La tristeza tiene el sueño ligero - Lorenzo Marone - E-Book

La tristeza tiene el sueño ligero E-Book

Lorenzo Marone

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Beschreibung

Entre la esperanza y el arrepentimiento cabe un suspiro. Y en ese suspiro pasamos gran parte de nuestra vida. Erri Gargiulo, el nuevo y sorprendente personaje de Lorenzo Marone, vivo, simpático e intenso como el inolvidable Cesare Annunziata de La tentación de ser felices, protagoniza una extraordinaria novela sobre las familias de hoy y cuenta lo mucho que influyen en nuestra vida las personas que nos rodean, tendiendo a moldear nuestro carácter. Hasta el día en que comprendemos que, si no queremos vivir una vida que no es la nuestra, hay que rebelarse contra quien nos quiere... Erri tiene dos padres, una madre y media, y varios hermanos. Es uno de esos hijos criados un poco aquí y un poco allá, un fin de semana en casa de la madre y otro en la del padre. En el umbral de los cuarenta, es un hombre frágil e irónico, agudo, pero incapaz de elegir y de hacerse valer; tan emotivo y contenido que en su vida, por la que pasa de puntillas, Erri nunca expresa sus emociones, sino que las guarda en el estómago, somatizando todo. Un día, su mujer Matilde, con la cual ha intentado tener un niño durante años, lo deja después de haberle confesado que mantiene una relación con un compañero de trabajo. A partir de ese momento, Erri ya no tendrá excusas para aplazar su cita con la vida. Y decidirá enfrentarse, uno a uno, a los pequeños y grandes desafíos que siempre ha evitado: una casa que sienta realmente suya; un trabajo que le guste; una relación con su verdadero padre, con sus inalcanzables hermanos y con sus imprevisibles hermanas. Aprenderá así que, para estar satisfechos con la vida, tenemos que estar preparados para liberarnos de nuestro pasado, para comprender que no somos aquello que hemos vivido y que no tenemos ninguna obligación de representar eternamente el papel que nos ha sido asignado en nuestra familia. Y cuando su mujer le anuncie que está embarazada, Erri se verá obligado a tomar la decisión más difícil de su vida… _____________ La narración de Marone se parece a una comedia italiana capaz de contar algo con sensibilidad, crudeza y pudor, pero también con sentido del humor. Conchita Sannino, La Repubblica La comedia pequeño burguesa de Lorenzo Marone aporta el aire fresco de un paseo por la ciudad. Bruno Quaranta, La Stampa Lorenzo Marone habla de contradicciones sin caer en simplificaciones. Y lo hace estupendamente". Corriere della Sera

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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

La tristeza tiene el sueño ligero

Título original: La tristezza ha il sogno leggero

© Lorenzo Marone, 2018

Published & translated by arrangement with Meucci Agency - Milan

© 2018, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.

© De la traducción del italiano, Ana Romeral

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: Lookatcia.com

Imágenes de cubierta: Getty Images

 

ISBN: 978-84-9139-248-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

 

 

 

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Algo bueno

Como una zarigüeya

El árbol ha dado un solo fruto

La excomunión de Raffaele Gargiulo, alias mi padre

Mario y los superpoderes

Kant y la esperanza

Pequeña reflexión sobre la esperanza

¡Tachán!

Como en los viejos tiempos

Imprevistos y probabilidad

El Gaviscon en el bolsillo

Un «no sé» apenas audible

Una de las mejores expresiones lingüísticas de mi familia

El taquillero del castillo de Lord Sheidon

Los caballeros de la mesa redonda

Odio a tu madre

Los padres siempre vuelven

Giovannino y sus hermanos

Tucán

El accidente

Tengo que dar las gracias al rodeo

Ten dudas

Pequeña reflexión sobre dudar

Estatua de cera

Giulia y el desnudo

Entrada en el terreno de juego

Doscientas mil válidas razones

La batalla de Raffaele Gargiulo

La infantería contra el mundo

Los que sufren son estúpidos

Pequeña reflexión sobre el sufrimiento

Medio hijos

El sillón de polipiel del doctor Iazeolla

Un gran timo

La belleza de los gestos humanos

Un insólito arrepentimiento

Como las ocas de los aristogatos

Demasiado delante

Anestesias

Samuele es raro

No habrás pensado votar a Berlusconi, ¿verdad?

Intento inconsciente

Los que son como nosotros se contentan con la duda

La Moleskine

De la agenda que Matilde dejó a la mitad

El primer «no» a Matilde

La definitiva

El paso atrás

Pequeña reflexión sobre la perfección

Los secretos demasiado secretos

Créditos pendientes

Los sueños cuestan

Un primer balance

Las heridas se curan mientras vivimos

De la agenda de Matilde dejada a la mitad

Una nueva mujer de la que depender

Al menos una vez en la vida

No soy alguien que hace gilipolleces

Tu hermano no puede estar sin ti

Algo muy de Erri

Deseos sin prospecto

Pequeña reflexión sobre la felicidad

Mario se cansa el primero

Un terrible peso

Seis meses para zarpar

Homo sapiens

Ochenta y un años es una edad muy respetable para morir

Entiendo poco de felicidad

De la agenda de Matilde dejada a la mitad

Aquella tarde

Ya no me juego la vida

La mirada de admiración de una madre

Una visión desencantada

La mejor fantasía del mundo

La palabra adecuada es «aniquilación»

Pequeña reflexión sobre el perdón

El chi

Prepárate para lo peor

Yo, la oscuridad y Pearl Jam

Un buen abuelo

El poder de la hibernación

De hombre a hombre

Como una cabra

De la agenda de Matilde dejada a la mitad

No me lo puedo permitir

El yo de Clara

Pequeña reflexión sobre los arrepentimientos

Un bote lleno de esqueletos de erizo

La danza de las pequeñas cosas

Sirio

No era voluntad, era miedo

Todos herimos y a todos nos hieren

De la agenda de Matilde dejada a la mitad

Gambino me saluda desde lejos

Los buenos solo ganan en las novelas

El rey de los primogénitos

No tienes por qué hacer esa pregunta

Marta no se dejaba

De la agenda de Matilde dejada a la mitad

No será un medio hijo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A mi hijo.

Nunca dejaré de contarte mis historias.

Ni de escuchar las tuyas.

ALGO BUENO

 

 

 

 

 

Dicen que el carácter de una persona se forja en sus primerísimos años de vida. Son estos primeros años los que influyen en el resto. Una auténtica putada. Porque basta con que por un motivo u otro las cosas no vayan como tienen que ir para que estés jodido para siempre.

Te dan ganas de salir a buscar qué fue lo que te hizo ser como eres, qué acontecimiento provocó que, en determinado momento, te desviaras de tu camino. Con el tiempo, ese fatídico instante se pierde en los meandros de tu memoria y se vuelve casi imposible recuperarlo.

Quizá para los demás. No para mí. Estaba en el pasillo de casa, con mi madre a un lado y mi padre al otro. La crisis de mis padres venía de largo, pero aquella anoche explotó con toda su fuerza y el tsunami fue devastador. A papá le tocó el sofá; a mí, en cambio, elegir. Y no precisamente quién de los dos tenía que acompañarme a la cama, sino a quién tenía que dar la espalda.

Mientras lloraba, ellos me decían que me tranquilizara, que no pasaba nada; pero yo sabía que no era así: si con cinco años te encuentras con que tienes que elegir entre tu madre y tu padre, no puede ser que todo vaya bien.

En aquel momento debería haber tomado la primera decisión importante de mi vida. En cambio, me acurruqué con la espalda contra la pared y cerré los ojos, a la espera de que uno de los dos viniera a por mí, mientras mi estómago bullía.

Han pasado treinta y cinco años, y mi pobre órgano no ha parado de hacerse notar, de reclamar algo bueno con lo que de verdad alimentarse.

COMO UNA ZARIGÜEYA

 

 

 

 

 

Hace un año, mi mujer Matilde volvió del trabajo y se me plantó delante. Yo estaba con el ordenador y solo le dirigí un rápido movimiento de cabeza.

—Erri —dijo la primera vez con voz glacial.

—Un momentito —respondí, volviendo a la pantalla.

Al día siguiente tenía una reunión importante en la oficina.

—Erri…

Alcé la mano con el índice en alto, como pidiendo otro segundo más de paciencia; pero a ella este gesto no le gustó para nada y me encontré mi pobre dedo apresado entre sus fauces.

¡Mi mujer me estaba mordiendo! Me di la vuelta, y habría soltado un grito de sorpresa y dolor si no me hubiera topado con sus ojos furibundos. Fue en ese instante, con una mano en su boca, cuando comprendí la terrible realidad: Matilde me odiaba.

Aún me persigue su mirada cargada de rabia; aún hoy, después de un año, tiene el poder de transportarme a los despiadados ojos de mi madre, cuando me acorralaba en un rincón, y con el cucharón trazaba parábolas destinadas a romperse contra el antebrazo que yo había adelantado para protegerme. Lo único, que yo era demasiado rápido y ella demasiado lenta, por lo que buena parte de sus trayectorias se hacían añicos en el vacío o contra la pared que había a mis espaldas, haciendo aumentar desmesuradamente el nivel de odio palpable en su mirada. Por suerte, en determinado momento me volví adulto y mi madre anciana, y aquella mirada desapareció de mi vida y de mis recuerdos. Al menos hasta el año pasado, hasta que Matilde me aferró el índice entre sus dientes.

En cualquier caso, los años que había pasado huyendo de la ira desatenta de mi madre me habían entrenado, y la reacción fue instantánea: aparté la mano con un rápido movimiento y retrocedí hacia la pared, protegiéndome con el brazo estirado. Sin embargo, Matilde no me siguió como hacía mamá. Se quedó mirándome desde lejos. Cuando levanté la mirada, me crucé con su rostro embadurnado: la raya diluyéndose en una lágrima que le manchaba la mejilla, el pelo desgreñado y el pintalabios corrido.

Debería haber dicho algo, algo que pudiera romper aquel silencio nauseabundo; pero me quedé callado. Como siempre.

Fue ella la que habló:

—Por lo menos ahora me escucharás.

Me acaricié la piel del índice, aún marcada por sus incisivos, y volví a mirarla. Había conseguido mi completa atención.

—Me estoy follando a Ghezzi —dijo sin ninguna modulación en la voz.

Silencio.

—¿Ghezzi? ¿Qué Ghezzi? ¿El encargado de marketing? ¿Pero no tiene sesenta años?

Fueron las únicas preguntas que se me ocurrieron.

Había tantos porqués, que podríamos habernos tirado así una semana, como el depredador que tiene que hacer salir una presa de la madriguera. En lugar de eso, con una ráfaga de preguntas idiotas había conseguido acallar todas aquellas inteligentes que me revolvían el estómago, al igual que todas las posibles respuestas de mi mujer.

—¿Has entendido lo que te he dicho? Me estoy follando a otro.

Pero yo no tenía fuerzas para hablar, no tenía valor para elegir saber. Así que ella prosiguió:

—Hace dos meses que me lo follo.

Había repetido «follo» tres veces en un minuto; ella, que en los anteriores quince años de coqueteo se había valido del verbo «follar» solo una vez, en el momento álgido de una de nuestras relaciones «programadas», como las llamaban los médicos.

Durante varios años las relaciones programadas minaron nuestra vida sexual, sepultando el deseo de ambos. Básicamente, era su ginecólogo el que decidía cuándo debíamos «follar»; el que se divertía buscando los horarios y las situaciones más alucinantes, como aquella vez en la que tuve que alcanzar la erección en el baño del Frecciarossa[1], porque Matilde estaba ovulando y para llegar a Nápoles faltaban todavía cuatro horas. En cambio, cuando tenía suerte, ella me llamaba a la oficina y yo corría a casa, me aflojaba la corbata, me bajaba los pantalones y me acercaba a ella, que la mayoría de las veces se encontraba ya encima de la mesa de la cocina. Y fue precisamente en una de estas ocasiones cuando Matilde dejó escapar el grito en cuestión, un grito prolongado, inhumano, liberador y animalesco, que me rogaba que la follara sin parar, como una zarigüeya.

Con frecuencia me he preguntado si la zarigüeya es un gran amante o un fiel servidor.

 

 

Pero volvamos a aquella noche. Nos quedamos mirándonos un rato que me pareció infinito. Luego Matilde se quitó la falda, las bragas, la camiseta y el sujetador, y se quedó desnuda enfrente de mí. Estaba tan atontado por años de relaciones programadas que solo se me ocurrió preguntarle una cosa.

—¿Estás ovulando?

Ella cerró los ojos y puso cara de asco. Entonces dio media vuelta y, sin decir palabra, se dirigió hacia el baño. Mientras oía el chorro de agua que, me imagino, borraba de su piel la babosa saliva de Ghezzi, y miraba su ropa esparcida por el suelo, debería haber hecho varias cosas: ir corriendo al baño y echarle en cara mi resentimiento. O, quizá, debería haber cogido la maleta de encima del armario y llenarla con las pocas cosas que habría necesitado para la noche. O mejor aún, debería haber hecho que ella se encontrara la maleta ya lista e invitarla a que se fuera para siempre.

En lugar de eso, me acurruqué con la espalda contra la pared y esperé una vez más a que fuera otro el que decidiera mi vida.

 

 

 

[1] Tren de alta velocidad italiano. (N. de la T.)

EL ÁRBOL HA DADO UN SOLO FRUTO

 

 

 

 

 

Me he pasado la vida rodeado de mujeres sin aprender nada. No sé llegar tarde; todas las veces me preparo, miro el reloj, me digo que es pronto y que es mejor esperar un poco más, para al final salir igualmente y presentarme, como siempre, antes de tiempo. Es inútil, soy un cagaprisas crónico. Por eso, cuando mi madre abre la puerta, me basta echar un vistazo para entender que aún no ha llegado nadie, y una sensación de malestar empieza a oprimirme el pecho.

Ella parece darse cuenta, deja de sonreírme y pregunta: «Erri, ¿qué pasa? Estás un poco pálido».

Es su manera de darme la bienvenida. «¡Llevo pálido toda la vida, mamá! —así debería responderle—. Fuiste tú la que me hizo con esta especie de papel maché mojado que tengo por piel».

En cambio, me quito la cazadora y voy a la cocina, donde una mujer asiática que no conozco está cogiendo los platos de un armario. Nada más verme para y me sonríe, pero yo no le devuelvo la sonrisa, hago solo un imperceptible movimiento de cabeza y abro el frigo que, como de costumbre, está lleno de comida. Si lo comparo con el mío, me entra vértigo; así que agarro el primer zumo que pillo, miro la etiqueta, y no puedo reprimir un gesto de chasco o, mejor dicho, de decepción. Con cuarenta años, mi cerebro todavía no ha perdido la agotadora costumbre de producir dolor a través de flashbacks inesperados.

Desde pequeño soy alérgico al melocotón; pero, a pesar de ello, el frigo de casa Ferrara siempre ha sido un canto a los zumos de melocotón, los preferidos de mi hermano Giovanni, el último en llegar, aquel que puede con todo, porque todo se le permite. Y aunque ahora vive con su mujer, nuestra madre continúa impertérrita comprando una botella de zumo de melocotón para cuando venga su «Giovannino».

Vuelvo a meter la botella en el frigo y busco otra bebida. Hay solo un cartón de zumo de mango sin azúcares añadidos. ¡Como no podía ser de otra manera! Algún día grabarán la siguiente frase en la lápida de mi madre: Dedicó su vida a combatir el azúcar. En casa Ferrara nunca entró la Coca-Cola, ni siquiera los bollos, las galletas o la Nutella. Todo prohibido; al igual que la televisión, que podíamos ver solo de dos a tres, antes de los deberes.

Abro el cartón y el olor a mango invade mis fosas nasales. No es que me encante la fruta tropical: hace tiempo, mi madre me hinchaba a plátanos; hoy, con solo sentir su olor, me entran ganas de vomitar. Al principio, Matilde volvía siempre del supermercado con un bonito racimo de plátanos con la etiqueta azul, los colocaba en la cesta del centro de mesa y los dejaba allí a que se pudrieran. Si le decía: «Perdona, pero ¿por qué los compras si no te los comes?», ella respondía que en el centro de mesa el amarillo combinaba bien con el rojo de las manzanas.

Mi mujer se parece un poco a mi madre. Valerio (mi otro hermano) me repetía una y otra vez que había sido capaz de ponerme bajo el mando de un nuevo superior, como si mis primeros veintiséis años de vida no me hubieran bastado para comprender que necesitaba cualquier cosa menos un jefe.

Me sirvo el zumo y me acomodo en la mesa de la cocina, con los pies sobre una silla, mirando a la asistenta que sigue apilando los platos para la cena. Esta noche nos han reunido a todos bajo la explícita invitación de nuestra madre y Mario, que tienen algo importante que decirnos. Por un momento pensé que tendrían que anunciarnos la llegada de una nueva sobrina después de Renata, la hija de Giovannino, que se llama como su abuela, como nuestra madre. Normalmente es a los padres a los que se homenajea de esta forma, pero en mi familia el problema es que se necesitarían al menos dos sobrinos para satisfacer a otros tantos padres.

Aquella noche de hace treinta y siete años fue mi madre la primera en cogerme de la mano y en acompañarme a la cama. Papá se quedó un rato de pie en el umbral del salón; después se tiró en el sofá, donde se quedó más de un mes, al término del cual hizo las maletas y se marchó. Cinco años después llegó el divorcio. Que sin duda no fue lo más traumático de mi infancia. De hecho, unos años después de la separación llegaron en rápida sucesión mi hermano Valerio, mi hermana Flor y el pequeño Giovannino. Ninguno de ellos era hijo de mis dos padres.

Aquel árbol podrido dio un solo fruto antes de secarse.

LA EXCOMUNIÓN DE RAFFAELE GARGIULO, ALIAS MI PADRE

 

 

 

 

 

Mario Ferrara, el marido de mi madre, el padre de Valerio y Giovanni, o sea, mi padrastro (aunque me resulte difícil definirlo así) tiene setenta y seis años, es más alto que yo, pesa ciento veinte kilos, y tiene una larga y poblada barba blanca como la de Papá Noel. Es la imagen del padre perfecto y, a decir verdad, lo es. Al menos en lo que a mí respecta; especialmente si lo comparo con mi verdadero padre, que se llama Raffaele, tiene seis años menos que Mario y está delgado como un fideo. Mario es también mi padrino, el que me acompañó a la pila bautismal cuando, con doce años, poco después del nacimiento de Giovanni, decidí que me bautizaran. En mi familia era el único que no estaba bautizado, porque en su día mi padre había zanjado el tema sosteniendo que sería yo, el día de mañana, el que decidiera mi futuro.

Odia la Iglesia, y aún a día de hoy, en su dormitorio, campean dos cuadros: el primero es el decreto de 1949, por el cual el Santo Oficio excomulgaba a los comunistas; el segundo es su propia excomunión de hace unos años. De esta última, en particular, está muy orgulloso, y con frecuencia lo he oído reflexionar en voz alta sobre la posibilidad de llevar el cuadro al salón; lo que pasa es que su segunda mujer no ha querido saber nunca nada del tema.

En determinado momento, papá cogió papel y lápiz y escribió una carta a mano a la curia, rogando (por usar un eufemismo) al papa en persona que lo desbautizara con efecto inmediato. Durante unos meses no se supo nada, y cada vez que él hablaba de ello yo asentía, como se hace con un viejo tío chocho. Sin embargo, al poco, llegó la tan esperada respuesta: un sobre que contenía la anulación del bautismo y la excomunión oficial del señor Raffaele Gargiulo, alias mi padre.

Gracias a él, yo era también el único niño de la familia que no llevaba el apellido Ferrara. Y esto era lo que más me hacía sufrir de todo, no solo porque me convertía en un extraño en mi propia casa, sino también porque me recordaba a cada momento que el ser barrigudo y con barba que se ocupaba de mí, jugaba conmigo y me ayudaba con los deberes no era mi verdadero padre. Él era el padre de Valerio y Giovanni. Si no podía cambiar de apellido, al menos yo también tendría un bautizo como el de mis hermanos.

Fue Mario el que dio la noticia a papá, a pesar de que mamá insistiera en que era yo el que debía decírselo, que ya era mayor, que mi padre era un cabrón y que «dime tú lo que le va a importar tu bautismo». La palabra «cabrón» y «tu padre» estaban y siguen estando en relación semántica en casa Ferrara.

Aquellos pocos años de relación habían bastado a mamá para conocer a fondo a Raffaele Gargiulo, que, efectivamente, no montó ningún numerito. No sé si realmente no le importó, pero su reacción no fue desproporcionada. Al contrario, esbozó una especie de sonrisa que solo años después comprendí, cuando mi hermana Flor empezó, estando yo presente, su guerrilla personal con nuestro padre para que la bautizaran como al resto de sus compañeros de clase.

—Incluso Erri está bautizado —le dijo, buscando con la mirada mi colaboración.

—Ya, pero la situación de Erri es diferente.

—¿En qué sentido?

«Eso, ¿en qué sentido?», habría tenido que preguntarle yo, en lugar de quedarme callado.

—Él se ha querido bautizar para ser como el resto de sus hermanos.

Flor se me quedó mirando, creo que a la espera de mi entrada en el terreno de juego; pero con mi padre, al menos hasta los treinta años, siempre me pareció inútil dar mi opinión, así que comprendió que tendría que vérselas ella sola y rebatió:

—Vale, yo también quiero ser como mi hermano.

Aquella frase soltada así, un poco por despecho, se me quedó grabada, y aún a día hoy hace que me entren escalofríos. Tenía quince años, bastantes granos y los sobacos no siempre me olían bien; me masturbaba con asiduidad; mi mirada nunca se había cruzado con la de una chica; estudiaba poco y mal; ya recibía poca atención de mi madre; no tenía el valor de abrir el pico frente a mi padre y para mis hermanos era el otro hermano. Que mi hermana quisiera seguir mi ejemplo, que en parte deseara imitarme, era un acontecimiento tan desproporcionado, que ni siquiera podía hacerle frente.

Y, de hecho, no le hice frente. Habría tenido que apoyar su batalla, abrazarla, animarla, tratar de imbécil a nuestro padre; pero en lugar de eso me quedé callado, a pesar de las palabras de apoyo de Rosalinda a la tesis de su marido: «Tu hermano es mayor, y ya…».

Una frase que por sí sola no significa nada, pero que, a pesar de ello, me hizo sentir pequeñín pequeñín. Con quince años no se es tan mayor. Es más, con quince años lo único que se necesita es un ejemplo a seguir. Y yo aquel ejemplo lo tenía ante mí cada día. Era aquel hombre barrigudo y con barba blanca que tenía un único y enorme defecto: no era mi padre.

MARIO Y LOS SUPERPODERES

 

 

 

 

 

Pero volvamos al presente. Sigo sentado a la mesa de la cocina dando tragos al zumo de mango, cuando entra mi madre que, dirigiéndome una rápida mirada de desaprobación, suelta:

—Erri, ¿cuántas veces te he dicho que no pongas los pies en la silla? ¡Me las han tapizado hace nada!

Bajo las piernas sin responder y me ventilo el resto del zumo. Entonces la miro con una sonrisita amarga dibujada en la cara. Con casi setenta años sigue siendo guapa, a pesar de los brazos flácidos que asoman de su vestido color vainilla y del ápice de tripa bajo el tejido ajustado.

—¿De qué te ríes?

—No, de nada. Estaba pensado en lo guapa que eres.

Ella sonríe y se acerca, me abraza y exclama:

—Gracias, amor. Tú también eres guapo, ¡como toda nuestra familia, por otra parte!

Aparece Mario por la puerta con las manos cruzadas por detrás de la espalda y los ojos cargados de luz. Querría decir algo, pero su mujer empieza a echar la bronca a la pobre asistenta, culpable por haber sacado del armario un número excesivo de platos. Un segundo antes de salir de la habitación, mamá vuelve a dirigirme la palabra:

—Si quieres, en el frigo hay también zumo de melocotón.

Me quedo mirando su espalda desnuda llena de manchas mientras se aleja hacia el salón a paso ligero, y no me doy cuenta de que Mario me apoya una mano en el hombro, mientras con la otra abre el frigo y coge el zumo de melocotón. Coge un vaso y lo llena. Finalmente, se acomoda con esfuerzo en la pequeña silla de la cocina y se lo lleva a la boca, mirándome con una sonrisita cómplice. Aparto la mirada, incómodo y temeroso de que la persona que más se acerca al concepto de padre pueda haber intuido mis indecentes pensamientos que, a fin de cuentas, no son otros que solo me equivoqué de óvulo. Habría bastado con esperar e instalarme en el que estaba destinado a Valerio; metérsela doblada a mi hermano, vamos. Ahora todo sería distinto, y yo también tendría un padre cariñoso y presente que me ayudaría a digerir el sentimiento de soledad que me invade cada vez que me encuentro en esta casa.

Por suerte, Mario no tiene superpoderes y no puede comprender lo que se me pasa por la cabeza, pero igualmente me sale con una frase que hace que me dé la vuelta de golpe: «Mamá es un poco despistada, pero sabe que eres alérgico al melocotón, no te preocupes».

Un segundo antes de que mi hermano Giovanni llame, como siempre, tres veces al telefonillo, ya he entendido que me había equivocado: Mario tiene superpoderes.

 

 

—¡Hola, cariño! —grita nuestra madre con las manos entrelazadas y las rodillas un poco dobladas nada más aparecer Giovanni y familia por la puerta.

Intento recordar si ha recibido mi llegada con el mismo entusiasmo, pero un segundo después ya estoy listo para besar la mejilla de mi cuñada Clara y de mi sobrina Renata. Giovanni, en cambio, me da la mano a la americana y me regala una amplia sonrisa. A pesar de ser invierno, va por ahí con una camisa azul con sus iniciales, con los dos primeros botones desabrochados por los cuales se entrevé un pecho henchido y lampiño.

—¿Cómo estás? —pregunta.

Y sin escuchar mi respuesta, se lanza en brazos de Mario que, mientras tanto, se ha unido a nosotros.

Entonces doy un pellizquito cariñoso a la nariz de Renata que, en contra de lo que había imaginado, no se ríe, sino que esconde asustada la cara entre el pelo de su madre. No se me dan muy bien los niños, lo reconozco. Nunca sé cómo comportarme con ellos, qué hacer o qué decir. Es que cuando hago el imbécil, me doy cuenta de que soy imbécil y me entra vergüenza, por lo que termino pareciendo falso, y los críos se dan cuenta si estás fingiendo. En cualquier caso, es un problema relativo, ya que los niños en mi vida son como una licenciatura: todos tienen una menos el aquí presente.

—Renata tiene que comer —dice Clara dirigiéndose a mi madre.

Por lo que acto seguido nos encontramos todos en la cocina: Clara porque sigue a su suegra; Giovanni a su mujer; Mario a su hijo; y yo porque con mucho gusto me quedaría en el sofá viendo la tele, pero después nuestro sargento me tacharía de asocial o, en el mejor de los casos, de antipático.

Así que los sigo y me meto yo también en la cocina, justo en el momento en el que la asistenta hace su enésimo viaje al comedor con una pila de platos en la mano. No querría equivocarme, pero creo que en su rostro había un gesto de irritación. Vete tú a saber si es por el trajín en el que se ve envuelta; si es por nuestra presencia, que le dificulta el trabajo; o si, como creo, es porque la pobre ya está exhausta de vivir con Renata Ferrara.

Desde hace veinte años, en casa Ferrara el tema «asistenta» es de actualidad. Semejante intervalo de tiempo no ha bastado para que nuestra madre sustituyera de manera digna a nuestra primera y única tata, la inigualable Luisa que, hasta el día de su muerte, se ocupó de nuestra familia en orden decreciente, de mí a Giovannino. Desde entonces, mamá sigue en busca de otra tata que le haga competencia; una búsqueda infructuosa, en primer lugar porque ya no necesitamos una tata, y en segundo porque solo ha habido una Luisa. De hecho, ella era la única que le plantaba cara, la única que soportaba sus órdenes, la única que la quería realmente. Que, por otro lado, tampoco es que se pueda culpar a las que han venido después por no haberse encariñado con la déspota señora Ferrara. Por alguna parte Valerio y yo deberíamos tener guardada una clasificación completa hecha hace unas Navidades. Es la lista de las últimas dieciséis asistentas a cargo de la casa que se han ido sucediendo, en función a su tiempo de permanencia. Si no me equivoco, en primer lugar había una filipina que aguantó mucho tiempo, antes de estallar en un llanto desconsolado y huir por la noche. Justo después, pisándole los talones, debería ir la albanesa sonriente y diminuta que un día tiró un plato al suelo y mandó a freír espárragos en su lengua materna a la señora Ferrara. Valerio y yo intentamos hacerla cambiar de opinión, le explicamos que unos días más y superaría a la filipina, pero ella nos miró confusa antes de cerrar la puerta tras de sí. Tengo que peguntar a mi hermano dónde está la lista, para actualizarla.

Clara se pone a dar de comer a su hija, mientras que Giovanni se sirve un poco del zumo de melocotón que hay aún en la mesa y pregunta:

—Y bien, hermanote, ¿qué me cuentas de nuevo?

Por suerte, Renata decide que le da asco la papilla y la escupe sobre la mesa. En ese momento se monta la marimorena y me libro. De no haber sido así, me habría tocado revelar ante toda la familia que mi exmujer espera un hijo.

KANT Y LA ESPERANZA

 

 

 

 

 

Mario es dueño de uno de los estudios de ingeniería más importantes de la ciudad, en vía Toledo, y a pesar de ello, el único que ha seguido sus pasos ha sido Giovanni. En lo que a mí respecta, mi carrera universitaria quedó interrumpida nada más nacer, al quinto examen. La cuestión es que, a pesar de la presión de nuestro sargento y su voluntad de transformar a sus hijos en rudos soldados que se enfrentaran al mundo con el cuchillo entre los dientes y a la vida a dentelladas, nosotros, los tres hermanos, hemos acabado siendo de todo menos soldaditos listos para la guerra.

Yo hace poco que abrí una tienda de cómics en una calle poco transitada, Giovanni me temo que trabaja de ingeniero más por complacer al sargento que por propia elección, y Valerio… ¿Qué hace ahora Valerio? A ver si me acuerdo de preguntárselo.

En cambio nuestra madre, en los años dorados de Democrazia Cristiana (para entendernos, aquellos de Gava, De Mita, Pomicino y compañía), fue una política bastante famosa de Campania. En pocos años consiguió abrirse camino y convertirse en una figura de peso dentro del partido, al menos hasta que su ascenso no se topó con el asunto de Manos Limpias[2]. Fue Tangentopoli el que puso fin a la gloriosa carrera de Renata Ferrara, que como consecuencia atravesó un breve período de depresión.

Yo por aquel entonces apenas era mayor de edad y tenía otras cosas mejores de las que ocuparme: en primer lugar, el examen de selectividad, en el que sin abrir el pico saqué un nada desdeñable cinco raspado; en segundo lugar, la gestión psicofísica de la traición de la que entonces era mi novia, Giulia, a la que, según había descubierto, le gustaba amar a más de un hombre a la vez y, sobre todo, hacerme sufrir lo máximo posible. Han pasado más de veinte años y todavía me pregunto con quién tenía el problema, contra quién se dirigía realmente su venganza. Apostaría una discreta suma contra su padre, que por aquel entonces nunca estaba y que al final, lo supe después, terminó por irse de casa.

Tiene gracia eso de que hagamos pagar a los demás por los errores de nuestros padres. Vamos por ahí con un montón de sufrimiento acumulado desde la infancia, en busca de la persona adecuada para que pague un poco por las injusticias sufridas. Algunos consiguen detener la cadena de odio gracias a un granito de amor encontrado por casualidad; pero la mayoría, por desgracia, continúa inconscientemente haciendo girar el engranaje. Giulia me encontró a mí; aunque no me quejo, yo también hice lo mismo con un par de mujeres inocentes.

Pero, como de costumbre, me he perdido en mis divagaciones. Estaba hablando de la depresión de mi madre y, antes de eso, de la relación de la familia Ferrara con el trabajo. Y también ha quedado en el aire la grandiosa noticia de mi exmujer embarazada, aunque antes querría terminar la historia de Renata.

La conjunción astral Tangentopoli-citación del juzgado-notificación de investigación-escena muda del hijo en el examen de selectividad contribuyó a lo largo de varias semanas a hacer mella en la robusta coraza de mi madre. Si hubiera sabido que justo en ese período estaban investigándola, por lo menos habría intentado regalarle un «éxito escolar del primogénito»; pero con dieciocho años apenas sabía quién era Di Pietro y sus compañeros, por lo que cuando me preguntaron por Kant, arrugué la frente y estiré el cuello como un tonto. A mis espaldas, mamá se alejaba del aula con paso sigiloso, con las manos en la cara para esconder su vergüenza por aquel hijo inútil. Y eso que el día antes me había sometido a un interrogatorio improvisado para imitar lo que ocurriría al día siguiente. «Hay que estar preparados para lo que venga», le gustaba repetir en aquellos años. Creo que la vida, a pesar de todo, le ha enseñado algo; porque hoy sostiene que es inútil prepararse, que, total, cuando llegan los problemas siempre te pillan por sorpresa.

En cualquier caso, aquella tarde en el sofá terminó precisamente con una pregunta sobre Kant. Farfullé algo; ella se llevó los índices a la nariz, se quitó las gafas, suspiró y dijo: «Pues ¿qué te voy a decir? Que esperemos que no te pregunten justo a Kant».

Creo que aquel episodio contribuyó a que se replanteara también el concepto de «esperanza».

 

 

 

[2] Con este nombre se conoce a una serie de investigaciones y procesos judiciales llevados a cabo a principios de los noventa, que revelaron relaciones fraudulentas entre políticos, empresarios e industriales italianos. El proceso pasó a llamarse Tangentopoli (tangente significa «soborno» en italiano) por la opinión pública. (N. de la T.)

PEQUEÑA REFLEXIÓN SOBRE LA ESPERANZA

 

 

 

 

 

«Me llamo Erri Gargiulo y estoy enganchado a la esperanza desde hace cuarenta años».

Si existiera un grupo de apoyo para adictos a la esperanza, debería presentarme así.

Empecé a esperar cuando tenía cinco años, cuando me hacía ilusiones de que mis padres dejaran de discutir. Después esperé que mi padre volviera a casa y que mi madre no se enamorara de otro hombre. Después que mamá se enamorara de Mario y que este no se marchara como había hecho papá. Esperé que raptaran a mis hermanos, que Arianna (de la cual hablaré pronto) se convirtiera en mi novia, que Giulia no me dejara tirado, esperé tirarme a Matilde, que el Nápoles ganara la liga y que tarde o temprano consiguiera trabajar como dibujante de cómics.

Al final he comprendido que no es verdad que la esperanza no se transforme nunca en realidad. Es cuestión de números: cuantas más cosas desees, mayor será la posibilidad de acertar.

¡TACHÁN!

 

 

 

 

 

Pues eso, que estaba en la tienda de cómics un día como otro cualquiera, cuando de pronto se presentó Flor con una botella de spumante, un ramo de margaritas y un imponente libro bajo el brazo.

Flor tiene más de treinta años, pero aparenta muchos menos. Siempre viste con flores de colores chillones, con bufandones que le cubren media cara, solo lleva zapatos planos con faldas largas, tiene un pendiente en el labio, el pelo rizado y dibuja cómics o, mejor dicho y para ser exactos, novela gráfica.

—Hermanote, ¿cómo estas? —soltó mientras apoyaba la botella y el libro en el mostrador.

Luego me regaló el ramo de flores con una sonrisa encantadora.

Tengo que precisar dos cosas. La primera es que todos mis hermanos me llaman «hermanote», recordándome en todo momento que soy el más viejo. La segunda es que Flor es demasiado alegre y está demasiado enamorada de la vida, lo que me hace dudar que realmente sea hermana mía y, sobre todo, hija de mi padre.

—Estoy —me limité a contestar. En este período que esté, que siga existiendo, no me parece para nada tan obvio—. ¿Son para mí? —pregunté después, cogiendo el ramo.

—¿Y para quién si no?

—Eres la primera mujer que me regala flores.

—Entonces eso quiere decir que has salido con la gente equivocada —respondió sin perder la sonrisa.

El primer ser vivo al que conté la traición de mi mujer fue precisamente Flor, un segundo después de cerrar la puerta de casa tras de mí. Ella y Arianna son las únicas con las que consigo hablar abiertamente de mis emociones.

—Ya —respondí, y en nuestro intercambio de miradas se materializó por un instante la figura de Matilde. —¿Y la botella a qué viene? —pregunté justo después.

—Tenemos que brindar.

—¿Una nueva novela?

—¡Tachán! —trompeteó Flor, enseñándome la portada de su último esfuerzo literario.

Ya he comentado que mi hermana dibuja novela gráfica, dejando de lado el pequeño detalle de que aún no ha encontrado editor. Las edita ella misma (también en este caso con mi colaboración) y me las cuela en la librería, normalmente en el escaparate o en la mejor estantería.

—Qué bonito —comenté mirando la portada con dos chicos rubios besándose bajo una tormenta de nieve.

—¿La pones en el escaparate?

Con una sonrisa le dije que sí con la cabeza, y se le iluminaron aún más los ojos.

—Pero no es lo único que tenemos que celebrar —añadió después.

—¿Hay algo más? —Por toda respuesta, abrió su bolso de tela verde con flores rosas y azules, y sacó un palito. Luego se me quedó mirando con una sonrisilla pícara—. ¿Qué es?

—¡Tachán! —volvió a gritar, y me plantó el chisme bajo las narices.

Tardé unos segundos en focalizarlo, después abrí la boca de par en par, echando el cuello hacia atrás como un pavo.

—Qué, ¿no dices nada? —preguntó decepcionada por mi reacción.

—¿Embarazada? —Flor asintió y siguió sonriendo—. ¿Y de quién?

—¿Aaah? —respondió, encogiéndose de hombros.

—¿Cómo que «¿Aaah?»?

—Jopé, Erri, no me estropees el momento. Eres el único que lo sabe, creía que te haría ilusión tener una sobrina.

—Bueno…, estoy contento, pero no entiendo…

Ella dejó de sonreír y, ceñuda, contestó:

—¿Qué hay que entender? ¡Quería un hijo y aquí lo tengo! El resto da igual. Además, estos discursos me los podría esperar de papá, no de ti.

—Eso, justo, papá. ¿Qué opina él? —pregunté.

—Perdona, y yo qué sé. Te he dicho que eres el único que lo sabe.

—¿Pero de verdad no tienes ni idea de quién puede ser el padre?

Flor cogió la botella de spumante por el cuello y respondió, cada vez más mosqueada:

—Algo de idea tengo, pero ya sabes… Es que quería un hijo antes de hacerme vieja… Así que se puede decir que me he puesto las pilas.

—¿Hacerte vieja? ¡Que tienes treinta y tres años!

—Demasiados. ¿Quieres que traiga al mundo una hija cuando ya no tenga ni fuerzas para criarla? Además, tú, ¿con cuántos años querrías ocuparte de una sobrina, cuando te mees encima y no te quede un diente en la boca?

Pasando por alto el hecho de que debería ser yo el que me ocupara de la niña, respondí:

—Vale, haz lo que te dé la gana. Total, estás loca.

En ese momento, Flor me abrazó.

—Venga, no pongas esa cara. Por fin tendrás una sobrina con la que desfogar tus reprimidos deseos de paternidad, que a Renata apenas dejan que la toques. ¡Menos mal que estará Soledad en tu vida!

—¿Por qué, cómo sabes que es niña?

—Seguro que lo es, yo quiero una niña.

Flor tiene una dudosa visión de la existencia, cree que se despliega a su paso, como la alfombra roja para las princesas de los cuentos.

—Imagínate qué bonito, dentro de quince años tendré una amiga con la que salir por ahí, ir de compras…

—Ya —me limité a responder.

Entonces ella me espachurró los mofletes y añadió:

—Además, mi pobre Erri ya está rodeado de machos alfa Ferrara. Al menos por parte de los Gargiulo tendrás una mujer que se ocupe de ti cuando seas viejo.

—¿Por qué, no puedo encontrar pareja?

Ella hizo una mueca.

—Bueno…, si yo fuera tú, no contaría demasiado con ello. No es nada fácil estar contigo. A saber cómo hiciste para encontrar una…

—Cabrona —respondí, y ella soltó una carcajada mientras descorchaba la botella.

Justo después me pasó el índice mojado por detrás de la oreja y se pegó al spumante.

—Pero ¿qué haces? —le dije, quitándole la botella—. Ahora no puedes beber.

—Ah, ya —contestó perpleja, cogiendo entonces el paquete de cigarros del bolso.

—Y tampoco fumar —añadí.

—Erri, dame un respiro. Ves lo pesado que eres, ¿cómo quieres que alguien esté contigo? En lugar de eso, deberías ponerte las pilas, que para tener un hijo ya estás en las últimas. En pocos años tu próstata se jubila.

—Siempre sabes cómo subir la moral a la gente —respondí mientras colocaba su novela en el escaparate.

—Deberías hacer como yo —continuó, echando el humo.

—¿Hacer qué?

—Tener el mayor número de relaciones posibles, así aumentan las posibilidades. Vamos, que deberías follar con más mujeres.

—Y tú, en cambio, deberías hacer que te viera alguien, pero alguien bueno.

—Si no fueras mi hermano, podría ayudarte yo, aunque no me gustes demasiado.

—¡Y dale, Flor!

—Vale, te dejo con tus cosas. Besos, hermanote.

Y me plantó los labios en la mejilla.

Me quedé en la puerta mirándola dar brincos entre la gente, y me pregunté cómo hace para estar siempre tan alegre, siempre tan chiflada. Tenemos el mismo padre, y aun así ella es feliz y yo no.

Antes o después tendré que reconocer que la tesis de la responsabilidad subjetiva tiene su porqué.

COMO EN LOS VIEJOS TIEMPOS

 

 

 

 

 

Estaba reflexionando sobre la noticia bomba que acababa de recibir de mi hermana, cuando me sonó el móvil. Era Matilde.

—Erri, tengo que hablar contigo.

—Adelante —respondí con voz gélida.

—Por teléfono no.

—¿Por qué?

—Es de algo importante.

—Si es de algo importante, no me lo cuentes a mí, cuéntaselo a Huevos Colganderos.

Desde el día en que me vi obligado, a mi pesar, a abandonar el techo conyugal y mi vida precedente, siempre he evitado pronunciar el nombre del amante de mi mujer. Por otro lado, ¿cómo podría definirlo en una conversación? ¿Él? ¿El otro? ¿Tu amante? ¿Ghezzi? No, sería ridículo, mejor un término «cariñoso».

—¿Puedes dejar de hacer el imbécil de una santa vez? —contestó alzando la voz.

—No —respondí seco.

—Te lo pido por favor, necesito hablar contigo. —Silencio—. Ha pasado algo…

En ese momento entró el señor Bracale, jubilado de la RAI y obsesionado con los cómics, por suerte para mí. Cada dos días se acerca a comprar un par de volúmenes que pasan a engrosar su nutrida colección, y si aún no he echado el cierre es en gran parte gracias a él. Lo único es que Bracale, al ser mi mejor cliente, espera que se le trate como tal, y cuando entra en la tienda yo debo echarme a sus pies como si fuera un felpudo.

Pero en aquella ocasión no podía hacerlo, estaba ocupado luchando contra mi mujer y su nuevo intento de reconciliación.

 

 

La verdad es que no soy especialmente atractivo, para qué andarnos con rodeos. Soy desgarbado, tengo una cara bastante inexpresiva, unos ojos pequeños al fondo de unas gafas de culo de botella, una boca que parece el signo de la resta y un mechón de pelo ralo en medio de la calvorota. Por mi color de piel parezco un personaje de un dibujo animado de Tim Burton, tengo los pies planos, los pectorales que caen rendidos a la ley de la gravedad y la típica barriga de cuarentón insatisfecho. Si a esto añadimos que la mayoría de las veces tengo gesto de enfado, pues no se hable más: mis posibilidades de tener una relación quedan reducidas al mínimo. Es una pescadilla que se muerde la cola: cuanto más tiempo paso sin una mujer, más me parezco a Charlie Brown. En resumen, me río poco. En cambio, parece que de pequeño lo hacía a menudo, antes de que la vida se me echara encima como una ola que te pilla de espaldas un segundo antes de que consigas llegar a la orilla.

Y con todo y con eso, ¿cómo se hace para mirar a otro lado si tu exmujer te da a entender que quiere echar un polvo? Ha ocurrido dos veces en los últimos tres meses. La primera, en la fiesta de una pareja de viejos amigos que me habían invitado también a mí, a pesar de que al día siguiente de nuestra separación mi nombre hubiera acabado en la casilla «amigos de pareja de los que se pierde la pista una vez que ya no son pareja».

Aquella noche, cada vez que me daba la vuelta descubría que Matilde me estaba mirando. En determinado momento me siguió al baño y, después de cerrar la puerta tras de sí, susurró:

—Te echo de menos.

Llevaba un vestidito ajustado azul que se ceñía a sus caderas y piernas, y dejaba al descubierto un pecho generoso.

—Te tiembla el párpado —añadió después con una sonrisita.

Es difícil fingir indiferencia con la mujer que te ha acompañado durante quince años de tu vida. Matilde sabe perfectamente que en determinadas circunstancias empieza a molestarme el párpado. Una vez incluso fuimos a un especialista, que dijo que era por culpa del estrés, que ante la perspectiva de una relación sexual mi cuerpo se ponía nervioso y empezaba a contraer los músculos. «¡Lo importante es que no se contraiga aquel músculo!», exclamó finalmente, soltando una sonora carcajada.

Desde entonces cambié de especialista.

El caso es que en aquel baño intenté resistirme, lo juro; pero ella me pasó la mano por detrás de la nuca y apretó mi lóbulo entre sus dientes, envolviendo al mismo tiempo mi muslo con el suyo. Era presa de una enorme pitón.

—¿Qué quieres de mí? —dije.

—Nada, necesitaba tu olor…

Habría podido ganar. Si simplemente hubiera abierto la puerta y hubiera regresado a la fiesta, ella habría vuelto a ser mía, enamorada y rechazada. Pero en lugar de eso, la abracé y la empujé contra la puerta.

Hicimos el amor con un deseo que no sabíamos que sentíamos aún el uno por el otro, como nunca en los últimos años. Fue un minuto largo de abundante y ardiente pasión. Inmediatamente después, ella estaba de nuevo en aquella fiesta anónima, sonriendo a gente que no me importaba nada.

La segunda vez tuvo lugar en la tienda de cómics. Matilde se presentó una tarde con la excusa de querer comprar algo para su sobrino. Echó un vistazo y comentó:

—Me alegro, ¡al final lograste tu sueño!

—Ya —respondí—, y pensar que fuiste tú la que me hizo comprender que había llegado el momento de cambiar.

—Lo habrías comprendido también tú solo, tarde o temprano. Aquel trabajo no era para ti.

 

 

Poco antes de separarnos, estábamos en el coche, parados en un atasco, cubiertos por un cielo gris insólito para nuestra ciudad, cuando me salió con esta frase:

—Si no te gusta tu trabajo, cámbialo.

Me di la vuelta de golpe, pero Matilde no me miraba, así que me quedé mirando su perfil, que se dibujaba sobre un fondo blanco sucio.

—Pero ¿qué dices?

—Digo que si tienes que ser infeliz con un trabajo estable, prefiero que seas feliz y precario.

—¡No digas bobadas! —comenté.

Trabajaba en la empresa de paneles solares de mi suegro, Natura S. L., un coloso de la agricultura de Nocera que ofrece soluciones de economía sostenible a toda Europa. Crispino del Gaudio es amigo cercano de Mario, y había sido precisamente mi padrastro el que había insistido en que me contrataran. Es así como conocí a Matilde, joven y ambiciosa encargada, licenciada desde hacía poco, que ya ayudaba a su padre; y también a Ghezzi, por aquel entonces cuarentón y ya responsable del marketing de la empresa.

Ella se calló, y yo volví a mirarla. Por la ventana, detrás de su figura, seguía haciendo mal tiempo.

—¿Aún me quieres? —preguntó de improviso.

—¿Tú me quieres? —fue lo único que conseguí decir.

—No me has respondido.

—Tú tampoco.

Durante el resto del trayecto no abrimos la boca, con dos preguntas que se quedaron en el aire, yo mirando la calle, ella con los ojos cerrados y apoyada en el reposacabezas. Mientras la música de la radio llenaba el silencio que deberían haber ocupado nuestras palabras, le daba vueltas a su pregunta. ¿Era posible que ya no nos quisiéramos? ¿Era posible que solo nos hubiéramos dado cuenta en ese momento? ¿Y que nos lo estuviéramos confesando en el coche, en medio del atasco de un día normal? ¿Mientras el cielo gris que nos cubría se derretía en gotas que se deslizaban por los cristales, y la música se transformaba en noticiario?

Era un día como otro cualquiera para decirse todo lo que había que decirse, un momento banal, un intervalo de aburrimiento. Después he comprendido que las verdades salen a la luz justo en los momentos de monotonía, cuando el cansancio de un día cualquiera y siempre igual nos parece el peor de los males.

 

 

Pues eso, que estábamos allí, en la tienda de cómics, hablando de nosotros, y no pude contenerme.

—¿Cómo puedes estar con un viejo?

—No es viejo.

—Tendrá sesenta años…

—Cincuenta y siete.

Incómoda, se puso a hojear un libro.

—Además —continué—, ¿no querías un hijo a toda costa? ¿Crees que vas a tenerlo con un sesentón?

Con mirada a la vez ofendida y decepcionada, respondió:

—No voy a tener hijos, y lo sabes bien.

«Creo que ha llegado el momento de aceptarlo», le había dicho una noche, después de la enésima prueba negativa de embarazo.

Y aun así, a pesar de mi pregunta fuera de lugar, al rato nos volvimos a encontrar en el baño de la tienda de cómics, ella con el culo en el lavabo, yo con los pantalones bajados, igual que en los viejos tiempos.

 

 

—Un segundo solo —susurré a Bracale, alejando el auricular de la oreja.

Él sonrió y no se apartó del mostrador, a menos de un metro de mí.

—No puedo hablar —susurré.

—Es urgente.

—Te vuelvo a llamar yo.

—No lo harás.

—Lo haré.

Ya estaba liado enseñando a mi cliente un tocho de seiscientas páginas de un dibujante iraní que había muerto hacía poco, cuando me llegó un mensaje al móvil. Desde entonces, lo miro una y otra vez con la esperanza de que me dé fuerzas para tomar una decisión. Al menos por una vez en mi vida.

 

Estoy segura de que no me habrías llamado. Ahora supongo que sí lo harás. Estoy embarazada.

IMPREVISTOS Y PROBABILIDAD

 

 

 

 

 

No le he devuelto la llamada. Al menos, aún no. Cuando estoy a punto de hacerlo, basta con que mire el mensaje y me echo atrás. He sopesado la situación y he llegado a la conclusión de que este hijo no puede ser mío. Sería una cruel broma del destino. Durante años, el vientre de Matilde ha sido teatro de horribles tragedias, una auténtica y genuina carnicería para millones de mis espermatozoides felices e ingenuos, que se han inmolado como soldados en el frente. Nuestras relaciones programadas se transformaron muy pronto en un montón de pequeños desembarcos de Normandía, con mis tropas mermadas en cuanto ponían el pie en el continente. Dentro de mi exmujer hay una hilera de torretas repletas de francotiradores que patrullan el terreno, y adentrarse en su interior es prácticamente imposible.

Por tanto, cabría preguntarse cómo ha conseguido resolver el problema Huevos Colganderos. Quizá entabló una negociación. Sabiendo que solo podía contar con milicias de una cierta edad y ya hartas de combatir, decidió sentarse a la mesa de las negociaciones y salió vencedor. Sí, tuvo que ser así. Por otro lado, no querría entrar en detalles, pero el coitus consumado en el lavabo del baño debería entrar con todo merecimiento entre los catalogables en el subgénero de interruptus. Al menos, así me pareció, aunque no tenga certezas científicas, ni en un sentido ni en el otro. Y este es el problema.

Vamos, que aún no he hecho la llamada, pero sé que antes o después me tocará hacerlo.

—El otro día vi a Matilde —dice Clara, que se acaba de sentar a mi lado en el sofá.

—Ve a llamar a tu hermano, la cena está casi lista —oigo decir a mi madre, dirigiéndose a Giovanni.

—¿En serio? —pregunto.

Pero Clara, como un sabueso, ya tiene puesta la nariz en el pañal de su hija.

—¿Se ha hecho caca mi princesa? —exclama con voz infantil.

—¡No a Erri, a Valerio! —grita mi madre desde la cocina, siempre dirigiéndose a Giovanni, que ahora está de pie frente a mí.

—Pero ¿por qué?, ¿está aquí Valerio?

—¿Está aquí Valerio? —pregunto a su vez.

—Sí, está durmiendo en su habitación. Al menos eso creo, que dormía —responde Mario con una sonrisita que no consigo interpretar.