demasiado fría ni demasiado caliente».
Según Hipócrates, el famoso médico griego contemporáneo de Aristóteles, lo que podía conducir a la genialidad no era tanto la temperatura como el equilibrio adecuado entre los cuatro humores, una corriente de pensamiento que conservaría su vigencia hasta la Edad Media. Hipócrates fue uno de los primeros médicos en achacar los problemas de salud a causas naturales, en vez de sobrenaturales. Por ese motivo, entre otros, es considerado el padre de la medicina occidental. Según él, las enfermedades eran consecuencia de un desequilibrio entre los cuatro humores, término este que en latín significa «líquido» —en concreto, los líquidos del cuerpo humano—, y solo después adquirió la acepción más extendida hoy en día de «disposición anímica». Así, por ejemplo, un exceso de flema podía manifestarse en una actitud flemática, un exceso de sangre causaba pasiones incontrolables, y un exceso de bilis amarilla era responsable de un temperamento colérico. El exceso de bilis negra, por último, causaba estados anímicos sombríos. Hipócrates trataba de restablecer el equilibrio natural en sus pacientes por medio de sangrías, dietas, curas de reposo y extracto de corteza de sauce, el cual, muchos siglos después, constituiría la base de la aspirina.
Hoy en día la melancolía recibe el nombre de «depresión», pero la mayoría de los síntomas de la depresión —estado general de tristeza, abatimiento, deseo insatisfecho, aburrimiento e inquietud— coinciden en gran medida con la descripción de la melancolía que ofrecían los médicos de la Antigüedad clásica. Apoyándose en esa idea, la historiadora sueca Karin Johannisson dice en Las habitaciones de la melancolía que la melancolía es la «forma primigenia del sufrimiento psíquico». Según ella, la melancolía no adopta una única forma, ni se puede definir de manera unívoca, sino que es «un trenzado de circunstancias y estados anímicos» que bajo la influencia de aspectos sociales «se puede manifestar en distintos contextos y múltiples configuraciones».