Llámalo deseo - Judy Duarte - E-Book
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Llámalo deseo E-Book

Judy Duarte

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Beschreibung

Aquella mujer hacía que volviera a desear cosas a las que había renunciado hacía ya mucho tiempo… T.J. Whittaker no quería ser el héroe de nadie, pero cuando Priscilla Richards lo miró con aquellos ojos azules llenos de lágrimas y le pidió que la ayudara a desvelar los secretos de su pasado… no pudo negarse. La misión era muy simple: acompañar a Priscilla a que conociera a su madre y después sacarla de Texas tan rápido como pudiera. Lo que no estaba previsto era sentirse atraído por aquella formal neoyorquina que no era su tipo en absoluto. Pero Prissy era una tentación en la que deseaba caer más que nada en el mundo.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 Judy Duarte

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Llámalo deseo, n.º 1649- octubre 2017

Título original: Call Me Cowboy

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-509-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

LA escalera crujió y Priscilla abrió los ojos. Era de noche y un adulto la llevaba en brazos.

—¿Papá?

—Shh, pequeña mía, no te preocupes. Yo estoy contigo.

Sólo su lamparita de noche de Snoopy iluminaba sus pasos.

—¿Adónde vamos?

Él le hizo una seña de que no hiciera ruido.

—Vuelve a dormirte, cariño.

Priscilla descansó su cabeza sobre el pecho de su padre y sintió los latidos de su corazón: llevaban casi el mismo ritmo de su cojera según caminaba hacia la puerta principal de la casa. Ella bostezó.

—Estoy muy cansada, papá.

—Lo sé, cariño.

Priscilla quería regresar a su cama, no quería andar por ahí. Su padre cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y ella sintió el aire fresco de la noche en el rostro y los pies desnudos.

Una lechuza ululó en la lejanía y un perro ladró cerca de ellos.

—Hace frío, papá, y está muy oscuro.

—Todo va a salir bien, cariño. Espera y verás —respondió su padre.

Priscilla vio la camioneta de su padre aparcada delante de la casa; tenía el motor en marcha y la calefacción la convertía en un lugar de lo más acogedor en ese momento.

—Tengo una almohada y una manta para ti ahí dentro —le anunció su padre—. ¿Por qué no intentas dormirte de nuevo? Tenemos un largo camino por delante.

—¿Adónde vamos? —repitió ella mientras se tumbaba en el asiento trasero.

—A un lugar feliz —contestó él desde el asiento del conductor.

Priscilla miró por la ventanilla trasera. La casa quedaba muy lejos, pero vio que se encendía la luz en la ventana del piso de arriba.

—¿Dónde está mamá? —preguntó ella—. ¿Por qué no viene con nosotros?

—Vuelve a dormirte, cariño. La telefonearemos por la mañana y podrás hablar con ella.

Viajaron toda la noche y todo el día siguiente, pero nunca se detuvieron ni telefonearon a su madre.

Ni tampoco volvieron a hablar de ella nunca más.

Capítulo 1

 

Veintidós años después

 

 

Priscilla Richards no estaba de humor para fiestas, pero asió una copa de champán y cumplió con la cortesía: fingir sonrisas y mantener charlas superficiales.

Era una noche clara y la casa brillaba en todo su esplendor. Byron Van Zandt, un banquero dedicado a inversiones, daba una fiesta de lujo para celebrar el ascenso de su hija Sylvia.

Pero no todos estaban tan contentos. Priscilla estaba deseando marcharse a casa y no era porque no se alegrara por Sylvia, su mejor amiga.

Sylvia y ella se habían conocido en la universidad, donde ambas habían obtenido el doctorado en Literatura. Luego habían conseguido sendos trabajos de fábula en la pequeña pero emergente editorial Sunshine Valley, especializada en literatura infantil.

Trabajar juntas había estrechado su amistad, así que Priscilla no podía irse de la fiesta por mucho que lo deseara. Se lo debía a su amiga.

—¡Hola! —la saludó Sylvia acercándose a ella entre la multitud—. ¡Te has animado a venir!

—No me lo perdería por nada —contestó Priscilla con una sonrisa—. Enhorabuena por el ascenso.

Sylvia se fijó en la copa intacta de Priscilla.

—Bebe todo lo que quieras, Pris. Puedes quedarte a dormir aquí, no tienes por qué preocuparte de cómo vas a regresar a Brooklyn esta noche.

—Gracias por la oferta pero dormiré en mi casa. De hecho, voy a marcharme pronto.

Sylvia se acercó a ella y la observó atentamente.

—Estás empezando a preocuparme, ¿sabes?

—Estaré bien, en serio.

Su amiga se cruzó de brazos. Era evidente que Priscilla no la había convencido.

—Sé que adorabas a tu padre, Pris. Y es normal que estés triste. Pero detesto verte tan decaída. Quizá deberías ir al médico a que te recetara algo. ¿O por qué no visitas a un sacerdote o un consejero?

El dolor no la había dejado tan fuera de combate, pensó Priscilla. Rodeó los hombros de Sylvia con su brazo y le dio un afectuoso apretón.

—Gracias por el consejo. Pero lo que realmente necesito es armarme de valor y deshacerme de las cosas de mi padre. Después de eso, estaré mucho mejor.

—¿Significa eso que regresarás dentro de poco a trabajar? Desde que te tomaste ese permiso no he tenido a nadie con quien poder chismorrear. Y creo que la nueva recepcionista se acuesta con Larry el de Marketing.

—Syl, tú nunca chismorreas.

—Sólo contigo —puntualizó Sylvia y bebió un sorbo de champán—. Entonces, ¿cuándo te reincorporas al trabajo?

Hasta la noche anterior, Priscilla tenía pensado regresar a la oficina el lunes por la mañana. Pero ya no estaba tan segura.

—Quizá pida otra semana más.

—Entonces vente a mi casa unos días. Has estado encerrada en la tuya durante meses y yo necesito un cambio de aires. Podemos comer helado y vernos toda mi colección de películas de Hugh Grant.

—Gracias por la oferta, Syl. Deja que cierre un par de asuntos pendientes y me reuniré contigo. Pero nada de películas de Hugh Grant. Últimamente me tiran más los hombres del tipo cowboy, como John Wayne.

Alguien que fuera lo opuesto a su padre, pensó Priscilla.

—Veré lo que puedo hacer —dijo Sylvia con una risita y luego se puso seria—. ¿No puedes esperar un par de semanas para ocuparte de las cosas de tu padre?

—Me temo que no —respondió Priscilla.

Tenía muchas preguntas y ansiaba encontrar respuestas. Respuestas que al mismo tiempo temía conocer.

—Al menos debe de ser un alivio saber que tu padre ya no sufre más —comentó Sylvia.

En los últimos meses, dado que el cáncer se había apoderado de su padre, Priscilla se había pedido una baja en el trabajo para cuidar de él. Había sido demoledor ver cómo se marchitaba y saber que estaba sufriendo.

—Tienes razón, Syl. Ahora está en un lugar mejor.

—Y además, ahora está con tu madre —añadió su amiga.

Priscilla asintió. Todo el mundo sabía que Clinton Richards se había quedado destrozado al perder a su esposa veinte años atrás. En lugar de buscar otra mujer a la que amar, él había dedicado su vida entera a su hija, a que fuera feliz y tuviera lo que necesitara. De hecho, cuando a Priscilla la habían aceptado en la Universidad Brown, él se había mudado cerca de allí. Y cuando ella había logrado el empleo en la editorial, él había vuelto a trasladarse, esa vez a Nueva York. Afortunadamente, como era diseñador de páginas web por su cuenta, trabajaba en casa y tenía flexibilidad de horarios y posibilidades que otras personas no tenían.

Priscilla se colgó del brazo de su amiga y la llevó hacia la puerta.

—Escucha, Syl. Es una fiesta estupenda, pero tengo que irme a casa.

—¿Por qué? Si ni siquiera te has terminado la copa de champán.

—La verdad es que llevo un par de días con dolor de estómago.

De acuerdo, sólo le dolía desde la noche anterior, después de despertarse de madrugada de un sueño inquietante. Y esa molestia se había acrecentado al entrar en la habitación de su padre y empezar a sacar cosas de su arcón de cedro.

—Apuesto a que los nervios que has pasado te han afectado al estómago —comentó Sylvia.

—Seguramente.

Lo que la atormentaba era algo más que el dolor por la pérdida de su padre, pero no sabía bien el qué. Bueno, algo sí que sospechaba. El viudo de modales exquisitos que tanto la había querido se había llevado un secreto a la tumba y ella iba a descubrir de qué se trataba.

Dudó si contárselo a Sylvia. No quería aguarle la fiesta, pero… Respiró hondo y se lanzó.

—Anoche tuve un sueño y me desperté sudando y con la cama revuelta.

—¿Tuviste una pesadilla? Son muy molestas.

—Cierto, pero creo que no era una pesadilla, sino un recuerdo que tenía muy guardado.

—¿A qué te refieres? —preguntó Sylvia dedicándole toda su atención.

Priscilla no estaba segura. Al principio había tenido una sensación inquietante y luego habían acudido a su mente multitud de imágenes: una casa de dos plantas, aroma a vainilla, risas, cuentos antes de irse a dormir.

Gritos y lloros.

Una mesa con un tablero de mármol que se hacía añicos lanzada contra el suelo.

Los recuerdos de ese sueño, de ese extraño descubrimiento, se apoderaron de ella como una mano helada apretándole el corazón. Priscilla intentó sacudirse esa sensación para poder seguir hablando con su amiga.

—Cuando me desperté, me sentía tan inquieta que fui a la habitación de mi padre y abrí el viejo arcón donde guardaba sus cosas… He encontrado pruebas de que quizá mi apellido no sea Richards.

—¿Estás segura? —preguntó Sylvia casi sin poder creérselo.

—No, no lo estoy. Pero hasta que no llegue al fondo de este asunto no voy a poder centrarme en nada. Ojalá supiera por dónde empezar a buscar.

Sylvia se quedó en silencio, concentrada. Tras unos instantes se le iluminó el rostro.

—Espera aquí —le dijo y se apresuró al despacho de su padre.

Momentos después, regresó y le entregó una tarjeta de visita.

—Ésta es la agencia de detectives que mi padre usa cuando tiene que investigar a sus empleados.

Priscilla leyó la tarjeta:

 

García y socios.

Investigaciones de calidad con discreción.

Oficinas en Chicago, Los Ángeles y Manhattan.

Trenton J. Whittaker

 

—Es una agencia con muy buena reputación —añadió Sylvia—. Por supuesto, no son baratos, pero me encantará prestarte el dinero que necesites.

—Te lo agradezco, pero mi padre tenía una buena cuenta de ahorro que puso a mi nombre antes de morir. Y también tenía un buen seguro de vida. Así que en ese sentido estaré bien.

—No te mereces menos —dijo Sylvia y sonrió traviesa—. Conocí a ese hombre, Trenton Whittaker, el otro día en el despacho de mi padre. Y es arrebatador. Con ese acento sureño al hablar… es tan sexy que te derretirías sólo de oírlo.

Priscilla puso los ojos en blanco.

—Cuando escoja un detective privado no lo haré porque sea guapo ni sexy.

—Esa agencia es de alto nivel, son muy buenos. Y si resulta que el detective está soltero y es sexy, ¿qué tiene de malo? No me digas que no te vendría bien un poco de alegría para el cuerpo. Y te aseguro que este hombre te la daría. Si yo no estuviera saliendo con Warren, me hubiera lanzado sobre él sin pensármelo.

Priscilla no tenía ningún interés en encontrar a «míster Perfecto». No podía pensar en el futuro cuando estaba tan preocupada con el pasado. Pero guardó la tarjeta en su bolso; seguramente daría una oportunidad a la agencia, aunque no necesariamente al señor Whittaker.

Luego le tendió su copa prácticamente llena a Sylvia.

—Enhorabuena por el ascenso. Y gracias por invitarme a la fiesta.

—No me des las gracias por eso. Eres mi mejor amiga, ¿cómo no iba a invitarte?

—Y tú la mía —dijo Priscilla y le dio un abrazo.

—Oye, acaba de ocurrírseme algo. ¿Recuerdas ese libro para adolescentes que editaste hace un tiempo? El del vaquero de rodeos.

Priscilla lo recordaba. Era un libro bien escrito, con escenarios vívidos y un protagonista guapo y con agallas. Asintió.

—¿Qué sucede con él?

—Me dijiste que te veías cabalgando a la puesta de sol con un cowboy como ése.

—¿Y qué? No hablaba en serio.

Sólo había sido un comentario soñador. A ella le encantaba la gran ciudad, así que enamorarse de un vaquero estaba más que descartado.

—Vi la forma en que te brillaban los ojos al hablar de ese libro, ¡casi acariciabas la foto de la portada cada vez que lo tenías entre manos! Era tu corazón el que hablaba, Pris. Y he encontrado al hombre perfecto para ti.

—Un hombre es lo último que necesito en este momento —protestó Pris.

—¿Qué te parece un detective que vive en Manhattan y tiene un suave acento sureño? Un hombre al que llaman Cowboy.

 

 

Cowboy Whittaker estaba sentado a su escritorio en la oficina de Manhattan de García y socios, de espaldas a una impresionante vista del Empire State Building.

Acababa de hablar por teléfono con una clienta, una madre soltera que había llamado para contarles que había recibido la primera pensión de manutención para su hijo. Gracias al trabajo de Cowboy, habían localizado al padre, que se había marchado con otra; el hombre ya no podría seguir esquivando sus obligaciones.

Los padres aprovechados eran lo peor.

Él no era un gran experto en padres. El suyo había sido un adicto al trabajo que nunca tenía tiempo para su familia. Pero al menos habían tenido mucho dinero.

Cowboy suspiró. Estaba deseando volver a trabajar sobre el terreno, hacer lo que mejor se le daba: lograr información de las personas sin que ellas se dieran cuenta, y todo porque él les resultaba inofensivo y encantador.

Su acento sureño solía hacer que la gente creyera que era un chico de pueblo algo tonto; se sentían en confianza con él y le contaban cosas que no le dirían a ningún otro detective privado. Él de chico de pueblo no tenía nada y de tonto mucho menos, pero lo usaba a su favor, alimentando incluso esa impresión.

Le encantaba su trabajo, esos juegos mentales que había que hacer para descubrir secretos y destapar mentiras.

Lo que no le gustaba nada era el trabajo en el despacho. Pero hasta que su jefe y amigo, Rico García, regresara de su luna de miel en Tahití, Cowboy estaba obligado a estar entre cuatro paredes.

Menos mal que Rico regresaría a la ciudad al día siguiente.

De pronto sonó el intercomunicador.

—Priscilla Richards está aquí, Cowboy —anunció Margie, la secretaria.

—Gracias. ¿Puedes hacerla pasar, por favor?

Su cita de las tres de la tarde llegaba gracias a la recomendación de Byron Van Zandt, uno de sus clientes más recientes.

La puerta se abrió y Cowboy se puso en pie, uno de los muchos gestos de cortesía que su madre le había enseñado mientras lo criaba en la alta sociedad de Dallas.

Margie se hizo a un lado y una atractiva pelirroja con un traje de corte clásico y color crema entró en el despacho. Medía aproximadamente un metro sesenta y llevaba su precioso pelo recogido en un elegante moño. Llevaba muy poco maquillaje y realmente no necesitaba más. Cowboy se imaginó qué aspecto tendría recién despierta, aunque no tuvo curiosidad por averiguarlo por sí mismo. A él no lo atraían las mujeres así de formales.

Desde que él era un adolescente, su madre había intentado que se emparejara con alguna de las debutantes de Dallas y le había presentado a una tras otra. Él había llegado a aborrecerlo y desde entonces siempre había buscado mujeres que supieran divertirse de verdad, nada formales.

Pero eso sucedía fuera del trabajo. Él no tenía citas con sus clientas, aunque sí hubiera flirteado con alguna… pero sólo para pasarlo bien un rato.

A pesar de todo, aquella mujer lo intrigaba, sentía curiosidad por lo que la había llevado allí.

Quizá fuera porque, a pesar del moño, sus rizos rojos insinuaban que ella sabía «soltarse el pelo»… Y sus grandes ojos azules seguro que podían poner en aprietos a más de uno.

Pero, por la forma en que agarraba su bolso, con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos, ella podía salir corriendo de allí en cualquier momento.

Perfecto. A él le encantaba ver a mujeres tímidas relajarse, soltarse, sentirse cómodas a su lado… aunque no sucediera nada entre ellos.

—¿Por qué no se sienta, señorita? —dijo él señalando una silla frente a su escritorio.

—Gracias, señor Whittaker.

Él le dirigió una deslumbrante sonrisa para desarmarla.

—No hace falta que me llame de usted. En casa, en Dallas, me llaman TJ y aquí en Manhattan, Cowboy. Escoja el que le guste más.

Ella carraspeó nerviosa, lo que aumentó la curiosidad de él. Él también se sentó.

—¿Qué puedo hacer por usted? —añadió.

—No sé muy bien por dónde empezar. Todo esto es nuevo para mí.

La voz de ella, suave y sexy, acarició los oídos de Cowboy y todo su cuerpo. ¿Por eso ella se vestía tan formal, para enmascarar su aura tan sexy? Él se obligó a detener esos pensamientos y a centrarse en el trabajo.

—¿Por qué no empieza por el principio?

Ella se apoyó en el respaldo de la silla pero siguió estando rígida.

—Hace un par de días tuve un sueño inquietante —comenzó y respiró hondo—. Pero era tan real, que creo que era un recuerdo. Me desperté a las dos de la madrugada, con el corazón acelerado y una sensación de desasosiego.

—¿Qué fue lo que soñó? —preguntó él.

—Cuando yo tenía tres años, mi padre me sacó de mi habitación en medio de la noche y me llevó en brazos a su camioneta. Y recorrimos un largo camino en coche hasta llegar al pueblo de Iowa donde me crié. Pero lo extraño fue que, mientras salíamos de la casa, mi padre me hizo hablar en voz baja todo el rato. Me decía que todo iba a salir bien.

—¿Eso es algo que recuerda o forma parte del sueño?

—Era demasiado real para ser un sueño. Así que, al despertarme, fui al dormitorio de mi padre y rebusqué entre sus cosas. Mi padre tenía un arcón en el que guardaba sus cosas: un uniforme del ejército, una camisa de los boy scouts con todas sus condecoraciones…

¿Acaso ella creía que porque hubiera sido boy scout, su padre no podía mentir ni tener un secreto?, pensó Cowboy.

—También estaban sus papeles del ejército —añadió ella—. Parece que mi padre en realidad se llamaba Clifford Richard Epperson, no Clinton Richards. Y necesito que alguien me ayude a descubrir la razón por la que se cambió el nombre.

—¿Eso es todo? —preguntó él.

Priscilla no estaba segura. Carraspeó de nuevo.

—No, hay algo más, aunque quizá no conduzca a nada.

Él se recostó en su silla y ella no pudo evitar estudiarlo un instante. Se sentía intrigada por él.

Era un hombre alto, más de metro ochenta. Su pelo castaño estaba despeinado con mucho estilo, aunque ella sospechaba que se debía al sombrero vaquero blanco que había sobre el escritorio. Sus ojos castaños parecían de ámbar a la luz del sol. Y su voz era tan sexy que lograría lo que quisiera de una mujer.

Sylvia tenía razón: «Es tan sexy que te derretirías sólo de oírlo», recordó que había dicho su amiga.

—¿Y qué es? —preguntó él.

—¿Disculpe? —preguntó ella, ruborizándose al darse cuenta de que se había quedado ensimismada.

—Ha dicho que había otra cosa más que yo debería saber.

—Ah, sí. Me había quedado atrapada en… el recuerdo… —se excusó ella y carraspeó, obligándose a concentrarse en por qué estaba allí—. Mi padre murió de cáncer. Y los últimos tiempos fueron duros, incluso teniendo la ayuda de la residencia. Antes de que él entrara en coma, yo le repetía todos los días lo mucho que lo quería y lo que le agradecía que hubiera hecho de padre y de madre para mí. Le decía que era la hija más feliz del mundo. Y que si Dios lo llamaba, yo lo dejaba marcharse para que pudiera reunirse con mi madre.

Cowboy escuchó en silencio. Como no hizo ningún comentario, ella continuó.

—Un día mi padre me agarró la mano y habló. Dijo algo sobre mi madre, pero apenas se le entendía. Capté un «lo siento» y un «que Dios me perdone». Supuse que se lamentaba por morir y dejarme sola… pero ya no estoy tan segura.

Era como si hubiera un recuerdo bajo la superficie deseando ser destapado.

—Quiero saber por qué cambió de nombre. Sería un buen comienzo —añadió ella.

Sacó un sobre de su bolso. Contenía los papeles de la baja en el ejército de su padre, así como el certificado de nacimiento de ella, donde ponía que sus padres eran Clinton y Jezzie Richards.

—¿Lo ve? Los nombres de él no coinciden.

—¿Cuándo murió su padre?

—El cuatro de julio, el día de la Independencia de Estados Unidos de América —respondió ella—. Resulta bastante irónico porque él nunca quería estar solo.

Cowboy observó los papeles.

—No debería ser muy difícil seguirle el rastro.

—Perfecto. Ya es hora de que regrese a trabajar y recupere mi vida. Pero no puedo afrontar el futuro si no sé lo que sucedió en el pasado.

Hasta que no obtuviera respuestas, ella no podría concentrarse en las historias que editaba, historias destinadas a deleitar a los niños y dejaros con buenos recuerdos de su niñez. No podría hacerlo mientras su propia niñez fuera tan desgraciada. Y tan confusa.

Guardaba muchos recuerdos de la época en la que vivía en Iowa con su padre y eran recuerdos felices. Pero apenas recordaba nada de sus primeros años: una casa grande y blanca con un escalón que crujía, justo el que daba al suelo; una lamparita de noche de Snoopy; un columpio hecho con un neumático y colgado de un viejo roble; una mujer de pelo negro que hacía galletas pero de la cual no recordaba la cara.

—¿Dónde puedo localizarla a usted? —le preguntó Cowboy.

Priscilla sacó una tarjeta de visita de su bolso y escribió por detrás sus números de teléfono personales, el de su casa y el del móvil. Cowboy observó interesado la tarjeta.

—«Editorial Sunshine Valley. Priscilla Richards, editora adjunta» —leyó él en voz alta.

—Publicamos literatura infantil —explicó ella.

Él soltó una risita y la miró con los ojos brillantes.

—Casi acierto.

—No lo entiendo.

—La había catalogado como una librera o algo parecido.

Ella sonrió. Su amiga Sylvia también había catalogado bien a aquel hombre. Cowboy Whittaker era puro encanto. Y ella sospechaba que era un soltero vividor que nunca desperdiciaba ninguna oportunidad de cenar o tomar algo con una mujer.

Ni por supuesto de acostarse con ella.

Claro que a ella no le interesaba formar parte de su larga lista de conquistas. Pero eso no significaba que no le gustara su estilo o su aspecto. Se puso en pie mientras se colgaba el bolso del hombro.

—¿Sabe? Me gusta su voz, su acento es…

Se detuvo, incapaz de terminar la frase. No podía decirle que le resultaba sexy, así que dijo algo más correcto.

—Su voz resulta muy agradable para los oídos.

—Bueno, algo es algo. Yo tampoco soy imparcial ante su voz —dijo él y sonrió travieso—. Es tremendamente sexy.

Ella tragó saliva, no sabía qué decir. ¿Estaba flirteando con ella? ¿O le estaba tomando el pelo? Prefería no pensarlo y olvidarse de aquello. Se dirigió hacia la puerta y él se adelantó y agarró el picaporte.

—Supongo que Margie ya la ha informado de nuestras tarifas.

Priscilla asintió.

—Sí. Y ya le he pagado un depósito.

—No creo que me lleve más de un par de días obtener la información que usted busca. Y a partir de ahí podremos continuar.

—Se lo agradeceré —dijo ella.

Él le abrió la puerta con tanta cortesía que le hizo pensar que aún quedaban caballeros en Manhattan. Al salir del despacho, ella giró el rostro para contemplar una vez más la impresionante vista. Y no se refería al Empire State Building, sino al cowboy que había hecho que el corazón le diera un vuelco.

Él sonrió.

—La llamaré.

Ella sabía que se refería al caso, pero en el fondo de su corazón se preguntó cómo se sentiría si él se refiriera a una cita.

Menuda tontería, ese hombre seguro que tenía una legión de mujeres reclamando su atención. Y ella no iba a buscar a nadie con quien cabalgar durante la puesta de sol.

Primero tenía que reconciliarse con su pasado y desvelar el secreto de su padre.

Capítulo 2

 

COWBOY giró en su silla y contempló la puesta de sol sobre Manhattan.

Su día cada vez iba a peor.

Primero lo había telefoneado su madre insistiendo para que fuera a casa dentro de dos semanas, a una cena que ella ofrecía para apoyar a su cuñado en su carrera hacia congresista. Cowboy sabía que todos los Whittaker iban a acudir pero él no tenía ningunas ganas de hacerlo.

Trenton James Whittaker, el hijo pequeño de una familia cuya riqueza provenía del petróleo, había sido un inconformista desde pequeño. Y su remilgada y formal madre se había empeñado en domarlo desde el primer día. Pero Cowboy, o TJ, como lo llamaban en Dallas, nunca se había sometido a nadie ni a nada.

Su madre había terminado por renunciar a controlarlo. Pero eso no la había detenido de intentar emparejarlo con alguna debutante «apropiada» o alguna joven que figurara mucho en sociedad. Ella esperaba que la mujer adecuada lograra meterlo en vereda.