LA VIDA INTELECTUAL - A.D. Sertillanges - E-Book

LA VIDA INTELECTUAL E-Book

A. D. Sertillanges

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Beschreibung

En 1920, el monje dominicano Sertillanges escribió "La Vida Intelectual: Su espíritu, sus condiciones, sus métodos", una obra maestra que proponía abordar los Dieciséis Preceptos de Santo Tomás, pero que adquirió una forma práctica para la preparación durante y después del estudio. La Vida Intelectual va más allá de las meras observaciones sobre los estudios. Son métodos completamente perdurables y fundamentales para el desarrollo humano como ser dotado de inteligencia. Elogiada por intelectuales, críticos y periodistas especializados, el éxito duradero de "La Vida Intelectual" es la prueba máxima de su valor.

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Seitenzahl: 334

Veröffentlichungsjahr: 2023

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A. D. Sertillanges

LA VIDA INTELECTUAL

Título original:

“La vie intellectuelle”

Primera edición

Sumario

PRESENTACIÓN

Sobre el Autor

Sobre la obra: La Vida Intelectual

Prefacio del Autor

Advertencia preliminar

CAPITULO I - La Vocación Intelectual

CAPITULO II - Las Virtudes de un Intelectual Cristiano

CAPITULO III - La Organización de la Vida

CAPITULO IV - El Tiempo del Trabajo

CAPITULO V - El Campo del Trabajo

CAPITULO VI - El Espíritu del Trabajo

CAPITULO VII - La Preparación del Trabajo

CAPITULO VIII - El Trabajo Creador

CAPITULO IX - El Trabajador y el Hombre

PRESENTACIÓN

Sobre el Autor

A.D. Sertillanges, cuyo nombre completo es Antonin-Dalmace Sertillanges, fue un destacado filósofo y teólogo francés del siglo XX. Nacido el 16 de noviembre de 1863 en Aubeterre-sur-Dronne, Francia, Sertillanges se destacó por su profunda erudición y su amplio conocimiento en diversas áreas del pensamiento humano.

Sertillanges fue reconocido por su notable trabajo en filosofía, teología y ética, así como por su agudo análisis y reflexión sobre temas relacionados con la moral, la espiritualidad y la vida intelectual. Su enfoque se basaba en la búsqueda de la verdad, la sabiduría y la virtud, y se caracterizaba por su rigurosidad intelectual y su compromiso con la excelencia.

Además de su prolífica carrera académica, Sertillanges también fue conocido por su devoción a la vida contemplativa y espiritual. Su profunda fe católica influyó en gran medida en su pensamiento y enfoque filosófico, y lo llevó a explorar la relación entre la razón y la fe, así como a reflexionar sobre la importancia de la virtud y la búsqueda de la trascendencia en la vida humana.

Las obras de Sertillanges han dejado una huella duradera en el ámbito filosófico y teológico. Sus escritos, marcados por su claridad y profundidad, han sido ampliamente estudiados y valorados por su contribución al pensamiento humano. Su enfoque multidisciplinario y su capacidad para abordar temas complejos de manera accesible han hecho de sus obras una referencia importante en la búsqueda de la verdad y la comprensión del mundo.

Sobre la obra: La Vida Intelectual

"La vida intelectual" es una obra trascendental escrita por A.D. Sertillanges que nos invita a reflexionar sobre el papel y la importancia de la vida intelectual en nuestro desarrollo humano. Publicada por primera vez en [año de publicación], esta obra maestra nos sumerge en un fascinante viaje hacia el mundo del pensamiento y la búsqueda de la verdad.

En este libro, Sertillanges nos presenta una profunda exploración de los fundamentos de la vida intelectual y nos brinda herramientas prácticas para cultivar una mente inquisitiva y activa. A través de su perspicaz análisis, el autor nos invita a reflexionar sobre la importancia de la lectura, la reflexión, el estudio y el diálogo como elementos esenciales para enriquecer nuestra vida intelectual.

Sertillanges nos guía a través de los distintos aspectos de la vida intelectual, desde la adquisición de conocimiento y la importancia de la formación académica, hasta la necesidad de cultivar la curiosidad, la disciplina y la perseverancia en nuestra búsqueda de la verdad. Además, nos insta a integrar nuestra vida intelectual con nuestra vida espiritual y a reconocer el valor de la contemplación y la reflexión profunda en nuestro crecimiento personal.

"La vida intelectual" es una obra que destaca por su estilo claro y accesible, lo que permite al lector adentrarse en los conceptos complejos de manera sencilla. Sertillanges nos cautiva con su pasión por el conocimiento y su convicción de que la vida intelectual es un componente fundamental para una vida plena y significativa.

Esta obra ha sido ampliamente aclamada por críticos y lectores, quienes han elogiado su perspicacia, su profundidad y su capacidad para inspirar y guiar a aquellos que buscan una vida intelectual enriquecedora. "La vida intelectual" es un libro que nos desafía a desarrollar nuestro potencial intelectual y nos invita a ser participantes activos en el diálogo de las ideas y la búsqueda de la verdad.

LA VIDA INTELECTUAL

Prefacio del Autor

De este libro fueron hechas varias ediciones. La primera data del año 1920. Y como no lo había vuelto a leer desde entonces, me preguntaba, al examinarlo recientemente, si con la experiencia de quince años más conocería yo mi pensamiento. Me identifiqué nuevamente con él, y por eso nada he tenido que corregir en lo fundamental. Porque, a decir verdad, estas páginas no tienen fecha. Brotaron de lo más íntimo de mí. Cuando salieron a luz, las llevaba dentro de mí desde hacía un cuarto de siglo. Las escribí como quien expresa sus convicciones esenciales y desahoga su corazón.

Una prueba para confiar en su éxito es sin duda la favorable acogida que desde un principio tuvieron, y es sobre todo el testimonio de innumerables cartas en las cuáles se me demostraba Agradecimiento, ya sea por la ayuda técnica que daba a los trabajadores del espíritu, ya por el entusiasmo que ellas habían comunicado a ánimos jóvenes o adultos, y en general por haber sido esas páginas una revelación entre todas preciosa, a saber: la del clima espiritual para la gestación del pensador, para su evolución, su progreso, su inspiración y su obra. Y en efecto, aquí está su valor principal. El espíritu domina todo. Es él quien comienza, cumple, persevera y da fin. Y de la misma manera que dirige toda adquisición y toda creación, así también preside el trabajo más secreto y más exigente que obra en sí el trabajador en toda su carrera.

No cansaré al lector, creo, si insisto una vez más sobre ese todo de la vocación de pensador o de orador, de escritor y de apóstol, Sin duda, es ésta la cuestión previa. Es también la cuestión esencial y en consecuencia está aquí el secreto del éxito.

¿Queréis hacer obra intelectual? Comenzad creando en vos una zona de silencio, un hábito de recogimiento, una voluntad de desprendimiento que os haga apto para la obra; adquirid ese estado de ánimo sin el lastre del deseo y de la voluntad propia, que es el estado de gracia del intelectual. Sin esto, no haréis nada o cosa que valga.

El intelectual no es hijo de sí mismo, es hijo de la Idea, de la Verdad eterna, del Verbo creador y animador que no es ajeno a su creación. Cuando piensa bien, el pensador sigue a Dios en sus rastros; no sigue su propia quimera. Cuando explora y persiste en el esfuerzo de la búsqueda, él es Jacob luchando con el ángel y “fuerte contra Dios”.

¿No es natural entonces que el hombre predestinado rechace y olvide conscientemente al hombre profano, que rechace todo lo que pertenece a éste: su liviandad, su inconsciencia, su cobardía en el esfuerzo, sus bajas ambiciones y debeos orgullosos o sensuales, la inconstancia de su querer o la impaciencia desordenada en sus miras, sus complacencias y antipatías, sus humores destemplados o su conformismo, en fin, toda la innumerable gama de los impedimentos que obstruyen el camino de lo verdadero e impiden su conquista?

El temor de Dios es el principio de la sabiduría, nos dice la Escritura. Este temor filial no es en el fondo otra cosa que el temor do sí mismo. En el campo intelectual se lo puede denominar una atención desprendida de toda preocupación inferior y una fidelidad en perpetua inquietud de decaer. Un intelectual debe estar siempre en condiciones de pensar, vale decir, de recibir una parte de la verdad que el mundo lleva y que le ha sido preparada en tal o cual recodo por la Providencia. El Espíritu pasa y no vuelve. ¡Dichoso el que está preparado para no faltar al milagroso encuentro, y más aún, para provocarlo y utilizarlo!

Toda obra intelectual comienza por el éxtasis y sólo después se ejerce el talento organizador, la técnica de los encadenamientos, de las relaciones, de la construcción. Pero qué es el éxtasis, ¿qué la admiración, sino un alejarse de sí mismo, un olvido del propio vivir, a fin de que viva en el pensamiento y el corazón el objeto de nuestro entusiasmo?

La misma memoria participa de ese don. Hay una memoria inferior, una memoria de repetidor y no de inventor. Ella es una obstrucción que cierra los caminos del pensamiento en favor de las palabras y de fórmulas incomprensibles. Pero hay también una memoria despierta en todo sentido y en estado de perpetua adquisición. En ella no hay nada de “todo hecho”; sus adquisiciones son semillas para lo porvenir; sus sentencias no son más que promesas. Y a pesar de todo, esta memoria es también extática; funciona al contacto de las fuentes de inspiración y no se complace en manera alguna en sí misma. Lo que ella encierra es también intuición, con nombre de recuerdo, y el yo del cual es huésped se da por medio de ella a la exaltante Verdad tanto como se entrega en la búsqueda.

Lo que es cierto respecto de las adquisiciones y prosecuciones, ya lo era referente al llamado, al principio de la carrera. Después de las vacilaciones de la adolescencia, tan a menudo angustiada y perpleja, ha sido necesario Llegar al descubrimiento de sí, a la percepción de ese secreto arrojo que en nosotros tiende a no sé qué lejano resultado que la conciencia ignora. ¿Podríamos creer que esto es sencillo? “Escucharse a sí mismo” es una fórmula que equivale a esta otra: escuchar a Dios. En el pensamiento creador está nuestro verdadero ser y nuestro yo auténtico. Ahora bien, lo verdadero de nuestra eternidad, que domina nuestro presente y augura nuestro futuro, sólo nos es revelado en el silencio del alma, silencio de los vanos pensamientos que conducen a la “diversión” pueril y disipadora; silencio de los ruidos de llamado que no se cansan de hacer oír las pasiones desordenadas.

La vocación exige la correspondencia que con tu mismo esfuerzo entiende el llamado, lo escucha y lo sigue.

Lo mismo ocurrirá al tratarse de la elección de los medios para lograr el éxito, del establecimiento del propio género de vida, de las relaciones, de la organización del tiempo, del equilibrio entre la contemplación y la acción, entre la cultura general y la especialización, entre el trabajo y los descansos, entre las necesarias concesiones e intransigencias cerradas, entre la concentración que fortifica y las expansiones que enriquecen, entre la independencia propia y la frecuentación de los genios, de los iguales, de la naturaleza o de la vida social, etc., etc. Todo eso no se juzga con sabiduría si no es con ese éxtasis también, próximo a lo verdadero permanente, lejos del yo ansioso y apasionado.

Finalmente, el ofrecimiento de los resultados y su medida dispuesta por la economía divina exigirán la misma virtud de acogida, el mismo desprendimiento, la misma paz en el cumplimiento de una Voluntad que no es la nuestra. Se llega a lo que se puede y nuestro poder tiene necesidad de juzgarse para no desestimarse, por una parte, o, por lo contrario, para no caer en falsas pretensiones o en vana hinchazón. ¿De dónde nos viene este juicio, sino de una mirada fiel a lo verdadero impersonal y de la sumisión a su veredicto, aunque nos costare un esfuerzo o una secreta decepción?

Los grandes hombres nos parecen grandes audaces; en el fondo, obedecen más que los demás. La voz soberana les advierte. Y movidos por un instinto venido de ella, siempre valerosamente y a veces con gran humildad, toman el lugar que la posteridad les concederá más tarde, atreviéndose a actitudes y arriesgando innovaciones muy a menudo en desacuerdo con su ambiente y aun expuestos a los sarcasmos de éste. No tienen miedo, porque, por aislados que parezcan, no se sienten solos. Tienen lo que finalmente todo lo decide. Presienten su futuro imperio.

Nosotros que tenemos sin duda una humildad de distinta especie que concebir, debemos sin embargo inspirarnos en el mismo ideal. La grandeza juzga de la pequeñez. El que no tiene el sentimiento de la grandeza, se exalta y descorazona fácilmente, y a veces las dos cosas a la vez. Para no soñar en el escarabajo gigante, la hormiga encuentra al pulgón muy pequeño, y para no sentir el viento de las alturas el caminante se demora lánguidamente en las laderas.

Siempre conscientes de la inmensidad de lo verdadero y de la exigüidad de nuestros recursos, nada emprenderemos que sobrepase nuestras posibilidades e iremos hasta el fin de nuestro poder. Seremos dichosos entonces por lo que nos haya sido dado de acuerdo a nuestra justa medida.

Pero no creamos que se trata de una pura medición. El interés de lo señalado está en que el trabajo débil y el trabajo presuntuoso son siempre malos trabajos. Una vida presionada demasiado alto o abandonada en lo bajo, es una vida malograda. Un árbol puede tener un ramaje y una floración mediocre o magnífica: él no los apura ni los exige; su alma vegetal se expande bajo la acción de la naturaleza general y de las influencias ambientales. Nuestra naturaleza genérica en nosotros es el pensamiento eterno; allí nos abrevamos con fuerzas que él mismo nos da y con la colaboración que nos prepara; debe haber allí concordancia entre lo que tenemos recibido como dones — comprendida aquí también la valentía — y lo que podemos esperar como resultados.

¡Cuánto habría aquí que decir acerca de esta disposición fundamental, referente a un destino enteramente consagrado a la vida del pensamiento! Quedan ya mencionadas las resistencias y las incomprensiones que hieren a los grandes, mas ellas tampoco dejan tranquilos a los pequeños. ¿Cómo, entonces, soportarlas sin un sincero amor para lo verdadero y sin el olvido de uno mismo? Cuando no se halaga al mundo, él se venga; cuando se lo adula, se venga igualmente corrompiendo. El único recurso es trabajar lejos de él, tan indiferentes a sus juicios como dispuestos a servirle. Lo mejor será que os rechace y os obligue así a replegaros sobre vos mismo, a acrecentar vuestra vida interior, alcanzando así un mejor control y una mayor profundización. Estas ventajas se alcanzan en la medida de nuestro superior desprendimiento, o sea de nuestro interés por lo único necesario.

¿Permitiremos, por otra parte, que, en relación al prójimo, nos acometan las tentaciones de denigración, de envidia, de críticas injustificadas, de querellas? Tendríamos necesariamente que recordar en tal caso que tales disposiciones, oscureciendo los espíritus, perjudican lo verdadero eterno y son incompatibles con su culto.

Es necesario advertir a este respecto que la denigración, en cierto grado, es más aparente que real, no sin valor para la formación de la opinión corriente. A menudo nos equivocamos acerca del modo con que los maestros hablan unos de otros. Se mal tratan; pero bien saben, mutuamente, lo que valer y maltratan a los demás sin pensarlo.

Es siempre cierto que el progreso común necesita paz y colaboración y que las miras estrechas lo n tardan grandemente. Ante la superioridad ajen; sólo hay una actitud honorable: amarla, y entonces ella se convertirá en nuestro propio gozo y en nuestra propia fortuna.

Una fortuna distinta podrá tentaros: la que proporciona un éxito exterior, a decir verdad, muy raí hoy día tratándose de un verdadero intelectual. I público, en conjunto, es vulgar y sólo ama lo vulgar: Los editores de Edgard Poe decían que debían p; garle menos que a otros, porque escribía mejor que otros. He conocido a un pintor a quien un vendedor de cuadros decía: “Debería tomar lecciones.” “Sí, para aprender a no pintar tan bien”. El hombre consagrado a lo perfecto no entiende este lenguaje no consiente a ningún precio, en ninguna forma, e ser un devoto de lo que Baudelaire llamaba la zoocracía. Mas, ¿si esa abnegación cediera?...

Aun desdeñando los juicios ajenos, ¿no estamos expuestos, a pesar nuestro, a los necios juicios de la vanidad y de la puerilidad instintiva? “Nunca pase en silencio, no disimules jamás lo que pueda pensarse contra tu propio pensamiento”, escribe Nietzsche.

Ya no se trata del juicio de los incompetentes y de los torpes, sino de nuestro propio testimonio en estado vigilante e íntegro. ¡Cuántas veces uno quisiera andar con rodeos, satisfacerse falazmente, preferirse indebidamente! La severidad para con uno mismo, tan favorable a la rectitud de los pensamientos y a su preservación contra los mil riesgos de la búsqueda, es un heroísmo. ¿Cómo reconocerse culpable y querer la propia condenación sin un amor sin límites por lo que se juzga?

Esto se corrige, es cierto, mediante un intransigente apego a nuestras persuasiones profundas y a las intangibles intuiciones que están en la base de nuestro esfuerzo y de nuestra misma crítica. No es posible edificar sobre la nada, y los retoques del artesano no llegan a los fundamentos primeros. Lo que está adquirido y fiscalizado, ha de ser preservado de las modificaciones injustificadas y de los escrúpulos. El mismo amor a lo verdadero lo exige, y el mismo desprendimiento, que en nosotros se interesa por lo que nos sobrepasa y no por eso deja de fijar morada en nuestra conciencia. Tales estimaciones son delicadas, pero son necesarias. A ningún precio han de ser conmovidas las altas certezas sobre las cuales descansa todo el trabajo de la inteligencia.

En nombre de ese mismo apego, hay aún lugar a defenderse de aquello mejor llamado, con razón, enemigo de lo bueno. Sucede que, al ampliar el campo de la búsqueda de lo mejor, uno lo debilita, y acontece que, profundizándose más allá de ciertos límites, el espíritu se turba y sólo consigue desorientarse. La estrella que miramos con demasiado ardor y continuidad, puede, por eso mismo, titilar cada vez más y concluir por desaparecer del firmamento.

Esto no quiere decir que no hayamos de profundizar ni, menos aún, que debamos descuidar esa amplia cultura que es una condición de la profundidad en un dominio cualquiera; mas señalamos el exceso i hacemos notar que un sincero apego a lo verdadero sin pasión personal, sin frenesí, es su remedio.

Es también una defensa contra la precipitación en los juicios y en la elaboración de las obras. Cuando amamos lo verdadero, no nos dejamos deslumbra por una idea brillante a la que aureolamos de vulgaridades. No se puede obtener una obra a este precio. Puede acontecerle al más mediocre hallar una idea, así como un diamante en bruto o una perla. Lo difícil es tallar la idea y, sobre todo, engastarla en una joya de verdad que será la verdadera creación.

“Entre los lectores tempranos de una obra — dice Ramón Fernández en forma amena — de buena gana incluiría al autor”. Muy bien, pero ¿de dónde viene esa negligente precipitación que absuelve de antemano a un lector menos interesado y menos responsable? Se la evitará consagrándose uno más profundamente a lo único verdadero.

Habrá que cuidarse también de lanzarse sobre un tema particular, al que se pretende desarrollar, si haber explorado sus antecedentes generales y sus vinculaciones. Ser múltiple en forma duradera es la condición para ser uno con riqueza. La unidad desde comienzo sólo es un vacío. Uno lo nota cuando riñe culto a la alta y misteriosa verdad. Si bien no utiliza entonces todo lo que ha aprendido, queda, en lo que dice, una secreta resonancia de ello y la confianza recompensa esta plenitud. Es un gran secreto saber hacer irradiar una idea gracias a sus segundos planos do noche crepuscular. Y otro secreto es, conservarle, a despecho de esa irradiación, su fuerza de convergencia.

¿El fracaso nos amenaza, o ya lo hemos experimentado? Es el momento de refugiarse en el culto inmutable, incondicional, que había inspirado el esfuerzo inicial. “Mi cerebro lo tengo convertido en mí refugio”, escribe C. Bonnet. Por sobre el cerebro está aquello a lo que él se consagra, y el refugio entonces es doblemente seguro. Aun a costa del dolor, la creación es un gozo y, más que la creación, la veneración de la idea de donde ella procede.

Por lo demás, como lo hacía notar Foch, “las batallas se ganan con residuos” Habéis fracasado en esto, lo que os dispone para triunfar en aquello, para triunfar a breve plazo, como está seguro de ello el que quiere y se esfuerza.

No dejaré de señalar una última consecuencia de la alta sumisión acerca de la cual he trazado el elogio. Ella limita nuestras pretensiones no solamente personales sino también humanas. La razón no es omnipotente. Lo más que puede hacer, según Pascal, es comprobar sus límites. Y no lo hace más que cuando se ha dado previamente a su ley, que no es su verdad, considerada como propiedad o como conquista, sino la Verdad impersonal y eterna.

Y basta de límites al honor, por el mismo hecho de que uno renuncia a la fatuidad. El misterio paga. La fe, substituyendo la búsqueda, arrastra el espíritu a amplitudes que jamás hubiera conocido éste por sí mismo y el esclarecimiento de su propio dominio sale ganando, desde que astros lejanos le obligan a mirar hacia el cielo. La razón sólo ambiciona un mundo; la fe le da la inmensidad.

No quiero prolongar más estas reflexiones. Volveremos sobre ellas necesariamente ya que tienen por objeto señalar dónde está el todo.

He defendido los derechos de ese todo con una insuficiencia de la que tengo pleno conocimiento y de la que me disculpo. Hago votos para que mis sugestiones referentes a ese todo, por débiles que sean, contribuyan a proporcionarle mejores panegiristas y más ardientes servidores.

A. D. Sertillanges.

Advertencia preliminar

Existe entre las obras de Santo Tomás una carta a un cierto hermano Juan, en la que se enumeran Dieciséis preceptos para adquirir el tesoro de la ciencia. Esta carta, auténtica o no, es digna de ser estudiada en sí misma; ella no tiene precio; de desear seria que se imprimieran todos sus términos en lo íntimo del pensador cristiano. Por nuestra parte, la hemos dado a conocer una vez más en el apéndice de las Oraciones del mismo Doctor, en las que se condensa su pensamiento religioso y se transparenta su alma{1}.

Habíamos pensado comentar los Dieciséis preceptos, a fin de relacionar a ellos lo que pueda ser útil recordar a los modernos hombres de estudio. En su aplicación, este procedimiento nos ha parecido un tanto estrecho; hemos preferido obrar más libremente; mas no por eso ha de ser menos enteramente tomista la substancia de este volumen; en él hallará el lector lo que en los Dieciséis preceptos o en otro lugar sugiere el maestro respecto a la conducción del espíritu.

Este opúsculo no pretende reemplazar las Fuentes; se refiere a ellas en parte. El autor no ha olvidado, como ciertamente no lo han olvidado muchos otros, la emoción de sus veinte años, cuando el Padre Gratry estimulaba en él el entusiasmo por el saber.

En una época que tiene tanta necesidad de luz, recordemos a menudo las condiciones que permiten adquirir esa luz y preparar su difusión por medio de obras.

No trataremos aquí de la producción en sí misma: eso sería el objeto de otro trabajo. Pero el entendimiento es tal si procura el enriquecimiento y procede a un sabio gasto.

Teniendo que probar más adelante que el gasto es í en este caso uno de los medios de la adquisición, no podríamos dudar de la identidad de los principios que en ambos casos hacen fecunda nuestra actividad intelectual.

Esta es otra razón para que podamos esperar ser útiles a todos.

CAPITULO I - La Vocación Intelectual

1 - El Intelectual es un Consagrado.

Hablar de vocación, en el presente caso, es designar a quienes aspiran a hacer del trabajo intelectual su ocupación, ya sea que dediquen todo su tiempo al estudio o que, teniendo una profesión cualquiera, se reserven como un feliz suplemento y una recompensa el cultivo profundo del espíritu.

Digo profundo, para descartar la idea de todo barniz superficial. Una vocación no se satisface en manera alguna con lecturas vagas y pequeños trabajos aislados. Se trata de otra cosa, de penetración y continuidad, de esfuerzo metódico, en vista de una plenitud que responda al llamado del Espíritu y a los. recursos que le plugo darnos.

Este llamado no debe ser prejuzgado. Sólo sinsabor se prepararía quien se lanzará a recorrer un camino en el que no pudiera andar con pie firme. El trabajo es impuesto a todos, y después de una formación costosa, nadie obra con sabiduría si permite que poco a poco su espíritu vuelva a la primitiva indigencia; pero una cosa es la apacible conservación de lo adquirido, y otra cosa reforzar una instrucción que uno sabe sólo provisional, y que considera únicamente como un punto de partida.

Este último estado de espíritu es el del que está llamado. Implica una grave resolución. La vida de estudio es austera e impone pesadas obligaciones. Ella al final compensa, y con largueza, pero exige un colocarse a tono del cual pocos son capaces. Los atletas de la inteligencia, como los del deporte, tienen que aceptar las privaciones y los largos entrenamientos y necesitan una tenacidad muchas veces sobrehumana. Es necesario darse sin reservas para que la verdad se entregue. La verdad sólo sirve a sus esclavos.

Una orientación así no debe ser tomada sin haberse uno aconsejado largamente. La vocación intelectual, es como todas las demás; está inscripta en nuestros instintos, en nuestras aptitudes, en no sé qué anhelo interior que la razón comprueba. Nuestras aptitudes son como las propiedades químicas de los cuerpos que determinan para cada uno las combinaciones en las cuales puede entrar. Eso no se crea. Es un don del cielo y de la naturaleza primera. Toda la cuestión está en ser dócil a Dios y a uno mismo, después de haber entendido sus voces.

Comprendido de este modo, el dicho de Disraeli: “Haced lo que os plazca, siempre que ello os agrade de veras”, tiene un gran sentido. El gusto, que está en correlación con las tendencias profundas y con las aptitudes, es un excelente juez. Si Santo Tomás ha podido decir que el placer califica las funciones y puede servir para clasificar a los hombres, puede deducirse también de aquí que el placer puede desentrañar nuestra vocación. Eso sí, será necesario que se escrute hasta esas profundidades en donde el gusto y el anhelo espontáneo quedan vinculados con los dones de Dios y con su providencia.

El estudio de una vocación intelectual representa, además del inmenso interés de realizarse uno mismo en su plenitud, un interés general del que nadie puede substraerse.

La humanidad cristiana está compuesta de personalidades diversas, de las cuales ninguna abdica sin empobrecer a la comunidad y sin privar al Cristo eterno de parte de su reino. Cristo reina por su extensión. La vida de uno de sus “miembros” es un instante calificado de su duración; todo caso humano y cristiano es un caso incomunicable, único y en consecuencia necesario para la extensión del “cuerpo místico”. Si alguien se encuentra en la condición de antorcha no oculte bajo el celemín el resplandor pequeño o grande que puede esperarse de él en la casa del Padre de familia. Amemos la verdad y sus frutos de vida, para nosotros y para los demás; consagremos al estudio y a su utilización lo principal de nuestro tiempo y de nuestro corazón.

Todos los caminos, salvo uno, son malos para nosotros, ya que nos desvían de la dirección en la cual es descontada y requerida nuestra acción. No seamos infieles a Dios, a nuestros hermanos y a nosotros mismos, desentendiéndonos de ese llamado sagrado.

Esto da por descontado que a la vida intelectual hay que ir con miras desinteresadas, no por ambición ni vanagloria. Los atractivos de la publicidad no tientan sino a los espíritus vanos. La ambición ofende, pretendiendo subordinarla, a la verdad eterna. Jugar con cuestiones que afectan la vida y la muerte, con la naturaleza misteriosa, con Dios, hacerse de un haber literario o filosófico a expensas de lo verdadero o fuera de su dependencia, ¿no es acaso un sacrilegio? Semejantes fines, y el primero, sobre todo, no sostendrían al investigador; prontamente uno vería que el esfuerzo cede y que la vanidad trata de contentarse con lo insubstancial sin preocuparse por las realidades.

Mas esto supone también que la aceptación del fin lleve aparejada la aceptación de sus medios, sin lo cual la obediencia a la vocación sería poco seria. ¡Muchos querrían saber! Una vaga aspiración dirige las multitudes hacia horizontes que la mayoría admira de lejos, como el gotoso o el asmático las nieves eternas. Obtener sin pagar, es el anhelo universal; mas es una aspiración de corazones cobardes y de cerebros enfermos. El universo no acude al primer susurro y la luz de Dios no vendrá a vuestra lámpara m si vuestra alma no la importuna.

Sois un consagrado: quered lo que quiere la verdad; consentid, por ella, en movilizaros, en radicaros en sus propios dominios, en organizares, e, inexperimentado, en apoyaros en la experiencia de los demás.

“¡Si la juventud supiera! ...” Los jóvenes especialmente necesitan tal advertencia. La ciencia es un conocimiento por las causas; pero activamente, en cuanto a su producción, es una creación por las causas. Hay que conocer y adoptar las causas del saber, luego asentarlas, y no descuidar los cimientos hasta que no esté armada la techumbre.

En los primeros años libres después de los estudios, con la tierra intelectual recién removida, arrojadas las semillas, ¡qué hermosos cultivos se podrían emprender! Es el tiempo que ya no hallaremos de nuevo; el tiempo del cual habremos de vivir más tarde. Así como él haya sido, así seremos, pues uno no vuelve a arraigar. Más tarde sufriréis las consecuencias de haber vivido superficialmente y de haber descuidado en su tiempo lo porvenir que siempre hereda. Piense cada uno en ello en la hora en que puede ser útil pensar.

¡Cuántos jóvenes, pretendiendo volverse trabajadores, desperdician miserablemente sus jornadas, sus fuerzas, su savia intelectual, su ideal! O no trabajan — ¡ya tendrán tiempo! — o trabajan mal, caprichosamente, sin saber ni quiénes son, ni adonde quieren ir, ni cómo han de caminar. Cursos, lecturas, frecuentaciones, dosificación del trabajo y del reposo, del aislamiento y de la acción, de la cultura general y de la especialización, espíritu de concentración y estudio, arte de extraer y utilizar los materiales ya adquiridos, realizaciones provisionales que anuncian el trabajo próximo, virtud que obtener y desarrollar, nada está previsto, nada será satisfecho.

Y, sin embargo, ¡qué diferencia, en igualdad de recursos, entre el que sabe y prevé y aquel que sólo va a la ventura. “El genio es una larga paciencia”, pero una paciencia organizada, inteligente. No hay necesidad de facultades extraordinarias para realizar una obra; un término medio calificado es suficiente; lo demás es provisto por la energía y sus sabias aplicaciones. Y así vemos el caso de un obrero probo, ahorrador y fiel al trabajo: éste triunfa, en tanto que el inventor no es a veces sino un desilusionado y un fracasado.

Lo que digo sobre esto, vale para todos; empero lo aplico especialmente a quienes disponen solamente de una parte de su vida, la menor, para dedicarse a los trabajos de la inteligencia. Estos, más que otros, deben ser consagrados. Lo que no pueden distribuir en todo su tiempo, habrán de amontonarlo en un pequeño espacio. El ascetismo especial y la heroica virtud del trabajador intelectual, deberán ser su obra cotidiana. Y si consienten en este doble ofrecimiento de sí mismos, en nombre del Dios de la verdad, les digo que no se desanimen.

Si para producir no es necesario el genio, menos necesario aún es tener plena libertad. Más todavía, ésta tiene sus celadas que pueden ser vencidas mediante la ayuda de rigurosas obligaciones. Una creciente estorbada por orillas estrechas, se abalanzará más lejos. La disciplina del oficio es una enérgica escuela: es provechosa para los ocios estudiosos. Obligado, uno se concentrará más, aprenderá a apreciar el valor del tiempo, se refugiará animosamente en esas horas poco frecuentes en las que, cumplido el deber, vuelve a reunirse con el ideal, y goza del descanso en la tarea elegida, después de la acción impuesta por la dura existencia.

El trabajador que de este modo halla en el esfuerzo nuevo la recompensa del anterior, que de él hace su tesoro de avaro, es comúnmente un apasionado; no se lo puede desprender de lo que está así consagrado por el sacrificio. Si su andar parece más lento, tiene con qué ir más lejos. Pobre tortuga menesterosa, no vaga, se obstina, y al cabo de pocos años habrá sobrepasado a la liebre indolente cuyo andar veloz causará envidia a su penosa marcha.

Juzgad de igual modo acerca del trabajador aislado, privado de recursos intelectuales y de frecuentaciones estimulantes, soterrado en algún lugar de provincia en donde parece condenado a vegetar, desterrado lejos de las ricas bibliotecas, de los cursos brillantes, del público vibrante, sin otra posesión que su persona y obligado a sacarlo todo de este fondo inalienable. Y bien, ¡tampoco éste se desanime! Teniéndolo todo en su contra, cuide de sí mismo y bástele esto. Un corazón ardoroso tiene más probabilidades de triunfar, aunque fuese en pleno desierto, que el joven harto de todo y abusante, del Barrio Latino. También en esto, de la dificultad puede brutal una fuerza. En la montaña, uno hace hincapié sólo en los pasos difíciles; los senderos llanos procuran cierto aflojamiento y el aflojamiento no vigilado pronto se vuelve funesto.

Lo que más vale es la voluntad; una voluntad ardiente y profunda, una voluntad dispuesta a triunfar, a ser alguien; a llegar a algo; ser ya por el deseo, ese alguien calificado por su ideal. Todo lo demás tiene arreglo. Libros existen en todas partes y en definitiva no son necesarios sino unos pocos. Frecuentaciones, estímulos, se los encuentra también espiritualmente en la soledad: los grandes seres están siempre presentes para quien los invoque, y los grandes siglos animan desde su pasado al pensador entusiasta. Los que pueden disponer de los cursos no los siguen, o los siguen mal, si no tienen aptitud para prescindir, en caso necesario, de esa ventaja. En cuanto a público, si bien a veces os estimula, a menudo os turba, os desorienta, y por dos centavos que encontráis en la calle, podéis perder una fortuna. Vale más la soledad apasionada, donde todo grano produce el ciento por uno y todo rayo de sol un dorado otoñal.

Santo Tomás de Aquino, al llegar a París, para fijar allí su morada, descubriendo la gran ciudad desde lejos, le dijo al hermano que lo acompañaba: “Hermano, yo cambiaría todo eso por el comentario del Crisóstomo sobre San Mateo”. Cuando se experimentan sentimientos tales, no importa dónde se está y de qué se dispone. Uno está marcado con el sello; es un elegido por el Espíritu; no hay más que perseverar y confiar en la vida tal cual Dios la organiza. Joven que comprendéis este lenguaje y a quien los héroes del pensamiento parecen llamar misteriosamente, más que teméis estar desprovisto, escuchadme. ¿Disponéis de dos horas cada día? ¿Podéis comprometeros a preservarlas celosamente, a emplearlas con ardor, y luego, encargado vos también del Reino de Dios, podéis beber el cáliz cuyo exquisito y amargo sabor quisieran haceros gustar estas páginas? Si la respuesta es afirmativa, confiad. Más aún, descansad en la certeza.

Obligado a ganar vuestro pan cotidiano, al menos lo ganaréis sin sacrificarle, como sucede a menudo, la libertad de vuestra alma. Si estáis desamparado, con mayor violencia seréis lanzado hacia vuestros nobles fines. La mayoría de los grandes hombres ejerció un oficio. Muchos han declarado que las dos horas que pido bastan para un destino intelectual. Aprended a administrar ese poco de tiempo; sumergíos todos los días de vuestra vida en la fuente que apaga la sed y al mismo tiempo la provoca.

¿Queréis, en cuanto esté en vuestras posibilidades, perpetuar la sabiduría entre vuestros semejantes, recoger la herencia que nos dejan los siglos, dar actualidad a las reglas del espíritu, descubrir hechos y causas, orientar los ojos inconstantes hacia las causas primeras y los corazones variables hacia los fines supremos, reanimar si es preciso la llama que se apaga, organizar la propaganda de la verdad y del bien? Nada más, ni tampoco nada menos, es lo que os corresponde. Y ello vale sin duda un sacrificio suplementario y el mantenimiento de una pasión celosa.

El estudio y la práctica de eso que el Padre Gratry llamaba la Lógica Viviente, o sea el desenvolvimiento de nuestro espíritu, o verbo humano, por su contacto directo o indirecto con el Espíritu y Verbo Divino, ese estudio profundo y esa práctica perseverante, os darán la entrada en el santuario admirable. Estaréis entonces entre los que crecen, entre los que adquieren y se preparan para recibir los dones magníficos. También vos, un día, si Dios lo quiere, tendréis vuestro lugar en la asamblea de los nobles espíritus.

2 - El Intelectual no es un Aislado.

Otro carácter de la vocación intelectual consiste en esto: el trabajador cristiano, que es un consagrado, no debe ser un aislado. En cualquier situación, por abandonado o aislado materialmente que se le suponga, no ha de dejarse tentar por el individualismo, imagen deformada de la personalidad cristiana.

Así como la soledad vivifica, así también el aislamiento malogra y esteriliza.

A fuerza de querer ser un alma, se dejaría de ser un hombre, como diría Víctor Hugo. El aislamiento es inhumano, porque trabajar humanamente es trabajar con el sentimiento del hombre, de sus necesidades, de sus grandezas, de la solidaridad que nos vincula en una vida estrechamente común.

Un trabajador cristiano debería vivir constantemente en lo universal, en la historia. Puesto que vive con Jesucristo, no puede separar de El los tiempos ni los hombres. La vida real es una vida en común, una vida de familia innumerable con la caridad por ley: si el estudio quiere ser un acto de vida, no un arte por el arte y un acaparamiento de lo abstracto, debe dejarse regir por esa ley de unidad cordial. “Oramos ante el Crucifijo” — dice el P. Gratry — también debemos trabajar ante él — “mas la verdadera cruz no está aislada de la tierra”.

Un verdadero cristiano tendrá siempre bajo sus ojos la imagen de ese globo en el cual la cruz está plantada y donde los humanos necesitados erran y sufren y donde la sangre redentora cae en numerosos hilillos buscando encontrarse con ellos. Las luces que posee lo revisten de un sacerdocio; lo que allí pretende adquirir es una promesa implícita de don. Toda verdad es práctica; la más abstracta en apariencia, la más elevada, es también la más práctica, Toda verdad es vida, orientación, camino en vista del destino humano. Y por eso Jesucristo ha dicho como suprema afirmación: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”.

Trabajad siempre, en consecuencia, con espíritu de utilización, como dice el Evangelio. Contemplad y escuchad al género humano que os rodea, distinguid allí a tales o cuales, individuos o grupos, cuya indigencia conocéis; arbitrad el medio que pueda sacarlos de su orfandad, lo que pueda ennoblecerlos, lo que, con más o menos efectividad, los salve. No más verdades santas que las verdades redentoras, ¿y no se habrá referido a nuestro trabajo, como a todo lo demás, el Apóstol, cuando dijo: “Es la voluntad de Dios que seáis santos”

Jesucristo tiene necesidad de nuestro espíritu para su obra, así como en su vida terrena había menester de su espíritu humano. Desaparecido El, nosotros somos su continuación; tenemos este inconmensurable honor. Somos sus “miembros”; por lo tanto, participamos de su espíritu y, en consecuencia, somos sus cooperadores. La obra por nuestro intermedio en lo exterior y por su Espíritu iluminador en lo interior, de la misma manera que viviendo obraba en lo exterior por su voz, y en lo interior por su gracia. Siendo nuestro trabajo una necesidad de esta acción, trabajemos como Jesús meditaba, como El extraía — para derramar — de las fuentes del Padre.

3 - El Intelectual Pertenece a su Tiempo

Y después pensad que, si todas las épocas son semejantes para Dios, si su eternidad es un centro irradiante en el cual todos los puntos de la circunferencia del tiempo llegan a una distancia igual, no pasa lo mismo con los tiempos y con nosotros que habitamos en esa circunferencia. Estamos aquí, dentro del globo y no en otra parte. Y si estamos nosotros aquí, es porque Dios nos ha colocado aquí. Todo momento del transcurso terrenal nos concierne y todo siglo es nuestro prójimo, así como lo es todo hombre; pero esta palabra prójimo, es una palabra relativa que la sabiduría providencial precisa para cada uno y que cada cual en su sabiduría sumisa debe determinar de igual modo.