La necesidad de hacerse - Teresa Zamorano Marti´nez - E-Book

La necesidad de hacerse E-Book

Teresa Zamorano Marti´nez

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Beschreibung

"Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da´selo a los pobres y tendra´s un tesoro en el cielo; despue´s, si´gueme" (Mt 19,21). La condicio´n esta´ clara: quien busque la perfeccio´n en el seguimiento de Jesu´s debe dejarlo todo de lado, incluidos los bienes, aquello a lo que nos aferramos y que nos impide dejar hueco en nuestro corazo´n para Dios. Esta condicio´n aparece como imprescindible para el que quiera seguir a Jesu´s. Pero no es un simple desprenderse de los bienes materiales, es tambie´n ponerlos al servicio de los pobres, de aquellos que los necesitan ma´s que nosotros. Y no es solo desprenderse de los bienes materiales, tambie´n es necesario desprenderse de aquellas ma´scaras, ideas preconcebidas, costumbres o relaciones que nos impiden seguir a Jesu´s con la libertad de los hijos de Dios. Porque, como acun~o´ Jon Sobrino, Extra pauperes nulla salus, fuera de los pobres no hay salvacio´n.

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A los jóvenes,

para que, en el compromiso

por la liberación de los pobres y oprimidos,

puedan encontrar su vocación.

Él hace proezas con su brazo,

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos

y enaltece a los humildes.

A los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos

(Lc 1,51-53).

Extra pauperes nulla salus (J. SOBRINO)

ABREVIATURAS

CIV

Caritas in veritate

CVII

Concilio ecuménico Vaticano II. Constituciones, decretos y declaraciones. Madrid, BAC,1999.

DA

Documento conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe en Aparecida

DCE

Deus caritas est

DM

Documentos finales de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín

DS

Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum.

EV

Evangelium vitae

GS

Gaudium et spes

LF

Lumen fidei

LG

Lumen gentium

SRS

Sollicitudo rei socialis

PRÓLOGO

La pobreza es una realidad cuya presencia lo abarca todo de muchas maneras: social, antropológica, cultural, existencialmente, en definitiva, y ello porque la entera realidad creada, en cuanto creada y, por ende, finita, conlleva una limitación, un sufrimiento, una incomodidad que el orientalismo más conspicuo no puede afrontar, ni siquiera a la usanza budista, hoy tan de moda, a saber, saliendo del teatro y apagando la luz, es decir, mediante su búsqueda obsesiva del nirvana, que es tanto como decir mediante su huida. Pobreza tendremos siempre con nosotros.

Dicho esto, subrayado esto, de la pobreza tendrían que escribir los pobres; pero los pobres de verdad no escriben, en todo caso ellos son ágrafos y nosotros no sabemos leer con el método braille en las arrugas de su piel, en sus miradas silenciosas, en su inefable sufrimiento; ellos están ahí sin que nosotros seamos para ellos; al menos es lo que a mí me ocurre: miro, pero no veo, y ocasionalmente me limito a ejercer una caridad administrativa cultural con abundancia de verbosidad, pero me voy de entre ellos más empobrecido de lo que vine, ellos ahí se quedan y yo regreso a casita, que llueve. Quiero y no puedo, o quizá ni quiera ni pueda. Siento en ese sentimiento el principio de iniquidad, el misterio del mal; los pobres ajenos no caben en mi propia pobreza, ellos son en sí y yo soy para mí. Y, si de nuevo volviera a nacer, otro tanto volvería a pasarme. En realidad, ciertos tipos de pobreza me aterran cuando las hago mías conceptualmente, ¡qué sería si las padeciese vivamente en toda su real crudeza!

Solo el principio esperanza me sirve para ayudar a soportar a pie enjuto la travesía de tamaño, de tan magno desierto. Al principio de realidad no le tapa la boca ni el mismísimo principio de placer, pero tampoco a la inversa, o sea, cuando nuestra esperanza es menos grande que la inevitable magnitud de nuestra doliente existencia. Solo un Dios incondicionalmente amoroso puede salvarnos del olvido y de la muerte. Feliz quien cree en ese principio esperanza que late en el ser humano desde el principio, y quien a él se abraza para siempre de principio a fin. Para eso hay que sentirse muy pobre, única condición de posibilidad de enriquecimiento sin merma: vivir del amor que el Amor me regala sin porqué. Es esta la otra cara del misterio del mal, a saber, el misterio del amor: no existiría el misterio del bien sin el misterio del mal, ni a la inversa, de ahí que cada día nos juguemos la vida a cara o cruz. Dentro de ese marco «fílico» de amor, «pístico» de fe y «elpídico» de caridad puede la pobreza ser domesticada sin desesperación.

En efecto, incluso a muchos de los pobres les avergüenza su propia condición, se sienten más ricos que los de más abajo, aunque estén más abajo que los de más abajo, y en cuanto pueden se desclasan como alma que lleva el diablo: no han descendido suficientemente hasta nuestro último existenciario, la pobreza radical, porque quien ha sido alguna vez pobre de verdad seguirá siéndolo en su corazón toda la vida. Muchos soldaditos de a pie llevamos en nuestra mochila el bastón de mariscal, e incluso golpeamos con él despiadadamente a quienes comparten nuestra misma codiciosa condición desgraciada. Si pudieran, los pobres envidiosos harían una flebotomía semanal a los ricos para henchir sus propias venas con la sangre podrida de sus propios vampiros. Todos conocemos gentes de la calle que se han labrado a pulso su propia desesperanza por méritos propios, los haraganes, los malandros, los viciosos, por miserables espiritualmente. No hay virtud que la pobreza no eche a perder, razón por la cual a semejantes personas cualquier tipo de riqueza las vuelve amargadas y tóxicas cuando la pierden, e incluso cuando temen perderla, pues ven el futuro como el tío Gilito del Pato Donald: con signos de dólar. No hay quien les pueda enseñar que la pobreza no tiene remedio si no se acota el desmedido deseo.

Pero también hemos visto a gente honesta, trabajadora, virtuosa, tan explotada y tan abusada sin embargo, que a veces nos parecen perros a quienes nadie saca a mear, a no ser para orinarse encima de ellos. El mal se ceba sobre ellos, y ellos son el cebo de los malos. No merecen la mierda en que sobrenadan y, ante tales espectáculos, la injusticia clama al cielo. Quien no sienta entonces la necesidad de hacer una revolución en la que no quede piedra sobre piedra no sabrá enterrar a sus propios muertos, pues su propia muerte se lo impedirá. Oráculo de Yahvé.

Pero eso no nos deja tranquilos, en absoluto. Sea como fuere, a la mayoría de las personas mayores, aunque hayamos perdido demasiado la lúcida ingenuidad revolucionaria, nos queda siempre y de todos modos la sombra de la duda insuperable cuando vemos a un niño tiritando de hambre y de frío, ese es el límite: la viuda venida a menos, el huérfano cuyos órganos se trasplantan en vivo, el extranjero desorientado y sin dónde reclinar la cabeza… Señor, ven pronto a socorrernos.

Pero, a todo esto, hablando de los pobres, ni siquiera hemos dicho hasta el presente una palabra sobre la penuria radical de la pobreza misma. Muchos son los nombres de la pobreza, y muchas sus posibles taxonomías en cada uno de los aspectos de la vida: están los ricos-ricos, los ricos-pobres, los pobres-ricos y los pobres-pobres, todos ellos mestizos e indiscernibles en última determinación. Nuestro Señor Jesucristo, como no podía ser menos para quienes decimos creer en él, fue todo eso. Básicamente, yo le veo como un rico, porque necesitaba muy poco lo inesencial para identificarse con el Padre esencialmente rico. Pero la relación entre ambos fue peculiar, y hasta podría decirse –disparatando un poco– que Cristo fue un rico pródigo, porque malgastó toda la riqueza del Padre con la autora de este libro y, desde luego, conmigo y con los pecadores, pero muy rico en su inefable experiencia esencial. Jesucristo, el máximamente pobre hasta la cruz y el máximamente rico en el amor, vivió al límite su condición humana, deviniendo la forma irrepetible de ser verdaderamente humano y verdaderamente divino al mismo tiempo: no rico divinamente y pobre humanamente, sino al mismo tiempo, humana y divinamente, pobre-y-rico.

Nuestra dificultad, la mía al menos, es que queremos resucitar en la opulencia sin morir en la pobreza, pero esa dificultad bebe de un falso venero, de un venero herético de raíz patripasiana según la cual Cristo no padeció la cruz, sino que fue el Padre quien soportó la pasión del Calvario. Pero no. Si Cristo padeció la muerte, y muerte de cruz, el Padre hubo de agrietarse en ese sufrimiento y apurarlo hasta la última gota de su amargo cáliz; de lo contrario, Dios Padre no habría pasado de comportarse como el tonitronante Zeus narcisista, solo pensando en recaudar gloria rodeado de musas alabándole con voz dulce día y noche. Pero un Dios que no sufre por las gentes a las que ama no es mi Dios, y no lo es por elección suya, no por mi tonta necesidad de consolación. Dios, cosufriendo con nosotros, es Dios amándonos hasta la extenuación: descendiendo a mis infiernos, cargando con mi agusanada carne de pecado, resucitándola resanada para siempre. Pero nada de esto tiene en absoluto que ver con ningún tipo de masoquismo.

He ahí el fundamento de nuestra esperanza. Quien huye de esto huye de todo, pasa su vida procurándose su propia neurótica destrucción, pasando incluso de vez en cuando por la parrilla del psiquiatra, envanecido demiúrgicamente. La persona desesperanzada vive minada por el miedo a la vida. La vida le mata.

Pero, además, somos relacionales y, por tanto, cabe preguntar si los pobres serían lo que son si nosotros fuéramos lo que deberíamos ser. Como dijera Luis Vives, «gran honra de una ciudad es que no se vea en ella mendigo alguno, porque la multitud de mendigos arguye en los particulares malicia e inhumanidad, y en los magistrados el descuido del bien público». ¿Qué son la pobreza de los pueblos y de las naciones sino enormes campos de concentración, valles de lágrimas, camas redondas llenas de extraños compañeros?

En estas circunstancias, esa pobreza refleja la pobreza de la humanidad, y al menos mi tentación es la de avergonzarme de la especie humana a la que pertenezco y de la que participo, pues llevo dentro de mí mismo un peso agobiante: el peso de las riquezas que no he trasvasado a los demás. Con frecuencia siento ese egocentrismo mío como la presión que se ejerce sobre el agua de una fuente: cuanto más fuerte la oprimo, más me salpica el agua. Y entonces soy pobre, sí, pero un pobre diablo, o así me siento.

Así me siento después de haber leído este excelente libro, La necesidad de hacerse pobre en la vocación laical, muy bienescrito por Teresa Zamorano, que vive en comunidad con otros cristianos esta vocación pauperonómica, y que solo adquiere plausibilidad argumental cuando corresponde a una vocación, no a la vocación de ser pobre –eso no puede ser una vocación psicológicamente sana, pues es una realidad–, sino como una invocación, como un canto al amor, a la solidaridad y a la esperanza. La necesidad de hacerse pobre en la vocación laical está escrito en esa clave y desde ella asume los riesgos de participar activamente en la lucha contra el mal. En la amada comunidad de Teresa Zamorano tengo amigos del alma desde que se fundó, la he visto crecer y sostenerse con la oración y el trabajo gratuito; son Francisco, Natiadory, Sergio y algunos otros, a los que amo en el alma porque son una de mis pruebas favoritas de la existencia de Dios. Y más no puedo decir si no es que La necesidad de hacerse pobre en la vocación laical es un libro de verdad, un libro liberador, luminoso y al mismo tiempo humilde, pues, ¿de qué podría estar hecha la humildad o humilitas del homo, sino del humus en el que el grano de trigo se siembra y florece? Teresa, que es una excelente lingüista, lo sabe muy bien.

Gracias, Teresa, y enhorabuena a los lectores, sean pocos o muchos: aceptar que serán pocos también es una prueba de la existencia del mal, pero al mismo tiempo de la esperanza en el amor de Dios, nuestro Señor, el rey de la gloria, así en la tierra como en el cielo, in saecula saeculorum.

CARLOS DÍAZ

INTRODUCCIÓN

«Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, dáselo a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; después sígueme» (Mt 19,21). La condición está clara: quien busque la perfección en el seguimiento de Jesús debe dejarlo todo de lado, incluidos los bienes, aquello a lo que nos aferramos y que nos impide dejar hueco en nuestro corazón para Dios. Esta condición aparece imprescindible para el que quiera seguir a Jesús. Pero no es un simple desprenderse de los bienes materiales, es también ponerlos al servicio de los pobres, de aquellos que los necesitan más que nosotros. Y no es solo desprenderse de los bienes materiales, también es necesario desprenderse de aquellas máscaras (Jn 4,17-18), ideas preconcebidas (Lc 9,49-50), costumbres (Mt 12,12), relaciones (Lc 9,59-62)… que nos impiden seguir a Jesús con la libertad de los hijos de Dios.

«Pobreza» significa «muerte»: muerte física, muerte injusta, muerte de los pobres, muerte a nuestros placeres, muerte a nuestra forma de ser, de actuar, de pensar… Al final podríamos decir que la pobreza obliga a la defensa de la vida, hacerse pobre acaba siendo toda una apología de la vida, pero de la Vida a la que Dios nos invitó cuando nos creó. Ser pobre es todo un mundo, es una manera de ser humano 1. Teniendo en cuenta que, si intentamos analizar la pobreza en sentido meramente sociológico, o confundimos la pobreza evangélica con la sociológica o las separamos de tal manera que no tiene nada que ver la una con la otra, podemos colocar fuera del Reino a los verdaderos poseedores del Reino. Este trabajo pretende exponer justificadamente cómo se hace necesario para todo seguidor de Cristo hacerse pobre y cómo la fidelidad al Evangelio pasa por los pobres.

Entendiendo por «ser pobre» una cualidad ya «conseguida» y, en cierto modo, «estática», y, aunque es verdad que esta necesidad apela a la realidad ontológica del hombre, planteamos esta cuestión más bien como «proceso de crecimiento personal» que consiste en un «hacerse» cada vez más pobre, a lo largo de la vida, hasta aprender a ser verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios, a imitación de Cristo 2, de ahí la expresión «hacerse pobre» del título.

Queremos hacer especial hincapié en la necesidad de hacerse pobre para seguir a Jesús en la vocación laical, ya que, a diferencia de aquello que siempre ha tenido asumido la Iglesia de que el voto de pobreza es uno de los votos canónicos, reservado a la vida religiosa, ofrecido solo a algunas personas para poder vivir la vocación universal a la santidad, creemos que, precisamente porque la santidad es una vocación universal, todos los cristianos, incluidos los laicos, estamos llamados a vivir con radicalidad el Evangelio, y así, independientemente de la mediación que se elija para vivirlo, aunque siempre desde ella, todos estamos llamados a vivir los tres votos o, llamémoslos en este caso, consejos evangélicos, con radicalidad.

La elección de este tema se debe a mi pertenencia a una comunidad laical: Asís, formada por hombres y mujeres que deseamos seguir más de cerca a Jesucristo, viviendo junto a los jóvenes y los pobres, ofreciendo una alternativa real en esta sociedad despersonalizada. Para nosotros es fundamental, entre otras cosas, el cuidado del hermano, la fraternidad, la minoridad, la oración, el servicio a los jóvenes y los pobres, siguiendo las huellas del testimonio de san Francisco de Asís, que madura su propia conversión dentro de una experiencia y piedad laicas. De ahí el interés en profundizar sobre esta necesidad de vivir, desde la vocación laical, la pobreza.

Comenzamos el trabajo con el estudio de las fuentes bíblicas, estudio con el que pretendemos justificar y fundamentar la necesidad de hacerse pobre y de reproducir así el rostro de Cristo, en quien Dios se hizo visible mediante la encarnación 3.

Este estudio de las fuentes bíblicas se realiza mediante la selección de algunas citas escogidas, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo, para ilustrar las distintas formas de pobreza a las que se nos invita en el camino del seguimiento: hacerse pobre en la verdad de lo que somos, pobre en la reconciliación, pobre necesitado de amor, pobre de poder, pobre en lo material y pobre de espíritu.

Utilizamos también algunas fuentes eclesiológicas que nos ayudan a ver cómo se ha vivido a lo largo de la historia de la Iglesia la llamada a hacernos pobres. Comenzamos con algunos ejemplos de las primeras comunidades, apoyados aún en textos bíblicos; seguimos con una selección de Padres de la Iglesia que muestran en sus escritos la propia vivencia de la pobreza, la vivencia de las comunidades cristianas contemporáneas y la exhortación a los cristianos a vivir la pobreza; así destacamos la Epístola a Diogneto, Juan Casiano, Agustín de Hipona y Benito de Nursia.

Proponemos más tarde a san Francisco de Asís como modelo representativo de quien supo vivir la minoridad y la humildad como concreción de la pobreza, desposeído de todo para que Dios fuera siempre todo, que supo liberarse de sí mismo para darse y acoger a los demás, para engendrar vida, y que supo encontrar el sentido profundo de esta virtud, llegando a pedir a Dios que le hiciera amar de todo corazón el tesoro de la santa pobreza 4, a la que llega a llamar la Dama Pobreza. Como dice el hermano José Antonio Guerra al presentar a san Francisco: «Transpira grandeza por la trascendencia de Dios, que rezuma en su pobreza».

A continuación, estudiamos en dos documentos del Concilio Vaticano II todo aquello que se dijo entonces acerca de la realidad de los pobres. Los documentos a los que nos referimos (Lumen gentium y Gaudium et spes) dan cuenta de la preocupación de los padres conciliares por las angustias que hoy afligen a los hombres, y así se hacen una exhortación a todos los cristianos, llamada a compadecernos de las turbas, oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, poniendo constantemente ante nuestros ojos a quienes, por falta de los medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición de vida digna del hombre 5.

Desde ahí trataremos de ver lo que el papado posconciliar ha llevado a cabo para concretar esa visión de la pobreza que ha perfilado el Concilio. Así haremos un recorrido por la segunda mitad del siglo XX y principios del siglo XXI, a través de Juan XXIII (1958-1963), Pablo VI (1963-1978), Juan Pablo II (1978-2005), Benedicto XVI (2005-2013) y Francisco (2013-).

Para terminar, expondremos algunas propuestas prácticas de la pobreza aplicables a las comunidades laicales que van surgiendo en nuestros días, entendiendo, como ya hemos dicho, que esta no es solo opción para los religiosos, sino para toda persona que se comprometa a responder a la vocación de amor a la que nos llama el Señor. Así hablaremos de la opción preferencial por los pobres (haciendo especial referencia al Documento de Aparecida), la vivencia de la sencillez, el cuidado del hermano (la fraternidad), el cuidado de los pequeños detalles y, en especial, la gratuidad, la comunión de bienes, como signo de desapropiación del yo, y la vivencia de la humildad.

1

JUSTIFICACIÓNBÍBLICA

No podemos negar que las Escrituras hablen de los pobres, sobre todo si consideramos la cantidad de veces que esta palabra y sus sinónimos aparecen: pobre y sus derivados 144 veces; humild-, 63 veces; débil(es), 61 veces; abatid-, 31 veces; necesitado(s), 6 veces; hambr-, 132 veces; desdichad-, 20 veces; sencillo(s), 7 veces… Si tomamos como referencia el texto griego, hay que añadir que, mientras que nosotros dependemos del latín y traducimos pauper por pobre, el griego bíblico utiliza el término ptôchós, que se traduce por «pordiosero», utilizado con sentido despectivo, y que aparece unas 100 veces en el Antiguo Testamento y 34 en el Nuevo Testamento. Igualmente aparecen los términos tapeinós y penés, traducidos por «necesitados»,que aparecen50 veces 1. Desde esta realidad podemos afirmar que las Escrituras evidencian la necesidad de hacerse pobre.

Entre los numerosos textos que hablan de los pobres hacemos a continuación una selección para lograr ilustrar lo que significa la pobreza para el hombre en la historia de la salvación.

1. Antiguo Testamento

Hay que aclarar que no siempre aparece en la Biblia la pobreza en el sentido soteriológico en el que lo planteamos aquí. De hecho, en el AT, este término habla más de injusticia, de violencia, de despojo. En la tradición griega, el pueblo de Israel veía la pobreza como un vicio que debía evitarse, en contraposición a la riqueza, considerada como virtud; era fruto de la injusticia, un fallo de toda la comunidad y una desobediencia a Dios. De ahí que, por ejemplo, establecieran el año sabático para liberar a los esclavos que habían llegado a tal situación debido a sus problemas económicos y para devolverles a los pobres los frutos de las tierras que trabajaban (Ex 20,22-23,19; Dt 15,1-11; Lv 25). Evidentemente, esto no suponía que se cumplieran las normas al pie de la letra, pero sí que la existencia de estas normas ponía en la pobreza la causa del robo y la violencia.

Es verdad que pronto la pobreza adquiere en la Biblia un sentido religioso, entendiéndola como esa actitud que hace al hombre dejarse en los brazos del Padre, dependiendo totalmente de él. Son los primeros indicios de la vivencia de la pobreza espiritual que más adelante se desarrollará en el NT. Sin embargo, la historia del pueblo de Israel que narra la Biblia se ha entendido siempre como la historia de los pobres que tienen a Dios como su única esperanza, la historia de aquellos que claman a Dios y son escuchados por él, por eso los libera de la esclavitud, la injusticia y la violencia. Serán los profetas los encargados de defender la relación justicia-fe o pobreza-desobediencia a Dios, haciéndola así incompatible con la fe en Dios, y, por tanto, denunciándola (Am 3,9-10; Is 1,21; Miq 3,9-11; Is 5,8; Jr 22,13) 2.

Buscamos en el AT textos que, si no justifican, al menos indiquen la llamada de Dios a hacernos pobres. Recordemos que, ya desde el principio de la historia de la salvación, Yahvé se manifiesta al hombre esperando ser su único Dios (Dt 6,4-9), le invita a proclamarlo como único dueño del mundo y del hombre y a negar a los falsos dioses, entre ellos los del poder y las riquezas.

a) Hacerse pobre en la verdad de lo que somos

Ten una moderada estima de ti mismo,

y valórate en la justa medida

(Eclo 10,28).

Esta es una llamada a conocer la naturaleza humana, a reconocer su debilidad, su pobreza, y a vivir alerta y con la confianza puesta en Dios, el único Señor, el mejor Señor.

El hombre, llamado a hacerse pobre en su verdad, vive la realidad tal cual es, la acoge tal como es, vive la verdad del plan creador de Dios, que lo hizo todo bueno (Gn 1,4.10.12.18.21.25.31): ningún hombre o mujer ha podido cambiar eso. Es pobreza, humildad, realismo, reconocernos como somos, amar y amarnos tal como somos, tal como fuimos creados y amados por Dios, y esto en todos los niveles: económico, social, antropológico, cultural, religioso… Al hombre Dios lo «ben-dijo» –decir bien–, le dio autoridad sobre el resto de la creación y le mandó ser fecundo y llenar la tierra (Gn 1,28). Solo el hombre que reconoce su verdad, que se acepta tal como es y que asume la realidad tal cual es, puede vivir liberado de los falsos ídolos que se le proponen continuamente, de las falsas riquezas que se le ofrecen, yendo más allá de la necesidad de todo tipo de reconocimiento.

Es evidente que, al hablar de esta pobreza, tenemos que hablar de humildad. El término humilde viene de humus (el que se rebaja hasta la tierra, hasta el suelo). En este contexto hablamos de humildad como característica de las personas que no ponen su seguridad en ellas mismas, que no se afirman ante los demás, sino que reconocen la verdad de lo que son, su pobreza, su pequeñez y, a la vez, su riqueza y su grandeza, y así hacen de Dios su roca firme, su único alcázar, su baluarte donde ponerse a salvo (Sal 143). Es la humildad que el cristianismo propondrá como ideal, aquella por la que más tarde Pablo (del latín paulus: «el menor», «el pequeño», «hombre de humildad», «el pobre») hará la siguiente exhortación: «Sed, por el contrario, humildes y considerad a los demás superiores a vosotros mismos» (Flp 2,3) 3.

Son numerosas las citas bíblicas del AT en las que Dios humilla a los orgullosos (1 Sam 2,3-9; Job 20,4-7; Is 5,15) o levanta a los humildes (Job 5,11). Como pueblo, Israel aprendió la humildad a lo largo de su historia, y no fue hasta el exilio vivido en el siglo VI a. C. cuando llegó a la conclusión de que Dios está con el humillado (Is 57,15). Ya Zacarías auguraba que el Mesías sería humilde (9,9), y Sofonías que los orgullosos desaparecerían (3,11-12). Incluso en el segundo libro de las Crónicas aparece la humildad como criterio utilizado para juzgar a los reyes (32,26; 36,12). Esta es la imagen alternativa de Dios que ya el AT propone, a su manera, desde el principio: la de un Dios que interviene a favor de los pobres, que los defiende libre y gratuitamente, que humilla al soberbio y enaltece al humilde. Queda claro y evidente que pobreza y humildad son indisociables: en el día del Señor, la ira castigará a los ricos y poderosos (Sof 1,8-13) y perdonará a los humildes (Sof 2,3) 4.

Baste con recordar el Salmo 146, que presenta a Dios como único Señor y creador que interviene en la historia invitando a no confiar en los poderosos, que acaban muriendo, y felicitando al que se apoye en el Dios de Jacob, es decir, a aquel que reconozca su propia debilidad y, desde ella, sepa vivir confiado en Dios, que libera a los cautivos que se reconocen como necesitados de libertad y que abre los ojos al ciego que reconoce que necesita ver.

b) Hacerse pobre en la reconciliación

El Señor es paciente con los hombres

y derrama sobre ellos su misericordia

(Eclo 18,11).

Mucho habla el AT del perdón y la reconciliación entre los hombres (Lv 19,17ss; Prov 10,22; Eclo 28,2-6), pero reconocer la verdad de lo que somos significa también reconciliarnos con nuestra realidad, que incluye nuestro pecado. En el AT, el pecado está vinculado al rechazo de la palabra de Dios (Gn 1-11) y a la ruptura de su alianza (Ex 20,32-35). Desde el relato de Gn 2-3 podemos señalar las características del pecado que nos transmite la Biblia: el pecado pertenece al hombre, es del hombre, ni de Dios ni del diablo; es el hombre quien decide optar por rechazar el plan de Dios; además, aparece el pecado como desobediencia, que no es otra cosa que dejar de escuchar (ob-audire) y dialogar con Dios, dejar de acoger la Palabra de vida que le sostiene e impulsa para escuchar otra voz que le hace sospechar de la verdad de Dios. Al rechazar Adán y Eva el diálogo con Dios quedan solos, tratando entonces de ser ellos mismos el principio de su existencia y de todo lo que existe; aparece también el pecado como envidia, como la necesidad del hombre de querer ser como Dios, de sustituirlo; el pecado es entonces mentira, falta de transparencia que oculta que el fundamento del hombre está en Dios, para aparentar que el hombre existe por sí mismo, negando lo que debe a los demás y al Dios de la vida; como legalismo judicial, el pecado hace que el hombre quiera hacerse dueño de lo bueno y lo malo, que quiera medir y modelar lo que existe en su propio provecho, quedando así fuera de Dios y tratando de discernir y definir las cosas y personas como si dependieran de él; así, el pecado se hace también dominio violento sobre los demás, dominio que hace sustituir el señorío (positivo, como gracia) que Dios le dio al hombre sobre toda la creación por un dominio impositivo que solo quiere adueñarse por la fuerza de sí mismo y de la vida, destruyéndose en último término; así podemos deducir también que el pecado es muerte, ya que, si el hombre rechaza a Dios, que es la vida y quiere darnos vida, lo que hace es escoger la muerte, que se deriva de quedar en manos de su propia fragilidad, quedando así encerrado en su propia muerte (Gn 4) 5.