La noche y la luz de la luna - Henry David Thoreau - E-Book

La noche y la luz de la luna E-Book

Henry David Thoreau

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Beschreibung

Los cinco ensayos reunidos en este libro exhiben a un Henry David Thoreau que describe la naturaleza con mucha fascinación. La Luna, el papel que juegan las semillas en el funcionamiento del mundo biológico, los fenómenos vinculados con los mares y las mareas, la historia de los manzanos, son solo algunos de los temas que aparecen, concatenados, a lo largo del libro. Como ejemplo, la reflexión de Thoreau, obnibulado por la luz de la Luna, sobre lo que él denomina "el reino de la noche".

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Henry David Thoreau nació en Concord, Massachusetts, Estados Unidos, el 12 de julio de 1817. Se graduó de Harvard en 1837 y volvió a Concord. En 1845, decidió vivir en contacto con la naturaleza y construyó una cabaña cerca del pantano de Walden, para llevar una vida sencilla y dedicarse completamente a escribir y observar la naturaleza. Opositor acérrimo al régimen esclavista de Estados Unidos, en 1846 se negó a pagar impuestos y fue enviado a la cárcel. En 1849 escribió Desobediencia civil, texto que influyó notablemente en pensadores como Martin Luther King y Mahatma Gandhi. Murió en su pueblo natal el 6 de mayo de 1862, a causa de una tuberculosis.

Thoreau, Henry DavidLa noche y la luz de la luna / Henry David Thoreau. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2020.Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Paula Vasile.ISBN 978-987-8413-04-4

1. Filosofía de la Naturaleza. 2. Luna. 3. Filosofía. I. Vasile, Paula, trad. II. Título.

CDD 146

ISBN edición impresa: 978-987-4086-95-2

Títulos originalesNight and moonlight, 1863Autumnal tints, 1862The succession of trees, 1860The sea and the desert, 1865Wild apples, 1862

Traducción María Paula VasileCorrección Renata Prati & Mariana GaitánDiseño de tapa e interiores Víctor MalumiánIlustración de Henry David Thoreau Juan Pablo MartínezIlustraciones interiores Liliya Shlapak + Lubov Chipurko + Nikolayenko Yekaterina + Melok

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, marzo de 2024

La noche y la luz de la Luna

Henry David Thoreau

TraducciónMaría Paula Vasile

Índice

La noche y la luz de la Luna

Los colores del otoño

Las gramíneas púrpuras

El arce rojo

El olmo

Las hojas caídas

El arce azucarero

El roble escarlata

La sucesión de los bosques8

El mar y el desierto

Manzanas silvestres

La historia del manzano

Las manzanas silvestres

El manzano silvestre

Cómo crece la manzana silvestre

La fruta y su sabor

Su belleza

Sus nombres

Rebuscar después de la cosecha

La manzana “congelada-descongelada”

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Portada

Índice

Contenido principal

Notas al pie

La noche y la luz de la Luna

HACE ALGUNOS AÑOS, LUEGO de aventurarme en una caminata memorable bajo la luz de la Luna, decidí dar más de estos paseos y conocer otro lado de la naturaleza. Y así lo he hecho.

Según Pliny, existe en Arabia una piedra, llamada selenita, “de un blanco cuya intensidad aumenta o disminuye con la Luna”. En este sentido, mi diario, desde hace un año o dos, ha sido selenítico.

¿No es la medianoche como África Central para la mayoría de nosotros? ¿No nos sentimos tentados a explorarla, a penetrar las orillas del lago Chad y descubrir el nacimiento del Nilo, es decir, tal vez, los montes de la Luna? ¿Quién sabe qué fertilidad y belleza, moral y natural, pueden encontrarse allí? En los montes de la Luna, en el África Central de la noche, allí es donde todos los Nilos tienen ocultas sus cabezas. Las expediciones por el Nilo por ahora solo se han extendido hasta las cataratas, o tal vez hasta la desembocadura del Nilo Blanco. Pero es el Nilo Negro el que nos importa.

Seré un benefactor si conquisto algunos de los reinos de la noche, si informo a los periódicos algo revelador de aquel momento digno de atención (si puedo mostrarles a los hombres que existe una belleza que se queda despierta mientras ellos duermen), si contribuyo al campo de la poesía.

Sin duda, la noche es más extraordinaria y menos profana que el día. Pronto descubrí que conocía solo su aspecto y que, en lo que respecta a la Luna, solo la había observado como a través de una pequeña hendidura, de manera esporádica. ¿Por qué no caminar un poco bajo su luz?

Supongamos que uno escucha las sugerencias que hace la Luna, generalmente en vano, durante un mes: ¿diferirá de lo que encontramos en la literatura o la religión? ¿Por qué no estudiar este sánscrito? ¿Y si acaso la Luna ha ido y venido con su mundo de poesía, sus enseñanzas misteriosas, sus sugerencias oraculares —una criatura divina repleta de consejos para mí—, y yo no la he aprovechado? ¿Fue acaso una Luna que pasó inadvertida?

Creo que fue el doctor Chalmers quien dijo, criticando a Coleridge, que por su parte él quería ideas que pudiera ver a su alrededor, y no ideas que tuviera que buscar lejos y alto en los cielos. Un hombre así, podríamos decir, nunca observaría la Luna, ya que ella nunca nos muestra su otra cara. La luz que viene de ideas cuya órbita está tan lejos de la Tierra, y que no es menos esperanzadora e ilustrativa para el viajante nocturno que aquella de la Luna y las estrellas, por supuesto, es desprestigiada como propia de lunáticos. ¿No arrojan acaso una luz lunática? Bien, entonces, viajen de noche cuando no haya Luna para iluminarlos; pero yo agradeceré la luz que me llega de la estrella de menor magnitud. Las estrellas son mayores o menores de acuerdo a nuestra percepción. Me sentiré agradecido de ver al menos un lado de una idea celestial, un lado del arcoíris y del cielo al atardecer.

Los hombres hablan de manera muy superficial acerca de la luz de la Luna, como si conocieran bien sus cualidades y las menospreciaran, como si los búhos hablaran de la luz del Sol (¡qué saben de esa luz!), pero por lo general esta palabra remite a algo que simplemente no comprenden: ante ella, permanecen en cama y dormidos, por más que valdría la pena que estuvieran levantados y bien despiertos para verla.

Debemos reconocer que la luz de la Luna, si bien es suficiente para el caminante meditabundo y no es desproporcionada respecto de nuestra luz interior, posee una calidad e intensidad muy inferior a la del Sol. Pero no debemos juzgar a la Luna solo por la cantidad de luz que nos brinda, sino también por su influencia en la Tierra y sus habitantes. “La Luna gravita en torno a la Tierra, y la Tierra gira recíprocamente alrededor de la Luna”. El poeta que camina bajo la luz de la Luna es consciente de una marea en su pensamiento que debe atribuirse a la influencia lunar. Procuraré separar la marea en mis pensamientos de las usuales distracciones del día. Quiero advertir a quienes me escuchan que no deben juzgar mis pensamientos según los parámetros de la luz del día, sino esforzarse por comprender que me expreso desde la noche. Todo depende del punto de vista. En la publicación de los viajes de Drake, Wafer dice lo siguiente sobre un grupo de albinos entre los indígenas de Darién: “Son muy blancos, pero su blancura es como la de un caballo, distinta del cutis claro o pálido europeo, ya que carecen de cualquier rastro de rubor o tez rojiza. […] Sus cejas son de un color blanco lechoso, como lo es el cabello en sus cabezas, el cual es muy fino. […] Rara vez salen durante el día, ya que tienen aversión al Sol, el cual provoca que los ojos, débiles y porosos, les lagrimeen, especialmente si aquel brilla en su dirección, pero ven muy bien con la luz de la Luna, por lo que reciben el nombre de ojos de Luna”.

Tampoco en nuestros pensamientos durante estas caminatas bajo la luz de la Luna, me parece, existe el menor “rastro de rubor o tez rojiza”, pero somos albinos intelectual y moralmente hablando, hijos de Endimión, tal es el efecto de conversar mucho con la Luna.

Me quejo de aquellos viajeros árticos que no enfatizan lo suficiente la constante y peculiar monotonía del paisaje ni la perpetua luz crepuscular de la noche ártica. Por lo tanto, quien tenga por tema la luz de la Luna, aunque le resulte difícil, debe ilustrarla, por así decirlo, solo con la luz de la Luna.

Muchos hombres caminan durante el día; pocos lo hacen por la noche. Es un momento completamente distinto. Pensemos, por ejemplo, en una noche de julio. Alrededor de las diez, cuando los hombres duermen y el día ya casi ha sido olvidado, puede observarse la belleza de la luz de la Luna sobre los campos solitarios en los que el ganado se alimenta en silencio. Por todas partes surgen novedades. En vez del Sol, están la Luna y las estrellas. En vez de zorzales maculados, hay atajacaminos. En vez de mariposas en las praderas, hay luciérnagas, ¡esos alados destellos de fuego! ¿Quién lo hubiera creído? ¿Qué clase de vida tranquila y deliberada habita esas moradas llenas de rocío asociadas con una chispa de fuego? El hombre tiene fuego en los ojos, o en la sangre, o en el cerebro. En lugar de pájaros cantores, la nota medio ahogada de un cuco que sobrevuela, el croar de las ranas y el sueño tan intenso de los grillos. Pero, sobre todo, el maravilloso bramido de la rana toro, que resuena desde Maine hasta Georgia. Las parras de la papa se levantan derechas, el maíz crece a ritmo acelerado, los arbustos se asoman enormes, los campos de cereales son infinitos: en nuestras terrazas fluviales abiertas, antaño cultivadas por los indígenas, parecen ocupar el terreno como un ejército con sus cabezas asintiendo en la brisa. En medio se ven pequeños árboles y matas que emergen como de una inundación. Las sombras de las rocas y los árboles, de los matorrales y las colinas, se destacan más que los objetos en sí. Las sombras revelan las irregularidades más sutiles en el suelo y, en consecuencia, lo que los pies sienten relativamente suave parece áspero y variado. Por el mismo motivo, todo el paisaje luce más abigarrado y pintoresco que durante el día. Las cavidades más pequeñas en las rocas son oscuras y cavernosas; los helechos en los bosques parecen de un tamaño tropical. El helecho dulce y el añil de los senderos del bosque cubiertos de vegetación nos mojan hasta la cintura con rocío. Las hojas del arbusto de roble brillan como si un líquido fluyera por encima de ellas. Los haces de luz que se ven a través de los árboles tienen tanta luz como el cielo. “La luz del día se refugió en su seno”, como dice el Purana acerca del océano. Todos los objetos blancos se destacan más que de día. Un despeñadero distante luce como un espacio fosforescente en la ladera. El bosque es denso y oscuro. La naturaleza dormita. Podemos ver la luz de la Luna reflejada en determinados tocones en los recovecos del bosque, como si ella eligiera sobre qué brillar. Estas pequeñas fracciones de su luz recuerdan a la planta llamada semilla luna, como si la Luna la sembrara en este sitio.

Por la noche, los ojos están parcialmente cerrados o se retiran hacia adentro de la cabeza. Otros sentidos toman el mando. El caminante también se guía por el sentido del olfato. Cada planta y cada campo, cada bosque ahora emite su olor: las helonias en la pradera y la atanasia en el camino; y el peculiar aroma seco del maíz que ha comenzado a mostrar sus espigas. Los sentidos del oído y del olfato están más alerta. Escuchamos el tintineo de arroyos que no habíamos detectado nunca. De vez en cuando, alto en las laderas de las colinas, pasamos por un estrato de aire cálido, una ráfaga que sube desde las sofocantes llanuras del mediodía. Nos cuenta acerca del día, sobre las riberas y las soleadas horas del mediodía, sobre el trabajador que seca su frente y la abeja que zumba entre las flores. Se trata de un aire en el que se ha trabajado, un aire que los hombres han respirado. Circula desde los márgenes del bosque hasta las laderas como un perro que perdió a su amo, ahora que el sol se ha ocultado. Las rocas retienen toda la noche el calor que absorbieron del sol. Lo mismo hace la arena. Si cavamos algunos centímetros en ella, encontraremos una capa tibia. Nos acostamos boca arriba sobre una roca en una pradera en la cima de alguna colina desnuda a medianoche y especulamos sobre la altura del dosel estrellado. Las estrellas son las joyas de la noche y, tal vez, superan todo lo que el día tiene para mostrar. Un compañero con quien navegaba bajo la luz de la Luna, una noche ventosa pero despejada en la que las estrellas eran pocas y tenues, creía que un hombre podía llevarse bien con ellas, aunque tuviera muchas limitaciones, que eran una especie de pareja perfecta que nunca fallaba.

No es de extrañar que hayan existido astrólogos que concibieran una relación personal con una estrella en particular. Du Bartas, quien fue traducido al inglés por Sylvester, dijo lo siguiente:

No creeré que el gran arquitecto

le dio a los arcos celestiales todos esos fuegos

solo de adorno, y con escudos resplandecientes

para asombrar a los pobres pastores que miran desde los campos.

No creeré que la mínima flor que alardea

en los límites de nuestro jardín, o en las riberas,

y la mínima piedra, que en su cálido regazo

nuestra Madre Tierra envuelve codiciosa,

tengan una peculiar virtud propia,

y que las gloriosas estrellas del cielo no.

Y sirWalter Raleigh bien dice que “las estrellas son instrumentos de gran utilidad, que no sirven solo para brindar una luz oscura y ser contempladas por los hombres luego del atardecer”. Dice que, según Plotino, “son significativas, pero no eficientes”; y que, según Agustín, “Deus regit inferiora corpora per superiora”: Dios reina sobre los cuerpos de abajo a través de aquellos superiores. Pero lo mejor es lo que expresó otro escritor, “Sapiens adjuvabit opus astrorum quemadmodum agricola terrae naturam”: un hombre sabio asiste al trabajo de las estrellas como un agricultor ayuda a la naturaleza del suelo.

No concierne a los hombres que duermen en sus camas, pero es muy importante para el viajero, ya sea que la Luna resplandezca brillante o esté oculta. No es fácil percibir el júbilo sereno de toda la Tierra cuando la Luna comienza a brillar libremente, a menos que con frecuencia hayamos salido en soledad en las noches de luna. Parece estar librando en nuestro nombre una guerra continua con las nubes, aunque imaginamos que las nubes son también sus adversarias. Avanza, agrandando con su luz su poder, y las revela, mostrándolas en toda su grandeza y su negrura, entonces de repente las deja atrás, ocultas en la luz, y sigue su camino triunfal a través de un pequeño espacio de cielo despejado.

En definitiva, la Luna que atraviesa, o parece atravesar, las pequeñas nubes que yacen en su camino, por momentos oscurecida por ellas, por momentos disipándolas con facilidad y brillando a través de ellas, crea el dramatismo de la luz de Luna para todos los observadores y viajeros nocturnos. Los navegantes dicen que la Luna pareciera comerse las nubes. El viajante totalmente solo, la Luna totalmente sola, excepto por la simpatía que se siente por ella, que va derrotando implacable y victoriosa enteros escuadrones de nubes por encima de bosques, lagos y colinas. Cuando permanece oculta, el viajero simpatiza tanto con ella que podría azotar a un perro para socorrerla, tal como lo hacen los indígenas. Cuando entra en un campo amplio y despejado en los cielos y resplandece libre, el viajero es feliz. Y cuando ha luchado por atravesar todos los escuadrones de adversarios y cabalga majestuosa en un indemne cielo despejado, sin ningún otro obstáculo en su rumbo, el viajero continúa su camino con ánimo y confianza, se regocija en el corazón, y también el grillo parece expresar alegría con su canto.

Cuán insoportables serían los días si la noche no llegara con su rocío y oscuridad a recomponer el mundo decadente. A medida que las sombras comienzan a reunirse a nuestro alrededor, se despiertan nuestros sentidos primitivos y nos alejamos de nuestras guaridas, como los habitantes de la jungla, en busca de aquellos pensamientos silenciosos y apesadumbrados que son la presa natural del intelecto.

Richter dice que “todos los días la tierra es cubierta por el velo de la noche por la misma razón que se oscurecen las jaulas de los pájaros, es decir, que podemos aprehender con facilidad las armonías superiores del pensamiento en el silencio y la quietud de la oscuridad. Los pensamientos que el día transforma en humo y niebla por la noche se posan sobre nosotros como luz y llamas; incluso, como la columna que fluctúa sobre el cráter del Vesubio, que de día parece una columna de nubes, pero de noche se asemeja a una columna de fuego”.

En este clima de tal serena y majestuosa belleza, existen noches tan medicinales y fecundas para el espíritu que según creo una naturaleza sensible no debería dejarlas caer en el olvido, y tal vez no haya ningún hombre mejor y más sabio que aquel que las pasa a la intemperie, aunque tenga que dormir todo el día siguiente para pagar por ello (dormiría un sueño de Endimión, como decían en la Antigüedad), noches que avalan el epíteto griego de ambrosía cuando, como en la tierra de Beulah, la atmósfera está invadida por una fragancia húmeda y música, y tomamos nuestro descanso y soñamos despiertos, cuando la luna, que no es secundaria con respecto al sol,

vuelve a darnos su resplandor,

desprovista de su llama, brinda un día más tenue.

Ya a través de la nube pasajera parece asomarse,

ya cabalga sublime sobre el intenso cielo cerúleo1.

Diana aún caza en el cielo de Nueva Inglaterra.

En el cielo es la reina entre las esferas.

Ella, como una amante, purifica todas las cosas.

En sus manos la eternidad vacila:

es belleza y, por ella, los justos perviven.

El tiempo no la deteriora, pues ella guía su carruaje;

la mortalidad yace bajo su órbita;

es por ella que la virtud de las estrellas se desliza;

su imagen es el molde perfecto de la Virtud2.

Los hindúes comparan la Luna con un ser sagrado que ha alcanzado la última etapa de la existencia corporal.

¡Gran restauradora de la Antigüedad, gran hechicera! En una noche templada en la que resplandece sin obstáculos la Luna de la cosecha o del cazador, las casas de nuestro pueblo, más allá del arquitecto que hayan tenido durante el día, reconocen una única ama. Entonces, las calles del pueblo son tan salvajes como el bosque. Las cosas nuevas y antiguas se confunden. No sé si estoy sentado en las ruinas de un muro o sobre el material que compondrá uno nuevo. La naturaleza es una maestra instruida e imparcial, que no difunde opiniones crudas ni halaga a nadie: no será radical ni conservadora. Pensemos en la luz de la Luna, tan civilizada, ¡y tan salvaje a la vez!

Su luz es más proporcional a nuestro conocimiento que la del día. En una noche cualquiera, no es más sombría que el estado habitual de nuestra mente, y es tan brillante como nuestros momentos más iluminados.

En noches así, déjenme quedarme afuera

hasta que rompa el alba y todo vuelva a confundirse.

¿Qué sentido tiene la luz del día si no el de reflejar un amanecer interior? ¿Con qué objeto se descubre el velo de la noche si la mañana no le revela nada al alma? Es apenas ostentación y flagrancia.

En su himno al Sol, Ossián exclama:

¿Dónde habita la oscuridad?

¿Dónde está la morada cavernosa de las estrellas

cuando persigues sus huellas con rapidez,

siguiéndolas como un cazador en el cielo,

tú escalando colinas empinadas,

ellas descendiendo en inhóspitas montañas?

Y así, ¿quién no acompaña en su mente a las estrellas hasta su “morada cavernosa”, “descendiendo” con ellas “en inhóspitas montañas”?

Sin embargo, también de noche es el cielo azul y no negro, ya que a través de la sombra de la tierra vemos la atmósfera distante del día, donde se revelan los rayos de sol.

Los colores del otoño

CUANDO LLEGAN A AMÉRICA, los europeos se sorprenden con el brillo del follaje otoñal. La poesía inglesa no refleja este fenómeno, ya que allí los árboles adquieren pocos colores radiantes. Lo máximo que Thomson dice sobre el tema en su poema “Otoño” se encuentra en estos versos:

Observen cómo se destiñen los coloridos bosques,

la sombra se prolonga sobre la sombra, el campo alrededor

se oscurece; un follaje tupido, umbrío y pardo,

de todas las tonalidades, desde el verde pálido

hasta el negro carbón3.

Y en el siguiente:

El otoño que brilla sobre los bosques amarillos4.

El cambio otoñal en nuestros bosques aún no ha impactado de manera profunda en nuestra propia literatura. Octubre apenas ha teñido nuestra poesía.

Muchos de quienes han pasado la vida en las ciudades, y jamás se han aventurado a venir al campo en esta estación, nunca han visto la flor o, mejor dicho, el fruto maduro del año. Recuerdo un paseo junto a uno de esos ciudadanos en el que, aunque había llegado algunas semanas tarde para ver los tonos más brillantes, se sorprendió al verlos y no podía creer que hubieran estado más radiantes. Nunca había escuchado hablar de ese fenómeno. No solo muchos de los pobladores de la ciudad nunca lo han presenciado, sino que en general apenas lo recuerdan de un año para el otro.

La mayoría, aparentemente, confunde las hojas cambiantes con las marchitas, como quien confunde las manzanas maduras con las podridas. Creo que cuando el color de una hoja cambia y se intensifica, se hace evidente que ha alcanzado una madurez perfecta y tardía, en correspondencia con la madurez de los frutos. Por lo general, las hojas más viejas y bajas son las primeras en transformarse. Pero, así como el insecto de alas perfectas y colores brillantes vive poco tiempo, así las hojas maduran para caer.

Los frutos, cuando maduran y justo antes de caer, cuando inician una existencia más independiente e individual, en la que necesitan menos sustento de cualquier fuente, tanto de la tierra a través del tallo, como del sol y del aire, suelen adquirir un tono brillante. Lo mismo sucede con las hojas. Los fisiólogos dicen que “se debe a un aumento en la absorción de oxígeno”. Esa es la explicación científica del fenómeno, una mera reafirmación del hecho. Pero me interesan más las mejillas sonrosadas de la doncella que su dieta específica. Los propios bosques y pastizales, la capa que cubre la tierra, deben adquirir un color radiante —evidencia de su madurez— como si todo el mundo fuera un fruto colgado de su tallo, siempre con una mejilla mirando al sol.

Las flores no son más que hojas de colores, y son frutos solo aquellos que maduran. La parte comestible de la mayoría de los frutos es, como dicen los fisiólogos, “el parénquima o tejido carnoso de las hojas” a partir del que se forman.

Nuestros apetitos suelen limitar el concepto de madurez, así como los fenómenos, los colores, la suavidad y la perfección de los frutos que comemos, y solemos olvidar que cada año la naturaleza madura una inmensa cosecha que no comemos y apenas utilizamos. En las ferias anuales de ganadería y horticultura, creemos hacer una gran exhibición de frutas frescas, destinadas sin embargo a un fin innoble, y valoradas no precisamente por su belleza. Pero en torno y dentro de las ciudades tiene lugar anualmente otra exposición de frutos, a una escala mucho más grande, frutos que sacian nuestro apetito de belleza.

CALÉNDULACalendula officinalisHierba de la familia de las asteráceas, aromática, que tiene un largo período de floración y una gran diversidad de usos medicinales. El nombre de las plantas asteráceas (Asteraceae) deriva del término Aster, del griego ἀστήρ, que significa “estrella”, una forma que podemos apreciar en la figura que suele caracterizar a la inflorescencia de estas plantas.

Octubre es el mes de las hojas pintadas. Su agradable brillo ahora resplandece por todo el mundo. Así como los frutos y las hojas, y los días mismos, adquieren un tono brillante justo antes de caer, así también sucede con el año cuando está por finalizar. Octubre es su cielo vespertino; noviembre es el crepúsculo posterior.

Antes creía que valía la pena obtener un espécimen de hoja cambiante de cada árbol, arbusto y planta herbácea, cuando alcanzaban su color característico más brillante, en la transición del tono verde al marrón, dibujarlo y reproducir su color de manera precisa, con pintura, en un libro que se titularía Octubre o los colores del otoño. Empezaría con el primer enrojecimiento de las madreselvas y la laca de las hojas radicales, continuaría con las del arce, el nogal y el zumaque, y con otras hermosas hojas moteadas menos conocidas, hasta llegar por último a los tardíos robles y