Los irregulares de Tánger - Santiago De Luca - E-Book

Los irregulares de Tánger E-Book

Santiago De Luca

0,0

Beschreibung

Hay diversos mitos sobre la fundación de Tánger. El autor de este libro viene para romperlos y rehacerlos arriesgándose en una nueva leyenda que descubre que, en diversos momentos de nuestro pasado, no siempre muy integrador, a aquellos llamados aquí ´irregulares´ se los ponía en una barca y se los libraba a su suerte en las aguas del mar: no cuesta imaginar que una de estas embarcaciones que transportaba tantas singularidades naufragó y logró llegar a Tánger, instaurando así un linaje y una especie de atracción magnética de la Ciudad Blanca para todos aquellos que viven fuera de las tendencias más comunes. Desde la minuciosidad de estilo no carente de ironía, Santiago De Luca sin buscar la verdad absoluta sino aquello más profundo del ser humano, ha creado su propio género, donde cada historia contada es un personaje y el escenario en el que se despliega una irregularidad. Con toda la complicidad que siente por los irregulares, ya que él mismo se siente uno de ellos, invita al lector a sumergirse en este mar de personajes: el perezoso, el falso espía, el cercano, el chalequero…, sabiendo que serán los propios personajes los que coloquen finalmente al lector ante un espejo.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 404

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



LOS IRREGULARES DE TÁNGER

VOLUMEN I

Santiago De Luca

Los irregulares de Tánger. Volumen I

© Santiago De Luca, 2022

© Sobre la presente edición: Editorial Alt autores

Diseño y maquetación: Bolaberunt

Ilustración de portada: Shutterstock

Correctora de textos: Esther Carretero

ISBN:978-84-17400-96-5

Para más información sobre la presente edición, contactar a:

Editorial Alt autores

Henao, 60. 48009 Bilbao (España)

CIF: B95888996

www.altautores.com

índice
PALABRAS DESDE LA BARCA
MARQUÉS DE TÁNGER Y GRANDE DEL CABO ESPARTEL
LA AMANTE DE PICASSO
EL FALSO MARCHANTE
LA SOBRINA DE SARTRE
EL PROFETA
EL REY DE PORTUGAL
EL ESPECIALISTA EN TODO
EL CONDE DE PAPEL
EL INFECTADO DE SINONIMIA
EL FALSO ESPÍA
EL SOLAPERO
EL CERCANO
LA MURMURADORA DEL BULEVAR PASTEUR
LA PSICÓLOGA ORIENTALISTA
EL BUSCADOR DE ARGUMENTOS
EL CHALEQUERO: CAÍDA Y RESURRECCIÓN DE UN DELICADO
EL APODÍCTICO
EL OBICUO
EL APROPIADOR DE EXPERIENCIAS
EL CAPITALISTA AMBIGUO
EL GASTRÓNOMO
LA GRAMATÓLOGA
EL EMBAUCADOR GIBRALTAREÑO
EL FOTOGRAMERO
EL URBANISTA
EL SILOGERO
LA CUSCUSERA Y EL ASADOR
EL ENCALLADO
EL PEREZOSO
EL ENIGMÁTICO DIVERSO
EL REY INVISIBLE
EL MOSAIQUERO
EL CAMINANTE DE LA CALLE MÉXICO
EL ORADOR DEL ZOCO CHICO
EL SOLILOQUERO
JOHN FENCE
LA PUNTUAL
EL PRÍNCIPE PAQUISTANÍ
EL CABALLERO DE LA MESA DE LOS CONJURADOS DE TÁNGER
LA FALSA PRINCESA
EL REGULAR
EL PÍCARO PALURDO
EL INCAUSADO

Cualquier coincidencia con la realidad es pura causalidad

PALABRAS DESDE LA BARCA

Hay diversos mitos sobre la fundación de Tánger. Al menos dos han sido centrales en la mayoría de los relatos. Uno evoca al gigante Anteo y a Hércules, y el otro el antiguo relato del diluvio y el arca de Noé. Pero aquí vamos a arriesgar una tercera secuencia. Mimi, el francés (como diría El Cercano, que el lector podrá descubrir en estas páginas) cuenta que en diversos momentos de nuestro pasado, no siempre muy integrador, a aquellos que aquí llamaremos irregulares se los ponía en una barca y se los libraba a su suerte en las aguas del mar. Nada cuesta imaginar que una de estas embarcaciones que transportaba tantas singularidades no naufragó y logró llegar a Tánger, instaurando así un linaje o una especie de atracción magnética que se prolongaría en el tiempo. A partir de esta refundación de Tánger se desprende una poderosa teoría estética: teoría del golpe o pedrada en la cabeza como requisito indispensable para acceder a una visión diferente de la Ciudad Blanca. Un escenario y personajes sostenidos por la respiración agitada de palabras.

Estos personajes tienen la fuerza de la revelación. El viaje a Tánger, que de alguna manera repite el gesto de la antigua barca, no los «regulariza» pero les permite desplegar lo que estaba latente en su irregularidad. Algunos querrán hablar de tara, de lefties, como si las personas fueran prendas defectuosas exportadas de diferentes latitudes. Contra esas blasfemias se pueden contraponer varias razones. Cada irregular trae un momento en el que se esculpe su destino —destino que muchos autodefinidos como regulares (¿qué significa ser un regular?) envidiarían— y aportan aire de montaña, que al principio resulta dificultoso, pero luego purifica. Ellos, a costa incluso de su destrucción, nos regalan imágenes que nos permiten la escalada hacia ese aire. Por otro lado, sus historias también son una advertencia de que no solo puede ser un espejismo el orientalismo, sino que también hay que cuidarse del occidentalismo: la creencia errónea de que en el mundo conocido reina la homogeneidad y de que esta es un don.

Podríamos pensar este libro como un conjunto interconectado de medallones en los que se graba una irregularidad y un acontecimiento que es definitorio para el personaje. Dante, en su Infierno lleno de magníficos irregulares, con unas pocas anécdotas encerraba para siempre en unos pocos versos el alma de sus condenados. El escenario aquí siempre es la ciudad de Tánger. Probablemente el desembarco que llevó a la refundación mitológica de Tánger por estos singulares haya terminado impactando en la construcción del espacio urbano. Esto lo puede comprobar cualquiera que suba la cuesta de la Alcazaba cuyos escalones son todos desiguales, como si hubieran estado proyectados por una mente asimétrica. Y sin embargo, a pesar del esfuerzo suplementario que provocan, se siente una felicidad inexplicable al atravesarlos.

También se podrían agregar algunas palabras sobre las fuentes utilizadas. Dudosos corresponsales nos acercaron dudosa información. Así que, sin poder garantizar la fiabilidad de los datos expuestos, si solo se busca la verdad el lector puede interrumpir la lectura aquí. Ahora, si busca algo más intenso, lo invitamos a continuar y a colocarse todos los medallones sobre el pecho. Harán ruido.

Toda mi complicidad con los irregulares. Tal vez esto se deba a que yo también sea uno más de ellos, como tú que estás por comenzar la lectura y atravesarás las aguas de esa otra laguna Estigia que conducen a otras vidas.

S.D.

MARQUÉS DE TÁNGER Y GRANDE DEL CABO ESPARTEL

Con el tiempo uno se va asemejando a la máscara que usa. El arte consiste en poder llevarla un buen tiempo y en construir un mundo alrededor de ella, de ese vacío. El Marqués tenía los modales incorporados de cierta nobleza, aunque nadie haya visto nunca su título nobiliario. Displicente, sin grandes énfasis, cambiando de una lengua a otra con una jactancia contenida, mezclando citas y frases como si fueran espontáneas, pero que en realidad eran el resultado de años de decir las mismas cosas con ligeras variaciones. Su espacio, su centro, era la mesa central del Café de París de Tánger, frente al consulado de Francia. Ahí se lo podía encontrar cada tarde una hora antes de que atardeciera frente a su té verde, mientras la luz del día agonizaba cambiando de matices hasta que la oscuridad de la noche homogeneizaba todo. Por algo era un escultor que pintaba con luces los rostros de sus creaciones. Y su escultura era lo más verdadero de su personalidad.

Cuando uno contemplaba su figura con detenimiento, el supuesto marquesado se afantasmaba o se tornaba dudoso porque uno empezaba deteniéndose en su chaqueta impecable, pero luego se terminaba descubriendo unos pantalones negros de cuero desgastados apretados contra las piernas al estilo adolescente. Y El Marqués ya había pasado los setenta. Había muchos rumores acerca de su personalidad y sus frases dichas en las mesas del Café de París que se esparcían luego, empujadas por el cherqui, a lo largo del boulevar Pasteur. Este podía ser el recorrido: alguien, en una mesa cercana, escuchaba algunos de sus comentarios y lo volvía a contar horas después en la barra del Hotel Rembrandt con agregados y variaciones. Luego, la persona que había oído la versión reformulada del comentario, pero que no había sido testigo directo de los dichos del Marqués, iba a tomar algo al Number One y repetía el mismo proceso. Al final de la noche la historia llegaba al Rubis transformada en prodigiosa. Sin embargo, cada tanto llegan a Tánger, como a todos los sitios, personas interesadas en imponernos la cara externa de los hechos; la mera realidad. Vienen cargados de argumentos y nosotros nos defendemos con metáforas.

Lo cierto es que poco antes del incidente de la piscina que terminó de derrumbar su marquesado, llegó información del otro lado del Estrecho propagada por estas gentes que se empecinan en practicar el positivismo. Desafortunadamente, algunos de ellos habían conocido en otros países al Marqués y pretendieron resolver el misterio con la verdad a secas, como si esto fuera posible para derrotar a un caballero, Grande del Cabo Espartel —nominación que añadió al marquesado al instalarse en Tánger—. Los datos que nos trajeron fueron los siguientes: el Marqués en realidad había sido el amante, durante dos noches y tres días, en sus años juveniles en España, de una señora mayor divorciada de un marqués, este último sí con un título nobiliario real. Este incidente, casi banal en la vida de una persona regular, se fue enriqueciendo con los años y con la suma de detalles de los comentaristas anónimos de las mesas del bulevar, y permitió al Marqués construir la sólida máscara que usaba ahora pasado los setenta en Tánger: escultor y marqués. Grande del Cabo Espartel. También hay que decir que no todo fue azar y acción del tiempo ciego como la arena que se solidifica en roca, sino que El Marqués trabajó un poco para obtener este marquesado y grandeza, aunque más no fuera una señoría verbal. No despejaba las ambigüedades, al contrario, las acentuaba cuando alguien lo saludaba en la calle: «¿Cómo está Marqués», y él respondía: «Casi bien», como si fuera algo natural a su dignidad de Grande, y continuaba su camino. La razón originaria de su señoría circuló por la ciudad, pero no pudo destruir la máscara ni nadie estaba dispuesto a incorporar en sus hábitos una información que no prometiera algo interesante. Siguió siendo el Marqués de Tánger, el escultor que daba clases en las mesas del Café de París. También, y a pesar de su edad, el Marqués sostenía su reputación que le aseguraba el reconocimiento del título nobiliario que nadie había visto, con el arte de la seducción: lograba aparecer en todos los espectáculos culturales de la ciudad acompañado de alguna mujer muy joven. Tenía también una técnica precisa para hacer resaltar ese juego y su señoría: llegaba unos diez minutos después de que la actividad cultural empezara —una película, una conferencia, una exposición, la presentación de un libro o lo que fuere que congregara a los ilustres de la ciudad— y se retiraba también unos minutos antes de que finalizara. Esto le permitía un doble desfile frente a todos, junto a la acompañante que lo escoltaba. El paso firme, sereno y la mirada perdida en un punto de fuga de un paisaje inalcanzable. Pero la vida suele estar a veces manipulada por un macaco con una carcajada despiadada.

Estaban en una fiesta en el Monte Viejo, en una especie de palacete recubierto por un largo muro blanco. Detrás del muro la fiesta y su universo se desplegaba con sus sonidos y complicidades. El Marqués, como era de esperar, era acompañado por una chica elegante de unos veinticinco años. Para mostrar su conversación a los otros se acercó peligrosamente al borde de la piscina. Esa noche llevaba puesto una chaqueta y un pantalón blancos. Su rostro estaba sostenido en una falsa regularidad de facciones producto de un arduo maquillaje que lo rejuvenecía y de las diferentes cremas aplicadas que le daban vitalidad a su piel. Ya le había contado a la chica, y a los que merodeaban, su nacimiento en Valladolid y cómo había sido su largo y duro camino en la escultura para poder esculpir un verdadero rostro pasando del arte figurativo y representativo hasta los actuales intentos de vanguardia donde rompía todos los límites, decía él mismo sobre él mismo. Confesaba que se lo podía permitir porque el influjo de Tánger lo llevaba a eso. Entonces, como un rayo cargado de maldición, se desprendió de un grupo un sujeto alto, grueso y tosco que le gritó en inglés: «Oh the Marquis». Corrió hacia él y, antes la sorpresa y el escándalo, que se convertirían luego en las mesas del Café de París en una serie de añadidos sin fin, lo empujó a la piscina con violencia y se fue corriendo. Fascinados por la escena, nadie detuvo al agresor, pero lo registraron en la memoria como algo precioso que no debía perderse. El Marqués se hundió con estrépito en el agua y luego hubo silencio. Por un instante el mecanismo sonoro que empujaba todas las conciencias se detuvo. Tal vez fue una pirueta al destino o una más de sus cinceladas hechas a sus creaciones, pero se vieron las manos del Marqués moverse con teatralidad bajo el agua, siempre sin desprenderse de la chaqueta, hasta tocar el fondo y luego impulsarse hacia la superficie. Fue todo un resurgir. Sin embargo, el macaco había hecho una de las suyas. Algo había cambiado. Aparecía la irregularidad que se había ocultado y nacía con ella otra obra. Se paró sobre el borde de la piscina donde estaba muda su compañera de fiesta. Las prendas le goteaban. Pero era otra cosa lo que impedía que volviera el sonido a la fiesta y la palabra articulada a las consciencias: el Marqués no se había dado cuenta de este suceso silencioso, pero irreparable, hasta que se llevó las manos a la frente y vio el desconcierto que reflejaba su propio estupor en el rostro de la muchacha. Su cara había cambiado y ahora era más íntima, atravesada de irregularidades. Las cremas se habían diluido o extendido de manera caprichosa. El maquillaje debilitado hacía surgir muecas asimétricas. Finalmente, él era su propia escultura.

LA AMANTE DE PICASSO

La posesión de un objeto puede ir fraguando una identidad, hacer que nazca el personaje. La galerista madrileña se había instalado en Tánger cuando las finanzas o los desamores la obligaron a buscar un nuevo refugio. Entre las pertenencias que logró transportar había un retrato donde se la veía joven y sensual. Pronto se rumoreó que lo había hecho Picasso. A esto se añadió que los comentarios y el gran ojo que conforman la red de cafés tangerinos vieron en ella a la musa de los grandes artistas de su tiempo. Pintores, escritores, cineastas o fotógrafos habrían bebido de sus besos para poder crear. Se le imaginaban grandes aventuras con artistas destacados incluso de manera simultánea. La lascivia y el propio deseo de los observadores le agregaban una historia a cada movimiento de su andar cuando atravesaba la medina o caminaba por el bulevar Pasteur. Ella también hacía su propio trabajo para esculpir el personaje manteniendo un glamour en el vestir y en la cadencia de sus cinturas. Por ejemplo, iba a un simple bacalito a comprar cigarrillos con un vestido rojo intenso diseñado para una gala en la que se entrega el premio a la mejor película del año. Pero ella solo hacía cien metros desde su casa en la alcazaba y regresaba ya para no salir. Sin embargo, el efecto que lograba tenía un gran impacto en las imaginaciones. Cuando se pensaba en ella en la ciudad, de manera directa o indirecta, se evocaban sus supuestas pasiones con los creadores más excéntricos. Y en los murmullos siempre se imponía, entre todos los nombres, el de Picasso. Hasta que una vez alguien caminando por la alcazaba, después de cruzársela, dijo en voz alta y clara a otra persona como para dejarlo asentado para siempre como definición del personaje: esa mujer es la amante de Picasso. El comentario se solidificó como verdad y se impuso como categoría. El fantasma de Picasso fue relegando a lugares más modestos a los fantasmas de Dalí, Miró o Camilo José Cela. La antigua galerista se transformó en Tánger en La Amante de Picasso, y así fue tratada. Además, había un cuadro que podía disuadir toda incredulidad.

En las fiestas en Tánger suelen suceder cosas definitivas o definitorias. Ella habitaba en un riad en la alcazaba, decorado con una profusión no selectiva de objetos artísticos que iban desde fotos en blanco y negro de la calle Siaghin a esculturas griegas imitadas con esfuerzo visible por el artista de un patio escondido del barrio de La Fuente Nueva. Y en el centro del riad, como un dios tutelar, estaba el cuadro. Su casa parecía estar recorrida por una línea irregular que iba de objeto a objeto, pero que forzosamente desembocaba en el retrato que era el sustento de un mundo. Cuando comenzó a organizar fiestas, como corresponde al estatuto de musa de los creadores que le había otorgado la ciudad, la gente recorría su riad comentando los objetos y al llegar al retrato le preguntaban, después de elogiar la belleza de la retratada, sobre la autoría. Ella respondía con estudiada naturalidad y fingida espontaneidad: «Cosas del tío Pablo». Y siempre había alguien, que no era la retratada, para aclararle en el oído al visitante: «Pablo es Picasso». Ella no se detenía en el hecho, restándole importancia a lo más importante por imposición de los protocolos de la elegancia, y se desplazaba a otro aspecto de la fiesta para comenzar una disertación sobre los detalles del vestido que estaba usando una de sus amigas.

El tiempo pasó entre estas reuniones repitiendo los mismos ritos y ensanchando las explicaciones con la experiencia que se acumulaba y las diferentes opiniones que se superponían. Hasta que la línea irregular que atravesaba la casa pareció darle forma a la cara de uno de los visitantes que venía de París y era especialista en Picasso. El hombre empezó mal al combinar un sombrero rojo con una pajarita verde y decir (cuando alguien nombró por lo bajo al pintor como autor del retrato) a la vez que señalaba la pintura: «Picasso, el pintor francés de origen español». Hubo un silencio que se fue propagando por todas las salas del riad hasta tocar la espalda de la dueña de la casa. Nuestra musa se detuvo en seco como rozada por la punta de un cuchillo y cortó la conversación con un joven pintor tangerino que había dibujado dos gatos enfrentados y la seducía con sus explicaciones. Se dio la vuelta hacia el crítico y esbozó una sonrisa como autorizando que la fiesta continuara. Pero mientras volvía a crecer el murmullo de las conversaciones, alguien le volvió a mencionar al crítico el retrato como el retrato de Picasso. Se acercó más mientras continuaba la observación minuciosa de la pintura y dijo de manera brutal señalando la figura retratada con el meñique de la mano derecha mientras el índice de la mano izquierda se acomodaba la pajarita: «Esta mujer es nuestra anfitriona, por cierto, y sin ofenderla, acá está mucho más joven. Pero el retrato no fue hecho por Picasso. Acá no reconocemos su técnica caracterizada por…». Antes de que terminara la frase la gente lo dejó solo. Todos hicieron como si no lo hubieran oído y se apartaron a gran velocidad. Tal vez, en realidad, no querían oír ese tipo de argumentaciones. Ella mantuvo la compostura y se dedicó a degustar lentamente el champagne de su copa, pero las palabras desmitificadoras estaban dichas y escuchadas: no se mata en Tánger un mito con el análisis de la crítica y la disertación cartesiana. Se necesita algo más.

Tiempo después circularon las variantes más contradictorias sobre el retrato y su autenticidad. El antiguo esplendor de la galerista se apagaba para transformarse en memoria y en palabras repetidas. Pero todavía ahí estaba el retrato para testimoniar un pasado glorioso. Y a lo que dijo un comensal de una tertulia en el café del Zoco Chico de que al pasado se lo puede manipular o reinventar, se le puede oponer la idea de que las regularidades cansan y lo que importa de la reinvención es su grado de osadía. Y esta fue la obra invisible de la galerista. Aprovechándose de la insoslayable erosión de los días, hubo personas que en sus últimos años de actividad —actividad como diva de la alcazaba— empezó a llamar «muñeca rota» a La Amante de Picasso. Así es de injusto el dibujo del destino: los que hoy te ensalzan mañana te traicionan. Pero ella, a partir de la noche en la que un crítico de arte dudó de la autenticidad del retrato que le hizo el tío Pablo, se fue refugiando en una realidad diferente, imaginada para acoger sus fantasía. Sin embargo, fue consciente y vio venir el fin de su atípica profesión, y decidió retirarse dando la última fiesta. Dejaría el riad y se recluiría en el antiguo Hospital Español de Tánger a contemplar en soledad la obra de sus días en la memoria y en las discretas charlas que comenzaría a mantener con los escasos visitantes que irían a verla. Se iba a retirar con elegancia.

Muchas cosas se podrían decir de la última fiesta en el riad de la alcazaba. Nadie sospechaba que era el final porque para que algo sea verdaderamente lo último de una serie no hay que ser consciente de que es la última vez. Ella no se lo contó a nadie. Así ningún gesto ni saludo sufriría de afectación. No sabemos si los testimonios que nos llegan de esa velada son verdaderos, pero es unánime la opinión que afirma que ella estuvo esplendorosa, con el brillo de los mejores tiempos. Había realizado un solo cambio en la decoración, después de muchos años, que los visitantes tardaban unos minutos en percibir. Todo estaba igual salvo que había quitado el retrato y en su lugar había pintado un rectángulo blanco en la pared con dos puntos negros. ¿Un cambio de pasión? Como ella no dijo nada, nadie dijo nada acerca del asombroso cambio que podría ser el primero de otros muchos. Solo dos noches después en el Rubis alguien comentó «es el fin de un mundo» y cambió misteriosamente de tema mientras bebía una Stork para no pensar demasiado. Pero esa noche, la noche de la última fiesta, el rostro mismo de la galerista era una extensión del retrato y mostraba con intensidad, como nunca antes se lo había visto, todos los estilos de Picasso según cambiaba ella sus expresiones y los colores de sus mejillas. Luego la noche declinó y las voces se fueron apagando hasta que instaló un silencio que dura hasta hoy.

Todavía en estos días hay quienes visitan a La Amante de Picasso por las tardes en el antiguo Hospital Español y le preguntan sobre el destino del retrato y sobre su autenticidad. Ella primero esboza una sonrisa breve y señala con su mano la ventana por donde entra la luz que viene de los jardines y agrega una pregunta como respuesta: «¿Acaso se puede atrapar la verdad de esa luz?».

EL FALSO MARCHANTE

Una manera de andar particular y ya somos alguien. Alguien diferente. ¿Pero se puede ser diferente entre diferentes? ¿Irregular entre irregulares? Lo que sí era una imagen incontestable era que los pasos de Paul al subir y bajar la calle Italia que conduce a la cuesta de la alcazaba, trayecto en el que desarrollaba su trabajo oculto, carecían de un patrón rítmico. Aceleraba, luego se detenía, después arrastraba sus pies, a veces cojeaba o usaba un bastón a pesar de ser un hombre robusto de cuarenta y ocho años. Tenía un gorro de lana roja. Solía usarlo en verano especialmente en los días más cálidos. Pero a veces se lo veía despeinado sin gorra con los restos de pelos de lo que alguna vez fue su caballera sacudidos por el levante, especialmente cuando refrescaba. Se sabe que el cherqui, como llaman los árabes al levante, es un viento que puede agudizar todas las irregularidades que nos habitan. El cherqui es especialmente intenso en Tánger. Incluso provocaba este efecto en Paul que era inglés y estaba acostumbrado a los vientos. Tal vez no fuera del todo inglés porque tenía una técnica mediterránea para los negocios. El origen de su fama como marchante en la ciudad es enigmático, pero nadie nunca lo puso en duda. Misterios de una ciudad que decide creer en algunas cosas y rechazar otras, por más justificaciones y certificados que se desplieguen. ¿Cuál es el criterio? Eso es algo imposible de decir de manera directa. No se llega a ser irregular por la voluntad de querer serlo.

En Tánger no son peligrosos los pobres del lugar que se acercan a pedir o a ofrecer algún servicio al recién llegado. Los realmente peligrosos son algunos extranjeros instalados en la ciudad, de los que se puede esperar cualquier artimaña para atrapar incautos. Ahí está el peligro. En esta larga tradición de piratería en la Ciudad Blanca se inscribía Paul. Su área de búsqueda era la calle Italia donde aparentaba deambular, pero en realidad estaba trabajando: se concentraba en identificar turistas que acababan de llegar para luego pescarlos con una buena carnada que escondía un anzuelo económico doloroso. A veces le servía como indicador a su pesca alguna aglomeración de personas que rodeaban al turista. Entonces, como por casualidad, aparecía él, se mostraba como el salvador y se ofrecía como guía apoyándose en la confianza que daba su acento británico y que él exageraba un poco. La persona «liberada» de la multitud pedigüeña se creía a salvo y se mostraba agradecida, ignorando que entonces comenzaban a cazarlo de verdad. Una vez establecida cierta confianza se desplegaba todo un protocolo para terminar el arte cinegético: los invitaba a cenar a su casa. Pero su casa no era su casa sino que la pedía prestada entre sus contactos para tener un lugar que impresionara al visitante. Luego se sumaban algunos aficionados al placer de la estafa que se ofrecían a actuar como personal de servicio, pero su función era, por un lado contribuir a dar la apariencia de solvencia financiera y, por otro lado, recabar toda la información que pudiesen. Como los turistas venían poco tiempo todo tenía que ser rápido y contundente. Entonces, a lo largo de la velada hablaba de arte y de los artistas locales, de la pintura orientalista y de los negocios que le habían permitido llevar a cabo. Hay que añadir que antes de transformarse en el gran marchante de arte de la ciudad, Paul se dedicaba a seguir los partidos del Manchester United. Por lo que hay que reconocer que había hecho un gran esfuerzo para darle vida a este personaje repitiendo cosas que no conocía en profundidad, pero que enunciaba con un acento convincente. Finalmente, cuando los astros eran favorables, la operación se cerraba vendiendo una baratija que le había costado cien dírhams en dos mil quinientos dírhams. Esto no se daba todos los días y muchas veces fracasaba el protocolo en algún punto, pero la pesca solía traer como promedio uno o dos peces por mes a la boca, con los que podía vivir con cierta abundancia. Y cuando la sequía era total, aguantaba con dignidad, sin mostrar flaqueza, y se dedicaba a mostrarse en todas las actividades culturales. Había que estar y ser visto, dejar algún comentario insólito con aire desdeñoso y luego esfumarse en la noche.

El apogeo de su creatividad y el declive de su profesión se produjo en el famoso Hotel Minzah. En estos lugares puede haber muchos curiosos que nos observan y escuchan sin que los veamos. Paul estaba sentado frente al cuadro de Mrabet que hay en una de las paredes del hotel y su presa, un francés de Toulouse que escribía en la revista Horizontes Magrebíes, estaba de espaldas a la pintura. Paul, entre frase y frase dejaba una pausa para envestir de solemnidad a su discurso, mientras veía el cuadro y abría la libreta que le había regalado su cómplice, el encuadernador Luis El Ceutí, tuvo su mejor inspiración. No había tiempo para buscar ningún cuadro que sus palabras pudiesen luego adornar y dejarlo listo para la venta. El viajero se iba al mediodía del día siguiente. Entonces, mientras fingía escribir en la libreta cálculos y notas, en realidad hacía un boceto del cuadro que tenía enfrente. Para no ser un mero copista, enfatizó las líneas naifs de las figuras. Sintió que era el momento de lanzarse, de pasar de ser un marchante a ser un artista. Jugó sus cartas a todo o nada. Pidió cincuenta mil euros por un cuadro original de Mrabet —le anotó el nombre para que el turista pudiera investigar quién era el pintor durante la noche—, se despidió con la excusa de otros compromisos (pintar el cuadro) y quedaron en verse en el hotel Rembrandt a las once de la mañana. No podía arriesgarse a quedar en el mismo hotel y que observara el verdadero cuadro de Mrabet cuando le entregara su imitación. Pasó la noche sin dormir —no dejaba de ser una persona que trabajaba duro— y dibujó su primer cuadro, guiado por su intuición y pensando en los movimientos de los jugadores de su equipo de fútbol; curvas que trazaban sus dedos imitando el cuadro de Mrabet, o lo que había quedado del cuadro de Mrabet en su boceto. Lo cierto es que llegó a las once en punto con su gorro de lana roja y un bastón de madera que terminaba con la cabeza de un perro. Mantuvo la serenidad que tanto había desarrollado en su trato con los engaños. Pero aquí de alguna manera había un hijo suyo. Esta vez no se trataba solo de dinero. Para su alegría el corresponsal de Horizontes Magrebíes encontró el cuadro excepcional, «un verdadero tesoro de la frescura del arte de la región». Le pagó lo acordado y se fue. Paul sintió en esos momentos que el universo era un lugar agradable destinado para él.

Esa noche fue a la Galería Kent, a la apertura de una nueva exposición sobre el hiperrealismo. Estaba radiante y transmitía seguridad y solemnidad mezclada con extravagancia. Hasta se dio el lujo de sentir melancolía por su cuadro. ¿No debí ser artista?, se preguntaba en su pensamiento interior. La Galería Kent estaba abarrotada de gente. Se dijeron algunas palabras. Se invitó a comentar la obra. La galerista, creyendo que se iba a negar, le pidió a Paul que dijera unas palabras. Y normalmente se hubiera negado. Pero estaba tan pleno en su interior por su victoria artística-comercial que aceptó. Lo que cuesta un trabajo lento, delicado y laborioso de días se puede derrumbar en unos minutos con un portazo. En el momento en el que comenzó a hablar se abrió la puerta de la galería y primero se vio la iglesia que hay enfrente, pero después entraron dos policías y la pluma de Horizontes Magrebíes. Paul seguía hablando y agregó, ya ensayando una posible defensa, que sería breve «porque la obra es más importante que la autoría y lo que se pueda decir del autor». Entonces los policías lo esposaron y le explicaron que estaba detenido. Solo más tarde pudo reconstruir la secuencia que terminaba con su detención. En su actuación en el Hotel Minzah, donde hablaba lentamente para otorgar importancia a sus dichos, permitió que el recepcionista, apoyado contra el rincón de una pared, pudiera escuchar lo más significativo de su conversación. Tal vez movido por la envidia o por su admiración y amistad hacia Mrabet a quien conocía desde hacía años, llamó a la policía y detuvieron al turista en el aeropuerto cuando intentó despachar el dibujo del marchante. La caída de Paul fue estrepitosa, pero pudo salir a las horas de la comisaría perdiendo un año de recaudación. Después de cuarenta días de auto-reclusión en el Monte Viejo, tiempo que aconsejan para que la memoria de las personas comience a transformar los hechos, volvió a ejercer su profesión. Algunos, que no estuvieron presentes en la detención, empezaron a decir que todo fue obra de una excepcional jugada del marchante y que por eso había aceptado hablar esa noche en la Galería Kent, cosa que no solía hacer. Nunca más volvió a dibujar ni a apurarse en las ventas. Había un agujero en la pared de su casa donde ocultaba el peor de sus fracasos. La policía le había devuelto su dibujo porque no le dieron ningún valor artístico o económico. Paul no lo quiso romper.

LA SOBRINA DE SARTRE

Cambiar en cada circunstancia diferente para ser lo que otros están deseando encontrar es una de las formas más proteica de ser irregular. Ser todos los personajes posibles y no ser nadie de manera estable. Estar dispuesto a alternar las máscaras para lograr el objetivo. ¿Y si realmente ella se creía todas esas máscaras y todas esas vidas? ¿Y cuál era el objetivo último de Madame Ivonne? Tal vez el placer ciego del cuerpo que mueve a la especie. Sin embargo, su arte no buscaba la simple eficacia de su propósito, sino que se caracterizaba por haber desarrollado la capacidad de adecuar su biografía según la persona que tenía enfrente. Es decir, lo que ella imaginaba que deseaba la persona que le interesaba. Por ejemplo, si hablaba con un banquero se presentaba como una empresaria de la familia francesa-colombiana Betancour, prima de Ingrid. Si hablaba con un científico, había colaborado en Francia en las investigaciones de Marie Curie. Si se hablaba de pintura, Georges Braque la había dibujado cuando era una niña. Si se hablaba de música, fingía recordar espontáneamente sus romances con Brassens. Lo curioso de estas transformaciones y mutaciones era que se podían producir en el mismo día. A mí se me presentó una noche como la sobrina de Sartre.

Mientras me hablaba y bebía muy lentamente de una copa de cristal barato —cuando pasaba el dedo por los bordes no hacía el ruido que se desprende del material noble— me acordé de la letra del tango Madame Ivonne con alguna alteración que me provocaban las circunstancias: «Han pasado diez años que zarpó de Francia, /Mamuasel Ivonne hoy es solo Madam…/La que al ver que todo quedó en la distancia/con ojos muy tristes bebe su champán/ Ya no es la papusa del Barrio Latino,/ Ya no es la mistonga florcita de lis,/ Ya nada le queda… Ni aquel tangerino, que entre promesas y caricias la alzó de París». Pero sí era verdad que llevaba diez años en Tánger según pude inferir de nuestra conversación y fue esa cantidad de tiempo lo que me evocó el recitado interior del tango. Mi mirada era de sorpresa y luego fue de una ligera desconfianza. No comentaba lo que me decía y yo esperaba el remate o tal vez la explicación de una broma. Pero su tono, cuando hablaba del tío Jean-Paul, no era de ironía. Por momentos se detenía a pitar el cigarrillo y espiaba el efecto que sus palabras provocaban en mi cara. No podía escapar, estábamos demasiado cerca para eludir el juego que el personaje me proponía. Yo me había sentado solo en una mesa del Rubis en una de las tantas noches en las que me acercaba a aquel lugar, sin buscar nada. Ella llegó unos minutos después y por falta de espacio coincidimos en la mesa. Luego los intercambios verbales prepararon el terreno para las confesiones dudosas.

Me di cuenta de la perfección de su técnica cuando descubrí más tarde que la máscara de sobrina de Sartre no era algo inventado solamente para la ocasión y que no se le había ocurrido mientras hablaba conmigo. Era uno de los disfraces que cuidadosamente ya tenía preparado. Haber podido visitar su «armario» con toda su colección de prototipos humanos hubiera sido un regalo que no hubiera rechazo. Pero así como no se es irregular por la voluntad, sino por un don, tampoco se accede a esos lugares por el simple deseo. A estos seres no se los convoca, porque además no acudirían a la cita, sino que aparecen cuando aparecen. Y así era que el decorado se armó sin que nadie lo diseñara cuando entró al Rubis una de sus amigas y la saludó con un beso en la mano que ella extendió con parsimonia. Ese fue uno de los signos de que estaba usando un disfraz que ya poseía. Incluso que había usado con otros muchas veces. Madame Ivonne la miró a los ojos y le preguntó a su amiga con una expresión de súplica, de complicidad: «¿Te acuerdas de mi tío?». La amiga esperó un poco para responder mientras procesaba las palabras hasta que con un gesto dio muestra de comprensión del significado que había detrás de ellas y respondió: «Claro, el viejo Jean-Paul. Pero era muy feo. Los espejos lo asustaban». Se rieron y ella aclaró sin aclarar: «Por suerte me parezco a la otra parte de la familia». La cantidad de disfraces y máscaras que se había construido para presentarse a los demás se correspondía a los tipos o prototipos de personas que ella catalogaba como posibles en Tánger. Observarla era una manera de tener una radiografía humana de la ciudad. Tal vez mi error esa noche fue tomarme demasiado en serio su personaje y querer saber. A ella no le importaba la verdad de su máscara sino que su vestido luciera en el lugar adecuado y de la manera adecuada. Su amiga pidió otra botella de vino marroquí gris y comenzaron a contarse anécdotas. Yo no sabía si eran antiguas amigas o de hacía unos pocos días, incluso horas, o si procedían del territorio de irrealidad que generaba el Rubis. Lo cierto era que las palabras sonaban graves y seguras contra las copas que tambaleaban en la mesa. En algún momento regresaron al tema del ilustre tío. Y ella, la supuesta sobrina, dijo: «Les voy a revelar por qué vine a Tánger —con el tiempo yo había aprendido a temer a las confesiones que continúan a estas palabras—. En realidad fue siguiendo las huellas del tío. Poco se sabe de su viaje aquí, fue secreto, breve y decisivo. Casi parece una definición del amor como hablo. Ningún biógrafo recoge este viaje en ningún escrito. Pero existió y fue importante. Yo era una niña y él me contaba que algo le pasó acá, algo que lo cambió». Entre frase y frase hacía una pausa y bebía un trago mientras continuaba indagando el efecto de sus palabras en mi cara. «Hubo algo que lo cambió». La copas chocaron para celebrar sus palabras, empujada por su amiga o colaboradora. Cuando le pregunté a esa amiga dónde se habían conocido, con una expresión extraña me dijo que era una larga historia familiar que tenía que ver con su tía Simone. Me contuve de preguntar si su tía era Simone de Beauvoir. Pensé en ese momento que toda la ciudad era un escenario que se desplegaba para que ella actuase frente a mi mirada. ¿Pero con qué propósito? Después me serené y pensé que simplemente la singularidad de lo irregular se manifiesta así. El músico cantaba una canción muy famosa pero irreconocible en su voz. Subí las escaleras para ir a los baños, lo que en realidad era una excusa para tomar aire y ver al personaje con distancia. La observé desde ese pequeño pasillo que hay después de las escaleras y, antes de que me detectaran o se diera cuenta de que la espiaba, abrí la puerta del baño y me quedé un rato adentro con la esperanza de descifrar el enigma de Ivonne. Decidí que todo lo que me había dicho era real y que estaba con la sobrina de Sartre, quien poseía información reveladora para la comprensión de la filosofía de su tío gracias a un viaje secreto a Tánger. Tal vez era mi deseo íntimo que ella pudiera ser quien deseaba ser.

Cuando regresé a los pocos minutos parecía que habían sucedido cosas increíbles en un breve lapso de tiempo. La mesa estaba vacía y parte del vino gris volcado sobre el mantel. Luego distinguí a Ivonne bailando abrazada a un hombre con cara de actor cerca de la barra. Después supe que se llamaba Fuad y que había trabajado en alguna película de Omar Sharif. Esperé y, sin interrumpir su baile, me acerqué a la barra. Su amiga en la distancia me hizo un gesto con las manos abiertas extendiendo los brazos hacia los costados como diciendo la vida es así. Cuando se aceleró el ritmo de la música Ivonne y Fuad se acercaron sin darse cuenta mientras bailaban alrededor de mi banqueta. Entonces pude escuchar claramente cómo ella le relataba: «Porque mi tío, Charles de Gaulle, creía que había demasiado queso en Francia y así no se podía gobernar el país». No había tiempo de comentar sus palabras, pero las miradas que se cruzaban los espectadores parecían festejar el baile. Ya estaba resignado a lo que la noche tangerina había querido urdir y me disponía a pagar la cuenta, cuando Ivonne se despidió de todos para irse con su pareja y me dijo al oído: «No te olvides de la sentencia de mi otro tío, Jean-Paul, la existencia precede a la esencia. Somos nuestros actos. El polideseo». Y se fue con otro disfraz de señora de la alta política francesa. El músico hizo una pausa y me fui con tranquilidad a través de las calles despobladas pensando qué habría descubierto Sartre en Tánger. Y se me aparecía en el interior de mi imaginación Ivonne repitiendo «polideseo» mientras se cambiaba de máscara al cambiar la forma de hablar y los gestos de su rostro. Nada era espontáneo, sino el arduo resultado de una construcción actoral.

EL PROFETA

Las palabras suelen atemperar o acentuar el desamparo. Pero con el profeta se tenía la sensación de que sucedían las dos cosas a la vez. Su prédica sucedió durante unos minutos en el interior de la Librairie des Colonnes. Estábamos hablando con Rachel y Pierre de libros. Monsef, sentado, tranquilo y ajeno a todos los comentarios, hacía unas cuentas detrás del mostrador. Anás, el otro ayudante de Pierre, estaba en el fondo de espaldas hacia nosotros y hacia la puerta ordenando algunos libros. Las primeras extrañezas las percibimos después, cuando reconstruimos los sucesos, porque habían sido llevadas a cabo para que luego las entendiéramos. El profeta entonces era apenas el resplandor de una figura detrás de la puerta. Seguramente vio a Anás que estaba de espaldas y decidió imitar su gesto. Por esta razón en los primeros instantes no reparamos en su figura tan particular. Entró de espaldas mirando hacia la puerta y caminando como un cangrejo, casi sin hacerse notar, como si hablara con alguien afuera con un leve murmullo que salía de sus labios. Pero estaba solo. Ese otro también era él mismo. Nosotros seguíamos adentro del mundo de la conversación que sosteníamos. Recuerdo que Rachel evocaba una cena en la que la gente se decía palabras, pero querían significar otras. «Me gusta tu camisa oscura», podía significar para quien supiera comprender «yo sé en qué cosas oscuras estás metido». En ese momento, todavía sin darse vuelta, el profeta fue al escaparate y tomó un ejemplar de la revista de SureS, se dio vuelta y dijo con una voz irrepetible y extraña como quien habla con personas ausentes, repitiendo las palabras de Jeremías (esto también lo descubrimos mucho tiempo después): «Del septentrión se desencadenará el mal». Luego se dio vuelta y todos quedamos inmovilizados viendo su figura. Unos cabellos blancos y largos hasta los hombros descendían desde el círculo central de la calvicie de su cabeza. Como prolongación del color de sus cabellos estaba vestido con una túnica blanca que le bajaba del cuello hasta los pies y que alternaba con manchas de suciedad como aureolas que reproducían de alguna manera el círculo de su calvicie. También estaba tocado por el color marrón: tenía unas sandalias de cuero por las que se dejaban ver sus dedos de uñas crecidas y una cartera, del mismo material y color, que colgaba de su hombro izquierdo. Era extremadamente delgado y arrugado, pero no debía ser tan viejo como aparentaba. Era el trabajo de la palabra en su cuerpo para encarnar el personaje lo que le había tallado esa expresión. Como solo Anás continuaba indiferente a la situación, de espaldas, leyendo algo en un libro que había encontrado mientras organizaba las estanterías, la voz del profeta retumbó en la librería con fuerza y autoridad: «Deja de leer, según los días de los árboles serán los días del que me escucha. Confías en vanidades y en escritos que parirán desventuras. Deja de leer muchacho y escucha mis palabras. A todos los llevará el viento, un soplo los arrebatará, pero el que confía en mí… Se seca la hierba, se marchita la flor, pero mi palabra permanece». Luego hizo un silencio y miró para abajo. Todas las conversaciones que estábamos teniendo en la librería se cortaron de manera abrupta. Entonces, cuando Anás se dio la vuelta para ver quién era la persona que hablaba de manera tan particular, el profeta se estremeció y tembló durante unos segundos. Rachel me tomó de la muñeca con cierta tensión y Pierre movió los dedos como para ordenar algo que no pudo. Monsef habló de manera breve:

—¿Usted quién es?

—El profeta. Mi boca es una espada cortante. Cuando era un niño tocaron con un carbón encendido mis labios, y años después un dedo grande como un árbol rozó mis labios. Y fue más ardiente y doloroso que el carbón encendido. Desde entonces tengo el don de la profecía.

Esta vez fue Anás quien le habló:

—¿Cómo sabe que sus palabras son proféticas?

—Dice acaso el barro al alfarero, ¿qué es lo que haces?

—No entiendo su lógica —comentó Pierre con dudas en el tono de su voz.

—Mis palabras no son versos regulares que se escancian con acentos simétricos. Son gritos que iluminan. ¿Qué haréis el día de la visitación, del huracán que viene de lejos, del norte? Toda revelación es para vosotros como libro sellado.

—¿Pero qué vino a revelarnos usted? —le preguntó con curiosidad práctica Rachel.

Fue el único momento que lo vimos vacilar. Cerró los ojos para buscar en sus adentros y tembló otra vez. Cuando abrió los ojos respondió como iluminado por la blancura de su túnica:

—Mi propia cualidad de profeta.

Anás y Monsef, guardianes de la librería, templo de múltiples creencias, intercambiaron una mirada de inteligencia. Anás se acercó al mostrador donde estaba sentado Monsef y le pidió algo. Entonces le habló al profeta:

—Si usted es un verdadero profeta no tendrá miedo de esto, el fuego solo quema a los culpables.

En ese momento Anás acercó a la cara del profeta un libro de Mohamed Chukri, con la foto del escritor en la portada. Fue como echar sal a una babosa. Primero se rompió con sus propias manos la túnica a la altura del pecho y se cortó de un tirón un mechón de sus pelos blancos. Después dio unos gritos espantosos. Tuvo unas convulsiones nerviosas y salió corriendo. Nunca más lo vimos por Tánger y hasta dudaríamos de su presencia en la librería si no fuera porque fuimos varios, presentes en la escena, los que más tarde, junto a otros testigos, pudimos reconstruir sus pasos previos a su llegada: saltaba, cantaba, reía o gritaba por el bulevar, según nos informaron, y a su salida se llevó por delante varias mesas del café Clariedge, se arrodilló frente a los cañones mirando el mar y desapareció. Monsef fue el primero en devolver la normalidad con palabras serenas:

—Otro falso profeta que pasa por Tánger.

La sorpresa y el temor dieron paso a cierto clima festivo. Pero Rachel seguía seria y ensimismada. Entonces le pregunté:

—¿Qué pasa Rachel? ¿Te ha dejado un sabor amargo el falso profeta?

Tardó un poco en responder. Luego dijo mirándome, pero como observando otra cosa:

—No se trata de un sabor amargo. Pero no hay que ir tan rápido con eso de «falso». Nunca se sabe quién es quién en Tánger.

EL REY DE PORTUGAL

Si se practican los ritos precisos, nace el personaje deseado. Esta fue la creencia que le permitió dar forma a su sueño o pesadilla en el exilio. Mantener las más altas aspiraciones y reivindicar los lugares más prominentes del poder mientras se está casi en la indigencia es una de las formas de la irregularidad. Un día llegó a Tánger, como tantos otros, pero a diferencia de estos no iba diciendo que era un artista, un empresario o alguien que buscaba trabajo, sino que era un rey. Ni más ni menos que El rey de Portugal. Su Majestad, como pronto comenzó a llamarlo la corte de irregulares que logró sumar en su exilio, explicaba con largos argumentos que no se entendían —y que nadie quería entender, sino tan solo sentir—, acompañados de dibujos de árboles genealógicos, su derecho al trono de Portugal a pesar de su sangre irlandesa. Según sus palabras sus ancestros habían reinado en Irlanda y luego en Portugal. Imaginemos, por conveniencia narrativa, que se llamara Alfred Nelson.