Los bersekir - Pedro Riera - E-Book

Los bersekir E-Book

Pedro Riera

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Beschreibung

Desde que descubrió que es un hombre lobo, la vida de Eduardo no ha vuelto a ser la misma. Del pequeño pueblo de Castañares a la gran ciudad, de la comodidad del hogar a un ambiente hostil, de las leyendas a la realidad de una sociedad donde impera el culto a los licántropos.Mientras intenta sobrevivir a su nuevo instituto y a su padre, quien lo encierra en el sótano los fines de semana y lo obliga a transformarse, Eduardo se siente tentado de unirse a los bersekir, una banda urbana liderada por Jacob, que están dispuestos a hacer cualquier cosa para que los hombres lobo dominen el mundo.Esta es la segunda novela de la saga de fantasía juvenil «Hombre lobo» de Pedro Riera, galardonado escritor y guionista de cómic.Las bandas callejeras, la violencia del supremacismo y la fantasía urbana forman parte del escenario donde se desarrolla el célebre mito del licántropo, la criatura cambiaformas más salvaje del folclore.«Hombre lobo» es una saga de literatura fantástica juvenil que sigue las andanzas de Eduardo desde el pequeño pueblo de Castañares y sus bosques llenos de leyendas hasta la violencia de la gran ciudad.

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Pedro Riera

Los bersekir

 

Saga

Los bersekir

 

Copyright © 2023 Pedro Riera and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728515136

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Para …?

1

Eduardo no soportaba su vida en la ciudad. En los dos meses que llevaba allí, no le había sucedido nada bueno. Los fines de semana eran especialmente horribles. Cada sábado, su padre le encerraba en el siniestro sótano de la casa grande y le obligaba a transformarse. Y Eduardo detestaba transformarse. El dolor era insoportable. Siempre empezaba con aquellas atroces sacudidas en el estómago. Y a partir de ahí, empeoraba rápidamente. Era como si la fiera que albergaba en su interior no pudiera esperar a tomar control sobre su cuerpo y se abriera paso a zarpazos, presa de un violento frenesí. El chico sentía cómo le rasgaba la carne y los nervios, cómo le descoyuntaba los huesos, creciendo dentro de sí, hasta que algo estallaba en su cabeza. Sólo entonces alcanzaba una inquietante paz.

Su padre le decía que acabaría por acostumbrarse a ese tormento, pero él estaba convencido de que eso era imposible. Los domingos se los pasaba en cama recuperándose del tremendo esfuerzo que exigían las transformaciones, con todo el cuerpo dolorido, y sumido en un estado de profunda tristeza. A Eduardo le turbaba enormemente la oleada de placer que le embargaba cuando, una vez convertido en hombre lobo, se lanzaba sobre un indefenso cordero para hundir los dientes en su garganta y devorarlo. El recuerdo le llenaba de vergüenza y le provocaba un profundo sentimiento de culpa. Se veía a sí mismo como un monstruo detestable. A levantar su estado de ánimo tampoco ayudaba nada que echara tanto de menos a Alba. Desde que renunciara a ella, su amor no había dejado de crecer y se sentía muy desgraciado.

El resto de la semana no era mucho mejor.

El ambiente en su nuevo instituto era muy hostil. Sus compañeros se comportaban de forma agresiva, tanto las chicas como los chicos. Todos se miraban desafiantes entre sí y se estaban provocando continuamente. Una sonrisa o una palabra amable se consideraban un signo de debilidad y eran motivo de burla inmediato. Las peleas eran frecuentes. Los profesores conseguían mantener la paz dentro del instituto, pero no tenían más remedio que desentenderse cuando el altercado sucedía fuera del recinto, aunque se produjera frente a la misma puerta de entrada.

Hacía tres años, el director había intervenido para rescatar a un alumno al que estaban pegando una paliza entre cinco compañeros en plena calle. La respuesta no se hizo esperar. Esa misma noche le quemaron el coche. Y se rumoreaba que fue el chico al que el director ayudó quien lo incendió. De esa forma, habría recuperado su honor, demostrando que él ni había pedido ni necesitaba la ayuda de nadie para resolver sus problemas, y mucho menos la del director. Desde ese día, se había impuesto una ley no escrita que dictaba que los profesores no tenían ninguna autoridad fuera del instituto. Y ellos, por la cuenta que les traía, la acataban. Después del incendio del coche, el director removió cielo y tierra para conseguir que cada día hubiera una patrulla de policía a la salida del instituto. Pero la medida sólo se aplicó durante unas semanas. Aquél era un barrio conflictivo en el que se cometían delitos graves y la policía no podía asignar permanentemente a dos de sus agentes a evitar peleas entre adolescentes.

Sobre el papel, Eduardo tenía todos los números para convertirse en víctima de aquellos chicos, que no desaprovechaban ninguna ocasión para ensañarse con los nuevos, y más si se habían incorporado tarde al curso. Sin embargo, a él apenas le molestaron. La difícil situación personal que estaba atravesando hizo que la agresividad y las provocaciones de sus nuevos compañeros le parecieran una nimiedad, y se las mirara desde la distancia, con sincera indiferencia.

Todos le tomaron por un tipo duro. Y esa opinión se confirmó durante su tercera semana de clase, cuando a la salida del instituto, Canito, un chico de diecisiete años, dijo que le gustaban sus zapatillas y le ordenó que se las diera. Eduardo sabía que, por su condición de hombre lobo, podía tumbar a ese chico de un solo puñetazo. Y no sólo a él, también a los dos amigos que le acompañaban.

—¿Por qué no me las intentas quitar? —le retó sin inmutarse.

Canito tenía fama de ser el tipo más peligroso del instituto. Muchos fines de semana, o cuando había partido, se juntaba con una pandilla de skinheads y, con ellos, se dedicaba a cazar inmigrantes por las calles. La policía le había detenido en tres ocasiones por agresión y su nombre había aparecido en la prensa relacionado con el apuñalamiento de un seguidor de un equipo de fútbol rival, aunque en el juicio se demostró que él no había participado en la reyerta y fue absuelto. Además, últimamente se rumoreaba que estaba a prueba para ser admitido entre los cachorros de los Bersekir, una banda extremadamente violenta y misteriosa, sobre la que circulaban todo tipo de leyendas. Por ello, lo último que se esperaba Canito era que un recién llegado, y dos años más joven que él, le plantara cara. La seguridad y la determinación de Eduardo le desconcertaron y no supo cómo proceder.

Eduardo le aguantó la mirada, listo para golpearle en cuanto detectara el menor indicio de que se decidía a atacar. Pero Canito no atacó. Eduardo le dio la espalda y se alejó tranquilamente. Desde entonces, nadie le había vuelto a molestar. Y mucho menos Canito. El joven había atisbado un destello de fiereza animal en la mirada de Eduardo que le había helado la sangre. Así que evitó la confrontación y actuó como si le hubiera perdonado la vida. Dos días después, cuando se cruzó con Eduardo en el patio, miró hacia sus zapatillas y comentó en voz alta:

—Y pensar que estuve a punto de mancharme los nudillos de sangre por esa mierda de zapatillas. Qué bruto soy. Si ni siquiera son de mi número.

Los que estaban con él soltaron una carcajada ante esa salida y el asunto quedó zanjado. A nadie se le pasó por la cabeza que Canito tuviera miedo de Eduardo, lo mismo que nadie parecía darse cuenta de que todas las supuestas proezas que le habían convertido en el tipo más duro del instituto las había conseguido apalizando a gente indefensa y aterrada en compañía de veinte skinheads.

En el instituto tampoco pasó inadvertido que Eduardo había plantado cara a Canito. La reputación que adquirió gracias a ese incidente le habría permitido hacer amigos con facilidad, pero él oía hablar a sus compañeros y sentía que no tenía nada en común con ellos. Su pesimismo le impidió ver que detrás de todas aquellas poses chulescas había muchos chicos normales, que sólo trataban de sobrevivir en un ambiente muy difícil. El resultado fue que Eduardo no hizo ningún amigo y, cada día que pasaba, se sentía más y más solo.

A su soledad contribuyó, y mucho, que nunca pudiera ver a su padre hasta bien entrada la noche. Eduardo sabía que algo estaba pasando. Algo malo. Mauricio Carrasco, su padre, había sobornado a un funcionario del Registro Civil para cambiarle el apellido por Alonso, le había inventado un pasado, y había alquilado un pequeño apartamento sólo para él. Y todo para que nadie conociera su paradero. Durante el día, Mauricio hacía su rutina de los últimos años en la casa grande, como si no se hubiera producido ningún cambio importante en su vida. Luego, alrededor de medianoche, apagaba todas las luces y se escabullía por la puerta de atrás para reunirse con su hijo en el apartamento. Ése era el único momento que padre e hijo tenían para ellos. Sin embargo esas visitas se habían ido espaciando, hasta el punto que, en la última semana, Eduardo sólo había visto a su padre una vez.

El chico sabía que el asunto debía de ser muy grave, pero por mucho que había interrogado a Mauricio sobre el tema, él se negaba a contarle qué estaba sucediendo. Y eso le estaba volviendo loco.

 

Mauricio Carrasco llevaba tres cuartos de hora a oscuras, vigilando la calle desde la ventana de su habitación. Un rato antes había creído percibir un movimiento junto a los cubos de basura de la esquina, pero quizás únicamente se trataba de un perro, o de uno de los vagabundos que vivían en el descampado. Cualquier otra noche, esa mínima duda habría bastado para cancelar la visita a su hijo, pero al día siguiente tenía que abandonar la ciudad y sabía que era importante decírselo a Eduardo en persona. Desde que descubriera los panfletos de los Bersekir en el suelo del armario del dormitorio de su hermano Alberto, sus sospechas habían empezado a tomar forma y había extremado las precauciones. Ya no creía que aquel grupo de chicos que había sorprendido merodeando por los alrededores de la casa estuvieran allí por casualidad. La mirada de Mauricio se detuvo sobre el graffiti de la cabeza de lobo que había en uno de los pocos tramos no derruidos del muro del descampado. La expresión de su rostro se endureció. Mauricio todavía tenía esperanzas de que Alberto no se hubiera juntado con esa pandilla de descerebrados. Los folletos eran de un concierto que se había celebrado hacía dos años y, quizás, no estuvieran relacionados con la presencia de esos chicos en el barrio. De todas formas, urgía localizar a Alberto y sacarle la verdad. Unirse a los Bersekir era exactamente el tipo de estupideces que él era capaz de hacer.

A las doce y media, después de otros veinte minutos de espera, se deslizó fuera de la casa por la puerta trasera con mucho sigilo. Dio varios rodeos y, sólo cuando estuvo seguro de que nadie le seguía, fue al apartamento de su hijo. Al entrar, se encontró a Eduardo paseando arriba y abajo por la estrecha sala.

—Ya pensaba que no ibas a venir de nuevo —dijo el chico con malhumor.

—Tienes que ser más paciente. Si no hubiera podido venir, te habría llamado.

—No quiero ser paciente. Quiero saber qué está pasando.

—Haz el favor de tranquilizarte.

—Papá, por favor, necesito saberlo.

—Deja que yo me encargue de todo, Eduardo. Tú preocúpate por adaptarte cuanto antes a tu condición y no malgastes energía. Esto ya está siendo demasiado duro para ti como para que encima te crees problemas inexistentes.

—¿Tan malo es que no me lo quieres contar?

—Por última vez, Eduardo. Nada malo está pasando.

—Alguien me está buscando, ¿verdad?

—Sólo estoy siguiendo las normas seguridad de tu abuelo. Ya te lo he dicho. Sus enseñanzas me han sido muy útiles en el pasado y me han evitado muchos líos. Aunque tuviera delirios de grandeza, tu abuelo era una persona muy inteligente. Y una de sus normas era que, al enfrentarnos a un problema, debíamos plantearnos el peor escenario posible, y actuar como si ese escenario fuera real. Y eso es lo que estoy haciendo. Nada más. Lo más probable es que esté exagerando con tanta precaución. Pero prefiero pecar por exceso que por defecto. Tú estás en un momento muy vulnerable y no quiero que te hagan daño.

—Se trata del padre de Alba, ¿verdad?

—No, Leo Bataglio ya no supone un peligro para nosotros. Olvídate de él. Está en la cárcel y no va a salir de ahí en muchos años. Hay suficientes pruebas y testigos en su contra. Le declararán culpable. Y tú nos vas a ayudar a que así sea testificando que jamás viste ese detonador antes.

—Pero él sabe que yo soy un hombre lobo. Podría haberse puesto en contacto con otro cazador. Y ese otro cazador podría andar tras mi pista.

—Leo Bataglio era un cazador solitario. Dudo que le haya revelado tu secreto a nadie. Y, aunque así fuera, ¿cómo te iban a localizar? No olvides que yo estoy muerto. Mauricio Carrasco se cayó por un precipicio hace diez años. No hay forma humana de que le relacionen conmigo. Ahora tengo una nueva identidad. Y si no me encuentran a mí, es imposible que lleguen hasta ti.

—Pero podrían estar vigilando a la tía Sara.

—Lo sé. Por eso no la hemos visto desde que saliste del hospital. Y pasará mucho tiempo antes de que podamos volver a verla.

—Entonces, si Leo Bataglio no es un peligro, ¿por qué me tienes que esconder así? ¿Por qué, cuando me llevas a la casa grande para transformarme, lo haces a las tres de la madrugada, como si fuéramos ladrones? ¿De qué tienes miedo?

—Ya te lo he dicho, hijo, sólo estoy siguiendo las normas de seguridad de tu abuelo. Y tú deberías hacerme caso y concentrar tus energías en adaptarte a tu nueva condición. Darle tantas vueltas a las cosas no te está haciendo ningún bien. Mira cómo te alteras.

—Papá, me paso el día solo. ¿Qué otra cosa puedo hacer aparte de darle vueltas a las cosas? Hace tres días que no te veía.

—¿Sigues sin hacer amigos en el instituto?

—¿Cómo voy a hacer amigos? Son unos salvajes.

—Ten más paciencia. Ya verás como encuentras a algún chico que está bien.

—Tú no los conoces, papá. Son lo peor. A veces me dan ganas de…

Eduardo no acabó la frase. Apretó las mandíbulas con fuerza y desvió la mirada hacia la ventana. Una vena palpitaba en su sien. Mauricio Carrasco se fijó en la mano que su hijo había apoyado sobre el muslo. Tenía los nudillos hinchados.

—¿Cómo llevas lo de los ataques de ira? —le preguntó.

Eduardo tomó aire y asintió levemente.

—Bien... —dijo.

—¿Te has peleado con alguien?

Eduardo se volvió hacia su padre y vio que estaba mirando su mano. El chico cerró el puño y se examinó los nudillos.

—Estuve dándole al saco en el gimnasio —dijo.

—Bueno, siempre es mejor que pegarle una paliza a la nevera, ¿no? —bromeó Mauricio.

Eduardo no sonrió. Agachó la cabeza y volvió a examinarse las manos. El incidente de la nevera le tenía muy preocupado. La semana anterior había perdido la cabeza durante unos minutos y había destrozado la nevera a patadas y puñetazos. Había llegado al extremo de arrancarle la puerta y volcarla, desparramando todo su contenido por el suelo de la cocina.

—Ya te lo he dicho, hijo. Cuando nos transformamos, necesitamos dejar suelta a la fiera que llevamos dentro, es imprescindible que corra, que cace. Sólo así conseguimos apaciguarla y que nos permita vivir tranquilos durante un tiempo. Y, hasta ahora, tú te has transformado en el sótano de la casa grande, con lo que no sólo no consigues agotarla sino que frustras sus necesidades más básicas. Eso genera una enorme tensión, y esa tensión te provoca los ataques de furia. Lo que intento decirte es que esa ira no sólo es normal, sino que es pasajera. Muy pronto estarás listo para transformarte en el bosque, y entonces verás cómo ese odio que tanto te inquieta desaparece poco a poco.

—Llevas semanas diciéndome que muy pronto me podré transformar en el bosque, pero me sigues encerrando en ese sótano. Estoy harto.

—No podemos correr riesgos, Eduardo. La fiera que llevas dentro es muy poderosa. Y todavía no consigues controlarla. Si se desbocara allí fuera, sería capaz de cualquier cosa. Incluso podría atacar a un humano. Pero, en cuanto estés listo, te llevaré al bosque.

—¿Y eso cuándo será?

—Pronto.

—Necesito que sea pronto de verdad, papá. No puedo más.

—Claro que puedes. Lo estás haciendo muy bien. Además, te prometo que a partir de la semana que viene, pasaremos mucho más tiempo juntos.

—¿En serio?

—Sí, en serio. Si es necesario, me instalaré aquí contigo. Hasta entonces necesito que seas fuerte. Voy a ausentarme de la ciudad durante algunos días.

—¿Algunos días? ¿Cuántos?

—No lo sé, hijo. Dos o tres…, cuatro como máximo. Necesito localizar a tu tío Alberto, y no sé dónde se ha escondido. Cuando Leo Bataglio te disparó, tuvimos una pelea y desde entonces no le he vuelto a ver. Pero le encontraré. Alberto es bastante previsible. Tiene una debilidad por los apartamentos de esquí fuera de temporada. Y hace cosa de un mes noté que alguien había entrado en casa mientras estaba fuera. Sospeché enseguida que había sido él y, cuando fui a su cuarto, vi que se había llevado su ropa de abrigo. Así que todo cuadra. Debe de estar en la montaña.

—Déjame que te acompañe.

—No, tú tienes que ir al instituto. Además, no quiero que te acerques a tu tío.

Eduardo miró a su padre un instante en silencio.

—¿Todo esto es por el tío? —preguntó—. ¿Es él quien me quiere hacer daño?

—No. Pero podría hacerte daño sin pretenderlo.

—¿Por qué no me cuentas lo que está pasando?

—Haremos una cosa. Si me prometes que serás fuerte durante estos días, a la vuelta te lo contaré todo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Entonces ven aquí y dame un abrazo.

El chico se levantó y abrazó a su padre.

—Y tranquilo —le dijo Mauricio mientras le apretaba con fuerza contra su pecho—, estaré de vuelta antes del sábado. No me perdería tu cumpleaños por nada del mundo.

A Eduardo se le escapó una sonrisa. Había temido que su padre se olvidara de su cumpleaños, pero, por pudor, no se había atrevido a recordárselo.

2

El martes, Canito acudió tres horas antes del partido al bar en el que se reunía la hinchada más violenta de su equipo. Allí se ponían a tono antes de hacer la ronda por los alrededores del estadio a la caza de algún seguidor del equipo rival o un inmigrante despistado. Era el momento que más le gustaba de los días de fútbol. Adoraba la sensación de poder que le embargaba cuando acorralaban a un tipo contra una pared entre diez y le molían a patadas y puñetazos.

El bar estaba lleno de skinheads. Canito conocía a la mayoría de ellos. Hasta hacía poco, él también había ostentado una estética neonazi. Sin embargo, desde que le anunciaron que estaba a prueba para ingresar en los cachorros de los Bersekir, se estaba dejando crecer el pelo y vestía de negro. Ese cambio no era del gusto de algunos de sus antiguos camaradas, que ahora le trataban con cierta frialdad. Canito sabía que esa actitud se debía sobre todo a la envidia y no le afectaba lo más mínimo. Dentro de poco, esos tíos no significarían nada para él.

Se pidió una cerveza en la barra y se abrió paso hacia el fondo del local, soltando algún que otro codazo malintencionado. Ahora que los Bersekir le cubrían la espalda, se sentía intocable. Sus nuevos amigos estaban sentados a la mesa de siempre, todos con sus cazadoras negras forradas de piel de lobo y las melenas recogidas en una coleta. Canito sintió una oleada de orgullo al pensar que, muy pronto, formaría parte de la banda más temida y hermética del país. Iba a ocupar la única silla libre, cuando uno de los Bersekir la desplazó con el pie para pegarla a la mesa e impedir que se sentara. Canito pensó que se trataba de una broma, así que cogió la silla por el respaldo y tiró de ella con fuerza, pero no consiguió moverla. Fue entonces cuando se fijó en el estado de Pablo, el amigo que le había recomendado para que le pusieran a prueba. Estaba hecho un cromo, le habían dado varios puntos en la ceja, tenía un ojo morado y tan hinchado que no lo podía abrir, y llevaba un collarín. Pero lo que más le asustó fue la mirada de odio que le lanzó con el ojo bueno. Los demás Bersekir también le examinaban con abierta hostilidad.

—¿Qué ha pasado? —preguntó.

—¿No tienes nada que contarme? —le contestó Roca, el jefe de la manada, mirando con disgusto hacia la cerveza que Canito llevaba en la mano.

—No sé a qué te refieres...

—¿En serio? Vamos al patio.

Roca se puso en pie. Era un gigante de metro noventa y espaldas anchísimas. Se soltó el pelo y empezó a desabrocharse la cazadora sin prisas. Canito se puso pálido. Sabía perfectamente lo que significaba aquel ritual. Los Bersekir debían luchar a pecho descubierto y con el pelo suelto, como las fieras que habitan en las profundidades del bosque. Lo que no sabía era lo que había hecho para que el mismísimo Roca en persona decidiera ajustarle las cuentas.

A su alrededor varios skinheads contemplaban sonrientes la escena. Parecían encantados de que Canito hubiera caído en desgracia. Roca acabó de desabrocharse la cazadora y se la abrió. No llevaba camiseta debajo, un honor reservado únicamente a los jefes de manada. Sus tatuajes carcelarios y las cicatrices que había acumulado durante su pasado como Ángel del Infierno quedaron bien a la vista.

—Al patio —repitió Roca, con una voz fría como el filo de un cuchillo.

Canito obedeció. Empujó la puerta que había junto a los lavabos y salió al estrecho patio donde el dueño apilaba las cajas de bebidas vacías. Temblaba de pies a cabeza. Roca le seguía de cerca. En cuanto estuvieron frente a frente, Roca le quitó la cerveza de la mano.

—Tendría que haber desconfiado de un capullo que necesita beber para darse valor antes de entrar en acción —dijo mientras le vaciaba la cerveza sobre las botas.

—¿Todo esto es por la cerveza...? Tío, Roca, pensaba dejar de beber en cuanto me admitierais, te lo juro. Es la primera que me tomo hoy. Y no me he vuelto a meter ni una raya de speed. Pregúntale a quien quieras.

Roca dejó la botella vacía en una de las cajas y sacó dos puños americanos del bolsillo interior de su cazadora. Se colocó uno en cada mano.

—Aclárame algo —dijo mientras se ponía sus guantes de cuero negro por encima de los puños americanos—, ¿qué parte de lo que significa ser un Bersekir no entendiste? ¿Acaso te lo expliqué mal?

—Oye, no sé qué te han contado, pero tiene que tratarse de un malentendido… Yo no he hecho nada…

—¿Vas a negar que intentaste quitarle las zapatillas a un chaval de catorce años y que, cuando te plantó cara, te quedaste con la boca abierta como un imbécil?

—¿Eso? ¿Todo este lío es por eso? —Canito forzó una sonrisa—. Sólo fue una broma, tío... Esas zapatillas eran una mierda. Ni siquiera eran de mi número.

—Realmente no entendiste nada. Escucha, capullo, si te di una oportunidad fue porque vi la forma en que te ensañabas con aquellos dos negratas cuando ya estaban tendidos en el suelo. Ningunos de tus colegas les pateó con tanta furia. Tú buscabas hacer el mayor daño posible, querías aplastarles la cabeza, y eso me gustó, encaja con nuestra forma de actuar. Los Bersekir atacamos en manada, como los lobos, y somos implacables con nuestras víctimas. Pero también somos luchadores solitarios, como los osos, y arremetemos con furia ciega contra todo el que se nos pone por delante, aunque nuestros adversarios nos superen en número o vayan armados. Ése es el valor que estaba esperando que me demostraras antes de admitirte en la manada. Y, ya ves, tú te rajas frente a un chaval de catorce años delante de medio instituto, y la única excusa que se te ocurre es que las zapatillas no eran de tu número.

—Ese chaval me tiene terror, Roca. Te lo juro. No le metí porque no valía la pena mancharme los nudillos de sangre con él. Pero mañana mismo le pongo en su sitio. ¡Ese niñato es historia! ¡Te doy mi palabra!

—Eres incluso más estúpido de lo que creía.

Roca movió con brusquedad su poderoso cuello de un lado al otro, haciendo crujir las vértebras, y apretó los puños dentro de los guantes. Había llegado el momento.

—Oye, tío, no tienes que hacerlo... —Canito dio unos pasos hacia atrás y trastabilló con una caja— . Por favor… Podemos resolver esto de otra forma…

—No, no podemos. Si nadie se hubiera enterado de que estabas a prueba para unirte a nosotros, te podría haber dejado en paz. Pero se lo has contado a todo el mundo. Y mira cómo te vistes, como si ya fueras uno de los nuestros. Si me despisto, te haces un tatuaje de éstos —Roca señaló hacia la cinta negra de cinco centímetros de ancho que tenía tatuada alrededor del cuello y empezó a avanzar hacia Canito—. Tengo que mandar un mensaje inequívoco de lo que les sucede a los que nos decepcionan. Es mi responsabilidad como jefe de manada. Así, los capullos como tú se lo pensarán dos veces antes de hacernos perder el tiempo.

—No me pegues, por favor... —Canito seguía retrocediendo—. Haré lo que me pidas…, lo que me pidas...

—Por Dios, ¿es que no tienes ninguna dignidad?

—No quiero que me pegues… Por favor… Por favor…

Canito estaba tan aterrado que no se dio cuenta de que llegaba al fondo del patio. Al chocar de espaldas contra la pared se sobresaltó de tal manera que se le escaparon unas lágrimas. Se dejó caer al suelo y se acurrucó en la esquina, cubriéndose la cabeza con ambos brazos.

—Por favor, no... —dijo entre sollozos—. No quiero... No quiero...

Roca se quedó mirándole un largo minuto, inmóvil. Canito veía sus gruesas botas con remaches de metal a pocos palmos de él.

—Está bien —dijo de pronto Roca—. Yo sólo te estaba dando la oportunidad de salir de ésta con la cabeza alta, pero si prefieres arrastrarte como un gusano, nadie te lo impide. Quédate lloriqueando en ese rincón hasta la hora del partido, y no te haré nada. Pero te lo advierto, si te veo entrar en el bar, daré por sentado que has cambiado de idea y quieres resolver esto entre hombres. Saldremos, y entonces iré a hacerte daño de verdad. ¿Te ha quedado claro?

—Sí... Sí, tío... Gracias...

—¡No me des las gracias! ¡Eres peor que una rata! No sé cómo me pude equivocar tanto contigo.

—Lo siento... Yo...

—¡Cállate!

Roca amagó con pegarle una patada, pero su bota no llegó a impactar en el pecho de Canito, que se encogió aún más en su rincón y permaneció inmóvil con los ojos cerrados hasta que oyó que Roca se daba la vuelta y volvía al bar. Al quedarse solo, la primera reacción de Canito fue de alivio. Sin embargo, no tardó en comprender que se encontraba en una situación muy humillante. Si quería evitar que Roca le rompiera todos los huesos del cuerpo, tendría que permanecer allí tres horas y quedaría como un cobarde delante de todos sus antiguos camaradas. Su reputación quedaría hecha añicos.

Durante algunos minutos, se agarró a la absurda idea de que quizás nadie se hubiera dado cuenta de que seguía allí. Pero enseguida le sacaron del engaño. Un grupo de skinheads se asomó al patio.

—¿Qué es eso que se mueve allí al fondo? —preguntó uno, conteniendo apenas la risa—. Parece un Bersekir, pero gime como un perrito.

—Tírale un hueso a ver si lo lame. Así saldremos de dudas.

—No le tires nada. Que se gane el hueso... La patita, Canito, la patita...

Todos rompieron a reír.

En ese momento, un Bersekir apartó a los skinheads y les dijo que no se volvieran a asomar al patio. La puerta se cerró. Pero las burlas no cesaron. La ventana de uno de los lavabos daba al patio y, aunque el enrejado impedía a los usuarios asomar la cabeza, no dejaron de hacer comentarios vejatorios, y de lanzar ladridos y carcajadas. Canito comprendía que parte del daño que había sufrido su imagen ya era irreparable, pero también sabía que todavía estaba a tiempo de recuperar algo de dignidad. Dos veces reunió el valor para cruzar el estrecho patio y llegar hasta la puerta, pero no fue capaz de dar el último paso. Tenía demasiado miedo. Roca no se iba a conformar con mandarle al hospital con algún hueso roto y un par de dientes menos. Le golpearía hasta dejarle medio muerto o paralítico. Cuando Pablo le dijo que estaba dispuesto a recomendarle como nuevo miembro de los Bersekir, le advirtió de lo que pasaría si fallaba.

—Me quiero asegurar de que entiendes lo que nos estamos jugando con esto —le dijo—. Si no das la talla, a mí me harán el corrillo por haber recomendado a un inútil, y puede que me lleve algún golpe serio. Pero a ti, a ti te harán daño de verdad. Así que tienes que estar muy seguro de que quieres hacerlo. Podrías acabar en una silla de ruedas.

—No hay peligro, tío —le había contestado Canito con suficiencia—. No fallaré.

Pero había fallado. Y ahora se encontraba en la peor situación imaginable. Canito sabía que si no volvía al bar y se dejaba machacar por Roca, sus días de fútbol se habían acabado para siempre. Sus antiguos camaradas nunca le volverían a admitir en las cacerías, salvo como víctima. Pero el terror le paralizó. Se pasó tres largas horas sentado en una caja, en el patio. Incluso cuando el alboroto y los cánticos se extinguieron, no se animó a volver al local. Esperó todavía veinte minutos. Quería asegurarse de no encontrarse con nadie.

Al salir del patio, dos viejos que había en la barra se volvieron hacia él y le sonrieron sarcásticos. Canito los conocía. Eran dos borrachos patéticos con los que todos se metían y a los que podía tumbar de media bofetada. Aun así no fue capaz de aguantarles la mirada, pasó por su lado con la vista clavada en el suelo y caminando deprisa, en dirección a la puerta.

—¿Adónde carajo vas? —le gritó el camarero—. ¿De mi bar no se va nadie sin pagar?

Canito se detuvo y volvió sobre sus pasos. Sacó un billete del pantalón y se lo tendió al camarero, farfullando una disculpa. El camarero lo tomó, lo metió en la caja registradora y la cerró de un golpe sin devolverle el cambio. Canito quedó desconcertado. Uno de los borrachos soltó una carcajada. El camarero sacó un bate de béisbol con la empuñadura cubierta con cinta aislante y lo apoyó sobre la barra.

—Déjame que te cuente lo que ha pasado —le dijo—. Ya verás qué gracioso es. Nos hemos partido de risa. Roca estaba tan convencido de que te ibas a quedar en el patio, que se ha ido con su grupo enseguida. Una pena, ¿eh? Te has quedado todo este tiempo ahí dentro por nada. Si hubieras salido antes, no habría habido nadie para partirte la cara. Aunque también es verdad que no nos habríamos reído tanto... —el dueño alzó el bate en el aire y dio un golpe contra la barra —. ¡Ahora, lárgate! Y no te atrevas a volver a poner un pie en mi bar. ¡Gusano!

Canito salió a la calle y se alejó hacia el metro.

Lo que le acababa de decir el dueño del bar le había escocido, aunque no tanto porque se sintiera humillado, sino porque comprendió que había desaprovechado una oportunidad de oro para recuperar algo de su dignidad sin recibir una paliza. Sin embargo, no se lamentó. El daño estaba hecho. Ahora tenía que centrarse en el futuro inmediato. Sabía que aquella historia no tardaría en circular por el instituto y más de uno podía sentirse tentado de reírse de él. Y eso él no lo iba a tolerar. Podía perder su reputación frente a un tipo como Roca, que había estado en la cárcel por homicidio, pero no frente a sus compañeros. No pensaba pasar por alto ni una sola mirada burlona. En las próximas dos o tres semanas tendría que meterse en bastantes peleas, y necesitaba ganar la mayoría, si no todas. Canito era un tipo muy práctico y ya había empezado a darle vueltas a su estrategia en el patio trasero del bar. De entrada, iba a hablar con los chicos para que le respaldaran. Sabía que podría contar con ellos. Si volvían a ser el grupo compacto de antes, muchos se lo pensarían dos veces antes de decirle nada. Además, había decidido acosar a algún alumno, así todos sabrían a lo que se exponían si se atrevían a meterse con él. Por supuesto, ya tenía un candidato. Aquel niñato que se había negado a darle las zapatillas iba a pagar por la humillación que había sufrido.

Canito estaba entrando en la boca de metro cuando un ensordecedor rugido, a su espalda, indicó que su equipo acababa de marcar un gol. Se detuvo en seco y apretó los puños.

—Te vas a enterar de lo que es bueno —dijo en voz alta—. Te vas a enterar.

3

Desde que estaba de vuelta en la ciudad, Alba había tenido algunos roces con Graciela, que ambas habían conseguido superar por el bien del grupo. Pero, hacía tres días, Graciela había estallado en medio de un ensayo, acusando a Alba de intentar acaparar todo el protagonismo y de no desaprovechar ninguna ocasión para rebajarla. La violencia del ataque asombró a todas por el profundo rencor que evidenciaba. Emma y Olga, las otras dos integrantes de Las Ladronas de Cuerpos, convocaron enseguida una reunión para tratar de reconciliarlas.

El asunto venía de lejos.

Dos meses atrás, una televisión local había invitado a Alba a un programa para entrevistarla. Ella sabía que el motivo principal por el que la habían elegido era por ser la hija de un cazador de hombres lobo, pero aceptó porque consideró que era una buena oportunidad para promocionar al grupo. Graciela no lo vio así. Acusó a Alba de ir de diva y le recordó que ella era la compositora de más de la mitad de los temas y la que había mantenido el grupo unido durante los meses en que Alba había estado viviendo en el pueblo con su padre.

Aquella crisis se solucionó con la promesa de Alba de no volver a dar ninguna entrevista en solitario. Y la cumplió a rajatabla. Quizás, demasiado. Hacía cosa de una semana, un periodista de música la reconoció en una cafetería y le pidió si le podía hacer unas preguntas rápidas. Alba le explicó que la política del grupo era no dar entrevistas en solitario, pero se ofreció a concertar una cita para otro día. Al periodista le pareció tan absurdo que, al principio, creyó que se trataba de una broma y, tras mucho insistir en que sólo serían un par de preguntas, se fue enfadado.

Alba no recordaba exactamente qué palabras había utilizado, pero estaba segura de que no había señalado a Graciela como promotora de aquella norma. Había repetido una y otra vez que se trataba de una decisión que habían tomado entre las cuatro componentes del grupo. Fuese como fuese, el periodista entendió cuál era el problema de fondo y escribió un artículo muy insultante contra Graciela en su blog. En él la acusaba de ser una niña mimada y egocéntrica, que no era capaz de aceptar que «Morticia» cantara y se moviera sobre el escenario mucho mejor que ella, y le sugería que en vez de perder el tiempo en pataletas, practicara más con la guitarra para no desafinar en los conciertos. También le aconsejaba que usara un maquillaje más espeso para que no se notara tanto que estaba verde de envidia.

La reunión se hizo el miércoles en el local de ensayo.

Para sorpresa de Alba, Graciela acudió muy arrepentida de su conducta y, antes de que nadie pudiera decir nada, tomó la palabra.

—Os pido perdón a las tres —dijo—, y sobre todo a ti, Alba. Mi comportamiento ha sido indigno. Me dolió tanto lo que escribió ese periodista, que perdí los nervios y lo pagué contigo. Pero no creo que seas capaz de decirle esas cosas sobre mí, ni a él ni a nadie. Sé que he sido muy injusta. Y ya que estoy, me gustaría aclarar algo. Es verdad que me encantaba ser la vocalista del grupo, y puntualmente he sentido celos de ti, pero nunca ha sido nada serio. Soy muy consciente de que tomamos la decisión adecuada al aceptarte de nuevo como cantante. Salta a la vista, ¿no? —sonrió—. El grupo tiene mucho más éxito desde que has vuelto. Y aunque no siempre lo demuestre, estoy feliz de que estés otra vez con nosotras.

Tras esta introducción, la reunión fue extremadamente fluida.

Se decidió que si Alba, o cualquiera otra de las chicas, se encontraba en el futuro en una situación parecida con otro periodista, podría contestar a las preguntas. Emma sugirió aprovechar la atmósfera de entendimiento que se había creado para tratar cualquier otra discrepancia que pudiera existir.

Graciela fue la primera en hablar. Dijo que le parecía una falta de respeto que Alba llegara siempre un cuarto de hora tarde a los ensayos, ya que era como considerar que su tiempo era más importante que el de los demás. Alba se disculpó y prometió ser puntual a partir de entonces. Por su parte, propuso contratar a un mánager para descargar de trabajo a Graciela, que lo hacía todo: negociaba con los dueños de los locales, administraba el dinero, alquilaba la furgoneta para transportar el equipo, la conducía, iba a la imprenta para asegurarse de que hicieran bien los carteles, estaba montando la página web… No paraba un minuto. Y, eso, para Alba, era un foco de tensiones, ya que, en comparación, parecía que las demás no hacían nada.

—Te agradezco la sugerencia —le contestó Graciela—, pero no necesitamos ningún mánager. Si me encargo de todas esas cosas es porque soy un poco psicópata y necesito asegurarme de que se hacen bien. Además, me divierten. Y no os preocupes, soy muy consciente de que lo hago porque quiero. Nunca os exigiré que os impliquéis en el grupo tanto como yo.

Sellaron la reconciliación con un abrazo.

Inmediatamente, Olga propuso ir a celebrarlo a la bodega de la esquina. Al salir a la calle, Alba se fijó en que se podían distinguir algunas estrellas en el cielo y sintió un agradable cosquilleo. Desde que había vuelto a la ciudad, sus mayores alegrías se las había dado el grupo, aunque aquellas rencillas con Graciela se las habían ensombrecido en parte. Ahora, parecía que todo había quedado definitivamente aclarado.

Caminaron hacia la esquina. Las chicas estaban muy animadas y la complicidad entre ellas era evidente. Por primera vez en mucho tiempo, volvían a ser el grupo compacto de amigas que habían decidido montar una banda. Alba volvió a mirar hacia las estrellas. Quizás, la alineación de los astros era por fin la adecuada para que cambiara su suerte y la reconciliación con Graciela sólo fuera la primera de una serie de buenas noticias. Respiró hondo y notó cómo el aire fresco llenaba sus pulmones. Volvía a sentirse muy optimista respecto al e-mail que había recibido la noche anterior.

Entraron en la bodega y se instalaron en una mesa.

Hablaron durante un rato de la gente de la universidad. Emma y Olga cursaban el primer año de Bellas Artes y, tal como describían el ambiente, aquello era un antro de depravación. Alba nunca se cansaba de escuchar sus historias. Olga tenía una forma de exagerarlas que las hacía muy divertidas. De pronto, Alba recibió una llamada de Erik.

—Hola, guapo, precisamente quería hablar contigo... —dijo ella.

—¿Habéis acabado? —preguntó Erik.

—Sí.

—¿Cómo ha ido?

—Muy, muy bien. Te he reenviado un mail, no sé si lo has recibido.

Alba se puso en pie y salió de la bodega para no molestar a las demás.

—Sí, lo acabo de ver, por eso te llamaba. Yo no me haría muchas ilusiones, Alba. El tal Nico Noctámbulo no parece estar muy bien de la cabeza.

—Lo sé, lo sé. Cuando lo recibí anoche, no me dio ninguna confianza. Pero esta mañana, al despertarme, me he sentido llena de energía por primera vez en mucho tiempo. Tengo un buen presentimiento, Erik. Es como si supiera que sólo necesito volver a creer en mi suerte para conseguir lo que quiera. Y esta tarde con Graciela ya ha funcionado.

—¿Tan bien ha ido?

—Mejor imposible.

—Bueno, pues no seré yo quien te desanime. Supongo que querrás ir a comprobar si Nico Noctámbulo dice la verdad, y que no te importaría que alguien te acompañara en moto, ¿eh?

—Te lo iba a pedir.

—¿Quieres que vayamos mañana?

—Mañana no puedo salir antes de clase. Había pensado ir el lunes.

—El lunes entonces. ¿Graciela se ha ido a casa?

—No, estamos las cuatro en la bodega de al lado del local.

—¿Vais a quedaros un rato más?

—Sí, seguro, Olga está desatada.

—Tardo un cuarto de hora.

—Aquí te esperamos.

Al entrar de nuevo en la bodega, las chicas estaban discutiendo si pedir otra ronda o cambiar de bar.

—Otra ronda —dijo Alba muy alegre—. Me acaba de llamar Erik. Viene de camino. Estará aquí en un cuarto de hora.

4

Eduardo llevaba una semana espantosa. La partida de su padre le había afectado mucho y se sentía más solo que nunca. Para colmo, desde hacía dos días, las cosas se habían puesto desagradables en el instituto. Alguien se dedicaba a gastarle bromas pesadas.

El jueves, durante el recreo, le habían metido una revista pornográfica de homosexuales en la mochila, de forma que asomara por fuera y quedara bien a la vista. Nadie le había dicho nada, pero las miradas de sus compañeros habían sido de lo más elocuentes. Y luego, esa misma mañana, alguien había vaciado un tintero dentro del cajón de su pupitre. Para cuando Eduardo se había dado cuenta, ya tenía manchadas de tinta las manos y toda la ropa, incluida su cazadora nueva. Al salir del instituto, fue directo al gimnasio. Se pasó tres horas machacándose para aplacar su ira. Su único consuelo era que su padre le había prometido que pasaría el día de su cumpleaños con él. Y, hasta hora, su padre había mantenido todas sus promesas.

Volvió al apartamento imaginando que quizás ya estaría allí esperándole, para darle una sorpresa. Pero no fue así. El apartamento estaba vacío. Dejó su bolsa encima del sofá y fue a la cocina a comer algo. Acababa de prepararse un bocadillo, cuando sonó su móvil. Volvió a la sala corriendo y rebuscó en su bolsa de deporte hasta que dio con él. Era su padre.

—Hola, papá, ¿dónde estás? —le preguntó.

—Todavía estoy en la montaña —le contestó él—. Lo siento, sé que te había prometido que estaría ahí para tu cumpleaños, pero acabo de dar con la pista de tu tío y no puedo abandonar ahora. Es importante que lo encuentre, ¿entiendes? Te compensaré. Haremos una celebración por todo lo alto la semana que viene.

—Vale... No te preocupes por mí —Eduardo no consiguió ocultar la decepción en su voz.

—¿Estás bien, hijo?

—Sí...

—¿Seguro? Te noto la voz rara.

—Me has pillado entrando en casa, acabo de subir las escaleras.

—¿Ha pasado algo en el instituto?

—No, papá —Eduardo se esforzó por sonar animado—, todo sigue igual. Mis compañeros son tan odiosos como siempre, pero no hasta el punto de que haya necesitado desquitarme con la nevera. No sufras por ella.

—No sufro por ella, sufro por ti. Aunque ya que sacas el tema —añadió Mauricio siguiendo la broma—, te rogaría que, si te da uno de tus irrefrenables ataques de ira, la tomaras con un electrodoméstico más barato.

—Si son pequeños, no tiene gracia, papá.

—¿Qué te parece el zapatero de la entrada? No es un electrodoméstico, pero es bastante grande, y tan horrible que no creo que la casera lo echara de menos.

—De acuerdo. Lo pondré el primero de mi lista.

Mauricio rió.

—Escucha —dijo tras una breve pausa—, igual estoy exagerando con toda esta historia. Si quieres, vuelvo a la ciudad y pasamos el fin de semana juntos. No creo que tu tío vaya a ningún lado. Siempre le puedo seguir buscando a partir del lunes. Si salgo ahora, podría estar allí de madrugada. ¿Qué me dices?

—No te preocupes, papá, estoy bien. Tú encuentra al tío y vuelve cuanto antes.

—¿Estás seguro?

—Al cien por cien.

Padre e hijo charlaron un rato más de asuntos intrascendentes.

Cuando colgó, Eduardo se sintió muy orgulloso de haber mentido sobre su estado de ánimo. Si su padre no había cumplido su promesa era porque aquel asunto debía de ser muy serio. Y él no quería crearle más problemas. Volvió a la cocina. En ese momento, estaba convencido de que aguantaría todo el fin de semana. Sin embargo, cuando cogió el bocadillo y se fijó en sus manos manchadas de tinta, notó que se le cerraba el estómago. Dejó el bocadillo sobre el plato y fue a la sala a ver el DVD que acababa de alquilar en el videoclub. La trepidante acción y la historia de amor entre los protagonistas lograron que se abstrajera de las miserias de su vida, pero sólo para que, al final, el vacío por la ausencia de Alba se le hiciera más insoportable. Puso enseguida otro DVD, pero ya no consiguió engañar a su mente.

A la una de la madrugada, seguía tumbado en el sofá, con la televisión encendida, en un estado de profunda confusión. No podía dejar de dar vueltas a algo que le había dicho Alba. No era la primera vez que pensaba en ello, pero nunca lo había hecho de forma tan obsesiva. La conversación se produjo el día en que Eduardo fue al pueblo a buscar las hojas que faltaban del supuesto diario de Mauricio. Alba le estaba esperando en la bifurcación del lago y trató de convencerle de que no ayudara a su padre a matar a un hombre lobo. Para ello, utilizó todo tipo de argumentos. Le dijo que los hombres lobo tenían mucho más de hombres que de fieras, ya que se transformaban una sola vez al mes, y que, además, cuando lo hacían, sólo cazaban alguna oveja o un conejo, con lo que mataban para alimentarse, igual que cualquier otro cazador. También dijo que el único pecado de los hombres lobo era ser diferentes y llegó a calificar su condición de «pequeño defecto».

Eduardo era muy consciente de que ella había hecho aquellos comentarios sobre bases hipotéticas, ya que Alba no creía de verdad en la existencia de hombres lobo. Aun así, esa forma de pensar le permitía concebir esperanzas de que le aceptara tal como era. Sin embargo, esas esperanzas, lejos de traerle alivio, aumentaban su sufrimiento, ya que Eduardo estaba más convencido que nunca de que había hecho lo correcto al cortar de raíz la relación con Alba. Su padre y Sara tenían razón: la vida de los hombres lobo estaba llena de limitaciones y de peligros, y él no tenía ningún derecho a imponérsela a la chica a la que amaba. En los pocos meses que habían pasado desde que descubriera su condición, Eduardo ya había comprobado lo ardua que podía ser su existencia.

Tras darle muchas vueltas al asunto, concluyó que le sería mucho más fácil renunciar definitivamente a Alba si comprobaba que ella había rehecho su vida y le había olvidado. Acabar con las esperanzas de su amor sería muy duro, pero siempre sería mejor que aquella incertidumbre que le envenenaba el alma. Necesitaba la verdad, por atroz que fuera. El problema era cómo averiguar algo así sin ponerse en contacto con ella. A falta de una idea mejor, encendió su ordenador y buscó en Internet alguna noticia relacionada con Morticia y Las Ladronas de Cuerpos.

Lo primero que averiguó es que habían cambiado de nombre y ahora se llamaban Las Ladronas de Cuerpos a secas. Había varias entradas, pero ninguna contenía información útil. Por fin, dio con una página en la que una fan había colgado media docena de fotos de un concierto que habían dado hacía tan sólo dos semanas. En una aparecía Alba en primer plano, agarrando el micro con ambas manos y cantando. La seleccionó. Su cara ocupó toda la pantalla. Eduardo se estremeció. Alba seguía llevando al cuello el colgante con la cabeza de hombre lobo que él había tallado en madera y tenía una mirada muy triste. Aquello le pareció la prueba definitiva de que seguía enamorada de él. Examinó las demás fotos con ansiedad, buscando una confirmación de esa tristeza, pero en ninguna otra se la distinguía bien. A continuación dio con la web oficial del grupo, en la que aparecían las fechas de sus próximas actuaciones y una foto de su primer concierto, meses antes de que Alba se trasladara al pueblo. Seleccionó todas las pestañas una a una, pero ninguna se abrió. La web todavía estaba en construcción. Todo lo que sacó fue un e-mail de contacto al que se podía escribir para hacer preguntas a Las Ladronas de Cuerpos. Antes de apagar el ordenador, estuvo media hora más navegando por la red sin encontrar nada.

Esa noche se fue a dormir feliz.

Sin embargo, al día siguiente, al analizar las cosas con más frialdad, se dio cuenta de que Alba podía estar triste por algo que no tuviera nada que ver con él e, incluso, que esa expresión de tristeza no fuera más que una pose que hubiera adoptado para hacer más interesante su personaje de Morticia.

La incertidumbre volvía a torturarle.

 

El lunes, cuando sonó el despertador, no se movió de la cama. Permaneció con la vista fija en el techo durante un par de horas, dejándose llevar por los más negros pensamientos, hasta que se dijo que estaba harto de ser prudente. Apartó las sábanas con decisión, se puso una camiseta que encontró en el suelo, y salió a la calle sin ducharse ni desayunar.

Tardó más de una hora en llegar caminando al centro de la ciudad. Y otros veinte minutos en plantarse frente al instituto de Alba. Hasta que no vio el nombre en la fachada del edificio, no fue realmente consciente de lo que estaba haciendo. Estaba dando un paso muy peligroso. Renunciar al amor de Alba había sido un acto altruista y hermoso, y ahora se estaba arriesgando a estropearlo todo por un impulso que seguramente no le serviría para aclarar nada. Sabía que debía irse de allí, pero también sabía que nunca lo haría. Averiguar si Alba le había olvidado se había convertido en una necesidad.

—Mientras ella no te vea, todo estará bien —se dijo.

Localizó un banco discreto desde el que podía vigilar la puerta del instituto. Se sentó y esperó. Si Alba tomaba en dirección hacia donde él estaba, tendría tiempo de escabullirse antes de que ella advirtiera su presencia. La ubicación del banco era muy buena, a la sombra de un gran plátano, a más de media manzana de la puerta del instituto y con un quiosco a pocos metros, detrás del que se podría ocultar en caso necesario. Además, para cuando Alba saliera, la calle estaría llena de chicos y chicas, con lo que él no tendría ningún problema para pasar desapercibido. Sin embargo, el sentirse a salvo en el banco apenas le reportó tranquilidad. Intuía que ver a Alba no le iba a hacer ningún bien.

Durante las siguientes dos horas, Eduardo estuvo observado distraídamente lo que sucedía en la calle y a ratos se relajó. Hasta que, de pronto, percibió un movimiento en la puerta del instituto y se volvió hacia allí. El corazón le dio un vuelco. Era Alba. Había salido del instituto antes de tiempo. Se quedó plantada en medio de la acera, abrió su mochila, sacó una carpeta de dentro, y tras comprobar algo en su interior, la volvió a guardar en su sitio. Luego, apoyó la mochila en el suelo y miró distraídamente a su alrededor. Eduardo permaneció muy quieto. No sabía hasta qué punto la sombra del árbol le proporcionaba un buen escondite y no quería llamar la atención. Ella no debía verle. En la calle apenas había peatones.

Pasó un larguísimo minuto.

Alba consultó su reloj y dirigió la vista hacia el fondo de la calle, hacia donde estaba Eduardo. Él contuvo la respiración. Alba permaneció con la mirada clavada en el tráfico unos instantes y la apartó, pero, al momento, volvió a girarse hacía allí con un gesto repentino, como si algo hubiera llamado su atención. Sus ojos se llenaron de ternura y una encantadora sonrisa se dibujó en su rostro. Eduardo notó que el corazón se le desbocaba y estuvo a punto de ponerse de pie. Por desgracia, no tardó en comprender que esa sonrisa no iba dirigida a él. Una moto pasó junto al banco y se detuvo frente a Alba. El tipo que la conducía llevaba una cazadora negra de cuero con flecos y un casco metido por el brazo, a la altura del codo. Se lo entregó a Alba, que dijo algo sin dejar de sonreír, y se lo puso. Él asintió con la cabeza y, por la forma en que se agitó su cuerpo, Eduardo supo que reía.

Alba se subió a la moto, apoyando su mano en el hombro de él, se agarró a su cintura y él arrancó bruscamente. Pasaron el semáforo en ámbar y desaparecieron entre el tráfico, calle abajo.

Eduardo se quedó un cuarto de hora más sentado en el banco.

Ahora sabía que no había ido al instituto a comprobar que Alba hubiera superado la ruptura, sino todo lo contrario. El amor de ella le era imprescindible para soportar su día a día. Cuando pensaba en Alba, se imaginaba a una Alba melancólica, ausente, incapaz de concentrarse en nada, que escuchaba a sus compañeros a medias, y que, a la hora de la comida, picoteaba a desgana del plato. Ésa era la Alba que él necesitaba encontrar para poder seguir creyendo en su amor. Pero Alba estaba radiante. Eduardo supo que ese descubrimiento no iba a hacer más fácil olvidarse de ella y encima, ahora, ya no podría seguir engañándose.