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La religiosa (La religieuse), publicada póstumamente en 1796, es una de las novelas más conocidas de Denis Diderot, un destacado filósofo y escritor francés de la Ilustración. La obra es una crítica incisiva de la vida monástica y de las restricciones impuestas por la religión institucionalizada. Basada en una historia real, la novela sigue la vida de Suzanne Simonin, una joven obligada a ingresar a un convento contra su voluntad. La novela está estructurada como una serie de cartas escritas por Suzanne, en las que relata su lucha por la libertad en un entorno opresivo. A través de estas cartas, Diderot explora temas como la libertad individual, la opresión y la hipocresía de las instituciones religiosas. La historia de Suzanne revela las dificultades de quienes son forzados a vivir una vida de clausura, exponiendo las injusticias y los abusos que a menudo ocurren en nombre de la religión. La religiosa es más que una simple denuncia de los conventos; es un llamado a la reflexión sobre la autonomía personal y la moralidad impuesta. A través de la experiencia de Suzanne, Diderot cuestiona las normas sociales y religiosas de su tiempo, invitando a los lectores a considerar las consecuencias de la coerción y la falta de libertad. La obra es un ejemplo claro de la pasión de Diderot por la justicia y su compromiso con los ideales de la Ilustración, destacando su habilidad para combinar una narrativa conmovedora con una crítica social profunda.
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Seitenzahl: 341
Denis Diderot
LA RELIGIOSA
Título original:
“La religieuse”
Sumario
PRESENTACIÓN
LA RELIGIOSA
Extracto de la correspondencia literaria de Mr. *** Año de 1770
Esquela de la Religiosa al señor conde de Croismare, gobernador de la Escuela militar.
Respondió
Respuesta del señor marqués de Croismare
Respuesta de la Religiosa al señor Marqués de Croismare
Extracto de los registros
Carta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Carta ostensible de madama Madin, cual la había pedido el señor marqués de Croismare
Carta del señor marqués de Croismare a madama Madin
Otra carta del señor marqués de Croismare a madama Madin
Carta del señor marqués de Croismare a sor Susana. Había una cruz en la cubierta
Carta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Carta de sor Susana al señor marqués de Croismare
Carta del señor marqués de Croismare a madama Madin
Respuesta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Carta del señor Marqués de Croismare a madama Madin
Carta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Respuesta del señor marqués de Croismare a madama Madin
Carta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Carta de madama Madin al señor marqués de Croismare
Carta del señor marqués de Croismare a madama Madin
Denis Diderot
1713 - 1784
Vida y Legado
Denis Diderot fue un destacado filósofo, escritor y enciclopedista francés, conocido por su papel fundamental en la Ilustración y por ser uno de los principales editores de la Encyclopédie, una obra monumental que buscaba reunir y difundir el conocimiento de la época. Nacido en Langres, Francia, en una familia de artesanos, Diderot se destacó desde joven por su curiosidad intelectual y su espíritu crítico, características que lo acompañarían a lo largo de su carrera.
Primeros Años y Educación
Diderot recibió una educación sólida en su ciudad natal, estudiando en un colegio jesuita antes de trasladarse a París para continuar su formación. Aunque inicialmente se preparó para seguir una carrera eclesiástica, pronto se alejó de la religión organizada y comenzó a explorar una amplia variedad de campos, incluyendo la filosofía, la literatura, y las ciencias. Su capacidad para cuestionar la autoridad y su inclinación hacia el pensamiento independiente lo llevaron a participar activamente en los círculos intelectuales de la Ilustración en París.
Carrera y Contribuciones
La carrera de Diderot fue notable por su diversidad y su impacto duradero en la cultura intelectual de su tiempo. En 1746, publicó Pensées philosophiques, una obra que reflejaba sus ideas sobre la religión y la moralidad, y que marcó su posición como un pensador crítico de la ortodoxia religiosa. Sin embargo, su contribución más significativa fue su trabajo como editor y cofundador de la Encyclopédie, un proyecto iniciado en 1747 que buscaba compilar y sistematizar el conocimiento en todos los campos del saber humano.
Bajo la dirección de Diderot, la Encyclopédie se convirtió en un símbolo del pensamiento ilustrado, promoviendo la razón, el escepticismo y el conocimiento científico frente a la superstición y la ignorancia. Esta obra no solo desafiaba las ideas establecidas, sino que también defendía la libertad de expresión y el progreso social. A pesar de enfrentar censura y oposición por parte de las autoridades religiosas y políticas, Diderot y sus colaboradores lograron completar la Encyclopédie, que se publicó en 28 volúmenes entre 1751 y 1772.
Además de su trabajo en la Encyclopédie, Diderot escribió numerosas obras filosóficas, literarias y críticas, incluyendo novelas como Jacques el fatalista y obras de teatro como El hijo natural. Sus escritos abordaban temas como la libertad individual, la ética, y la naturaleza humana, siempre con un enfoque en la importancia de la razón y el conocimiento.
Impacto y Legado
El impacto de Diderot en la Ilustración y en la historia intelectual es profundo. Como editor de la Encyclopédie, ayudó a difundir las ideas ilustradas a una audiencia más amplia, sentando las bases para las reformas sociales y políticas que seguirían. Su énfasis en la razón y su crítica de las instituciones establecidas influyeron en el pensamiento de figuras contemporáneas y posteriores.
Diderot también dejó un legado como escritor de ficción y ensayista, cuyas obras continúan siendo estudiadas por su estilo innovador y su profundidad filosófica. Su enfoque en la complejidad de la condición humana y su desafío a las normas sociales lo colocan como una figura central en la historia de la literatura y la filosofía.
Muerte y Legado
Denis Diderot falleció en 1784 en París, dejando un legado perdurable en la filosofía y la literatura. Su compromiso con la difusión del conocimiento y su defensa de la libertad de pensamiento lo convirtieron en una figura clave de la Ilustración. A través de sus escritos y su trabajo en la Encyclopédie, Diderot promovió un cambio en la forma en que las personas entendían el mundo, un legado que sigue vivo en la valoración moderna de la ciencia, la razón, y la educación.
La religiosa: Una Crítica a la Vida Monástica
La religiosa (La religieuse), publicada póstumamente en 1796, es una de las novelas más conocidas de Denis Diderot, un destacado filósofo y escritor francés de la Ilustración. La obra es una crítica incisiva de la vida monástica y de las restricciones impuestas por la religión institucionalizada. Basada en una historia real, la novela sigue la vida de Suzanne Simonin, una joven obligada a ingresar a un convento contra su voluntad.
La novela está estructurada como una serie de cartas escritas por Suzanne, en las que relata su lucha por la libertad en un entorno opresivo. A través de estas cartas, Diderot explora temas como la libertad individual, la opresión y la hipocresía de las instituciones religiosas. La historia de Suzanne revela las dificultades de quienes son forzados a vivir una vida de clausura, exponiendo las injusticias y los abusos que a menudo ocurren en nombre de la religión.
La religiosa es más que una simple denuncia de los conventos; es un llamado a la reflexión sobre la autonomía personal y la moralidad impuesta. A través de la experiencia de Suzanne, Diderot cuestiona las normas sociales y religiosas de su tiempo, invitando a los lectores a considerar las consecuencias de la coerción y la falta de libertad. La obra es un ejemplo claro de la pasión de Diderot por la justicia y su compromiso con los ideales de la Ilustración, destacando su habilidad para combinar una narrativa conmovedora con una crítica social profunda.
La publicación de La religiosa fue controversial, y la obra fue inicialmente prohibida debido a su contenido crítico. Sin embargo, su impacto perduró, y la novela sigue siendo una poderosa reflexión sobre los derechos individuales y la lucha por la libertad. La religiosa no solo expone las deficiencias de las instituciones religiosas de la época de Diderot, sino que también resuena en los debates contemporáneos sobre la autonomía y la autoridad moral.
La respuesta del señor marqués de Croismare, si es que me responde, me suministrará las primeras líneas de esta narración. Antes de escribirle quise conocerle. Es un hombre de mundo, que ha adquirido ilustración durante el servicio; es de edad, ha estado casado; tiene una hija y dos hijos a los que ama y de los que es querido. De buena familia, es inteligente, agudo, alegre, tiene gusto para las bellas artes y, sobre todo, originalidad. Me han elogiado su sensibilidad, su honor y su probidad, y yo he juzgado, por el vivo interés que ha tomado en mi asunto, y porque me han dicho que en modo alguno me había comprometido al dirigirme a él: no es de presumir, sin embargo, que se decida a cambiar mi suerte sin saber quien soy, y éste es el motivo que me impulsa a vencer mi amor propio y mi repugnancia al iniciar estas memorias donde describo parte de mis desgracias, sin talento y sin arte, con la ingenuidad de una chica de mi edad y la franqueza de mi carácter. Como mi protector podría exigir, o tal vez la fantasía podría moverme a acabarlas en un tiempo en que los hechos lejanos habrían cesado de estar presentes en mi memoria, he pensado que el resumen que las cierra, y la profunda impresión que de ellos quedará en mí mientras viva, bastarán para recordármelos con exactitud.
Mi padre era abogado. Casó con mi madre a una edad ya bastante avanzada; tuvo tres hijas. Tenía más fortuna de la necesaria para dotarlas sólidamente; pero para ello era menester, al menos, que hubiese repartido equitativamente su ternura, y estoy bastante lejos de poder hacer este elogio. Ciertamente, yo valía más que mis hermanas por las dotes, adornos de espíritu y de figura, carácter y talento; parecía que mis padres se afligieran por ello. Lo que la naturaleza y la aplicación me habían concedido por encima de ellas, se convertía para mí en una fuente de penalidades. A fin de ser amada, querida, festejada, excusada siempre como lo eran ellas, desde mis primeros años he deseado parecérmeles. Si alguien decía a mi madre: “Tiene usted unas hijas encantadoras…” nunca se refería a mí. Algunas veces resultaba bien vengada por esa injusticia; pero las alabanzas recibidas me costaban tan caras, cuando estábamos a solas, que hubiese preferido la indiferencia e incluso las injurias; cuanto más los extraños me mostraban su predilección, mayor era el odio cuando aquellos marchaban. Cuántas veces he llorado por no haber nacido fea, estúpida, tonta, orgullosa; en una palabra, con todos los defectos que les hacían agradables ante mis padres. Me pregunté de dónde venía esta excentricidad en un padre y una madre, por lo demás honestos, justos y piadosos. ¿Se lo confesaré, señor? Algunas expresiones escapadas a mi padre en un rapto de cólera, pues era violento; algunas circunstancias acumuladas en intervalos diferentes, palabras de los vecinos, comentarios de los criados, me han hecho sospechar una razón que les excusaría un poco. Tal vez mi padre tenía cierta incertidumbre sobre mi nacimiento; quizá yo recordaba a mi madre una falta que había cometido, y la ingratitud de un hombre al que ella había escuchado demasiado; ¡qué sé yo! En caso de que estas sospechas estuvieran mal fundadas, ¿qué arriesgo al confiárselas? Usted quemará este escrito y yo prometo quemar su contestación.
Como habíamos venido al mundo a poca distancia unas de las otras, crecimos las tres juntas. Surgieron buenos partidos. Mi hermana mayor fue solicitada por un joven encantador; pronto noté que él me distinguía y adiviné que ella no era más que el incesante pretexto de sus asiduidades. Presentí las penas que podía causarme esta preferencia y advertí a mi madre. Ésta ha sido tal vez la única cosa que he hecho en mi vida que le agradó, y he aquí cuál fue mi recompensa. Cuatro días después, o al menos a los pocos días, me dijeron que habían encargado plaza para mí en un convento y fui conducida a él al día siguiente. Estaba tan mal en casa, que este suceso no me entristeció en absoluto y fui a Santa María, mi primer convento, con gran regocijo. El novio de mi hermana, al no verme más, me olvidó y se convirtió en su esposo. Se llama M. K.; es notario y vive en Corbeil, donde lleva una vida más que mediocre. Mi segunda hermana casó con un tal señor Bauchon, comerciante de sedas en París, rué Quincampoix, y vive bastante bien con él.
Una vez establecidas mis dos hermanas, creí que pensarían en mí y que no tardaría mucho en salir del convento. Tenía entonces dieciséis años y medio. Mis hermanas habían recibido unas dotes considerables y yo me prometía una suerte igual a la suya. Mi cabeza estaba llena de seductores proyectos cuando me llamaron al locutorio. Era el padre Serafín, director espiritual de mi madre; había sido también el mío y no tuvo así dificultad para explicarme el motivo de su visita: se trataba de decidirme a tomar el hábito. Yo protesté contra esta extraña proposición y le declaré abiertamente que no sentía ningún gusto por el estado religioso. “Tanto peor — me dijo — , ya que sus padres se han despojado por vuestras hermanas y no veo ya qué podrían hacer por usted, en la estrecha situación a la que han quedado reducidos. Reflexione, señorita; es preciso o entrar para siempre en esta casa o ir a algún convento de provincia en el que será usted recibida por una módica pensión y del que no saldrá usted hasta la muerte de sus padres, que aún puede hacerse esperar mucho tiempo…”. Yo me quejé con amargura y derramé un torrente de lágrimas. La superiora había sido advertida; me esperaba a la vuelta del locutorio.
Yo me debatía en una confusión inexplicable. Ella me dijo: “¿Qué tienes, querida hija? (Sabía mejor que yo lo que tenía). ¡Cómo tú así! Nunca se ha visto tamaña desesperación, me haces temblar. ¿Acaso has perdido a tu madre o a tu padre?”. Yo pensaba responder arrojándome a sus brazos. ¡Pluguiera a Dios!…, me contenté con gritar: No tengo ni padre ni madre; soy una desgraciada a la que detestan y quieren enterrar aquí toda la vida. Ella dejó pasar el torrente y aguardó un momento de tranquilidad. Le expliqué más claramente lo que me acababan de anunciar. Pareció tener compasión de mí; me tuvo lástima; me animó a no abrazar un estado por el que no sentía vocación alguna, me prometió rezar, exponer, solicitar. ¡Ay, señor, cuan fingidas son las superioras de los conventos! No tiene idea de ello. Escribió, en efecto. No ignoraba las respuestas que recibiría; me las comunicó y fue sólo al cabo de mucho tiempo cuando empecé a dudar de su buena fe. No obstante, llegó el plazo fijado a mi resolución, vino a participármelo con la más estudiada tristeza. Al principio permaneció sin hablar, luego me lanzó unas palabras de conmiseración; no tendré que pintarle muchas más. Saber contenerse es su gran arte. A continuación me dijo, creo en verdad que fue llorando: “Y bien, hija mía, ¡nos abandonarás, pues! Querida hija, ¡no nos volveremos a ver!…”. Y otras cosas que no escuché. Yo estaba recostada en una silla; guardaba silencio, sollozaba, permanecía inmóvil, o me levantaba, e iba unas veces a apoyarme en los muros, otras a exhalar mi dolor sobre su seno. He ahí lo sucedido, cuando añadió: “¿Por qué no haces una cosa? Escucha y no vayas a decir a los monjes que fui yo quien te dio el consejo; cuento con una inviolable discreción de tu parte, pues por nada del mundo quisiera que pudieran hacerme algún reproche. ¿Qué es lo que te piden? ¿Que tomes el velo? ¡Y bien! ¿Por qué no lo tomas? ¿A qué te obliga esto? A nada, a permanecer dos años más con nosotras. No se sabe quién muere y quién vive; dos años son bastante tiempo, pueden suceder muchas cosas en dos años…”. Juntó a estos insidiosos argumentos tantas caricias, tantas protestas de amistad, tantas dulces falsedades: Sabía dónde estaba, no sabía a dónde me conducirían, y me dejé persuadir. Ella escribió, pues, a mi padre; su carta estaba muy bien, estas cosas nadie las hace mejor: En ella mi pena, mi dolor, mis reclamaciones no quedaban disimuladas; os aseguro que una joven más sutil que yo hubiese sido engañada; sin embargo, acababa dando mi consentimiento. ¡Con qué rapidez fue preparado todo! se Fijó el día, hicieron mi hábito, llegó la fecha de la ceremonia sin que perciba hoy el menor intervalo entre estas cosas.
Olvidaba deciros que vi a mi padre y a mi madre, que no ahorré nada para conmoverles y que los encontré inflexibles. Fue un tal padre Blin, doctor por la Sorbona, quien me hizo la exhortación, y el señor obispo de Alep quien me dio el hábito. Esta ceremonia no es por sí misma alegre; aquel día fue de las más tristes. Pese a que las religiosas se apretujaron en torno mío para sostenerme, veinte veces sentí doblarse mis rodillas y me vi a punto de caer sobre los peldaños del altar. No oí nada, no vi nada, estaba atontada; me conducían y andaba; me preguntaban y contestaban por mí. No obstante, esta cruel ceremonia acabó; todo el mundo se retiró y yo quedé en medio del rebaño al que me acababan de asociar. Entonces, mis compañeras, me abrazan y dicen: “¡Ved, hermana, qué hermosa es! ¡De qué manera el velo negro hace destacar la blancura de su tez! ¡Qué bien le sienta el tocado, cómo le redondea el rostro! ¡Cómo alarga sus mejillas! ¡Cómo este hábito resalta su talle y sus brazos!…”. Yo apenas las escuchaba; estaba desolada; no obstante, debo reconocer que cuando estuve sola en mi celda, recordé sus adulaciones; no pude evitar el comprobarlas ante mi pequeño espejo, y me pareció que no estaban del todo fuera de lugar. Hay unos honores que van ligados a este día; los exageraron para mí, aunque hice poco caso de ellos, pero fingieron creer lo contrario y me lo dijeron, pese a que estaba claro que no era verdad.
Por la noche, al salir de la oración, la superiora se presentó en mi celda. “En verdad — dijo, después de contemplarme un poco — no sé por qué tiene usted tanta repugnancia hacia este hábito; le sienta de maravilla y está encantadora; sor Susana es una religiosa muy hermosa y será más amada por ello. Así, veamos un poco, ande. No se mantiene lo suficiente derecha; no es preciso estar así, encorvada…”. Me compuso la cabeza, los pies, las manos, el talle, los brazos; fue casi una lección de Marcel sobre las gracias monásticas: cada estado tiene las suyas. Luego se sentó y me dijo: “Está bien, pero ahora hablemos un poco más en serio. Hemos ganado dos años; sus padres pueden cambiar de resolución; usted misma tal vez desee quedarse aquí cuando ellos quieran sacarla, no sería nada imposible; ha estado mucho tiempo entre nosotras pero no conoce aún nuestra vida; tiene sin duda sus penas, pero también sus dulzores…”. Usted puede imaginarse bien lo que añadió sobre el mundo y el claustro, esto está escrito en todas partes y en todas de la misma manera; gracias a Dios me han hecho leer numerosos párrafos sobre lo que los religiosos han recitado de su estado, que conocen bien y detestan, contra el mundo que aman, destrozan y desconocen.
No os daré detalles de mi noviciado; si se observara en toda su austeridad, nadie podría resistirlo; sin embargo, es el tiempo más dulce de la vida monástica. Una madre de novicias es la hermana más indulgente que se haya podido encontrar. Su preocupación es ocultaros todas las espinas del estado; es un curso de la mejor y más sutil seducción. Es ella quien disipa las tinieblas que os rodean, la que os acuna, os duerme, os impone, os fascina. La nuestra se interesó particularmente por mí. No creo que exista un alma joven y sin experiencia capaz de resistir la prueba de este arte funesto. El mundo tiene sus precipicios, pero no imagino que nadie caiga en ellos por una pendiente tan fácil. Si estornudaba dos veces seguidas, era dispensada del oficio, del trabajo, de la oración; me acostaba más pronto, me levantaba más tarde: las reglas conventuales cesaban para mí. Imaginad, señor, que había días en que yo suspiraba por el momento de sacrificarme. No sucede una historia desagradable en el mundo, de la que no os hablen; se desvirtúan las verdaderas, se inventan otras falsas y después hay alabanzas sin fin y acciones de gracias a Dios, que nos ponen a cubierto de estas humillantes aventuras. No obstante, se acercaba el momento que algunas veces había acortado con mis deseos. Entonces tórneme meditabunda, sentí despertar y crecer mi repugnancia. Iba a confiarla a la superiora o a nuestra madre de novicias. Estas mujeres se vengan bien de la molestia que les ocasionáis: no hay que creer que les divierta el papel hipócrita que desempeñan, ni las imbecilidades que se ven forzadas a repetiros; esto, al fin, llega a ser bastante frecuente y desagradable para ellas; pero se deciden a hacerlo por un millar de escudos que proporcionan así a su casa. He aquí el importante motivo por el que mienten toda su vida e inducen a jóvenes inocentes a una desesperación de cuarenta, cincuenta años, y quizás a la desgracia eterna; pues es seguro, señor, que de cien religiosas que mueren antes de los cincuenta años, hay exactamente cien de condenadas, sin contar las que se vuelven locas, estúpidas o rabiosas durante la espera.
Sucedió un día que una de estas últimas escapó de la celda en que la tenían encerrada. Yo la vi. He ahí señor la época de mi felicidad o de mi desgracia, según la manera como decidiréis en mi caso. Nunca he visto nada tan espantoso. Iba desmelenada y casi sin vestido; arrastraba cadenas de hierro; sus ojos, extraviados; se arrancaba los cabellos; se golpeaba el pecho con los puños, corría, gritaba; descargaba sobre sí misma y las otras las más terribles imprecaciones; buscaba una ventana para precipitarse. El terror se apoderó de mí, temblaban todos mis miembros, vi mi suerte en la de aquella infortunada, y allí mismo quedó decidido en mi corazón que moriría mil veces antes que exponerme a aquello. No dejaron de presentir el efecto que este suceso podía hacer en mi espíritu; creyeron un deber prevenirlo. Me contaron no sé cuántas mentiras ridículas, que se contradecían, sobre esta religiosa: que ya tenía el espíritu quebrantado cuando la recibieron; que había sufrido un gran susto en un tiempo crítico; que había tenido visiones; que creía estar en contacto con los ángeles; que había leído cosas perniciosas, que le habían turbado el espíritu; que había escuchado a innovadores de moral exagerada, los cuales le habían atemorizado tanto de los juicios de Dios, que su cabeza había quedado trastornada; que no veía nada más que demonios, el infierno y los abismos de fuego; que ellas eran muy desgraciadas; que era inaudito que hubiese habido nunca un personaje parecido en la casa; y ¡qué sé yo más! Todo aquello no me impresionó. En todo momento la religiosa loca retornaba a mi espíritu y yo renovaba en mí misma el juramento de no hacer voto alguno.
He aquí llegado el momento en el que se trataba de mostrar si sabía mantener mi palabra. Una mañana, después del oficio, vi entrar a la superiora en mi habitación. Llevaba una carta. Su rostro expresaba tristeza y abatimiento; los brazos le colgaban; parecía que su mano no tuviese fuerza para levantar aquella carta; me miraba; parecía que en sus ojos rodaban las lágrimas; callaba, yo también. Ella esperaba que yo fuese la primera en hablar; estuve tentada de hacerlo, pero me retuve. Preguntóme cómo estaba; me dijo que el oficio fue bien largo aquel día; que yo había tosido un poco y le parecía indispuesta. A todo aquello respondí: no, mi querida madre. Ella sostenía la carta en la mano que colgaba; a mitad de estas preguntas la puso sobre sus rodillas y su mano la ocultaba en parte; por fin, después de un circunloquio sobre mi padre y mi madre, al ver que yo no le preguntaba lo que era aquel papel, me dijo: “He aquí una carta…”.
Al oír esta palabra sentí turbarse mi corazón y añadí con voz entrecortada y con los labios temblorosos: ¿es de mi madre? “Usted lo ha dicho; tenga, léala”.
Me recuperé un poco, tomé la carta, la leí enseguida con bastante seguridad; pero a medida que avanzaba, el temor, la indignación, la cólera, el despecho, diferentes pasiones iban sucediéndose en mí, tenía voces diferentes, tomaba rostros diferentes y hacía diferentes movimientos. A veces apenas podía sostener aquel papel, o lo sostenía como si lo hubiese querido desgarrar, o lo estrechaba violentamente como si estuviese tentada de arrugarlo y arrojarlo lejos de mí.
— Bien, hija mía, ¿qué responderemos a esto?
— Usted lo sabe, señora.
— No, no lo sé. Los tiempos son malos, tu familia ha sufrido pérdidas; los negocios de tus hermanas van mal; ambas tienen muchos hijos, la familia se arruinó para dotarlas; se arruina aún para mantenerlas. Es imposible proporcionarte cierta dote; tú tomaste el hábito y esto supuso gastos; con este paso fundaste esperanzas; el rumor de tu próxima profesión se ha extendido por el mundo. Por lo demás, cuenta siempre con todo mi apoyo. Jamás he atraído a nadie a la religión, es un estado al que Dios llama, es muy peligroso mezclar la voz a la suya. No intentaré hablar a tu corazón, si la gracia nada le dice; hasta ahora no debo reprocharme la desgracia de otra; ¿querría yo comenzar contigo, hija mía, a quien tanto amo? No he olvidado que fue debido a mi persuasión por lo que diste los primeros pasos, y no sufriré que abusen para comprometerte más allá de tu voluntad. Veamos, pues, juntas; pongámonos de acuerdo. ¿Quieres profesar?
— No, señora.
— ¿No sientes gusto alguno por el estado religioso?
— No, señora.
— ¿No obedecerás a tus padres?
— No, señora.
— ¿Qué quieres ser, pues?
— Cualquier cosa, excepto religiosa. No quiero serlo y no lo seré.
— Bien, no lo serás. Veamos, preparemos una respuesta para tu madre… — Convinimos en algunas ideas. Ella escribió y me mostró la carta, que me pareció muy bien. No obstante, me enviaron al director de la casa, el doctor que me había predicado el día de mi toma de hábito; me recomendaron a la madre de novicias; vi al señor obispo de Alep; tuve que romper lanzas con señoras piadosas que se mezclaron en mi asunto sin que yo las conociese; era un continuo conferenciar con monjes y curas; vino mi padre, mis hermanas me escribieron; mi madre fue la última en aparecer. Yo resistía a todo. Sin embargo, fijaron un día para la profesión; no olvidaron nada para obtener mi consentimiento; pero cuando vieron que era inútil solicitarlo, decidieron prescindir de él.
A partir de este momento fui recluida en mi celda; me impusieron silencio; fui separada de todo el mundo, abandonada a mí misma, y vi claramente que estaban dispuestos a disponer de mí sin mí. Yo no quería comprometerme, era asunto decidido, y todos los terrores, verdaderos o falsos, que continuamente arrojaban sobre mí no me conmovían. Mi estado era, empero, deplorable; no sabía cuánto podía durar, y en caso que cesara, sabía aún menos lo que podría sucederme. En medio de estas incertidumbres tomé una decisión de la que juzgaréis, señor, como queráis. Yo no veía a nadie, ni a la superiora, ni a la madre de novicias, ni a mis compañeras. Fingí acomodarme a la voluntad de mis padres pero mi propósito era acabar con aquella persecución y le hice saber a la directora que aceptaba los deseos de ellos, y protestar públicamente contra la violencia que meditaban; dije, pues, que eran dueños de mi suerte, que podían disponer de ella como quisieran; que exigían que tomara los hábitos y que lo haría. He aquí el gozo extendido una vez más en toda la casa, el retorno de las caricias con todas las adulaciones y toda la seducción. Dios había hablado a mi corazón; nadie estaba más hecho para el estado de perfección que yo. Era imposible que no hubiese sido así, todo el mundo lo había esperado siempre. Nadie cumple sus deberes con tanta edificación y constancia cuando no ha sido verdaderamente llamado. La madre de novicias no había visto en ninguna de sus pupilas una vocación más evidente; estaba muy sorprendida del sesgo que habían tomado las cosas, pero ella siempre había dicho a nuestra madre superiora que era preciso aguardar, y que aquello pasaría; que las mejores religiosas habían pasado por momentos como aquellos; que se trataba de sugestiones del maligno espíritu que redoblaba sus esfuerzos cuando estaba a punto de perder su presa; que yo iba a escapar de éste; que ya sólo había rosas para mí; que las obligaciones de la vida religiosa me parecerían tanto más soportables cuanto más me las había exagerado; que esta súbita pesadez del yugo era una gracia del cielo que se servía de este medio para aligerarlo… Me parecía bastante singular que la misma cosa venga de Dios o del Diablo, según les gustara enfocarlo a ellos. Hay muchas circunstancias parecidas en la religión; y los que me han consolado, con frecuencia me han dicho, refiriéndose a mis pensamientos, unos que eran instigaciones de Satanás, otros que se trataba de inspiraciones de Dios. El mismo mal viene o de Dios, que nos prueba, o del Diablo, que nos tienta.
Me conduje con discreción; creí poder responder de mí. Vi a mi padre, me habló fríamente; vi a mi madre, me abrazó; recibí cartas de congratulación de mis hermanas y de muchos otros. Supe que sería un tal señor Sornin, vicario de San Roque, quien haría el sermón, y el señor Thierry, canciller de la Universidad, quien recibiría mis votos. Todo fue bien hasta la víspera del gran día, excepto que habiendo tenido noticia de que la ceremonia sería clandestina, que habría muy poca gente y que la puerta de la iglesia no se abriría más que a los parientes, llamé por el torno a todas las personas de la vecindad, amigos y amigas míos; obtuve permiso para escribir a algunas de mis amistades. Todo este concurso de gente que nadie esperaba, se presentó; hubo que dejarles pasar, y la asamblea fue, más o menos, tal como la necesitaba para mi proyecto. ¡Oh!, señor, qué noche aquella que precedió. No me acosté; estaba sentada sobre la cama; llamaba a Dios en mi auxilio; elevaba mis manos al cielo, lo tomaba como testigo de la violencia que me hacían; me imaginaba mi papel al pie del altar, una joven protestando en alta voz contra una acción a la que parecía haber consentido, el escándalo de los asistentes, la desesperación de las religiosas, el furor de mis padres. Oh, Dios, ¿qué será de mí?… Al pronunciar estas palabras se apoderó de mí una debilidad general, caí desmayada sobre mi almohada; un temblor que hacía golpear mis rodillas y rechinar mis dientes con estrépito siguió a este desmayo; al temblor, un calor terrible; mi espíritu se turbó. No recuerdo ni haberme desnudado ni haber salido de mi celda; sin embargo, me encontraron desnuda, en camisa, extendida en tierra a la puerta de la superiora, inmóvil y casi sin vida. Estas cosas las supe después. Por la mañana me hallé en mi celda, rodeada mi cama de la superiora, la madre de novicias y de las llamadas asistentas. Estaba muy abatida; me hicieron algunas preguntas; vieron por mis respuestas que no tenía noción alguna de lo que había sucedido y no me hablaron más de ello. Me preguntaron cómo estaba, si persistía en mi santa resolución y si me sentía en estado de soportar la fatiga del día. Respondí que sí; y en contra de lo que esperaban, nada fue aplazado.
Todo había sido dispuesto desde la víspera. Tocaron las campanas para comunicar a todo el mundo que iban a hacer una desgraciada. El corazón aún palpitó de nuevo con fuerza. Vinieron a prepararme; este día es un día de toilette. Ahora que recuerdo, todas estas ceremonias me parece que tenían algo de solemne y emocionante para una joven inocente que no sintiera inclinación hacia otra cosa. Me condujeron a la iglesia; se celebró la santa misa; el buen vicario, que me creía dotada de una resignación que no tenía, me echó un largo sermón en el que no había ni una palabra que no fuera un contrasentido; era bien ridículo todo lo que decía de mi felicidad, de la gracia, de mi valor, de mi fervor y de todos los hermosos sentimientos que suponía en mí. El contraste entre su elogio y el paso que iba a dar me turbó; tuve momentos de incertidumbre, pero duraron poco. Sentí mucho mejor aun que carecía de todo lo que era preciso tener para ser una buena religiosa. Por fin llegó el momento terrible. Cuando fue necesario entrar en el lugar donde debía pronunciar los votos de mi compromiso, no sentí ya mis piernas; dos de mis compañeras me sostuvieron por debajo de los brazos; tenía la cabeza apoyada sobre una de ellas y me arrastraba. No sé lo que pasaba en el alma de los asistentes pero veían a una joven víctima, moribunda, que era llevada al altar. De todas partes escapaban suspiros y sollozos, entre los que estoy bien segura que nadie pudo escuchar los de mi padre y mi madre. Todo el mundo estaba de pie; había gente joven aupada sobre sillas, y agarrados a los barrotes de la verja; se hizo un gran silencio cuando el que presidía mi profesión me dijo:
— María-Susana Simonin, ¿prometéis decir la verdad?
— Lo prometo.
— ¿Estáis aquí de grado y por vuestra libre voluntad?
— Yo respondí “no”; pero las que me acompañaban respondieron por mí “sí”.
— María-Susana Simonin, ¿prometes a Dios castidad, pobreza y obediencia?
Yo titubee un momento; el sacerdote esperó y respondí:
— No, señor.
Insistió, otra vez:
— María-Susana Simonin, ¿prometes a Dios castidad, pobreza y obediencia?
Le respondí con voz más firme:
— No, señor, no.
Él se detuvo y me dijo:
— Hija mía, tranquilízate y escúchame.
— Señor — le contesté — , me preguntáis si prometo a Dios castidad, pobreza y obediencia; os he oído bien, y os respondo que no…
Volviéndome enseguida hacia los asistentes, entre los que se había elevado un murmullo bastante grande, hice signo de querer hablar. El murmullo cesó y dije:
— Señores, y especialmente a mi padre y a mi madre, os tomo a todos como testigos…
A estas palabras, una hermana dejó caer el velo de la verja, y vi que era inútil continuar. Las religiosas me rodearon y me colmaron de reproches; yo las escuché sin decir una palabra. Fui conducida a mi celda, donde me encerraron bajo llave.
Allí, sola, abandonada a mis reflexiones, comencé a reafirmarme en mí misma, volví a considerar mi decisión y no me arrepentí en absoluto de ella. Vi que después del escándalo que había dado era imposible que permaneciese allí mucho tiempo, y que tal vez no se atreverían a volverme a internar en un convento. No sabía qué harían conmigo; pero no veía nada peor que ser religiosa contra la propia voluntad. Permanecí bastante tiempo sin oír hablar de nada. Las que me traían la comida entraban, ponían los alimentos en el suelo y se marchaban en silencio. Al cabo de un mes me trajeron vestidos de seglar; me quité los de la casa; vino la superiora y dijo que la siguiese. La seguí hasta la puerta del convento; allí subí en un coche donde encontré a mi madre, que me esperaba sola; me senté en la parte delantera y la carroza partió. Permanecimos frente a frente durante algún tiempo, sin decir nada; yo tenía los ojos bajos y no osaba mirarla. No sé lo que pasaba en mi alma, pero de repente me arrojé a sus pies y apoyé mi cabeza sobre sus rodillas; no le hablaba, pero sollozaba y me ahogaba. Ella me rechazó duramente. No me incorporé; comenzó a salirme sangre por la nariz; tomé a pesar suyo una de sus manos y mojándola con mis lágrimas y con mi sangre que corría, con la boca apoyada en aquella mano, la besaba diciendo: “Seréis siempre mi madre, y yo seré siempre vuestra hija…”. Ella respondió (rechazándome aún más duramente y liberando su mano de entre las mías): “Levántate desgraciada, levántate”. La obedecí, me senté y cubrí el rostro con el velo. Había tanta autoridad y firmeza en el tono de su voz que creí un deber apartarme de su vista. Mis lágrimas y la sangre que fluía de mi nariz se mezclaban, bajaban a lo largo de mis brazos y me cubrían totalmente sin que me hubiese dado cuenta. A juzgar por unas palabras que dijo, deduje que su vestido y su ropa habían quedado manchados y que aquello le disgustaba. Llegamos a casa, donde me condujeron enseguida a una pequeña habitación que habían preparado para mí. Me abracé una vez más a sus rodillas en la escalera; la retuve por sus vestidos; pero todo lo que obtuve fue que se volviera hacia mí y me contemplara con un movimiento de indignación de la cabeza, la boca y los ojos, que usted puede imaginar mejor que yo describir.
Entré en mi nueva cárcel, en la que pasé seis meses solicitando cada día inútilmente la gracia de hablar con ella, de ver a mi padre o de escribirles. Me llevaban la comida, me servían; una criada me acompañaba a misa los días de fiesta y volvía a encerrarme. Yo leía, trabajaba, lloraba, cantaba algunas veces y así pasaban mis días. Me sostenía un sentimiento secreto, el de que estaba libre y que mi suerte, por dura que fuese, podía cambiar. Pero estaba decidido que sería religiosa y lo fui.
Tanta inhumanidad, tanta obstinación por parte de mis padres, han acabado de confirmarme lo que ya sospechaba sobre mi nacimiento; nunca he podido encontrar otros medios de excusarles. Mi madre temía que yo figurara en la repartición de los bienes; que exigiera mi legítima y asociara así un hijo natural a los hijos legítimos. Pero lo que era una conjetura, se convirtió en realidad.
Mientras estaba encerrada en casa, hacía pocos ejercicios externos de religión, pero me enviaban a confesar la víspera de las grandes fiestas. Ya os he dicho que tenía el mismo director que mi madre; le hablé, le expuse la dureza de la conducta que habían tenido hacia mí desde hacía unos tres años. Él lo sabía. Me quejé sobre todo de mi madre con amargura y resentimiento. Este cura había abrazado tarde el estado religioso; tenía humanidad; me escuchó tranquilamente y me dijo: “Hija mía, compadécete de tu madre, compadécela mucho más que la recriminas, tiene el alma buena; puedes estar segura que a pesar suyo ella actúa así”.
— ¡A pesar suyo, señor! Y qué puede obligarla, ¿no fue ella quien me puso en el mundo? ¿Qué diferencia hay entre mis hermanas y yo?
— Mucha.
— ¡Mucha! No comprendo vuestra respuesta…
Iba a entrar en una comparación entre mis hermanas y yo cuando me detuvo y dijo:
“Ve, ve, la falta de humanidad no es el vicio de tus padres; intenta aceptar tu suerte con paciencia y convertirla al menos en mérito delante de Dios. Yo veré a tu madre y está te segura que emplearé en tu servicio todo el ascendiente que yo pueda tener sobre su espíritu…”.
Ese mucha con que me respondió, fue para mí un rayo de luz; no dudé más sobre la verdad de lo que había pensado respecto a mi nacimiento.
El sábado siguiente, hacia las cinco y media de la tarde, la criada que cuidaba de mí subió y me dijo: “Su señora madre ordena que se vista…”. Una hora más tarde: “La señora quiere que descienda usted conmigo”. Encontré en la puerta un carruaje, al que subimos la criada y yo; supe que íbamos a los Bernardos, a ver al padre Serafín. Nos aguardaba; estaba solo. La criada se alejó; yo entré en el locutorio. Me senté inquieta y curiosa por saber lo que iba a decirme. Me habló así:
“Señorita, va usted a descubrir el enigma de la severa conducta de sus padres; he obtenido para ello el permiso de su señora madre. Usted es discreta; tiene valor, firmeza; está en una edad en que se le podría confiar un secreto que incluso en nada le atañera. Hace mucho tiempo que exhorté a su señora madre a que le revelara lo que ahora va a saber; ella nunca pudo decidirse a hacerlo: es duro para una madre confesar una falta grave a su hija. Usted conoce su carácter no muy en consonancia con cierto tipo de humillaciones. Ella creyó poder reducirla a usted a sus designios sin necesidad de este recurso; se equivocó, lo siente; volvió a pedirme consejo… Me ha encargado que le diga a usted que no es hija del señor Simonin”.
Le respondí en seguida que ya me lo parecía.
“Ahora, señorita, vea, considere, sopese, juzgue si su señora madre puede sin el consentimiento e incluso con el consentimiento de su señor padre unirla a hijos de los que usted no es hermana; si puede manifestar a su señor padre un hecho del que tiene ya sospechas”.
— Pero, señor, ¿quién es mi padre?
— Señorita, esto no me ha sido confiado. Es demasiado cierto que sus hermanas han sido prodigiosamente preferidas, y que han sido tomadas todas las precauciones imaginables, por los contratos matrimoniales, la desnaturalización de bienes, por estipulaciones, fideicomisos y otros medios, para reducir a la nada su legítima en el caso de que usted pudiera algún día invocar las leyes para reclamarla. Si pierde usted a sus padres, encontrará poca cosa; usted rehúsa un convento y tal vez sentirá no estar en él.
— Esto no puede ser, señor; yo no pido nada.
— Usted no sabe lo que es la pena, el trabajo, la indigencia.
— Conozco al menos el precio de la libertad y el peso de un estado al que uno no ha sido llamado.
— Le he dicho lo que debía decirle; es usted, señorita, la que debe reflexionar…
En seguida se levantó.
— Señor, una pregunta aún.
— Todas las que usted quiera.
— ¿Saben mis hermanas lo que acaba de decirme?
— No, señorita.
— ¿Cómo, pues, han podido resolverse a despojar a su hermana, si ellas me consideran así?