La señora Dalloway - Virginia Woolf - E-Book

La señora Dalloway E-Book

Virginia Woolf

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Beschreibung

La señora Dalloway relata un día corriente en la vida de Clarissa Dalloway, una dama casada con un diputado conservador y madre de una adolescente. La historia comienza una soleada mañana de junio de 1923, con un paseo de Clarissa por el centro de Londres, gran escenario de la novela, y termina esa misma noche, cuando comienzan a retirarse de casa de los Dalloway los invitados a su fiesta. Aunque en el curso del día sucede un hecho trágico: el suicidio de un joven que vuelve de la guerra, lo notable de la historia no es ese episodio, ni los pequeños sucesos y recuerdos que la componen, sino que toda ella esté narrada desde la conciencia de los personajes y del análisis de todo lo que pasa por sus mentes antes de actuar. Solo tras la publicación de La señora Dalloway, los críticos comenzaron a elogiar la originalidad literaria de Virginia Woolf, su maestría técnica y su afán experimental, que introducía en la prosa novelística un estilo y unas imágenes hasta entonces más propias de la poesía.

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Seitenzahl: 363

Veröffentlichungsjahr: 2015

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Akal / Clásicos de la Literatura / 1

Virginia Woolf

LA SEÑORA DALLOWAY

Traducción: Julio Rodríguez Puértolas

La señora Dalloway narra un acontecimiento aparentemente banal: su protagonista, Clarissa Dalloway, se prepara desde la mañana para recibir a sus amigos esa noche, en su casa londinense. En la fiesta se reencontrarán personas que han dejado de verse durante años, lo que permite que la historia se desarrolle en tres tiempos que se alternan: el pasado que compartieron, el presente que los reúne y enfrenta, y el futuro que les espera. El corto espacio temporal y la aparente simpleza de la trama es todo un desafío para Virginia Woolf, que deja reposar en los discursos interiores de los personajes la grandeza de su creación literaria. A través de este estilo narrativo van apareciendo temas como la vida y la muerte, el amor y el desamor, la mujer y el hombre… que se enfrentan y se unen, de manera natural a veces, desgarrada otras, pero siempre de una forma bella y poética en la obra, haciendo de esta novela una obra magistral y de Virginia Woolf una escritora intemporal que aportó a la literatura y al hombre un nuevo punto de vista que nunca podrá menospreciarse: el de la mujer.

VIRGINIA WOOLF (1882-1941) fue una novelista, ensayista, editora y escritora de cuentos británica, considerada una de las representantes más destacadas del modernismo literario del siglo xx, cuya técnica y estilo poético se consideran importantes contribuciones a la novela moderna. Durante el periodo de entreguerras, Woolf fue una figura significativa en la sociedad literaria de Londres y un miembro del Círculo de Bloomsbury. Sus primeras novelas, Fin de viaje (1915), Noche y día (1919) y El cuarto de Jacob (1922), ponen de manifiesto su determinación por ampliar las perspectivas de la novela más allá del mero acto de la narración. Además de La señora Dalloway (1925), destacan sus novelas Al faro (1927), Orlando: una biografía (1928), Las olas (1931), y su largo ensayo Una habitación propia (1929), gracias al que fue redescubierta durante la década de 1970, al tratarse de uno de los textos más citados del movimiento feminista, que expone las dificultades de las mujeres para consagrarse a la escritura en un mundo dominado por los hombres.

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

Título original

Mrs. Dalloway

© Ediciones Akal, S. A., 2015

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4448-2

Introducción

La escritora que revolucionó la sociedad victoriana

Nacida en 1882, en Londres, con el nombre de soltera de Adeline Virginia Stephen, Virginia Woolf se constituiría en una de las figuras más destacadas de la literatura del siglo xx por su revolucionaria técnica narrativa y su desafío a los convencionalismos morales y éticos de la época victoriana, a la cual superó con su pionero modernismo.

Su padre era un conocido crítico literario, Leslie Stephen, por lo que Virginia se educó en un ambiente culto, en un hogar frecuentado por reputados escritores y artistas de la época que marcaron su forma de entender la literatura. La extensa biblioteca que albergaba su casa nutrió su formación, la cual se alejó de la formalidad que la represiva sociedad victoriana imponía. Efectivamente, en Virginia se forjó un espíritu que chocaba con el sistema patriarcal de la Inglaterra de su época y que la convertiría, aun hoy en día, en una de las más destacadas representantes del feminismo.

Su carácter maníaco depresivo, que tantos estudios literarios y médicos ha generado, se reveló tras las muertes de su madre en 1895, Julia Prinsep Stephen, y apenas dos años después de la de su hermana por parte de madre, Stella, y se agravó con el fallecimiento de su padre a causa de un cáncer en 1904. Asimismo, los abusos sufridos durante años por sus medio hermanos George y Gerald, plasmados en sus obras autobiográficas, acentuaron lo que ha sido diagnosticado como trastorno bipolar. Las crisis nerviosas y los periodos de depresión serían una constante a lo largo de la vida de la escritora y marcarían su literatura, que se convertiría de ese modo en el testimonio más evidente de sus estados de ánimo, sus temores y sufrimientos. Sus obras, a su vez, bebían de sus periodos de locura, que le proporcionaban a sus relatos de ficción, tal como ella misma reconocía, palabras e imágenes que luego plasmaba en el papel.

Su matrimonio en 1912 con Leonard Woolf, un funcionario del Servicio Civil que había servido al gobierno en Ceilán desde 1904 a 1911, le proporcionó un apoyo inestimable, no solo porque Leonard cuidó de ella durante sus crisis, sino porque ambos compartieron las mismas inquietudes culturales. Se conocieron en el Círculo de Bloomsbury, un grupo formado por intelectuales británicos (economistas, filósofos, críticos de arte, artistas, escritores…) del que ambos eran miembros. En sus reuniones, que en sus inicios tenían lugar en el mismo domicilio de Virginia y en el de su hermana Vanessa, el grupo discutía libremente de los temas que más preocupaban a la sociedad de su época. El matrimonio Woolf fundó una imprenta que más tarde se convertiría en una fructífera editorial, Hogarth Press, y bajo su nombre publicaron a prestigiosos autores como Ruth Manning-Sanders, T. S. Eliot, Katherine Mansfield, Sigmund Freud, o Laurens van der Post, así como algunas de sus propias obras.

Desde 1905 Virginia escribió artículos y críticas para The Guardian y The Times, pero no fue hasta 1908 cuando publicó su primera obra, en este caso de teatro, Melymbrosia, y que se convertiría en la base de la que sería su primera novela: Fin de viaje (1915). A esta siguieron Noche y día (1919) y El cuarto de Jacob (1922), si bien su éxito llegaría con La señora Dalloway, que vio la luz en 1925. Tanto esta obra como Al faro (1927) fueron consideradas como revolucionarias para la literatura de la época.

En sus obras se percibe la influencia del Círculo de Blooms­bury, su reacción frente a la moral victoriana, su rechazo a la religión y a la exclusividad sexual, así como su apuesta por el individualismo, por la libertad y por la independencia en la toma de decisiones. Asimismo, su narrativa incorporaba de forma totalmente innovadora el lenguaje poético, los giros temporales, así como la subjetividad y la inmersión en la conciencia de los personajes, cuya visión íntima cobraba una gran relevancia, de ahí que los monólogos interiores sean recurrentes o incluso vehículos de toda la narración, como en el caso de La señora Dalloway.

La mujer adquiere en las obras de Virgina Woolf una dimensión única. Su visión de la sexualidad, totalmente abierta, tomó cuerpo en la vida real, en la relación lésbica que mantuvo durante cuatro años con Vita Sackville-West, y sin duda en sus relatos, en los cuales trata de reivindicar una nueva identidad femenina, libre de los estereotipos establecidos por la sociedad. De ahí también su esfuerzo por reivindicar el papel de la mujer escritora. Su visión sobre la situación de la mujer es ilustrativa en Noche y día, donde se hace patente el conflicto entre la tradición y la modernidad. Y en su novela Orlando: una biografía (1928), basada en sus vivencias con Vita Sackville-West, muestra su defensa por la libertad sexual a través de un relato fantástico, si bien es su ensayo Una habitación propia (1929) donde el feminismo y la reivindicación de los derechos de las mujeres adquieren pleno protagonismo.

Tras estas obras vendrían Las olas (1931), considerada por muchos críticos como la mejor de sus novelas, Los años (1937) y Entreactos (1941). Y, entre medias, obras biográficas como Flush (1933) y Roger Fry: Una biografía (1940), y un ensayo, Tres Guineas (1938). En ellas, la acción y los acontecimientos ya no son el eje vertebrador de las narraciones, sino los pensamientos de los protagonistas, de los que la escritora es mera intermediaria. Su enfermedad tuvo mucho que ver, sin duda, en el desarrollo de ese particular estilo narrativo, en la capacidad de Virginia de interiorizar en la conciencia de los personajes, pero sobre todo en la psicología femenina y de una manera tan particular. Hasta el momento, tan solo James Joyce en su Ulises y Marcel Proust en su En busca del tiempo perdido habían experimentado de tal manera con el monólogo interior.

En 1941, Virginia sufrió una recaída en su enfermedad y no pudo superar la depresión en la que se hallaba sumida. Según sus propias palabras, que dejó escritas en sendas cartas a su esposo y a su hermana Vanessa, no podía acallar las voces que le atormentaban y le impedían concentrarse en la escritura. Convencida de que tenía que terminar de una vez por todas con ese tormento, llenó su abrigo de piedras y se arrojó al río Ouse.

La señora Dalloway

Con esta novela, publicada en 1925, Virginia Woolf mostró que era posible otra forma de narrar, revolucionando la literatura de la época. Se vivían por entonces los felices años veinte, pero en la conciencia de los escritores habían quedado impresos los daños producidos a la sociedad por la reciente Primera Guerra Mundial, y es esta sociedad de la posguerra la que Virginia describe a través del monólogo interior de la señora Dalloway y el resto de personajes que constituye toda la obra.

Clarissa Dalloway prepara una fiesta para esa misma noche y sus pensamientos en torno a ese acontecimiento, los cuales le hacen ir hacia delante y hacia atrás en el tiempo, construyen el relato de un día en su vida. El corto espacio temporal y la aparente simpleza de la trama es todo un desafío para el escritor, que deja reposar en los discursos interiores de los personajes que van apareciendo en escena la grandeza de su creación literaria. La fuerza del relato provendrá de la riqueza interior de cada uno de ellos, principalmente de la de Clarissa, así como del tejido que van conformando sus pensamientos, que se entrecruzan, o no, proverbialmente. En este estilo narrativo, conocido como «stream of consciousness» (‘flujo de conciencia’) los personajes liberan sus emociones en el trascurso de sus quehaceres diarios o de las circunstancias de la vida, mostrando cómo aquellas se van transformando.

La posición de la mujer en la sociedad, los sentimientos amorosos, la sexualidad, el matrimonio, los problemas mentales, la muerte, el suicidio, son los temas que se desgranan a través de los distintos personajes, los cuales van desvelando sus carencias emocionales. Así, Clarissa, pese a pertenecer a la clase alta y en apariencia tenerlo todo a su alcance, muestra su insatisfacción y se lamenta por lo que no ha podido ser, por lo que ha dejado escapar, por los sueños incumplidos. Sufre el peso de la tradición y de las convenciones sociales y las apariencias. Su matrimonio con Richard resulta insatisfactorio, al tiempo que reconoce la belleza de las relaciones con el mismo sexo, como las que mantuvo con su mejor amiga Sally Seton. El romanticismo, el que Clarissa pudo haber experimentado si hubiese elegido a otro de los personajes, Peter Walsh, efectivamente queda subyugado por el contrato del matrimonio y el papel al que este reduce a la mujer, que queda confinada en casa. La nostalgia embarga a la señora Dalloway, cuya mente viaja al pasado en busca de los recuerdos felices, si bien son esos viajes interiores, su introspección, los que le permiten escapar de la identidad que como mujer está obligada a adoptar.

Frente a Clarissa, que parece resignarse a su vida burguesa, Septimus Warren Smith representa la huida, la liberación, si bien por medio de la autodestrucción. Es, pues, la propia Virginia Woolf trastornada la que se desnuda ante el lector para mostrarle qué siente una persona en sus momentos de locura. En el caso de Septimus es la Gran Guerra la que ha provocado su desvarío, pues él es un veterano de regreso a casa. No obstante, la causa pierde su interés cuando el paralelismo con los sentimientos y la propia trayectoria vital de la escritora es tan evidente y la conclusión a la que ella llega cuando decide suicidar a su personaje es tan clara: no hay otra solución para quienes tienen la mente enferma. La muerte es, por lo tanto, un medio de escapar legítimo, tal como reconoce Clarissa, pero no para ella; en último término, el suicidio de Septimus le hará aceptar su vida y la sociedad en la que vive.

Vida y muerte, amor y desamor, mujer y hombre… son pues conceptos que se enfrentan y se unen, de manera natural a veces, desgarrada otras, pero siempre de una forma bella y poética en la obra de Virginia Woolf. La profundidad de las reflexiones de la escritora sobre la existencia humana y la riqueza de las imágenes que va creando para que el lector se vaya haciendo su composición sobre la personalidad y los sentimientos de cada uno de los personajes hacen de La señora Dalloway una obra magistral y de Virginia Woolf una escritora intemporal que aportó a la literatura y al hombre un nuevo punto de vista que nunca podrá menospreciarse: el de la mujer.

Cronología

1882: Nace en Londres, el 25 de enero. Su padre era el novelista, historiador, y ensayista sir Leslie Stephen (1832-1904). Su madre, una belleza famosa, Julia Prinsep Jackson (1846-1895). Sus padres aportaron hijos de sus anteriores matrimonios: Leslie tenía una hija, Laura Makepeace Stephen; Julia te­nía tres hijos: George, Stella y Gerald Duckworth. Leslie y Julia tuvieron cuatro hijos juntos: Vanessa Stephen, Thoby Stephen, Virginia y Adrian Stephen.

1882-1894: Sus recuerdos más vívidos de la infancia proceden de los veranos en St. Ives en Cornualles, donde la familia pasaba sus vacaciones.

1895: El 5 de mayo muere su madre cuando Virginia tenía trece años, y su medio hermana Stella dos años después. Ya empieza a padecer sus primeras depresiones.

1904: Muere su padre. Virginia, junto a sus hermanos, Vanessa y Adrian, venden su casa de Hyde Park Gate y se compran otra en el barrio londinense de Bloomsbury, que se convirtió en centro de reu­nión del Círculo de Bloomsbury.

1905: Comienza a escribir profesionalmente para el Times Literary Supplement y para el periódico The Guardian.

1910: Virginia participa en el episodio conocido como «Dreadnought hoax» (un grupo de intelectuales engaña a la Marina Real inglesa), disfrazada de un miembro de la familia real abisinia.

1912: Con treinta años se casa con el escritor Leonard Woolf, economista y miembro también del Círculo de Bloomsbury.

1915: Publica su primera novela, Fin de viaje.

1917: Funda junto a su marido la célebre editorial Hogarth Press.

1919: Escribe Noche y día.

1922: Publica su novela El cuarto de Jacob.

1925: Escribe La señora Dalloway, en la que pueden advertirse elementos autobiográficos.

1927: Escribe Al faro. Los críticos comienzan a elogiar su originalidad literaria, su maestría técnica y su afán experimental que introducía imágenes propias de la poesía en sus narraciones.

1928: Publica Orlando basada en la vida de su amiga Vita Sackville-West, con la que mantuvo una relación amorosa durante la década de los años veinte.

1929: Entre los numerosos ensayos, destaca por la repercusión que posteriormente tendría para el feminismo, Una habitación propia.

1931: Escribe Las olas, con un poderoso lenguaje narrativo en el que se equilibraban perfectamente el mundo racional y el irracional.

1937: Publica la novela Los años.

1938: En su ensayo Tres guineas realiza una censura al fascismo.

1941: Escribe su última obra Entre actos, el más lírico de sus libros, escrito principalmente en verso.

1941: El 28 de marzo, Woolf se suicida lanzándose al río Ouse. Su cuerpo no fue encontrado hasta el 18 de abril. Su esposo enterró sus restos incinerados bajo un árbol en Rodmell, Sussex. Tenía 59 años.

LA SEÑORA DALLOWAY

La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.

Porque a Lucy le esperaba mucho trabajo. Había que desmontar las puertas; venían los empleados de Rumpelmayer[1]. Y luego, ¡qué mañana!, pensó Clarissa Dalloway, tan fresca como para regalarla a los niños en una playa.

¡Qué placer! ¡Qué zambullida! Porque eso le había parecido siempre cuando, con un ligero chirrido de los goznes, que aún podía oír ahora, abría de golpe las puertas de cristal en Bourton y se zambullía en el aire libre. Qué limpio, qué tranquilo era allí el aire por la mañana temprano, más apacible que este, desde luego, como el aleteo de una ola, como el beso de una ola, frío y penetrante, y sin embargo (para la muchacha de dieciocho años que era ella entonces) también solemne, porque, allí, de pie ante la puerta abierta, sentía que algo horrible estaba a punto de ocurrir, mientras miraba las flores, los árboles con el humo serpenteante que se desprendía de sus ramas y los grajos revoloteando, y ella allí de pie, mirando, hasta que Peter Walsh dijo: «¿Meditando entre las verduras?». ¿Fue eso lo que dijo? «Yo prefiero la gente a las coliflores», ¿fue eso? Debió de decirlo una mañana a la hora del desayuno, cuando ella había salido a la terraza. Uno de estos días Peter volvería de la India, en junio o julio, no recordaba en qué mes porque sus cartas eran terriblemente aburridas; lo que uno recordaba de él eran sus palabras, sus ojos, su navaja, su sonrisa, su malhumor y, cuando millones de cosas habían desaparecido totalmente –¡qué extraño!–, unas cuantas frases como esa acerca de las coles.

Se irguió en el bordillo de la acera, un poco rígida, esperando a que pasara la camioneta de Durtnall. Una mujer encantadora, pensó Scrope Purvis (que la conocía en la medida en que uno puede conocer a sus vecinos en Westminster), con cierto aire de pájaro, de arrendajo verde azulado, ligera, vivaz, a pesar de haber cumplido los cincuenta y de haber encanecido mucho desde su enfermedad. Allí permaneció ella posada, sin verle, esperando a cruzar, muy derecha.

Porque cuando se ha vivido en Westminster –¿cuántos años? más de veinte– uno siente incluso en medio del tráfico, o al despertarse por la noche –de eso Clarissa no tenía la menor duda– una quietud o solemnidad especial, una pausa indescriptible, una expectación (pero eso podría deberse a su corazón, afectado, decían, por la gripe) antes de que el Big Ben diera las campanadas. ¡Ahí estaba! Ya sonaba. Primero un aviso musical; después la hora, irrevocable. Los círculos de plomo se disolvían en el aire. ¡Qué necios somos!, pensó mientras cruzaba Victoria Street. Solo Dios sabe por qué amamos tanto la vida, por qué la experimentamos así, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, destruyéndola, recreándola a cada instante, pero lo cierto era que hasta el ser más miserable, los desgraciados más desesperanzados sentados en los escalones de las puertas (destruidos por el alcohol) hacen lo mismo; nada podía lograr respecto a ellos ninguna decisión del Parlamento, de eso estaba segura, por esa precisa razón: porque amaban la vida. En los ojos de la gente, en su andar elástico, o pesado, o fatigado, en los gritos y en el alboroto, en los carruajes, en los automóviles, en los autobuses, en las camionetas, en los hombres-anuncio que se arrastraban balanceándose, en las bandas de música, en los organillos, en el regocijo y en el tintineo, y en el extraño canto de un aeroplano allá en lo alto, estaba lo que ella amaba: la vida, Londres, ese momento de junio.

Porque era mediados de junio. La guerra había acabado, excepto para algunas personas como la señora Foxcroft, que anoche, en la embajada, se había mostrado desolada porque habían matado a ese muchacho tan agradable y ahora la antigua mansión familiar la heredaría un primo; o como lady Bexborough que había inaugurado un mercadillo benéfico, decían, con un telegrama en la mano: John, su favorito, había muerto. Pero la guerra había terminado; gracias a Dios, había terminado. Era junio. El rey y la reina estaban en palacio[2]. Y en todas partes, aunque aún era pronto, flotaba en el ambiente una agitación, un percutir de caballos al galope, un golpeteo de bates de cricket; ahí estaban Lord’s, Ascot, Ranelagh[3] y todos esos lugares envueltos en la suave red del aire azulado de la mañana que, según fuese trascurriendo el día, desaparecería liberándolos, dejando sobre el césped caballos briosos cuyas patas delanteras, nada más tocar el suelo, volvían a saltar, ahí estaban los jóvenes bulliciosos y muchachas risueñas vestidas con muselinas transparentes que, después de bailar toda la noche, sacaban a pasear sus absurdos perros de lanas, e incluso ahora, a esta hora tan temprana, unas discretas matronas que corrían en sus automóviles a cumplir algún misterioso cometido mientras los comerciantes colocaban nerviosamente en sus escaparates, manoseándolos, sus estrás[4] y sus diamantes, sus encantadores broches antiguos de color verde agua con engastes del siglo xviii, con el fin de tentar a los americanos (pero había que economizar y no comprar nada precipitadamente para Elizabeth). Y ella, que amaba todo aquello con una pasión absurda e incondicional, y que formaba parte de ello porque sus antepasados habían sido cortesanos en tiempos de los distintos reyes llamados Jorge, también ella, esa misma noche, iba a contribuir al brillo y al esplendor; iba a dar una fiesta. Pero qué extraños resultaban, al entrar en el parque, el silencio, la neblina, el zumbido, los patos que nadaban felices muy despacio, los pelícanos que caminaban balanceándose. ¿Y quién era aquel que venía hacia ella mientras su figura se recortaba, tan apropiadamente, contra los edificios del gobierno, llevando un maletín con el sello del escudo real? ¿Quién podía ser sino Hugh Whitbread, su viejo amigo Hugh, el admirable Hugh?

—¡Buenos días, Clarissa! –dijo este, de forma algo exagerada teniendo en cuenta que se conocían desde niños–. ¿Adónde vas?

—Me encanta pasear por Londres –dijo la señora Dalloway–. Realmente es mejor que pasear por el campo.

Los Whitbread acababan de llegar para –lamentablemente– consultar a varios médicos. Había quienes venían a ver pinturas, o para ir a la ópera, o para presentar a sus hijas; ellos venían «para ver médicos». En innumerables ocasiones Clarissa había ido a ver a Evelyn Whitbread a una casa de reposo. ¿Estaba enferma de nuevo? Evelyn se encontraba muy decaída, dijo Hugh, dando a entender con una especie de mohín, o con un esponjamiento de su muy bien cubierto, varonil, extremadamente apuesto y perfectamente ataviado cuerpo (siempre iba casi demasiado elegante, pero al parecer estaba obligado a ello dado el modesto cargo que ocupaba en la corte), que su esposa padecía alguna dolencia interna, nada grave, algo que Clarissa Dalloway, como vieja amiga que era, entendería sin necesidad de tener que especificar más. Claro, por supuesto que lo entendía. ¡Qué contrariedad! Se sintió muy solidaria y, al mismo tiempo, extrañamente consciente de su sombrero. Impropio para esa hora de la mañana, ¿no era eso? Porque Hugh hacía que se sintiera –mientras continuaba hablando apresuradamente, levantando su sombrero de forma algo exagerada mientras le aseguraba que podría pasar por una muchacha de dieciocho años y que por supuesto acudiría a su fiesta esa noche, porque Evelyn insistía en ello, aunque quizá llegara un poco tarde después de la fiesta en palacio, a la que tenía que llevar a uno de los hijos de Jim–, Hugh siempre conseguía que se sintiera un poco empequeñecida a su lado, como una colegiala, aunque le tenía afecto, en parte porque le conocía de toda la vida y en parte también porque pensaba que, a su manera, era un buen hombre, aunque a Richard le atacaba los nervios y Peter Walsh nunca le había perdonado que le tuviera aprecio.

Podía recordar escena tras escena en Bourton con Peter furioso. Hugh no era comparable a él, por supuesto, en ningún aspecto, pero tampoco era un perfecto imbécil como Peter imaginaba: no era un simple cabeza hueca. Cuando su anciana madre quería que renunciara a ir de caza o que la llevara a Bath, él lo hacía sin rechistar; no era egoísta en absoluto, y en cuanto a decir, como hacía Peter, que no tenía corazón, ni cerebro, que solo tenía los modales y la educación de un caballero inglés, eso era solo producto de la peor cara que podía llegar a mostrar su querido Peter, que podía ser insoportable, podía ser imposible, pero también adorable para pasear con él en una mañana como esta.

(Junio había hecho brotar hasta la última hoja de los árboles. Las madres de Pimlico[5] amamantaban a sus pequeños. Los mensajes pasaban de la flota al Almirantazgo[6]. Arlington y Piccadilly parecían encender el aire en el parque y alzar sus hojas calientes, brillantes, en oleadas de esa divina vitalidad que tanto amaba Clarissa. Bailar, montar a caballo, cuánto le habían gustado todas esas cosas.)

Porque aunque ella y Peter pudieran pasar separados cientos de años y ella nunca le hubiera escrito una carta y las suyas fueran tan secas, de pronto, en cualquier momento, se le ocurría pensar: si estuviera ahora conmigo, ¿qué diría? En ocasiones, algo que veía la llevaba a recordarle con toda calma, sin la antigua amargura, lo que quizá era una recompensa por haber querido, que esas personas queridas volvían a tu memoria en pleno parque de St. James en medio de una mañana magnífica, porque así era. Aunque Peter –por muy hermosos que fueran el día, y los árboles y el césped y aquella niña vestida de rosa– nunca veía nada. Si ella le decía que lo hiciera, él se ponía las gafas y miraba. Pero era la situación del mundo lo que a él le interesaba; Wagner, la poesía de Pope[7], el carácter de las personas, eso siempre, y los defectos de ella. ¡Cómo la reprendía! ¡Cómo discutían! Se casaría con un primer ministro y se erguiría en pie junto a él en lo alto de una escalera; decía que era la perfecta anfitriona (y ella había llorado después recordando aquellas palabras en su dormitorio), que tenía todas las cualidades necesarias para ser la perfecta anfitriona, le decía.

Así que aún ahora se descubría debatiendo en el parque de St. James y afirmando que había tenido razón –sin la menor duda– al no casarse con él. Porque en el matrimonio debe haber algo de libertad, algo de independencia entre las dos personas que viven día tras día en la misma casa; Richard se la concedía, y ella a él también. (¿Dónde estaba Richard esa mañana, por ejemplo? Participando en algún comité; ella nunca preguntaba.) Pero con Peter todo tenía que ser compartido, todo tenía que ser analizado. Eso era insoportable, y cuando tuvo lugar aquella escena del jardín, junto a la fuente, ella tuvo que romper con él o, de otro modo, los dos hubiesen acabado destrozados, destruidos, no le cabía la menor duda, aunque luego había llevado ese dolor y esa angustia clavados como una flecha en el corazón; y después, el horror de aquel momento en que alguien le había dicho en un concierto que Peter se había casado con una mujer a la que había conocido en el barco camino de la India. ¡Nunca olvidaría todo aquello! Fría, cruel, mojigata, le había dicho que era. Que nunca entendería hasta qué punto la quería. Pero al parecer aquellas mujeres de la India, estúpidas, bonitas, frágiles y frívolas, sí le entendían. Y ella había malgastado su compasión. Porque él era feliz, totalmente feliz –así se lo había asegurado– a pesar de que nunca había hecho nada de aquello que habían proyectado; toda su vida había sido un fracaso. Y eso todavía la enfurecía.

Había llegado a las puertas del parque. Se detuvo un momento, mirando los autobuses de Piccadilly.

Ahora ya no diría de nadie en el mundo que era esto o aquello. Se sentía muy joven y al mismo tiempo indescriptiblemente vieja. Cortaba a través de las cosas como un cuchillo, pero al mismo tiempo se quedaba fuera, observando. Tenía la constante sensación, mientras miraba los taxis, de encontrarse lejos, muy lejos, mar adentro y sola; siempre tenía la sensación de que era extremadamente peligroso vivir aunque solo fuera un día. No era que se considerase inteligente o fuera de lo normal. Cómo se había manejado en la vida con las escasas briznas de conocimiento que Fräulein Daniels les había proporcionado era algo increíble. No sabía nada; ni idiomas ni historia; ahora apenas leía, salvo memorias cuando se iba a la cama; y sin embargo todo le resultaba absorbente, todo esto, los taxis que pasaban, y no diría de Peter, ni diría de ella misma, soy esto o aquello.

Su único don consistía en conocer a las personas casi por instinto, pensó, mientras seguía adelante. Si la ponías en una habitación con alguien, su lomo se arqueaba como el de un gato o ronroneaba. Devonshire House, Bath House[8], la casa con la cacatúa de porcelana, todas las había visto iluminadas una vez, y recordaba a Sylvia, a Fred, a Sally Seton, a una multitud de gente, y bailar toda la noche, y los carros que pasaban lentamente hacia el mercado, y volver a casa en automóvil cruzando el parque. Recordaba una vez en que había arrojado un chelín en el Serpentine[9]. Pero todo el mundo tenía recuerdos; lo que ella realmente amaba era esto, lo que tenía aquí ahora frente a ella, la señora gorda del taxi. ¿Tenía importancia entonces, se preguntó mientras caminaba hacia Bond Street, tenía alguna importancia que, inevitablemente, ella desapareciera algún día, que todo esto tuviera que seguir existiendo sin ella? ¿Le angustiaba, o se había convertido en un consuelo pensar que la muerte terminaba con todo en absoluto? Pero estaba segura de que, de alguna manera, en las calles de Londres, en el fluir y refluir de las cosas, aquí, allí, ella sobreviviría, Peter sobreviviría, vivirían el uno en el otro, y ella formaría parte, estaba totalmente segura, de los árboles de Bourton, de esa casa de allí, fea y decrépita; formaría parte de gente a la que nunca había llegado a conocer, se extendería como una neblina entre las personas a las que mejor conocía, que la levantarían sobre sus ramas como había visto a los árboles levantar la neblina, solo que esta neblina, su vida, ella misma, se extendería hasta mucho más lejos. ¿Pero qué estaba pensando mientras contemplaba el escaparate de Hatchards[10]? ¿Qué era lo que intentaba recuperar? ¿Qué imagen de un amanecer blanco en el campo mientras leía en el libro abierto en la vitrina?:

No temas ya el calor del sol

ni las iras del furioso invierno[11].

La experiencia que había sufrido el mundo en los últimos tiempos había hecho brotar en todos, hombres y mujeres, mares de lágrimas. Lágrimas y penas; coraje y fortaleza, un talante absolutamente digno y estoico. Pensaba, por ejemplo, en la mujer que más admiraba, lady Bexborough, inaugurando su mercadillo benéfico.

Allí, en el escaparate, estaban Jaunts and Jollities de Jorrocks, Soapy Sponge, las memorias de la señora Asquith y Big Game Shooting in Nigeria, todos ellos abiertos[12]. Había muchísimos libros, pero ninguno que pareciera adecuado para llevar a Evelyn Whitbread a la casa de reposo. Ninguno que sirviera para entretenerla y hacer que esa mujer menuda, indescriptiblemente seca, pareciera cordial, aunque solo fuera por un momento, cuando Clarissa entrara, antes de que iniciaran su acostumbrada e interminable charla sobre achaques femeninos. Cómo deseaba que la gente pareciera contenta cuando ella entraba, pensó Clarissa mientras giraba y retrocedía hacia Bond Street, molesta porque era ridículo tener siempre un motivo oculto para hacer cualquier cosa. Preferiría ser una de esas personas como Richard que hacían las cosas porque sí, pensó mientras esperaba para cruzar la calle, en tanto que ella las hacía para que la gente pensara esto o aquello; una perfecta estupidez, lo sabía (el guardia levantó la mano), porque nadie se dejaba engañar ni por un segundo. ¡Si hubiera podido empezar a vivir de nuevo!, pensó mientras bajaba a la calzada. ¡Hasta habría podido tener un aspecto diferente!

En primer lugar, habría sido morena, como lady Bexborough, con la piel como el cuero arrugado y unos ojos preciosos. Habría sido, como lady Bexborough, lenta y majestuosa, bastante alta, una mujer interesada por la política como un hombre, dueña de una casa de campo, una mujer muy digna, muy sincera. En lugar de eso tenía un cuerpo delgado como una estaca y una carita ridícula, picuda como la de un pájaro. Era cierto que tenía buena presencia, unas manos y unos pies bonitos, y vestía bien, teniendo en cuenta lo poco que gastaba. Pero ahora ese cuerpo suyo (se paró para contemplar una pintura holandesa), ese cuerpo, con todas sus posibilidades, a menudo parecía no ser nada –nada en absoluto–. Tuvo entonces la extraña sensación de ser invisible, de no ser vista, de ser una desconocida; de que al no haber ya para ella más matrimonios ni más hijos, solo quedaba este asombroso y grave caminar junto con todos los demás Bond Street arriba, solo quedaba ser la señora Dalloway, ni siquiera Clarissa, solo la esposa de Richard Dalloway.

Bond Street le fascinaba; Bond Street por la mañana temprano durante la temporada social con sus banderas al viento y sus tiendas; nada de ostentación ni de oropel; una pieza de tweed en la tienda donde su padre había encargado sus trajes durante cincuenta años; unas cuantas perlas; salmón sobre una barra de hielo.

«Eso es todo», se dijo, mirando la pescadería. «Eso es todo», repitió mientras se detenía por un momento ante el escaparate de una tienda donde, antes de la guerra, se podían comprar unos guantes casi perfectos. Su anciano tío William solía decir que a una dama se la reconocía por sus zapatos y sus guantes. Una mañana, durante la guerra, se había vuelto a la cama y había dicho, «Ya no aguanto más». Guantes y zapatos; ella tenía pasión por los guantes; pero a su hija, a su Elizabeth, tanto unos como otros le importaban un comino.

Un comino, pensó, mientras subía por Bond Street hasta una tienda en la que le reservaban flores cuando celebraba una fiesta. Lo que realmente le importaba a Elizabeth por encima de todo era su perro. Esta mañana toda la casa había olido a alquitrán. ¡A pesar de todo, ella prefería el pobre Grizzle a la señorita Kilman; mejor era el moquillo, el alquitrán y todo lo demás que encerrarse en una habitación mal ventilada con un libro de oraciones! Cualquier cosa era mejor que eso, en su opinión. Pero podía tratarse solo de una fase, como decía Richard, una de esas fases por las que pasan todas las chicas jóvenes. Quizá se estuviera enamorando. ¿Pero por qué de la señorita Kilman? A quien, por supuesto, la vida había tratado mal, cosa que había que tener en cuenta; y Richard decía que era una mujer muy capaz, que tenía facilidad para la historia. En cualquier caso eran inseparables, y Elizabeth, su propia hija, iba a comulgar, ¡y cómo vestía, cómo trataba a los invitados que venían a almorzar y que no le importaban nada! Clarissa sabía por experiencia que la exaltación religiosa hacía a la gente insensible (lo mismo que cualquier causa) y embotaba los sentimientos, porque la señorita Kilman haría cualquier cosa por los rusos, moriría de hambre por los austriacos, pero en privado infligía una verdadera tortura con su falta de sensibilidad y su impermeable verde. Llevaba ese impermeable año tras año, sudaba, no pasaba cinco minutos en una habitación sin que te hiciera sentir su superioridad, tu inferioridad, lo pobre que era, lo rica que eras tú, cómo vivía en una pocilga sin un cojín, o una cama, o una alfombra o lo que fuera, con toda su alma corroída por ese resentimiento que llevaba clavado en su interior porque la habían despedido de su trabajo en el colegio durante la guerra, ¡pobre criatura desdichada y llena de amargura! Pero no era a ella a quien odiaba sino a la idea que tenía de ella, que indudablemente reunía muchas cosas que nada tenían que ver con la señorita Kilman; se había convertido en uno de esos espectros contra los que uno lucha por la noche, uno de esos espectros que nos montan a horcajadas y nos chupan la mitad de la sangre necesaria para la vida, uno de esos espectros dominantes y tiránicos; sin duda, si al volver a lanzar los dados el negro hubiera predominado sobre el blanco, ella habría amado a la señorita Kilman. Pero en este mundo, no. No.

Sin embargo, le irritaba llevar dentro de sí, revolviéndose, a ese monstruo tan brutal. ¡Oír el chasquido de las ramas y sentir cómo plantaba sus pezuñas en las profundidades de ese bosque cubierto de hojarasca que era su alma! Nunca podría estar completamente satisfecha ni sentirse completamente segura, ya que en cualquier momento podía revolverse la bestia, ese odio que, especialmente desde su enfermedad, tenía el poder de hacerla sentirse lastimada, herida en lo más hondo, que le producía un dolor físico y hacía que todo el placer que hallaba en la belleza, en la amistad, en sentirse bien, en ser amada y convertir su hogar en un refugio delicioso, se estremeciera y se tambaleara y amenazara con derrumbarse como si efectivamente un monstruo estuviera escarbando en las raíces, como si todo ese acopio de satisfacción no fuera otra cosa que egoísmo. ¡Ese odio!

¡Tonterías! ¡Tonterías!, se dijo mientras empujaba las puertas batientes de la floristería Mulberry.

Avanzó, ligera, alta, muy erguida y fue saludada inmediatamente por la señorita Pym, con su cara de botón y cuyas manos tenían siempre un color rojo brillante, como si hubieran permanecido en el agua fría junto con las flores.

Había multitud de flores: espuelas de caballero, guisantes de olor, ramilletes de lilas, y claveles, montones de claveles. Había rosas; había lirios. ¡Oh, sí! Aspiró el dulce aroma a jardín mientras hablaba con la señorita Pym, que le prestaba ayuda y la apreciaba porque había sido amable con ella años atrás, muy amable, aunque este año la encontró envejecida mientras volvía la cabeza hacia un lado y a otro entre los lirios y las rosas y se inclinaba sobre las lilas con los ojos medio cerrados, inhalando, después del alboroto en la calle, ese delicioso aroma, esa exquisita frescura. Y luego, al abrir los ojos, qué frescas parecían las rosas, como ropa blanca encañonada recién salida de la lavandería y colocada en bandejas de mimbre; y oscuros y recatados parecían los claveles rojos, con sus cabezas erguidas; y los guisantes de olor desparramados en sus búcaros, teñidos de violeta o de un blanco de nieve, pálidos; parecía como si fuese la última hora de la tarde y unas muchachas vestidas de muselina salieran a coger guisantes de olor y rosas después de un magnífico día de verano con su cielo de un azul casi negro, sus espuelas de caballero, sus claveles, sus calas; y era entre las seis y las siete cuando todas las flores –las rosas, los claveles, los lirios, las lilas– resplandecían; blancas, violetas, rojas, naranja intenso, y todas ellas parecían arder, suaves, puras en sus macizos brumosos; ¡y cómo le gustaban a Clarissa las mariposas nocturnas grises y blancas girando en torno a los heliotropos y las prímulas!

Y mientras empezaba a pasar con la señorita Pym de jarrón en jarrón, eligiendo las flores, se decía a sí misma, tonterías, tonterías, cada vez más suavemente, como si esa belleza, ese aroma, ese color, y la estima de la señorita Pym, su confianza, fueran una ola que dejara fluir sobre ella y que venciera ese odio, ese monstruo, lo venciera todo; y esa ola la elevó más y más hasta que… ¡Oh! ¡Un disparo de pistola en la calle!

—¡Dios mío, esos automóviles! –dijo la señorita Pym mientras se acercaba al escaparate a mirar y volvía con una sonrisa de disculpa y las manos llenas de guisantes de olor, como si esos automóviles, los neumáticos de esos automóviles, fueran culpa suya.

La violenta explosión que había sobresaltado a la señora Dalloway y había impulsado a la señorita Pym a acercarse al escaparate y disculparse procedía de un vehículo que se había detenido junto a la acera exactamente enfrente del escaparate de Mulberry. Los transeúntes, que, por supuesto, se habían parado a mirar, solo habían tenido tiempo de vislumbrar un rostro de la mayor importancia recortado contra la tapicería gris perla antes de que una mano masculina corriera la cortinilla y no se pudiera ver más que un cuadrado de color gris.

Pero los rumores comenzaron a circular al momento desde la mitad de Bond Street hasta Oxford Street por un lado y hasta la perfumería Atkinson por el otro, pasando de forma invisible, inaudible, como la nube que cruza veloz, como un velo, sobre las colinas, y cayendo con la repentina solemnidad y quietud de una nube sobre los rostros que un segundo antes habían expresado una absoluta confusión. Pero ahora el misterio les había rozado con su ala; habían oído la voz de la autoridad; el espíritu de la religión circulaba libremente con los ojos fuertemente vendados y la boca muy abierta. Pero nadie sabía de quién era la cara que habían visto. ¿Era la del príncipe de Gales, la de la reina, la del primer ministro?[13] ¿De quién era esa cara? Nadie lo sabía.

Edgar J. Watkiss, con su tubería enrollada alrededor del brazo, dijo en voz alta, bromeando por supuesto: «El carricoche del primer ministro».

Septimus Warren Smith, que encontró que no podía pasar, le oyó. Septimus Warren Smith, de treinta años de edad, pálido, de nariz aguileña, zapatos marrones, gabán raído y ojos de color avellana con una mirada de ansiedad que inspiraba una ansiedad igual en los desconocidos. El mundo había alzado su látigo; ¿sobre quién descendería?

Todo se había paralizado. La vibración de los motores de los automóviles sonaba como un pulso que tamborileaba de forma irregular a través de un cuerpo. El sol empezó a calentar extraordinariamente porque el automóvil se había detenido junto al escaparate de Mulberry; las ancianas que viajaban en la imperial de los autobuses desplegaron sus sombrillas negras; una verde aquí, otra roja allá, se abrieron con un ligero estallido. La señora Dalloway se acercó al escaparate con los brazos repletos de guisantes de olor y miró hacia fuera con su menudo rostro rosado fruncido en un gesto de interrogación. Todos miraban al automóvil. Septimus miró. Los chicos se apeaban de sus bicicletas. El tráfico se acumulaba. Y allí seguía el automóvil, con las cortinillas echadas y en ellas un curioso dibujo de lo que parecía un árbol, pensó Septimus, y esa concentración gradual de todo en un solo centro que sucedía ante sus ojos, como si algún horror hubiese aflorado a la superficie y estuviera a punto de estallar en llamas, le aterrorizó. El mundo temblaba y se estremecía y amenazaba con arder. Soy yo el que está impidiendo el paso, se dijo. ¿No le miraban y le señalaban a él, no estaba allí clavado, enraizado en la acera, por un motivo concreto? ¿Pero por qué motivo?

—Sigamos, Septimus –dijo su esposa, una mujer pequeña, con unos grandes ojos en una cara cetrina puntiaguda; una muchacha italiana.

Pero Lucrezia misma no podía evitar mirar el automóvil y el dibujo del árbol de las cortinillas. ¿Era la reina la que viajaba en él, la reina que había salido de compras?

El chófer, que había estado abriendo algo, girando algo, cerrando algo, volvió a subir al automóvil.

—Vamos –dijo Lucrezia.

Pero su marido –porque llevaban casados cuatro o cinco años– se sobresaltó y dijo enfadado: «¡Está bien!», como si le hubiera interrumpido.

Seguro que la gente se da cuenta; seguro que lo ven. La gente, pensó Lucrezia, mirando a la muchedumbre que contemplaba el automóvil; los ingleses, con sus niños y sus caballos y su forma de vestir, a los que admiraba en cierto sentido; pero ahora eran «gente», porque Septimus había dicho, «Me mataré»; había dicho una cosa terrible. ¿Y si le habían oído? Miró a la muchedumbre. ¡Socorro, socorro!, quería gritarles a los mozos de los carniceros y a las mujeres. ¡Socorro! Solo el otoño pasado Septimus y ella habían estado en el muelle envueltos en la misma capa; Septimus, en lugar de hablar, se había dedicado a leer el periódico, y ella se lo había arrebatado y se había reído en la cara del anciano que les estaba mirando. Pero el fracaso había que ocultarlo. Tenía que llevarle a un parque.

—Vamos a cruzar –dijo.