La novia pirata - Shannon Drake - E-Book
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La novia pirata E-Book

Shannon Drake

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Beschreibung

Nadie como Shannon Drake, una de las principales autoras de novela romántica histórica, para traernos un nuevo relato de pasión, aventura y venganza ambientado en alta mar. Un viaje que no te querrás perder. Quienes sobreviven a la ira de Robert el Rojo no adivinarían jamás el secreto del pirata: Robert el Rojo es una mujer disfrazada de hombre. El veloz acero de su espada ha extendido su fama hasta los rincones más remotos del globo, pero ella busca un único tesoro: la sangre de su enemigo eterno, Blair Colm. Tras naufragar en una isla desierta con el apuesto Logan Haggerty, pronto redescubre su feminidad en brazos del irresistible capitán. Pero la aparición de su común enemigo nubla el cielo de su paraíso. Ahora, Logan y ella tendrán que unir fuerzas e ingenio para vencer al malvado Colm y defender el amor apasionado que ha surgido entre ellos. Shannon Drake "subyuga a los lectores de una manera magistral a través de interesantes argumentos y embriagadoras escenas de amor" Publishers Weekly

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2008 Heather Graham Pozzessere. Todos los derechos reservados.

LA NOVIA PIRATA, Nº 61 - abril 2012

Título original: The Pirate Bride

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2009

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0055-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Bobbi Smith, maravillosa escritora y gran amiga.

Prólogo

Victoria y derrota

Costa oeste de Escocia, 1689

–¡El niño! Por el amor de Dios, Fiona, tienes que salvar al niño.

El viento era fuerte y frío. A Fiona se le nublaba la vista y no podía hacer nada, excepto sentir, y lo que sentía era un soplo de viento frío. Siempre había amado su hogar. Los hermosos colores de las colinas, las rocas de los acantilados y los peñascos, y sí, incluso el viento áspero y frío que acompañaba al invierno. A pesar del frío, días como aquel solían anunciar la llegada de la primavera, cuando la tierra florecería con una belleza agreste que amaban todos aquellos que la conocían y que asombraban a quienes no estaban familiarizados con ella. Sí, amaba su hogar, los azules y los malvas de la primavera, y los verdes intensos del verano… Incluso el gris de un día de invierno nublado y desapacible.

Todo lo que había arrastrado la marea, el baño de sangre con el que había acabado la llamada «Revolución gloriosa» de Guillermo III.

–¡Fiona! –sintió las manos de su marido en los hombros, zarandeándola. Abrió los ojos y al mirarlo comprendió que nunca volvería a verlo. Iban a pagar. Los escoceses de las Tierras Altas iban a pagar por su oposición a Guillermo, por su lealtad al rey legítimo, Jacobo II. Católico o no, debía ser rey, por derecho divino. Y los escoceses, como muchas otras veces antes, habían demostrado de qué estaban hechos. Sin embargo, todo había sido en vano, y ahora iban a ser aplastados cruelmente y sin piedad.

–Tienes que irte ya, amor mío. Pronto estaré contigo, te lo aseguro –le dijo Mal, desviando los ojos mientras le apartaba un mechón de pelo de la frente.

–No volveremos a vernos –musitó ella. Al principio, no sintió dolor al darse cuenta. Solo el azote del viento. Pero entonces vio el azul infinito de sus ojos, las hermosas ondas de su pelo casi negro y sus facciones duras. Su boca era ancha, sus labios generosos. Pensó en su sonrisa, en sus besos.

Y de pronto el dolor fue como un cuchillo que la atravesaba. Gritó y cayó de rodillas, y él se arrodilló rápidamente a su lado, ignorando a los hombres que lo aguardaban, sus soldados a pie y a caballo. No era un ejército tan ordenado como el que los perseguía, ni como el que hacía poco habían derrotado con brillantez, a base de destreza y osadía. Eran Highlanders, hombres de clan y, sí, podían pelear entre ellos, pero cuando luchaban juntos eran como hermanos. Tenían sus propias ideas y no siempre necesitaban órdenes. Tenían alma y corazón, aunque sus armas fueran pobres. Darían la vida los unos por los otros, unidos por un vínculo que no se encontraba a menudo entre las filas mercenarias del ejército enemigo.

–Ven, Fiona –Mal alargó el brazo para ayudarla a levantarse. Ella vio sus manos; unas manos maravillosas, fuertes y de dedos largos, capaces de abrazarla con pasión y de sostener con ternura a un niño. De pronto sintió terror por avergonzarlo chillando histéricamente al saber que iba a morir. Y su muerte sería un crimen contra Dios, contra la Naturaleza, porque era un hombre hermoso no solo por su cuerpo, sino por su fortaleza y su sabiduría, por el amor que sentía por la tierra y por su Dios y por todos aquellos que vivían en aquel pequeño rincón del mundo.

–El niño, Fiona. Debes proteger al niño.

Ella se levantó tambaleándose y procuró ver a través de las lágrimas. Se irguió y tendió la mano hacia el niño que, de pie a su lado, los miraba con los ojos muy abiertos, asustado y al mismo tiempo tan triste que parecía haber envejecido antes de que el tiempo hiciera correr los años.

Mal agachó de pronto la cabeza, quizá para combatir la luz fatal del destino que brillaba en sus ojos, y abrazó temblando a su hijo.

Luego se incorporó y depositó en labios de Fiona un último beso, ferozmente dulce.

–Gordon, llévate a mi esposa y a mi hijo y ponlos a salvo.

Malcolm se volvió entonces, tomó su caballo, cuyas riendas sujetaba uno de sus hombres, primo lejano suyo, como lo eran muchos. La mano de Gordon cayó sobre el hombro de Fiona.

–Al bote, milady, aprisa.

Ella estaba cegada. Era el viento, se decía, pero sabía que eran las lágrimas que corrían por su cara sin ella darse cuenta. Mientras corrían hacia la orilla, se limpió las mejillas, se volvió y levantó a su hijo, mirando por última vez al hombre al que había amado tanto.

Laird Malcolm, ataviado con su kilt, se alzaba magnífico sobre su gran corcel, gritando a los hombres que lo rodeaban. Y desde la playa ella vio la valerosa carga de los escoceses, que subieron velozmente por la colina con el grito de batalla en los labios.

Morirían bien.

No serían arrastrados al patíbulo, ni escarnecidos antes de morir. Eran guerreros: lucharían contra sus enemigos hasta la muerte. Mal le había asegurado que vencerían, como habían hecho antes, pero ella sabía que esta vez su valor no sería suficiente.

En sus brazos, su hijo se removió. ¡Ah, ya tan alto y tan fuerte!

–¡Papá!

–Sí, papá se va a batallar –murmuró ella.

Luego, en lo alto de la colina, vio al enemigo.

Avanzaba como una marea. Miles… y miles de hombres…

Fiona se volvió, alta, erguida, sin lágrimas en las mejillas. Gordon la ayudó a acercarse al agua, donde esperaba el bote. Un remero cubierto con un manto, con la cabeza gacha, los esperaba.

–¡Aprisa, hombre, aprisa! –gritó Gordon–. Debes llevarla al barco.

El remero se levantó, echándose hacia atrás la capota, y ella vio sus ojos. El corazón le dio un vuelco al ver su cara.

–No, nada de eso –dijo él.

Gordon desenvainó su espada, pero el remero estaba listo. Aunque Gordon era un soldado con experiencia, el remero tenía ya la mano en la empuñadura de la espada, bajo el manto, y cuando levantó la hoja fue para atravesar a Gordon.

Fiona ya no oía ni sentía el viento. Su vista se había despejado, y lo veía todo rojo. Un mar rojo frente a ella…

Entonces se apoderó de ella la locura. Empuñó la daga que llevaba en la cintura y atacó.

El remero gritó de dolor y de rabia, y respondió al instante.

Fiona no sintió el acero que la atravesó. Pero oyó su corazón. Su latido errático y veloz, bombeando su sangre ya sin vida…

Su corazón gritó. «Malcolm, amor mío, parece que hoy no vamos a separarnos, después de todo, porque el cielo espera a quienes han sido justos y fuertes…».

–¡Madre!

¡Su hijo! ¡Su precioso hijo! Intentó gritar, pero no tenía aliento.

Y mientras agonizaba, oyó la risa del remero.

Y luego un grito. Pero aquel sonido no procedía de ella. Mientras el mundo se apagaba, fue vagamente consciente de que el remero empujaba el bote lejos de la orilla y de que a su hijo, todavía tan pequeño y sin embargo lo bastante mayor para ver, para saber lo que estaba ocurriendo, se lo llevaba la pura maldad.

Uno

Mar Caribe

Corredor de los piratas, 1716

–¡Nos superan en cañones, en velamen, en hombres…! ¡En todo! ¡Maldita sea! ¡Virad, aprisa! ¡A toda vela! –gritó Logan Haggerty, rechinando los dientes. Tenía los ojos entornados y la furia lo cegaba mientras miraba fijamente el barco pirata que se acercaba.

–Capitán, ya vamos a toda vela y, caray, estamos intentando virar –le aseguró Jamie McDougall, su contramaestre. Jamie era un lobo de mar, un mercader decente reclutado por la Marina que se había pasado a la piratería y al que luego habían readmitido al servicio del rey. Conocía todos los trucos de la marinería.

Y si había algún modo de escapar al barco pirata, también lo conocería.

Si se iban a pique por la avaricia y el egoísmo de la aristocracia, Jamie también lo sabría.

Logan había informado al duque de que había piratas en la zona y le había explicado que se hallaban en desventaja debido a la falta de hombres a bordo, en caso de que los abordaran. Le había explicado también que el peso de la carga podía afectar a la velocidad y a la maniobrabilidad del barco.

Pero el duque no le había hecho caso.

Logan tenía diez cañones.

El barco pirata tenía veinte, que él pudiera contar; quizá más, y Logan veía por el catalejo que su tripulación era de al menos veinte hombres.

Él viajaba con doce marineros.

El navío que avanzaba hacia ellos, provisto de una bandera escarlata, era muy hermoso. Era una balandra ligera y rápida, y surcaba las olas tan suavemente como si volara por el aire. Tenía poco calado y podría escapar fácilmente a barcos más grandes en los bajíos. Logan vio que estaba bien equipada. Además del cañón grande que apuntaba hacia ellos, veía que la cubierta superior estaba provista de una fila de cañones giratorios rodeada de barriles.

Era una preciosidad y había sido alterada para su vida delictiva. Tenía tres mástiles, cuando la mayoría de las balandras solo tenían el palo mayor, y sus velas atrapaban la más ligera brisa. Sus botes estaban situados tras los cañones giratorios. Era pequeña, ágil y fuerte.

Logan sabía que no debía entrar en territorio pirata, pero el orgullo había sido su perdición.

Ah, sí, había sido su orgullo, mucho más que el de la nobleza de la que se mofaba, el que lo había tentado a aventurarse en aquel viaje, a pesar de que al principio se había negado con vehemencia a aceptar el encargo.

¿Y cómo lo había conseguido el duque? Logan se rio de sí mismo. Gracias a Cassandra.

La dulce Cassandra. Logan se había convencido de que podría conquistar su amor si tenía suficiente dinero. Su linaje era bastante noble, pero sus medios de vida eran demasiado pobres para asegurarle su cariño. Sin embargo, si tenía éxito en aquella misión, podía volver triunfante y recuperar todo lo que su familia había perdido. No, todo lo que les habían robado. Si podía desafiar al mar y hacer aquel viaje, sería digno de Cassandra. Ella era el premio que más le importaba, si salía airoso de aquella vertiginosa travesía para llevar el oro del templo de Asiopia a los colonos de Virginia.

Ahora se daba cuenta de que había sido un necio. ¿Y por qué? ¿Qué tenía aquella mujer que lo había cautivado hasta el punto de emprender una empresa tan temeraria? Siempre había sabido que debía abrirse camino por sí mismo, y había conocido tanto a prostitutas como a grandes damas. Con todas ellas había sido cortés, pero nunca había sentido una emoción tan intensa, o aquel deseo de sentar la cabeza. Cassandra no era una seductora, no hacía exigencias, ni amenazaba siquiera con coquetear hipócritamente. Era la risa de sus ojos brillantes, el roce suave de las yemas de sus dedos y, sobre todo, la sinceridad de todas sus palabras y sus actos lo que fascinaba a Logan. Podía amarla. Amarla de verdad. Había, naturalmente, algo más que podía reconocer ante sí mismo. Ella sería la compañera perfecta para él. Era la única hija de una familia respetada y rica. Si unía su nombre al de ella, Logan podría reclamar todo cuanto antaño había pertenecido a su familia, reconstruir la fortuna de los Haggerty. Cassandra era todo lo que podía desear en una esposa.

No podía culparla a ella de su decisión de correr aquel riesgo. Ni siquiera culpaba al padre de Cassandra, que solo quería el bien de su única hija.

Si había alguien que tuviera la culpa, era él.

Una vocecilla burlona lo tachó de embustero y farsante. Logan había dicho que navegaba porque necesitaba dinero, pero esa no era toda la verdad. Siempre estaba ansioso por surcar los mares. Ansioso por encontrar a un hombre.

Y ese hombre vivía en el mar, fuera de la ley.

Logan aseguraba incluso que buscaba justicia, no venganza, aunque, si era sincero consigo mismo, tenía que reconocer que tenía la venganza en la mente y en el corazón.

Debería haber llevado más armas, se dijo. Y más hombres. Pero para la batalla que esperaba librar necesitaba hombres de confianza, y eran difíciles de encontrar.

Aun así, el único que tenía la culpa del apuro en que se hallaba era él.

Aquellos eran tiempos peligrosos para navegar. Cuando Inglaterra y Holanda habían estado en guerra con España y Francia, muchos presuntos piratas habían creído librar una batalla justa. En un navío inglés, Logan solo habría estado a merced de un barco español o francés. Pero cuando los combatientes firmaron la paz en 1697, el mar se llenó de bucaneros.

Muchos no tenían nada por lo que volver a casa. Muchos no tenían deseo de volver a casa. Batallar en el mar se había convertido en un modo de vida.

Y muchos otros veían que podía ganarse una fortuna si uno era valiente y temerario y estaba dispuesto a arriesgar la vida.

Nunca antes había estado el Caribe tan lleno de ladrones.

Logan maldijo al destino y a los hombres avariciosos y malévolos que lo habían convencido de que actuara en contra de su propio juicio.

Malditos fueran, pensó.

No.

Maldito fuera él.

Un hombre no podía llegar a aquel lugar a no ser que él mismo escogiera su rumbo.

Ya podía despedirse del sentido común y de la determinación. Había caído. Y su osadía había condenado a los hombres que lo acompañaban.

Allí, en las aguas del Caribe, morirían todos ellos. No podían dejar atrás al barco pirata, y tampoco iban a hundirlo. Él no era un cobarde, pero tampoco era tonto. La lujuria y la avaricia iban a ser su perdición, y también, lo que era aún peor, la de aquellos buenos hombres.

–¿Capitán? –dijo Jamie–. ¿Qué manda?

–Habrá que confiar en el honor de ese pirata –dijo Logan, consciente de que debía sacrificar su orgullo por el bien de sus hombres.

–¿Qué? –preguntó Jamie–. Los piratas no tienen honor.

–Sí que lo tienen. Más que muchos supuestos grandes hombres –contestó Logan–. Manda izar la bandera. Pide parlamentar. Voy a negociar con su capitán.

–¿Negociar? –protestó Jamie–. No puede haber negociación…

–Si no, podemos darnos por muertos. Pon nuestra bandera a media asta. Voy a sacarnos de esta –dijo Logan.

–¿Vais a negociar con un capitán pirata? Os traspasará con su espada.

–No, si quiere conservar el respeto de sus hombres –le aseguró Logan–. Por amor de Dios, hombre, se nos agota el tiempo. Haz lo que te digo.

A pesar de las protestas de Jamie y de las miradas recelosas de sus hombres, veinte minutos después se hallaban junto al barco pirata y no se había disparado ni un solo cañón. Logan estaba junto a sus hombres, mirando las bellas jarcias del barco pirata, mientras los filibusteros los observaban con una sonrisa, conscientes de que tenían las de ganar.

–¡Vuestro capitán, amigos! –gritó Logan–. ¿Dónde está vuestro capitán? Exijo ver a vuestro capitán.

–¿Lo exige? –bufó un hombre con una pata de palo.

–En efecto. Estoy en mi derecho de exigir negociaciones, no aunque seáis piratas, sino precisamente porque lo sois. Si las rechazáis, quedaréis malditos, y lo sabéis muy bien.

Había contado con la superstición propia de los marineros, y no se había equivocado. Los tripulantes comenzaron a mascullar en voz baja y se miraron los unos a los otros, indecisos.

Luego, entre el grupo reunido en la cubierta, apareció el capitán, un joven delgado, lampiño, con una hermosa cabellera oscura que se rizaba bajo el sombrero con pluma y ala ancha. Su casaca era de terciopelo rojo y, bajo ella, su camisa era tan blanca como la nieve. Era alto y sus facciones parecían más propias de una estatua griega que de un forajido del mar. Llevaba grandes botas negras, caminaba con paso firme y las pistolas y el cuchillo envainado de su ancho cinturón resultaban imponentes, lo mismo que la larga espada que colgaba de su costado.

–Cielo santo, no dejéis que este caballero os desarme tan rápidamente. Solo intenta salvar el pellejo con astucia –dijo el capitán pirata en tono de reproche al adelantarse–. Pero no porque supuestamente tenga derecho a negociar, sino porque se crea tan listo, estoy dispuesto a parlamentar con él.

–Sean cuales sean vuestras razones, os doy las gracias, capitán… –dijo Logan, esperando un nombre.

–Mi bandera lo dice todo –contestó el capitán–. Me llaman Robert el Rojo.

–Sois inglés –dijo Logan como para recordarle que había atacado a un compatriota. Aunque los tiempos de los piratas con patente de corso habían quedado atrás, muchos ladrones del mar seguían sin atacar a sus compatriotas.

–No soy inglés, os lo aseguro.

Al parecer, Robert el Rojo ya lo había juzgado.

Su nombre, se dijo Logan, circulaba por muchas tabernas. Era un nombre que hacía temblar hasta a los más valientes, pues las historias que se contaban de él ponían los pelos de punta.

Logan no se esperaba que pareciera tan joven. Claro que los piratas rara vez sobrevivían muchos años; al menos, dedicados a aquel oficio. Los mataban, o recogían sus ganancias, cambiaban de nombre y emprendían una nueva vida en alguna isla lejana o pueblos remotos.

Logan volvió a hablar, consciente de que tenía que hacerlo con cierta elocuencia si quería que sus hombres no murieran, fuera cual fuera su propio destino.

Dio un paso adelante.

–Yo, mi buen capitán Robert, soy Logan Haggerty, señor de Loch Emery, y lo digo sin poner énfasis en el título, pues, si equivaliera a grandes tierras o riquezas, no me hallaríais aquí, en alta mar. Lo que busco es el derecho al combate de hombre a hombre.

–Hmm, continuad –dijo Robert el Rojo.

–Si me vencéis con la espada, habréis ganado un buen barco y grandes riquezas sin derramar una sola gota de sangre, excepto la mía, o arriesgaros a perder el tesoro en el fondo del mar, y sin arriesgar la vida y las extremidades de vuestros hombres.

–¿Y si me vencéis vos, milord? –inquirió Robert el Rojo con amable ironía.

–Entonces, nos marcharemos.

Robert el Rojo pareció sopesar sus palabras con gravedad. Pero luego dijo:

–Sin duda estáis de broma.

–¿Tenéis miedo? –preguntó Logan mientras observaba la esbelta figura del capitán y su aparente juventud, que contrastaban extrañamente con la tosquedad de los filibusteros que lo rodeaban.

–Este no es oficio para miedosos –contestó Robert el Rojo tranquilamente–. No os dejéis engañar por mi juventud, lord Haggerty. Soy hábil con las armas.

Un hombre fornido que estaba de pie junto al capitán pirata, no mucho mayor, pero sí más fuerte y corpulento, le susurró algo al oído y Robert el Rojo se echó a reír.

–Puede que sea un truco, capitán –le advirtió otro marinero, un hombre con cabello largo y gris, un gran pendiente de oro y un puñal en la cintura sobre cuya empuñadura se crispaban sus dedos.

–No lo es –dijo Logan con calma.

–Descuida, Hagar –dijo Robert el Rojo, dirigiéndose al hombre que había hablado–. No hay trato –se volvió hacia Logan–. Sin embargo, tengo algo que ofreceros. Si me derrotáis, no os marcharéis libremente. A fin de cuentas, milord, sin duda sabíais que viajabais por aguas peligrosas –cuando Logan se disponía a hablar, Robert el Rojo levantó la mano–. Vuestros hombres pueden conservar la vida. Podrán marcharse libremente con la mitad del tesoro. Pero vos permaneceréis con nosotros como prisionero voluntario, para que pidamos un rescate.

–Ya os lo he dicho. Mi título significa muy poco.

–¿Tan poco como la travesía que habéis intentado hoy? –contestó Robert el Rojo en tono burlón.

Logan no contestó, aunque su corazón pareció encogerse al pensar que tal vez no volviera a ver a Cassandra. Aun así, sus hombres conservarían la vida y podrían marcharse.

Si él ganaba.

Y que Dios se apiadara de él: aquel hombre era delgado y atlético, de modo que sin duda también sería rápido. Ágil. Un enemigo mortal.

Aunque era mucho más ancho de hombros y tenía los brazos bien fuertes, Logan también era ágil. Había practicado con algunos de los mejores espadachines que podían conseguirse por dinero, dado que hacía poco tiempo que la suerte de su familia había dado un giro tan triste.

Sus hombres. Tenía que salvar a sus hombres, con la ayuda de Dios. Tenía todo el derecho a jugarse la vida, pero había sido un error jugarse también la de su tripulación. Y si podía vencer a aquel capitán…

–Seré vuestro prisionero de buen grado. Pero os pido que, si pierdo, os quedéis con el tesoro pero deis a mis hombres los botes para que puedan llegar a tierra a salvo.

Robert el Rojo se encogió de hombros.

El hombre alto y de cabello negro que estaba a su lado protestó.

–No.

El capitán se volvió hacia él con una mirada tan fiera de desagrado que el hombre dio un paso atrás y agachó la cabeza.

–Brendan… –dijo Robert el Rojo en tono de advertencia.

El capitán tenía una voz curiosa, pensó Logan. Parecía siempre suave. Era extraño, tratándose de alguien que tenía que gritar órdenes contra el viento. Su voz tenía un timbre aterciopelado, casi susurrante.

–Sí, Rojo –contestó el hombre llamado Brendan, pero a pesar de su pronta respuesta era evidente que seguía oponiéndose al trato.

–Hecho –dijo Robert el Rojo.

–Esto es un disparate –protestó Jamie en voz baja junto a Logan–. Es un truco, no cabe duda. No nos dejarán marchar. No querrán perder la mitad de un tesoro semejante.

–Es un disparate, sí –contestó Logan. Lo había sido desde el momento en que aceptó transportar el tesoro. ¿Un disparate? Sí, de principio a fin, pero aquella era su oportunidad de salvar al menos a quienes había arrastrado a aquella locura con él–. Es una locura, pero creo que ese pirata cumplirá su palabra.

–Mi cubierta, mi señor capitán, es la más grande –dijo Robert el Rojo–. Lucharemos aquí.

Se oyeron murmullos en la cubierta del pirata.

Y algunas protestas en la de Logan.

Robert el Rojo levantó una mano. Los murmullos cesaron.

–Lucharemos hasta la primera sangre –dijo con aspereza.

–¿Teméis la destreza de lord Haggerty? –gritó Jamie.

Logan deseó que se callara. No estaban en situación de ofender a sus oponentes.

–No pienso sacrificar un buen rescate, o unos músculos capaces de remar –contestó Robert el Rojo tranquilamente.

–¿Y bien? –dijo uno de sus compañeros–. ¿Empezamos o no?

Logan saltó la barandilla del barco para pasar a la cubierta del otro navío. Solo entre rufianes y filibusteros, se mantuvo firme. Miró al pirata esbelto y extrañamente hermoso y luego hizo una profunda reverencia.

–Cuando gustéis, capitán.

–Despejad la cubierta –dijo Robert el Rojo, y a pesar de que no alzó la voz, su orden fue obedecida al instante.

–¡Un momento! –gritó Jamie McDougall, y saltando a cubierta se puso junto a Logan con la cara muy pálida y los puños cerrados.

Jamie McDougall era un buen amigo y un hombre leal, pensó Logan. Habían corrido juntos muchas aventuras. Al parecer, Jamie no quería dejarlo solo.

Robert el Rojo sacó su espada de la hermosa vaina que le ceñía las caderas. Hizo una reverencia a Logan.

–Cuando gustéis, milord.

–No, señor, cuando gustéis vos –contestó Logan suavemente.

Podría haber sido un encuentro casual en la calle. Al principio, se rodearon el uno al otro con cuidado, intentando calibrar a su oponente. Ninguno de los dos parecía preocupado en lo más mínimo. Logan vio una sonrisa en los labios del pirata. De cerca, comprobó que el capitán era, en efecto, muy joven.

Le extrañó que el capitán pirata, a pesar de su juventud, y quizá de su inexperiencia, no se hubiera despojado de la casaca carmesí. Logan iba vestido con camisa y calzas, para moverse con más libertad.

Pero su oponente parecía perfectamente a gusto con su chaqueta.

Él, desde luego, no iba a sugerirle que se la quitara. ¿Para qué ofrecer ventajas al enemigo?

–¡Vamos, Rojo! –gritó Hagar, el de cabello canoso, y los piratas empezaron a vitorearlo.

La tripulación de Logan también gritaba.

–¡Dele su merecido a ese filibustero, milord! ¡Dele su merecido! –vociferaba Jamie.

–¡Cuidado con sus pies, Rojo! –gritaba aquel hombre llamado Brendan.

–¡Es una rata marina, milord! –dijo alguien desde su cubierta. Richard Darnley, pensó Logan, un buen marinero, un joven empeñado en abrirse camino en la vida.

Joven e incondicional. Un hombre que merecía una vida larga y que se cumplieran todos sus sueños.

Robert el Rojo seguía calibrándolo.

Entonces comenzaron a luchar.

Lentamente, casi con cortesía. Un toque de las espadas. Un encuentro de los ojos.

Después empezaron en serio.

Logan sintió la vibración del acero en el brazo. Devolvió rápidamente una estocada, y luego otra, y otra.

Durante un instante sintió que llevaba ventaja. Pero pronto se dio cuenta de que se había precipitado.

Su oponente saltó ágilmente hacia la borda de estribor, se impulsó y estuvo a punto de matarlo de una estocada en el pecho. Logan logró apartarse de un salto, movido por su instinto, y comprendió que acababa de salvar la vida. Pero había estado a punto de perderla. Muy cerca. Iban a luchar solo hasta que hicieran brotar por primera vez la sangre de su adversario. Pero si el pirata hubiera aprovechado aquel último mandoble…

Logan comprendió que no iba a ser un duelo entre caballeros.

–Milord, tened cuidado con ese bucanero del diablo –lo advirtió Jamie.

Logan atacó con una serie de rápidas estocadas, obligando a su oponente a retroceder. Justo cuando creía tener casi acorralado al pirata contra el camarote principal, Robert el Rojo dio otro salto y rebotó en un tonel. Esta vez, al atacar, estuvo a punto de cercenar la cabeza de Logan.

El instinto había hecho agacharse a Logan, salvándole así la vida y dejándole el cráneo intacto. Su oponente era tan hábil con la espada como aseguraba, y estaba claro que no temía derramar sangre o cercenar miembros.

Logan vislumbró los ojos del pirata.

Estaban entornados y tenían una expresión asesina.

Los cantos, las bromas, los vítores, los gritos y las burlas parecían crecer de volumen por momentos, como una tormenta.

El pirata tenía la cara colorada. Su nombre le iba que ni pintado en ese momento, se dijo Logan, con la esperanza de ver alguna señal de debilidad. Quizás el pirata estaba demasiado convencido de su propia destreza. Una destreza considerable, desde luego. Pero nadie tenía la victoria asegurada.

Logan sabía que tenía que hacerse con la ventaja. Gran parte de la destreza en el arte de la espada residía en la mente, en ser capaz de idear una estrategia para usar con la máxima eficacia el propio talento. Un hombre corpulento usaba su peso y su fuerza; un hombre delgado, su agilidad. Para vencer al pirata, él tenía que anticiparse a cada uno de sus saltos y fintas, y cambiar de posición antes de que el otro descargara el golpe.

El pirata volvió a saltar, aterrizando esta vez sobre un barril de ron. Y en esa fracción de segundo, Logan adivinó su siguiente movimiento, un salto rápido que lo situaría tras él.

Logan se volvió velozmente. En ese instante, rezó por no haberse equivocado y que el pirata no cayera a su espalda.

No fue así.

Robert el Rojo comprendió demasiado tarde que Logan había adivinado sus intenciones.

Aterrizó frente a él.

Y Logan le puso la punta de la espada en la garganta. Unos ojos azules lo miraron con furia, y sin embargo, Logan comprendió que el pirata estaba más furioso consigo mismo que con él.

–Bien calculado –dijo Robert, sin apenas despegar los dientes.

Logan retiró la punta de la espada e hizo una reverencia.

Al incorporarse, se encontró con la hoja del pirata en la garganta.

Esta vez fue él quien se enfureció.

–No sois hombre de palabra, capitán. Os he vencido.

El pirata se sonrió.

–Primera sangre. No me habéis hecho sangrar.

–Solo porque no he querido heriros. Pero teníamos un trato, y yo soy un hombre honesto.

–Pero yo soy un pirata.

–Dicen que el honor de un pirata es más grande que el de un hombre corriente.

–¿Y qué sabéis vos del honor de un pirata? –preguntó Robert el Rojo.

–He navegado muchos años por estos mares.

Robert el Rojo comenzó a bajar la espada.

Todavía furioso, Logan lanzó un mandoble contra la espada de su oponente y casi la hizo volar. Rápidamente tocó con la punta de la espada la mejilla del pirata. Apareció una pequeña gota de sangre.

–Primera sangre –dijo gélidamente.

Robert el Rojo ni siquiera pestañeó. Tampoco tocó la gota de sangre de su mejilla.

Se limitó a volverse y a caminar hacia la puerta del camarote principal, donde se detuvo y, mirando atrás, habló a sus hombres.

–El cargamento del barco del capitán será dividido a partes iguales. Sus hombres podrán seguir su camino cuando tengamos nuestra parte del botín.

–¿Y el capitán? –preguntó Brendan.

–Lo llevaréis al calabozo, por supuesto –dijo Robert el Rojo. Aquellos ojos azules como el hielo se encontraron con los de Logan, al otro lado de la cubierta–. Es un hombre honorable. No ofrecerá resistencia, como ha prometido, estoy seguro.

–¿Y si no fuera un caballero? ¿Y si protestara ahora? –inquirió Logan.

–Me habéis herido, pero estoy seguro de que sois consciente de que no exageraba mi destreza como espadachín –contestó con voz crispada Robert el Rojo–. Soy igual de hábil con el látigo. Pero eso poco importa, ¿no es cierto? Disteis vuestra palabra. Y sois un hombre de honor.

El capitán pirata se volvió para entrar en el camarote.

–¡Esperad! –gritó Logan.

Robert el Rojo dio media vuelta.

–Quisiera hablar un momento con mi contramaestre. Para darle instrucciones.

–Como gustéis.

–¿No teméis que sea un truco? –no pudo evitar preguntar él.

–¿Por qué iba a temerlo? Repito que me habéis asegurado que sois un hombre de palabra.

Robert el Rojo cruzó la puerta del camarote.

Logan se quedó mirando cómo se cerraba la puerta, alto y erguido. Se sentía temblar por dentro, pero no podía demostrarlo. Había conseguido su objetivo; sus hombres sobrevivirían. Llegarían navegando a Carolina del Sur.

–Hijo mío, mi señor –dijo Jamie como si fuera a llorar. No hacía caso de ceremonias. Agarró a Logan por los hombros con fuerza y lo miró a los ojos, afligido.

–Jamie, mi buen amigo. Estoy bien. Vete con los demás y procura que me liberen. Creo que nuestros patrones se alegrarán de haber salvado la mitad de su tesoro. Debes asegurarte de que recibamos la parte que nos prometieron. El cuarenta por ciento. No aceptes menos.

–Sí, capitán.

Logan vio que Brendan se dirigía hacia su barco con otros diez marineros.

A pesar de la distancia, notó que sus hombres estaban tensos y enojados. Apenas se movían.

–Ayudad con el reparto –gritó con voz fuerte–. Hemos hecho un trato y vamos a cumplirlo. Dejad que los hombres del barco pirata se lleven lo que es suyo.

–¡Ya habéis oído al capitán! –bramó Jamie.

–Adelante, amigo mío. Ocúpate de ello –le dijo Logan.

Jamie asintió con un gesto. Tenía una mirada de profunda tristeza. El viejo lobo de mar parecía al borde de las lágrimas.

–He sobrevivido hasta ahora –le dijo Logan en voz baja, y forzó una sonrisa altanera–. Y te aseguro que así seguiré.

–Encontraré un modo de matar a estos bandidos –juró Jamie–. No descansaré hasta reunir el rescate que pida ese pirata y os vea libre.

–Eres un buen hombre, Jamie. Volveremos a vernos.

–Mi señor…

–Dile a Cassandra… –comenzó Logan.

–¿Sí?

–Dile que lo siento mucho. Pero que le ruego… no, que le exijo que decida lo más conveniente para su felicidad.

–¡No, mi señor!

–Se lo dirás, Jamie. Júramelo.

–No puedo…

–Sí puedes. Debes hacerlo. Júralo, Jamie.

Jamie bajó la cabeza.

–Sí, Logan. Como gustéis.

–Ve con Dios, Jamie.

Jamie miró hacia el camarote del capitán con expresión fiera y amarga.

–Le pido a Dios que no os desampare, porque sin duda ha abandonado a todos estos hombres.

–Dios ayuda a quienes se ayudan, o eso dicen, y yo soy muy capaz de arreglármelas solo, como bien sabes, mi buen amigo.

Jamie asintió con un gesto crispado; luego dio media vuelta y se alejó.

Logan permaneció allí.

Sintiendo la brisa.

El mar… el aire… el dulce gemido del viento. Todo aquello significaba la libertad para él. Hasta ese momento no se había dado cuenta de hasta qué punto. Era asombroso que nunca hubiera comprendido cuánto amaba la libertad.

Claro que…

Hacía mucho tiempo que no estaba prisionero.

Eso había sido en otra época. Pero él no lo había olvidado.

A fin de cuentas, aquel recuerdo era en parte el motivo de que hubiera emprendido aquel viaje absurdo.

–¿Mi señor capitán?

Había una nota burlona en aquellas palabras.

Brendan estaba a su lado, observándolo. No sonrió ni se mofó de él al añadir:

–Me temo que se requiere vuestra presencia. En el calabozo.

Logan asintió con la cabeza.

Notó que el hombre llevaba grilletes.

–No hacen falta –dijo–. Limitaos a mostrarme el camino.

El hombre así lo hizo, mirando primero hacia el camarote del capitán. Después, alargó un brazo hacia los escalones que conducían a la bodega.

Con una última mirada al cielo azul brillante, Logan se dirigió hacia ellos.

Parecían conducir a las tinieblas, a un abismo.

Pero no más negro que su corazón.

Correr riesgos era una cosa.

Perderlo todo…

Otra muy distinta.

Sus hombres estaban vivos. Y daba gracias a Dios porque en toda su vida, incluso durante sus abscesos de locura inspirados por la ira, nunca hubiera conducido a otros a la muerte.

Nunca había tenido intención de vender su alma.

Pero mientras descendía hacia la oscuridad, se preguntaba si la había perdido de todos modos.

Dos

Era un ruido de pesadilla, siempre lo sería.

Se oía el golpeteo de los cascos de los caballos al acercarse. Un leve retumbo al principio, como un temblor que latiera bajo la tierra. Con las primeras vibraciones, parecía que los pájaros chillaran; después, se oía el susurro del viento. El ruido de los cascos de las monturas iba creciendo; el temblor de la tierra se ahondaba. Luego, un instante después, los cascos cruzaban la hierba y la tierra, haciendo saltar chispas entre las piedras, sacudiéndolo todo.

Cuando los caballos se hacían visibles, se oían gritos por todas partes. La gente corría, desesperada.

Sobre ellos se desataba un trueno. Tan estruendoso como si un relámpago hubiera golpeado la tierra y abierto un agujero que atravesara el globo.

Después…

Una espada reluciendo al sol.

La sangre, una cascada, volaba y salpicaba, y el día azul se volvía rojo.

Y los cuerpos…

Bobbie se despertó sofocando un gemido, perplejo y asustado, pero consciente de que había alguien allí, alguien con manos fuertes que le susurraba con angustia y al mismo tiempo la reconfortaba.

–Espera. No grites.

Bobbie dejó escapar un suspiro tembloroso, boqueando, pero guardó silencio.

–Hacía mucho que no tenías la pesadilla. Él asintió con la cabeza.

–Fue la pelea –dijo Brendan.

–No sé qué ha sido –contestó Bobbie en tono cortante.

–Yo sí –repuso Brendan–. Fue el duelo.

Ella se quedó callada.

–¿Crees que lo sabe? –preguntó Brendan con nerviosismo.

Bobbie se incorporó y se puso en pie, escapando de las manos de Brendan. Después comenzó a pasearse por el camarote.

–No lo sé.

Brendan también se levantó.

–Me diste un susto de muerte, ¿sabes? –dijo. Tomó a Bobbie por los hombros y miró aquellos hermosos ojos azules–. Podría haberte matado.

–Podrían haberme matado una docena de veces estos últimos años –contestó ella.

Y era cierto.

Brendan la soltó y él también comenzó a pasearse.

–Ese tipo es listo, demasiado listo. Porque ¿qué necio que transportara ese tesoro se atrevería a usar una argucia tan descarada? Bien sabe Dios que la mayoría de los piratas no habría aceptado el trato.

Bobbie se dejó caer en el ostentoso sofá que flanqueaba el hermoso escritorio de caoba.

–¿No? –contestó con sorna–. Creo recordar que una vez usé con éxito esa misma treta contra el gran Barbanegra, nada menos.

Brendan se detuvo y la miró.

–Barbanegra me dijo que se quedó asombrado cuando te conoció, que estaba fascinado, y que le pareciste un muchacho tan lindo que le hizo gracia no matarte. Parecía bastante perplejo por su propia reacción.

–Vencí limpiamente hasta al gran Edward Teach –dijo Bobbie con indignación.

Brendan sacudió la cabeza.

–Solo porque al principio se rio tanto que te subestimó. Sabía que eras una mujer, Bobbie. Te admiraba enormemente.

–Eso es bueno, teniendo en cuenta que todavía somos amigos y que me ha guardado el secreto –contestó ella con aspereza–. Y ese es el quid de la cuestión, Brendan. La mayoría de los hombres con los que nos topamos están desesperados y cargados de veneno, ansiosos por hacer fortuna… y sin embargo, se dejan engatusar fácilmente por una botella de ron y una furcia. Pero incluso los bribones más sucios y de dientes putrefactos suelen tener cierto honor. Honor entre ladrones, si quieres. Pero han mostrado más honor que muchos de los nobles supuestamente respetables con quien hemos tenido relación. Cumplen el código moral del bucanero. Y eso es lo que hemos hecho nosotros hoy.

–Temo que él lo sepa –dijo Brendan con aire sombrío.

–¿Y qué más da? Toda nuestra tripulación lo sabe –repuso ella.

–Toda la tripulación te adora. Tú los salvaste de una muerte segura –le recordó él–. Por lo cual podrían ahorcarte, según la ley.

Ella se encogió de hombros. En su momento, no había quedado otro remedio. Aquel había sido su primer acto como pirata. Le había ido muy bien, teniendo en cuenta todo lo ocurrido.

–Nosotros también podríamos haber muerto. Cuando empezábamos, no había ninguna garantía para el futuro. Ya entonces simulábamos ser otros.

Una rápida sonrisa curvó los labios de Brendan.

–Tú pasaste de ser lady Roberta Cuthbert a ser Robert el Rojo con asombrosa rapidez. Podrías haber sido una gran actriz.

Bobbie también había sonreído, pero ahora su sonrisa se borró.

–Sí, ¿y de qué me habría servido vivir sobre un escenario? Se me consideraría poco más que una fulana.

–Pero quizá vivirías hasta muy vieja –dijo Brendan.

–Eso no sería vivir. Brendan, no puedo olvidar…

–Eso es evidente. Tus gritos son horribles. Doy gracias a Dios por haber podido transformar ese armario del otro lado de la esquina en mi camarote. Si gritaras así y no pudiera detenerte antes de que alguien te oyera, nos veríamos en un buen apuro.

–Hacía casi un año que no tenía pesadillas –dijo ella.

Brendan se arrodilló a sus pies y tocó su mejilla con ternura.

–Estamos viviendo una mentira peligrosa. Muy peligrosa.

Ella también le tocó la cara.

–Estoy bien. Te doy mi palabra. No volveré a gritar.

–Eso no puedes saberlo. Tenemos que…

–¿Volver?

–Sí, Bobbie, tenemos que volver.

Ella volvió a levantarse.

–Nunca volveré.

–Pero Bobbie…

Ella se quedó mirándolo. No llevaba puesta la peluca oscura, ni las botas, ni los cuchillos ni las pistolas, ni la casaca ni el sombrero con pluma. Su verdadero cabello era rojo, y le caía sobre la espalda en rizos suaves que brillaban al resplandor de la lámpara. Sabía que, sin su disfraz, parecía casi frágil y etérea. Conocía y quería a su tripulación, especialmente a Hagar, que ya antes era su amigo. Ellos nunca le harían daño, y morirían antes que permitir que alguien se lo hiciera. Pero su fachada debía ser fuerte, porque era necesario. Y fuera cual fuese su aspecto en plena noche, la determinación implacable con que perseguía su meta, su fortaleza y su obcecación eran ahora su verdadero yo.

–No hay peros que valgan, Brendan. Ahora, mi querido primo, los dos tenemos que dormir un poco.

–Sigo temiendo que él lo sepa –dijo Brendan con amargura.

Bobbie le sonrió con dulzura.

–Entonces tendrá que morir.

–Sigo diciendo que corres demasiados riesgos.

En su prisión bajo la cubierta, Logan se sobresaltó al oír tan claramente aquellas palabras. Llevaba dos días en aquella pequeña bodega separada de la carga por tabiques. En algún momento aquel cuartucho debía de haber sido el camarote de algún oficial del barco. Ahora, sin embargo, estaba completamente vacío. Era una estancia de madera de metro y medio por metro y medio, pero había en ella dos ventanucos horizontales, quizá de veinticinco centímetros de largo por siete de alto, y Logan permanecía escuchando junto a ellos constantemente, prestando atención a cuantas conversaciones de la tripulación lograba oír.

No habían dicho gran cosa. Pero después de dos días de soledad rota únicamente por la llegada de una bandeja de comida tres veces diarias, junto con un poco de agua fresca y una pequeña ración de ron, cualquier conversación le parecía entretenida, aunque no fuera esclarecedora.

Se preguntaba con frecuencia cuánto duraría su confinamiento. No era, desde luego, el peor castigo que podía haber recibido. No lo habían azotado con el látigo, no lo mataban de hambre ni habían amenazado con asesinarlo o mutilarlo. Pero la monotonía, después de solo dos días, lo abotargaba. Había pasado las primeras horas buscando un medio de escapar; luego siguió buscándolo, a pesar de que se había dado cuenta de que solo había una puerta y de que esta se cerraba con un cerrojo macizo. La tripulación era diligente y no se arriesgaba. Varios hombres armados se apostaban en la puerta cada vez que le llevaban la comida.

Pasaba horas batiéndose en duelo consigo mismo sin espada, horas recorriendo los estrechos confines de su prisión, y horas pensando. Esto último intentaba no hacerlo. No conducía a ninguna parte.

Pero esta vez era de madrugada y el barco llevaba horas en silencio. Y las voces que oía pertenecían a Robert el Rojo y a Brendan, su contramaestre.

Robert soltó una risa suave.

–Ah, pero ¿qué es la vida, sino riesgo?

–Sí, pero hasta ahora habías tenido un plan, y ahora… ahora estás arriesgando la vida.

–Deja ya esa obsesión, Brendan. Nos jugamos la vida cada mañana cuando despertamos y respiramos.

Brendan dejó escapar un suspiro de irritación.

–No deberías haberte quedado con el prisionero.

–¿Debería haberlos matado a todos?

–No –hubo un silencio–. Pero era un barco muy bueno, y lo dejaste escapar.

–No necesitamos otro barco.

–Tampoco necesitábamos un prisionero.

–¿Qué cambia su presencia? Puede que encontremos a alguien dispuesto a pagar su rescate.

–Ya. Estaba en el mar, robando a los antiguos, cuando nos topamos con él –dijo Brendan con sarcasmo.

–Uno tiene que labrarse su propia fortuna, pero eso no significa que no haya nadie que esté dispuesto a pagar por su liberación.

Brendan soltó un gruñido.

–Se habrá vuelto loco cuando lo sueltes.

–No le hemos hecho ningún daño.

–Estar encerrado puede destruir la mente. Lo has dejado sin nada. Ni un libro. Nada. Ni siquiera puede entretenerse haciendo nudos.

–Dale una cuerda a un hombre y puede que se ahorque –repuso el capitán.

–Es fuerte.

–Demasiado fuerte –replicó Robert el Rojo.

–Podría trabajar.

–Y podría escapar. Matar a alguien y escapar.

–Él no haría eso –dijo Brendan.

«¿No lo haría?».

–¿Ah, no? –preguntó Robert.

–Es un hombre de palabra.

–¿Y ha prometido no escapar?

–Tú no se lo has pedido.

–No lo hemos torturado –dijo el capitán con impaciencia.

–Podría ser útil en cubierta.

–No necesitamos más marineros.

Brendan soltó un bufido.

–No somos muchos, ¿sabes?

–Ni podemos serlo.

–Nos vendría bien otro hombre.

Robert el Rojo gruñó y se quedó callado.

–Mira, cuando esto empezó… lo entendí. Pero ahora… ¿qué estás buscando exactamente? –la voz de Brendan sonaba al mismo tiempo seria y triste.

Hubo un silencio; luego, una respuesta suave.

–Venganza. Es lo que me mantiene en marcha. Es mi única razón para vivir.

Logan oyó pasos; luego, el capitán llamó a uno de los hombres para cerciorarse del rumbo que seguía el barco. Iban en dirección suroeste, y Logan no podía menos que preguntarse por qué.

Se recostó en la pared pensativamente. El capitán era muy joven, en efecto. Pero, para serlo tanto, había en su apariencia algo intemporal. La venganza no era, a diferencia de la vida, el premio más valioso. ¿Cómo había llegado alguien tan joven a acumular tanto odio?

Quizá no fuera tan difícil, tales eran las desgracias que algunos tenían que soportar. Algunos se sobreponían a ellas. Otros apenas lograban sobrevivir.

Algunos morían.

Y unos pocos se convertían en asesinos, ladrones y piratas.

Pero Robert el Rojo… En él había algo distinto. Era tan menudo y casi… lánguido. Extremadamente hábil, desde luego, pero muy poco… viril.

Logan se sumió en sus pensamientos y unos minutos después comprendió que la conclusión a la que había llegado era cierta.

Pero ¿por qué?

¿Y qué venganza podía impulsar a alguien a tomar medidas tan desesperadas?

Logan iba con las manos atadas cuando lo sacaron de su cubículo en la bodega. Brendan se disculpó mientras dos hombres se encargaban de los grilletes.

–Lo siento, amigo mío. Pero respetamos vuestros talentos y por eso… En fin, estoy seguro de que lo entendéis.

Logan asintió, muy serio.

–Gracias, amigo. Me lo tomaré como un cumplido. Brendan se encogió de hombros. Abrió la marcha por la primera cubierta, repleta de armas, pólvora, canastas, provisiones y hamacas, y subió a cubierta. Ah, la cubierta. Aire fresco. El ambiente estaba limpio y despejado y la brisa era suave y deliciosa. No se avistaba lluvia en el horizonte, ni había nubes de tormenta que amenazaran los cielos. Logan se contentó un instante con estar allí parado y sentir el abrazo del sol.

Pero entonces una mano lo agarró del hombro y lo condujo hacia el camarote de popa. Brendan llamó a la puerta y el capitán Robert contestó con un enérgico «sí».

Brendan hizo un gesto con la cabeza a Logan, indicándole que entrara. Cuando la puerta se cerró a su espalda, Logan vio al capitán vestido por completo con calzas, camisa, chaleco, casaca, botas y sombrero, sentado a un gran escritorio de caoba mientras escribía con una pluma. No levantó la vista cuando entró Logan, ni cuando habló.

–Se me ha hecho notar que, aunque ciertamente vuestro bienestar importa muy poco, podríais ser de ayuda en cubierta. Confieso, sin embargo, que no confío en vos. Dicho esto, mi contramaestre parece creer que estaríais dispuesto a jurar que no haréis ninguna estupidez ni intentaréis escapar, si os dejáramos trabajar en cubierta –metió la pluma en el tintero. Por fin levantó la vista–. Francamente, si intentarais escapar, tendríamos que mataros. Nosotros no perderíamos gran cosa, me temo, pero dado que sois muy hábil con las armas, lamentaría perder a algún miembro leal de mi tripulación por vuestra causa. Le elección es vuestra.

Palabras enérgicas, pronunciadas con dureza, sin asomo de humor en el semblante: una fachada bastante eficaz.

–Ni siquiera sé dónde estamos. No sé adónde podría escapar. Las aguas del Caribe son cálidas, pero vastas –contestó él.

–Eso no es exactamente un juramento. Intentad escapar ahora y sí, moriréis, de un modo u otro. Y, como os decía, para nosotros significa muy poco, dado que no hay garantía de que vayamos a obtener una recompensa por vuestra vida –el pirata lo miraba fijamente. Aquellos ojos eran…

De un azul profundo. Y atormentador.

–Os doy mi palabra, capitán, de que no intentaré escapar mientras trabaje en cubierta –dijo Logan en tono tan firme y desprovisto de emoción como el capitán.

Robert el Rojo pareció calibrarlo con una mirada fría y directa. Y luego… un ligerísimo asomo de sonrisa.

–Bien. Hoy es día de colada.

–¿De colada? –preguntó Logan, incrédulo.

–Sí, de colada.

–Pero… estamos en el mar.

–Sí, en efecto.

–¡Y vais a desperdiciar agua buena!

–Lo que desperdicie es asunto mío. Hay una Biblia al borde de la mesa. Poned vuestra mano sobre ella y jurad que no intentaréis escapar –de nuevo, una sonrisa sutil asomó a los labios del capitán. Su rostro juvenil podía ser el de una golfilla, delicado y… bello, bajo su apariencia de hosquedad–. Y que haréis la colada –volvió a tomar la pluma y comenzó a escribir–. Y os bañaréis.

–¿Bañarme? –preguntó Logan amablemente.

–Hoy hay brisa, como habréis notado. Por lo demás, el Caribe es bastante cálido. Muchos de mis compañeros en estos mares han notado que al parecer evitamos el peligro de la enfermedad con mucho más éxito que otros porque intentamos mantener este barco libre de alimañas, tales como ratas, y de piojos, tan aficionados a disfrutar del cuerpo humano y el cuero cabelludo. Cuando anclamos junto a las islas, a mis hombres les gusta nadar. Han descubierto que el agua salada es excelente para cualquier molestia de piel. Así pues, trabajaréis y os bañaréis como los demás. O podéis volver a la bodega de carga y pudriros allí.

–Capitán, bañarme no me desagrada en absoluto.

–¿Y la colada?

–Será una… nueva aventura –reconoció él.

–Una aventura –masculló Robert el Rojo–. Muy bien. Jurad. Sobre la Biblia.

–¿Suelen creer en Dios vuestros cautivos, capitán?

–Casi todos afirman que les importa un bledo que se los lleve el diablo, pero no creo que vos seáis un hombre corriente. Claro que las creencias de los hombres tienden a cambiar en el momento de la muerte. He visto a muchos presuntos incrédulos implorar al cielo cuando se sabían al borde de la muerte. Así que jurad o regresad a la bodega.

Él tomó la Biblia y juró.

Al volver a dejar la Biblia sobre la mesa, dijo:

–Hacer la colada… y bañarse. Supongo que, dado que he acertado el rumbo que seguimos, nos dirigimos a Nassau.

–Nassau, New Providence. ¿Lo conocéis? –preguntó Robert amablemente–. No parecéis la clase de hombre que pase mucho tiempo allí.

–He estado –dijo Logan.

–¿Y bien? –preguntó el capitán al ver que Logan seguía allí de pie.

–¿Se me permitirá bajar a tierra?

–Sí.

–Cuán magnánimo sois.

Robert el Rojo fijó en él sus ojos llamativos.

–Los piratas tienen honor, como no paráis de repetirme. Me encargaré de que todo el mundo sepa que sois un cautivo y a quién pertenecéis. Si intentáis escapar, cualquiera os matará con gusto porque pondremos precio a vuestra cabeza. Una buena suma por vuestro regreso… vivo o muerto –dijo Robert en tono amable.

–No será necesario –repuso Logan.

–¿De veras?

–He dado mi palabra. Y, capitán, por si tenéis curiosidad, creo en Dios, en el más allá y en el purgatorio. Prefiero pasar en esta tierra todos los años que me toquen en suerte, pero no le tengo miedo a la muerte.

–Bravo –dijo el capitán con sorna.

–Es evidente que a vos tampoco os da miedo morir –dijo Logan.

Robert volvió a dejar la pluma.

–Lo habéis dicho muy bien, lord Haggerty. Preferiría pasar el tiempo que me corresponda sobre esta tierra, y no bajo ella… o sirviendo de pasto a los peces, como muy bien podría ser mi destino. Pero no me asusta morir. Ahora podéis marcharos.

–Estoy esposado.

–En efecto.

–Es difícil lavar la ropa con las manos atadas.

–Nos ocuparemos de ponerle remedio a eso.

–Capitán Robert… –dijo Logan, pensativo.

–¿Qué queréis ahora?

–Vosotros tampoco parecéis la clase de… hombre que pasa mucho tiempo en New Providence.

–¿Y eso por qué?

–No he visto muchos caballeros bien bañados en la isla.

–Yo nunca he dicho que sea un caballero, y menos aún reclamo el título de lord.

–Pues yo sí. De todos modos, no significa gran cosa.

–Hay muchos hombres en New Providence que pagan por bañarse –dijo Robert con impaciencia.