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Libro de sangre es una buildungsroman en la que el protagonista, el propio Kim, escribe a su abuela unas cartas para poder tener una relación con ella. Debido a su situación complicada como no binario, no sabe cómo hacerse entender. Intentando explicarse, se explica a sí mismo a través del recuerdo de su infancia y el de su nueva vida reciente.
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Seitenzahl: 440
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libro de sangre
Kim de l’Horizon
Traducción y prólogo
Ibon Zubiaur
Colección ¿Qué nos contamos hoy?
Título:
Libro de sangre
De esta edición:
© De Conatus Publicaciones S.L.
Casado del Alisal, 10
28014 Madrid
www.deconatus.com
Copyright © Kim de l’Horizon 2022
© 2022 by DuMont Buchverlag, Cologne (Germany)
Título original: Blutbuch
«With the support of the Swiss Arts Council Pro Helvetia».
Con el apoyo de Swiss Arts Council Pro Helvetia.
© Del prólogo y la traducción: Ibon Zubiaur
Fotografía del autor: © Anne Morgenstern
Primera edición: abril 2023
Diseño: Álvaro Reyero Pita
ISBN epub: 978-84-17375-85-0
Todos los derechos reservados.
Esta publicación no puede reproducirse total ni parcialmente, ni almacenarse en sistema recuperable o transmitido, en ninguna forma ni por ningún medio electrónico, mecánico, mediante fotocopia, grabación ni otra manera sin previo permiso de los editores.
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
Mani Matter, „Es git ä Bueb mit Name Fritz“ © Matter + Co. Verlag, Bern / Zytglogge Verlag, Schwabe Verlagsgruppe AG, Basel (song text quoted on pp. 96, 97 and 109) PLUS in Spanish translation: „Bei der Übersetzung des Liedtextes „Es git ä Bueb mit Name Fritz“ von Mani Matter auf den Seiten 96,97 and 109 handelt es sich um eine vom Matter + Co. Verlag nicht überprüfte Übersetzung.“
A mis Mares
Siempre que creemos producir recuerdos, en realidad estamos ocupándonos de formas de llegar a ser.
Gilles Deleuze & Félix Guattari
We’re all born naked and the rest is drag.
RuPaul
Estoy arraigada, pero fluyo.
Virginia Woolf
Nunca se trató de mi aspecto,
Siempre se trató de cómo te sentías.
No soportas ver:
Cómo me he montado un hogar en tu vergüenza.
Alok Vaid-Menon
PRólogo del traductor
Ibon Zubiaur
Libro de sangre no sólo es uno de los debuts novelísticos más deslumbrantes en alemán de los últimos años (Premio Alemán del Libro y Premio Suizo del Libro 2022), sino también una exploración lingüística a tumba abierta. Pero su virtuosismo verbal y su entrelazamiento de registros muy dispares no responde a un afán de epatar ni de encarnar teorías en boga, sino al impulso más íntimo de la literatura: la necesidad de hallar una voz propia con la que contarse.
Toda la novela supone un conjuro de su voz protagonista, un intento de rescatar despojos de memoria enterrados bajo los traumas, los silencios y las convenciones, de hacer justicia a los giros y derivas de una búsqueda de afecto, libertad, y anclaje. Puesto que el punto de partida es un vacío y la identidad impuesta se percibe como coercitiva, el desarrollo de una experiencia autónoma se realiza ensayando lenguajes y voces diferentes y confrontándolas en el diálogo y en la ironía. Los resultados sólo pueden ser ambivalentes, porque la liberación conlleva un desarraigo y hasta una traición al mundo familiar que reconstruye y asimila.
Cada una de las cinco partes que componen la obra se desenvuelve en un registro distinto a la anterior (y la última en inglés); las dificultades de traducción que plantean resultan tan insolubles o fecundas como todo reto comprensivo (también dentro de un mismo idioma). Kim de l’Horizon expuso sus prioridades y deseos en una suerte de indicaciones escénicas que he querido seguir en lo esencial, pero de las que me desvío en algún caso: creo obligado explicitar de antemano algunas de mis opciones.
El primer reto que plantea esta obra desde el título son sus abundantes juegos de palabras, y en particular los Leitmotive que la entrecruzan. Así, Blutbuch significa ‘Libro de sangre’, pero en dialecto suizo también ‘haya de sangre’, el árbol que opera como referente mítico y axis mundi. Meer es tanto ‘madre’ como ‘mar’, lo que permite entender a la omnipresente abuela, Grossmeer, como ‘océano’. Mantengo esas formas originales y también la que designa al padre (Peer), aunque no las variantes suizas para abuelo, bisabuela, o bisabuelo derivadas de las anteriores.
Muchos de los Leitmotive son palabras compuestas cuya versión literal brindaría una inflación de genitivos insufrible en español. En este sentido, quizá la mayor dificultad de traducción la entrañara la Parte II, donde el hechizo del niño obliga a limitar el número de palabras por frase (si bien hay excepciones, que respeto). Es un motivo decisivo por el que el haya de sangre se reduce con frecuencia a haya y la bruja de hielo a bruja. El récord de multiplicación de palabras lo ostentan esos «trozos de solomillo en salsa de mostaza»: sus tres palabras en alemán (Kalbsnierstücke an Senfsauce) suponen nueve en traducción completa. También en el caso de las preposiciones tiendo a optar por la variante más económica.
Pero lo que más llama la atención en la novela es su empleo del dialecto suizo (y de su variante de Berna), que en la Parte IV suma neologismos y una exuberancia fantasiosa. La historia, la función y el rol de los dialectos alemanes no resulta equiparable al de las distintas lenguas españolas; he preferido resaltar su dimensión social, explicitada a lo largo de la obra y por Kim en sus indicaciones (se trataría de un dialecto con «deje rural / provinciano», «que la gente de ciudad encuentra gracioso pero también […] mira un tanto por encima del hombro»). Al mismo tiempo, me pareció importante aunar en las «biografías» de esa Parte IV la experimentación lúdica con la verosimilitud de una voz sin formación académica pero llena de fuerza expresiva: la escritura de la Meer varía de texto en texto (como la de la voz narrativa), y si su vaivén entre lo castizo y lo pedante puede hacernos sonreír, en ningún caso ha de sonar ridículo. Así, mi versión de las «biografías» entremezcla vocablos y elementos fonéticos de diferentes regiones y lenguas de la península sin decantarse por ninguna, poniendo el acento en un sociolecto inventado más que en el colorido antropológico.
La Parte V la conforman cartas que la voz narrativa escribe en inglés, y al igual que en la edición original, y siguiendo las instrucciones de Kim, se han vertido mediante el programa virtual www.DeepL.com/Translator. El resultado es de una fluidez notable, pero contiene errores de bulto que se transcriben sin corregir como efectos de extrañamiento, lo mismo que las incongruencias de género inevitables en el formato gratuito del programa (que sólo admite bloques de texto limitados).
La fluidez de género supone una clave esencial de Libro de sangre, y se origina sola al pasar del alemán al español. Son muchos los símbolos y mitemas que cambian de género entre un idioma y otro (die Sonne - el sol, der Mond - la luna), y en español no existe el neutro que designa a la voz narrativa en su infancia. La solución acordada con Kim de l’Horizon ha sido verter das Kind como ‘el niño’ siempre que interactúa bajo el género asignado, como ‘la niña’ cuando se trasviste, y como ‘le niñe’ cuando se desenvuelve en su mundo propio, lo que origina una continua fluctuación en las dos partes iniciales que resulta especialmente fiel al espíritu lúdico y mágico de la obra: la traducción es un trasvase, y carecería de sentido lamentar sus pérdidas sin atender del mismo modo a sus ganancias. Por voluntad expresa de Kim, se usa «e» como indicador de lenguaje inclusivo en lugar de «@» (a fin de cuentas un signo binario). Quizá quepa entender esa indeterminación de género como un obsequio universal de la novela, que no aspiraría tanto a hacer bandera de una identidad como a socavar el binarismo ilustrando la fluidez y la porosidad de todas las identidades.
Ibon Zubiaur
Getxo, febrero de 2023
Por ejemplo nunca te «lo» dije de forma oficial. Simplemente iba a tomar el café maquillade, con una caja de Lindt & Sprüngli (la mediana, no la pequeña como de costumbre), o más tarde en falda a la comida de Navidad. Sabía, o daba por hecho, que madre te lo había dicho. «Lo». Tenía que habérte«lo» dicho, porque yo no podía decírte«lo». Era el tipo de cosa que no podía decirse. Yo se «lo» había dicho a padre, padre se «lo» había dicho a madre, madre tenía que habérte«lo» dicho.
Otras cosas de las que nunca hablamos: el inmenso lunar de madre en el dorso de su mano izquierda, la pesadez que arrastraba padre a casa al volver del trabajo, que arrastraba a casa como un gigantesco ciervo muerto, empapado, putrefacto; tus besos sonoros, tu racismo, tu dolor cuando murió el abuelo; tu mal gusto a la hora de hacer regalos; la amante que tuvo madre cuando cumplí siete, el pendiente de plata que le regaló a madre su amante como despedida, que le colgaba como una larga lágrima del lóbulo casi hasta la clavícula, cuando aún se lo ponía para provocar a padre; las incontables horas que pasé con él —cuando me creía a salvo de miradas—, deslizando el pendiente de una mano a otra, sosteniéndolo al sol de modo que proyectara formas ardientes en las paredes, mis infinitas ganas de ponerme aquel pendiente, mi indecible voz interior que me lo prohibía, mi infinito deseo de tener un cuerpo, el deseo indomable de madre de viajar por el mundo. Nunca hablamos de política o literatura o la sociedad de clases o Foucault o de que madre dejó el bachillerato para adultos cuando yo vine al mundo. Nunca hablamos de cómo te salió barba cuando estabas embarazada de madre, de que se llama «hirsutismo», nunca hablamos de cómo te lo trataste, de si te afeitabas, te aplicabas cera o te arrancabas con pinzas los pelos negros, de si tomas antiandrógenos para bloquear la testosterona —que tu cuerpo «produce en exceso»—, y nunca hablamos de cómo te miraban, de cómo debiste avergonzarte, de todos modos nunca hablamos de la vergüenza, nunca de la muerte, nunca de tu muerte, nunca de tu creciente desmemoria, hablamos mucho de los álbumes familiares y de cada una de las fotos en ellos, si bien nunca hablamos de lo ridículo que resulta abuelo en esas fotos que se sacó con su cofradía estudiantil, de cómo hinchan el pecho y sonríen a la cámara abiertos de piernas; nunca hemos hablado de la chica que hasta cierta edad vaga por los álbumes de fotos, por lo general de tu mano, a veces de la de uno de tus cinco hermanos, no, nunca hemos hablado de adónde se largó esa hermana pequeña llamada Irma. Nunca hablamos de si a las demás familias también les cuesta tanto hacer como si fueran igual que las demás familias, nunca hablamos de normalidad, nunca de heteronormatividad, queerness, nunca hablamos de clases, del llamado «Tercer» Mundo y las estructuras secretas de los hongos, que son mucho más grandes y finas de lo que imaginamos, nunca hablamos de todos los caminos que reserva este mundo, que nos reserva para escapar de nosotres mismes, los caminos sinuosos, los caminos a la sombra de grandes álamos, los caminos desiertos, infinitos que recubren este mundo como un hilo recubre un ovillo, pero en cambio hablamos de los caminos que todos juntos se llaman «Camino de Santiago».
Hace algunas semanas estábamos sentades en el sofá y me mostrabas uno de los álbumes de fotos. Me forcé a fingir el mismo interés que las últimas diez veces que me explicaste las mismas fotos con los mismos comentarios. Estuvimos mirando una foto de tu madre en la que está embarazada de ti, una foto que las primeras veces me sorprendió porque en ella se ve sin más a una mujer desnuda, en un álbum familiar pequeñoburgués de 1935. De pronto interrumpiste tu verborrea, te me quedaste mirando y preguntaste: «¿Por qué no estás nunca?».
Estoy sentade a mi escritorio en Zúrich, tengo veintiséis años, oscurece despacio, es una de esas tardes que aún son tardes invernales mientras se huele ya un barrunto de la primavera, un olor aterciopelado: a viburnos de Bodnant, exageradamente dulce y rosa claro; a gente que vuelve a empezar a hacer footing y lleva su sudor por calles limpias en exceso. Yo no hago footing. Estoy sentade aquí mordiéndome las uñas, pese al esmalte amargo Ecrinal, muerdo hasta que he mordido el borde blanco y sigo, desplazo continuamente hacia atrás el borde blanco. Hace medio año obtuve este trabajo superaburrido en el archivo estatal, me paso el día entero entre sus estantes subterráneos, catalogando expedientes médicos de pacientes fallecidos hace tiempo, no hablo con nadie, estoy satisfeche, soy invisible, me dejo crecer el pelo, voy a casa y me siento aquí, a mi escritorio, desde donde puedo ver el haya en el jardín vecino, desde donde me llegan los recuerdos del haya de sangre, nuestra haya de sangre, la gran haya de hoja roja en medio de nuestro jardín. Escribo. Cuando mis amigues Dina y Mo, que también están en algún lado y escriben, me escriben «¿Vienes a tomar algo?», yo no les contesto. Intento escribir, y cuando no puedo escribir, cuando me hundo en el mar de algodones del pasado, me afeito, me ducho y voy en bicicleta a los extrarradios de la ciudad, a las faldas exteriores, como dicen les ingleses, peino las gasolineras y los campos de fútbol, rondo ante los gimnasios, la Grindr-App es mi pálida antorcha en la noche de la aglomeración, me indica el camino a los hombres que busco, que necesito, que me dejo necesitar, a los que dejo subirme la falda tras la caseta de las bicis y a los que dejo introducirse en mí, rápido y sin sentimientos, ya tengo yo bastantes sentimientos, no necesito aún más, necesito de una vez un hard cut de ellos. Me hermano con la verja oxidada del gimnasio suburbial a la que me aferro, la vez siguiente me hermano con la barandilla de la escalera despoblada a la tribuna, que me sostiene, y last, but not least, choco con la mejilla contra la puerta a la sala de ocio de Securitas hasta que soy devuelto de mis sensaciones a mi carne, entonces me voy a casa, aún con semen dentro y olor a hombre desconocido en mí, una sensación cálida en mi centro vacío que me colma durante el regreso. Aquí voy al baño, me afeito de nuevo, axilas, piernas, pubis, siempre me espanta la posibilidad de despertarme por la noche oliendo a otra persona, luego vuelvo a ir al baño para expeler de mí el resto de semen, luego ducharme, frotarme con la esponja pómez, darme crema. Tengo la piel irritada de tanto afeitarme. Luego vuelvo a sentarme al escritorio, a la vista del haya, y sólo ahora me doy cuenta de que todo este tiempo te escribo a ti. Y si no escribo, leo o pienso en la posibilidad de entregar mi cuerpo al Camino de Santiago, pienso en la posibilidad de caminar hasta que ya no piense en nada o llegue a Santiago de Compostela o al mar, y pienso en la posibilidad de no hacer nada de eso.
Nunca hablamos de que una tarde ya no supiste volver a casa y a madre le llamó la policía. Nunca hablamos de ingresarte en un geriátrico, y cuando hace un mes tuviste un fuerte ataque y despertaste en un centro de rehabilitación y preguntaste dónde estaba el balcón con las vistas sobre Berna, madre dijo: «Pero es que lo retiraron, ya no era seguro». Y tú dijiste: «Ah sí, es verdad», y te reíste demasiado alto de ti misma y te pusiste a hablar de los geranios del balcón. Yo odié a madre por su cobardía al no decirte la verdad, primero me irritó y luego me conmovió más de lo que quería su repentina preocupación por ti. De repente es la caring daughter, pero yo no, pensé, a mí no me enganchas como caring daughter, mami, y me despedí de madre con más frialdad de lo habitual. No hablamos de la elevada probabilidad de que en los próximos seis meses desarrolles otro ataque («desarrollará un ataque» —esa jerga de médiques, como si lo hicieras tú conscientemente—), y no hablamos de la elevada probabilidad de que ese ataque extinga el resto de tu memoria.
Ahora es de noche, y me imagino cómo tú también estás a la ventana de tu cuarto en la rehabilitación mirando a la cara a la noche. Y noto que desapareces lentamente. Querida abuela, querría escribirte antes de que hayas desaparecido del todo de tu cuerpo o ya no tengas acceso a tus recuerdos.
Querría poder decirte que te tenía miedo, que por ejemplo fui yo quien rompí aquel día el tarro de mermelada de frambuesa que acababas de hacer y que creíste que había roto madre, y de hecho madre me cubrió, asumió la culpa y tú le echaste una bronca tremenda. Me genera hasta hoy mala conciencia, hacia las dos. Querría saber qué ocurrió con mi tía abuela Irma, esa chica que recorre de tu mano el álbum familiar y luego desaparece. Querría entender cómo fue ser tú: una mujer corriente de la clase media baja en la Suiza del siglo xx. Querría entender cómo es que apenas tengo recuerdos de mi infancia, y sólo de ti. Querría encontrar un lenguaje en el que preguntarte: «¿Dónde están los míos?». Querría saber cómo llega esta mierda a nuestras venas.
Hablabas muy alto, eras demasiado exigente, demasiado bruta, nunca escuchaste, me enviaste dinero y con él la frase: «Sabes que me puedes venir a visitar en cualquier momento». Lamento haber sido une niete tan male. Soy demasiado fine para ser fine.
Querida abuela. Cuando pienso en ti, pienso en todas las cosas que nunca fuimos capaces de decirnos y nunca somos capaces de decir. Recuerdo cómo siempre empleaste muy orgullosa las palabras que el alemán de Berna tomó del francés, y aunque puedo entender ese orgullo, también me resulta de lo más incómodo. El francés nos lo trajo Napoleón, era el idioma de los ocupantes, era el idioma de los jóvenes belicistas cultivados, pero bárbaros. Él nos trajo el idioma y varias leyes, y como contrapartida se apropió del tesoro estatal de Berna, famoso ya en toda Europa. Ascendía a varios cientos de miles de millones, convertidos a los actuales francos suizos (¡de franc!). Con ellos saldó sus deudas y financió su campaña de Egipto. Sé que esto son mis lagrimillas de blanque privilegiade, y desde finales del siglo xix somos campeones del mundo en desfalcos financieros. Pero el saqueo napoleónico hizo de la Suiza de comienzos del xix un país con una tasa de emigración muy alta y tuvo consecuencias tributarias hasta el siglo xx: les berneses no pagaron impuestos hasta entonces. Por eso me choca que alardees con orgullo de frutos del hombre que tiene parte de culpa en tu pobreza.
Huellas de Napoleón que aún hoy se encuentran en tu habla:
dr Nöwö — el sobrino — le neveu
ds Fiseli — el hijo — le fils
dr Potschamber — el orinal — le pot de chambre
ds Gloschli — enaguas en forma de campana — de cloche
dr Gaschpo — la maceta — de cache-pot
ds Lawettli — trapo — de laver
Solías hablarnos de Madame DeMeurron, todo un personaje en Berna: la primera mujer suiza que condujo un coche, una patricia que se servía casi exclusivamente de locuciones francesas para mostrar lo distinguida que era. Tampoco hacía vibrar la R como los curtidores del mísero Mattequartier, sino que la pronunciaba bien atrás, à la française. «Schaffed Iir no o sid Iir scho öber?». ¿Trabaja usted aún o es ya usted alguien?, la citabas, pronunciando atrás la R, exageradamente, y te reías enseñando los dientes. Yo no entendía el dicho. ¿Cómo se va a ascender en lo social sin trabajar? (Aún no había entendido que el capital gordo sólo se puede heredar, no ganar trabajando, contrariamente a la leyenda de les friegaplatos que nos embuchan con la cucharilla de Nestlé). Empiezas a olvidar todo lo que no sucedió antes de tu cincuenta cumpleaños. Desapareces. Pero lo francés te ha quedado. Pienso en lo cerca que me siento de ti cuando te escribo, y pienso en lo lejos que me siento cuando te veo. Cómo hablas de ir un día a Santiago de Compostela, lo feliz que eso haría a tu madre y a María, y cómo —tras el largo, largo camino— te lanzarías radiante al Atlántico, con ropa incluida. Pienso en cómo hablas sin cesar, de lo que sea, de las rebajas en el supermercado Migros, de los días que dan puntos dobles. Tu miedo al silencio. Recuerdo cómo —para no tener que afrontar la pérdida— me protegiste continuamente tras la muerte del abuelo. No, mentira, no soy yo quien recuerda. Es el recuerdo de madre.
En el idioma que heredé de ti, en mi lengua materna, «madre» se dice MEER. Se dice LA MEER o MI MEER, copiado del francés. Para «padre» PEER. Para la «abuela» GROSSMEER. Las mujeres de mi infancia son un elemento, un océano. Recuerdo las piernas de mi madre, recuerdo abrazarla, mirarla hacia arriba y decir: ERES MI MEER, MI MAR. Recuerdo una sensación de estar en casa y una sensación de estar completamente rodeado. El amor de las Mares era tan grande, no había escapatoria, no la hay, se nada toda una vida para salir de las Mares.
En el idioma que heredé de ti, en mi lengua marina, sólo hay dos posibilidades de ser un cuerpo. Crecer en el paladar del idioma alemán me encajaba continuamente en ese binarismo de parvulario.
En el idioma que aprendí de ti, en mi MOTHER TONGUE, no sé cómo escribir sobre mí. En él están la lengua de madre y tus ojos y yo, mi —creo— cuerpo, ¿mis cuerpos, mi corporeidad? Está este yo que escribe y luego está le niñe que fui, que se enfrenta a la coerción del binarismo y ha de pasar por ella. Y me imbuye ese niñe, igual que la luna está sostenida en su totalidad sin manos por la tierra, pero al escribir debo distinguir entre ambes, porque de otro modo la infancia, porque de otro modo el cuerpo infantil, porque de otro modo me arrolla esa marea de pasado.
Tampoco es tan sencillo en la lengua marina: en ella han sobrevenido pequeños rodeos o más bien desvíos. Las mujeres eran objetos. En lugar de MEER todos los adultos —hasta las madres— usaban artículos neutros: das Mami,das Mueti, das Grossmami, das Grosi. Y no sólo las madres, todas las mujeres eran neutras: das Anneli, das Lisbeth, das Regini. También les niñes eran objetos, lindes y minúscules como cucharillas de café: das Mineli, das Hänneli,das Hansli. Recuerdo que esa cosificación me enfurecía. Yo no quería ser un objeto, quería ser una persona, y ser mayor; y ser mayor significaba tener un sexo, masculino. Como mujer se corría el riesgo de seguir siendo un objeto o de convertirse en océano. Y yo no quería eso.
Cuando pienso en ti, Grossmeer, pienso en el restaurante Migros al que me invitabas siempre que querías invitarme a un «restaurante», pienso en el mar primordial del que brotaron las primeras bacterias, que estaba casi exactamente a treinta y siete grados Celsius, pienso en Meer y en la vida a la que renunció por mí, y en la vida a la que tú renunciaste por Meer, pienso en que acabas de salir del centro de rehabilitación, en que seguramente estás de nuevo en tu balcón mirando furiosa los geranios medio marchitos, y pienso en todos los textos que nunca te escribí. En uno de ellos una dama barbuda hace todo el camino desde Ostermundigen hasta Santiago de Compostela. A medio camino se encuentra con una persona joven también con barba, hombros anchos, voz grave, falda y kajal, y no hablan de nada, simplemente caminan juntes en silencio en dirección al mar, y entre elles flotan los vestigios, los despojos de sus largas huellas en penumbra.
Las manos de Grossmeer
Las manos de Grossmeer eran animales. Se movían sin cesar. Eran ratones en su desasosiego, ratones lampiños con piel, ásperos como asfalto reventado. Eran arañas en su forma, colosos abombados; presas en su piel áspera, buscaban de continuo una salida de Grossmeer, tanteando como ciegos que no están ciegos aún. Cogen patatas y las pelan ávidas. Toman la cucharilla de café para arrojar azúcar en la taza —sí, es el movimiento de arrojar. Es un movimiento ajeno que no encaja con ese objeto, como si Grossmeer hubiese transferido directamente el recolectar patatas al volcar cristales de azúcar. De ahí que la mitad de los finos cristales aterrice siempre en el mantel a cuadros rojiblancos. La cucharilla de café: un objeto en un idioma extranjero para esas manos. Los adornos y realces ridículamente bellos en su mango. Excesivos. Exceso. Cuando en una película de Disney vi a una parisina enguantada llevar distinguida con dos dedos (el pulgar y el índice, el meñique enhiesto) su cucharilla a la taza de té, percibí el contraste. La brecha entre Grossmeer y el mundo que yo ansiaba. Grossmeer agarraba la cucharilla como una pala, con el puño entero. Sus articulaciones hinchadas por la artritis me recordaban siempre al rosal encantado en la película de Disney La bella durmiente. Esos bultos nudosos. Cien años de entumecimiento.
Recuerdo que las manos de Grossmeer se metían en mí. En mi recuerdo las manos de Grossmeer se sienten tan solas; la una reclama continuamente la otra, luego la otra aferra la una, buscan sin cesar, buscan algo que asir, sujetan mis piernas y brazos de niño y los acarician sin piedad. No recuerdo mis piernas y brazos de niñe, recuerdo sólo una sensación de gran aspereza y el saber que tengo que aguantar, que Grossmeer lo necesita.
Los pies de Grossmeer
«Tengo pies de hombre», decía siempre Grossmeer, orgullosa, defensiva, exculpatoria, inexplicable. Los pies de Grossmeer eran gigantescos, el dedo gordo era un pequeño puño, y tenían esas hinchazones laterales que llamaba suspirando hallux. Yo siempre tuve miedo de que allí brotara de la piel un dedo más. De los pies de Grossmeer aprendí que las partes del cuerpo son seres que bregan contra une, que no son lo mismo que une misme, que tienen otro sexo, pueden ser otra especie. Y que los sentimientos que se albergan hacia el cuerpo quizá empiecen en el cuerpo, pero luego se extienden por el espacio entero.
Los tejidos de Grossmeer
Sobre todos los muebles había telas, manteles, tejidos y paños de algún tipo, y se deslizaban de continuo. Ganchillo, punto, bordado. El sofá lo cubría un inmenso mantón blanco, de ganchillo. El orgullo de Grossmeer. Cada vez que de niñe me sentaba en el sofá o lo tocaba tan sólo, Grossmeer tenía que enderezar el mantón. Debía quedar perfecto. Grossmeer iba continuamente de una habitación a otra para ajustar todas aquellas telas sobre mesas, mesitas, cómodas, secreteres y estantes. Nunca cuadraban. Recubrían el piso entero, y nunca cuadraban. Creo que para Grossmeer aquellos tejidos eran la continua, importuna, gravosa prueba de que ella ya no era pobre. Pero sus manos seguían siendo demasiado bastas para poner en orden aquellos finos mantelitos.
Las cajitas de Grossmeer
Recuerdo las arquetas de Grossmeer: sus CAJITAS. Desde que murió Grosspeer, Grossmeer viajaba por el mundo y coleccionaba pequeñas arquetas de madera, piedra, cristal, marfil, plástico, hueso, alambre, acero, cobre, plata, ámbar, cuero, fieltro. En su piso había arquetas por todas partes sobre las telas, y estaban todas vacías y cerradas. Su vacío me inquietaba. Cuando Meer y Grossmeer tomaban café juntas, le niñe iba por el piso de patrulla, pasaba junto a las cajitas como se pasa junto a gente que nos quiere mal: rápido, sin querer dar la impresión de que se pasa rápido, y mirándolas sin que vean que se las mira. Las cajitas miraban a su vez. Se me contraían dedos. Aún hoy siento el vacío de las cajitas en ese fino bulto en que la piel de la uña se convierte en piel del dedo. Cuando me pinto las uñas, lo tapo siempre, aunque no es de buen tono, de buen tono esmaltero, LA CUTÍCULA HA DE OMITIRSE, pero a mí ese pliegue me parece a menudo una ola de pasado rompiendo en una bahía. Una mensajera de la tierra entre ríos que yo querría encubrir.
De niñe me obsesionaba la idea de meter cosas a hurtadillas en aquellas cajitas, lo que fuera: guijarros, hojas, pelos, una uña mordida —sólo para que hubiese algo dentro—. Pero sabía que estaba absolutamente prohibido, y sabía que la Grossmeer habría sabido con exactitud quién había quebrantado esa prohibición tácita.
Percibía las cosas sin entenderlas. Percibía que las cajitas eran espacios interiores de la Grossmeer que ella había puesto a salvo. Las cajitas eran cómplices de la Grossmeer; yo sabía que ella había cortado trocitos de su vacío y los conservaba allí. La Grossmeer se mostraba amable, pero bajo ningún concepto cabía tocar su gran tesoro. «Algún día lo heredarás tú todo», me decía, y aquello era siempre una amenaza.
Le niñe
Escribo sobre «Grossmeer» como si fueras un personaje de novela, Grossmeer. Como si no estuvieras permanentemente en mí, como si pudiera generar una distancia contigo. Pero necesito esa actitud. He de poder disponer de ti como de un personaje, de lo contrario no escribo las cosas por las que escribo. Quería escribir en el pasado, pero los fragmentos se me deslizan al presente y luego vuelven, y se difuminan.
Apenas me recuerdo de niñe. O quizá mejor: apenas recuerdo el cuerpo del niñe. En la época sobre la que escribo aún no tengo cuerpo. Mucho más que un cuerpo recuerdo ser una percepción, una finura bajo las tripas amenazantes, errando entre las piernas de les adultes como entre troncos de una selva, una ternura en las cosas ásperas, el asfalto, la piel de Grossmeer. No había yo; había mi carrera, pero no piernas; había el viento que se nota al correr, pero no rostro ni cuello que pudieran sentir ese viento; había el gozo jubiloso que desata el correr, pero no la tripa en que se encrespa el júbilo. Cuerpo tenían les demás. Recuerdo el cuerpo inquietante, rugoso de Grossmeer, recuerdo el muslo de Peer y su pene, recuerdo los senos de Meer y su pelo. Es como si tuviera acceso a unas fotografías, pero no a la cámara en cuyo estuche estaban las fotografías.
«En cuyo estuche». Qué metáfora más tonta, eso de la cámara. Noto que paso de puntillas sobre las cosas más propias y que recurro a algo chupeteado hasta el tallo. ¿Y qué es lo propio?
De mis dientes me acuerdo, los dientes de leche, aunque resultaban cuerpos extraños en el cuerpo y de hecho un día empezaron a moverse y no hubo forma de arrancárselos. Otra excepción son los dedos de los pies, que —cuando se despierta une por la noche— no están del todo bajo la colcha y se pretende esconder de los monstruos que acechan bajo la cama. El dilema de cada noche: o se pone a salvo los dedos de los pies retirándolos bajo la colcha; pero si no lo haces con suficiente lentitud puede ocurrir que los monstruos se fijen en tu cuerpo entero y se lo zampen. O se dejan fuera los dedos de los pies, y así los monstruos se los zampan seguro, pero no advierten nada del resto de tus miembros… Un dilema insoluble.
Ambos –dedos de los pies y dientes– son partes del cuerpo que perdí y que de modo maravilloso me volvieron a crecer.
La boca de Grossmeer
La boca de Grossmeer era un paisaje en continuo movimiento, a cámara rápida. Hablaba sin cesar, y si no hablaba —porque bebía o comía o veía la televisión—, su boca hacía todos los ruidos imaginables, como chascar, toser, carraspear, un aspirar cortante, resoplar, lamerse ruidosamente los labios, hurgar con la lengua entre los dientes y extraer eventuales restos de comida.
Grossmeer siempre llevaba carmín, un color de señora mayor entre rojo señales y rosa Barbie que le manchaba los dientes. Lo limpiaba con un pañuelo de algodón blanco y movimientos duros y precisos. El carmín desaparecía y ella volvía a aplicárselo de nuevo, pero continuamente se retiraba —un mar en reflujo—. Las finas arrugas le cuarteaban los labios: grietas en una roca quebradiza. Le niñe se preguntaba a qué se debía aquello, y plantado ante el espejo se sujetaba con las dos manos sus propios labios lisos y estaba segure de que los labios de Grossmeer se rajaban por falta de atención. A elle no le pasaría. Cuidaría de que sus labios no se rajaran nunca, los sujetaría. Sobre los labios de Grossmeer había pequeños agujeros, allí donde le crecieron los pelos oscuros de la barba durante su embarazo de Meer. Le niñe sabía: lo que mantenía con vida a Grossmeer era su boca, aquella máquina infatigable.
Los dientes de Grossmeer
Grossmeer nunca tiraba un trozo de pan. Compraba pan fresco cuando venía el niño. Le daba al niño el pan fresco. Ella se comía el duro. NO HAY PAN DURO, NINGÚN PAN ES DURO. El pan duro crujía entre sus dientes. Grossmeer estaba muy orgullosa de sus dientes. «Mis padres habían perdido todos los dientes a los treinta», decía —recalcaba siempre que se tratara de dientes, de comida, enfermedad, higiene o de antes—. «Mi Meer estaba muy orgullosa de poder pagarnos el dentista, no te lo puedes imaginar», me contaba con una sonrisa inquietante que le descubría los dientes. Le niñe tenía miedo de que el pan pudiese quebrarle sus valiosos dientes. Siempre, antes de que Grossmeer comiera su pan duro, le niñe hablaba con él. Sacaba su mirada mágica y su voz pausada y decía: «Querido pan duro. Por favor, no seas demasiado duro con los dientes de Grossmeer. Ella está tan orgullosa de ellos. Mira qué blando soy yo, que fino, toma un poco de mi finura, por favor». Le niñe se ponía tense, la tripa, hacía un hechizo allí, en sí, reunía su finura en la mirada y se la instilaba con ella al pan duro.
Los dientes de Grossmeer eran grandes y blancos, como las montañas, y resplandecían de continuo, dado que Grossmeer hablaba siempre. Si el pan estaba demasiado duro, Grossmeer se levantaba de pronto con la lengua en las encías y preparaba un plato con leche y otro con huevo y sal y pimienta. Mientras hacía torrijas Grossmeer no decía una palabra. Quizá fuera el único silencio que tenía. Le niñe sabía que era culpa suya que el pan estuviera demasiado duro. Debía haberse esforzado más. Se propuso ejercitar su hechizo con la mirada. En casa buscó una piedra, fue al gallinero, se sentó ante ella y le dio toda su finura. Era muy rigurose consigo misme.
Las torrijas de Grossmeer
Cuando Grossmeer hacía torrijas, ablandando primero el pan en rodajas en el plato de leche, mojándolo luego en el de huevo y friéndolo por fin con mantequilla, la lengua de Grossmeer pasaba como una cola de gato sobre la encía, que sangraba del pan duro. El niño recibía siempre las primeras torrijas. Grossmeer dejaba el bote de azúcar pintado con gencianas sobre el mantel a cuadros rojiblancos; el bote era herencia de su Grossmeer, y ya lo había reparado seis veces. El pegamento formaba cicatrices amarillentas que despedazaban las gencianas. La cucharilla de café en el azúcar mezclado con canela. Aunque las torrijas eran la única comida en la que el niño podía servirse él mismo azúcar, no le gustaban. Por mucho azúcar que echara a las torrijas, quedaba un regusto amargo: estaban allí en lugar de todo el pan que le había faltado a Grossmeer. Pero si a le niñe no le gustaban las torrijas, menos aún le gustaba Grossmeer durante las torrijas. Recuerdo que le niñe miraba a otro lado. Recuerdo que examinaba las torrijas. Su piel huevosa, amarillenta, los granos de azúcar encima. Y luego los ruidos de Grossmeer. Cómo tragaba, aunque las torrijas estuvieran aún muy calientes. Su engullir y sorber y jadear y resollar. Su balancear un bocado demasiado caliente sobre los dientes, descubriéndolos, estirando los labios hacia atrás, sujetando el bocado de lado entre los dientes —porque los dientes no son tan sensibles a la temperatura—, su expulsar el aire caliente; aquel enarbolar, esperando a que el bocado se hubiese enfriado algo para poder tragárselo al instante. El hambre, que es más vieja que Grossmeer.
Le niñe nunca dejaba sola a Grossmeer en su soledad de hambre. Aunque sólo la soportaba si pensaba cosas mágicas. Sana sanita. Destellos. Jorobados. Brujerías. En su tripa entendía también el color de las torrijas: ese amarillo liso, el mismo amarillo que el del pegamento que sujetaba el azucarero. Ese hermanamiento entre pegamento y torrija. Le tomaba a mal a Grossmeer que trajera siempre al plato esa fusión, pero que faltaran siempre las palabras para los sentimientos-torrijas, y le niñe se cubría del todo con azúcar y canela aquel amarillo-torrija, una tela blanca y marrón. Quería decirle a Grossmeer que no le gustaban las torrijas, pero notaba que no era posible, porque Grossmeer no distinguía entre sí y las torrijas, igual que no distinguía entre su mano y las piernas del niño.
Vestigios
Lo que rodeaba a le niñe nunca estaba fuera, le niñe no tenía piel; el mundo estaba entrando de continuo. A veces aparecían cosas de las que he aprendido que se llaman recuerdos de infancia, que parecen de lo más íntimos, pero que son impersonales, colectivos:
Aprender a contar del uno al veinte.
Dar las gracias, siempre, continuamente, y disculparse.
Responder educadamente a las preguntas: «¿Cuántos años tienes?». Y: «¿Eres chico o chica?».
Jugar fuera, yacer de espaldas sobre la hierba, esperar que no oscurezca todavía, que falte mucho para que oscurezca, que no oscurezca nunca, jamás, y poder correr siempre por esa luz dorada, ese aire fragante, en el que el día entero yace como un escarabajo de flor sobre una flor.
Jugar juegos de los que les adultes piensan que le gustan a une y que le están haciendo a une un favor si los juegan con une.
Hablar correctamente la lengua marina.
Callar, lo que se llamaba ser formal.
El miedo a los desconocidos, lo que se llamaba ser tímido.
Retener las lágrimas, lo que se llamaba ser fuerte.
El miedo a irse a dormir; el miedo a no volver a despertarse, y el miedo a perder la vista en la oscuridad sin darse cuenta (porque no se ve nada). Esto se llamaba arduo.
Encontrar por primera vez el equilibrio sobre la bicicleta y la sensación resultante de una euforia vertiginosa, como si el mundo entero estuviera hecho de chocolate; la sensación de poder ir hasta el fin del mundo, hasta América, a la luna y volver.
Porque recuerdo estas cosas, sé que había une niñe, pero ese niñe no lo siento como yo. No sé si los que he citado son mis recuerdos de infancia o si me los contó alguien y ya no sé quién, o si los leí y ya no sé dónde. Intento escribir sobre ese tiempo que falta en mí, que se detuvo en ese niñe. Quizá lo propio no sea un espacio, sino un tiempo.
Lo que recuerdo, lo que mejor recuerdo, es a Grossmeer. Es como si mi conciencia no se hubiese preocupado tanto por retenerme a mí, sino a Grossmeer. Mi Grossmeer se llama Rosmarie, y era un monstruo.
Cuerpo: hoy
Hoy sigo sin sentir debidamente mi cuerpo, me choco una y otra vez, con los bordes y patas de las mesas, con puertas y armarios abiertos, me atropellan y atropello. No sé dónde empiezo y dónde acabo. Cuando cocino, me corto a menudo, me quemo y lo noto muy tarde. Cuando pico queso o zanahorias, me pico con ellos. Luego ahí falta piel, falta yo. Mi cuerpo, ese vestigio, un arcaísmo transformado, materia que fue ya incontables otras formas: piedras, tierra, plantas, aire, bacterias, hongos.
Sólo siento mi cuerpo si lo entrego, si lo ofrezco a otros, alguien irrumpe en mí, penetra los límites autoerigidos de mi cuerpo y deja huella. Yo no tengo en principio necesidad de sentir pollas en mí, tengo necesidad de sentirme yo, ese abrigo vibrante de las pollas. Este cuerpo está en condiciones de acoger cosas extraordinariamente grandes cuando se relaja, sin notar el mínimo dolor. Los dolores se originan cuando se resiste une contra lo que irrumpe o quiere expulsarlo de sí. Yo nunca me he resistido cuando otros cuerpos irrumpían en mí.
Estoy sentade aquí a mi escritorio y te escribo esto, Grossmeer, en el MacBook Pro que me compré hace ocho años con tu paga de Navidad, sentade en una de las sillas de madera que tú me legaste (que ya casi no tenías invitados y sólo necesitabas dos), sentade sobre mi trasero que hace media hora ha penetrado un hombre con quien quedaba ya por segunda vez, un hombre que tendrá apenas veinte años y según el small talk postcoital es carnicero y quiere ir a L.A. a hacer reguetón.
Te escribo esto, Grossmeer, porque desde hace mucho tiempo intento disponer de mi cuerpo como quiero: hablar de él como quiero, moverlo como quiero, y disfrutarlo como quiero. Decir que me sienta estupendamente ser follade, que sienta de maravilla ir por la calle sintiendo cómo el esperma vuelve a abandonar despacio el cuerpo, más despacio que la miel, más despacio que la melaza de piña de abeto que me viertes siempre sobre la última torrija. Que sienta de maravilla cuando el semen, ese ardor ajeno, chorrea entre las nalgas y hace notar esa zona condenada a la vergüenza, esa región de nuestro cuerpo que se nombra sólo de manera despectiva, violenta. Lo increíblemente suave y vivo que resulta un culo penetrado. Como si estuviera une heche enteramente de seda.
Te escribo esto, con vistas al haya, y vuelve a mí el haya de sangre, me llega un recuerdo muy temprano, yazgo sobre la hierba, te inclinas sobre mí, y tras de ti el cielo consiste en hojas del haya de sangre. Te escribo para denunciar el desprecio que siento por este cuerpo desde que tengo conciencia, y que quizá también sea corresponsable de que tenga tan pocos recuerdos de él. ¿Cómo retener algo que siempre cede, se diluye, se derrite? Te escribo esto para denunciar la body negativity que heredé; quizá no directamente de ti, pero sí de la cultura cristiano-centroeuropea. No se trata de repartir culpas, se trata de desenmarañar los hilos que nos han tejido: de desenredar los hilos que nos atan a quienes sufrimos de masculinidad, que nos encadenaron a cade une de nosotres a un capullo de silencio, vergüenza e hipocresía. Se trata de poder decir: la sexualidad —da igual si penetrativa o no penetrativa— es algo estupendo, y se trata de reclamar que los cuerpos penetrados, como los cuerpos penetrantes y no penetrados, son cuerpos. No somos objetos, no somos diablos ni ángeles, somos seres aburridísimes del crepúsculo, igual que todes les demás.
Te escribo esto porque de niñe te tenía miedo, porque notaba que tú nunca tuviste un cuerpo, porque sigo furiose de que me utilizaras, mi cuerpo; furiose de que me protegieras, me sostuvieras, me acariciaras, para descargar en mí tu historia sin digerir, igual que tu Meer utilizó tu cuerpo y su Meer utilizó a tu Meer. Te escribo porque sólo existo a través de tu cuerpo, porque soy tu continuación y porque ya no quiero seguir continuando ciertas cosas. Te escribo porque yo —como Meer y como tú— no puedo hablar sobre las cosas que me ocupan de verdad, te escribo porque mientras escriba es cierto que no hablo, pero tampoco callo.
Las frambuesas de Grossmeer
Sus rubíes. Su tesoro crecía al fondo del jardín. Grossmeer llevaba un sombrero blanco informal y diferentes cestas, los capazos. «¡La cosecha de frambuesas!», decía riéndose muy alto. Las manos de Grossmeer pululaban ágiles sobre las matas. Le niñe no se atrevía a escapar, porque Grossmeer habría podido pensar que se escapaba de ella. Grossmeer contaba como cada año que ella creció en aquel jardín en el que ahora crecía el niño. Que su Peer estaba en paro. Que cada centímetro cuadrado del jardín había sido plantado. Que se exprimía la comida de cada punto del gran jardín como el zumo de una manzana.
Grossmeer recoge con sistema. Las frambuesas hermosas van a un capazo y se venden. Con las que están pasadas se hace licor de frambuesa. Con las aplastadas se hace tarta, sirope o mermelada. Las caídas van al último capazo con las aplastadas, cuando aún están hermosas. Y si ya no están «hermosas», es decir, si ya «sólo son pingos», Grossmeer se las come in situ. Grossmeer se come sólo las frambuesas mohosas. De lo contrario podría ocurrir que en invierno una piense justo en aquellas frambuesas que no se comió, sólo porque estaban un poco mohosas, y se maldiga y note un hueco en el estómago, y ese hueco ya no lo pueda llenar en toda su vida, por muchas frambuesas que se coma. Grossmeer cosecha frambuesas hasta que ya no se ve a sí misma. Las yemas de sus dedos se han transformado en frambuesas: rojas del jugo e hinchadas por las espinas. Sus ojos están rojos de las muchas frambuesas que se ha comido con la mirada, por miedo a dejarse una. Grossmeer, ¿por qué tienes la boca tan grande?
Las manos de Grossmeer, de nuevo
Cuando volví a ver tus manos, Grossmeer, cómo recogían frambuesas, cómo «pululaban ágiles sobre las matas», volví a ver también tus manos tricotando, tus índices, corazones y pulgares; esa máquina textil infatigable que gira en torno a sí misma traqueteando y matraqueando, convirtiendo hilos sueltos en tejidos firmes; esa máquina que como un cuerpo desprendido de tu cuerpo anuda hilos, trabajando como el órgano bucal de una araña; una araña que teje un capullo ceñido en torno a su víctima antes de succionarla. Aunque —no, mentira, las arañas tejen sus hilos con la parte trasera, con lo que la imagen que me ha salido es errónea. ¿O quizá está justificada, no eran tus manos tricotantes un segundo cuerpo autónomo, al mismo tiempo boca y parte trasera, que comía y producía al mismo tiempo, mientras veías el Telediario, mientras me observabas, mientras me prohibías esto y me ordenabas lo otro?
Me cautivaba tu tricotar. «Hechizo», guiñoguiño, alarma de sutileza. Yo quería aprender como fuera a tricotar. Pero Meer no quería, no podía, al menos eso decía. «Es una mierda para chicas. Mientras los chicos tenían deporte, nosotras practicábamos durante horas diseños de punto. Y mientras los hombres tomaban decisiones, hacían el mundo y todo lo esencial, las mujeres debían quedarse en casa y remendar la ropa de los hombres. Se me olvidó tricotar en cuanto dejé la escuela, no te lo puedo enseñar». De ahí que fueras tú, Grossmeer, quien me enseñó a tricotar. Me siento en tu regazo, tus brazos me sostienen, tus manos ciñen mis manitas, tus dedos tiran, vuelven, anudan el hilo, viene por la izquierda y sale a la derecha, siento el hilo pasar bajo las yemas de mis dedos, y mientras te escribo esto en el ordenador mis dedos sienten el tricotaje, están rodeados por tus dedos toscos, bastos, duros, patas de araña, tu órgano bucal, tus partes traseras y delanteras, soy parte de ti; al tricotar, al escribir —sin diferencia—, estoy ligade a ti.
El televisor de Grossmeer
Recuerdo que sólo Grossmeer tenía un televisor. Recuerdo las luchas del niño con Peer. La bella durmiente, Blancanieves y Bambi versus fútbol, esquí y atletismo. Recuerdo la amenaza: SI VES DEMASIADO LA TELEVISIÓN, SE TE PONEN LOS OJOS CUADRADOS. Para les adultes no había ese riesgo, sus ojos siempre se acordaban de su forma. Después de cada película, le niñe salía corriendo al baño. No confiaba en el tacto de sus dedos, necesitaba comprobar la redondez de sus ojos en el espejo. Una vez, viendo La bella y la bestia, se siente mal y le empiezan a doler los ojos. Está segure de que es la metamorfosis de los ojos. Se sienta en el suelo ante el televisor y mira el espejo de encima del sofá. El espejo es redondo, ve la película a través de ese rodeo. Con ese ver indirecto se cree segure. La mirada indirecta siempre es más segura. En mi escribir sobre la Grossmeer se esconde un querer escribir sobre la Meer.
El piso de Grossmeer
El piso de Grossmeer es el lugar de mi infancia que más claro tengo en el recuerdo, más que la casa en que crecí y donde en realidad pasé más tiempo. Siempre me intimidó el piso de Grossmeer. Ir a su piso era como meterse en un lago. Luz mate que caía en tenues rayos. Capas de tiempos pasados, que pueden removerse, pero no quitar. Gruesas cortinas y muebles oscuros, máscaras de países «exóticos», con pelo auténtico y dientes de vaca. Cada ruido era amortiguado: el piso estaba lleno de alfombras gruesas, hasta en las paredes. Y por todas partes ropa, sobre todo chaquetas, en cada habitación había al menos un perchero, y tenía dos roperos. Era como si esperara a mucha gente a la que quería vestir. Pero nunca iba nadie al margen de nosotres.
A le niñe cada objeto del piso de Grossmeer le parecía horrible, francamente feo. Aquellas máscaras «exóticas» en las paredes, las alfombras persas, los pesados muebles de madera oscura, las cajitas de cualquier parte del mundo, los pocos cuadros en estilo pseudoimpresionista. Hoy pienso que con aquella decoración Grossmeer comunicaba su ascenso de clase. Había sido una pobre aldeana, tuvo —dependiendo de si se contaba a Irma— cinco o seis hermanes, su Peer estaba en paro y construyó con sus propias manos en Ostermundigen —por entonces un pueblo a las afueras de Berna— la casa en la que crecimos Grossmeer, Meer y yo misme. Grossmeer había sido una joven guapa, y ascendió mediante el matrimonio. Sólo ahora entiendo de verdad que su decoración señalizaba cuánto y qué lejos pudo viajar, todos los países que había visto, y qué objetos valiosos pudo adquirir también. Ahora lamento mucho que a le niñe le pareciese fea la decoración.
Y aun así, su piso estuvo siempre lleno para mí de un vacío insoportable, como si viviera en una de sus cajitas.
Los lugares de Grossmeer
Ciertos lugares y espacios los asocio con Grossmeer. La mayoría de ellos son espacios de la clase media emergente, y muchos los impregna el gran credo de su vida: ahorrar.
Peluquerías de señoras con algún esforzado juego de palabras como nombre (p. ej. Peina a la Reina, Salón Permanente, Salón Color Me, My Hair Lady, Atmosp’Hair, HAircademy, Hairway to Heaven), el olor a laca barata en el aire, con revistas cursis para la mujer (Annabelle, Donna, Para ti, Prisma de Suiza, Ellegance, Emma, Mi hermoso jardín, Tiempo para mí), orquídeas en el alféizar y secadoras. Aunque no tengo ningún recuerdo concreto de haber acompañado a Grossmeer, me siento cerca de ella cuando veo una de esas peluquerías. Durante muchos años llevó permanente.
Aduanas. Cruzar la frontera para ir de compras («Es que está todo tan barato, sabes, y tampoco es peor») y que te reembolsen luego el IVA al volver a entrar en Suiza.
Quioscos, y más concretamente: el puesto de lotería. La esperanza de ganar una fortuna un día. Pese a que ya no pasaba apuros financieros. Y allí siempre la misma clientela: gente que en los cafés se lleva los paquetitos de azúcar de las mesas ajenas.
Pisos construidos o amueblados en los setenta. Como tantas familias que hicieron algo de dinero, Grossmeer y Grosspeer se permitieron un piso de veraneo en las montañas. Madera oscura, pesados sillones de cuero oscuro con motas, mesitas riñón, enormes lámparas con un brazo largo y móvil que se podía atraer sobre el sofá para leer, papel pintado o azulejos en esos tonos amarillo-naranja-marrón con diseños de círculos o de flores abstractas. El naranja de los paquetes de Ovomaltine.
Establecimientos de H&M. Ella solía acompañar al niño, y más tarde al adolescente, a aquellas tiendas cuando estaba de visita. Para regalarle algo. No sé si otras tiendas de ropa resultaban demasiado caras o si es que apenas conocía otras tiendas que fabricaran ropa de niño.
Cementerios. Todas las veces que el niño acompañó a la Grossmeer a la tumba del marido y a la de la bisabuela. La tumba de su hijo Nico, que estaba enterrado en el mismo cementerio, no la visitaba nunca.
El espacio que más asocio con Grossmeer es el supermercado Migros. Su vida, incluso ahora que tenía dinero, giraba básicamente en torno a la comida, e iba casi a diario al Migros. Se fijaba siempre en cuándo empezaban las rebajas e iba de caza el primer día. Iba al Migros porque era más barato que la competencia Coop. Las grandes compras las hacía el jueves, porque era cuando daban puntos dobles. Cuando un amigo me explicó que aquellos jueves eran una estrategia para descongestionar los fines de semana —y el único grupo que puede hacer las compras todo el jueves es por supuesto el de les pensionistas—, primero me reí, luego me puse triste. Tuve la sensación de que Grossmeer era manipulada sin notarlo. Cuando le pregunté si sabía por qué daban puntos dobles los jueves dijo: «Bueno, algún día tienen que dar puntos dobles».
Grossmeer iba a menudo con el niño al restaurante Migros. A él le gustaba. Le daba una sensación de estar en casa. La comida no es realmente buena, pero sí barata. Aún hoy observo fascinado el restaurante Migros que me queda cerca. La mayoría de les clientes son pensionistas, obreres de la construcción, alcohóliques. Aunque el hecho es que no soporto entrar, me recuerda demasiado a Grossmeer. Me he propuesto ir allí a comer un día, cuando haya muerto Grossmeer.
Del disfrazarse