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La seducción del jefe El magnate Jefferson Lyon nunca aceptaba un no por respuesta. Por eso, cuando su fiel secretaria se hartó de sus exigencias y dimitió, Jefferson la siguió hasta el paraíso tropical donde se había ido de vacaciones. Pero para él aquel viaje no era de relax, porque estaba dispuesto a convencerla de que volviera al trabajo… a través de la seducción. Casada por dinero Pocas cosas podían sorprender a Janine Shaker, pero el millonario Max Striver consiguió hacerlo al proponerle que fingiera ser su mujer. Además de desear a Janine, Max necesitaba una esposa y sabía que ella no estaba en condiciones de rechazar su oferta… ni su cama. La cautiva del millonario El multimillonario Gabriel Vaughn se había olvidado del pasado… hasta que Debbie Harris apareció en su lujoso complejo turístico. Lo había abandonado en otro tiempo, pero Gabriel no permitiría que en esa ocasión se marchara de su isla sin llevar a cabo su especial venganza: seducirla.
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Seitenzahl: 467
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 51 - octubre 2020
© 2007 Maureen Child
La seducción del jefe
Título original: Scorned by the Boss
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2007 Maureen Child
Casada por dinero
Título original: Seduced by the Rich Man
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
© 2007 Maureen Child
La cautiva del millonario
Título original: Captured by the Billionaire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1348-906-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
La seducción del jefe
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Casada por dinero
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
La cautiva del millonario
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Caitlyn Monroe llamó una sola vez antes de entrar en el despacho de su jefe. Como cualquier buena secretaria, estaba preparada para lo que le estuviera esperando. ¿Una bestia furiosa y encadenada esperando algo a lo que hincarle el diente? Probablemente. ¿Un gatito? Seguramente no. En los tres años que llevaba trabajando para Jefferson Lyon, había aprendido que su jefe se parecía mucho más a la primera de las comparaciones que a la segunda.
Jefferson estaba acostumbrado a salirse con la suya. De hecho, no aceptaba que no fuera así, lo que le había convertido en un hombre de negocios de gran éxito y un jefe que, en ocasiones, resultaba bastante difícil.
Sin embargo, Caitlyn estaba acostumbrada. Llevar a cabo las innumerables órdenes diarias de Jefferson era normal y, después de lo que había ocurrido durante el fin de semana, estaba más que dispuesta a enfrentarse al día a día. A la rutina. A la normalidad. Le gustaba el hecho de que conociera tan bien a Jefferson. Sabía lo que esperar y no se vería cegada por algo inesperado que se le sobreviniera encima sin avisar.
«No, gracias», pensó. Había acabado más que harta de lo ocurrido el sábado por la noche.
Cuando entró en el despacho, su jefe levantó la mirada sólo durante un instante. Caitlyn se permitió durante un instante admirar lo que tenía delante. La mandíbula de Jefferson era fuerte y cuadrada. Sus ojos azules eran penetrantes, como si estuvieran preparados para localizar cualquier intento de engaño. El cabello leonado, cortado y peinado muy a la mona. Jefferson Lyon hacía honor tanto en físico como en actitud al animal del que tomaba su apellido. Se podía decir que era un pirata moderno con menos conciencia en lo que se refería a sus negocios que el mismísimo Barba Azul.
La mayoría de las personas que trabajaban para él lo huían todo lo que les era posible. Sólo con escuchar el sonido de sus pasos por un corredor muchos empleados salían huyendo. Tenía reputación de ser un hombre muy duro y no siempre demasiado justo. No soportaba a los necios, sino que esperaba, y exigía perfección.
Hasta el momento, Caitlyn había sido capaz de proporcionársela. Dirigía el despacho y la mayor parte de la vida de su jefe con maestría y profesionalidad. Como ayudante personal de Jefferson Lyon, se esperaba de ella que se mantuviera firme ante la abrumadora personalidad de su jefe. Antes de que ella entrara a trabajar allí, Lyon había tenido una nueva secretaria cada dos meses. Caitlyn, que era la más joven de cinco hermanos, estaba más que acostumbrada a levantar la voz y a hacerse escuchar.
–¿Qué? –le espetó él, mientras miraba los muchos archivos que tenía esparcidos por encima de la mesa.
«Lo normal», pensó Caitlyn, mientras recorría el enorme despacho con la mirada. Las paredes estaban pintadas de azul y de ellas colgaban varios cuadros de los barcos de Lyon en alta mar. Había también dos cómodos sofás delante de una chimenea y una mesa de reuniones al otro lado de la sala. Detrás del escritorio de Jefferson unos enormes ventanales proporcionaban una hermosa vista del puerto.
–Buenos días a ti también –replicó ella, sin amilanarse por el saludo.
Había tenido mucho tiempo para acostumbrarse. Cuando empezó a trabajar para él, ella había tenido la alocada idea de que sería casi como su compañera de trabajo. Que tendrían una relación laboral que sería mucho más que la de acatar órdenes constantemente. No había tardado mucho en darse cuenta de que no sería así.
Jefferson no tenía compañeros, sino empleados. Miles de ellos. Caitlyn era simplemente una más. Sin embargo, era un buen puesto de trabajo y lo realizaba con eficacia. Además, sabía que Jefferson estaría perdido sin ella, aunque no fuera consciente de ello.
Cruzó la sala y se le acercó al escritorio para dejar un papel encima de la montaña de carpetas archivadoras. Entonce, esperó a que él lo tomara y lo leyera.
–Tu abogado ha enviado las cifras de la Naviera Morgan. Dice que parece un buen trato.
Jefferson la miró y le dijo:
–Soy yo quien decide si es un buen trato.
–Bien.
Caitlyn tuvo que morderse el labio para no decirle que, si no quería la opinión de sus abogados, para qué se la pedía. No servía de nada y, francamente, ni siquiera quería escucharla. Jefferson Lyon dictaba sus propias reglas. Escuchaba ciertas opiniones, pero si no estaba de acuerdo con ellas, las desdeñaba y hacía lo que él considerara que era más acertado.
Golpeó la puntera del zapato negro contra la moqueta azul. Mientras esperaba, miró por encima de Jefferson hacia el mar, que se extendía hacia lo que parecía ser una eternidad. Observó los cruceros de pasajeros junto a los barcos de carga en el puerto. Varios de aquellos barcos mercantes mostraban con orgullo el estilizado y brillante león rojo que era el logotipo de la Naviera Lyon. Los remolcadores dirigían barcos tres veces más grandes hacia el mar. El tráfico era incesante sobre el puente de Vincent Thomas y la luz del sol relucía sobre la superficie del mar dándole el aspecto de brillantes diamantes.
La Naviera Lyon operaba en San Pedro, California, justo encima de uno de los puertos con más tráfico de todos los Estados Unidos. Desde aquel despacho, Jefferson podía darse la vuelta y observar cómo sus barcos entraban y salían del puerto. Podía ver el día a día en los muelles, pero él no era el tipo de hombre que se pasara el día dándose la vuelta para admirar el paisaje. Más bien, se pasaba el día de espaldas a la ventana, con la mirada fija en innumerables papeles.
–¿Algo más? –le preguntó, al notar que Caitlyn no se había marchado.
Ella lo miró y sintió el mismo sobresalto de siempre cuando aquellos ojos azules establecieron contacto con los de ella. Inmediatamente, pensó en la conversación que había tenido con Peter, su ya ex novio, el sábado por la noche.
–Tú no quieres casarte conmigo, Caitlyn –le había dicho, sacudiendo la cabeza mientras se sacaba la cartera.
Caitlyn lo había mirado con incredulidad.
–Pues llevo puesto tu anillo –le había respondido ella, mostrándole la mano izquierda, por si se había olvidado del solitario que le había regalado como compromiso seis meses antes–. ¿Con quién crees tú que me interesa casarme?
–¿Acaso no resulta evidente? Cada vez que estamos juntos, lo único que haces es hablar de Jefferson Lyon. Lo que ha hecho, lo que ha dicho, lo que está planeando…
–Tú también hablas de tu jefe, Peter. Se llama conversación.
–No. No se trata sólo de conversación. Es él, Lyon.
–¿Qué es lo que le pasa?
–Estás enamorada de él.
–¿Cómo dices? Estás loco.
–No lo creo. Por eso, no me voy a casar con una mujer que, en realidad, desea a otro hombre.
–Bien.
Caitlyn se sacó el anillo de compromiso del dedo y lo colocó encima de la mesa.
–Aquí tienes. No quieres casarte conmigo. Toma tu anillo, pero no trates de echarme a mí la culpa, Peter.
–No lo entiendes, ¿verdad? Ni siquiera eres capaz de ver lo que sientes por ese tipo.
–Es mi jefe. Nada más
–¿Sí? Sigue pensando eso –le espetó Peter–, pero, para que lo sepas, ese Lyon jamás te va a ver como otra cosa que no sea su ayudante. Te mira y ve otro mueble de la oficina. Nada más.
Caitlyn ni siquiera supo lo que contestar a eso. Se había quedado asombrada por aquella conversación. Lo único que le había dicho era contarle los planes de Jeff de comprar un crucero y de cómo había decidido no ir al viaje a Portugal para ver cómo estaba para su boda. Entonces, la actitud de Peter había cambiado por completo y había decidido cancelar inesperadamente una boda que ella llevaba seis meses preparando. Ya habían enviado las invitaciones y estaban empezando a recibir regalos. Habían pagado una fianza para reservar un restaurante en un acantilado en Laguna. Desgraciadamente, parecía que iba a tener que cancelarlo todo.
¿Por qué demonios había creído Peter que ella estaba enamorada de su jefe? Por el amor de Dios… Jefferson Lyon era un hombre arrogante, orgulloso y más que irritante. ¿Acaso se suponía que ella tenía que odiar su trabajo? ¿Habría hecho ese detalle la vida más fácil para Peter?
–Siento que haya salido así –le había dicho Peter, antes de marcharse–. Creo que nos habría ido bien juntos.
–Te equivocas sobre mí…
–Te aseguro que nada me gustaría más que eso fuera cierto.
Con eso, se había marchado, dejando a Caitlyn con un enorme vacío en su interior.
–¡Caitlyn!
La voz de Jefferson la devolvió al presente inmediatamente.
–Lo siento.
–No es propio de ti perder la concentración.
–Yo sólo…
¿Qué? ¿De verdad iba a ser capaz de decirle que su novio había roto con ella porque creía que ella estaba enamorada de su jefe?
–¿Sólo qué? –le preguntó él, lanzándole una mirada algo interesada.
–Nada
Caitlyn no estaba dispuesta a decírselo. Por supuesto, tendría que hacerlo tarde o temprano, dado que había pedido cuatro semanas de vacaciones para la luna de miel. Desgraciadamente, ya no las iba a necesitar.
–Quería recordarte que tienes una reunión a las dos en punto con el director de Simpson Furniture y una cena con Claudia.
Jefferson se recostó en su enorme butaca azul marino y dijo:
–Hoy no tengo tiempo para Claudia. Cancélala, ¿de acuerdo? Y… Envíale lo que sea.
Caitlyn suspiró. Ya se imaginaba la conversación que iba a tener con Claudia Stevens, la última de una larga fila de hermosas modelos y actrices. Claudia no estaba acostumbrada a que los hombres no cayeran rendidos a sus pies para adorarla. Quería la atención plena de Jefferson Lyon y nunca iba a conseguirla.
Caitlyn se había imaginado que ocurriría algo así. Jefferson siempre cancelaba sus citas. O, más bien, hacía que Caitlyn las cancelara en su nombre. Para Jefferson, el trabajo era siempre lo primero y si vida personal quedaba en un segundo plano. En tres años, no lo había visto nunca salir con una mujer durante más de seis semanas… y las que le duraban tanto tiempo eran un caso excepcional.
Peter estaba tan equivocado con ella… Jamás podría enamorarse de un hombre como Jefferson Lyon. Simplemente no había futuro.
–A ella no le va a gustar.
Jefferson le lanzó una rápida sonrisa.
–Por eso el regalo. Algo de joyas.
–Está bien. ¿Oro o plata?
Jefferson se incorporó, agarró su pluma y tomó otro montón de papeles que llamaban su atención.
–Plata.
–¿En qué estaba yo pensando? –musitó. Por supuesto, la dama en cuestión no se merecía algo de oro hasta que su relación no hubiera durado al menos tres semanas–. Me ocuparé.
–Tengo plena confianza en ti –dijo mientras ella se daba la vuelta para marcharse–. Otra cosa, Caitlyn…
Ella se detuvo en seco y se volvió para mirarlo. Entonces se dio cuenta de que los rayos del sol se filtraban a través de los cristales tintados del ventanal y le brillaban en el cabello. Frunció el ceño ante aquel extraño pensamiento.
–¿Sí?
–No quiero que nadie me interrumpa hoy. A excepción de la reunión de las dos. No quiero que se me moleste.
–Bien.
Con esto, se dirigió hacia la puerta y salió del despacho. Cuando la hubo cerrado, se apoyó contra ella.
Lo había conseguido. Había conseguido superar la reunión con su jefe sin ceder a la extraña sensación que tenía en el estómago. Sin que le temblaran los ojos ni la voz. Había conseguido mantenerse firme y hablar con Jefferson sin dejar que se notara lo que le estaba pasando.
Después de todo, el hecho de que su novio la hubiera dejado no significaba que la vida tal y como ella la conocía hubiera dejado de existir.
* * *
Jefferson estuvo trabajando todo el día. Por fin, consultó el reloj aproximadamente a las seis. A sus espaldas, el sol estaba tiñendo el cielo de rojo mientras iba desapareciendo en el mar, pero no se detuvo para admirarlo. Había muchas cosas de las que aún tenía que ocuparse, siendo la más importante la nueva oferta por el crucero de pasajeros que iba a comprar. La carta que la acompañaba le hizo apretar inmediatamente el botón del intercomunicador.
–Caitlyn, tengo que verte.
Ella abrió la puerta un minuto más tarde, con el bolso al hombro, como si Jefferson la hubiera llamado justo cuando se marchaba.
–¿De qué se trata?
–De esto –dijo, poniéndose de pie y atravesando el despacho. Le mostró la carta–. Lee el segundo párrafo.
Jefferson observó cómo ella se metía un mechón de cabello rubio detrás de la oreja mientras leía la carta. También observó cómo la expresión de su rostro cambiaba ligeramente cuando leyó el error que él había descubierto hacía tan sólo unos instantes. Aquello no era propio de Caitlyn. Era la mejor secretaria que había tenido nunca. Caitlyn simplemente no cometía errores. Ésa era una de las razones por las que se llevaban tan bien. Los asuntos iban bien. Sin sorpresas. Tal y como a él le gustaba. El hecho de que Caitlyn comenzara a cometer errores lo turbaba profundamente.
–Lo arreglaré inmediatamente –dijo ella, levantando la mirada por fin.
–Bien. Sin embargo, lo que más me preocupa es que el error se haya producido. Ofrecer quinientos millones de dólares por un crucero por el que yo ya había accedido a pagar cincuenta no me parece muy aceptable.
Ella exhaló un suspiro que le revolvió el cabello sobre sus grandes ojos castaños.
–Lo sé, pero te aseguro que nadie más que tú ha visto esto, Jefferson. No es que la oferta se haya mandado ya.
–Podría haber sido así.
–Pero no lo ha sido.
Jefferson se cruzó de brazos y la miró. A pesar de que Caitlyn llevaba unos tacones muy altos, ella resultaba casi quince centímetros más baja que él, que sobrepasaba el metro ochenta de estatura.
–Esto no es propio de ti.
Caitlyn volvió a suspirar y admitió:
–Yo no he redactado esta carta. Ha sido Georgia.
La impaciencia se despertó dentro de él. Era la clase de hombre que esperaba de sus empleados la misma clase de perfección que de sí mismo. Como secretaria suya, Caitlyn era responsable de todos los documentos que salían de su despacho. El hecho de que estuviera delegando trabajo en otras secretarias le molestaba profundamente.
–¿Y por qué lo ha redactado Georgia? No me parece que esa mujer sea muy competente.
Más madura, Georgia Moráis llevaba en la empresa veinte años. Era prácticamente una institución en Naviera Lyon. Sin embargo, eso no significaba que Jefferson estuviera ciego a la ineptitud de aquella mujer. Le gustaba la lealtad, pero tenía sus límites.
Inmediatamente, Caitlyn se puso a la defensiva.
–Georgia es una mujer muy competete. Trabaja muy duro. Ha sido un simple error.
–Que vale cuatrocientos cincuenta millones de dólares.
–Ella estaba tratando de ayudarme.
–¿Y por qué de repente necesitas ayuda en un trabajo que llevas realizando perfectamente sola durante dos años?
–Tres.
–¿Qué?
–Tres años. Llevo tres años trabajando para ti.
Jefferson no se había dado cuenta. No obstante, resultaba casi como si Caitlyn llevara allí toda la vida. Como si fuera parte integral de la empresa.
–Razón de más para que no requieras ayuda –dijo Jefferson, algo asombrado al ver la mirada de ira que se estaba empezando a formar en los ojos de Caitlyn. ¿Por qué estaba tan disgustada?
Como si ella le hubiera leído el pensamiento, Caitlyn se tomó un instante y trató de tranquilizarse. Tras respirar profundamente, volvió a tomar la palabra.
–El día me estaba resultando algo duro –dijo, al fin–. Georgia sólo estaba siendo amable conmigo.
–Sólo con ser amable no se hace el trabajo –replicó Jefferson. No le interesaba saber por qué el día le estaba resultando a Caitlyn algo duro. No se implicaba en la vida personal de sus empleados.
–No me sorprende que digas eso…
–¿Cómo?
–Nada.
–Y si estás pensando en que Georgia te sustituya mientras te vas de luna de miel, piénsatelo otra vez. Haz que una empresa de trabajo temporal envíe a alguien que pueda realizar su trabajo sin cometer errores tan costosos.
–Eso no será necesario –repuso ella, dándose la vuelta.
–Claro que lo es –dijo él, siguiéndola–. Estarás ausente cuatro semanas. No pienso aceptar que Georgia se ocupe de los asuntos de este despacho.
–A lo que me refería era a que no será necesario llamar a una agencia de trabajo temporal –aclaró ella mientras arrancaba el ordenador–. No me voy a marchar.
Jefferson frunció el ceño y se acercó a la mesa de Caitlyn. Observó cómo ella preparaba la impresora para volver a escribir la carta. Entonces, fue cuando él se dio cuenta de que el anillo de compromiso que había llevado puesto durante los últimos seis meses había desaparecido de su mano izquierda. Aquélla debía de ser la razón del mal día.
Maldita sea.
Se frotó la nuca con una mano. No quería saber nada de su vida personal. Prefería ceñirse a su relación laboral. Si ella no le hubiera pedido cuatro semanas para su luna de miel, él jamás se habría enterado de que Caitlyn se iba a casar. En aquellos momentos, parecía no sólo que no se iba a casar sino que, dado que Caitlyn había sacado el tema, iba a tener que preguntarle.
–¿Qué ha pasado con la luna de miel?
–No se puede una ir de luna de miel sin boda –replicó ella, sin mirarlo.
¿Qué se suponía que decía uno en aquellas circunstancias? ¿Lo siento? ¿Enhorabuena? Ésta última palabra encajaba más con su modo de pensar. No entendía por qué la gente se casaba para unirse de por vida a un ser humano. Sin embargo, consideró que era mejor no contarle a Caitlyn su punto de vista.
–Eso quiere decir que se ha cancelado.
–Yo diría que sí –comentó ella, sin dejar de trabajar.
Aparentemente, Jefferson se había equivocado. A ella le interesaba tanto hablar de su ex como a él escucharla. Saber eso lo tranquilizaba. A pesar de todo, no podía dejar de sorprenderse por el hecho de que Caitlyn no quisiera hablar del tema.
En su experiencia, no había nada que gustara más a las mujeres que aburrir a los hombres hasta dejarlos en estado de coma charlando de sus sentimientos, de sus necesidades, de sus deseos y de sus quejas. Evidentemente, Caitlyn era la excepción a esa regla.
Con una ceja levantada, observó cómo las pequeñas y eficientes manos de su secretaria se movían sobre el teclado del ordenador como las de una concertista de piano. Terminó de redactar el documento en cuestión de instantes y apretó el botón de impresión. Cuando la hoja de papel salió de la impresora, la tomó con energía y se la entregó a Jefferson.
–Aquí tienes. Crisis solucionada.
Jefferson la estudió brevemente, asintió al ver que el cambio se había realizado satisfactoriamente y miró de nuevo a Caitlyn. Fuera cual fuera la razón por la que había cancelado la boda, parecía llevarlo bien, algo por lo que él, personalmente, le estaba muy agradecido. No le habría gustado que estuviera todo el día lloriqueando en el despacho. Quería que su mundo siguiera tan imperturbable como siempre.
–Gracias.
Ella asintió, apagó el ordenador y volvió a tomar su bolso.
–Si eso es todo, me marcho.
Jefferson asintió. Se estaba dirigiendo a su despacho cuando se le ocurrió algo que le hizo detenerse en el umbral de la puerta.
–Dado que no te vas a casar –le dijo, dándose la vuelta–, supongo que estarás disponible para el viaje a Portugal.
–¿Cómo?
Jefferson siguió andando y entró en su despacho, dando por sentado, sin equivocarse, que ella lo iba a seguir.
–Nos marchamos dentro de tres semanas. Quiero ir a comprobar ese crucero personalmente y te necesito a mi lado. Dado que tus planes han cambiado, no veo razón alguna para que no me acompañes.
Con eso, tomó asiento y adjuntó la nueva carta a la oferta antes de meterla en el sobre. Entonces, vio que ella se le acercaba con fuego en los ojos y un duro rictus en la boca.
–¿Y eso es todo? ¿No tienes nada más que decir? –le preguntó ella.
–¿Sobre qué?
–Sobre el hecho de que yo no me vaya a casar.
–¿Y qué más debería decir?
–Oh… Nada –dijo ella, aunque el tono de su voz indicaba claramente que había esperado algo más.
–Si estás esperando que te diga que lo siento, está bien. Lo siento mucho.
–Vaya –exclamó ella, llena de fingida emoción–. Esas palabras han sido tan sentidas, Jefferson… Espera un momento a que me recupere.
–¿Cómo dices? –preguntó Jefferson, poniéndose de pie. La actitud de Caitlyn le había sorprendido profundamente. Jamás la había visto así en los años que llevaba trabajando para él.
–No lo sientes en absoluto. Simplemente te alegras de que vuelva a estar a tu disposición.
–Siempre estás a mi disposición –señaló él, sin comprender por qué se sentía tan enfadado.
–Por el amor de Dios, es cierto, ¿verdad? –le preguntó Caitlyn, observándolo como si nunca lo hubiera visto antes.
–¿Y por qué no iba a ser así?
–Tienes razón. Es mi trabajo y se me da bien. Probablemente demasiado bien y por eso estoy así en estos momentos. Sin embargo, Peter estaba equivocado…
–¿Peter? ¿Quién es Peter?
–Mi prometido… Dios mío, estuve seis meses prometida con él y ni siquiera sabías su nombre…
–¿Y por qué iba yo a saber su nombre?
–Porque, entre los seres humanos, se considera normal estar interesado en los compañeros de trabajo.
–Tú no eres una compañera de trabajo –señaló Jefferson–. Eres mi empleada.
–¿Nada más? –le preguntó ella, atónita.
–¿Y qué más puede haber?
–¿Sabes una cosa? Estoy segura de que esa última pregunta la has hecho en serio. No tienes ni idea.
–¿Ni idea sobre qué?
–Si no lo sabes, no soy yo quien tiene que explicártelo.
–Ah… ése es el último recurso de la mujer acorralada –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Esperaba otra cosa de ti, Caitlyn.
–Y yo esperaba… En realidad, no sé por qué esperaba otra cosa diferente. ¿Y sabes qué? Que no importa.
–Excelente –replicó él, dando por terminada la conversación–. Nos olvidaremos de que esta conversación ha tenido lugar.
–¿De verdad, Jefferson? Pues te aseguro que yo no voy a olvidarla.
Caitlyn se marchó un instante después, dejando a Jefferson con la irritación vibrando en su interior. No estaba acostumbrado a que nadie le dejara con la palabra en la boca. Y no le gustaba.
–Los hombres son repugnantes –dijo Debbie Harris, completamente asqueada, levantando su copa.
–¡Eso, eso! –afirmó Janine Shaker, preparándose también para el brindis.
–Ni que lo digáis –afirmó Caitlyn, tomando su copa para golpearla contra la de sus amigas.
Después del fin de semana que había tenido, por no mencionar la última conversación con Jefferson, resultaba muy agradable estar con sus amigas. Mujeres que la comprendían. Mujeres con las que podía contar a cualquier precio.
–¿Te encuentras bien, cielo? –preguntó Debbie, que era la que tenía el mayor corazón–. ¿De verdad?
–Sí, estoy bien –dijo Caitlyn, sorprendida por la veracidad de sus palabras. ¿No debería estar más disgustada por el hecho de que no fuera a casarse con Peter? ¿No debería estar llorando miserablemente en un rincón?
Efectivamente, había llorado bastante durante el fin de semana, pero, si Peter había sido el amor de su vida, ¿por qué no se sentía más… destrozada? No lo sabía. Este hecho le resultaba aún más duro que la ruptura en sí del compromiso.
–No me puedo creer que Peter piense que estás enamorada de tu jefe –dijo Janine, en tono de sorna.
–Creo que Peter tuvo miedo y que, simplemente, necesitó una razón para evitar la boda. Menudo gallina –comentó Debbie.
–Sí, pero acusarla a ella de estar enamorada de Lyon –replicó Janine, sacudiendo la cabeza–. Eso sí que es pasarse.
En aquel momento, Caitlyn no podía pensar en Jefferson Lyon sin rechinar los dientes. ¿Enamorada de él? Ni hablar. ¿Atraída? Claro. ¿Qué mujer joven y viva no se sentía atraída por él? Sin embargo, se quedaba sólo en eso. En una atracción.
–Ni siquiera me habléis de Jefferson –dijo–. Cuando se enteró de que ya no me iba a casar, se limitó a decirme que me podría ir a Portugal con él. Nada de decirme que lo sentía o preguntarme si me encontraba bien y quería tomarme el día libre. Os aseguro que estuve a punto de dimitir.
–Deberías haberlo hecho –afirmó Debbie–. Los hombres son repugnantes.
–¿Dónde hemos oído eso antes? –preguntó Janine.
–Muy graciosa –repuso Debbie. Entonces, se volvió para concentrarse de nuevo en Caitlyn–. A mí me parece evidente que a Peter le suponía un problema lo del compromiso y utilizó a Lyon como excusa.
–Pues menuda estupidez –afirmó Caitlyn. Se negó a pensar en las sensaciones que experimentaba cuando estaba demasiado cerca de Jefferson. Sólo era deseo. Ni siquiera eso. Reconocimiento ante un hombre guapo. Eso era. Reconocimiento. Atracción. Nada más.
–Sí, pero el resultado es que te ha dejado un mes sólo para que lo canceles todo –comentó Janine, sacudiendo la cabeza–. Al contrario que mi ex John, al que le pareció que tres días era más que suficiente.
Era cierto. El ex novio de Janine le había dejado una nota tres días antes de su boda en la que le decía simplemente que lo sentía. A Caitlyn le pareció que Debbie tenía razón. Los hombres eran repugnantes.
–¿Se lo has dicho ya a tu madre? –le preguntó Debbie, haciendo un gesto de dolor al imaginarse la respuesta.
Efectivamente, las amigas de Caitlyn conocían perfectamente a su madre.
–Sí –dijo Caitlyn, recordando el gesto de frustración, conmoción y desilusión que se dibujó en el rostro de su madre el día anterior, cuando ella fue a casa de sus padres para contárselo todo.
–Imagino que no se lo tomó bien –comentó Janine.
–Podríamos decir que no. No puedo encontrar nada a lo que comparar el golpe que esto supuso para mi madre. Se compró el vestido la semana después de que Peter me pidiera que me casara con él. Le hacía mucha ilusión ser la madre de la novia después de haber sido cuatro veces la madre del novio. Menos mal que Peter y yo decidimos organizarlo todo. Si no, mi madre habría escogido una catedral o algo así para la boda. Yo soy su única hija.
–Va a hacerte pagar por esto.
–Pues debería hacerle pagar a Peter –gruñó Janine.
–No importa –repuso Caitlyn–. Todo ha terminado. Ahora, nuestro pequeño círculo de mujeres abandonadas está completo.
Debbie la miró con tristeza.
–No me puedo creer que Peter haya resultado ser un cerdo. Parecía tan agradable…
Janine terminó su copa y miró con pena el vaso vacío.
–Todos parecían muy agradables… al principio. Mike se portó muy bien contigo hasta que descubriste que ya tenía otras dos esposas.
Efectivamente, seis meses atrás, cuando a Debbie le faltaban sólo un par de semanas para casarse interceptó una llamada a su prometido en casa de éste. Resultó que la mujer que había al otro lado de la línea telefónica era la esposa de Mike. Cuando todo quedó zanjado, apareció una segunda esposa. En aquellos momentos Mike estaba en la cárcel, que era el lugar donde debían terminar todos los bígamos.
–Es cierto –admitió Debbie. Entonces se encogió de hombros y miró a Janine–. A ti te fue peor que a ninguna. Sólo tuviste tres días para cancelarlo todo.
–Sí –admitió ella–. A John siempre le gustó lo dramático.
–En realidad, ha sido un año pésimo –afirmó Debbie, mirando a sus dos amigas–. En lo que se refiere al corazón, claro.
–Es cierto –asintió Janine mientras hacía una señal a la camarera y le indicaba las tres copas vacías–. ¿Qué posibilidades teníamos de que las tres nos comprometiéramos y luego volviéramos a estar sin compromiso en el mismo año?
–Admito que resulta bastante raro –dijo Caitlyn–. Al menos, nos tenemos las unas a las otras.
–Gracias a Dios –comentó Janine.
–Las tres nos comprometimos y a las tres nos dejaron en el mismo año. ¿Qué dice eso de nosotras?
–¿Que somos demasiado buenas para los hombres que haya disponibles en este bar? –sugirió Janine, con una sonrisa.
–Bueno, eso por descontado –afirmó Debbie, con una sonrisa–. Sin embargo, también dice que hoy, lunes por la noche, estamos sentadas a la misma mesa del mismo bar en el que llevamos quedando los últimos cinco años.
–Oye, que a mí me gusta este bar –protestó Debbie, haciendo de nuevo indicaciones a la camarera.
–A todas nos gusta –dijo Caitlyn.
On The Pier, un pequeño bar de Long Beach, había sido su lugar de encuentro desde que todas cumplieron los veintiún años. Todos los lunes por la noche, ocurriera lo que ocurriera, las tres mujeres se reunían allí para tomar una copa y charlar.
A lo largo del año, aquellos lunes por la noche habían servido para que se consolaran las unas a las otras por la ruptura de sus compromisos, por lo que aquella cita se había convertido en algo mucho más importante. Las tres mujeres eran amigas desde el instituto.
Como Caitlyn era la más pequeña de cuatro hermanos, había deseado siempre tener una hermana. En Debbie y Janine había encontrado dos. Las tres estaban muy unidas.
–Es un bar estupendo y, además, aquí conocemos a todo el mundo. Es nuestro lugar de relax y consuelo.
–¡Exactamente! –exclamó Debbie–. A eso me refería yo precisamente. Es nuestro lugar de relax y consuelo. A las tres nos han dejado y seguimos aquí. En el mismo lugar. El mismo día. A la misma hora.
–¿Y? –preguntó Janine, mientras la camarera les llevaba por fin las tres copas que habían pedido.
Cuando la camarera se hubo marchado, Debbie tomó su copa y le dio un trago.
–A eso me refiero yo. ¿Por qué estamos satisfechas con permanecer en este bar? ¿Por qué no queremos romper con todo esto? ¿Tratar de experimentar algo nuevo?
–¿Como qué?
–Como… –dijo Debbie, interrumpiéndose–. Bueno, no se me ocurre nada, pero deberíamos hacer algo.
–Tal vez… –susurró Janine. Entonces, cerró rápidamente la boca y sacudió la cabeza–. No. No importa.
–¿El qué?
–No puedes empezar a decir algo y luego arrepentirte –protestó Caitlyn.
–Bien –dijo Janine, con una sonrisa. Entonces tomó un sorbo de su bebida–. Llevo un par de días pensando en esto. Ninguna de las tres se ha casado. Ninguna de nosotras va a tener la luna de miel que habíamos planeado. Ninguna de las tres se ha gastado el dinero que había estado ahorrando para la boda, luna de miel, etc.
–¿Y? –preguntó Debbie.
–Anoche se me ocurrió de repente que… ¿por qué no nos gastamos juntas ese dinero?
–¿Cómo? –preguntó Caitlyn, muy interesada.
–En unas vacaciones en las que lo fundamos todo –sugirió Janine, con los ojos brillantes por su propia idea–. Sugiero que cada una nos tomemos las cuatro semanas que habríamos utilizado para irnos de luna de miel y que nos vayamos de viaje juntas. Podríamos irnos a algún lugar maravilloso a que nos cuiden, a beber, a jugar y a acostarnos con hombres con tanta frecuencia como sea humanamente posible.
–Veo que lo has estado pensando muy bien, ¿verdad? –comentó Debbie.
–Bueno, sí –admitió Janine–. Desde el sábado por la noche, cuando Caitlyn llamó para contarme lo de Peter. Me sentí tan furiosa por lo ocurrido que fue entonces cuando me di cuenta de que las tres habíamos tenido un año nefasto y me pareció que nos merecíamos divertirnos un poco.
Debbie soltó un suspiro y luego dio un sorbo a su copa.
–A mí me parece muy bien.
Caitlyn sentía que la sangre le hervía en las venas. La emoción y la alegría se habían apoderado de ella.
Había pasado un pésimo fin de semana y el día hasta aquel momento había sido para olvidar. ¿Acaso no se merecía divertirse un poco? Aquello podría ser precisamente lo que necesitaba. Asintió.
–Me parece una idea genial –dijo–. ¿Cuándo nos vamos?
Janine miró a sus dos amigas y se echó a reír.
–Dentro de dos semanas. El tiempo suficiente para que encontremos a alguien que nos sustituya en nuestros trabajos, pero no demasiado para que podamos convencernos de que marcharnos es una locura.
–Tienes razón, Janine. Si no nos vamos ahora, terminaremos convenciéndonos para no ir –advirtió Debbie.
–Es cierto –dijo Caitlyn, sabiendo que era así–. Muy bien. Dentro de dos semanas. Si podemos conseguir hacer la reserva en algún sitio.
–Fantasías –susurró Janine, con los ojos llenos de un brillo muy especial.
–Vaya… –musitó Debbie, dejándose caer sobre el respaldo de su silla.
Tomó su copa y empezó a pensar en las posibilidades que tenían. Fantasías era uno de los centros hoteleros más exclusivos de todo el mundo. Todo lo que Caitlyn había leído sobre aquel lugar sugería noches desenfrenadas y días gloriosos plenos de romance y atenciones.
Justo lo que las tres necesitaban.
–Jamás podremos reservar en un lugar como ése –protestó Debbie.
–Ya he reservado –anunció Janine guiñando un ojo–. Llamé ayer y reservé tres habitaciones. Habían tenido unas cuantas cancelaciones, por lo que hemos tenido suerte. A mí me parece que es el modo en que el destino nos dice que ha llegado nuestra hora. Que tenemos que hacerlo.
–No me puedo creer que ya hayas hecho las reservas.
–Bueno –dijo Janine–. Me imaginé que si no os podía convencer, siempre podía cancelar las reservas.
Caitlyn sintió que una maravillosa excitación se apoderaba de ella. Fantasías. Había leído tanto sobre aquel lugar en periódicos y revistas que no podía negarse a conocerlo personalmente con sus dos mejores amigas.
–Yo me apunto –anunció golpeando el centro de la mesa con una mano.
–Bueno, ya sabéis que yo me apunto, dado que fue idea mía –dijo Janine cubriendo la mano de Caitlyn con la suya propia. Entonces, las dos se volvieron a mirar a Debbie.
–Esto es una locura… sabéis que tengo razón, ¿verdad? Estamos hablando de marcharnos de vacaciones y fundirnos un montón de dinero pasando unas pocas semanas en un lugar de ensueño sólo por un capricho –susurró Debbie, sin dejar de morderse los labios.
–¿Qué es lo que quieres decir? –le preguntó Janine.
–Pues lo que estoy diciendo… Pero bueno, yo también me apunto –dijo Debbie colocando por fin la mano encima de las de sus amigas.
–Esto va a ser genial. Lo necesito tanto –musitó Caitlyn–. Todas necesitamos marcharnos un tiempo.
–Algunas más que otras –murmuró Debbie. Entonces, hizo un gesto indicando la puerta.
–¿Qué está haciendo él aquí? –preguntó Janine.
Con curiosidad, Caitlyn se giró en su asiento y sintió que el alma se le caía a los pies. Jefferson Lyon acababa de entrar en el bar como si fuera dueño del local. Estaba allí, como una estatua, examinando a todo el mundo con sus penetrantes ojos azules hasta que por fin localizó a Caitlyn. Entonces se dirigió hacia ella con decisión.
–Vaya –susurró Debbie–. Jamás me habría imaginado que ese hombre vendría a un lugar como éste.
–Sí –asintió Janine–. Decididamente no es su estilo.
Caitlyn tenía que darles la razón a sus amigas. En medio de una multitud de pantalones vaqueros y camisetas, su traje de Armani resaltaba como si se tratara de una luz de neón. En realidad, Jefferson Lyon destacaba en cualquier sitio. Tenía como una especie de aura. Transmitía poder, sensualidad y…
«No sigas por ese camino», se dijo mientras se ponía de pie para encontrarse con él. Al hacerlo, sintió algo caliente que se le iba extendiendo por las venas. Ni siquiera sabía que conociera la existencia de aquel bar.
Mientras lo observaba fue consciente también de que todas las mujeres de la sala estaban haciendo lo mismo. ¿Cómo iba a sorprenderle que él despertara tanta admiración entre el sexo opuesto? Su modo de andar sugería poder y languidez al mismo tiempo. Se movía de un modo que hacía que ninguna mujer pudiera dejar de preguntarse cómo lo haría en la cama…
Oh, Dios…
–Caitlyn…
–Jefferson, ¿qué estás haciendo aquí?
–Evidentemente, necesitaba verte por algo que no puede esperar.
–¿Y cómo has sabido dónde estaría?
–Es lunes por la noche. Los lunes por la noche siempre estás aquí.
–Eso ya lo sé, pero, ¿cómo lo sabes tú? –preguntó, sorprendida de que no supiera el nombre de su prometido pero sí conociera aquel detalle.
Jefferson se encogió de hombros y miró a sus amigas. Entonces volvió a mirar a Caitlyn a los ojos.
–Debes de haberlo mencionado.
Muy sorprendida, Caitlyn sacudió la cabeza.
–Bueno, ¿qué es lo que querías, Jefferson?
Él miró a las amigas de Caitlyn, observándolas con ávido interés. Agarró a Caitlyn del brazo y tiró de ella hacia la entrada, donde el ruido no resultaba tan ensordecedor.
Caitlyn trató de no pensar en las sensaciones que le estaba produciendo aquel contacto. Evidentemente, había tomado demasiados martinis. Cuando estuvieron en la entrada, se liberó de él y se cruzó los brazos por el pecho.
–Bueno, ¿qué es tan importante que no podía esperar hasta mañana?
Jefferson la miró y se dio cuenta del aspecto tan diferente que tenía Caitlyn cuando no estaba en su despacho. Estaba tan acostumbrado a su aspecto profesional y elegante que verla con el cabello suelto resultaba más turbador de lo que habría esperado en un principio. Llevaba unos vaqueros muy usados que se le ceñían al cuerpo como una segunda piel y una camiseta azul clara que mostraba el comienzo de un bonito escote. En los pies, llevaba unas sandalias que dejaban al descubierto unos dedos largos y elegantes y las uñas pintadas de rojo. Como perfume, llevaba uno ligero y floral que no tenía nada que ver con el que se ponía para trabajar. Ésa era la razón por la que prefería mantener las relaciones laborales estrictamente en el ámbito profesional. No quería saber que Caitlyn se pintaba las uñas de rojo. Ni que olía como un fragante jardín. Tampoco que, bajo los aburridos trajes que llevaba para ir a trabajar, había una seductora figura.
Frunció el ceño y apartó aquellos pensamientos. Después de todo, no había ido allí para mostrarse sociable.
–Mi padre me ha llamado esta noche. Me necesita en Seattle mañana por la tarde. Por lo tanto, necesito que vayas temprano a la oficina para que puedas ocuparte de algunas cosas antes de que yo me marche.
–¿Se encuentra bien tu padre?
–Sí.
El padre de Jefferson se había jubilado de la empresa hacía un par de años. Tres meses atrás, había tenido un fuerte ataque al corazón y aún se estaba recuperando.
–Bien. Me alegro. ¿Y no podrías haberme llamado para darme esta información?
Podría haberlo hecho. Debería haberlo hecho. Sin embargo, había acudido allí con una intención. Para recordarle quién estaba al mando de la relación que había entre ellos. Él era el jefe. Él decía lo que había que hacer. Si Caitlyn creía que podía marcharse de su despacho con aquellos aires… El hecho de presentarse en aquel bar le demostraría a su ayudante personal que él era quien tenía siempre la última palabra.
Por supuesto, no había tenido intención de ir hasta aquel bar de mala muerte. Había pensado en dirigirse directamente a su apartamento en Seal Beach, pero cuanto más pensaba en la actitud de Caitlyn, más lo irritaba. No había dejado de pensar en ella desde que se marchó de su despacho y, sin saber exactamente por qué, se había dirigido al lugar en el que sabía que podría encontrarla.
–Me pillaba de paso –dijo. Caitlyn lo observaba atentamente con sus ojos marrones, sin pestañear–. Bueno, mi vuelo es a las diez, así que te espero en la oficina a las seis de la mañana.
–Bien. Allí estaré –replicó Caitlyn, al tiempo que se daba la vuelta para regresar con sus amigas.
Jefferson le agarró el brazo para detenerla, notando la calidez y suavidad de su piel al hacerlo. No pensaba consentirle que le dejara plantado una segunda vez.
Sin embargo, en cuanto se dio cuenta de lo agradable que le resultaba el tacto de su piel, la soltó. Abrió la puerta y la atravesó, pero se detuvo en el umbral. Entonces, muy pagado de sí mismo por ser él quien tuviera la última palabra, le dijo:
–Bien. Allí te veré.
Caitlyn llegó a su despacho a las seis menos cuarto de la mañana y vio que Jefferson ya estaba al teléfono. No la sorprendió. No resultaba inusual que él llegara a trabajar antes que el resto de sus empleados. Después de todo, como tenía negocios por todo el mundo, la mayor parte de las llamadas que tenía que hacer debían realizarse temprano para acomodarse a las diferencias horarias.
También vio que él había dejado un montón de carpetas encima de su escritorio. Después de preparar café, Caitlyn se puso manos a la obra. Era mejor mantener la mente ocupada. Muy ocupada para no pensar en lo que sus amigas y ella habían decidido hacer. Si empezaba a pensar, podría echarse atrás.
–Y eso no lo pienso hacer –musitó con decisión.
A sus espaldas, el sol estaba saliendo por el horizonte, iluminando el cielo con tonos dorados y malvas. El aroma del café recién hecho inundaba el aire y logró aliviar la extraña sensación que tenía en la boca del estómago. En un rincón, el fax no dejaba de escupir documentos.
Caitlyn se acercó a mirarlos y los examinó cuidadosamente. Tras comprobar que se trataba de las habituales propuestas de navieras más pequeñas que querían convertirse en subcontratas de Naviera Lyon las grapó y las guardó en un archivo. En su trabajo Caitlyn siempre tenía mucho que hacer. Eso era precisamente lo que más le gustaba de su trabajo. Jamás había un momento del día en el que pudiera aburrirse.
El teléfono empezó a sonar. Al tomar el auricular, comprobó que la línea dos aún estaba ocupada, lo que significaba que Jefferson todavía no estaba disponible.
–Naviera Lyon.
–Hola –dijo una voz muy familiar–. Caitlyn, guapa. Hoy has llegado muy pronto a trabajar.
Caitlyn sonrió. Max Striver, el presidente de Naviera Striver, siempre teñía sus conversaciones de una sutil seducción que no molestaba jamás.
–Buenos días, señor Striver. ¿Cómo van las cosas por Londres?
–Max, por favor Caitlyn. Te he dicho mil veces que me llames Max. Londres es un lugar muy solitario. Deberías venir a visitarme.
–Lo tendré en cuenta –respondió Caitlyn, sin dejar de sonreír–. El señor Lyon está hablando por la otra línea, Max. ¿Puedes esperar un momento o quieres que te devuelva él la llamada?
–Si tú estás dispuesta a pasarte ese tiempo charlando conmigo, esperaré.
–¿Y de qué vamos a hablar?
–¿Cuándo vas a dejar de trabajar para ese norteamericano tan hosco para venirte a trabajar para mí?
–En realidad, no creo que quieras que trabaje para ti, Max. Sólo quieres privarle al señor Lyon de mi buen hacer.
–En realidad, un poco de las dos cosas, guapa. Te hace trabajar demasiado mientras que yo, por mi parte, soy un jefe muy comprensivo. Buen horario de trabajo, mejor sueldo y, por supuesto… yo.
La luz de la otra línea se apagó.
–Lo tendré en cuenta, Max. Ahora el jefe ya está disponible. ¿Puedes esperar un momento?
Colocó la llamada en espera mientras llamaba al teléfono de Jefferson.
–Max Striver por la línea uno –dijo cuando Jefferson contestó.
–Maldita sea… ¿Qué es lo que quiere?
–Que yo me vaya a trabajar para él.
–¿Aún está con eso? Cualquiera creería que ya habría comprendido que tú no vas a dejar de trabajar en Naviera Lyon bajo ningún concepto –replicó, con un gruñido, justo antes de desconectar el teléfono y tomar la otra línea.
–¿Qué es lo que ocurre, Max? –preguntó Jefferson mientras se reclinaba en su butaca y la hacía girar para poder mirar por la ventana.
–Jefferson, viejo amigo. ¿Acaso necesito que ocurra algo para llamar?
–Normalmente.
Durante un instante, admiró la vista del puerto. Aquél era su mundo. Había trabajado en el negocio familiar desde abajo. Su padre no creía en el camino fácil y no había estado dispuesto a que su hijo accediera simplemente a los puestos directivos sin conocer cómo funcionaba desde abajo. Por eso, Jefferson estaba a cargo de una de las navieras más importantes del mundo y sabía cómo sacar lo mejor de sus empleados. ¿Acaso no había conseguido mantener la tranquilidad y el autocontrol cuando Caitlyn se desmoronó el día anterior?
Sonrió y escuchó cómo el fax no dejaba de funcionar en el despacho exterior. Sonrió. Caitlyn sabía perfectamente cómo llevar orden al caos diario. Como todos los días, las cosas iban como tenían que ir. Sabía que Max jamás podría conseguir que ella trabajara para Striver. La lealtad de Caitlyn le impediría marcharse a trabajar para un competidor.
–Jefferson, ¿sigues ahí?
Frunció el ceño. Había permitido que sus pensamientos se alejaran por un instante de su trabajo, algo que nunca podía consentir y mucho menos con Max Striver.
–Sigo aquí, Max. Y estoy muy ocupado.
–Estoy seguro de ello. Sólo te entretendré un minuto. Simplemente quería que supieras que me he enterado de que vas a viajar a Portugal. Me han dicho que el astillero de allí está parado por una huelga.
–Se arregló todo la semana pasada. Todo está en orden –respondió Jefferson apretando los dientes.
–Me alegra saberlo.
–Sí. Estoy seguro de ello.
Desde hacía años, Max era la competencia de Jefferson en todo, desde el tenis hasta las mercancías transportadas. Como Lyon estaba a punto de poner en funcionamiento su primer crucero, para lo que faltaban menos de seis semanas, Jefferson estaba sin duda tratando de batir a Max también en aquel campo.
–Te aseguro que me alegro. No podremos competir con tu empresa si tu crucero jamás sale de los astilleros, ¿no te parece? De hecho, creo que vamos a salir un mes antes que vosotros.
–Por lo que he oído, deberías estar más interesado en lo que le ocurre a tu propio barco –replicó Jefferson, con una sonrisa.
–¿Qué es lo que quieres decir?
–Bueno, mis contactos en Francia me han dicho que el nuevo transatlántico de Striver parece estar teniendo ciertos problemas para conservar sus chefs.
–Mentiras.
–No sé… Si supieras cómo tratar a tus empleados, Max, tu chef no estaría camino de Portugal en estos momentos para comprobar cómo son las cocinas del nuevo crucero de Lyon.
–¿Me lo has robado?
–Ni siquiera me resultó difícil. Deberías haberle ofrecido el suelo que se merece.
Max tardó un momento en soltar la carcajada.
–Esta vez has ganado tú, Jeff, pero aún no hemos terminado el juego.
Cuando Jefferson colgó, la sonrisa aún no se le había borrado de los labios. Caitlyn se estaba ocupando diligentemente de sus asuntos y él había conseguido meterle un gol a Max Striver… y ni siquiera eran las ocho de la mañana.
Los dedos de Caitlyn volaban por encima del teclado mientras transcribía al ordenador la penosa caligrafía de Jefferson. A él ni siquiera se le había pasado por la cabeza que Caitlyn pudiera aceptar algún día la oferta de Max.
–No pienso dejar que te marches, Caitlyn –musitó, imitando la voz de Jefferson–. Eres como mi perrita faldera, Caitlyn. Siempre estás a mi lado. Encantada de ayudarme. Agradecida sólo porque te den un golpecito cariñoso en la cabeza.
No era que le molestara que a Jefferson no le preocupara que ella pudiera dejar de ser su secretaria, pero… ¿Acaso no debería estarlo? ¿No debería al menos tener la decencia de decirle que esperaba que no se marchara nunca de su lado? ¿Que era demasiado importante para él? ¿Para la empresa?
Era como si estuviera completamente convencido de que aquello no podría ocurrir nunca.
Se dijo que debería estar encantada de que su jefe estuviera tan seguro de su lealtad, pero no consiguió convencerse. De hecho, se sentía verdaderamente molesta de que a él ni siquiera le inquietara que uno de sus competidores más importantes quisiera que trabajara para él.
–¿Ves? –susurró–. Ésta es la razón por la que necesitas un descanso. Necesitas realizar ese viaje, Caitlyn. Te vendrá bien alejarte de todo durante un tiempo. A Jefferson Lyon le vendrá bien tener que ocuparse de todo esto durante un tiempo. Tal vez entonces sería capaz de mostrar un poco de gratitud. Tal vez entonces se daría cuenta de que existes y…
No. ¿Qué era lo que estaba diciendo? No tenía intención alguna de que Jefferson se fijara en ella como mujer. Sólo como persona.
Sí. Debería marcharse. Pensar en ella por una vez. Ser aventurera. Sin embargo, su conciencia no hacía más que repetirle lo contrario. Debería quedarse. Trabajar. Ser responsable…
La buena de Caitlyn. La que siempre hacía lo que debía hacer, lo que se esperaba de ella…
–Dios, es tan aburrido. Doy pena. Veintiséis años y jamás he hecho nada para mí. ¿No va siendo hora?¿Acaso no te mereces salir y ver un poco de mundo y, sobre todo, dejar que el mundo te vea a ti?
Efectivamente, eran unas vacaciones carísimas, pero ¿no se merecía que la mimaran? ¿No se debía a sí misma tiempo para relajarse y descansar?
–Dios, estoy empezando a sonar como Janine… –murmuró, con una sonrisa.
–¿Quién es Janine?
Caitlyn se sobresaltó al escuchar la voz de Jefferson.
–¿Sabes una cosa? Probablemente sería más fácil matarme si, en vez de tratar de conseguir que me diera un ataque al corazón, te limitaras a golpearme en la cabeza.
–Sabías que estaba aquí.
–Estabas hablando por teléfono.
–Ya no. No tenía intención de asustarte –añadió. No tenía puesta la chaqueta del traje y llevaba la camisa remangada hasta los codos, lo que dejaba al descubierto unos antebrazos fuertes. Además, se había aflojado el nudo de la corbata–. Bueno, ¿quién es Janine? –preguntó apoyado en el umbral de la puerta.
–Una amiga –respondió Caitlyn mientras se preguntaba qué más habría escuchado de su monólogo en voz alta–. Estaba anoche en el bar.
–¿La rubia menudita o la morena del pelo de punta?
–No lo tiene de punta. Tan sólo lo lleva revuelto. Bueno, no has estado mucho tiempo hablando por teléfono con Max –dijo, en un intento por cambiar de tema.
–No. Sólo me llamó para reírse de mí por lo de la huelga en Portugal y para recordarme que su barco estará listo un mes antes que el nuestro.
–Ahhh… –repuso Caitlyn. Los rivales se habían enzarzado de nuevo en sus chiquilladas.
–Sin embargo, al menos yo pude recordarle que le quitamos a su mejor cocinero. A Max aún le escuece que le quitáramos el contrato Franco el año pasado.
–Supongo que eso hará que te sientas mejor.
–Cierto. No obstante, si Striver Cruise Lines abre un mes antes que el nuestro, va a poder hacerse con las mejores rutas.
–Su primer barco es más pequeño.
–¿Estás segura?
–Fue lo primero que hice esta mañana –dijo ella entregándole una hoja de papel que había llegado por fax aquella mañana–. El astillero de Francia en el que Max está construyendo su barco ha sido muy amable. Simplemente les pedí un ejemplo de sus trabajos más recientes y estuvieron encantados de enviarme todos los detalles del crucero que están terminado en estos momentos. El nuestro es por lo menos cien metros más largo. Mejor preparado para las rutas del Atlántico.
Jefferson examinó el papel y sonrió. Caitlyn sintió que aquella sonrisa la iluminaba por dentro como si se tratara de una luz de neón. Dios santo. Decididamente necesitaba aquellas vacaciones.
–¿Querías algo más, Jefferson?
–Sí. En realidad, quería asegurame de que ya tenías organizado el viaje a Portugal.
–Por supuesto –respondió Caitlyn, agradecida de volver a temas laborales. Le entregó una carpeta–. Ahí tienes todos los detalles. El Palacio de Estoril tiene tu suite reservada para cuando llegues, he avisado a tu piloto y he organizado las reuniones en el astillero. Ahí tienes las fechas y las horas. El hotel se encargará de proporcionarte coche y conductor.
Jefferson examinó la documentación y, mientras se daba la vuelta para regresar a su despacho, dijo:
–Resérvate tú también una suite.
–Eso no será necesario.
–Lo sé, pero quiero que te sientas cómoda.
–No –dijo ella. Entonces, respiró profundamente y contuvo la respiración justo lo suficiente para tranquilizarse–. No me refería a eso.
Entonces se levantó y se dirigió a la cafetera para servirse una nueva taza de café.
–¿De qué estás hablando?
–Después de todo, no voy a acompañarte a Portugal, Jefferson. Voy a tomarme mis cuatro semanas de vacaciones.
–Pero si no te vas a casar… ¿Para qué necesitas ese tiempo?
–Porque lo he solicitado y quiero tomármelo.
Jefferson se apartó de la puerta y se acercó a ella. Cuando ella hubo terminado, agarró la cafetera y se sirvió una taza. Antes de hablar, tomó un sorbo.
–En estos momentos no es muy conveniente.
–Claro que lo es. Pedí esas cuatro semanas hace ya casi seis meses. Todo está organizado.
–Las cosas han cambiado.
–¿Qué cosas?
–Ya no te vas a casar. Por lo tanto, puedes acompañarme a Portugal.
–No me necesitas, Jefferson.
–Seré yo quien decida lo que necesito, Caitlyn –replicó él mirándola con fiereza–. Y, como ayudante mía que eres, considero que necesito tu presencia.
–Mala suerte –dijo ella, después de tragar saliva.
–¿Cómo has dicho?
–Ya me has oído. Trabajo para ti, Jefferson, pero no soy tu criada. Solicité esas semanas de vacaciones y me las voy a tomar.
–Hazlo después del viaje a Portugal.
–No. Esta vez no.
No pensaba ceder ante Jefferson. El año anterior, cuando ya estaba en el taxi para marcharse de vacaciones a Florida, Jefferson la llamó para pedirle que lo acompañara a Francia. Y el año anterior había pasado lo mismo con su viaje a Irlanda. Jefferson había sido capaz de enviar su jet privado al aeropuerto de Shannon para ordenarle que le acompañara a una importante conferencia en Brasil.