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Para pensar y actuar como ciudadanos políticamente responsables, hay que empezar por aceptar las dudas y atreverse a decir «no». No es suficiente plantear preguntas críticas, también es necesario explorar la relación entre el pasado y el futuro para ser conscientes de las oportunidades que ofrece el presente, y aprovecharlas. Rosa Luxemburgo (1871-1919) y Hannah Arendt (1906-1975) fueron dos pensadoras que, desde posturas críticas con el capitalismo y la sociedad de consumo, abogaron por una mayor participación política de la población. En este oportuno y esclarecedor ensayo, Joke J. Hermsen refrenda el reconocimiento que Arendt reclamaba para el legado de Rosa Luxemburgo, y se pregunta en qué medida puede sernos útil el pensamiento de estas dos filósofas en la transición hacia una sociedad más sostenible, humana y solidaria.
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Edición en formato digital: octubre de 2021
This publication has been made possible with financial support from the Dutch Foundation for Literature.
Título original: Het tij keren
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2019 by Joke J. Hermsen
Originally published in 2019 by Uitgeverij Prometheus, Amsterdam
© De la traducción, Gonzalo Fernández Gómez
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados.
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18859-40-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Rosa y Hannah
Breve selección de cartas de Rosa Luxemburgo
Bibliografía
Agradecimientos
Entusiasmo y espíritu crítico, eso es todo lo que necesitamos.
ROSA LUXEMBURGO
La desobediencia civil es una forma de libertad política que encaja en las tradiciones de este país.
HANNAH ARENDT
1
A finales del verano de 2018, cuando empecé a profundizar en la obra de Rosa Luxemburgo, ya se respiraba una atmósfera de insurgencia en el entorno de nuestro pueblecito de la Borgoña. A pesar de sus promesas electorales, el presidente Macron aún no había hecho nada por las zonas más pobres de la Francia rural, y ahora, entre otras cosas, quería subir los impuestos de los combustibles. Cada vez había más gente con problemas para llegar a fin de mes, mientras que la élite recibía regalos como la abolición del impuesto sobre el patrimonio. Los ambiciosos planes de En Marche!, el partido de Macron, resultaron ser palabras huecas. El coste de la vida no había hecho más que aumentar y todo el mundo andaba con el agua al cuello. On n’en peut plus, resopló nuestra vecina («No podemos más»). Tras muchos años trabajando de enfermera, ahora se las veía y se las deseaba para cuadrar las cuentas con una raquítica pensión. Y no era la única. Su frustración, como pudimos comprobar pocas semanas después, era un sentimiento muy extendido entre la población e iba a derivar en una fuerte ola de protestas, no solo en la Borgoña, sino en toda Francia.
La mayoría de los habitantes de Nièvre —el departamento de la Borgoña donde desde hace diez años estamos restaurando una vieja posada— se han dedicado tradicionalmente a la agricultura o la silvicultura. Otros explotaban cafés, panaderías o tiendas de comestibles, como hizo la madre de nuestra vecina durante toda su vida. Ahora, sin embargo, el tejido de pequeños negocios ha desaparecido casi por completo de los pueblos de la zona, y unos pocos terratenientes se reparten los miles de hectáreas de tierras de cultivo. Para hacer la compra hay que ir en coche a la filial de una gran cadena de supermercados, la misma que paga precios cada vez más bajos a los agricultores y ganaderos por la fruta, la verdura y la leche. Y para visitar al médico, franquear un paquete en una oficina de correos o comprar una medicina en la farmacia también hay que salir a la carretera, motivo por el cual sentó tan mal y tuvo consecuencias tan dramáticas la propuesta de Macron de subir los impuestos de la gasolina.
En el siglo XIX, Victor Hugo y Émile Zola describieron la pobreza y las difíciles circunstancias de las clases bajas en novelas como Los miserables (1862) y Germinal (1885). Más de un siglo después, la desigualdad económica y la diferencia de clases vuelven a ser los temas de escritores contemporáneos como Annie Ernaux, Didier Eberon y Édouard Louis. Este último, hijo de un obrero incapacitado a causa de un accidente en una fábrica, acusa con furia apenas disimulada a la élite política francesa —a la que reprocha dominación social y desprecio a las clases bajas— en Quién mató a mi padre (2018). A principios de octubre, Édouard Louis ofreció una conferencia sobre su novela en el Paradiso de Ámsterdam, el famoso templo del pop por donde han pasado estrellas del calibre de los Rolling Stones, Patti Smith, Pink Floyd, Prince, Amy Winehouse y David Bowie. Ante una sala abarrotada, argumentó que el capitalismo neoliberal, en combinación con el elitismo y la tecnocracia, ha propiciado la aparición de una subclase condenada a una vida miserable y humillante. Predijo que, en el caso de Francia, esa situación sería causa de grandes disturbios sociales, y el tiempo le dio la razón antes de lo que él mismo había imaginado. Dos semanas después, los primeros grupos de ciudadanos con chalecos amarillos empezaron a bloquear carreteras y rotondas. Durante nada menos que setenta sábados seguidos, un movimiento social surgido de forma espontánea organizó protestas contra la política de Macron en ciudades grandes y pequeñas de todo el país.
No obstante, Francia no fue el único escenario de protestas políticas en 2018. En España, por ejemplo, arreciaron las llamadas «mareas blancas» contra la ola de privatizaciones en la sanidad pública, y en otros países europeos como Italia, Serbia, Austria, Polonia y Alemania también salió la gente en masa a la calle para protestar contra la injusticia económica, la violencia de género o la crisis climática, esto último bajo el sorprendente liderazgo de la famosa activista sueca Greta Thunberg, por entonces aún en edad escolar. Hasta en mi propio país, más conocido por el «modelo del pólder» —la política holandesa de compromisos— que por su espíritu revolucionario, 2018 significó el comienzo de una impresionante serie de demostraciones contra, entre otras cosas, los recortes en sanidad y educación —por primera vez en la historia se manifestaron juntos catedráticos y estudiantes universitarios—, el folclore racista en torno al paje negro de san Nicolás y la crisis climática.
Y no solo siguió aumentando la temperatura de la atmósfera y se siguieron derritiendo glaciares. Los ánimos parecían calentarse también en todo el planeta. Después de la primavera árabe, como se dio en llamar la ola de protestas masivas que tuvieron lugar en 2010 en Túnez, Egipto, Libia, Siria, Irán y Yemen, cientos de miles de ciudadanos se alzaron también en la India, Brasil, Venezuela, Chile y Hong Kong contra la pobreza, la violencia, la opresión política o la corrupción. En muchos lugares se batieron récords de participación en protestas ciudadanas. En los Estados Unidos, por ejemplo, hubo varias manifestaciones de más de un millón y medio de personas, como la Women’s March (2017), contra la discriminación de las mujeres y la violencia de género, y la Marcha por nuestras vidas (2018), contra la venta libre de armas de fuego en los Estados Unidos. 2018 fue también el año en que la policía norteamericana mató a Stephon Clark, un afroamericano de veintidós años desarmado, lo cual dio pie a la enésima ola de protestas contra la violencia policial. Poco más de dos años después, con el asesinato de George Floyd, las protestas adquirieron proporciones planetarias. El movimiento Black Lives Matter, que había comenzado en los Estados Unidos en 2013, se extendió por todo el mundo.
«Los alzamientos populares siempre se producen de forma inesperada», aprendí aquel otoño de Rosa Luxemburgo (1871-1919) y del movimiento de los chalecos amarillos en Francia. Las protestas masivas casi nunca se orquestan desde arriba. Surgen desde abajo, desde el propio pueblo, y por eso es siempre tan impredecible el momento en que se va a producir un alzamiento. Hay algo inaprensible e incierto en toda lucha política, opinaba Luxemburgo, porque las revoluciones no se producen de acuerdo con una receta, ni responden a los principios de una doctrina, sino que dependen de la voluntad del pueblo, la cual, como demuestra la historia una y otra vez, es muy voluble. Sin embargo, aunque esa inseguridad hace muy difícil organizar un alzamiento, no debemos perder de vista la importancia de la protesta civil como medio para garantizar nuestra libertad de pensamiento y actuación, escribió Luxemburgo en La Revolución rusa (1918). En ese texto, muy crítico con el cariz que estaban tomando las cosas en Rusia, la pensadora polaca le reprochaba a Lenin, entre otras cosas, el hecho de que hubiera suprimido de inmediato esa libertad en favor de toda una serie reglas dogmáticas —incluida la lealtad al partido único— con las que el líder de los bolcheviques pretendía reducir al mínimo el margen de inseguridad.
Hace más de cien años, Rosa Luxemburgo abogaba por un mundo de justicia económica y social que solo podía hacerse realidad sustituyendo los regímenes dictatoriales del zar ruso y el káiser alemán por el socialismo democrático. Sin embargo, cuando cayeron el zar y el káiser —en 1917 y 1918, respectivamente—, ni Rusia ni Alemania instauraron la democracia basada en asambleas populares que ella había esperado. Hasta el mismo día de su muerte, Luxemburgo siguió criticando con dureza el régimen revolucionario de Rusia y el sistema socialdemócrata de Alemania. Expresar críticas, ofrecer resistencia y alzarse contra la autoridad eran para Luxemburgo actos políticos por antonomasia que daban expresión a la capacidad específicamente humana de decir «no» a las injusticias.
Pero, además de la lucha por la justicia, lo que motivaba a Rosa Luxemburgo era su fuerte anhelo de libertad política, aunque tuviera que pagarla con continuas penas de cárcel. El criterio propio, la independencia de juicio y la libertad de expresión eran para ella infinitamente más importantes que la adhesión al programa de un partido. «La autocrítica es el aliento y la luz de todo movimiento revolucionario», escribió en La Revolución rusa. Según ella, Lenin ejercía una forma dictatorial de poder, aceptaba privilegios para el partido único y quería arrebatarle la libertad al pueblo. Lo que había en Rusia no era su soñado socialismo democrático, que aún seguía «oculto en la niebla del futuro». A Lenin aquello no le hizo ninguna gracia y ordenó quemar todos los ejemplares del ensayo, pero, por suerte para nosotros, no consiguió su objetivo, por lo que disponemos de esa fuente para interpretar mejor la historia.
Fue Hannah Arendt (1906-1975) quien me condujo hacia la obra de Rosa Luxemburgo aquel verano en la campiña francesa, cuando releí Hombres en tiempos oscuros (1968). «¿Cómo logramos que los sentimientos de humanidad no vuelvan a convertirse en una quimera en tiempos políticamente oscuros?», se preguntó Arendt. Para buscar una respuesta acudió a autores como Karl Jaspers, Bertolt Brecht, Walter Benjamin y Rosa Luxemburgo. El mundo se vuelve oscuro cuando las personas dejan de experimentar un sentimiento de responsabilidad compartida y solo se preocupan por sus intereses individuales, cuando pierden por completo la confianza en la política y le vuelven la espalda a todo lo relativo a la esfera pública. El peligro de esa despolitización es lo que Arendt llama worldlessness, concepto que podría traducirse como «desconexión con el mundo», lo cual, según ella, conduce en casi todos los casos a «alguna forma de barbarie». La cuestión es en qué medida corremos el riesgo de volver a caer en «tiempos políticamente oscuros» ahora que el nacionalismo y la xenofobia vuelven a asomar la cabeza por todas partes, la población pierde la confianza en las instituciones políticas a marchas forzadas y el individualismo alcanza cotas sin precedentes al amparo del pensamiento neoliberal.
En su ensayo sobre Rosa Luxemburgo, Arendt no oculta su admiración por la escritora y política polaca, que en el curso del siglo XX se convertiría en un icono de la lucha contra la injusticia. En primera instancia, me sorprendió el juicio positivo de Arendt, pues yo creía que, dada su posición crítica frente al marxismo, no tendría muy buena opinión del pensamiento de Luxemburgo. Pero estaba equivocada. Arendt califica de «genial» el texto de Luxemburgo sobre la distribución de la riqueza —La acumulación del capital (1913)—, el cual describe la forma en que los recursos financieros van a parar a manos de un pequeño grupo de empresas y particulares, y elogia tanto su anhelo de libertad política como su llamada a ofrecer resistencia por la vía pacífica. Hacia el final de su ensayo, Arendt se pregunta «si la historia tomaría otro cariz vista a través de la vida y la obra de Rosa Luxemburgo».
Aquello bastó para despertar mi interés. Mientras las protestas en la Borgoña adquirían un carácter cada vez más ruidoso y aparecían en paredes y paradas de autobús los primeros carteles exigiendo la dimisión de Macron, empecé a leer el trabajo de Luxemburgo. Admito que nunca había leído nada de ella, tal vez porque me echaba un poco para atrás el culto que hay en torno a su persona. Sin embargo, para mi sorpresa, no solo descubrí puntos comunes con mi propia obra —como la creciente presión laboral en una sociedad en la que el tiempo es dinero, además del estrés, la desesperación y la alienación que sufrimos como consecuencia de ello—, sino también conceptos que desempeñan un papel importante en la obra de Arendt, como la espontaneidad, la libertad política y las asambleas populares.
Rosa Luxemburgo, nacida en Polonia a finales del siglo XIX en el seno de una familia judía, estaba convencida de que los alzamientos populares surgen siempre de forma espontánea, desde el pueblo. Para ella, al igual que para Arendt, el concepto de espontaneidad remitía a la libertad de las personas para iniciar algo nuevo capaz de producir la necesaria disrupción o desmantelamiento del viejo sistema. Las condiciones para que se produzca una intervención espontánea de ese tipo son espíritu crítico, compromiso político y entusiasmo, y los medios que tiene el pueblo a su disposición no son solo las manifestaciones y las huelgas, sino también la organización de conferencias y debates, la divulgación de ideas en periódicos, ensayos y panfletos y, muy importante, la agrupación de voces críticas en asociaciones particulares desde las cuales se puedan poner en marcha acciones políticas concretas.
Interrumpir el trabajo, salir a la calle, alzar la voz y organizarse en agrupaciones políticas: esos eran, según Luxemburgo, los medios más efectivos para provocar un cambio. A principios del siglo XX viajó por Europa para concienciar a las clases más bajas de la población de su capacidad de intervención política y hacerles ver «la insufrible existencia que han soportado pacientemente durante demasiado tiempo atados por las cadenas del capitalismo», como escribió en Huelga de masas, partido y sindicatos (1906). Luxemburgo era también una pensadora política con importantes objetivos pedagógicos y emancipadores. Uno de sus caballos de batalla era la igualdad de oportunidades formativas para todo el mundo. Durante años impartió clases en una escuela superior, donde era una docente muy apreciada. Adquirir conocimientos es imprescindible para pasar a la acción de manera espontánea. Pero lo más sorprendente es que, según ella, lo mismo ocurre a la inversa, porque, como dice una de sus frases más conocidas, «quien no se mueve no siente sus cadenas».
Además de Polonia, Rusia y Suiza, durante aquel viaje por Europa también visitó Holanda, donde el apoyo al socialismo democrático había crecido mucho desde la huelga ferroviaria de 1903, y donde entabló amistad con poetas y políticos como Henriette Roland Holst, Pieter Jelles Troelstra y Herman Gorter. En 1904, el público acudió en masa al palacio de conciertos de Ámsterdam para oírla hablar sobre la necesidad de justicia económica y solidaridad internacional, que según ella faltaban muchas veces a causa de las disputas entre los distintos grupos sociales. «Quien veía a Rosa Luxemburgo aquellos días en Ámsterdam», escribió Henriette Roland Holst en su biografía de la activista polaca (1935), «cimbreando las caderas por las calles soleadas, con la relajación floreciendo en su rostro tras largas horas de esfuerzo hablando en público, y oía su voz y su risa de encantadora audacia, conservaba luego el recuerdo de una persona extraordinariamente atractiva». La imagen que emerge de ella en sus cartas y en las biografías de Nettle (1967), Frölich (1967) y Hetmann (1976) es la de una política comprometida con la humanidad, una intelectual muy aguda que a veces les cerraba la boca a sus contrincantes políticos con burlas mordaces, y una activista apasionada que consideraba su misión luchar contra la injusticia y la pobreza en el mundo.
2
Lo primero que leí aquel verano de Rosa Luxemburgo (1871-1919) fueron sus cartas, con las cuales me ganó de inmediato para su causa. Además de estar escritas con un estilo vibrante, las cartas de Luxemburgo ponen de manifiesto su gran pasión por la literatura, la música y el arte —con Goethe, Mozart y Rembrandt como favoritos— y dan fe de sus incansables muestras de lo que Hannah Arendt llamaría luego amor mundi