La novia del normando - Terri Brisbin - E-Book
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La novia del normando E-Book

Terri Brisbin

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Beschreibung

Los Dumont. 2º de la saga. Saga completa 3 títulos. William Royce no podía aplacar el deseo que sentía cada vez que miraba a Isabel. A pesar de haber sido golpeada por la vida, Isabel seguía teniendo un espíritu fuerte que le hacía a Royce desear lo imposible... una vida libre de oscuros secretos que pudiera vivir junto a ella. Aunque no recordaba nada de su pasado, Isabel estaba segura de que Royce, el hombre que le había salvado la vida, había sido caballero. Por mucho que se esforzara en ocultarlo, se comportaba como un hombre distinguido... que despertaba en ella el anhelo de convertirse en su dama.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2004 Theresa S. Brisbin

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

La novia del normando, n.º 365 - junio 2014

Título original: The Norman’s Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2006

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4357-8

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Prólogo

Silloth-on-Solway

Inglaterra, 1198

—¿Vivirá?

Murmuró aquella palabra en un susurro, sin terminar de comprender por qué significaba tanto para él. Pero así era.

—Tal vez —respondió la vieja Wenda, la curandera del pueblo—. O tal vez no. Ya no está en mis manos.

William DeSeverin, por aquel entonces conocido como Royce, estaba de pie al lado del fuego del hogar de aquella cabaña, observando cómo Wenda terminaba de coser el rostro de aquella mujer inconsciente. Sentía un nudo en el estómago, como si fuera un muchacho inexperto en lugar del guerrero curtido en la batalla que era. No entendía por qué un poco de sangre y unos puntos le afectaban tanto, y eso lo desconcertaba todavía más. Subiéndose el cuello de la capa, se acercó para comprobar el alcance de las heridas de la mujer.

«Merde».

No le extrañaba que la anciana no pudiera darle respuesta. William tenía la esperanza de que, una vez retirada la sangre, Wenda le diría que podría curarla con facilidad. Pero no había sido así. Torció el gesto al ver las heridas de la mujer: Una pierna rota, heridas en los brazos y las manos, probablemente hechas al defenderse y, a juzgar por la dificultad con la que respiraba, seguramente tendría además alguna costilla rota. William sacudió la cabeza y rezó en silencio por ella, puesto que parecía más cerca de la muerte de lo que él había imaginado.

—¿Deberíamos llevarla al castillo, o a tu cabaña? —le preguntó a la curandera.

—No, Royce. No creo que sobreviviera ni tan siquiera a un viaje tan corto. Tal vez dentro de unos días…

«Si vive», William terminó mentalmente la frase por ella.

Wenda se puso en pie. El largo cabello gris le caía por los hombros hasta la cintura. La anciana lo había acompañado sin hacerle preguntas cuando la despertó de su sueño. Si pensó que era extraño encontrarse con él, el solitario, el forastero, en la puerta de su casa cuando ya había salido la luna, no dijo nada. Se había limitado a recoger sus utensilios y a seguirlo a través de la oscuridad de la noche.

—Le subirá la fiebre —aseguró la anciana recogiendo sus cosas y pasando por delante de él sin mirarlo—. Quien hizo esto estaba lleno de rabia. De una rabia terrible.

Estaba claro que ese alguien quería verla muerta. La mujer inconsciente había logrado despistar a la muerte por el momento, pero William tenía la impresión de que tardaría mucho tiempo en cantar victoria.

Tras darle algunas instrucciones, Wenda declinó su ofrecimiento de acompañarla de vuelta a su cabaña y lo dejó con la promesa de regresar pronto. William se sentó al lado del jergón y se apoyó contra la pared, preparándose para pasar la noche. Lo único que se escuchaba era el crepitar de las llamas en el fuego y la respiración agitada de la desconocida. Aunque sólo faltaban unas pocas horas para el amanecer, aquella prometía ser una larga noche.

Uno

La lengua húmeda y áspera deslizándose por la barbilla lo sobresaltó, porque cuando cerró los ojos pensó que no se dormiría. William apartó la cabeza del perro de caza y miró a su huésped. Temía que su falta de movimiento y la ausencia de sonidos significara que había perdido la batalla que había peleado valientemente durante la noche. Desde donde estaba, no veía si respiraba o no.

William se acercó a ella y le puso con cuidado el dorso de la mano en la mejilla. La frescura de la piel lo hizo sonreír. La fiebre había remitido. Un suspiro le confirmó que la mujer había superado la peor parte de su recuperación. Observando el movimiento de las sábanas mientras el pecho le subía y le bajaba debajo de ellas, William supo que la mujer tendría que enfrentarse a muchos días y semanas de dolor antes de que se pudiera considerar que estaba curada.

William inspeccionó con cuidado si le sangraba alguna de las heridas y murmuró una plegaria de agradecimiento cuando vio que todos los puntos estaban intactos. Luego le subió la sábana hasta los hombros y salió de la cabaña para hacer sus necesidades matinales y traer agua fresca del arroyo cercano. El perro le siguió.

Tras meter la cabeza en el agua helada durante unos minutos, William notó que tenía la cabeza más despejada y se sintió dispuesto a afrontar el día. Había sido una noche muy dura. Su misteriosa huésped se había puesto casi violenta, agitándose y gritando por primera vez desde que la había encontrado. No sabía si se trataba de una buena señal o no, pero se lo comentaría a Wenda cuando llegara para visitar a la enferma.

William se retorció el pelo negro para liberarlo del exceso de humedad. Luego se lo echó hacia atrás y lo recogió con un cordón de cuero. Aunque habían transcurrido tres años, no se había acostumbrado todavía a tener el pelo tan largo. Pero si servía para hacerle pasar inadvertido, así seguiría. Y la barba que se había dejado crecer ocultaba la marca del cuello.

Tras terminar de asearse, llenó un cántaro con agua limpia y regresó a su casa. Esperaría a intentar darle a la desconocida un poco del caldo de Wenda antes de cambiarse de túnica. Si ella había recuperado la fuerza, podría ponerse perdido.

Aunque había perdido prácticamente el acento, no podía liberarse del fastidio que le producía tener que vestirse él mismo. Durante su juventud en la corte de Leonor de Aquitania no había tenido que hacerlo nunca, y sólo llevaba tres años apartado de la gente y de los sitios en los que se había criado. Necesitaría más tiempo para perder sus costumbres.

Pero no, no podía permitir que sus pensamientos se encaminaran en aquella dirección. No sacaría nada bueno, sólo remordimiento y dolor. Nada podía cambiar el pasado. Nada.

William sacudió la cabeza y se dirigió seguido del perro a la cabaña a preparar un poco de sopa para la mujer convaleciente. No se había movido desde que él se marchó, así que calentó el caldo y se lo acercó. Luego le metió con cuidado la mano debajo del brazo y colocó su cuerpo maltrecho al lado del suyo, apoyándole la cabeza sobre su hombro.

Le costó trabajo introducirle el líquido en la boca sin mancharla ni a ella ni a él. Tenía la impresión de que había bebido un par de sorbos más que la noche anterior. Y eso tenía que ser bueno. Le preguntaría a Wenda cuando llegara. Demonios. No se sentía mejor ahora cuidándola que cuando la encontró desangrándose, casi muerta, cerca de la puerta de su casa, dos semanas atrás. Afortunadamente, Wenda le había pedido a una chica del pueblo que fuera a cuidar a la desconocida durante el día.

Se suponía que los hombres no debían hacer esas cosas, de eso estaba seguro. Se sentía más cómodo luchando contra una docena de guerreros bien armados que sentado al lado de la cama de aquella mujer herida. Confiaba en que se recuperaría pronto y podría trasladarse al castillo, o a casa de Wenda, y así dejaría de jugar a las niñeras. Pero en cuanto aquellos pensamientos le cruzaron por la mente, supo que se estaba mintiendo a sí mismo.

Algo lo había atraído hacia aquel sendero poco transitado en el que ella yacía, medio ahogada en su propia sangre. Algo le había conmovido el alma la noche en que ella pareció apretarse contra la palma de su mano mientras él procuraba refrescarle la frente ardiente. Algo le había dado a la joven desconocida la fuerza para luchar contra las garras de la muerte.

William DeSeverin, el hombre que había muerto tres años atrás en el campo de honor, sólo sabía que formaba parte de la lucha de aquella mujer por la vida, y nada de lo que hiciera o pensara podría cambiar aquello.

¡Aquel dolor!

Un dolor profundo, que quemaba como si la estuvieran atravesando las llamas, iba minando su resistencia hasta que no pudo seguir luchando.

Al principio trató de luchar contra el dolor, intentó abrirse paso a través de la oscuridad en dirección a la luz que percibía en las fronteras de su existencia. Entonces se dio cuenta de que en la oscuridad no sentía nada. Y la ausencia de sensaciones era un alivio frente las continuas oleadas de angustia que parecían no tener fin. Así que, durante un tiempo, se abrazó a la seguridad que le ofrecían las tinieblas.

Entonces, una voz taladró la oscuridad. Una voz cálida y confortadora que la llamaba, que le pedía que luchara, que no se rindiera a la noche. A veces se trataba de un tono suave, y otras poderoso, pero en cualquier caso no podía ignorarlo. Aunque bajo el abrigo de la oscuridad no sentía dolor, la voz la llamaba desde el otro lado, y cuando reunió las fuerzas suficientes, la siguió.

No supo cuánto tiempo había estado sumida en las tinieblas ni cuánto le había llevado su viaje a través del dolor. Se limitó a permitir que aquella voz la guiara, que le diera valor y que la sostuviera cuando el miedo atacara su firmeza.

En algún momento de la lucha, la necesidad de encontrar el origen de aquella voz la llevó a intentar abrir los ojos. Al hacerlo, un dolor todavía más intenso le atravesó el cuerpo y gimió. Convencida entonces de que todavía no había reunido la fuerza y el coraje suficientes, se deslizó hacia la oscuridad y esperó.

¿Había emitido algún sonido? William se acercó y la arropó con las sábanas. El frío propio de la estación se había apoderado de la zona, y recordó las instrucciones de Wenda de mantener a la desconocida caliente. Le acercó la vela pero no vio ninguna señal en su rostro de consciencia.

Recorrió la habitación de arriba abajo. Habían transcurrido tres días desde que la fiebre remitió. Wenda le había dicho que cada día que pasaba en aquella especie de limbo era una indicación de que no se recuperaría. Una profunda tristeza lo embargó al pensar que se dejaría arrastrar hacia la muerte sin que él llegara a conocer nunca ni su nombre ni su historia.

En momentos como aquellos era cuando los recuerdos de su hermana Catherine aparecían en su memoria. Había habido noches en el convento de Lincoln en las que pensó que sencillamente, soltaría el hilo que la ataba a la vida. Las hermanas que cuidaban de ella le habían pedido que le hablara, aunque estuviera inconsciente, que le comentara cosas mundanas y amables. Y eso hizo. Le habló de tiempos más felices y despreocupados cuando ella era una niña que vivía en su casa, con su familia que tanto la quería. Le habló de sus sueños y la instó a que luchara. Las últimas cartas que había recibido del convento hablaban de su recuperación.

William se vio a sí mismo utilizando los mismos tonos y las mismas palabras cada noche antes de descansar. Hablaba con aquella mujer, le pedía que luchara por sobrevivir. Y por primera vez desde que había desaparecido de la corte de Inglaterra tres años atrás, se permitió pensar en cuánto le importaba lo que le había sucedido en la vida.

Dos

Tenía los ojos verdes.

William no había sido consciente de que tenía curiosidad por saber cómo habían sido sus facciones antes del ataque hasta que la miró y vio aquellos ojos de color esmeralda.

Lo estaba mirando.

Se había despertado.

Un gemido escapó de sus labios cuando le subió un poco la cabeza para colocársela mejor en el hombro y darle mejor la sopa. No podía ni imaginarse el dolor que seguían provocándole las múltiples heridas que sufría. Le llevó la cuchara a la boca y le susurró que siguiera sus indicaciones. Tras un instante de vacilación, la mujer tragó la sopa sin ofrecer resistencia.

William contuvo el deseo inicial de hacerle las preguntas que llevaban semanas intrigándole. Era consciente de que ella tendría tantos interrogantes como él. Le dio metódicamente la sopa para darle tiempo a acostumbrarse a estar despierta. Al terminar, se detuvo un instante. Quería que su siguiente movimiento le causara el menor daño posible, pero era consciente de que de todas maneras iba a sufrir.

—Ahora voy a moverte —le susurró—. No intentes hacerlo tú.

William se apartó con mucha delicadeza, sujetándole la cabeza mientras colocaba unas almohadas en sustitución de su cuerpo. Cuando la tuvo cómodamente instalada, se apartó unos pasos de la cama.

—Bienvenida al mundo de los vivos —dijo con una sonrisa cauta—. ¿Necesitas algo?

Ella parpadeó varias veces y luego recorrió lentamente la habitación con la mirada. Luego clavó sus ojos esmeralda en él. Estaban llenos de preguntas, y también de dolor.

—¿Quieres un poco de agua? Tal vez el caldo estuviera un poco salado.

William se puso de pie y sirvió un vaso de agua de la jarra. Se lo acercó a los labios para que bebiera. Ella intentó levantar la cabeza, pero el gemido que dejó escapar le dijo a William lo doloroso que le resultaba aquel movimiento.

—Vamos, descansa y no te fuerces —murmuró agarrando un taburete y tomando asiento a su lado.

La desconocida cerró los ojos y él no supo si seguía despierta o había vuelto a perder la consciencia. Pero transcurridos unos instantes, volvió a mirarlo. Respiraba con cierta dificultad. Haciendo un gran esfuerzo, intentó hablar.

—¿Quién…? —murmuró.

—Ya —dijo William asintiendo con la cabeza—. Me llamo… Royce.

¿Llegaría a ser capaz algún día de pronunciar aquel nombre sin vacilar? Era su segundo nombre, y estaba familiarizado con él, pero la necesidad de pronunciar su nombre verdadero no había disminuido en los tres años que llevaba sin utilizarlo.

La mujer volvió a cerrar los ojos. Esta vez él esperó, consciente de que estaba lidiando con el dolor. Cuando volvió a abrirlos, reflejaban la agonía por la que estaba pasando.

—Estás en mi cabaña, cerca del pueblo de Silloth-on-Solway. Llevas aquí tres semanas. Te encontré, o mejor dicho, mi perro te encontró, en el bosque cercano.

La mirada de la joven volvió a nublarse y William esperó. No podía ni imaginarse el esfuerzo que estaba haciendo por mantenerse despierta y no gritar de dolor. Él también había sufrido heridas en el campo de batalla y durante los torneos y había desarrollado una especie de tolerancia ante el dolor. Pero aquella mujer no podía haber experimentado algo semejante antes.

—¿Te gustaría descansar? —preguntó, dispuesto a controlar su curiosidad hasta que ella estuviera más fuerte.

Haciendo un gran esfuerzo, ella negó suavemente con la cabeza. Tragó saliva e intentó volver a hablar.

—Me… duele.

Tenía la voz ronca por la falta de uso y probablemente también por el daño. William la observó una vez más y vio las heridas y las cicatrices como si fuera la primera vez. Decidió que no era necesario que lo supiera todo de golpe. No quería asustarla con el alcance de sus heridas.

—Te has cortado la cara y tienes unas cuantas costillas rotas. Lo peor es la pierna, pero Wenda dice que se está curando bien y que volverá a estar tan recta como antes.

La joven palideció todavía más de lo que ya estaba, así que dejó de detallarle lo que le había sucedido.

—Te estoy agotando. Tienes que descansar. Luego seguiremos hablando. Estoy seguro de que tienes más preguntas que hacerme, y yo también a ti.

William se inclinó para estirarle las sábanas. El contacto de su mano en la suya lo sorprendió. Lo agarró con más fuerza de la que creía posible que pudiera tener. William no se apartó, sino que esperó. La joven movió la boca varias veces, como si no pudiera escoger las palabras que quería. Y luego habló.

—¿Quién… soy?

La oscuridad amenazaba con cernirse sobre ella una vez más, pero necesitaba hacerle aquella pregunta. Cuando recuperó la consciencia, una oleada de pánico se apoderó de ella, sin dejarle ni un solo pensamiento coherente. Lo único que le había calmado la mente y el espíritu era la voz de aquel hombre. Le resultaba familiar, amable y tranquilizadora. Pero nada más de lo que escuchaba o veía le parecía así.

Cuando terminó de darle de comer y se apartó de ella, siguió sus indicaciones. El dolor era tan grande que realmente no tenía elección. Fue cuando el hombre se la quedó mirando cuando supo que no sabía quién era.

Al intentar atravesar la espesa niebla que constituían sus recuerdos, sólo encontró oscuridad. No veía rostros, no escuchaba voces ni le llegaba ningún olor. Sólo existía un vacío negro en el lugar en que debía estar su vida.

Necesitaba conocer la verdad. ¿Quién era? ¿Dónde estaba? ¿Y quién era aquel hombre que la sujetaba y cuidaba de ella? ¿Era su marido? ¿Su hermano? Su voz era la que la había guiado por aquella espantosa oscuridad. ¿Por qué?

Sus primeras palabras habían estado encaminadas a conocer quién era ella, pero el hombre la había entendido mal y le había dicho su nombre.

Royce.

Un nombre regio para aquel guerrero bravo que tenía delante. Entonces otra ola de oscuridad la rodeó al darse cuenta de la importancia de que le hubiera dicho su nombre. Eso significaba que no lo conocía con anterioridad.

Cada respiración le dolía. Para mover la boca y hablar necesitaba de toda su fuerza. Pero tenía que saber tantas cosas… Y tenía que saberlas en aquel instante, antes de que el pánico que la amenazaba se apoderara completamente de ella.

Utilizó el dolor para concentrarse en sus pensamientos. Era tan intenso…

—Me… duele.

Aquel hombre no quería decirle la verdad. Leyó las mentiras que iba a decir en sus ojos grises plateados antes incluso de que las dijera. Pero ella no tenía miedo a la verdad, así que escuchó el sonido de su voz y no prestó atención al contenido. Sus heridas eran graves, eso lo supo con certeza.

Una pregunta le cruzó por la cabeza y se dio cuenta de que sería la última que pronunciaría. La fuerza que había utilizado para recuperar la conciencia le iba fallando rápidamente. El hombre se puso de pie y se acercó a ella. Se iba a marchar. Se iba a marchar y ella todavía no sabía quién era. Lo agarró de la mano para impedir que se fuera.

—¿Quién… soy?

Había pronunciado las palabras que más miedo le daban en aquel momento. El hombre le diría quién era y el caos interior que tenía se calmaría y ella recordaría. Recordaría su vida, su familia y su nombre. Esperó.

La misma confusión que a ella la embriagaba se reflejó ahora en su semblante. Observó cómo la miraba una y otra vez. Ahora era él quien luchaba por encontrar las palabras. Aunque sabía lo importante que era aquel momento, no podía evitar sentir cómo la oscuridad la acechaba de nuevo. Así que apenas escuchó la respuesta que aquel hombre susurró.

—No lo sé.

Estaba completamente perdida.

Aquella no era la primera vez en su vida que se sentía tan impotente, pero le rogó al Todopoderoso que fuera la última. Cuando la vio cerrar los ojos, sintió cómo se le encogía el estómago. ¿Había muerto? Se desplomó al renunciar a la lucha por hablar.

William se inclinó para quitarle las almohadas de la espalda y tumbarla en horizontal. Esperó a ver cómo le subía y le bajaba el pecho por la respiración, aunque él estaba conteniendo la suya. Tardó unos instantes, pero por fin la vio respirar y suspiró aliviado.

Menudo embrollo, como diría Connor el escocés. Aquel guerrero fornido tenía un dicho para cada situación. William la tapó bien con otra manta y se sentó a pensar.

Durante las últimas semanas había esperado que se despertara de su sueño, le dijera su identidad y poder así devolvérsela a su gente. Bueno, aquello no era del todo cierto. Una parte de él estaba convencido de que la habían atacado para matarla, y entregársela a los suyos no sería una buena idea. Alguien había intentado matarla, casi lo había conseguido y volvería a intentarlo si se sabía que había sobrevivido.

¿Quién querría matar a una mujer con tanto ensañamiento?

A juzgar por la suavidad de sus manos, William sospechaba que podía tratarse de un miembro de la nobleza. Pero, ¿qué mujer de sangre noble podría desaparecer como si nada sin que nadie lo supiera? Si tenía título, alguien estaría buscándola. Lord Orrick se habría enterado de que se estaba llevando a cabo una búsqueda, especialmente si tenía lugar en sus tierras.

No, tenía que haberse equivocado. William sacudió la cabeza, rodeó la cabaña y se preparó para pasar la noche. No podía tener sangre noble. Entonces, ¿quién era?

Durante los viajes antes de entrar al servicio de Orrick, había visto muchas mujeres desafortunadas por toda Inglaterra. Mujeres abandonadas o marcadas por algún error del pasado. El divorcio no era posible, así que los hombres se limitaban a echar de su casa a la esposa infiel o sencillamente, a la esposa que no les apetecía seguir teniendo.

Si se la calificaba como una prostituta, la mujer no encontraba refugio en ningún convento y se veía obligada a vivir como pudiera. Sin embargo, Orrick no permitía esas prácticas en sus tierras, aunque otros señores menos escrupulosos sí lo hicieran.

William se sentó sobre la pila de mantas en la que dormía y la observó a través de la suave luz de la llamas del hogar. Seguramente se estaba preocupando por nada. Cuando la mujer fuera ganando fuerzas, recuperaría la memoria y sabría quién era.

Wenda y la joven Avryl llegarían cuando amaneciera y les contaría que se había despertado durante unos instantes. Wenda sabría qué hacer.

Sí, Wenda sabría qué hacer por la mañana.

—Royce.

El susurro estrangulado de su nombre fue como un grito en el silencio de la noche. William se levantó de golpe y estaba a su lado en la cama antes de que pudiera volver a llamarlo.

Se tumbó a su lado y le susurró palabras. Con cuidado para no apoyarse contra ella y provocarle más dolor, le acarició suavemente la frente y le pidió que se tranquilizara. Las palabras le salieron con naturalidad, porque se las había dicho muchas veces antes en la oscuridad y la intimidad de la noche. Finalmente, sintió cómo la tensión se alejaba de su cuerpo y pensó que había vuelto a dormirse.

Cuando empezó a moverse para levantarse, la voz de la desconocida taladró de nuevo la noche.

—Quédate.

Lo dijo en un susurro. Era una súplica, no una orden. William se volvió a acomodar a su lado y no se movió. La luz de la mañana lo encontró todavía allí.

Tres

—Entonces, ¿es una buena señal?

William se había separado del grupo de hombres con el que estaba sentado a la mesa y esperó a escuchar la opinión de Wenda. Lord Orrick le había pedido un informe sobre la desconocida que estaba bajo sus cuidados y William no quería retrasarlo.

Además, él también quería saberlo.

—¿Que se haya despertado? Sí, es una buena señal —aseguró Wenda asintiendo con la cabeza—. Pero lo de la confusión no.

—Recuperará la memoria, ¿verdad?

—Tal vez sí y tal vez no —dijo la anciana encogiéndose de hombros—. He visto un caso parecido una vez. Se trataba de un hombre que se había golpeado la cabeza en una batalla. Recuperó sus facultades tras unos días. Pero he oído historias de gente que nunca recobra la memoria.

—¡Imposible!

William elevó el tono de voz más de lo que había esperado, así que se apartó de la anciana y trató de ordenar sus pensamientos. No podía creer que aquella desconocida se pasara el resto de su vida en un estado de confusión y sin identidad.

—Royce —dijo Wenda—. Debemos limitarnos a esperar y ver si continúa curándose o si esto ha sido una pausa antes del declive. El tiempo nos irá diciendo las cosas día a día.

—¿Y eso es lo que tengo que decirle a lord Orrick?

—Por ahora sí.

William dejó escapar la respiración que estaba conteniendo y miró hacia la mesa alta en la que el señor al que servía estaba comiendo. Orrick era un hombre justo y no le escamotearía a ningún desconocido los cuidados que necesitara tras un ataque como el que había sufrido la joven. Cuando estuviera más fuerte, recuperaría la memoria. Cuando estuviera más fuerte, podría trasladarse al castillo para que la atendieran las mujeres que había allí. Cuando estuviera más fuerte, él la perdería.

Sacudiendo la cabeza para librarse de aquellos pensamientos absurdos, William le dio las gracias a Wenda y avanzó a instancias de Orrick. La recuperación de la joven sería lenta y dolorosa. Lo mejor que podría pasarle sería que la trasladaran lo antes posible, ya que sus obligaciones para con Orrick lo mantenían alejado del pueblo con frecuencia. Sería mejor para todos que no estuviera en su cabaña. Pensaba que estaba convencido, y por eso él fue el primer sorprendido al pedirle a Orrick que la dejara quedarse donde estaba.

El resto del día transcurrió muy despacio y se vio a sí mismo preguntándose cómo estaría la joven cuando regresara a casa. Wenda le había asegurado que Avryl seguiría yendo todos los días para cuidarla mientras él atendía sus obligaciones.

Cuando terminó, recogió las armas y atravesó el pueblo rumbo al arroyo. Siguió su curso durante unos minutos y pronto estuvo en la puerta de su humilde cabaña. Dentro había una gran quietud. La joven Avryl removía una olla que estaba puesta al fuego y la desconocida estaba dormida.

William dejó su saco cerca de la puerta y atrajo la atención de la joven. Avryl ya no era una niña. Tendría aproximadamente diecisiete años, si no recordaba mal. Observó sus graciosos movimientos mientras utilizaba el bajo de la falda para protegerse las manos del calor de la olla.

Avryl no lo miró a los ojos cuando le dio las gracias por la comida, y William se dio cuenta de que se había sonrojado. Recordó que la madre de Avryl había intentado acordar un matrimonio entre ellos el primer año que William estuvo en Silloth al servicio de Orrick. Un soltero nuevo en aquella comunidad tan pequeña era una pieza suculenta para cualquier mujer, sobre todo si el hombre en cuestión además contaba con la estima de lord Orrick. William había tenido que escabullirse de más de una que intentaba persuadirlo para que se casara.

Pero él no podía adquirir compromisos de esa índole. No podía permitir que nada pusiera en peligro su anonimato o amenazara con revelar su pasado.

—Hoy ha estado despierta un rato —dijo Avryl colocando la olla en la mesa.

—¿Sabe ya quién es? —preguntó William mirando a la mujer.

—No. Pero ha hablado un poco con Wenda y conmigo. Y ha comido. Wenda le ha dado una poción de hierbas para el dolor y dijo que seguramente dormiría toda la noche.

—Gracias por cuidar de ella —dijo William acercándose a la puerta para abrirla—. Ha sido un día muy largo. ¿Quieres que te acompañe al pueblo? Está oscureciendo.

Avryl recogió sus cosas y las metió en el zurrón.

—Puedo regresar sola —aseguró colgándose el zurrón al hombro.

Al mirar a aquella joven, William se sintió mucho mayor de lo que le correspondía por edad. En otra vida se habría dedicado a perseguir mujeres, a acostarse con ellas y a casarse con la más apropiada. En su vida anterior, Avryl habría estado bien para la cama, pero no para el matrimonio. Ahora, sí era adecuada para alguien de su posición social.

William exhaló un suspiro de frustración. Era él quien no era adecuado para el matrimonio, así que cubría discretamente sus necesidades cuando así lo sentía. Nunca con la mujer de otro hombre. Y nunca había fingido ante ninguna mujer del pueblo ni de los dominios de lord Orrick que las cosas fueran de otra manera.

William acompañó de todos modos a Avryl hasta el arroyo y esperó a verla desaparecer en la distancia antes de regresar a la cabaña.

Tras echar un vistazo al interior, se dio cuenta de que Avryl había estado ocupada el tiempo que estuvo allí, y no sólo atendiendo a la desconocida. Los estantes en los que guardaba la avena y otros alimentos estaban limpios. El suelo brillaba y había una pila de ropa cuidadosamente doblada. Muy ocupada.

—Le gustas.

William se giró al escuchar aquellas palabras y se encontró con su huésped mirándolo. ¿Cuánto tiempo llevaba despierta? Se acercó para ayudarla a incorporarse, pero ella negó suavemente con la cabeza.

—Come.

—¿Necesitas algo? ¿Agua? ¿Sopa?

—Tú come —repitió ella señalando con los ojos la mesa en la que estaba la olla de estofado caliente.

William asintió con la cabeza y se sentó en el banco al lado de la mesa. Así le daba la espalda a ella, pero no lo movió. Se concentró en la comida y se tomó el estofado, un trozo de pan y una jarra de cerveza en un santiamén. Luego limpió el cuenco de madera y la taza y los colocó en la estantería que había en la esquina.

Pero todavía no se dio la vuelta para mirarla. Sentía un nerviosismo creciente, y no entendía la razón. Era una sensación parecida a la que experimentaba ante un nuevo desafío o poco antes de entrar en batalla, pero no tenía a la vista ninguna de las dos cosas. A lo único que tenía que enfrentarse era a aquella desconocida que estaba bajo su cuidado. En su casa.

Sí, debía tratarse de eso, pensó. Ninguna otra mujer había pasado la noche allí desde que se mudó del castillo. Y él tampoco había dormido al lado de una mujer desde hacía mucho tiempo. Y eso era lo que había hecho la noche anterior, y aquello era lo que lo tenía confundido.

Cuando por fin se giró hacia su huésped, vio que ella estaba observando todos sus movimientos. William apartó el banco de la mesa, lo colocó cerca de la cama y se sentó. ¿Cómo iniciar una conversación con alguien que ha perdido la memoria?

—¿Catherine? —preguntó deteniéndose un instante antes de continuar, para ver si reaccionaba—. ¿Alyce? ¿Emalie? ¿Mary? ¿Margaret?

—No lo recuerdo —susurró ella sin cambiar de expresión—. Ninguno me parece el mío.

—¿Qué recuerdas? ¿Alguna cara? ¿El nombre de alguna otra persona?

—¿Te importaría ayudarme? Quiero sentarme un poco.

Tenía la voz dulce y refinada. Una vez más, la sospecha de que podía tratarse de un miembro de la nobleza le cruzó por la mente. William la ayudó a incorporarse sujetándole la cabeza y los hombros. Tras colocarle bien las mantas en la espalda para mantenerla firme, se apartó un poco.

Estaba claro que le dolía, porque aguantó la respiración y se mordió el labio inferior. La vio agarrarse a las sábanas para contener el dolor. Como no podía hacer nada por ella, esperó a que recuperara el control. Transcurrieron un par de minutos en silencio hasta que la desconocida consiguió un poco de alivio al quedarse quieta.

—¿Alguna voz? —insistió William tratando de que se concentrara.

—Sólo te conozco a ti y a los que han estado hoy aquí.

El corazón de William dejó de latir durante un instante. ¿Ella lo conocía? Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. ¿Lo conocía de antes?

—¿A mí?

—Royce. Anoche me dijiste que te llamabas Royce —respondió ella frunciendo el ceño.

Se dio cuenta entonces de que no pasaba nada. ¿Se le habría notado el miedo? William se apartó el pelo de la cara y asintió con la cabeza. Tenía que atraer de nuevo la atención sobre ella.

—¿Quieres que intentemos con algunos nombres más? Tal vez alguno te traiga algún recuerdo.

—No lo creo. Avryl ha estado haciendo lo mismo cada vez que me despertaba.

—¿Ah, sí? ¿Qué te parece entonces si escoges un nombre para que te llamemos así hasta que averigüemos quién eres?

—Me gustó el de Isabel cuando Avryl lo pronunció.

—Bien, pues entonces que sea Isabel —dijo William sonriendo—. Isabelle… —susurró del modo en que solía llamar a su madre.

—¿Hablas francés? —le preguntó la joven.

William se aclaró la garganta y asintió. No tenía sentido negar que conocía el idioma de la corte. No era el único. Muchos lo hablaban, no sólo nobles. No revelaba nada admitiendo la verdad. Entonces, la desconocida lo sorprendió utilizando ella misma esa lengua.

—¿Has vivido siempre aquí? —le preguntó en un francés impecable.

Entonces parpadeó varias veces, sorprendida ante las palabras que había pronunciado.

—¿Hablo francés? —dijo utilizando otra vez el inglés.

—Eso parece —respondió William centrando la conversación en ella—. ¿Recuerdas haber viajado a Francia?

Ella, Isabel, cerró los ojos y se quedó muy quieta. Un sinfín de emociones cruzaron por su rostro, pero ninguna duró más de un instante.

—No —aseguró negando con la cabeza.

William sintió su decepción. Seguro que cuando se recobrara de sus heridas recuperaría la memoria. Seguro.

—No insistas. Por ahora descansa y recupera las fuerzas.

Se puso de pie y se dispuso a preparar la cabaña para la noche. Ella no dijo nada mientras William se movía de un lado a otro, colocando la espada y la piedra afilada en el suelo, cerca de donde iba a dormir, y enredando una cuerda en el picaporte de la cuerda.

—¿Quieres seguir sentada o prefieres que te ayude a tumbarte?

—Prefiero quedarme así por ahora. ¿Te importa?