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Nunca pensaron que fuera posible sucumbir a la pasión Anton estaba furioso. Como hijo adoptivo de Theo Kanellis, se suponía que iba a heredar su vasta fortuna. O al menos así lo creía todo el mundo, hasta que el patriarca descubrió que tenía una heredera legítima: la atractiva Zoe Ellis. A Zoe, su origen griego le resultaba indiferente y vincularse a la dinastía Kanellis implicaba estar rodeada de escándalo. Pero lo quisiera o no, el destino iba a llamar a su puerta en la forma del atractivo Anton Pallis.
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Seitenzahl: 184
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Michelle Reid. Todos los derechos reservados.
LEGADO DE PASIONES, N.º 2120 - diciembre 2011
Título original: The Kanellis Scandal
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-100-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
EL sonido constante de las llamadas de teléfono hizo que Anton Pallis se levantara de su escritorio con un gruñido de impaciencia y se acercara al gran ventanal desde el que tenía una vista privilegiada de Londres. En cuanto la sorprendente noticia de la muerte del hijo de Theo Kanellis había llegado a los titulares, el valor en Bolsa de su imperio económico, había caído en picado, y aquellos que lo llamaban en aquel momento pretendían que él siguiera el mismo camino.
–Aunque comprenda las implicaciones, Spiro –dijo al interlocutor de la única llamada que se había molestado en contestar–, no pienso unirme al pánico general.
–Ni siquiera sabía que Theo tuviera un hijo –dijo Spiro Lascaris, asombrado de no haber sido informado de un detalle tan importante y potencialmente peligroso–. Como todo el mundo, pensaba que tú eras su único heredero.
–Nunca he sido su heredero –dijo Anton, irritado consigo mismo por no haber desmentido los rumores cuando empezaron a circular, años atrás–. Ni siquiera somos familiares.
–¡Pero has vivido como si fueras su hijo los últimos veintitrés años!
Anton sacudió la cabeza, molesto por tener que dar explicaciones sobre su relación con Theo.
–Theo se limitó a cuidar de mí y proporcionarme una educación.
–Además de apoyarte económicamente con el grupo de inversiones Pallis –apuntó Spiro–. No dirás que sólo lo hizo por bondad.
Reprimió el impulso de añadir «puesto que no tenía corazón». Theo Kanellis se había ganado su reputación por destruir imperios empresariales de la competencia, no por apoyarlos.
–Admítelo, Anton –añadió–: Theo Kanellis te formó desde los diez años para que lo sustituyeras. Anton se enfureció.
–Tu trabajo es acabar con los rumores que cuestionen mi relación con Theo, no alimentarlos.
Al instante se dio cuenta de que había ofendido a Spiro, su más cercano colaborador, pero era tarde para arrepentirse.
–Por supuesto –replicó éste–. Me pondré a ello enseguida.
La conversación terminó con frialdad. Anton colgó el teléfono y, aunque se puso a sonar de inmediato, lo ignoró. Todo aquél con algún interés en el mundo de las finanzas quería conocer de primera mano qué implicaba la muerte de Leander Kanellis, el hijo repudiado por Theo y recién descubierto por la prensa, para su posición en Kanellis Intracom.
Eso era lo que les preocupaba, y no su relación con Theo. Llevaba dos años al mando de sus asuntos, desde que el anciano se había retirado a vivir a una isla privada por la gravedad de su estado de salud, que por el momento habían logrado ocultar.
Y eso era lo único positivo a lo que podía aferrarse, porque las acciones de Kanellis no soportarían el golpe que supondría saber que Theo estaba demasiado enfermo como para seguir la marcha de sus negocios. Por esa misma razón, no se había molestado en negar los rumores de que Theo lo preparaba para dirigir su imperio cuando lo sucediera.
Maldiciendo, levantó el teléfono y llamó a Spiro para asegurarse de que no compartiría con nadie la información que acababa de darle y éste, sonando ofendido porque creyera necesario recordarle un principio tan básico, le prometió que jamás divulgaría información confidencial.
Anton colgó, se asentó en el escritorio y miró al suelo. Se sentía como un malabarista: una de las bolas que tenía que mantener en el aire eran los intereses empresariales de Theo y los suyos propios; la otra, su propia integridad y honor. Y surgía una tercera, mucho más impredecible, que representaba a Leander Kanellis, un hombre al que Anton sólo recordaba vagamente, que había escapado a la edad de dieciocho años de un matrimonio concertado, y del que no habían vuelto a saber nada.
Hasta aquel momento, en el que habían recibido la noticia de que había fallecido. Pero ni siquiera era eso lo que estaba causando el caos generalizado, sino el descubrimiento de que Leander había dejado una familia y herederos legítimos de Kanellis.
Alargando el brazo, Anton tomó el periódico sensacionalista que había dado la exclusiva y observó la fotografía que el periodista había publicado con el artículo. En ella aparecía Leander Kanellis con su familia en una excursión. En el fondo se veía un lago y árboles, y el sol brillaba. Sobre un deportivo antiguo había una cesta de picnic y delante del coche aparecía Leander, moreno, alto y muy atractivo, extremadamente parecido al Theo de varias décadas atrás.
Leander sonría a la cámara con expresión de felicidad, y orgulloso de las dos mujeres rubias que tenía a cada lado. La mayor, su esposa, era una mujer hermosa, con una expresión serena que contribuía a explicar la duradera relación de la pareja a pesar de las dificultades a las que se habían enfrentado en comparación con lo que habrían vivido si Theo no hubiera…
Anton cortó esa línea de pensamiento por la culpabilidad que despertaba en él. Desde los ocho años había recibido todo lo mejor que la riqueza de Theo podía proporcionar, mientras que aquellas personas habían tenido que luchar para…
Volvió a bloquear su mente porque todavía no estaba en disposición de analizar en qué medida le afectaría la nueva situación.
Prefería pensar en la felicidad de Leander, porque al menos eso era algo de lo que había podido disfrutar y que él apenas había atisbado esporádicamente. Una felicidad que irradiaban las tres personas que aparecían en la fotografía.
Anton se concentró en la otra mujer. Aunque la fotografía debía de ser antigua, puesto que no parecía tener más de dieciséis años, Zoe Kanellis ya apuntaba a convertirse en una mujer tan bella como su madre. Tenía la misma figura esbelta, su cabello dorado, sus ojos azules, y una sonrisa amplia y sensual.
«Felicidad». La palabra lo golpeó en el pecho. Otra fotografía acompañaba al artículo, en la que se veía la versión de veintidós años de Zoe, saliendo del hospital con el último miembro de la familia en brazos. El dolor y la consternación habían borrado la felicidad de su rostro. Estaba pálida y delgada, y parecía exhausta.
Zoe Kanellis, dejando el hospital con su hermano recién nacido, decía el pie de foto. La joven de veintidós años estaba en la universidad de Manchester cuando sus padres se vieron implicados en un fatal accidente de tráfico la semana pasada. Leander Kanellis murió al instante. Su esposa, Laura, vivió lo bastante como para dar a luz a su hijo. La tragedia tuvo lugar en…
Una llamada a la puerta del despacho hizo que Anton levantara la cabeza al tiempo que entraba su secretaria, Ruby.
–¿Qué pasa? –preguntó él con aspereza.
–Siento molestarte, Anton, pero Theo está en la línea principal y quiere hablar contigo.
Anton dejó escapar una maldición y por una fracción de segundo se planteó no contestar. Pero eso era imposible.
–Está bien. Pásamelo.
Anton rodeo el escritorio y se sentó al tiempo que alzaba el teléfono y esperaba que Ruby le pasara la llamada. Desafortunadamente, la llamada confirmó su principal temor.
–Kalispera, Theo –saludó amablemente.
–Quiero a ese niño, Anton –oyó la voz dura e irascible de Theo Kanellis–. ¡Tráeme a mi nieto!
–No sabía que fueras una Kanellis –dijo Susie, mirando con expresión asombrada el famoso logo de Kanellis Intracom que encabezaba la carta que Zoe acababa de dejar caer despectivamente sobre la mesa de la cocina.
–Papá quitó el «Kan» al apellido cuando se instaló aquí –«porque temía que el matón de su padre lo localizara y lo obligara a volver a Grecia», pensó Zoe. Pero a Susie le dio otra explicación–: Pensó que Ellis sería más fácil de pronunciar en Inglaterra.
Susie mantenía los ojos abiertos como platos.
–¿Pero siempre has sabido que eras una Kanellis?
Zoe asintió.
–Está en mi certificado de nacimiento –«y en el de Toby», añadió mentalmente–. Lo odio –dijo, conteniendo las lágrimas al recordar los dos certificados de defunción en los que estaba el mismo nombre.
–Olvídalo –Susie le apretó la mano afectuosamente–. No debería haberlo mencionado.
¿Y por qué no, si estaba en todos los periódicos gracias a un joven periodista que se había fijado en el apellido cuando cubría la noticia del accidente y se había molestado en investigar? Zoe pensó con amargura que la exclusiva le reportaría un ascenso o un mejor trabajo en uno de los grandes periódicos.
–Resulta extraño –dijo Susie, apoyándose en el respaldo de la silla mientras recorría con la mirada la cocina que hacía las veces de salón.
–¿El qué? –preguntó Zoe, parpadeando para contener las lágrimas.
–Que seas la nieta de un empresario griego multimillonario, pero vivas en un modesto piso al lado del mío en medio de Islington.
–Pues no pienses que esto va a ser un cuento de hadas en la vida real –levantándose de la mesa, Zoe llevó las dos tazas de café al fregadero–. Ni soy ni quiero ser Cenicienta. Theo Kanellis –Zoe jamás había pensado en él como su abuelo– no significa nada para mí.
–Pero en esta carta dice que Theo Kanellis quiere conocerte –señaló Susie.
–A mí no, a Toby.
Zoe se volvió y se cruzó de brazos. Había perdido peso durante las últimas semanas y su cabello, normalmente brillante y lustroso, colgaba mortecino de una cola de caballo que enfatizaba la tensión de sus facciones. Unas profundas sombras rodeaban sus ojos azules, y sus labios, que siempre habían tendido a la sonrisa fácil, habían adoptado una curva descendente que sólo se alteraba cuando tomaba a Toby en brazos.
–¡Ese espantoso hombre repudió a su propio hijo! Jamás quiso conocer ni a mi madre ni a mí. La única razón por la que ahora se muestra interesado es porque le avergüenza que la prensa esté hablando de ello. Y supongo que porque pretende moldear a Toby para convertirlo en un clon de sí mismo, ya que con mi padre no lo consiguió –Zoe tomó aliento–. Es un hombre frío, cruel y déspota; ¡y no pienso dejar a Toby en sus manos!
–¡Vaya! –exclamó Susie–. Se ve que guardas resentimiento hacia él.
«Ni te lo imaginas», pensó Zoe con amargura. Con un mínimo apoyo por parte de su padre, el hijo de Theo no habría tenido que pasarse veintitrés años mimando y reparando el antiguo deportivo en el que había huido a Inglaterra. Sólo durante las noches recientes, cuando se despertaba visualizando el espantoso accidente, se había dado cuenta de que su padre se aferraba a aquel estúpido coche porque era el único recuerdo que le quedaba de su hogar familiar. De haber sido su abuelo un hombre menos cruel, quizá, sólo quizá, su padre habría llevado a su madre al hospital en un coche más nuevo y seguro, que los habría protegido del impacto que les había costado la vida. Ella seguiría estudiando su posgrado en Manchester y Toby estaría durmiendo en la habitación que sus padres habían preparado para él con tanto amor.
–Aquí dice que a las once y media llegará su representante –dijo Susie, refiriéndose al contenido de la carta–. Debe de estar a punto de llegar.
Sólo sería una más de las decenas de personas que habían entrado y salido de la vida de Zoe en las últimas semanas: médicos, comadronas, trabajadores sociales de centenares de departamentos distintos queriendo asegurarse de que estaba en condiciones de cuidar de su hermano, cada uno de ellos con un interminable cuestionario sobre su vida privada. Claro que dejaría la universidad para cuidar de Toby. Por supuesto que estaba dispuesta a trabajar si el sueldo incluía facilidades para cuidar del niño. No, no tenía novio. No era promiscua ni irresponsable; claro que no dejaría Toby solo en casa mientras ella se iba de fiesta. Las preguntas se habían sucedido una y otra vez, una tras otra, cada una más estúpida que la anterior.
También estaba la gente de la funeraria, que con amabilidad y delicadeza la habían ayudado a tomar decisiones que a una hija sumida en el dolor le resultaban terriblemente complicadas. El entierro había tenido lugar tres días antes y su abuelo no se había molestado en enviar a ningún «representante» para ver cómo enterraban a su único hijo y a su nuera. Cualquiera que fuera el motivo, Zoe sólo sabía que él había preferido permanecer en su torre de marfil mientras los periodistas se colaban en el funeral como depredadores.
Y eso la llevó al final de la lista de gente con la que se había obligado a tratar las últimas semanas: las cucarachas que aparecieron por todas partes en cuanto la historia vio la luz. Las que habían llamado a su puerta ofreciéndole dinero para que les vendiera la exclusiva, las que habían acampado fuera de su casa para acosarla cada vez que salía… Periodistas que no estaban allí porque les importara su trágica pérdida, sino porque Theo Kanellis era un magnate que protegía su vida privada férreamente, y aquella historia era tan jugosa como un melocotón maduro que deseaban morder aun cuando el zumo fuera amargo y en el centro hubiera un repugnante gusano.
De hecho, incluso el gusano tenía un nombre atractivo para la prensa: Anton Pallis, el sex symbol, alto y moreno que dirigía el grupo Pallis y al que no parecía importarle aparecer en los periódicos ya fuera por trabajo o por placer. Zoe había leído sobre él a menudo y había deducido que era el hombre que se había beneficiado del exilio de su padre.
Sólo pensar en su nombre sentía que le hervía la sangre y más de una vez se había preguntado si el impulso destructor que la poseía y que la movía a alimentar el odio que sentía hacia él sería la manifestación de la parte griega de sí misma que hasta entonces nunca había reconocido.
El timbre de la puerta sonó y las dos mujeres se pusieron alerta.
–Puede que sea un periodista probando suerte –dijo Susie.
Pero Zoe intuyó que se trataba del representante de Theo. Eran las once y media en punto y los hombres adinerados esperaban que sus órdenes se cumplieran a rajatabla. Se cuadró de hombros, convencida de que por fin iba a averiguar qué pretendía Theo.
–¿Quieres que me quede?
Zoe miró a su vecina, que estaba en avanzado estado de gestación, y pensó que no podía pedirle más de lo que ya había hecho aquellas últimas semanas.
–Es casi hora de que vayas a buscar a Lucy –le recordó, consciente de que tenía que enfrentarse a aquello sola.
–¿Estás segura? –cuando Zoe asintió, Susie dijo–: Está bien. Me iré por la puerta de atrás.
El timbre volvió a sonar y las mujeres se movieron en direcciones opuestas. Zoe oyó cerrarse la puerta trasera en el momento que llegaba ante la puerta principal. Tenía la garganta seca y el corazón le latía aceleradamente. Se secó las manos húmedas de sudor en los vaqueros y, tras componer una expresión fría e impersonal, abrió.
Esperaba encontrarse con un hombre griego, bajo y robusto, con aspecto de abogado, así que cuando vio de quién se trataba, se quedó paralizada por la sorpresa.
Alto y moreno, parecía un exótico príncipe vestido con un traje italiano. Sus facciones angulosas y sus ojos negros atraparon su mirada como un imán. Zoe no recordaba haber visto nunca unos ojos como aquellos, con el poder de hacerla temblar. Ni siquiera fue capaz de apartar de ellos la mirada cuando a su espalda oyó el griterío de los periodistas. Era tan alto que no podía verlos. Por su parte, él ni se inmutó, protegido como estaba por tres hombres con gafas oscuras que formaban un semicírculo a su espalda.
Cuando finalmente Zoe pudo apartar la mirada de sus ojos, la deslizó hacia una boca sensual que no sonreía. Un cúmulo de emociones la asaltó en un torbellino que no fue capaz de identificar. Estaba hipnotizada por el poder que emanaba de él, por sus anchos y relajados hombros, por la elegancia de su pose y por la seguridad en sí mismo que exudaba.
Por primera vez en tres semanas, fue consciente del aspecto desaliñado que presentaba, de que llevaba unos gastados vaqueros y una vieja rebeca roja, que se había puesto porque había pertenecido a su madre y su olor le recordaba a ella; y de que tenía el cabello sucio.
El hombre separó sus moldeados labios y dijo: –Buenos días, señorita Kanellis. Si no me equivoco, me estaba esperando.
Su voz aterciopelada y un leve acento griego le recordaron tanto a su padre que Zoe sintió que se mareaba.
Anton le vio cerrar los ojos y al ver que se balanceaba temió que fuera a desmayarse. Presentaba un aspecto aún más frágil que el de la fotografía, como si un soplo de viento pudiera tirarla al suelo.
Mascullando algo, reaccionó instintivamente y alargó la mano para sostenerla, pero en ese momento ella abrió los ojos y dio un paso atrás como si repeliera a una serpiente.
La ofensa paralizó a Anton, que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para que su rostro no lo delatara. Consciente de que tenían detrás a la prensa, pensó con rapidez. Tenían que entrar en la casa y cerrar la puerta.
–¿Le importaría que…? –dijo en tono amable, dando un paso hacia dentro.
Una vez más, cuando fue a poner la mano en el picaporte para cerrar la puerta, Zoe retiró la suya precipitadamente para evitar que la tocara. Anton volvió a sentirse ofendido, pero se obligó a ocultarlo.
En cuanto se quedaron a solas, se hizo un profundo silencio. Zoe se alejó de él y Anton no pudo evitar pensar que parecía un pájaro atrapado.
Tenía unos increíbles ojos azul eléctrico y unos labios rojos como fresas. La parte inferior de su cuerpo se despertó al mirarla y Anton se reprendió por sentirse excitado en un momento tan inoportuno.
–Le pido disculpas por haber entrado en su casa sin ser invitado –dijo con voz grave–, pero no creo que quiera testigos de nuestra conversación.
Ella guardó silencio y se limitó a mirarlo con sus ojos de largas pestañas, aunque Anton tuvo la extraña sensación de que ni siquiera lo veía.
–Permítame que me presente. Mi nombre es… –Sé quién es –dijo Zoe con voz temblorosa.
Era el hombre cuyo nombre había aparecido en la prensa casi tantas veces como el suyo; el hombre con el que Theo Kanellis había sustituido a su padre.
–Es Anton Pallis.
El hijo adoptivo y heredero de Theo Kanellis.
SE produjo un silencio cargado de animadversión por parte de Zoe, que apenas podía ocultar el desprecio que sentía por Anton.
Éste esbozó una sonrisa.
–Así que ha oído hablar de mí.
Zoe le dedicó una sonrisa cargada de desdén.
–Tendría que ser sorda y ciega para haberlo evitado, señor Pallis –dijo, al tiempo que daba media vuelta e iba hacia la parte trasera de la casa.
Anton aprovechó para mirar a su alrededor. La casa era pequeña, una típica construcción victoriana en cuyo vestíbulo había una estrecha y empinada escalera y dos puertas de pino que daban a acceso a otras tantas habitaciones. Estaba agradablemente decorada y el suelo cubierto por una moqueta de color beige, pero Anton jamás habría imaginado que el hijo de un multimillonario hubiera acabado viviendo así.
Sin mediar palabra, Zoe salió por la puerta del fondo y, respirando profundamente, Anton decidió seguirla. La encontró en una cocina sorprendentemente amplia que hacía las veces de salón, con un rincón de estar en el que había un sofá y un sillón azules. Una televisión ocupaba una esquina y, sobre la mesa de café, estaban desplegados varios periódicos. La otra mitad de la habitación la ocupaba una gran mesa de madera rodeada de muebles de cocina de pino. En los estantes se veía la parafernalia propia de un bebé, y junto al sofá, una cuna vacía.
–Está durmiendo arriba –dijo Zoe al seguir la dirección de su mirada–. El ruido que hacen los periodistas le altera –explicó–, así que lo he instalado en el dormitorio que da al jardín, que es el más silencioso.
–¿No ha llamado a la policía para que les impida acosarla?
Zoe lo miró perpleja.
–No somos la familia real, señor Pallis. Y los periodistas no atienden a razones. Ahora, si me disculpa…
Sintiéndose como si hubiera sido reprendido por su maestra, Anton la vio salir por la puerta trasera. Por una fracción de segundo, pensó que iba a huir, pero por la ventana vio que recorría el alargado y estrecho jardín hasta una puerta de madera y la cerraba. En ese momento se dio cuenta de que Zoe debía vivir como una prisionera en su propia casa, y al mismo tiempo no pudo evitar preguntarse si la última persona que había salido por allí, justo antes de que él llegara, habría sido un amante.
Por alguna extraña razón, imaginar a Zoe en brazos de un hombre lo perturbó. Los planes que tenía para Zoe Kanellis no incluían la molestia de tener que librarse de un amante.
Tras cerrar la puerta que Susie había dejado abierta, Zoe se tomó unos segundos para recuperar la calma. La aparición de Pallis y que su voz le recordara tanto a la de su padre la había dejado abatida y llorosa. Para darse más tiempo, descolgó la ropa que había tendido aquella mañana. No podía permitirse ser vulnerable. Estaba segura de que Anton Pallis estaba allí para hacerle una oferta que estaba decidida a rechazar, y para eso, tenía que sentirse fuerte.