2,99 €
Thomas Hobbes (1588-1679), fue un filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna. Su obra más conocida es el Leviatán (1651), donde sentó las bases de la teoría contractualista, de gran influencia en el desarrollo de la filosofía política occidental. El Leviathan, en inglés, o Leviatán,como se conoce popularmente, es seguramente la obra más importante y trascendental del filósofo, político y pensador inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes. Haciendo referencia y escribiendo con espléndida maestría, el autor hace referencia al monstruo bíblico más temido para explicar y justificar la existencia de un Estado absolutista que subyuga a sus ciudadanos. Escrito en el año 1651, su obra ha sido de gran inspiración en las ciencias políticas y, paradójicamente, en la evolución del derecho social.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 563
Thomas Hobbes
LEVIATAN
Título original:
“ Leviathan“
1a edição
Estimado Lector
Thomas Hobbes (Westport, 5 de abril de 1588-Derbyshire, 4 de diciembre de 1679), fue un filósofo inglés considerado uno de los fundadores de la filosofía política moderna. Su obra más conocida es el Leviatán (1651), donde sentó las bases de la teoría contractualista, de gran influencia en el desarrollo de la filosofía política occidental.
Además del ámbito filosófico, trabajó en otros campos del conocimiento como la historia, la ética, la teología, la geometría o la física. Además de ser considerado el teórico por excelencia del absolutismo político, en su pensamiento aparecen conceptos que fueron fundamentales del liberalismo, tales como el derecho del individuo, la igualdad natural de las personas, el carácter convencional del Estado la legitimidad representativa y popular del poder político...Su concepción del ser humano como igualmente dependiente de las leyes de la materia y el movimiento (materialismo) sigue gozando de gran influencia, así como la noción de la cooperación humana basada en el interés personal.
El Leviathan, en inglés, o Leviatán,como se conoce popularmente, es seguramente la obra más importante y trascendental del filósofo, político y pensador inglés del siglo XVII, Thomas Hobbes. Haciendo referencia y escribiendo con espléndida maestría, el autor hace referencia al monstruo bíblico más temido para explicar y justificar la existencia de un Estado absolutista que subyuga a sus ciudadanos. Escrito en el año 1651, su obra ha sido de gran inspiración en las ciencias políticas y, paradójicamente, en la evolución del derecho social.
Una excelente lectura
LeBooks Editora
El autor y la obra
Obra capital del pensamiento político occidental. el Leviatán o la materia. forma y poder de un estado eclesiástico y civil contiene la teoría del Estado de Thomas Hobbes. concebido metafóricamente como la gran bestia bíblica. máquina poderosa y monstruo devorador de los individuos.
El Estado hobbesiano lo decide todo: es un sistema que representa la concepción autoritaria y absolutista. basada tanto en el principio de la igualdad como en un pesimismo total ante la naturaleza humana. La concepción política de Hobbes. inicialmente de inspiración promonárquica. está dominada por el mecanicismo naturalista y la afirmación del poder omnímodo del Estado. originalmente concebido como un correctivo a la disolución política motivada por las pasiones antisociales del hombre.
Thomas Hobbes nació el 5 de abril de 1588 en Westport, Inglaterra. El tío de Hobbes se ocupó de su educación. Aprendió lenguas clásicas, física, lógica y pensamiento aristotélico en Oxford. En 1608 finalizó sus estudios y comenzó a trabajar como tutor y luego como secretario privado para la familia Cavendish. Esta actividad llevó al joven Hobbes al extranjero: acompañó a sus protectores nobles más de una vez por el típico Grand Tour, el viaje educativo de varios años por el continente. Hobbes comenzó un intenso intercambio intelectual con filósofos de su tiempo: Francis Bacon, René Descartes y, posiblemente, también con Galileo Galilei.
Sus principales temas filosóficos serán la constitución del Estado, el libre albedrío y las condiciones necesarias para la sociedad humana. Durante la Guerra civil inglesa, apoyó la constitución de un estado absolutista. En 1640 publicó Elementos de derecho, donde está contenido su ensayo Human Nature, y lo distribuyó entre los representantes del parlamento para influirlos en relación con el rey.
Cuando el parlamento intentó denunciar a los representantes de la política absolutista del rey, Hobbes se sintió amenazado y huyó a Francia. Allí se dedicó a dar clases de matemática a Carlos Estuardo, aspirante a la corona. En 1646, Hobbes enfermó gravemente y como resultado quedó paralizado, por lo que se vio obligado a contratar a un copista. Hobbes fue aislado en la corte del exilio del rey inglés en París, sospechado de traición.
Regresó a Inglaterra y juró lealtad a la Inglaterra republicana, pero luego volvió a caer en una situación precaria cuando, en 1660, la monarquía fue restaurada y se persiguió a los republicanos. Hobbes se salvó de los ataques, pero pasó el resto de su vida como huésped del Earl de Devonshire y en Londres. Se dedicó a publicar textos filosóficos y a exigir la secularización de las universidades. Hobbes murió en 1679, a los 91 años.
El filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz consideró que Hobbes fue el primero en aplicar el método correcto de argumentación y demostración en la filosofía de derecho y estado. Aún hoy, su obra impresiona por su originalidad y radicalidad. Hobbes fue reconocido ya desde sus inicios como un pensador independiente destinado a romper con la tradición de las ideas. Las teorías políticas actuales se siguen comparando con su conglomerado de ideas teóricas sobre el estado.
Luego de su publicación, Leviatán generó una controversia que se extendió por varias décadas. En Inglaterra se publicaron más de 100 panfletos en contra de Hobbes, prácticamente nadie lo defendía. Muchos se burlaban del título: ¿por qué motivo habría de ser un monstruo fantástico de la antigüedad clásica la imagen de un estado construido a partir de la razón? Hobbes mismo era descrito por muchos como un monstruo ateo y rebelde. Se ganó enemigos y amenazas: después de todo, en esta época todavía existían los procesos por herejía. Las iglesias de Inglaterra lo acusaban de ser ateo, aunque no lo era, porque ponía en duda muchos fundamentos eclesiásticos básicos y ponía a la fe cristiana cerca de la superstición.
La universidad de Oxford, donde estudió, quemó sus textos políticos pocos años después de su muerte alegando un efecto nocivo en relación con el Estado, el gobierno y la Iglesia. En el continente europeo, por el contrario, el efecto sobre la filosofía social fue enorme desde el principio: no solo el joven Leibniz se definió como seguidor de Hobbes, también el Tractatus theologico-politicus (1670) de Baruch Spinoza se vio indudablemente influido por él. David Hume, Jean-Jacques Rousseau, Denis Diderot, Immanuel Kant y Karl Marx, todos ellos desarrollaron sus ideas a partir de su influencia. Hobbes puso por primera vez sobre la mesa la relación entre el ciudadano y el Estado, entre el poder y el derecho, y lo hizo de un modo provocativo y productivo que invitaba a la reflexión. Georg Wilhelm Friedrich Hegel, por ejemplo, dijo, que la lucha de todos contra todos en la sociedad burguesa de ninguna manera se había acabado, sino que, por el contrario, estaba comenzando.
La idea fundamental del Leviatán – la guerra como principio de la existencia humana – es resultado de la experiencia de Hobbes. En la Inglaterra de 1642 se desató una guerra civil entre la vieja nobleza, con el rey Carlos I y el Parlamento a la cabeza. Además, la sangrienta guerra contra España ensombrecía la política inglesa y las diferentes confesiones intervenían en las acciones bélicas. La guerra terminó con la ejecución del rey en el año 1649. Por primera vez en la historia de la humanidad, un rey no fue ejecutado por un enemigo, sino como resultado de una decisión parlamentaria. La monarquía fue disuelta temporalmente y en su lugar se creó una república. Hobbes mismo hablaba de revolución: para él era claro que lo que había estado arriba ahora estaba abajo. Por tal motivo, su búsqueda se concentró en un Estado razonable y ordenado, en un poder fuerte y centralizado, que controlara el caos y que de todos modos fuera capaz de garantizar la felicidad y el bienestar de todos. De esto resulta también su deseo de contar con un poder concentrado, indivisible, imposible de ser limitado por la intervención de los súbditos o por el poder eclesiástico: cualquier tipo de fraccionamiento llevará, según su experiencia, al desorden social y a la insatisfacción.
Leviatán, o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil (en el original en inglés: Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil), comúnmente llamado Leviatán, es el libro más conocido del filósofo político inglés Thomas Hobbes. Publicado en 1651, su título hace referencia al monstruo bíblico Leviatán, de poder descomunal ("Nadie hay tan osado que lo despierte... De su grandeza tienen temor los fuertes... No hay sobre la Tierra quien se le parezca, animal hecho exento de temor. Menosprecia toda cosa alta; es rey sobre todos los soberbios"). La obra de Hobbes, marcadamente materialista, puede entenderse como una justificación del Estado absoluto, a la vez que, como la proposición teórica del contrato social, y establece una doctrina de derecho moderno como base de las sociedades y de los gobiernos legítimos.
Hobbes escribió Leviatán durante su exilio en Francia. Ya tenía más de 60 años y debido a la parálisis que lo aquejaba, se vio obligado a contratar un copista. Ya había preparado los pasajes sobre el estado natural y la socialización del hombre en su obra De Cive (Sobre el ciudadano), que se ocupaba de la sociedad civil. En 1650, completó los primeros 37 capítulos de Leviatán y un año más tarde publicó la obra en Inglaterra junto con De Cive. Al mismo tiempo, en la corte parisina de los exiliados de Carlos II se acumulaban las quejas contra Hobbes, a quien acusaban de ateísta y traidor. Efectivamente, este se había vuelto más radical.
A diferencia de sus obras más tempranas, en Leviatán se muestra más decidido y ya no tiene en cuenta las tradiciones ni los vínculos políticos. Su pensamiento ha llegado a su cénit y completa radicalmente todos los pasos que en sus escritos anteriores había formulado con cautela. Esta falta de compromiso le valió ganarse enemigos políticos: sus opositores, más interesados en las modificaciones del poder político de la época, lo utilizaron para aislarlo de la corte. Por ello, ese mismo año huyó a Inglaterra, donde se publicó su obra más famosa. Sin embargo, no obtuvo autorización para publicar una traducción al latín de su libro (en esa época, el latín era el idioma usual entre los académicos y científicos). Esto llevo a que la traducción apareciera en Ámsterdam. Desde de la primera edición en 1651, Leviatán solo volvió a editarse en Inglaterra en 1840.
Seguridad o libertad. Thomas Hobbes resuelve esta clásica cuestión de la teoría política de un modo provocativo en su Leviatán. Él supone que los hombres renuncian a su libertad política y se subordinan completamente al poder del Estado de forma voluntaria. Sin embargo, este es un alto precio para garantizar la seguridad física y vital. La posibilidad de conseguir bienestar y adquirir propiedades solo puede garantizarse si un Estado soberano, centralizado, fuerte y absoluto regula la política. La teoría de Hobbes está influenciada por el caos de la guerra civil inglesa (1642-1649), que le tocó vivir, pero va mucho más allá de eso. Esta es la primera vez que un estadista afirma que los hombres crean su propia sociedad firmando un contrato social. Esta idea como base de la convivencia humana es moderna y liberal. Con ello, desaparece la noción de Dios como creador y garante del Estado. Si bien el Estado debe estar en concordancia con los fundamentos cristianos, la Iglesia no puede ejercer influencia en él. La base del Estado es la razón y también es la base de la filosofía de Hobbes: pensar por uno mismo y no creer en las autoridades, esta es la idea que atraviesa toda su obra con una refrescante claridad.
Leviatán es una de las obras más importantes de la teoría moderna de Estado.
Hobbes parte de
homo homini lupus
, que el hombre es el lobo del hombre.
Puesto que el hombre no es gregario, moral ni social por naturaleza, rige un estado natural de guerra de todos contra todos.
La visión pesimista de Hobbes acerca de la naturaleza humana tiene un fundamento histórico: experimentó la sangrienta guerra civil inglesa, que debilitó el poder que ostentaba el Estado.
Para escapar de su mortal estado natural, los hombres acuerdan un contrato social y ceden su poder político a un soberano.
Los súbditos deben obediencia al soberano. A cambio, él les ofrece seguridad, protección y bienestar a través de la libertad de acción económica.
Los ciudadanos pueden rebelarse en un solo caso: cuando el Estado se ve incapacitado para protegerlos.
El poder del Estado no puede dividirse, por lo que la Iglesia no debería tener una influencia terrenal.
Hobbes no justifica su teoría social con la benevolencia divina, sino con la razón humana: un cambio de paradigma y el comienzo de la teoría política moderna.
Leviatán es, originalmente, un ser fabuloso de la mitología clásica: un gigantesco monstruo marino, mitad pez, mitad ballena, que devora hombres.
Hobbes escogió este nombre para su modelo de estado porque el monstruo no necesita respetar a nadie, pero respeta a quien le rinde pleitesía.
Esta visión del Estado autoritario hace que la obra siga siendo controvertida.
LA NATURALEZA (el arte con que Dios ha hecho y gobierna el mundo) está imitada de tal modo, como en otras muchas cosas, por el arte del hombre, que éste puede crear un animal artificial. Y siendo la vida un movimiento de miembros cuya iniciación se halla en alguna parte principal de los mismos ¿por qué no podríamos decir que todos los autómatas (artefactos que se mueven a si mismos por medio de resortes y ruedas como lo hace un reloj) tienen una vida artificial? ¿Qué es en realidad el corazón sino un resorte; y los nervios qué son, sino diversas fibras; y las articulaciones sino varias ruedas que dan movimiento al cuerpo entero tal como el Artífice se lo propuso?
El arte va aún más lejos, imitando esta obra racional, que es la más excelsa de la Naturaleza: el hombre. En efecto: gracias al arte se crea ese gran Leviatán que llamamos república o Estado (en latín civitas) que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y robustez que el natural para cuya protección y defensa fue instituido; y en el cual la soberanía es un alma artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero; los magistrados y otros funcionarios de la judicatura y ejecución, nexos artificiales; la recompensa y el castigo (mediante los cuales cada nexo y cada miembro vinculado a la sede de la soberanía es inducido a ejecutar su deber) son los nervios que hacen lo mismo en el cuerpo natural; la riqueza y la abundancia de todos los miembros particulares constituyen su potencia; la salus populi (la salvación del pueblo) son sus negocios; los consejeros, que informan sobre cuantas cosas precisa conocer, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y una voluntad artificiales; la concordia, es la salud; la sedición, la enfermedad; la guerra civil, la muerte.
Por último, los convenios mediante los cuales las partes de este cuerpo político se crean, combinan y unen entre sí, aseméjanse a aquel fíat, o hagamos al hombre, pronunciado por Dios en la Creación.
Al describir la naturaleza de este hombre artificial me propongo considerar:
1 - La materia de que consta y el artífice, ambas cosas son el hombre;
2 - Cómo y por qué pactos, se instituye, cuáles son los derechos y el poder o la autoridad justos de un soberano; y qué es lo que lo mantiene o lo aniquila;
3 - Qué es un gobierno cristiano, y
por último, qué es el reino de las tinieblas.
Por lo que respecta al primero existe un hecho acreditado según el cual la sabiduría se adquiere no ya leyendo en los libros sino en los hombres. Como consecuencia aquellas personas que por lo común no pueden dar otra prueba de ser sabios, se complacen mucho en mostrar lo que piensan que han leído en los hombres, mediante despiadadas censuras hechas de los demás a espaldas suyas. Pero existe otro dicho más antiguo, en virtud del cual los hombres pueden aprender a leerse fielmente el uno al otro si se toman la pena de hacerlo: es el nosce te ipsum, léete a ti mismo: lo cual no se entendía antes en el sentido, ahora usual, de poner coto a la bárbara conducta que los titulares del poder observan con respecto a sus inferiores: o de inducir hombres de baja estofa a una conducta insolente hacia quienes son mejores que ellos. Antes bien, nos enseña que por la semejanza de los pensamientos y de las pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro, quien se mire a sí mismo y considere lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc, y por qué razones, podrá leer y saber, por consiguiente, cuáles son los pensamientos y pasiones de los demás hombres en ocasiones parecidas. Me refiero a la similitud de aquellas pasiones que son las mismas en todos los hombres: deseo. temor, esperanza, etc.: no a la semejanza entre los objetos de las pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etcétera. Respecto de éstas la constitución individual y la educación particular varían de tal modo y son tan fáciles de sustraer a nuestro conocimiento que los caracteres del corazón humano, borrosos y encubiertos, como están, por el disimulo, la falacia, la, ficción y las erróneas doctrinas, resultan únicamente legibles para quien investiga los corazones. Y aunque, a veces, por las acciones de los hombres descubrimos sus designios, dejar de compararlos con nuestros propios anhelos y de advertir todas las circunstancias que pueden alterarlos, equivale a descifrar sin clave y exponerse al error, por exceso de confianza o de desconfianza, según que el individuo que lee sea un hombre bueno o malo.
Aunque un hombre pueda leer a otro por sus acciones, de un modo perfecto, sólo puede hacerlo con sus circunstantes, que son muy pocos. Quien ha de gobernar una nación entera debe leer, en si mismo, no a este o aquel hombre, sino a la humanidad, cosa que resulta más difícil que aprender cualquier idioma o ciencia; cuando yo haya expuesto ordenadamente el resultado de mi propia lectura, los demás no tendrán otra molestia sino la de comprobar si en sí mismos llegan a análogas conclusiones. Porque este género de doctrina no admite otra demostración.
El Autor
Por lo que respecta a los pensamientos del hombre quiero considerarlos en primer término singularmente, y luego en su conjunto, es decir, en su dependencia mutua.
Singularmente cada uno de ellos es una representación o apariencia de cierta cualidad o de otro 'accidente de un cuerpo exterior a nosotros, de lo que comúnmente llamamos objeto. Dicho objeto actúa sobre los ojos, oídos y otras partes del cuerpo humano, y por su diversidad de actuación produce diversidad de apariencias.
El origen de todo ello es lo que llamamos sensación (en efecto: no existe ninguna concepción en el intelecto humano que antes no haya sido recibida, totalmente o en parte, por los órganos de los sentidos). Todo lo demás deriva de ese elemento primordial.
Para el objeto que ahora nos proponemos no es muy necesario conocer la causa natural de las sensaciones; ya en otra parte he escrito largamente acerca del particular. No obstante, para llenar en su totalidad las exigencias del método que ahora me ocupa, quiero examinar brevemente, en este lugar, dicha materia.
La causa de la sensación es el cuerpo externo u objeto que actúa sobre el órgano propio de cada sensación, ya sea de modo inmediato, como en el gusto o en el tacto, o mediatamente como en la vista, el oído y el olfato: dicha acción, por medio de los nervios y otras fibras y membranas del cuerpo, se adentra por éste hasta el cerebro y el corazón, y causa allí una resistencia, reacción o esfuerzo del corazón, para libertarse: esfuerzo que dirigido hacia el exterior, parece ser algo externo. Esta apariencia o fantasía es lo que los hombres llaman sensación, y consiste para el ojo en una luz o color figurado; para el oído en un sonido; para la pituitaria en un olor; para la lengua o el paladar en un sabor; para el resto del cuerpo en calor, frío, dureza, suavidad y otras diversas cualidades que por medio de la sensación discernimos. Todas estas cualidades se denominan sensibles y no son, en el objeto que las causa, sino distintos movimientos en la materia, mediante los cuales actúa ésta diversamente sobre nuestros órganos.
En nosotros, cuando somos influidos por ese efecto, no hay tampoco otra cosa sino movimientos (porque el movimiento no produce otra cosa que movimiento). Ahora bien: su apariencia con respecto a nosotros constituye la fantasía, tanto en estado de vigilia como de sueño; y así como cuando oprimimos el oído se produce un rumor, así también los cuerpos que vemos u oímos producen el mismo efecto con su acción tenaz, aunque imperceptible. En efecto, si tales colores o sonidos estuvieran en los cuerpos u objetos que los causan, no podrían ser separados de ellos como lo son por los espejos, y en los ecos mediante la reflexión. De donde resulta evidente que la cosa vista se encuentra en una parte, y la apariencia en otra. Y aunque a cierta distancia lo real, el objeto visto parece revestido por la fantasía que en nosotros produce, lo cierto es que una cosa es el objeto y otra la imagen o fantasía. Así que las sensaciones, en todos los casos, no son otra cosa que fantasía original, causada, como ya he dicho, por la presión, es decir, por los movimientos de las cosas externas sobre nuestros ojos, oídos y otros órganos.
Ahora bien, las escuelas filosóficas en todas las universidades de la cristiandad, fundándose sobre ciertos textos de Aristóteles, enseñan otra doctrina, y dicen, por lo que respecta a la visión, que la cosa vista emite de sí, por todas partes, una especie visible, aparición o aspecto, o cosa vista; la recepción de ello por el ojo constituye la visión. Y por lo que respecta a la audición, dicen que la cosa oída emite de si una especie audible, aspecto o cosa audible, que al penetrar en el oído engendra la audición. Incluso por lo que respecta a la causa de la comprensión, dicen que la cosa comprendida emana de sí una especie inteligible, es decir, un inteligible que al llegar a la comprensión nos hace comprender. No digo esto con propósito de censurar lo que es costumbre en las Universidades, sino porque como posteriormente he de referirme a su misión en el Estado, me interesa haceros ver en todas ocasiones qué cosas deben ser enmendadas al respecto. Entre ellas está la frecuencia con que usan elocuciones desprovistas de significación.
QUE CUANDO una cosa permanece en reposo seguirá manteniéndose así a menos que algo la perturbe, es una verdad de la que nadie duda; pero que cuando una cosa está en movimiento continuará moviéndose eternamente, a menos que algo la detenga, constituye una afirmación no tan fácil de entender, aunque la razón sea idéntica (a saber: que nada puede cambiar por sí mismo). En efecto: los hombres no miden solamente a los demás hombres, sino a todas las otras cosas, por sí mismos: y como ellos mismos se encuentran sujetos, después del movimiento, a la pena y al cansancio, piensan que toda cosa tiende a cesar de moverse y procura reposar por decisión propia; tienen poco en cuenta el hecho de si no existe otro movimiento en el cual consista este deseo de descanso que advierten en sí mismos. En esto se apoya la afirmación escolástica de que los cuerpos pesados caen movidos por una apetencia de descanso, y se mantienen por naturaleza en el lugar que es más adecuado para ellos: de este modo se adscribe absurdamente a las cosas inanimadas apetencia y conocimiento de lo que es bueno para su conservación (lo cual es más de lo que el hombre tiene).
Cuando un cuerpo se pone una vez en movimiento, se mueve eternamente (a menos que algo se lo impida); y el obstáculo que encuentra no puede detener ese movimiento en un instante, sino con el transcurso del tiempo, y por grados. Y del mismo modo que vemos en el agua cómo, cuando el viento cesa, las olas continúan batiendo durante un espacio de tiempo, así ocurre también con el movimiento que tiene lugar en las partes internas del hombre, cuando ve, sueña, etc. En efecto: aun después que el objeto ha sido apartado de nosotros, si cerramos los ojos seguiremos reteniendo una imagen de la cosa vista, aunque menos precisa que cuando la velamos. Tal es lo que los latinos llamaban imaginación, de la imagen que en la visión fue creada: y esto mismo se aplica, aunque impropiamente, a todos los demás sentidos. Los griegos, en cambio, la llamaban fantasía, que quiere decir apariencia, y es tan peculiar de un sentido como de los demás. Por consiguiente, la imaginación no es otra cosa sino una sensación que se debilita; sensación que se encuentra en los hombres y en muchas otras criaturas vivas, tanto durante el sueño como en estado de vigilia.
La debilitación de las sensaciones en el hombre que se halla en estado de vigilia no es la debilitación del movimiento que tiene lugar en las sensaciones: más bien es una obnubilación de ese movimiento, algo análogo a como la luz del sol obscurece la de las estrellas. En efecto: las estrellas no ejercen menos en el día que por la noche la virtud que las hace visibles. Pero, así como entre las diferentes solicitaciones que nuestros ojos, nuestros oídos y otros órganos reciben de los cuerpos externos, sólo la predominante es sensible, así también, siendo predominante la luz del sol, no impresiona nuestros sentidos la acción de las estrellas. Cuando se aparta de nuestra vista cualquier objeto, la impresión que hizo en nosotros permanece: ahora bien, como otros objetos más presentes vienen a impresionamos, a su vez, la imaginación del pasado se obscurece y debilita; así ocurre con la voz del hombre entre los rumores cotidianos.
De ello se sigue que cuanto más largo es el tiempo transcurrido desde la visión o sensación de un objeto, tanto más débil es la imaginación. El cambio continuo que se opera en el cuerpo del hombre destruye, con el tiempo, las partes que se movieron en la sensación; a su vez la distancia en el tiempo o en el espacio producen en nosotros el mismo efecto. Y del mismo modo que a gran distancia de un lugar el objeto a que miráis os aparece minúsculo y no hay posibilidad de distinguir sus detalles; y así como, de lejos, las voces resultan débiles e inarticuladas, así, también, después de un gran lapso de tiempo, nuestra imagen del pasado se debilita, y, por ejemplo, perdemos de las ciudades que hemos visto, el recuerdo de muchas calles; y de las acciones, muchas particulares circunstancias. Esta sensación decadente, si queremos expresar la misma cosa (me refiero a la fantasía) la llamamos imaginación, como ya dije antes: pero cuando queremos expresar ese decaimiento y significar que la sensación se 'atenúa, envejece y pasa, la llamamos memoria. Así imaginación y memoria son una misma cosa que para diversas consideraciones posee, también, nombres diversos.
Memoria. Una memoria copiosa o la memoria de muchas cosas se denomina experiencia. La imaginación se refiere solamente a aquellas cosas que antes han sido percibidas por los sentidos, bien sea de una vez o por partes, en tiempos diversos; la primera (que consiste en la imaginación del objeto entero tal como fue presentado a los sentidos) es simple imaginación; así ocurre cuando alguien imagina, un hombre o un caballo que vio anteriormente. La otra es compuesta, como cuando de la visión de un hombre en cierta ocasión, y de un caballo en otra, componemos en nuestra mente la imagen de un centauro. Así, también, cuando un hombre combina la imagen de su propia persona con la imagen de las acciones de otro hombre; por ejemplo, cuando un hombre se imagina a si mismo ser un Hércules o un Alejandro (cosa que ocurre con frecuencia a quienes leen novelas en abundancia), se trata de una imaginación compuesta, pero propiamente de una ficción mental. Existen también otras imágenes que se producen en los hombres (aunque en estado de vigilia) a causa de una gran impresión recibida por los sentidos. Por ejemplo, cuando se mira fijamente al sol, la impresión deja ante nuestros ojos, durante largo tiempo, una imagen de dicho astro; cuando se mira con fijeza y de un modo prolongado figuras geométricas, el hombre en la obscuridad (aunque esté despierto) tiene luego imágenes de líneas y ángulos ante sus ojos: este género de fantasía no tiene nombre particular, por ser algo que comúnmente no cae bajo el discurso humano.
Ensueños. Las imaginaciones de los que duermen constituyen lo que llamamos ensueños. También éstas, como todas las demás imaginaciones, han sido percibidas antes, totalmente o en partes, por los sentidos. Y como el cerebro y los nervios, necesarios a la sensación, quedan tan aletargados en el sueño que difícilmente se mueven por la acción de los objetos externos, durante el sueño no puede producirse otra imaginación ni, en consecuencia, otro ensueño sino el que procede de la agitación de las partes internas del cuerpo humano. Dada la conexión que tienen con el cerebro y otros órganos, cuando estos elementos internos se perturban, ponen a dichos órganos en movimiento: sólo que hallándose entonces algo aletargados los órganos de la sensación y no existiendo un nuevo objeto que pueda dominarla u obscurecerla con una impresión más vigorosa, el ensueño tiene que ser más claro en el silencio de las sensaciones que lo son nuestros pensamientos en el estado de vigilia.
Y aun suele ocurrir que resulte difícil, y en ciertos casos imposible, distinguir exactamente entre sensación y ensueño. Por mí parte, cuando considero que en los sueños no pienso con frecuencia ni constantemente en las mismas personas, lugares, objetos y acciones que cuando estoy despierto ; ni recuerdo durante largo rato una serie de pensamientos coherentes con los ensueños de otros tiempos; y como, además, cuando estoy despierto observo frecuentemente lo absurdo de los sueños, pero nunca sueño con lo absurdo de mis pensamientos en estado de vigilia, me satisface advertir que estando despierto yo sé que no sueño: mientras que cuando duermo me pienso estar despierto.
Si advertimos que los ensueños son causados por la destemplanza de algunas partes internas del cuerpo, tendremos que esas diversas destemplanzas causarán, necesariamente, ensueños diferentes. Así acontece que cuando se tiene frío estando echado se sueña con cosas de terror, y surge la idea o imagen de algún objeto temible (siendo recíproco el movimiento del cerebro a las partes internas, y de las partes internas al cerebro); del mismo modo que la cólera causa calor en algunas partes del cuerpo cuando estamos despiertos, así, cuando dormimos, el exceso de calor de las mismas partes causa cólera, y engendra en el cerebro la imagen de un enemigo. De la misma manera la pasión natural, cuando estamos despiertos, engendra deseo; y el deseo produce calor en otras ciertas partes del cuerpo; así también el exceso de ardor en estas partes, cuando estamos durmiendo, sucede en el cerebro la imagen de algún anhelo antes sentido. En suma, nuestros ensueños son el reverso de nuestras imágenes en estado de vigilia. Sólo que cuando estamos despiertos el movimiento se inicia en un extremo, y cuando dormimos, en otro.
Apariciones y visiones. La mayor dificultad en discriminar los ensueños de un hombre y sus pensamientos en estado de vigilia se advierte cuando por accidente dejamos de observar que estamos durmiendo, casa que fácilmente ocurre al hombre que está lleno de terribles pensamientos, y cuya ¡conciencia se halla perturbada, hasta el punto de que duerme, aun en circunstancias extrañas, por ejemplo, al acostarse o al desnudarse, lo mismo que otros dormitan en el sillón. En efecto: quien está apenado y se afana, en vano, por dormir, si una fantasía extraña o exorbitante se le aparece, fácilmente propenderá a pensar en un ensueño. Cuentan de Marco Bruto (un personaje a quien dio vida Julio César, y le hizo su favorito, no obstante, lo cual fue asesinado por él) que en Philippi, la noche de la víspera de la batalla contra César Augusto, vio una aparición espantable que los historiadores presentan, por lo común, como una visión; ahora bien, teniendo en cuenta las circunstancias, fácilmente podemos inferir que no se trataba sino de un ensueño fugaz. Hallándose sentado en su tienda, pensativo y conturbado por el acto cometido, no fue difícil para él, aterido de frío como estaba, soñar acerca de lo que más le afligía: ese mismo temor le hizo despertar gradualmente, con lo cual la aparición fue desvaneciéndose poco a poco. Y como no tenia seguridad de estar durmiendo, no había motivo para pensar que todo ello fuera un ensueño ni cosa distinta de una visión. Esta eventualidad no es muy rara, pues incluso los
que están perfectamente despiertos, cuando tienen miedo y son supersticiosos, y se hallan poseídos por terribles ideas, al estar solos en la obscuridad se ven sujetos a tales fantasías, y creen ver espíritus y fantasmas de hombres muertos paseando por los cementerios. En todo ello no hay otra cosa que su fantasía, o bien el fraude de ciertas personas que, abusando del temor ajeno, pasan disfrazadas, durante la noche, por lugares que desean frecuentar sin ser conocidas.
De esta ignorancia para distinguir los ensueños, y otras fantasías, de la visión y de las sensaciones, surgieron en su mayor parte las creencias religiosas de los gentiles, en los tiempos pasados, cuando se adoraba a sátiros, faunos, ninfas y otras ficciones por el estilo: tal es, también, ahora, el origen del concepto que la gente vulgar tiene de hadas, fantasmas y duendes, así como del poder de las brujas. En cuanto a estas últimas no creo que su brujería encierre ningún poder efectivo: pero justamente se las castiga por la falsa creencia que tienen de ser causa de maleficio, y, además, por su propósito de hacerlo si pudieran: sus actividades se hallan más cerca de una nueva religión que de un arte o ciencia.
En cuanto a las hadas y fantasmas de ambulantes, el concepto que sobre ellos se tiene se inició seguramente, o por lo menos no ha sido contradicho, para acreditar el uso de exorcismos, cruces, agua bendita y otras parecidas invenciones de personas supersticiosas. A pesar de ello no hay duda de que Dios puede hacer apariciones fuera de lo natural: pero que las haga tan frecuentemente que los hombres hayan de temer tales cosas más que temen la continuidad o el cambio en el curso de la Naturaleza (que también puede permanecer o cambiar), no es artículo de fe cristiana. Ahora bien, los hombres malvados, bajo el pretexto de que Dios puede hacerlo todo, son tan osados que dicen todo aquello que sirve a sus propósitos, aunque sepan que, es falso. Es cosa inherente a la condición de un hombre sabio no creer en ello sino cuando la buena razón haga dignas de crédito las cosas afirmadas. Si esta superstición, este temor a los espíritus fuese eliminado, y con ello los pronósticos a base de ensueños y otras cosas concomitantes — mediante las cuales algunas personas ambiciosas de poder abusan de las gentes sencillas — los hombres estarían más aptos que lo están para la obediencia cívica.
Tal debería ser la misión de las escuelas, pero más bien tienden a alimentar semejantes doctrinas. Porque (no sabiendo lo que son la imaginación y las sensaciones) enseñan aquello que por tradición conocen. Así afirman algunos que las imaginaciones surgen en nosotros mismos y no tienen causa. Otros aseguran que más comúnmente se producen por obra de la voluntad; que los pensamientos buenos son inspirados en el hombre por Dios, y los pensamientos malvados por el demonio: o que los pensamientos buenos resultan imbuidos (infusos) en el hombre por Dios, y los malignos por el demonio. Algunos dicen que los sentidos reciben las especies de las cosas y las entregan al sentido común: que el sentido común las transmite a la fantasía, y ésta la memoria, y la memoria al juicio; lo cual parece pura tradición de cosas, con muchas palabras que no ayudan a la comprensión.
Entendimiento. La imaginación que se produce en el hombre (o en cualquier otra criatura dotada con la facultad de imaginar), por medio de palabras u otros signos voluntarios es lo que generalmente llamamos entendimiento, que es común a los hombres y a los animales. Por el hábito, un perro llegará a entender la llamada o la reprimenda de su dueño, y lo mismo ocurrirá con otras bestias. El entendimiento que es peculiar al hombre no es solamente comprensión de su voluntad, sino de sus concepciones y pensamientos, por la sucesión y agrupación de los nombres de las cosas en afirmaciones, negaciones y otras formas de expresión. De este género de entendimiento he de hablar más adelante.
POR consecuencia o serie de pensamientos comprendo la sucesión de un pensamiento a otro; es lo que, para distinguirlo del discurso en pa
labras, denominamos discurso mental. Cuando un hombre piensa en una cosa cualquiera, su pensamiento inmediatamente posterior no es, en definitiva, tan casual como pudiera parecer. Un pensamiento cualquiera no sucede a cualquier otro pensamiento de modo indiferente. Del mismo modo que no tenemos imágenes, a no ser que antes hayamos tenido sensaciones, en conjunto o en partes, así tampoco tenemos transición de una imagen a otra si antes no la hemos tenido en nuestras sensaciones. La razón de ello es la siguiente. Todas las fantasías son movimientos efectuados dentro de nosotros, reliquias de los que se han operado en la sensación. Estos movimientos que inmediatamente se suceden en las sensaciones, siguen hallándose, también, conjuntos después de ellas. Así, al volver a ocupar el primer movimiento un lugar predominante, continúa el segundo por coherencia' con la materia movida, como el agua sobre una mesa puede ser empujada de una parte a otra y guiada por el dedo. Pero como en las sensaciones, tras una sola y misma cosa percibida, viene una vez una cosa y otras otra, así ocurre también en el tiempo, que al imaginar una cosa no podemos tener certidumbre de lo que habremos de imaginar a continuación. Sólo una cosa es cierta: algo debe haber que sucedió antes, en un tiempo u otro.
Serie de pensamientos sin orientación. Esta serie de pensamientos o discurso mental es de dos clases. La primera carece de orientación y designio, es inconstante; no hay en ella pensamiento apasionado que gobierne y atraiga hacia sí mismo a los que le siguen, constituyéndose en fin u objeto de algún deseo o de otra pasión. En tal caso se dice que los pensamientos fluctúan y parecen incoherentes uno respecto a otro, como en el sueño. Tales son, comúnmente, los pensamientos de los seres humanos que no sólo están aislados, sino también sin preocupación por cualquiera otra cosa. Incluso puede ocurrir que estos pensamientos sean tan activos como en otros tiempos, pero carezcan de armonía, como el sonido de un laúd sin templar en manos de cualquier hombre; o templado, en manos de alguien que no supiera tocar. Aun en esta extraña disposición de la mente un hombre percibe muchas veces el hilo y la dependencia de un pensamiento con respecto a otro.
Así en un coloquio acerca de nuestra guerra civil presente ¿qué cosa sería más desatinada, en apariencia, que preguntar (como alguien lo hizo) cuál era el valor de un dinero romano? Aun así, la coherencia, a juicio mío, era bastante evidente, porque el pensamiento de la guerra traía consigo el de la entrega del rey a sus enemigos; este pensamiento sugería el de la entrega de Cristo; ésta, a su vez, el de los treinta dineros que fue el precio de aquella traición: fácilmente se infiere de aquí aquella maliciosa cuestión; y todo esto en un instante, porque el pensamiento es veloz.
Serie de pensamientos regulados. El segundo es más constante, puesto que está regulado por algún deseo y designio. La impresión hecha por las cosas que deseamos o tememos es, en efecto, intensa y permanente o (cuando cesa por algún tiempo) de rápido retomo: tan fuerte es, a veces, que impide y rompe nuestro sueño. Del deseo surge el pensamiento de algunos medios que hemos visto producir efectos análogos a aquellos que perseguimos; del pensamiento de estos efectos brota la idea de los medios conducentes a ese fin, y así sucesivamente hasta que llegamos a algún comienzo que está dentro de nuestras posibilidades. Y como el fin, por la grandeza de la impresión viene con frecuencia a la mente, si nuestros pensamientos comienzan a disiparse, rápidamente son conducidos otra vez al recto camino. Observado esto por uno de los siete sabios, ello le indujo a dar a los hombres este consejo que ahora recordamos: Réspice finem. Es decir, en todas vuestras acciones, considerad infrecuente aquello que queréis poseer, porque es la cosa que dirigirá todos vuestros pensamientos al camino para alcanzarlo.
La serie de pensamientos regulados es de dos clases. Una cuando tratamos de inquirir las causas o medios que producen un efecto imaginado: este género es común a los hombres y a los animales. Otra cuando, imaginando una cosa cualquiera, tratamos de determinar los efectos posibles que se pueden producir con ella; es decir, imaginar lo que podemos hacer con una cosa cuando la tenemos. De esta especie de pensamientos en ningún tiempo y fin percibimos muestra alguna sino sólo en el hombre ésta es, en efecto, una particularidad que rara
mente ocurre en la naturaleza de cualquiera otra criatura viva que no tenga más pasiones que las sensoriales, tales como el hambre, la sed, el apetito sexual y la cólera. En suma, el discurso mental, cuando está gobernado por designios, no es sino búsqueda o facultad de invención, lo que los latinos llamaban sagacitas y solertia; una averiguación de las causas de algún efecto presente o pasado, o de los efectos de alguna causa pasada o presente. A veces el hombre busca lo que ha perdido; y desde el momento, lugar y tiempo en que advierte la falta, su mente retrocede de lugar en lugar y de tiempo en tiempo, para hallar dónde y cuándo la tenia; esto es, para encontrar un tiempo y un lugar evidentes y unos limites dentro de los cuales dar comienzo a una metódica investigación. Luego, desde allí, vuelven sus pensamientos hacia los mismos lugares y tiempos para hallar qué acción o qué contingencia pueden haberle hecho perder la cosa.
Remembranza. Es lo que denominamos remembranza o invocación a la mente: los latinos la llamaban reminiscentia, por considerarla como un reconocimiento de nuestras acciones anteriores.
A veces el hombre conoce un lugar determinado dentro del ámbito en el cual ha de inquirir; entonces sus pensamientos hurgan en ese sitio por todas sus partes, del mismo modo que registraríamos una habitación para hallar una joya; o como un perro de caza recorrería el campo hasta encontrar el rastro; o como alguien consultaría el diccionario para hallar una rima.
Prudencia. En ocasiones un hombre desea saber el curso de determinada acción; entonces piensa en alguna acción pretérita semejante y en las consecuencias ulteriores de ella, presumiendo que a acontecimientos iguales han de suceder acciones iguales. Cuando uno quiere prever lo que ocurrirá con un criminal recuerda lo que ha visto ocurrir en crímenes semejantes: el orden de sus pensamientos es éste: el crimen, los agentes judiciales, la prisión, el juez y la horca. Este género de pensamiento se llama previsión, prudencia o providencia; a veces sabiduría; aunque tales conjeturas, dada la dificultad de observar todas las circunstancias, resulten muy falaces. Mas es lo cierto que algunos hombres tienen una experiencia mucho mayor de las cosas pasadas que otros, y en la misma medida son más prudentes; sus previsiones raramente fallan. El presente sólo tiene dila realidad en la Naturaleza; las cosas pasadas tienen una realidad en la memoria solamente; pero las cosas por venir no tienen realidad alguna. El futuro no es sino una ficción de la mente, que aplica las consecuencias de las acciones pasadas a las acciones presentes; quien tiene mayor experiencia hace esto con mayor certeza; pero no con certeza suficiente. Y aunque se llama prudencia, cuando el acontecimiento responde a lo que esperamos, no es, por naturaleza, sino presunción. En erecto, la presunción de las cosas por venir, que es providencia, pertenece sólo a Aquél por cuya voluntad sobrevienen. De Él solamente, y por modo sobrenatural, procede la profecía. El mejor profeta, naturalmente, es el más perspicaz; y el más perspicaz es el más versado e instruido en las materias que examina, porque tiene mayor cantidad de signos que observar.
Signos. Un signo es el acontecimiento antecedente del consiguiente; y, por el contrario, el consiguiente del antecedente, cuando antes han sido observadas las mismas consecuencias. Cuanto más frecuentemente han sido observadas, tanto menos incierto es el signo y, por tanto, quien tiene más experiencia en cualquiera clase de negocios, dispone de más signos para avizorar el tiempo futuro. Como consecuencia es el más prudente, y mucho más prudente que quien es nuevo en aquel género de negocios y no tiene, como compensación, cualquiera ventaja de talento natural y desusado: aunque a veces, muchos jóvenes piensan lo contrario.
No obstante, no es la prudencia lo que distingue al hombre de la bestia. Hay animales que teniendo un año observan más, y persiguen lo que es bueno para ellos con mayor prudencia que un niño puede hacerlo a los diez.
Conjetura del tiempo pasado. La prudencia es una presunción del futuro basada en la experiencia del pasado; pero existe también una presunción de cosas pasadas, deducida de otras cosas que no son futuras, sino pasadas también. Quien ha visto por qué procedimientos y grados
un Estado floreciente cae primero en la guerra civil y luego en la ruina, a la vista de la ruina de cualquier otro Estado inducirá que las causas de
ello fueron las mismas guerras y los mismos sucesos. Pero esta conjetura tiene el mismo grado de incertidumbre que la conjetura del futuro; ambas están basadas solamente sobre la experiencia.
Por lo que yo recuerdo no existe otro acto de la mente humana, connatural a ella, y que no necesite otra cosa para su ejercicio sino haber nacido hombre y hacer uso de los cinco sentidos. Por el estudio y el trabajo se adquieren e incrementan aquellas otras facultades de las que hablaré poco a poco, y que parecen exclusivas del hombre. Muchos hombres van adquiriéndolas mediante instrucción y disciplina, y todas derivan de la invención de las palabras y del lenguaje. Porque aparte de las sensaciones y de los pensamientos, la mente del hombre no conoce otro movimiento, si bien con ayuda del lenguaje y del método, las mismas facultades pueden ser elevadas a tal altura que distingan al hombre de todas las demás criaturas vivas.
Cualquiera cosa que imaginemos es finita. Por consiguiente, no hay idea o concepción de ninguna clase que podamos llamar infinita. Ningún hombre puede tener en su mente una imagen de cosas infinitas ni concebir la infinita sabiduría, el tiempo infinito, la fuerza infinita o el poder infinito. Cuando decimos de una cosa que es infinita, significamos solamente que no somos capaces de abarcar los términos y límites de la cosa mencionada, con lo que no tenemos concepción de la cosa, sino de nuestra propia incapacidad. De aquí resulta que el nombre de Dios es usado no para que podamos concebirlo (puesto que es incomprensible, y su grandeza y poder resultan imposibles de concebir) sino para que podamos honrarle. Así (tal como dije antes), cualquiera cosa que concebimos ha sido anteriormente percibida por los sentidos, de una vez o por partes, y un hombre no puede tener idea que represente una cosa no sujeta a sensación. En consecuencia, nadie puede concebir una cosa, sino que debe concebirla situada en algún lugar, provista de una determinada magnitud y susceptible de dividirse
en partes; no puede ser que una cosa esté toda en este sitio y toda en otro lugar, al mismo tiempo; ni que dos o más cosas estén, a la vez, en un mismo e idéntico lugar. Porque ninguna de estas cosas es o puede ser nunca incidental a la sensación; ello no son sino afirmaciones absurdas, propaladas — sin razón alguna — por filósofos fracasados y por escolásticos engañados o engañosos.
Origen del lenguaje. La invención de la imprenta, aunque ingeniosa, no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras. Pero ignoramos quién fue el primero en hallar el uso de las letras. Dicen los hombres que quien en primer término las trajo a Grecia fue Cadmo, hijo de Agenor, rey de Fenicia. Fue, ésta, una invención provechosa para perpetuar la memoria del tiempo pasado, y la conjunción del género humano, disperso en tantas y tan distintas regiones de la tierra; y tuvo gran dificultad, como que procede de una cuidadosa observación de los diversos movimientos de la lengua, del paladar, de los labios y de otros órganos de la palabra; añádase, además, a ello la necesidad de establecer distinciones de caracteres, para recordarlas.
Pero la más noble y provechosa invención de todas fue la del lenguaje, que se basa en nombres o apelaciones, y en las conexiones de ellos. Por medio de esos elementos los hombres registran sus pensamientos, los recuerdan cuando han pasado, y los enuncian uno a otro para mutua utilidad y conversación. Sin él no hubiera existido entre los hombres ni gobierno ni sociedad, ni contrato ni paz, ni más que lo existente entre leones, osos y lobos. El primer autor del lenguaje fue Dios mismo, quien instruyó a Adán cómo llamar a las criaturas que iba presentando ante su vista. La Escritura no va más lejos en esta materia. Ello fue suficiente para inducir al hombre a añadir nombres nuevos, a medida que la experiencia y el uso de las criaturas iban dándole ocasión, y para acercarse gradualmente a ellas de modo que pudiera hacerse entender. Y así, andando el tiempo, ha ido formándose el lenguaje tal como lo usamos, aunque no tan copioso como un orador o filósofo lo necesita. En efecto, no encuentro cosa alguna en la Escritura de la cual directamente o por consecuencia pueda inferirse que se enseñó a Adán los nombres de todas las figuras, cosas, medidas, colores, sonidos, fantasías y relaciones. Mucho menos los nombres de las palabras y del lenguaje, como general, especial, afirmativo, negativo, indiferente, optativo, infinitivo, que tan útiles son; y menos aún la de entidad, intencionalidad, quididad,, y otras, insignificantes, de los Escolásticos.
Todo este lenguaje ha ido produciéndose y fue incrementado por Adán y su posteridad, y quedó de nuevo perdido en la torre de Babel cuando, por la mano de Dios, todos los hombres fueron castigados, por su rebelión, con el olvido de su primitivo lenguaje. Y viéndose así forzados a dispersarse en distintas partes del mundo, necesariamente hubo de sobrevenir la diversidad de lenguas que ahora existe, derivándose por grados de aquélla, tal como lo exigía la necesidad (madre de todas las invenciones); y con el transcurso del tiempo fue creciendo de modo cada vez más copioso.
Uso del lenguaje. El uso general del lenguaje consiste en trasponer nuestros discursos mentales en verbales: o la serie de nuestros pensamientos en una serie de palabras, y esto con dos finalidades: una de ellas es el registro de las consecuencias de nuestros pensamientos, que siendo aptos para sustraerse de nuestra memoria cuando emprendemos una nueva labor, pueden ser recordados de nuevo por las palabras con que se distinguen. Así, el primer uso de los nombres es servir como marcas o notas del recuerdo. Otro uso se advierte cuando varias personas utilizan las mismas palabras para significar (por su conexión y orden), una a otra, lo que conciben o piensan de cada materia; y también lo que desean, temen o promueve en ellos otra pasión. Y para este uso se denominan signos. Usos especiales del lenguaje son los siguientes: primero, registrar lo que por meditación hallamos ser la causa de todas las cosas, presentes o pasadas, y lo que ajuicio nuestro las cosas presentes o pasadas puedan producir, o efecto, lo cual, en suma es el origen de las artes. En segundo término, mostrar a otros el conocimiento que hemos adquirido, lo cual significa aconsejar y enseñar uno a otro. En tercer término, dar a conocer a otros nuestras voluntades y propósitos, para que podamos prestamos ayuda mutua. En cuarto lugar, complacemos y deleitamos nosotros y los demás, jugando con nuestras palabras inocentemente, para deleite nuestro.
Abusos del lenguaje. A estos usos se oponen cuatro vicios correlativos: Primero, cuando los hombres registran sus pensamientos equivocadamente, por la inconstancia de significación de sus palabras; con ellas registran concepciones que nunca han concebido, y se engañan a sí mismos. En segundo lugar, cuando usan las palabras metafóricamente, es decir, en otro sentido distinto de aquel para el que fueron establecidas, con lo cual engañan a otros. En tercer lugar, cuando por medio de palabras declaran cuál es su voluntad, y no es cierto. En cuarto término, cuando usan el lenguaje para agraviarse unos a otros: porque viendo cómo la Naturaleza ha armado a las criaturas vivas, algunas con dientes, otras con cuernos, y algunas con manos para atacar al enemigo, constituye un abuso del lenguaje agraviarse con la lengua, a menos que nuestro interlocutor sea uno a quien nosotros estamos obligados a dirigir; en tal caso ello no implica agravio, sino correctivo y enmienda.
La manera como el lenguaje se utiliza para recordar la consecuencia de causas y efectos consiste en la aplicación de nombres y en la conexión de ellos.
Nombres propios y comunes universales. De los nombres, algunos son propios y peculiares de una sola cosa, como Pedro, Juan, este hombre, este árbol: algunos, comunes a diversas cosas, como hombre, caballo, animal. Aun cuando cada uno de éstos sea un nombre, es, no obstante, nombre de diversas cosas particulares; consideradas todas en conjunto constituyen lo que se llama un universal. Nada hay universal en el mundo más que los nombres, porque cada una de las cosas denominadas es individual y singular.
El nombre universal se aplica a varias cosas que se asemejan en ciertas cualidades u otros accidentes. Y mientras que un nombre propio recuerda solamente una cosa, los universales recuerdan cada una de esas cosas diversas.
De los nombres universales algunos son de mayor extensión, otros de extensión más pequeña; los de comprensión mayor son los menos amplios: y algunos, a su vez, que son de igual extensión, se comprenden uno a otro, reciprocamente. Por ejemplo, el nombre cuerpo es de significación más amplia que la palabra hombre, y la comprende; los nombres hombre y racional son de igual extensión, y mutuamente se comprenden uno a otro. Pero ahora, conviene advertir que mediante un nombre no siempre se comprende, como en la gramática, una sola palabra, sino, a veces, por circunlocución, varias palabras juntas. Todas estas palabras: el que en sus acciones observa las leyes de su país, hacen un solo nombre, equivalente a esta palabra singular: justo.
Mediante esta aplicación de nombres, unos de significación más amplia, otros de significación más estricta, convertimos la agrupación de consecuencias de las cosas imaginadas en la mente, en agrupación de las consecuencias de sus apelaciones. Así, cuando un hombre que carece en absoluto del uso de la palabra (por ejemplo, el que nace y sigue siendo perfectamente sordo y mudo), ve ante sus ojos un triángulo y, junto a él, dos ángulos rectos, (tales como son los ángulos de una figura cuadrada) puede, por meditación, comparar y advertir que los tres ángulos de ese triángulo son iguales a los dos ángulos rectos que estaban junto a él. Pero si se le muestra otro triángulo, diferente, en su traza, del primero, no se dará cuenta, sin un nuevo esfuerzo, de si los tres ángulos de éste son, también, iguales a los de aquél. Ahora bien, quien tiene el uso de la palabra, cuando observa que semejante igualdad es una consecuencia no ya de la longitud de los lados ni de otra peculiaridad de ese triángulo, sino, solamente, del hecho de que los lados son líneas rectas, y los ángulos tres, y de que ésta es toda la
razón de por qué llama a esto un triángulo, llegará a la conclusión universal de que semejante igualdad de ángulos tiene lugar con respecto a un triángulo cualquiera, y entonces resumirá su invención en los siguientes términos generales: Todo triángulo tiene sus tres ángulos iguales a dos ángulos rectos. De este modo la consecuencia advertida en un caso particular llega a ser registrada y recordada como una norma universal; así, nuestro recuerdo mental se desprende de las circunstancias de lugar y tiempo, y nos libera de toda labor mental, salvo la primera; ello hace que lo que resultó ser verdad aquí y ahora, será verdad en todos los tiempos y lugares.
Ahora bien, el uso de palabras para registrar nuestros pensamientos en nada resulta tan evidente como en la numeración. Un imbécil de nacimiento, que nunca haya podido aprender de memoria el orden de los términos numerales, como uno, dos y tres, puede observar cada uno de los toques de la campana y asentir a ellos, o decir uno, uno, uno; pero nunca sabrá qué hora es. Parece ser que existió un tiempo en que las denominaciones numéricas no estaban en uso; entonces afanábanse los hombres en utilizar los dedos de una o de las dos manos para las cosas que deseaban contar; de aquí procede que en la actualidad nuestras expresiones numerales sean diez en diversas naciones, si bien en algunas son cinco, después de lo cual se vuelve a comenzar de nuevo.
Quien puede contar hasta diez, si recita los números sin orden, se perderá a sí mismo y no sabrá lo que ha hecho: mucho menos podrá sumar y restar, realizar todas las demás operaciones de la aritmética. Así que sin palabras no hay posibilidad de calcular números; mucho menos magnitudes, velocidades, fuerza y otras cosas cuyo cálculo es tan necesario para la existencia o el bienestar del género humano.
Cuando dos nombres se reúnen en una consecuencia o afirmación como, por ejemplo, un hombre es una criatura viva, o bien si él es un hombre es una criatura viva, si la última denominación, criatura viva, significa todo lo que significa el primer nombre, hombre, entonces la afirmación o consecuencia es cierta; en otro caso, es falsa. En efecto: verdad y falsedad son atributos del lenguaje, no de las cosas. Y donde no hay lenguaje no existe ni verdad ni falsedad. Puede haber error como cuando esperamos algo que no puede ser, o cuando sospechamos algo que no ha sido: pero en ninguno de los dos casos puede ser imputada a un hombre falta de verdad.
Necesidad de las definiciones. Si advertimos, pues, que la verdad consiste en la correcta ordenación de los nombres en nuestras afirmaciones, un hombre que busca la verdad precisa tiene necesidad de recordar lo que significa cada uno de los nombres usados por él, y colocarlos adecuadamente; de lo contrario se encontrará él mismo envuelto en palabras, como un pájaro en el lazo; y cuanto más se debata tanto más apurado se verá. Por esto en la Geometría (única ciencia que Dios se complació en comunicar al género humano) comienzan los hombres por establecer el significado de sus palabras; esta fijación de significados se denomina definición, y se coloca en el comienzo de todas sus investigaciones.
Esto pone de relieve cuán necesario es para todos los hombres que aspiran al verdadero conocimiento examinar las definiciones de autores precedentes, bien para corregirlas cuando se han establecido de modo negligente, o bien para hacerlas por su cuenta. Porque los errores de las definiciones se multiplican por sí mismos a medida que la investigación avanza, y conducen a los hombres a absurdos que en definitiva se advierten sin poder evitarlos, so pena de iniciar de nuevo la investigación desde el principio; en ello consiste el fundamento de sus errores. De aquí resulta que quienes se fian de los libros hacen como aquellos que reúnen diversas sumas pequeñas en una suma mayor sin considerar si las primeras sumas eran o no correctas; y dándose al final cuenta del error y no desconfiando de sus primeros fundamentos, no saben qué procedimiento han de seguir para aclararse a sí mismos los hechos. Limítanse a perder el tiempo mariposeando en sus libros como los pájaros que habiendo entrado por la chimenea y hallándose encerrados en una habitación, se lanzan aleteando sobre la falsa luz de una ventana de cristal, porque carecen de iniciativa para considerar qué camino deben seguir. Así en la correcta definición de los nombres radica el primer uso del lenguaje, que es la adquisición de la ciencia. Y en las definiciones falsas, es decir, en la falta de definiciones, finca el primer abuso del cual proceden todas las hipótesis falsas e insensatas; en ese abuso incurren los hombres que adquieren sus conocimientos en la autoridad de los libros y no en sus meditaciones propias; quedan así tan rebajados a la condición del hombre ignorante, como los hombres dotados con la verdadera ciencia se hallan por encima de esa condición. Porque entre la ciencia verdadera y las doctrinas erróneas la ignorancia ocupa el término medio.
El sentido natural y la imaginación no están sujetos a absurdo. La Naturaleza misma no puede equivocarse: pero como los hombres abundan en copiosas palabras, pueden hacerse más sabios o malvados que de ordinario. Tampoco es posible sin letras, para ningún hombre, llegar a ser extraordinariamente sabio o loco (a menos que su memoria esté atacada por la enfermedad o por defectos de constitución de los órganos). Usan los hombres sabios las palabras para sus propios cálculos, y razonan con ellas: pero hay multitud de locos que las avalúan por la autoridad de un Aristóteles, de un Cicerón o de un Tomás, o de otro doctor cualquiera, hombre en definitiva.
Sujeta a nombres.