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"Hubo un tiempo en que yo creía haber comprendido el ser interior de Lacan. Creía tener una especie de percepción de su relación con el mundo, un acceso misterioso a un lugar íntimo del que emanaba su relación con los seres y las cosas, también con él mismo. Era como si me hubiera deslizado en su interior". Así comienza Catherine Millot la narración de su experiencia vital junto a una de las grandes personalidades del siglo XX, el filósofo y psicoanalista Jacques Lacan. Millot, quien fue compañera sentimental de Lacan en los últimos años de su vida, es una reconocida analista y una figura del panorama cultural francés. En este viaje nos transporta a través de paisajes e interiores y nos acerca al Lacan más humano, aquel ser de extraordinario vigor que amaba el arte y a sus amigos, que reunía brillantez, pero también comicidad y vulnerabilidad. Y sobre todo, nos adentra en aquellos fructíferos años donde Lacan produjo algunos de sus seminarios más sólidos e inspiradores. " Mi vida con Lacan es más que un relato autobiográfico, es un exquisito trayecto que nos acerca a la vida y a la comprensión de nuestra irreductible soledad.
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Seitenzahl: 129
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Título original en francés: La vie avec Lacan
© Éditions Gallimard, 2017
© De la traducción: Alfonso Díez
© De la imagen de cubierta: «Volcán», de ALSKY
Derechos reservados para todas las ediciones en castellano dentro del territorio español. Prohibida la venta en los países de América Latina.
Primera edición: febrero de 2018
© Nuevos Emprendimientos Editoriales S.L.
C/ Aribau, 168-170, 1.º 1.ª
08036 Barcelona (España)
e-mail: [email protected]
http://www.nedediciones.com
Maquetación: http://www.editorservice.net
ISBN: 978-84-16737-32-1
Reservados todos los derechos de esta obra. Queda prohibida la reproducción total
o parcial por cualquier medio de impresión, de forma idéntica, extractada o modificada en castellano o cualquier otra lengua.
La vida con Lacan
Hubo un tiempo en que yo creía haber comprendido el ser interior de Lacan. Creía tener una especie de percepción de su relación con el mundo, un acceso misterioso a un lugar íntimo del que emanaba su relación con los seres y las cosas, también con él mismo. Era como si me hubiera deslizado en su interior.
Este sentimiento de comprenderlo desde el interior iba acompañado de la impresión de ser comprendida, en el sentido de estar todo mi ser incluido en su comprensión, cuyo alcance me sobrepasaba. Su espíritu —su grandeza, su profundidad—, su universo mental, incluía al mío como una esfera contiene a otra más pequeña. Descubrí una idea parecida en la carta en la que Madame Teste habla de su marido. Al igual que ella, yo me sentía transparente para Lacan, convencida de que él tenía un conocimiento absoluto sobre mí. No tener nada que disimular, ningún misterio que esconder, me daba una completa libertad con él, pero no solamente eso. Una parte esencial de mi ser la depositaba en él, que era su guardián, no cargaba yo misma con ella. Viví a su lado durante años en medio de esta levedad.
Un día, no obstante, él estaba manipulando uno de aquellos nudos que le daban tanto trabajo y de repente me dijo: «¿Ves esto? ¡Eres tú!». Yo era, como cualquiera, sin importar quién, lo real que escapaba a su control, que le causaba tanto sufrimiento. De pronto me asaltó la idea de aquello que en mí se le resistía como sólo lo real resiste.
Cuando digo «su ser», ¿qué quiero decir? Su particularidad, su singularidad, lo que en él era irreductible, su peso de real. Cuando hoy intento captar otra vez aquel ser, me vuelve a atrapar su poder de concentración, su concentración casi permanente en un objeto de pensamiento que nunca soltaba. Con el paso del tiempo, él mismo se había simplificado en extremo. En cierto modo, ya no era más que eso, esa concentración en estado puro. Concentración que se confundía con su deseo volviéndolo tangible.
Yo la veía también en su forma de caminar, inclinado, con la cabeza por delante, como llevado por su propio peso, recuperando el equilibrio a cada paso. Pero en esta misma inestabilidad, uno podía percibir su determinación, que no se apartaría ni un centímetro de su camino. Que llegaría hasta el final, siempre en línea recta, sin hacer caso de los obstáculos que parecía ignorar y que en todo caso no le inspiraban consideración alguna. Le gustaba recordar a todo el mundo que era un Aries.
La primera vez que le vi caminar fue por los senderos de Cinque Terre en Italia, a los que —en agostoy a pleno sol— arrastraba a la gente de su entorno, que no osaba protestar. Él caminaba por delante, con una determinación feroz. No importaba el riesgo de insolación, ni para él ni para los demás. Íbamos de un pueblo costero a otro por las colinas que se elevan junto al mar y volvíamos en tren.
Aquel verano, él hacía esquí náutico en la pequeña bahía de Manarola. Agarrado con fuerza a la cuerda y sin salirse de la estela del barco, allí tampoco se desviaba. Luego, en el invierno del mismo año, en las laderas de Tignes, no parecía saber hacer otra cosa más que schuss. Esto le había costado fracturarse una pierna algunos años antes. Fue entonces cuando Gloria, su secretaria, empezó a trabajar para él. La inmovilización le enfurecía y su mal humor recaía en la pobre Gloria, que acabó perdiendo la paciencia. Un día, mientras estaba tendido en la cama, ella agarró su pierna escayolada, la levantó y la dejó caer de forma brusca. Estupefacto ante aquella mujer que no se dejaba intimidar, Lacan cambió súbitamente de tono y se dirigió a ella con un repentino interés, preguntándole por sus orígenes, por su historia. Aquel día se creó entre ambos un vínculo de fidelidad indestructible.
Más adelante, yo lo acompañaba a menudo desde su casa de campo, en Guitrancourt, hasta el golf en el que tenía acciones aunque no jugaba nunca. La única función que tenía el golf era la de pasear. Pero «paseo» tampoco es una buena forma de llamarlo. En tales ocasiones tambiéncaminaba recto, con la cabeza gacha, a través de bosques y campos, enredándose en matorrales o hundiéndose en los terrones recién labrados, sin desviarse jamás de su ruta. Yo me preguntaba cómo conseguía orientarse, pero nunca perdía el rumbo. Le seguía calzada con unas botas de caucho, mientras que él embarraba sin miramientos sus bellos zapatos hechos a medida. Al llegar al golf llamaba a Jésus, el guarda de Guitrancourt, su«buen Jésus», como le gustaba llamarlo, que nos llevaba de vuelta en coche.
Lacan conducía de la misma manera. Cabeza hacia delante, pegado al volante, desdeñando los obstáculos, como decía una de mis amigas; nunca reducía la velocidad, ni siquiera por un semáforo en rojo o por no tener prioridad. La primera vez, en la autopista, a casi 200 kilómetros por hora, me entró una risa loca que me costó disimular. Pero de todos modos le dejé hacer, porque de tan concentrado como estaba no me hubiera hecho caso.
De todos modos, un día tuvo que dar un frenazo para no estamparse contra el coche de delante, que había disminuido la velocidad de golpe. Pero no bastó con el frenazo, el coche derrapó y se terminó para siempre el sentimiento de invulnerabilidad que yo tenía junto a él. Entonces empecé a tener miedo y los trayectos en coche se convirtieron para mí en un suplicio. No valía la pena implorarle que frenara. Su nuera, Laurence, una vez intentó engañarle: le pidió que fuera más despacio para poder «ver el paisaje». Él respondió: «Mira con más atención».
Una sola vez, yendo conmigo, la policía lo paró de vuelta de Guitrancourt. El domingo por la noche siempre había mucho tráfico y él tenía por costumbre invadir el arcén para adelantar por la derecha a los coches inmovilizados, mientras que los conductores, furiosos, daban golpes de volante para impedirle el paso a riesgo de una colisión. Aquella noche, nos llevaron a la comisaría que hay cerca del túnel de Saint-Cloud,dondeestuvimos esperando mucho rato hasta que él se inventó una urgencia médica para justificar la infracción. Se mostró muy impaciente durante la espera. Lo real a veces adopta la forma de la policía.
Su forma de conducir formaba parte de su ética. No es casual que a su analista, Rudolph Loewenstein, peso pesado de laIPA, le contara a modo de apólogo la siguiente anécdota: en un túnel, al volante de su pequeño automóvil, vio venir en dirección contraria a un camión que estaba adelantando a un coche. Él no dejó de apretar el acelerador y obligó al otro a apartarse. Pareciera que se trataba de un pulso, pero la moraleja es más bien que él no se dejaba intimidar y no cedía ante nada.
Me contó esta historia en una época en la que todavía le gustaba hablar de sí mismo. También me contó un incidente reciente que aún le dolía. Dos maleantes irrumpieron en su consulta hacia las siete de la tarde, le dieron un empujón a Paquita, que se encargaba de la puerta después de que Gloria se marchara al final de la tarde. Entraron en su despacho, donde él estaba con Moustapha Safouan en un control. Los maleantes querían atracarlo a punta de pistola. Él respondió que no conseguirían nada de él con amenazas, que era viejo y que le daba igual morir. Uno de ellos le dio un puñetazo en el mentón que tampoco le hizo cambiar de opinión, pero que le luxó la mandíbula, lesión de la que se resintió mucho tiempo. Safouan, para salir del apuro, tuvo la idea de extender un cheque que permitió a los agresores irse sin perder la cara.
Lacan me contó este incidente en respuesta a mi pregunta sobre el puño americano del que no se separaba nunca. Se hizo con él después de esta agresión. Llevaba siempre esta arma en el bolsillo de su pantalón junto a su pañuelo, sus llaves, su pequeña navaja suiza de chez Peter, protegida por una funda de piel, y también un bonito netsuke triangular de boj, muy suave al tacto, que parecía una cinta de Moebius aplastada.
Pierre Goldman también pensó en chantajear a Lacan. Quedó desarmado al ver a aquel hombre canoso bajando la escalera del número 5 de la callede Lille, absorto en sus pensamientos. Su austera majestuosidad de pensador lo detuvo. Esta impresión se imponía sobre la reputación del hombre público, su supuesta riqueza que atizaba la crítica y la codicia.
El puño americano causó problemas en los controles de seguridad de los aeropuertos,donde siempre hacía saltar ritualmente las alarmas. Entonces Lacan debía vaciar sus bolsillos. En aquella época, el arma no era confiscada sino entregada a una azafata durante el viaje y devuelta a su propietario al llegar adestino.
Aunque no hubiera ninguna prohibición ni límite convencional que le hiciera apartarse de su camino, él sabía reconocer lo real que se le interponía como un obstáculo. Quizás fuese porque no tenía en cuenta las prohibiciones por lo que estaba en contacto directo con esto mismo, que llegó a convertirse en el principal objeto de su reflexión. Lo real era algo serio, valía la pena tenerlo en cuenta. Lo real esaquello contra lo que no podemos hacer nada, contra lo que nos debatimos, es lo infranqueable, lo imposible de rodear, lo que no se puede negociar. Para él se trataba, tanto en la vida como en un tratamiento, de llegar hasta ahí, hasta ese inquebrantable núcleo de la realidad. Todo lo que nos separade lo real, lo que lo mantiene a distancia o lo enmascara, no es más que frivolidad.
La primera ilustración de esta posición fue para mísu forma de visitar los museos e iglesias en Italia. Como todo el mundo sabe, los horarios de estos lugaresson irregulares y rara vez se respetan. Tampoco los respetaba Lacan,quien conseguía que le abrieran las puertas, casi siempre con éxito. Ya no recuerdo cómo lo conseguía, pero sabía ser persuasivo por poco que consiguiera pillar a alguien. Aprendí que una puerta cerrada podía abrirse a todo aquél que lo pidiera con la suficiente convicción. Pedirera como un «ábrete sésamo». Que yo recuerde, tan sólo hubo una ocasión en la que la cosa estuvo a punto de acabar mal. Lacan había envejecido, la tozudez le ganó la mano a la flexibilidad de la negociación y entonces quiso entrar por la fuerza. Casi se cae por las escaleras,empujado por el guarda, para quien la edad de Lacan no era un argumento.
La primera iglesia que visité con él fue Sant’Agostino en Roma, donde se encuentra la Madonna de Loreto de Caravaggio. Cosa rara, la encontramos abierta. Lacan contempló durante largo rato el cuadro colgado sobre un altar. El pie desnudo de la Virgen lo tenía fascinado. Le pidió al sacristán que andaba por allí que le dejara una escalera para verlo más de cerca. Este se resistió un poco, pero luego cedió riendo a esa petición nada habitual. Lacan se encaramó a la escalera y examinó con gran atención aquel pie que lo intrigaba por una razón que siguió siendo un misterio para mí, ya que no hizo ningún comentario.
En la galería Borghese se puede ver otro Caravaggio, frente al cual Lacan también permaneció mucho tiempo y que presenta similitudes con el de Sant’Agostino. Es la Madonna de los palafreneros. En ambos cuadros, la Virgen es una mujer fuerte y morena de rostro grave, cuyo modelofue Lena, la amante del pintor. El Niño Jesús no tiene nada de un lactante, es demasiado grande y seguramente demasiado pesado para que lo lleven en brazos, incluso una mujer fuerte. La pierna doblada de la primera Virgen lo retiene e impide que resbale, mientras que la otra lo sostiene por los brazos, como se hace para ayudar a un niño a dar sus primeros pasos. En la Madonna de los palafreneros, el pie desnudo de la Virgen aplasta la cabeza de una serpiente, ilustrando la parábola bíblica: «Y pondré enemistad entre ti y la mujer». El pie del Niño Jesús está encima del de la Virgen, como si apoyara el gesto de su madre. Lacan se refirió aesto durante una conferencia en Ginebra. «La Virgen María, con su pie sobre la cabeza de la serpiente, quiere decir que se apoya en ella», dijo. En ambos cuadros, la belleza y la fuerza de los pies desnudos de la Madona son impactantes. Hoy me pregunto si Lacan, encaramado a la escalera, no estaría buscando el rastro de la serpiente bajo el pie de la Madonna de Loreto.
Aquel verano, Lacan me hizo descubrir Roma y yo me enamoré perdidamente de ella. Había estado antes allí, pero nadie me había abierto sus puertas como él lo hizo. Vimos, por supuesto, todos los caravaggios de Roma, los de San Luís de los Franceses, los de la Piazza del Popolo y los que hay en todos los museos, que son muchos, sobre todo el Bacchus de la Galería Borghese y la Magdalena penitente de la Galería Doria-Pamphili,