Los milagros del vino - Jesús Sánchez Adalid - E-Book

Los milagros del vino E-Book

Jesús Sánchez Adalid

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Beschreibung

En la ciudad de Corinto del siglo I, conviven una compleja amalgama de culturas y creencias, que son el reflejo de la Grecia más decadente bajo el Imperio romano. Podalirio, sacerdote del templo de Asclepio, desenvuelve su vida entre los antiguos rituales y el amor a una sacerdotisa de la montaña sagrada. Pero, al mismo tiempo, contempla el sufrimiento, la enfermedad y la muerte siendo incapaz de llenar su vacío existencial. Hasta que unos misteriosos hombres llegados de Oriente le hablan de una historia apasionante que contiene la mayor esperanza para la humanidad. Decidido a saber más sobre tal acontecimiento, Podalirio emprenderá un viaje espiritual que cambiará su existencia para siempre.  Con una prosa sugerente, Los milagros del vino recrea la transformación más importante del pensamiento occidental, abriéndonos una ventana hacia una nueva comprensión de nosotros mismos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

Los milagros del vino

© Jesús Sánchez Adalid, 2010, 2024

© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

 

Diseño de cubierta: CalderónSTUDIO®

 

I.S.B.N.: 9788419809414

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68

Capítulo 69

Capítulo 70

Nota histórica

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Para mis amigos Manuel Molino y María José, para siempre…

1

 

 

 

 

 

Era invierno, el único tiempo en que la inquieta Corinto aplacaba su ardiente entusiasmo. En plena noche, una luz tenue, apacible, se filtraba a través de un techo de nubes blancas, tras el cual se adivinaba la majestad circular de la luna. Desvanecidos los aromas familiares, solo ascendía el frío y salado céfiro desde el mar. En el silencio, la ciudad parecía diferente, azulada y como muerta, al pie de la inquietante colina en cuya cumbre se alza la casa de Afrodita. Las rocas se aborregaban en las laderas, más allá de las murallas, entre las oscuras copas de los pinos. En los llanos se adivinaban los ciruelos salvajes y los almendros vestidos tempranamente de flores claras, visibles aun en la penumbra.

Podalirio se hallaba sentado en el suelo de la terraza del Asclepeion, esforzándose en desterrar de su corazón tantos y tantos recuerdos, mientras se sumía en la contemplación de los tejados, las solemnes fachadas de los templos, las callejuelas desiertas, la quietud de los campos, la inmovilidad de los árboles y la negrura del mar lejano y lóbrego.

En raras ocasiones reinaba una calma así en Corinto. Porque podía decirse que era aquel el lugar del ruido y el desasosiego. ¡Cuánta gente! ¿Quién podría entretenerse contándola? Decían que había más de medio millón de habitantes dentro de las murallas… Una humanidad venida de todas partes, vendida y comprada una y diez veces, sin señas ni memoria, arrastrada, malqueriente, astuta y azarosa, como suele ser la gente de ninguna parte. Una muchedumbre que ahora dormía, tal vez para olvidar los excesos de las noches de estío, o por puro agotamiento.

El cielo se abrió repentinamente sobre la nieve que coronaba el Parnaso, al norte, y la luna llena apareció brillantísima en el firmamento rodeada por un blanco anillo de nubes. La brisa fue entonces helada y Podalirio se estremeció. Satisfecho tras haber aguantado el frío y la dureza del pavimento, se sintió recompensado al ver la bella luz reflejarse en el mar y al percibir el misterioso influjo del astro. Había esperado ese momento, renunciando al sueño, para reencontrarse con la extraordinaria clarividencia que solía regalarle Selene. Necesitaba meditar para ahuyentar la nostalgia. O tal vez se trataba de todo lo contrario y, en el fondo, buscaba regodearse en esa pena, ese vacío que venía apoderándose de él de un tiempo a esa parte.

El recuerdo de Siracusa le embargó entonces. Le parecía haber retornado a la pequeña casa de Ortigia, donde se quedó su alma de niño envuelta en brumas. Y la imagen borrosa de su madre, la ternura, el dulce olor de su cuerpo y su voz lejana. Pero también la presencia perturbadora de su padre, sacerdote de Febo, que enloqueció —según decía— por ver reflejado en la fuente de Aretea el rostro de una ninfa; desde entonces reía estrepitosamente, se echaba a llorar sin motivo aparente y conversaba consigo mismo.

A causa de la enajenación de su padre, siendo todavía niño, Podalirio fue entregado como ofrenda de agradecimiento a la clemencia de Asclepio. Apenas recordaría aquello si no fuera porque se lo contaron muchas veces después, a lo largo de su vida, y porque lo tenía escrito en una tablilla que llevó pendiendo de un cordón anudado al cuello durante algunos años. Conservaba de su infancia esa única reliquia, aunque ya no la llevaba colgada, sino que la guardaba en una caja con sus más preciadas pertenencias. La tablilla rezaba:

 

Podalirio, hijo de Aristeo de Siracusa, siervo de Apolo Hiperbóreo. Soy don para Asclepio, que expulsó misericordiosamente al demonio que afligió a mi padre.

 

La curación —según decían— fue de esta manera: Aristeo, además de loco, era sonámbulo y recorría delirante la casa, e incluso las calles, sin que lograsen despertarle; hasta que un día cayó al mar en plena noche y, al retornar repentinamente a la vigilia en las aguas frías, estuvo a punto de ahogarse, permaneciendo entre la consciencia y la inconsciencia mientras era rescatado, momentos en los que percibió muy próxima la presencia de la divinidad que venía en su socorro. Después, llevado al templo de Asclepio de Siracusa, durmió en estado febril durante días, tras los cuales se restableció y retornó a sus quehaceres. Curado de su locura, se creyó impelido a entregar una valiosa dádiva al hijo de Apolo. Y no halló mejor ofrenda que su propio primogénito. Por eso, apenas cumplió Podalirio los seis años, se embarcó con su padre y atravesó el mar Jonio una primavera, con destino al Peloponeso, a la Argólida, para ser entregado en la casa del gran dios de Epidauro, el sanador. Allí fue puesto en manos de los sacerdotes y jamás volvió a ver a sus padres, pues nunca más regresó a Siracusa.

Estos recuerdos vagos, ensombrecidos por los muchos años transcurridos, llenaban de melancolía a Podalirio, precisamente ahora que empezaba a sentirse viejo. Porque últimamente tenía el alma cavilosa y exaltada, abrumada por el poso y el sedimento del pasado, y le asustaba sobre todo la vaguedad de su memoria más antigua. Le causaba una honda e infinita tristeza no saber nada más de sus orígenes, salvo lo que estaba escrito en aquella vieja y ennegrecida tablilla que llevó anudada al cuello hasta que cumplió catorce años.

Desde entonces solía buscar más que nunca la luz de la luna, para verse inundado por su aparente diafanidad y su fantástica claridad, que favorecían en él las percepciones exageradas, la tristeza, el miedo, la soledad…, pero asimismo cierta esperanza y una especie de certeza de que, en medio de toda oscuridad, pudiera brillar una luz.

De nuevo Podalirio percibió el profundo silencio en que estaba sumido todo Corinto, lo cual no sucedía habitualmente. Las nubes volvieron a ocultar la luna y desapareció la estela plateada en el mar. Los montes se oscurecieron por un momento. Se levantó y se acercó al antepecho para asomarse: solo pudo atisbar las sombras que envolvían el templo y las callejuelas sumidas en el sueño. Sentía la fresca humedad de la noche invernal, por lo que se arrebujó bien con el manto. Una vez más resplandeció el espectacular plenilunio y los contornos de las murallas se hicieron nítidos. Ni siquiera los centinelas parecían estar despiertos.

Miró de frente a la luna y extendió hacia ella las manos con las palmas vueltas hacia arriba. Rezó oraciones mágicas que le brotaban casi espontáneamente en momentos así y que poseían cierta fuerza para alcanzarle el sosiego. Pero únicamente logró que se intensificaran su desazón y su pena. Porque anhelaba que sucediera algo inesperado y extraordinario, algo que había intuido siempre sin saber qué era. Sin embargo, contaba ya más de cuarenta años y no acontecía nada realmente excepcional en su vida.

Recluido desde la infancia en el Asclepeion de Epidauro, separado del contacto con el mundo, se inició desde tan temprana edad en los misterios del dios. Al principio hizo todo tipo de trabajos serviles para los sacristanes y luego pasó a ayudar a los sacerdotes, cumpliendo estrictamente con un orden y una disciplina impuestos desde la más remota antigüedad, desde los lejanísimos tiempos del centauro Quirón, a quien Apolo encomendó el cuidado de su pequeño hijo Asclepio y de quien este aprendió el arte de sanar a los hombres. Muy pronto, los asclepiadeas del santuario más afamado advirtieron que Podalirio resultaba hábil tanto en los asuntos médicos como en las cosas propias del culto en el templo. Así que no tuvieron inconveniente alguno para incorporarlo al sacerdocio apenas cumplió los dieciséis años.

Desde entonces, ¡escuchó tantas veces hablar de los «milagros»! A Epidauro acudían peregrinos aquejados de todos los males imaginables: leprosos, ciegos, cojos, locos, posesos…, que suplicaban la intervención del dios para curarse. En aquel lugar aromático, apacible y saludable, las enfermedades se aplacaban y el dolor se veía mitigado. El murmullo de las plegarias, los ritos monótonos y la contemplación de la miseria humana, junto a los exvotos de las curaciones sorprendentes, propiciaban los milagros. Los fieles aseguraban sentir la presencia de la deidad e incluso percibir el pneuma, el soplo invisible e incorpóreo que logra el maravilloso efecto de quitar las pasiones del alma y del cuerpo.

Podalirio había visto a algunos imposibilitados dejar sus muletas y hasta abandonar la camilla en que habían llegado postrados para salir andando ante el asombro de todo el mundo. También vio en cierta ocasión cómo recobraba el ánimo una muchacha afligida por la melancolía, que no comía, ni dormía ni hablaba, y que, después de quedar profundamente sumida en la incubatio, el sueño reparador de Asclepio, decía haberse encontrado con su amado, muerto tres años antes. Fue Podalirio, en efecto, testigo de curaciones que parecían «milagrosas», tanto en el gran santuario de Epidauro como aquí, en Corinto, al servicio de cuyo templo llevaba ya más de veinte años. Las virtudes salutíferas de las aguas de los manantiales sagrados, los efectos de un régimen de vida bueno, en un lugar donde confluían la esperanza y el deseo de quedar sano, sin duda tenían mucho que ver en aquellas curaciones.

Pero Podalirio, aun llevando ya cuatro décadas al servicio del dios, no podía evitar verse asaltado por la duda en ciertas ocasiones. Sobre todo cuando gentes devotísimas que acudían al templo no solo no experimentaban mejoría alguna en sus enfermedades, sino que hasta empeoraban y les llegaba la muerte.

¿No había regalado Atenea a Asclepio la sangre vertida de las venas de la Gorgona? ¿No podía el dios resucitar a los muertos en virtud de esa sangre? ¿Acaso no devolvió gracias a ella la vida a Capaneo, a Licurgo, a Glauco, hijo de Minos, y a Hipólito, hijo de Teseo?

Pero esos milagros no los vio nadie. Ni siquiera el bueno de Asclepio podía hacer retornar del Hades a sus fieles servidores. Sería a causa de los celos de Zeus, que, ante tales resurrecciones, temió que se desbaratase el orden del mundo y mató con un rayo al dios sanador, que fue transformado en la constelación de Serpentario.

Esta era la única explicación que daban los antiguos misterios de Epidauro. Lo cual le causaba a Podalirio un hondo sufrimiento interior y una gran compasión por el dolor humano.

Un gallo cantó en alguna parte. Más tarde aulló un perro. Algunos ruidos empezaron a despertarse y el lucero de la mañana decidió hacerse notar con su fulgor. Pronto iba a amanecer. La luna parecía querer ir a ocultarse tras los montes y el frío se intensificó. Ya no quedaban nubes en el cielo tachonado de estrellas; solo una densa bruma ascendía lentamente desde el oscuro mar.

Podalirio notó el peso de sus párpados y se dio cuenta de que tiritaba. Apenas sentía sus pies ateridos sobre el pavimento de la terraza, húmedo de rocío. Era hora ya de abandonar sus cavilaciones. Descendió cuidadosamente por la estrecha escalera procurando no hacer ningún ruido. A su paso, en el patio del templo se removieron algunos pájaros que dormían en el laurel sagrado. Pero los negros y enhiestos cipreses permanecían mudos e inmóviles.

Penetró en el santuario y fue hasta la celia, donde se vio envuelto en el cálido y aromático ambiente proporcionado por las muchas lucernas encendidas. La estatua del dios parecía poner en él su mirada más dulce y compasiva, a la vez que absorta en sus pétreos ojos. El sacerdote quemó incienso delante del ara y rezó desde lo más hondo de su corazón:

—No me abandones, señor de la salud. Vela por mí, ¡oh, piadoso!

2

 

 

 

 

 

Podalirio despertó de súbito, pero permaneció con los ojos cerrados, completamente inmóvil. La luz se filtraba a través de sus párpados y por ellos supo que el día estaba avanzado. Del patio llegaban las voces de una violenta disputa entre mujeres. Entonces comprendió que esa debía ser la causa por la que acababa de soñar que discutía acaloradamente con el hierofante. No era la primera vez que tenía esa pesadilla, pues su superior, el supremo sacerdote del culto de Asclepio de Corinto, era un hombre vehemente, complicado, cuyo trato propiciaba constantemente motivos de contienda. Lo cual no quería decir, ni mucho menos, que Podalirio se pasase la vida discutiendo con él. En vez de ello, prefería callar y soportar pacientemente las veleidades absurdas del hierofante, con lo que se ahorraba muchas complicaciones.

No obstante, en este último sueño parecía haber tenido licencia para echarle en cara a su superior lo que pensaba sobre esto o aquello. Como si el dios mismo le permitiese desahogarse en el sagrado territorio que se nos abre cuando dormimos. «Los sueños son otra cosa —pensó—, son el venerable dominio de Asclepio».

En el patio, los gritos parecían ir aumentando.

—A ver, ¿dónde está tu marido? —preguntaba insistentemente una de las voces de mujer—. ¡Que salga! ¡A ver si resolvemos de una vez este asunto!

—Eso, ¡que salga el sacristán! —exclamaba otra de ellas—. ¿Acaso aún está en la cama? ¡Por las moiras! Todo Corinto despertó hace horas…

Podalirio seguía inmóvil en su cama. Todavía estaban vivas en su mente las imágenes del sueño que acababa de tener. Incluso parecía sentir cierto escozor en la garganta, como si verdaderamente hubiera estado increpando al hierofante, con voces encolerizadas, más fuertes y agresivas que las de esas mujeres que estaban en el patio, quienesquiera que fuesen. Y ello le provocaba un cúmulo de remordimientos.

Ahora oyó cómo alguien subía con decisión por la escalera que conducía al piso alto de la casa. Eran pasos firmes y sonoros que hacían crujir los peldaños de madera, pasos que Podalirio conocía bien, porque eran los de su esposa. Aunque tenía los ojos cerrados, le parecía verla con nitidez, acercándose, gruesa y sulfurada, agarrándose las faldas para no enredarse en ellas. Vendría enfadada, totalmente dispuesta a proporcionarle un brusco despertar y amargarle la mañana. Pero, igual que hacía habitualmente con el hierofante, se aguantaría sin rechistar. ¿Para qué violentarse? ¿Qué sentido tendría discutir a primera hora del día, por esto o por aquello?

—¡Podalirio! —gritó ella todavía afuera. Luego empujó con brusquedad la puerta e insistió—: ¡Podalirio, despierta de una vez! ¡Qué hombre tan dormilón!

Él abrió los ojos y fingió despertar en ese momento. Se enfrentó al desagrado de la repentina luminosidad exterior y a la áspera y desapacible presencia de su mujer, grandona, fuerte, viril, que se abalanzaba hacia la ventana para dejar pasar mayor claridad aún, junto al aire frío de febrero. A pesar de tanto fastidio, Podalirio continuó yaciendo inmóvil. Aunque percibió que se intensificaban algo los latidos de su corazón y una leve presión en las sienes; sutiles señales de asomo de la cólera que merecía tal atropello. Pero, como era norma en él, reprimió el impulso que le incitaba a gritarle a ella con la misma rabia y descaro con que en el sueño le había gritado al hierofante, por ser muy consciente de que se hallaba ya en la vigilia, donde las riendas de su alma las gobernaba él y no el dios.

Con los brazos en jarras, su mujer seguía refunfuñando:

—Si te acostaras a la hora de todo el mundo no tendrías este sueño y esta pereza… ¡Es media mañana! Ahí abajo unas mujeres te buscan… Han pasado no sé qué cosas en el Asclepeion y están hechas unas fieras… ¿No te inmutas?… ¡Podalirio!

Él la miraba fijamente. Ella llevaba el pelo alborotado y las canas de las sienes se destacaban entre la maraña de cabellos muy negros. Los ojos, grandes, oscuros y bellos, estaban encendidos, y las gruesas cejas arqueadas. La barbilla, redondita, le temblaba mientras proseguía con su retahíla de reproches:

—Por la gloria y la sabiduría del dios, que no hay quien te entienda, Podalirio. ¿A qué estarte ahí toda la noche en las terrazas cogiendo frío? A buen seguro habrás enfermado… ¡Estamos en invierno! ¿Quién anda en estas fechas por las alturas, como los búhos? ¡Salve, señora del monte, qué hombre este! Anda, levántate y ve a ver qué quieren esas locas.

Él respondió con una mueca de disgusto. La mujer entonces palmeó y le apremió una vez más. Luego pareció enternecerse y dejó escapar una sonrisa.

—¡Ay, qué hago con este niño! —exclamó maternalmente—. ¡Más de cuarenta años tienes, Podalirio, un hijo y hasta una nieta!… ¿Cuándo nacerá el hombre que llevas dentro? Tantos libros, tanta sabiduría, tantos misterios, tanta conversación, tanta meditación… ¿para qué? ¡Ay, si no fuera por mí!

Él retiró perezosamente las sábanas e hizo ademán de levantarse. Entonces ella se llevó las manos a la cabeza y gritó:

—¿Con la túnica nueva te has acostado? ¡Habrase visto!

—Hacía frío.

—Hacía frío, hacía frío… La has dejado como un guiñapo. Ahora tendré que ir a lavarla. ¡Anda, sal de una vez de esa cama y deja que te adecente un poco! Esas de ahí abajo no deben verte con esta pinta.

La mujer le quitó la túnica y le dejó desnudo mientras iba a por el jarro y la palangana, que estaban en un rincón. Después estuvo aseándole: empapaba la esponja en el agua fría y se la pasaba por la frente, el rostro, el cuello, las axilas, el pecho, el vientre… Lo hacía sin demasiada delicadeza, con movimientos rápidos y enérgicos.

—¡El agua está helada! —protestó Podalirio.

—Está helada, está helada… —repitió ella con retintín—. ¿Y anoche no estaba helada la terraza? —Le atusaba, derramando aceite perfumado por el cabello, y de vez en cuando se retiraba de él un poco para observar con algo de distancia los efectos de sus cuidados. Todo ello sin dejar de relatar—: ¿Qué harías tú sin esta pobre esclava? ¡Oh, estos pelos los tienes ya muy crecidos! Hoy te cortaré un poco. Con esas greñas pareces un cínico… ¡Por las moiras!, hay que darse prisa, esas arpías deben de estar impacientándose. Anda, ponte una túnica limpia mientras voy yo a entretenerlas.

Podalirio estaba totalmente acostumbrado a la voz fuerte, imperiosa, de su mujer, a sus interminables refunfuños, a las excesivas y empalagosas atenciones y a su permanente manía de organizarle la vida. Seguramente era cierto —como tanto repetía ella— que necesitaba a aquella mujerona a su lado, porque era dominadora, segura de sí, ordenada y feroz defensora de la casa. Precisamente todo lo que él no había sido nunca. Pero ahora, sin saber por qué, empezaba a brotarle a Podalirio cierto amago de cansancio. No es que la hubiera aborrecido, pues no le causaba rechazo su proximidad ni le desagradaba su cuerpo, su piel, su olor… Tal vez era porque tal omnipotencia, protección y solícitos cuidados le hacían seguir sintiéndose como un niño. Y eso acaba cansando. Todo ser necesita madurar.

Llevaban casi treinta años juntos, desde que Podalirio cumplió los diecisiete y el gran sacerdote de Epidauro estimó que era suficientemente hombre para tomar esposa. El muchacho fue hasta el puerto de Nauplia acompañado por el maestro de los misterios y permaneció allí el tiempo necesario para encontrar la mujer que buscaba.

Recordaba aquella cabeza de cabellos negros, brillantes y lisos, el talle esbelto y el busto apenas formado. Ella se llamaba Nana, como la hija del dios Sangario, y tenía entonces solo catorce años, aunque era ya grande, de largos brazos y piernas. Alegre, sonriente, vocinglera, como siguió siéndolo toda la vida, a Podalirio le encantó nada más verla y le rogó al maestro que pagase el precio que pedían por ella. La boda fue al día siguiente frente al tholos del santuario.

Desde aquel momento, Nana empezó a encargarse de casi todo. A pesar de ser una adolescente, no era nada atolondrada. Después fue robusteciéndose más y más, y engordó al mismo tiempo que se adueñaba de Podalirio. Él nunca habría sido capaz de mandar en nadie, mucho menos en aquella muchacha rebosante de salud y de energías.

Cuando hubieron cumplido ambos los veinte años, después de tener a su hijo, llegó el momento de abandonar Epidauro. El sacristán del Asclepeion de Corinto había muerto recientemente y el puesto estaba vacante. La decisión la tomó ella. «Aquí nunca serás nadie —le dijo—. Así que mejor busquemos dónde ser cabeza de ratón en vez de cola de león».

Nana tenía razón. En Epidauro había centenares de jóvenes iniciándose en los misterios y varias decenas de sacerdotes aspirando al supremo cargo de hierofante. ¡Demasiadas intrigas y disputas! El temperamento de Podalirio, ensimismado y meditabundo, no servía para ninguna clase de guerra. Cuando murió el gran maestro Asopo, que siempre le protegió como a un hijo, se sintió huérfano. Era el momento de irse, aunque le doliera en el alma dejar atrás la solemne quietud de los enormes pinos, el grato aroma a resina, la grave presencia de los templos, el teatro, las fuentes, las termas… ¡Y tantos recuerdos!

Se instalaron en Corinto, de donde ya no volvieron a moverse. No era mal lugar para vivir y el Asclepeion proporcionaba pingües beneficios, por acudir mucha gente, comerciantes ricos, funcionarios de los puertos y romanos de la administración. Podalirio asumió el cargo de sacristán y se instaló con su familia junto a la fuente de Lerna, en una sobria casa cuya puerta principal daba al gran patio con columnas que precedía a la entrada del templo. Nana estuvo encantada y pronto se adueñó del patio, de la fuente y de los huertos. Prosperaron al abrigo del santuario y adquirieron prestigio y amigos. Aunque no puede decirse que se vieran libres de inconvenientes: el hierofante de Corinto era un hombre extraño, voluble e irresoluto que a veces podía llegar a resultar exasperante.

Seguramente esa mañana habría surgido algún problema. Por eso Nana apremiaba manoteando a su marido para que acudiera cuanto antes al patio.

—Vamos, vamos, Podalirio, date prisa; parece que aún estás más dormido que despierto.

Él fue hacia el arcón y sacó la primera túnica que encontró, muy bien doblada, blanca, limpísima, y que desprendía aroma de lavandas.

—¡Esa no, Podalirio! —gritó ella—. ¿No ves que es la de lino? Coge la azul de lana, que estamos en invierno…

—Es la primera que está aquí puesta —replicó él en un susurro.

—¿No ves la de lana debajo…? —refunfuñaba ella mientras desdoblaba la túnica de lana gruesa y comenzaba a enfundársela a su marido con prisas—. ¡Déjame hacer a mí, que estás aún adormilado! ¡Mete el brazo por aquí, hombre! ¡Qué modorra! ¡En qué estarás pensando!…

Abajo, en el patio, las otras mujeres se impacientaban:

—¡Nana! ¿Va a bajar tu marido de una vez?

—¡Ya va, ya va!…

Podalirio, una vez vestido, se asomó a la balaustrada que rodeaba el pequeño patio de la casa. Las dos mujeres estaban junto al pozo, visiblemente agitadas. Él las conocía muy bien: eran matronas de familias potentadas romanas; dos benefactoras del templo que solían acudir a solicitar el auxilio del dios en sus enfermedades y que contribuían con generosos donativos. La mayor de ellas, de nombre Samia, tendría unos sesenta años y sufría parálisis en un lado de su cuerpo, por lo que se apoyaba en un bastón que sujetaba con la mano derecha, mientras agarraba con la izquierda el brazo de la otra mujer, más joven, altiva y muy enjoyada.

Al mirar hacia arriba y ver a Podalirio, ambas empezaron a hablar al mismo tiempo.

—Sacristán, mira lo que nos ha pasado —explicaba la de la parálisis—. Vinimos temprano, como solemos hacer, para traer nuestras ofrendas…

—¡El hierofante está imposible, insoportable! —la interrumpió la otra agitando acaloradamente los brazos cubiertos con brillantes brazaletes y pulseras, que tintineaban lanzando destellos—. Vinimos esta mañana, pensando encontrarnos contigo, pero resultó que no estabas. El sacerdote nos atendió y nos ha tratado muy mal. ¡Ese hombre es el sumun de la antipatía!

Mientras descendía por la escalera, Podalirio trataba de calmarlas:

—Bueno, bueno, señoras, no me habléis al mismo tiempo. Vayamos por partes.

—Eso —dijo la que era mayor—. Déjame a mí, Rene, yo se lo explicaré todo al sacristán.

—Señoras, sentaos —les ofreció Podalirio, señalando un banco bajo la galería.

Nana se apresuró entonces a colocar una piel de cordero sobre la fría piedra. Ambas mujeres se acomodaron. Un poco más tranquila, la del bastón comenzó su relato:

—Ya sabes, sacristán de Asclepio, lo que he padecido desde que un demonio me acometió, robándome la fuerza de este brazo y de esta pierna. Se me paralizó también la boca y ni hablar podía. ¡Ay, lo que llevo pasado! —sollozó—. ¡Dios soberano, qué desgracia la mía!

Podalirio se aproximó a ella compasivamente y le puso la mano en el hombro:

—Vamos, Samia, a qué esas quejas. ¡Si has mejorado mucho! Mírate, ya hablas perfectamente. Y al menos puedes caminar. Acuérdate del tiempo que estuviste postrada en cama…

—¡Oh, Asclepio bondadoso! —exclamó ella—. ¡Claro que me acuerdo! Estoy mucho mejor y por eso no dejo de venir al templo a traer ofrendas. Mira —dijo señalando hacia la puerta—: Afuera tengo a un esclavo aguardando con un asno cargado con tortas, albaricoques secos, lentejas, aceite, vino y… —sollozó de nuevo—. ¡Y habas! Las mejores habas que puedas ver, escogidas una a una en los huertos de nuestras propiedades. La última cosecha fue extraordinaria.

—¡Ahí está el meollo del asunto! —saltó la más joven—. ¡En las cochinas habas! ¡Asclepio me perdone!

—¿En las habas? —intervino Nana—. ¿Pues qué les pasa a esas cochinas habas?

—¡Un momento! —protestó la de la parálisis, visiblemente ofendida—. ¡De cochinas nada! Ya digo que son las mejores habas que puedan verse. —Los ojos se le inundaron en lágrimas y arrugó los labios acongojada—. ¡Que son para el dios!

—No acabo de comprender entonces qué pintan esas habas en todo esto —observó la mujer del sacristán—. Si no os explicáis con claridad, no sabremos por qué estáis tan agraviadas.

—A ver si me dejáis hablar —refunfuñó Samia—. El sacristán ha dicho que lo contara yo, ¿no? Pues… ¡no me interrumpáis, madre de los dioses!

—Eso, eso, dejémosla hablar —intervino pacientemente Podalirio.

—Resulta que el hierofante —prosiguió la del bastón—, que no debía de estar hoy de muy buen humor, revisó las ofrendas y… ¡Ay, dios soberano, qué disgusto! —Rompió a llorar de nuevo, sin poder continuar, dejándose vencer por una mueca rarísima que le doblaba un lado de la boca, le cerraba un ojo y le contraía el cuello.

La otra, entonces, abrazó a su amiga y la consoló besuqueándola.

—Pero… ¿qué pasó? —preguntó con exigencia Nana—. ¿Es que no vamos a terminar de enterarnos?

—Pues que el hierofante —continuó la tal Rene—, al ver las habas, se puso hecho una fiera; que si no se podían llevar allí las habas, que si era un sacrilegio, que si esto, que si aquello…

—¡Y nos echó a la calle! —añadió la otra—. ¡Oh, señor Asclepio, qué disgusto!

—¿A la calle por unas cochinas habas? —preguntó Nana con gesto de perplejidad.

—¿Cochinas…? —repuso la tal Rene con enojo—. ¡Venid! A ver si en vuestra vida habéis visto habas como estas que tengo ahí afuera.

Las tres mujeres se pusieron en pie y, ayudando a la de la parálisis, se encaminaron hacia la puerta de salida.

Absorto, Podalirio parecía estar ajeno a lo que sucedía delante de él. Mecánicamente, se puso en pos de las mujeres para ver también las habas objeto del litigio, dispuesto con abnegación a seguir soportando las consecuencias del absurdo dilema suscitado.

Afuera, junto a los cipreses del bosquecillo que se extendía delante del templo, aguardaba un paciente esclavo sujetando las bridas a un rucio asno que cargaba alforjas de mimbre.

—Mirad —señaló la enjoyada alargando su delgado brazo cubierto de oro y corales—, ahí tenéis las tortas, los albaricoques, las lentejas, el aceite, el vino y…, ¡y las cochinas habas!

—¡Y dale con lo de cochinas! —rugió la otra.

Todos se asomaban a las alforjas para ver, y el esclavo, sin que nadie se lo mandara, extrajo una talega y mostró las habas secas, negras, lustrosas y de apetitoso aspecto.

—Pues yo no veo nada extraño en ellas —observó Nana.

Podalirio inspeccionó las semillas y todo lo que había en las alforjas. Luego dijo con circunspección:

—No lo comprendo. Sin duda se trata de un generoso presente. Iré a ver por qué razón el hierofante lo ha rechazado.

El sacristán penetró en el interior del recinto sagrado, atravesó el patio porticado y fue directamente hacia el templo. Por el camino, se esforzaba tratando de anticiparse a las razones de su superior, buscando de antemano argumentos para calmarle. Pero bien sabía que, si el hierofante se hallaba en estado de obstinación como últimamente era tan frecuente en él, todo sería inútil.

Ya en el pronaos, el sacristán se topó con una densa humareda. Comprendió que el sacerdote debía de estar muy sulfurado, aplicándose a quemar resinas aromáticas delante del ara. Una vez en la celia, el aire resultaba irrespirable y no se veía nada. Entonces temió que el hierofante hubiera perdido el sentido, amodorrado por el humo, como ya había sucedido en alguna ocasión. Así que, casi a tientas, corrió a descorrer las cortinas y el denso velo que preservaba la estatua de Asclepio.

—¡Epafo! —gritó, pues así se llamaba el sacerdote—. ¡Epafo! ¿Estás ahí?

Nadie respondió. Al penetrar la luz e irse disipando el humazo, aparecieron los contornos del templo y todo lo que en él había: las imágenes de Asclepio e Higea, los exvotos que representaban diversas partes del cuerpo humano, cabezas, brazos, piernas, pies…, y la multitud de lámparas, encendidas unas, apagadas otras. El hierofante no estaba allí.

Podalirio se fijó entonces en la estatua de Asclepio, esculpida en mármol. El dios aparecía sentado en un trono, vestido con túnica de lana blanca y cubierto con un rico manto purpúreo. Solamente se veía el rostro, barbado y de rasgos amables, la mano derecha empuñando el bastón y la izquierda sobre la cabeza de la serpiente. A sus pies, un perro acostado parecía velar con atenta mirada. La imagen serena de Higea, en una hornacina próxima, estaba de pie, con la cabeza ladeada y cierta languidez en la expresión.

El sacristán vio también las cenizas humeantes de los sacrificios extendidas delante del ara, los haces de plantas resinosas a medio consumir, una paloma degollada, requemada, y un cesto con uvas pasas.

En ese momento, alguien le habló a las espaldas con tono de reproche:

—¿Ahora vienes? Ya hice yo los sacrificios. No has aparecido por aquí en toda la mañana… ¡Ay, si no me ocupara yo de las cosas!

Podalirio se volvió y se enfrentó a la presencia estrambótica del hierofante: grueso, envuelto en voluminosos ropajes, entre estudiados pliegues, con el manto artificialmente dispuesto sobre los hombros, el cabello repleto de tiesos ricitos, igual que la barba, el caduceo en la mano y un grueso brazalete dorado en forma de serpiente en la muñeca. Todo en él era una ridícula, falsa, imitación de Asclepio, porque, en medio de las veleidades de su difícil temperamento, el sacerdote Epafo se creía poseído por el dios. O peor aún, se creía el dios.

—Necesitaba descansar —contestó tímidamente Podalirio.

—¿Descansar? ¡Qué desfachatez! —le espetó el hierofante.

Como en tantas ocasiones, el sacristán ahogó por completo dentro de sí el deseo de replicarle. Estaba acostumbrado a sus caprichos, reproches e intransigencias. Nada en claro sacaría discutiendo, así que desvió la conversación hacia el asunto que le llevaba allí y, con tono sereno, comenzó a decir:

—Ahí afuera están las fieles Samia y Rene que…

—¡Que han traído habas al templo! —le interrumpió Epafo.

—Bueno, han traído habas y otras ofrendas —repuso Podalirio.

—¡Lo mismo da! El caso es que trajeron habas.

—¿Y qué pasa con las habas?

—No se pueden ofrecer habas a Asclepio —contestó con suficiencia el hierofante, alzando un orgulloso y gordezuelo dedo índice—. ¿Es que no sabes acaso eso? ¿No te lo enseñaron en Epidauro?

—Pues, la verdad, había oído decir por ahí que las habas se parecen a las partes pudendas y que algunos por esa razón no las consideran adecuadas. Pero esa es una superstición un tanto absurda.

—¡Qué dices, insensato! —rugió Epafo—. No es en absoluto ese el motivo. Las habas tienen la forma de las puertas del Hades y, ¡lo peor de todo!, según una antigua tradición, guardan las almas de los muertos. Estamos en plenilunio y las almas durante estos días se remontan desde las habas a la luna. ¿Crees que el divino Asclepio querrá tener en su templo esas porquerías?

«¡Qué tontería!», pensó Podalirio, pero reprimió una vez más sus opiniones.

—Bien, lo comprendo —respondió—. Mas creo que no deberíamos contrariar a esas mujeres. Ellas han actuado con buena intención. ¿Por qué causarles este disgusto? Dejemos que traigan sus ofrendas, las acogemos y, cuando se hayan ido, retiramos las habas y en paz.

—¿Y en paz? —refunfuñó el hierofante, alzando la barbilla y clavando unos indignados ojos en el sacristán—. ¡Será posible!

—Epafo, por favor, actuemos con sensatez…

—¡Ni hablar! ¡Que se marchen con sus cochinas habas por donde han venido!

—No, no… Seamos razonables —le rogaba Podalirio, con suma paciencia—. ¿Qué necesidad tenemos de crearnos un problema? Samia y Rene son matronas poderosas, esposas de influyentes hombres romanos; si las desairamos, abandonarán el culto a Asclepio e irán con el cuento a todo el mundo. Insisto en que deberíamos aceptar las habas, aunque luego hagamos con ellas lo que nos parezca más conveniente.

—¡No, no y no! —negó el sacerdote, cada vez más enfurecido—. Estoy empezando a sospechar que tienes algo con esas mujeres.

—¿Algo? ¿Qué insinúas?

—No me gusta nada todo esto. Estás poniendo en tela de juicio mi autoridad y mi sabiduría, Podalirio. Y no consentiré de ninguna manera que las habas entren en el templo; por mucho que te empeñes en confabularte con esas romanas locas. Me da la sensación de que solo buscas quedar bien con ellas, complacerlas, mientras que el divino Asclepio te importa un rábano.

—¡No digas eso, por Zeus! Lo único que quiero es solucionar el conflicto que se ha creado. Esas mujeres están ahí afuera, esperando a que se les diga algo.

—¡He pronunciado mi última palabra! —sentenció el hierofante—. ¡Las cochinas habas no entrarán por esa puerta! ¡Déjame a mí a esas arpías!

Dicho esto, Epafo se dio media vuelta y descendió por la escalinata que conducía al patio de columnas para ir hacia donde aguardaban las mujeres.

—¡No, por favor! —le suplicaba Podalirio, temiendo una nueva contienda que disgustase aún más a las devotas—. ¡Deja que me ocupe yo del asunto!

Pero el sacerdote no hacía caso, tan airado como estaba, y se dirigía con pasos decididos a la salida.

—¡Oh, dios! ¡Apolo, detenle! —rezaba Podalirio, yendo tras él. Pero bien sabía que se avecinaba una furiosa tormenta. Últimamente su superior estaba más insoportable que nunca, dispuesto constantemente a complicar las cosas.

Nada más llegar a donde estaban las tres mujeres, junto al esclavo y el asno, el hierofante agitó el caduceo de manera enérgica y teatral mientras gritaba:

—¿Qué os traéis vosotras con el sacristán?

—¿Nosotras? —contestaron ellas con disgusto—. ¿Qué quieres decir? ¿No te basta con habernos tratado mal esta mañana y ahora vienes a humillarnos más?

—¡Aquí se hace lo que yo mando! —replicó él con voz chillona—. ¡Yo soy el hierofante! ¡Nadie va a poner en duda mi autoridad!

—¡Eh, un momento! —exclamó la mujer de Podalirio—. Mi marido solo quería ayudar.

—Nana, déjame a mí, te lo ruego —le pidió Podalirio con la preocupación grabada en el rostro—. Vamos a calmarnos todos, por Zeus…

—¡Estas dos se van ahora mismo! —gritó Epafo—. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de este sagrado lugar, enredadoras! ¡Caprichosas!

—Un momento, un momento —dijo el sacristán, yéndose hacia él—. Nada hay que no pueda arreglarse hablando…

—¡Aquí no hay más que hablar! —repuso enérgicamente el hierofante—. ¡Excepto, claro está, lo que tú y yo debemos tratar luego en privado acerca de toda esta desvergüenza!

—¡Epafo, razonemos! —suplicó Podalirio, poniéndole la mano en el hombro.

—¿Que razonemos? ¿Pero tú quién te crees que eres? ¡Aquí mando yo!

—¡Eh, no le ofendas! —gritó Nana—. Mi marido solo quiere arreglar las cosas.

Podalirio sintió que le iba a estallar la cabeza. Todos estaban fuera de sí: el sacerdote agitaba el caduceo en el aire, sin parar de vociferar; Nana discutía con él y las mujeres sollozaban.

De repente, un extraño y enérgico impulso se despertó en el alma del sacristán. Y como si otra persona le poseyera, gritó con voz de trueno:

—¡Basta! ¡Callaos, por Apolo!

Todos le miraron muy extrañados y durante un momento nadie dijo nada. Hasta que el hierofante, con semblante perplejo, preguntó:

—Pero… ¿esto qué es?

—¡Que te calles! —le espetó Podalirio, yéndose hacia él rojo de cólera—. ¡Que te calles de una vez, estúpida gorda!

—¡Ay! —exclamó el sacerdote, mientras se le caía el caduceo y lanzaba a los cielos una mirada aterrada—. ¡Divino Asclepio, esto es el colmo! —sollozó.

—¡Calla de una vez, te digo, vieja plañidera, o te meteré por el culo una a una las cochinas habas!

—Pero… ¡Podalirio! —gimió el sacerdote.

—¡Se acabó! ¡Ya está bien!… ¡Culona!

Se hizo un silencio de hielo. Todos estaban paralizados, con los ojos clavados en el hierofante, como aguardando a ver su reacción. Y él lanzó una especie de alarido que se le ahogó en la garganta. Luego, elevando las manos con los dedos crispados, echó a correr y desapareció por entre los cipreses gimiendo.

Entonces, la mujer enjoyada, con una sonrisa atónita, exclamó:

—¡Vieja plañidera! ¡Culona! —Y dejó escapar una sonora carcajada.

Podalirio jadeaba, bufaba casi, fija la mirada en el bosquecillo que parecía haberse tragado a su superior.

—Será mejor que nosotras nos vayamos —propuso con cara de susto la mujer del bastón—. Y no te preocupes, Podalirio, pues dejaremos aquí todas las ofrendas, excepto… Excepto las cochinas habas…

El esclavo la ayudó a montar en el asno y se marcharon apresuradamente.

Nana miraba a su marido sin salir de su asombro.

—Entremos en casa, Podalirio —le pidió con un hilo de voz—. Vas a coger frío, así, solo con la túnica, sin manto ni nada…

Él se volvió para mirarla y su expresión se mudó reflejando un abismo de tristeza y desvalimiento.

—Me voy… —balbució.

—¿Adónde? —preguntó ella.

—¡Qué sé yo! —contestó el sacristán, al tiempo que se encaminaba con pasos apresurados hacia la puerta de la cerca de piedras que circundaba el templo.

Mientras se alejaba, entre almendros repletos de blancas flores y retorcidas cepas de vides desnudas de hojas, Nana le gritaba:

—¡Podalirio, el manto! ¡Podalirio! ¿No ves el frío que hace?

3

 

 

 

 

 

Por el extremo oriental de Corinto, fuera de la muralla, Podalirio caminaba con rápidos pasos, absorto en su ofuscamiento y su honda preocupación; ajeno al aire frío, a los perros que le ladraban, a los saludos de los respetuosos hortelanos y a las mujeres de estos que, con devota consideración, se aproximaban a él para obsequiarle con alguna verdura o con ramilletes de plantas aromáticas. No era momento oportuno para atender a nadie, ni siquiera a los leprosos que le gritaban desde unas ruinas cercanas solicitando que extendiera sus manos —como era propio de su oficio de servidor de Asclepio— y les enviase una bendición que, aunque no pudiera curarlos, les avivase al menos sus menguadas esperanzas. Los pensamientos, el corazón y la voluntad del sacristán habían sido arrebatados. Solamente tenía asomo de razón suficiente para eludir las calles de la ciudad, a fin de no ser interrumpido por nadie conocido en su enajenado deambular. La rabia que le brotaba dentro era tan grande que vencía sobre la cordura y la templanza que habitualmente acudían a socorrer su espíritu cuando las cosas se ponían feas. El mundo se le había venido abajo y un único lamento se repetía en su mente como una jaculatoria: «¡Ay, quién enderezará esto!».

Anduvo entre olivares, por senderos que se alejaban después, subiendo y bajando cerros poblados de arbustos y peladas rocas. La tierra era roja en los barrancos desgarrados por las torrenteras de las últimas lluvias. El sol del mediodía se ocultaba, ora sí, ora no, entre espesas nubes. A lo lejos, el mar estaba gris como plomo y las oscuras colinas del Ática parecían alejarse navegando por el golfo.

Podalirio se detuvo para recobrar el resuello y no pudo sustraerse al deseo de lanzar una mirada hacia la omnipresencia de la Acrocorinto, que se alzaba como una mole, enviando su oscura sombra de invierno sobre el pie de las laderas.

Dejándose llevar por el arrebatado impulso que persistía en él, se puso de nuevo a caminar, ahora en dirección a la montaña, con pasos si cabe más apresurados, por una pedregosa vereda que serpenteaba en pronunciada pendiente, entre ásperos roquedales y arbustos espinosos que le desgarraban la túnica. Más arriba, alcanzó al fin un camino más ancho que trepaba por los barrancos hacia la cima.

Como la distancia era grande y la pendiente muy dura, el corazón le palpitaba con fuerza y necesitaba respirar violentamente. Así anduvo un buen trecho, como llevado en volandas primero, fatigándose después, hasta alcanzar una considerable altura. De nuevo hubo de detenerse, esta vez junto a una fuente. «No he de beber alocadamente —se dijo—, pues estoy sudoroso y agotado». En ese momento, reparó en que el raciocinio parecía regresar a él. Se refrescó la frente y el cuello. Cuando su pecho se tranquilizó algo, bebió con pequeños y lentos sorbos, disfrutando del agua fría que, como un bálsamo, le ayudaba a serenarse.

Sentado en un peñasco, lanzó una ojeada hacia el pie de la sierra y contempló a lo lejos las murallas, los templos y los tejados de Corinto. No le fue difícil descubrir la blanca y diminuta presencia del Asclepeion, en el extremo norte de la ciudad, cerca del anfiteatro, entre los bosquecillos de oscuros cipreses. «¡Qué pequeño resulta todo desde aquí arriba! —suspiró—. ¿Tiene sentido sufrir por tal poquedad?».

Más allá se extendía la llanura y luego el gran golfo, donde se veían los puertos sin movimiento alguno de naves en invierno. Muy por encima del ancho mar azul oscuro, el Parnaso coronado por la nieve pura dominaba las montuosas tierras de Delfos, el lugar donde Apolo desvelaba el porvenir de los hombres.

Podalirio se acordó entonces del oráculo y se despertó en él una especie de ansiedad, el deseo de conocer el sentido de todo lo que le estaba ocurriendo últimamente. Mas enseguida le afligió el presentimiento de que tal vez los dioses no estuvieran dispuestos en absoluto a desvelárselo. Entristecido por estos pensamientos, sintió que se le apretaba un nudo en la garganta y fue incapaz de reprimir un desconsolado llanto.

Con los ojos nublados por las lágrimas, trataba de ver el camino de Istmia, hacia el oriente, donde se yergue el gran santuario de Eleusis. Allí se celebraban los misterios sagrados, por ser el lugar donde Deméter, diosa de la tierra nutricia, entregó el primer grano de trigo al rey Keleos, enloquecida de alegría por haber encontrado a su amada hija Perséfone después de verse obligada a recorrer todo el orbe en su busca. Pero nadie sabía en el fondo adónde conducían aquellos secretísimos misterios de Eleusis, por mucho que prometieran la vida feliz y perdurable en otro mundo distinto de este, siempre que se siguieran los pasos y los ritos necesarios.

Más desasosiego le causaba aún a Podalirio lanzar la mirada hacia el sur, por donde se extendía la península de Argólida, boscosa, agreste y recóndita, en cuyas tierras zigzagueaba el viejo camino que conduce a Epidauro, casa principal de Asclepio.

En medio de su llanto, le dio por pensar: «¡Hay que ver cuántos dioses! No obstante, ¡qué solo y desvalido está el hombre!».

Enfrascado en estas meditaciones, reinició la marcha dispuesto a llegar a la cima. ¿Qué secreto anhelo le impulsaba a completar tan duro ascenso? ¿Quizá alcanzar el templo de Afrodita, que se encontraba en lo más alto? Pero Podalirio no iba en busca de dioses ni de diosas.

Remontó al fin la primera cumbre rocosa, coronada por las murallas de la antiquísima acrópolis, y se encaminó por la calzada empedrada que conducía a la puerta. Estaba exhausto y el sudor que le corría por la espalda empezaba a enfriársele a causa del viento helado que soplaba en las alturas. Sin embargo, en su interior parecía haberse encendido un fuego de ardiente deseo que le empujaba a seguir adelante, adentrándose por un dédalo de fortificaciones y casas de piedra, dejándose guiar por el pálido resplandor de las teas recién encendidas, pues atardecía y el cielo empezaba a adquirir un tono azul turquesa. No se veía a nadie; el invierno tenía a la gente metida en las casas.

A pesar de haber alcanzado los primeros edificios, todavía debía seguir ascendiendo hacia el núcleo principal de la arcaica ciudadela. Doblando una esquina tras otra, en el complicado laberinto de callejuelas, atravesando arcos, cruzando puertas y subiendo peldaños y cuestas, fue a dar al fin con el ágora. Las ruinas del Sisifeo, el antiquísimo palacio de los reyes de antaño, conferían al lugar un aspecto un tanto fantasmagórico: los techos derrumbados dejaban ver el cielo a través de las ventanas.

Detrás, en un segundo nivel, se alzaba el soberbio templo de Afrodita, altísimo y en extremo elegante. Un postrimero y tímido sol enviaba desde el ocaso sus rayos, que lamían con dorados reflejos los aleros, los remates del frontispicio y las acroteras que se recortaban en el firmamento cada vez más oscuro y distante.

Podalirio, sobrecogido por la contemplación de tan sugestivo lugar, hubo de inspirar profundamente para liberarse de la tensión que acumulaba su pecho. La visión de aquella última ráfaga de luz solar, acariciando lo más elevado del santuario, se le antojaba ser un capricho de Helios, el poderoso astro protector de la Acrocorinto, como si un delicado obsequio de divinidad, enviado desde los confines del mundo, lamiese la cima de la sagrada montaña donde moraba Afrodita. Extasiado, como petrificado al sentirse envuelto por tanta quietud y silencio, permaneció durante un rato mirando hacia las alturas; tiempo suficiente para percibir el último destello. Luego Helios desapareció por completo. Entonces, el firmamento despejado empezó a mostrar miríadas de estrellas rutilantes, como si alguien las fuera sembrando y esparciendo.

De entre todas destacaba una: Venus, la más hermosa, fogosa en medio de las demás, argéntea, azulada a veces y destellante de luz clara, que, cual si fuera una punta de lanza, hendía el pecho de los hombres para inflamarlos de pasión. Pues Afrodita era la diosa que reinaba allí mismo, en el misterioso templo que coronaba la cima de la Acrocorinto; la hermana, esposa y madre, ¡Afrodita!, la reina que seguía los pasos del sol, encendida por el fuego vivo del amor.

Entusiasmado, Podalirio fue bordeando los muros del ruinoso Sisifeo y se dirigió aprisa al santuario. Ya en las escalinatas, sus pies tropezaron con restos de algunas ofrendas: tiestos rotos, vasijas con alimentos, haces de hierbas aromáticas, lucernas… Penetró en el cálido ambiente del templo y percibió el aire denso, perfumado por las esencias que se derramaban a los pies de la diosa. Frente a él, bajo el ara, las ascuas incandescentes brillaban rojas, chisporroteando a causa de la sal centelleante que lanzaba a puñados una sacerdotisa. El velo permanecía corrido y la gran estatua no podía verse, pero había más de un centenar de mujeres mirando hacia el altar, cubiertas con claros mantos. Las siluetas y las sombras proporcionaban una visión inquietante, entre las llamas oscilantes. El murmullo de las plegarias y algunos cantos taimados acentuaban la atmósfera misteriosa y sacra.

Cuando las hieródulas comenzaron a encender las lámparas de aceite, la luz fue en aumento y se hicieron visibles los contornos del templo. Entonces Podalirio supo que se iba a desvelar el rostro de la diosa. Solo faltaba ya que fueran prendidas las grandes antorchas que, dispuestas junto a los espejos, debían dar forma al halo luminoso de la imagen. Una vez logrado satisfactoriamente el efecto deseado, se descorrió la enorme cortina y apareció la estatua: Afrodita estaba representada de pie, vestida con solemne túnica y tocada con un dorado yelmo de encrespado penacho; a sus pies resplandecían la loriga broncínea, el escudo y las armas. A un lado, un poco retirado, Adonis miraba al frente desde un semblante asombrado, mientras sostenía su arco de manera amenazante. Un frontón cubierto de oro dominaba el conjunto sobre la hornacina, en el cual parecía flotar una grácil estatua de Helios, aureolada su cabeza de bruñidos rayos.

Con fervor, las hieródulas iniciaron el canto del himno a la diosa:

 

Cantemos a la reina que nació

de la espuma de las olas;

cantemos al linaje de la madre,

de donde parten los deseos alados e inmortales.

Aquellos que traspasan las almas con sus dardos

invisibles y las hieren con el aguijón de la nostalgia;

incitándolas a ascender hacia lo alto,

buscando ardientemente volver a ver,

resplandecientes como las llamas del fuego,

las sagradas habitaciones de la diosa…

 

Arrebatado por la fuerza de estas palabras, que parecían ser cantadas expresamente para él, Podalirio entrelazó las manos y las apretó contra su pecho. Sentía los pies helados, aunque le ardía el alma. Con pasos cansados, lentos, pero decididos, avanzó por la nave hacia la celia. Las mujeres le miraban atónitas o cuchicheaban entre ellas, sorprendidas por la presencia del sacristán de Asclepio en su templo a esas horas.

Pero él, presa de su arrobamiento, se abrió paso hasta los pies de Afrodita y, con voz experta en recitar plegarias, exclamó extendiendo las manos:

 

¡Óyeme, y condúceme, oh, Venerable,

con la ayuda de tus impulsos más justos!

¡Endereza el penosísimo camino de mi dolorosa vida

borrando de mi alma el frío impulso

de los deseos no divinos!

 

Se hizo un gran silencio bajo la bóveda y las mujeres permanecieron muy quietas. Entonces la hieródula encargada de hacer la ofrenda vertió una libación de aromático vino sobre las ascuas. Pareció rugir el fuego ardiente y se elevó una nube densa de vapor impregnado en el dulce perfume. Momento en el que volvió a correrse el velo y desapareció la imponente presencia de los dioses.

Se pudieron escuchar algunos suspiros, antes de que las mujeres prorrumpieran en un rumor sordo de voces contenidas y bisbiseos. Después Podalirio sintió cómo se iban retirando hacia la salida, pero no las veía, por estar de espaldas a ellas, fija la mirada todavía en la cortina. Entonces, alguien le puso por detrás delicadamente la mano en el hombro y le habló con dulzura:

—Podalirio, hijo de Asclepio, ¿qué te trae a la cima de la Citera?

Él se estremeció y llevó sus dedos ateridos hacia aquella mano cálida que empezaba a trepar por su nuca y sus cabellos. Al volverse, una dicha esperada se apoderó de él, pues conocía bien esa presencia y esa voz: ante sí tenía a la que era para él la criatura más deseada y cuya proximidad le comunicaba energía y gozo. Estuvo mudo durante un instante, hasta que exclamó:

—¡Eos!

La belleza de la mujer que Podalirio contemplaba ahora embelesado, apenas a un par de palmos de él, parecía haber sido creada para arrebatarle la razón. Por eso, como le había sucedido tantas otras veces al encontrarse con ella, necesitaba algo de tiempo para acostumbrarse, antes de poder pensar o hablar. De momento suspiró profundamente, sintiendo renacer la paz y la tranquilidad en su pecho pletórico de sentimientos de libertad.

Tampoco ella decía nada, solo le miraba fijamente, con brillo seductor en sus ojos verdes. Era una mirada audaz, que parecía escrutar sus pensamientos. A la luz de las lámparas, la piel de su rostro, dorada por el aire y el sol de la montaña, y brillante por alguna mixtura aceitosa, parecía bronce. Sonreía levemente, con extasiada expresión. Un manto cubría sus hombros, dejando al descubierto el cuello esbelto y el busto firme. El cabello castaño claro se recogía en una trenza que descendía, larga y poco apretada por delante, envuelta en un cordón de seda blanca.

Ante esta visión encantadora, Podalirio se reafirmaba en lo que pensó la primera vez que vio a aquella mujer: la mitad de la belleza otorgada al mundo estaba depositada en Eos; la otra mitad se repartía entre el resto de los mortales.

La luz del santuario empezó a disminuir cuando las esclavas sagradas apagaron las lámparas.

—Es la hora de cerrar el templo —dijo la hermosa mujer en un susurro, sin dejar de mirar a los ojos de Podalirio.

—¿Puedes darme algo de comer en tu casa? —preguntó él venciendo su timidez.

—Claro, ¿cómo no? —contestó ella, acariciándole levemente el rostro con el dorso de los dedos—. ¡Vamos!

Salieron al exterior. La noche era muy fría y el viento ululaba entre las rocas y los viejos edificios. Las estrellas palidecían en el negro firmamento. Eos caminaba delante, muy decidida, dejando atrás a las otras hieródulas, que se dispersaban perdiéndose por las callejuelas. Podalirio apretaba el paso tras ella, fijos los ojos en el blanco manto que resaltaba en la oscuridad.

Llegaron hasta un caserón después de subir varias cuestas. Eos golpeó la puerta con los nudillos mientras le explicaba:

—Ya no vivo donde antes. Hace un par de meses me mudé aquí, a la parte más alta de la acrópolis. Esto es más saludable. Como ves, es una casa grande, mucho mejor que la otra.

—Todo el mundo tiene derecho a prosperar —comentó él.

Al otro lado de la puerta, alguien descorrió el cerrojo y después abrió. Apareció una mujer diminuta sujetando una lámpara encendida. La luz iluminaba su rostro pequeño y agradable. Al ver a Podalirio, exclamó sonriente:

—¡El siervo de Asclepio! ¡Cuánto tiempo!

Él también se alegró al ver a la enana. Descendió hasta su altura y la besó en la frente con mucho cariño.

—Mi querida Nice —dijo—, eres un encanto.

Entraron los tres en la casa. Un agradable calor reinaba dentro y de una olla puesta en el fuego emanaba el apetitoso aroma de un guiso.

—Tendrás hambre —le dijo Eos—. La subida a la Acrocorinto despierta el apetito.

—No he probado bocado en todo el día —respondió él—. Hoy me han pasado muchas cosas…

—Luego me contarás —indicó ella, levantando la tapa de la olla y asomándose dentro—. Nice ha preparado unas legumbres con pierna de cabra.

—¡Humm…! —exclamó el sacristán con el rostro iluminado.

Eos le miró con expresión de benevolencia y le preguntó maternalmente:

—¿Cómo es que has venido sin manto? ¡Estamos en febrero!

—Ya te he dicho que hoy ha sido un día difícil…

—Anda, acércate al fuego mientras Nice tuesta el pan. Tienes pinta de estar helado.

Podalirio se aproximó a las brasas y extendió las manos para calentárselas. Sonreía triste y avergonzado, sin poder apartar sus ojos de la belleza reconfortante de Eos, sintiendo cómo aquella atmósfera estaba cargada de amor. Entonces estuvo a punto de derrumbarse y de permitir que el llanto le dominara como a un niño perdido que acabara de regresar a casa. Pero se contuvo pensando: «¡Qué magia la del amor! Ahora ella está aquí y todas las preocupaciones se han desvanecido».

La pequeña Nice sirvió la mesa: tortas de pan, vino caliente especiado y un suculento pedazo de carne. También sirvió un plato de negras habas guisadas. Al verlas, Podalirio dio un respingo y exclamó:

—¡Por Zeus! ¡Habas!

—¿No te gustan? —le preguntó Eos algo contrariada.

Él se la quedó mirando con pavor y luego contestó:

—No es que no me gusten… Pero… ¡precisamente habas!

—El esclavo de unas ricas mujeres de Corinto las trajo como ofrenda esta misma mañana —explicó ella—. Serían una docena de sacos o tal vez más. Supongo que no habrá hieródula hoy en este monte que no cene habas.

—¡Dios Asclepio, precisamente habas! —refunfuñó de nuevo el sacristán.

—¿Se trata acaso de una superstición? —le preguntó con ironía Eos—. No creía que tú, Podalirio, siervo de Asclepio, dieras importancia a esas tonterías…

Él venció su inicial desconcierto y después se puso a comer, haciendo ver que no pasaba nada. Pero no tomó ni una sola de las habas. Entonces Eos le besó en la frente y después le acercó su propio vaso de vino a los labios. Con avidez, Podalirio bebió con grandes tragos, sintiéndose más reconfortado aún.

—¡Qué mal día he pasado hoy! —suspiró—. Si supieras…

—Ahora come y bebe —le dijo ella cariñosamente—. Puedo ver en tus ojos que has sufrido. Pero después podemos hablar de ello.

La pequeña Nice se dio cuenta de que estaba allí de más y dijo:

—Yo ya cené hace un buen rato. Ahora, si me perdonáis, me iré a dormir. También ha sido un día largo para mí. Hube de cargar con el pesado saco de las habas desde el templo y tengo la espalda dolorida.

La vieron ascender trabajosamente hacia el piso alto por una escalera de palos, tan menuda como era. Parecía un ser de otro mundo, con la cabellera gris revuelta y larga hasta la cintura, asomándole desde un abultado gorro de lana.

—¡Qué buena es! —comentó Podalirio, encantado de que los dejara solos.

—Nadie lo sabe mejor que yo —repuso Eos—. Nice es para mí la mujer más grande del mundo.

Él devoraba la carne, con la torta, bebía y, entre bocado y bocado, sonreía contento mirando a Eos, que le contaba cosas sin importancia, mientras, delicadamente, tomaba del plato algunas habas con los dedos y se las llevaba a la bonita boca.

—Anda, prueba al menos una —le decía, acercándoselas a él—. ¡Son deliciosas!

—No, hoy no —negó frunciendo el ceño Podalirio—. Mañana tal vez. Hoy, precisamente, se me indigestarían.

Ella se rio y volvió a besarle en la frente. Él sintió aquellos labios ardientes, impregnados de aromático vino, y quedó encendido de deseo. Quiso abrazarla, pero Eos le apartó con dulzura.

—¡Todos los hombres sois iguales!… Come primero y recobra el calor. Aún estás helado.

Cuando hubo acabado con toda la carne, Podalirio mojó un pedazo de pan en miel. Lo saboreó largamente y después le pidió:

—Déjame ahora contarte todo lo que me ha pasado hoy. ¡Estoy tan desolado!…

Eos le cogió la mano y le atrajo hacia unas pieles que estaban extendidas en el suelo, no lejos del fuego. Desprendiéndose del manto, se lo echó a él por encima. Podalirio se inclinó y la besó en la mejilla.

—Menos mal que te tengo a ti… —le susurró al oído.

Ella se apartó y le miró interrogante.

—¿Me contarás de una vez lo que te ha sucedido?

Podalirio inició su relato, con voz triste, sin omitir ningún detalle: cómo había soñado gritarle al hierofante, su violento despertar con la inoportuna visita de las devotas mujeres, la disputa a causa de las habas, la imposibilidad de llegar a un acuerdo y el lamentable desenlace final, con los insultos.

Ella le escuchaba atenta, con los enormes ojos verdes muy abiertos. Luego estalló en una tormenta de sonoras carcajadas. Se retorcía de risa y repetía:

—¡Vieja plañidera! ¡Vieja plañidera y…! ¡Y culona! ¡Ja, ja, ja…! ¿Todo eso le dijiste?

—¡Eos, no te rías, por favor! —le rogó él con amargura—. ¡Fue horrible! No puedes imaginar la cara del hierofante, espantado al oírme insultarle de aquella manera.