La torre de Casandra - Leopoldo Lugones - E-Book

La torre de Casandra E-Book

Leopoldo Lugones

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Beschreibung

La obra, continuación de "Mi beligerancia", reúne un conjunto de artículos y ensayos breves que Leopoldo Lugones publicó para instar a que Argentina tomara parte en la Primera Guerra Mundial con el bando aliado.-

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Seitenzahl: 152

Veröffentlichungsjahr: 2021

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Leopoldo Lugones

La torre de Casandra

BIBLIOTECA ATLÁNTIDA

Saga

La torre de Casandra

 

Copyright © 1919, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726641790

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

Advertencia preliminar

Casandra fué una profetisa troyana a quien nadie creía, no obstante la exactitud de sus anuncios. Este don contradictorio teníalo de Apolo, que frustrado por ella mediante un subterfugio habitualmente femenil cuya noticia hallará el curioso lector en cualquier enciclopedia, se vengó de tal suerte. Incómoda así para los mismos a quienes servía en vano, diéronle por celda una torre desde la cual presagiaba desoída: inconveniente nada extraño en el oficio de profeta. Casandra es, pues, la abuela clásica de los comedidos sin ventura, y creo inútil añadir que este vínculo familiar se robustece para los tales cuando agravian al poético dios rascando la lira:

O ese hombre desvaría, o hace versos, dijo Horacio ( 1 ) que era de la hermandad.

Para explicar ahora cómo este libro tiene el nombre que le he puesto, debo mencionar su materia. Ella consiste en artículos y composiciones por medio de los cuales procuré que mi país se uniera a los pueblos aliados contra la barbarie del militarismo durante la pasada guerra. Es, pues, la segunda parte de Mi Beligerancia, que tuvo el mismo propósito, si bien con excepción de uno solo, no figuran los discursos que pronuncié en el Frontón Nacional y en el Parque Japonés de ésta, en las dos manifestaciones organizadas aquí por el Comité de la Juventud para pedir la ruptura de relaciones con el Imperio Alemán y para celebrar la victoria de los ejércitos aliados, en el Rosario y en La Plata; pues no se tomó de ellos versión taquigráfica, ni yo hice por reconstruirlos sobre las crónicas.

Tratándose de acontecimientos históricos, cumple a la verdad consabida reconocer que la empresa fracasó. Las escasas ilusiones que hasta entonces pude abrigar sobre mi ingenio político, desvaneciéronse ante una realidad ciertamente útil para mi filosofía. Aquellas palabras tan vanas como ciertas, resultan confirmadas por los hechos cuando ya no sirven. Nuestras verdades, y nosotros mismos, somos como esas estrellas apagadas hace muchos años, pero cuya luz sólo ahora nos llega.

Sucedió que todos nuestros políticos se equivocaron en la apreciación de los sucesos, dando por seguro el triunfo alemán. Fué lo único en que no discreparon el gobierno conservador y el radical que lo sucediera. El pueblo, como es natural, se equivocó junto con ellos, siendo el menos culpable por su grande ignorancia. Pero esto no lo exime de responsabilidad; pues fuera necio, además de vil, separarlo a tal efecto del gobierno que libremente se diera. La misma ruptura votada por el congreso, la desaprobó en las elecciones de renovación, dando el triunfo al partido oficial contrario a dicha medida y ruidosamente germanófilo.

Esto me parece explicable. El pueblo estaba envilecido por el lucro y ebrio con esa triste libertad electoral que goza en cuarto obscuro como un simulacro de mancebía. Pues según los políticos, así, ocultándose como para una mala acción, se manifiesta más vigoroso su albedrío. Creo otra cosa a mi vez de las paradojas democráticas, y ello por una razón: las dádivas del soberano, poco y nada me tientan; pero me inspira profunda compasión su triste suerte. Y siendo él la mole y yo la partícula, tengo la pretensión insólita de ser yo quien ha de dar. Así, cuando veo que lo engañan con esas paradojas, no puedo callarme, aunque sé también cuánto le agrada la ilusión mentirosa de su soberanía.

Todo esto demuestra mi infinita vanidad que reconozco sin vacilación ni arrepentimiento, antes añadiéndole la impertinencia de escribir cuando el soberano no puede leerme. Porque es analfabeto el infeliz para desgracia de mis pecadoras letras.

Esto va, pues, contigo, amable lector, que siendo minoría puesto que sabes leer, no podrás siquiera vengarte eligiéndome diputado y poniendo así en contradicción mis principios falaces con mi desmedida concupiscencia del poder. Porque claro está que reconociendo tu perspicacia, te autorizo a creerlo si lo pensaste.

Déjame, al propio tiempo, claro lector, glorificarme de algunos versos que te induzco a leer porque son breves. Ellos revelan — y tal es mi gloria — con qué fervor creí en el triunfo de Italia durante los amargos días de Caporetto, pues La Visión del Aguila que lo anticipa en todo su esplendor, es de entonces; y con qué indomable amor comprendía la victoria de Francia, cuando el 14 de julio de 1918, durante lo más recio del ataque alemán, a la misma hora del peligro supremo, cantábala coronada por el laurel de los vencedores en Nôtre Fête y pronta para el talión definitivo por la buena obra de su vieja Durandal: Le Charme De France. Que el poeta, generoso lector, pone en sus versos lo mejor de sí mismo.

Por esta causa, el libro empieza con versos franceses en los que hallarás nuestro magnífico ¡oid mortales! que allá lo puse como lo más digno de Francia al serlo de la Argentina. Verás que es también lo más valioso de la composición, por la grandeza que oportuno evoca; y con esto y un poco de tu indulgencia, habrás colmado, paciente lector, mis votos.

___________

Le jour de France

Oyez, mortels, le jour de France,

Partout où fleurit la beauté,

C’est le jour clair de l’espérance,

Le saint jour de la liberté.

Par temps gai ou saison austère,

Mais toujours rebelle à l’ennui,

Notre douce France est la terre

Où ne règne jamais la nuit.

Avant que le soleil n’effleure

L’horizon, par champs et par bois,

Du jour éternel sonnent l’heure

L’alouette et le coq gaulois.

Il rayonne du sang du brave

Que l’affront barbare a lavé.

Par son effort tragique et grave

«Le jour de gloire est arrivé».

Et ce sont, sous ce jour de France

Tout frais comme l’or du genêt,

Un soir qui pâlit, la souffrance,

La mort une aube qui renait.

La nueva civilización

(Agosto de 1917)

Encabezada por los Estados Unidos como era justo y natural, la democracia organiza, inevitable, el descalabro del germanismo. Para lograr este fin ha creado un valor nuevo, superior a la potencia militar que es la expresión sintética de la cultura germánica: la liga de las naciones fundada en el honor. El idealismo americano, que filosóficamente hablando, es una iniciativa francesa, alcanzará en el terreno de los hechos insuperable eficacia, sólo con haber extremado la generosidad de su concepto caballeresco. Nunca estuviera el mundo más gobernado por el espíritu, ni se probara mejor la superioridad del idealismo en que consiste ese gobierno.

Véase, en efecto, lo que son las constituciones americanas y lo que se proponen. Mientras en el viejo mundo todas las cartas anteriores a la de los Estados Unidos reglamentan pactos puramente locales y definen principalmente relaciones económicas entre el soberano y los súbditos, aquélla se propone organizar la libertad, asegurar la justicia, garantir la prosperidad como bienes humanos a que todo hombre tiene derecho, sólo con ponerse en su jurisdicción. La noción rusoniana del «contrato social» prepondera en ella bajo su verdadero concepto, que no es nacional, sino humano. Así, lo que a poco la Revolución Francesa establece como fundamento constitucional, es la declaración de los derechos del hombre. La constitución argentina formula expresamente en su preámbulo esa obligación para con «todos los hombres del mundo».Y en dicha cláusula, como en la de los Estados Unidos cuya cuasi copia es, no hay más que ideas y ningún hecho; no hay más que promesas y ninguna obligación compensadora: «constituir la unión, afianzar la justicia, consolidar la paz, proveer a la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad». La pedantesca gente que sonríe compasiva ante el idealismo, y no cree sino en los hechos consumados, tiene ahí definido con lacónica sencillez el arte de fundar naciones. Y no teórico, no siquiera excepcional en la singularidad de un éxito aislado, sino evidente a plazo breve, y repetido en sendas construcciones de asombrosa prosperidad.

Ahora, con el mensaje de Wilson, la jurisdicción benéfica que asegura la justicia, organiza la libertad y garantiza la prosperidad, se extiende sobre el mundo entero. La civilización inaugurada por las revoluciones emancipadoras de América alcanza su expansión definitiva. De fórmula idealista, pasa casi inmediatamente a ser hecho; mas aun cuando no pasara, inferimos que así ocurriría, porque lo hemos visto en los países fundados sobre dicha fórmula.

La comunidad de las naciones está creada y ya actúa. Cuando el germanismo salga de su clausura actual, aunque sea abriéndose paso con la espada victoriosa, hallará al mundo organizado así. Y una de dos: o se adaptará a esta nueva organización del mundo, o se arruinará en el aislamiento.

Una de las cosas más curiosas en apariencia, es que precisamente las fuerzas menos sensibles al idealismo son las que primero se organizan bajo su nueva fórmula. Existe ya, en efecto, un estado económico perfectamente distinto del que imperaba en el mundo hasta 1914, constituído bajo el doble concepto de la cooperación y de la permanencia. Es una cosa fundada, que gobernará los cambios, regirá el crédito, distribuirá los frutos del trabajo en todo el mundo. Inaccesible al poder de la espada, ningún triunfo militar podrá con ella. Esto demuestra la compatibilidad del idealismo con dichas fuerzas, y la eficacia de su gobierno sobre ellas. Si son ellas quienes se han modificado primero, es porque aquél, como todo buen constructor, empezó por disponer el material de los cimientos.

La concepción demasiado elemental, y con ello bárbara, de la guerra predatoria, está definitivamente fracasada, aun en el triunfo. Así recibe el materialismo su golpe mortal, y el militarismo deja de ser expresión sintética de cultura para los propios germanos.

Esa liga del honor fundada por Wilson, asegurará a las naciones la paz que hasta ahora ha sido imposible. Sólo ella podrá conseguirlo, y ésta es otra característica de la nueva civilización.

Después de la catástrofe en que el mundo antiguo sucumbió al poder de los bárbaros, el cristianismo intentó la conciliación persiguiendo «la concordia de los fieles». Creyó—y sea dicho en honor suyo—que bastaba la comunidad de la fe para establecer la fraternidad. Veinte siglos de guerra siniestramente coronados por el cataclismo actual, bastan, sin duda, para desvanecer aquel error generoso. Había que dar un paso más, fundando la concordia de las naciones en un principio racional, no en un sentimiento. Ese principio es la justicia definida como razón moral del universo por la filosofía griega; la justicia en cuya virtud basta ser hombre para tener todos los derechos de tal doquier se halle uno.

Pero esta noción estoica del «género humano» es superior al cristianismo que privilegia con la fe y al germanismo que privilegia con la patria. «Fuera de la iglesia no hay salvación», dice el primero. «Mi necesidad no reconoce ley», afirma el segundo. Para el cristianismo, la entidad humana superior es el cristiano; para el germanismo el germano lo es. Para la civilización futura, la entidad humana superior será el hombre. Lo será efectivamente, tal cual está formulado en la constitución argentina, y tal cual, para honra nuestra, practicámoslo ya.

He aquí cómo es inexplicable nuestra demora en ingresar a la liga de las naciones de honor, que así se llama porque dicha virtud consiste en reconocer la justicia aun contra sí mismo.

Si se tiene celos de que los Estados Unidos la iniciaran, ellos son injustos. Los Estados Unidos tenían que iniciarla por la sencilla razón de haber sido quienes formularon primero, hace cerca de siglo y medio, el concepto de la nueva civilización, y quienes mejor practicaron su doctrina. Por otra parte, si no lo hicimos nosotros como habríamoslo podido a mi ver, no fué porque nos lo impidieran los Estados Unidos. Entonces como ahora fué perfecta nuestra libertad.

Tal como el éxito de la nueva civilización es ya un hecho que comporta el descalabro también seguro del germanismo, la situación de los países que se mantengan neutrales resulta clara. Tendrán que marchar, precisamente, a la zaga que quisieron evitar con el neutralismo; y esto no durante unas cuantas décadas, sino por siglos y siglos: tantos de ellos como dure la nueva civilización. Y las civilizaciones suelen ser milenarias.

Pues la guerra actual no se parece a otras guerras parciales cuyos efectos era posible eliminar en algunos años, al hallarse circunscritos por la organización de un mundo que continuaba viviendo como antes; sino que ha iniciado una nueva organización del mundo entero. Excluirse de ella es, así, un fracaso definitivo que nada ni nadie podrá remediar después.

Ni tiene el gobierno por qué vacilar o retraerse en dar a la nación su puesto correspondiente, ni para qué preguntar nada a su pueblo. Aquello está determinado por una tradición invariable, formulado por nuestra constitución, impuesto por nuestra propia conveniencia. El honor y el interés, el presente y el pasado coincidirían en nuestra determinación.

Qué cosa tan extraña esta actitud argentina de aislamiento caviloso, de huraña soledad en el concierto de las naciones donde siempre alzara con tanta gallardía su voto y su voz! Débil y pobre, echóse la nación a redimir pueblos y salió bien de la empresa. Fuerte y rica, se abstrae ahora, cuando tocan otra vez a libertad, vuelve la espalda a su destino en plena ascensión gloriosa, niega la evidencia y se reniega con la doctrina que hasta hoy, sin excepción, ante el mundo sustentara.

Y mientras tanto «huye el tiempo irreparable», como decía el latino. Nuestra arca de salvación se rezaga. La calma engañosa nos va tragando. La calma! Hay, acaso, nada que engulla con tanta suavidad como la boca de terciopelo de la sombra?...

Ruptura inevitable

(Setiembre de 1917)

Cuando en abril del corriente año los Estados Unidos declararon la guerra al imperio alemán, fué fácil comprender que la neutralidad tornábase para nosotros imposible. El gobierno hubo de entenderlo igualmente al parecer; y desde entonces, curioso es comprobarlo, se puso a violarla sin remisión, mientras declaraba que no lo haría.

Esto último era sin duda su intención; pero los acontecimientos que conmueven al mundo, y la opinión del país, cada vez más activa, dispusieron otra cosa. El gobierno, aquí como en todas partes, empezó a ser gobernado por aquellas dos fuerzas, puesto que él se obstinaba en no gobernarlas tal cual eran su conveniencia y su deber, adoptando una actitud esquiva cuya comprensión nos resultaba difícil.

Percibíase fácilmente en la conducta oficial un interés tan porfiado como avizor de diferir, aun cuando no fuera más que durante algunas horas; lo cual, con el aumento de resistencia, acentuaba por contraproducente acción la visibilidad del remolque. Así, para no citar más que un hecho, cuando la invitación a la escuadra americana. El gobierno mostró una cavilosa preocupación de originalidad: la idea era suya, suyos el procedimiento y el éxito. Siendo esto, precisamente, lo que se buscaba, con un desinterés y una buena fe patriótica que el gobierno nunca entendió — y tanto peor para él — fácil nos fué disimularnos tras la levita oliente a plancha del convidado tardío. Y por creer lo mejor, pues tal es el deseo primordial de todo hombre honrado cuando se trata de su país, supusimos que el gobierno había acabado por entender.

La recepción popular nos desilusó casi de inmediato.

El gobierno negóse a decretar feriado el día, ocultó mal su displicencia, hizo a ojos vistas todos los esfuerzos contrarios al éxito de la manifestación. Esta resultó grandiosa como ninguna. El movimiento espontáneo e inolvidable del Colón aquella noche, la cariñosa fraternidad de la calle, a la cual no fueron obstáculos el tiempo inclemente ni el idioma distinto, definieron con inequívoca claridad cuál era el estado de la opinión. Ahí sufrió el gobierno su primera derrota.

Durante los últimos actuales días, en el congreso y en el mitin popular, se ha buscado otras con igual pertinacia y las ha conseguido con idéntica amplitud. Está en su derecho. Ha querido a toda costa hacer del germanófilo y alardearlo. No le disputaremos ciertamente tan delicada inclinación.

Mas tampoco le toleraremos que intente transformarnos este grandioso movimiento en un episodio de política interna cuyo objeto sería él. Que lo haga por megalomanía o por incomprensión, tanto da. Con la misma virilidad que ponemos en comentar sus errores, declaramos que el gobierno no nos importa, como no sea para propender a su acierto y a su dignificación en los cuales va implícita la suerte del país. Y esto es todo.

Por lo que a mi respecta, yo no hago política ni la haré porque me repugna. No busco popularidad, ni la quiero, ni me interesa; y si necesitara pruebas de ello, las daría con mi silencio de veinte años como orador, con mi obra de escritor, con mi bien conocida posición filosófica. Y basta de mí porque el tema me es singularmente ingrato.

Igual despreocupación política he notado en el movimiento de la juventud al cual me incorporé considerándolo un deber de la honra.

El presidente del comité juvenil es radical militante. Los jóvenes han evitado intencionalmente que se mezclara a sus deliberaciones ninguna personalidad política, o que llevara su palabra. Han procedido con un desinterés, una mesura, un sentimiento de su responsabilidad verdaderamente admirables. Parecía que de esta suerte, un éxito tan suyo, tan generoso, tan puro, no tenía por qué ofender al gobierno.

Pero el gobierno se enfadó.