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La cultura es el acervo de las conquistas humanas conservadas y transmitidas de generación en generación. Sin ella, el hombre tendría que comenzar cada día su jornada desde el cero absoluto o la tabla rasa: desde que Adán puso nombre a los animales, diría el teólogo. O bien, desde que el pitecántropo pequinense descubrió el uso del fuego, diría el antropólogo. Ensayos, artículos de divulgación, apuntes, prólogos y versos son prueba del vigor con que Alfonso Reyes llevó a cabo la tarea más importante que, según Hesíodo, los dioses encomendaron al ser humano: Los trabajos y los días son los cabos de la actividad mental y las preocupaciones de nuestro autor en torno a los problemas de la literatura, la cultura y el Estado, la alfabetización y la identidad nacional. Estas páginas muestran que Reyes sabía apresar paisajes, penetrar situaciones, darles forma y transformarlos en sabiduría.
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Alfonso Reyes (Monterrey, 1889-Ciudad de México, 1959) fue un eminente polígrafo mexicano que cultivó, entre otros géneros, el ensayo, la crítica literaria, la narrativa y la poesía. Hacia la primera década del siglo XX fundó con otros escritores y artistas el Ateneo de la Juventud. Fue presidente de La Casa de España en México, fundador de El Colegio Nacional y miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En 1945 recibió el Premio Nacional de Literatura. El FCE emprendió, en 1955, la publicación de sus Obras completas, que abarcan 26 volúmenes, y en 2010, la de su Diario, que ocupa 7 tomos.
Los trabajos y los días [1934-1944]
Primera edición electrónica, 2017
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5469-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS[1934–1944]
Noticia
El derecho a volar
Notas sobre el trabajo
De la bufonería
Góngora, Einstein y los chinos
El llanto de América
De sastrería poética
Plegaria por el agua
El diálogo de América
Tierra y espíritu de América
La historia y la mente
La moraleja de un libro
Un acto de Justo
Los Robinsones
Espacio, tiempo y alma
La humana bravura
Los peces y la sociología matemática
El Gobierno y la Inteligencia
En torno a la hazaña de Tolón
Grandeza y miseria de la palabra
Rafael Cabrera
Las utopías
La dignificación de la historia mexicana
Hora de prever
El vendedor de felicidad
Debate de la cordura y la locura
La paradoja de la piel
El escrutinio de paja
En torno a la Feria del Libro
Travesuras lingüísticas
El canard
El argentino Jorge Luis Borges
La futura victoria
Los problemas de la guerra
La Conferencia de París
a) Incomprensiones
b) Desgracias
c) Errores
Una mirada a san Cristobalón
El arte de hablar
Algo sobre Castilla
El arte de ver
Una sonrisa
Una nueva novela mexicana
El arte quiromántica
El Pequeño Teatro Francés
Victor Hugo y los espíritus
El héroe y la historia
¿Ruido o silencio?
Interpretación del “peyotl”
Apodos
Sobre el escepticismo histórico
Un eclipse humano
La lengua universal, problema de posguerra
El Instituto Nacional de Cardiología
El halcón peregrino
Bayeux y sus históricos tapices
El arenque y la era moderna
Ausencia y presencia del amigo
De Chapultepec abajo
Las pasigrafías
Las nuevas artes
La comititis
Reconciliación de Menéndez Pelayo
Meditación matemática
Cortesía del fuerte
La liberación de París
1. Francia para el mundo
2. Francia para nosotros
3. Francia eterna
Reflexiones sobre el mexicano
I. Alfabeto, pan y jabón
II. Las características actuales y las futuras
La voz en la radio
Sobre Jules Romains (17-X-1944)
La dicción en la radio
La radio y el habla americana
La radio, instrumento de la paideía
El alfabeto y el hombre
De higiene mental
En torno a los caracteres morales
Sobre la novela policial
Alfonso Reyes || Los Trabajos || y los Días || 1934–1944 || (Viñeta editorial) || Ediciones “Occidente” || México, D. F., 4º, 317 pp. e índice.
Entre los ensayos que reúno en la segunda serie de mis Capítulos de literatura española, hay uno consagrado a Antonio de Fuente La Peña, precursor teórico de la aviación en el siglo XVII* Este ensayo, así como el capítulo final de Fuente La Peña en su Ente dilucidado (1676), donde propone la cuestión de “Si el hombre puede artificiosamente volar”, fueron antes objeto de una publicación privada, que apareció en Río de Janeiro, Oficinas Gráficas Villas Boas, año de 1933, con cuatro grabados de la llorada amiga Marguerite Barciano, esposa del representante diplomático de Rumania en el Brasil. Esta publicación privada provocó el cambio de las cartas que transcribo a continuación, y que antes reproduje en mi Correo Literario, Monterrey (Río de Janeiro, IX-1934 y VIII-1935). La historia quedaría trunca si no contara yo que el ilustre maestro don Baldomero Sanín Cano, en la fecha de su carta, no había ensayado todavía el avión; que poco después lo probó con suerte, y tan a gusto se sintió y tan por la directa vía intuitiva se demostró a sí propio el derecho humano a volar que, según me decía en misiva posterior, ya no quisiera viajar en otra forma.
Buenos Aires, 1º de junio de 1934. De Baldomero Sanín Cano a Alfonso Reyes:
… He estado a punto de entender por qué volamos prácticamente, y si usted hubiera llevado más adelante las pesquisas en esa esfera del conocimiento, acaso hubiera logrado convencerme de la necesidad moral de que exista la navegación aérea. Sin duda había una necesidad moral para ello, pero a mí se me escapa, dentro de los límites de mi información en materias de ética y de metafísica. Algunos han dicho que tampoco existe la necesidad moral de la navegación en los mares y los ríos; pero razonan sin conocer los orígenes y la naturaleza del hombre. Nosotros salimos del agua (véase Quinton) y en rigor somos un medio marino; vivimos todavía en un medio marino. Nuestro cuerpo contiene setenta por ciento de agua salada. Usar de la canoa era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas. Además, nuestro cuerpo flota naturalmente en el agua. El barco de vela y el barco de vapor no fueron más que la ampliación de una tendencia natural del cuerpo, como la locomotora y los vagones por ella arrastrados no son más que la prolongación de una capacidad humana a rodar en un plano a nivel o ligeramente inclinado.
Al revés, nosotros somos más pesados que el aire y, por una ley inexplicable pero existente, la tierra nos llama hacia su centro materialmente con una fuerza vigilante, y moralmente nos debe de llamar también con fascinaciones irresistibles, porque allí han colocado el infierno varias religiones, entre ellas el cristianismo, no sin observar que para llegar a él la vía es amplia y cómoda y tumultuosamente frecuentada.
Para navegar en el agua, el hombre siguió el ejemplo de algunos animales y su natural inclinación. Para volar no ha seguido el ejemplo de las aves (llegadas al festín de la vida después de él) sino el de una de sus propias invenciones, que es la cometa. El aeroplano es un ave sólo en apariencia, en verdad es una cometa. La cuerda es la hélice. Para imitar al ave en la aeronáutica, sería menester crear un aparato que por la movilidad de sus partes pudiera convertirse en cuerpo más ligero que el aire. La invención del cojinete de bolas y la producción de acero muy resistente y muy liviano han hecho posibles los adelantos de la mecánica aplicada al transporte. Para conquistar el aire es todavía necesario (pues en rigor aún no ha sido conquistado) que se logre producir un metal tan liviano y tan resistente como el hueso de la gaviota. Se contarán entonces menos bajadas intempestivas, con frecuencia involuntarias y las más de las veces fatales.
Río de Janeiro, agosto de 1935. De Alfonso Reyes a Baldomero Sanín Cano, en Bogotá:
Su grata carta me reta a una discusión académica sobre el derecho de volar. No tuve, en efecto, ocasión de tocar el punto en mis vagabundeos recientes por el campo de la aviación, sin duda porque, con inspiración semejante a la que Aristóteles trae a la política, di por sentado que el hombre es un animal tan naturalmente volátil como es naturalmente sociable, y pasé de ahí a examinar los recursos de que se vale. Ahora, pues, vamos a intentar en lo posible una justificación del vuelo humano.
Pero, antes de entrar en mi argumento, permítame que reduzca mis ambiciones. Usted defiende en el hombre el derecho a navegar y le niega, en cambio, el derecho a volar. Para ello, aunque habla de paso de “necesidad moral”, “ética” y “metafísica”, más bien acude a razones físicas y biológicas. ¿Me da usted permiso de que yo, a mi vez, me desembarace de mi problema con sólo la ayuda de la biología y de la física? Pues, entonces, manos a la obra.
Yo le concedo a usted, con Quinton, que nosotros hayamos salido del agua, y aun le concedo —con la misma autoridad que usted usa sobrentendiéndola— que los pájaros hayan llegado más tarde que el hombre al banquete de la vida. Y conste que estas dos concesiones no implican una convicción científica establecida, sino una simplificación o higiene previa de la discusión que vamos a emprender. Porque yo para mí tengo notado que los actuales maestros sonríen un poco cuando hablan de Quinton, no porque le nieguen aquel punto de su teoría —que al cabo no es tan suyo— sobre la reducción de la sangre animal al agua marina, sino porque, sobre todo, ponen en duda aquella su perspectiva lineal de la producción de animales cada vez más calientes, que tendiesen con su propia temperatura a restablecer el calor original, en que se engendró la primera vida, a medida que nuestra habitación, la tierra, se va enfriando paulatinamente con la paulatina vejez del sol. Y de aquí precisamente, según Quinton, que el hombre (ya no rey de la creación, sino byproduct del transformismo) sea más antiguo que el ave, por lo mismo que es menos cálido. Dejemos, pues, a Quinton, en su buena opinión y fama, y en las de Rémy de Gourmont, donde nuestra admiración lo encontró hace lustros, y sigamos el vuelo.
Concedo que nuestro cuerpo contiene una alta proporción de agua salada, concedo que vivimos en un medio marítimo, y concedo que, en consecuencia, “usar de la canoa —como usted dice— era una cosa tan natural como usar de las albarcas o las botas”. Es decir, que, merced a una simple metáfora biológica, la “barca” y la “abarca” o “albarca” son, no sólo casi la misma palabra, sino también casi el mismo objeto. En suma: concedo a usted toda la dignidad natural de la navegación. Y sólo niego que el vuelo carezca de dignidad semejante. Los antiguos se agotaban en increpaciones contra la ambición marítima de los hombres, culpándola de males sin cuento. Por lo visto, algunos sabios modernos se sienten animados de igual indignación por lo que hace a la ambición volátil. Y el vuelo no viola ninguna cuarta dimensión inaccesible a la arquitectura humana, sino que también se brujulea, como el andar y el correr, por ese sutil aparatito de canales semicirculares que llevamos dentro de las orejas —presente que nos dio nuestra madre la gravitación, precioso estuche y cajita contra sorpresas.
Porque —definamos antes como quería Sócrates— ¿qué es volar? Volar es cruzar el espacio sin apoyo en el suelo. Luego el elemento del vuelo es el espacio. El espacio puede o no estar cargado de aire. La noción humana del vuelo —aun cuando no la estricta noción científica— no se opone a decir que las estrellas vuelan en el espacio, o que vuela un átomo bombardeado por el vacío. Sentimos que las estrellas vuelan, desde que no ruedan sobre un suelo determinado, sino que ruedan en el espacio mismo. Pero con aire o sin aire, que esto no hace al caso, ¿ha considerado usted el porciento de espacio vacío que el cuerpo humano contiene, y la cantidad que los intersticios intercelulares, intermoleculares, interatómicos e interelectrónicos representan en la arquitectura de nuestro cuerpo? Porque si mucha agua marina contenemos, todavía contenemos mayor porción de espacio y de aire.
A tal punto, que avergüenza la imaginación recoger el dato que el especialista nos proporciona. ¿Queremos figurarnos a lo que quedaría reducido el cuerpo humano, si sólo contuviera sustancia líquida y sólida compacta, sin cavidades de aire ni interespacios? ¿Ha visto usted en sus muchos viajes, esas “zanzas” de los jíbaros, esas reducciones horribles de cabezas humanas a una proporción de miniatura? Pues eso no es nada. En el aire mismo hay 2 000 veces más vacío que lleno. En el interior de las moléculas el vacío es mucho mayor que el lleno. Eddington dice:
Si en el cuerpo de un hombre eliminásemos todo el espacio desprovisto de materia, y si yuxtapusiésemos en una sola masa sus últimos corpúsculos, el cuerpo humano se reduciría a un pedacito de materia que, pesando todavía sus buenos 65 kilos, sería apenas visible con una lente de aumento.
Si somos, pues, un medio acuático, con mayor razón somos un medio de espacio, espacio lleno de aire en una proporción respetabilísima. Y adviértase que el espacio no es ya una noción de ausencia o meramente negativa —de Einstein acá particularmente—, puesto que el espacio tiene ya, de las existencias corpóreas y positivas, hasta el trágico destino de estar limitado en el universo. El espacio tiene convexidades y concavidades, subidas y bajadas. Como ruedan las bolas de metal por los hombros y los brazos del malabarista, así ruedan los cuerpos celestes por sobre los miembros del espacio.
Y no se me diga que la navegación “contraría” menos la gravedad de lo que la contraría el vuelo. En rigor, no se trata de contrariar, sino, en ambos casos, de aprovechar y refractar; de jugarle una mala pasada a la ley universal de la caída y, usando de sus propios recursos, hacernos caer hacia adelante o hacia arriba. Y este aprovechamiento o refracción lo hacen igualmente todos los animales —hasta la tortuga de Aquiles, tan pobre como ilustre— pues, combinando entre sí los impulsos de estabilidad que oscuramente los amarran al suelo, consiguen el misterio de la locomoción y, a pesar de la adivinanza eléata, se echan a andar y se trasladan. Andar es despegarse del suelo. Volar en avión es dar otro paso un poco más grande: nada más. El aire mismo vuela en el aire: cada molécula del aire posee —como todo el mundo lo sabe— una velocidad de medio kilómetro por segundo. ¿Y el suelo mismo que pisamos? Según los trabajos de Clarke, en un espesor de quince kilómetros, la corteza terrestre está constituida, en primer lugar y en una proporción de 47.10%, por oxígeno, y sólo después vienen los demás componentes, representando el segundo, que es el silicio, apenas un 27.90%, y todos los otros mucho menos. Y la numerosa zarabanda browniana nos hace saber que nuestra forma es sólo un equilibrio estadístico entre los empellones continuos de unas partículas contra otras: un racimo de mariposas en vuelo o, si usted prefiere imagen más bíblica, una columna de fuego en marcha. El universo todo, en una constante expansión, no es más que una bocanada de humo, dicen los astrónomos de hoy en día. ¡Oh, amigo mío, convénzase usted de que existir es volar!
Claro es que ese afán de ganar cada día un palmo más allá del terreno que originariamente nos fue asignado es la enfermedad divina del hombre, animal único entre todos y que, mucho más que por el “medio”, se modela por el “fin”: mucho más que por lo que ya existe, por lo que todavía no existe o aun por lo que nunca existirá. El más humano de los proverbios dice que lo mejor es enemigo de lo bueno. ¿Para qué querrá echarse a andar quien ya está sentado, y echarse a correr quien ya anda, y romper a volar quien corre? ¡Quién sabe! Tal vez, en el diálogo abierto entre la criatura y el Creador, el hombre sea la frase más acelerada, el instrumento mejor para traer a la incorporación de la vida lo que todavía flota en el limbo de los arquetipos o en el seno de las Madres, del Fausto. Llega Adán, y empieza por bautizar cuanto encuentra. En medio siglo, el hombre realiza evoluciones que la naturaleza logra solamente en milenios.
Nil mortalibus arduum est;
Coelum ipsum petimus stultitia.
¿Pero será estulticia, Horacio? Yo, al menos, no lo pienso así.
OBSERVA Mauriac que los verdaderos anarquistas, los anarquistas en estado puro, aquellos cuya sublevación no reconoce por fuente ni la miseria, ni el odio, ni la envidia, se encuentran más comúnmente en los salones que entre el pueblo. Es una manera indirecta de decir lo que, en pocas palabras, puede expresarse así: el verdadero anarquista es el holgazán. Por eso la holgazanería lo disuelve todo, y lo primero de todo, la moral. Cuando un accidente del motor detiene, en mitad del campo, a una partida social de mediana educación, y pasa el tiempo y no queda más que esperar, las costumbres mismas, corroídas del ocio, tienden insensiblemente a relajarse. Hay trabajadores e idealistas que se creen anárquicos sin serlo. No puede ser anárquico el hombre capaz de esfuerzo y de sacrificio. Yo no podría llamar anarquista a ese viejo sublime que parece arrancado a una página de Galdós, personaje hecho para el monumento y para el poema hasta por el nombre que le cupo en suerte: Mauro Bajatierra. Cuando entraron en Madrid las primeras tropas de Franco, este Mauro Bajatierra —que se decía anarquista— salió con su rifle a la calle peleando solo contra todos, y cayó envuelto en el sudario de la República.
El trabajo, que empieza por ser la maldición bíblica, que en la antigüedad sólo corresponde a los esclavos y es, por mucho tiempo —como para el hidalgo viejo—, cosa impropia del noble, se dignifica paulatinamente hasta convertirse, con la palabra de Pierre Hamp, en el nuevo honor. El íntegro y sabio Benedetto Croce afirma en alguna parte que el verdadero sentido de la vida no está en el placer, ni siquiera en la felicidad, sino en el trabajo. La felicidad, en efecto, es un subproducto. ¡Ay del que la busca directamente! Ante el suicidio de cierto enamorado del mundo cuyo caso analizaba yo en algún libro, me escribía Unamuno: “Esos que aman la Vida, así con mayúscula, acaban suicidándose”.
Ahora que sólo se acostumbra hablar del trabajo en especie de materialismo histórico, como si el trabajo fuera sólo un problema de organización social (y claro está que también lo es y que hay que atacarlo urgentemente), no estaría de más concentrarse a reflexionar sobre el trabajo como cosa moral, o como “vivencia” psicológica, según creo que se dice.
En una reunión de suprarrealistas, en no sé qué teatro de París (donde, por cierto, me hacían sonreír la falta de auténtico humorismo y la puerilidad de aquella gente, habituado como yo estaba a las explosiones de gozoso capricho que a cada rato estallaban en el Ateneo de Madrid), alguien habló de la dignidad del trabajo, y otro le gritó desde el público:
—¡El trabajo no tiene dignidad! ¡El trabajo es una porquería! ¡No hay que trabajar! ¡Abajo el trabajo!
Y André Bretón, jefe de los suprarrealistas, dice en su Nadja:
—Y que no me vengan, después de esto, a hablar del trabajo. Quiero decir, del valor moral del trabajo. Me veo forzado a aceptar la idea del trabajo como una necesidad material y, en este sentido, soy el más ardiente partidario de que se procure su mejor y más justa repartición. Que las siniestras obligaciones de la vida me lo impongan, sea; pero que me pidan que crea en él y lo adore, en mí o en los otros, eso, jamás. Prefiero saber que camino entre sombras, a engañarme solo figurándome que eso es la luz del día. De nada sirve vivir si hay que trabajar. Aquel magno acontecimiento del que todos tenemos derecho a esperar la revelación de nuestra vida, ese acontecimiento que acaso no ha llegado aún para mí, pero en cuya trayectoria me busco a mí mismo, no puede merecerse al precio del trabajo.
En fin, que como dice la chuscada española, “el que inventó el trabajo no tenía quehacer”.
Leopardi declara en sus Pensamientos que considera la felicidad como propia del estado de naturaleza y como imposible para el civilizado. Que éste, habiendo desarrollado irremediablemente su sensibilidad y, por consecuencia, su percepción del dolor, lo mejor que puede hacer es buscar pasto a esa sensibilidad aturdiéndose de trabajo, como lo hace la civilización europea. Lo que me recuerda los últimos años, tan tristes, de Francisco A. de Icaza: se le veía siempre trabajando; iba de una en otra imprenta con las pruebas en los bolsillos, y las corregía hasta en los cafés, entre charla y charla.
—El trabajo —se disculpaba— es mi opio.
Aldous Huxley hace hablar así a los personajes de su novela:
—El primer paso sería lograr que la gente viviera de un modo doble, en dos compartimientos: en uno, como trabajadores industrializados, y en otro como seres humanos. Idiotas y máquinas durante ocho horas de las veinticuatro, y verdaderos seres humanos el resto del tiempo.
—¿Y no es esto ya lo que hacen todos?
—¡Claro que no! Viven como idiotas y máquinas todo el tiempo, lo mismo en el ocio que en el trabajo. Idiotas y máquinas que se creen civilizados, y hasta dioses. Lo primero es hacerles entender que, durante las horas laborables, no son más que idiotas y máquinas. Lo que hay que decirles es esto: supuesto que nuestra civilización es lo que es, no hay más remedio que pasarse ocho horas de cada veinticuatro como algo intermedio entre el imbécil y la máquina de coser. Sé que es muy desagradable, que es humillante y repugnante. Pero no hay otro remedio, ya que sin esto todo el edificio de nuestro mundo se vendría abajo y todos nos moriríamos de hambre. Por eso tenéis que trabajar estúpida y mecánicamente, y pasar después las horas de ocio como hombres y mujeres verdaderos, más o menos complicados según el caso. No mezcléis las dos vidas; mantened el tabique que las separa. Lo único de veras importante es vuestra vida auténticamente humana en las horas de ocio. Lo demás es una inmunda tarea que es fuerza cumplir. Y no olvidéis singularmente que es inmunda, y que si no fuera porque sirve para alimentaros y para mantener intacta la sociedad, no tendría la menor importancia ni la menor relación con la vida humana. No os engañen esos canallas que, en lindos discursos, hablan de la santidad del trabajo y de los servicios cristianos que la gente de negocios presta a sus semejantes. Todo esto son meros embustes. Vuestro trabajo no es más que una tarea desagradable y repugnante, que desgraciadamente es necesaria por culpa de nuestros antepasados. Han acumulado una montaña de inmundicias, y fuerza es trabajar ahora con azadón y pala, para poco a poco irla deshaciendo y evitar que acabe de envenenarnos; fuerza es que trabajéis, maldiciendo de paso la memoria de los insensatos que han creado la necesidad de ese trabajo obligatorio… Reconoced que se trata de algo infecto, tapaos las narices, trabajad las ocho horas, y concentraos después para ser verdaderos entes humanos, auténticos y completos. No lectores del periódico, no aficionados al ajedrez, no maniáticos de la radiofonía. Los industriales que dan a las masas diversiones “estandarizadas” y fabricadas en serie están esforzándose por convertiros en unos imbéciles mecanizados, tanto en vuestros esparcimientos como en vuestro trabajo. No hay que entregarse. Hay que esforzarse por ser humanos. Esto es lo que hay que decir y enseñar a la gente. Hay que convencerla de que esta magnífica civilización industrial no es más que un mal olor, y que la verdadera vida, lo que significa algo, sólo puede darse lejos de aquélla. Mucho ha de pasar antes de que puedan concillarse una vida limpia y el hedor industrial; aun puede que sean inconciliables. Está por ver. Entretanto, no hay más que atacar las inmundicias pala en mano, y soportar el olor estoicamente, tratando, en los intervalos, de hacer una vida verdaderamente humana.
—Es un buen programa. Pero no espero que le dé a usted los votos en las próximas elecciones.
—Sí, ahí está la cuestión. Todos se pondrían en contra. Porque lo único en que todos están de acuerdo, conservadores, liberales, socialistas y bolcheviques, es en la excelencia intrínseca de la peste industrial y en la necesidad de suprimir, por la “estandarización” y la especialización, toda huella de virilidad o femineidad en la raza humana…
No olvidemos que han hablado los personajes de la novela, y no el autor en primera persona. Es evidente que en todo esto se mezcla la noción del trabajo con cierto resentimiento, tan justo como rencoroso, contra la explotación indebida del trabajo y contra los errores sociales. No confundamos el alimento con la indigestión, el vino con la borrachera. Si prescindimos por un instante de lo que hay en todo esto de problema político, para sólo concentrarnos en el sentimiento profundo con que se acompaña el trabajo, todos caemos en la perogrullada de decir que hay trabajo que nos gusta y trabajo que nos disgusta; que el primero es alegría, y dolor el segundo. Al primero hasta le llamamos juego y no trabajo.
Aquí de la vocación. Por desgracia el hombre no vive siempre conforme a su vocación. Por desgracia, también, hay una reacción de pereza a la sola idea de obligación, propio traslado psicológico de lo que para la materia es inercia. Hasta los espectáculos —solaz para todos— son tortura, por obligatorios, para el inspector de espectáculos.
Entonces no nos queda más que sobreponemos a esta reacción con la alegría ética, luz de otras esferas.
El reaccionario y monarquista católico Léon Daudet (perfectamente se le puede citar, yo tomo mi bien donde lo encuentro), furibundo contra Zola, escribe así:
Finalmente, tenemos el himno al trabajo que, después de Zola, han vuelto a entonar no pocos holgazanes, sobre todo entre los políticos. Yo creo haber trabajado mucho en mi vida. Pero nada me parece más absurdo que esta concepción del trabajo anestésico, destinado a hacer olvidar el dolor de vivir. En cuanto a mí, el trabajo, cualquiera que sea, intelectual o manual, me parece que no podría ser sino una función de la alegría, una salida del ritmo acumulado en ese transformador de lo cuantitativo en cualitativo que es, en definitiva, la máquina humana. La más magnífica concepción del trabajo fue la de la Edad Media, que hacía de él una derivación o prolongación de la plegaria, concepción a la que debemos las catedrales, y que todavía se conserva preciosamente en la Bretaña, la Provenza y Saboya. No hay trabajo mediocre ni humilde; pero todo trabajo realizado sin alegría es una horrible esclavitud, y se resuelve en sublevación y dolor para la sociedad.
Y, para acabar estas notas, el hermoso pensamiento de Whistler: el trabajo borra las huellas del trabajo. Gran precepto de la higiene mental, debieran recordarlo siempre los artistas. Hay que hacer la casa y después quitar los andamios. Pero ¿quién se atrevería a afirmar, en nuestro tiempo, que no ha concurrido a exposiciones de andamios, que no ha leído libros de andamios? Si fuera posible transportar este consejo técnico a la moral, diríamos que hay que trabajar hasta borrar con el trabajo el dolor mismo del trabajo. ¿Será posible? ¿No nos estamos ya enredando en un laberinto de palabras? El extremo se ha reducido a saber si la felicidad puede darse como estado constante. ¡Ay! El hombre nace presto para el dolor. Apenas, sí, tiene un aparato hereditario de transformación y resistencia cuya pieza principal es el gozo. Y nada más. No se culpe del dolor humano al trabajo, que al menos ofrece la alegría de las realizaciones, de las obras logradas, deleite propio del creador. Cuando el trabajo se hubiere abolido, el dolor levantará otra vez su cara implacable. Como el duende de Heine, el dolor se muda de casa con el amo.*
1-VI-1939
ENTRE sus múltiples actividades, La Casa de España en México ha comenzado la publicación de una serie de obras, de que han aparecido ya las siguientes:
Las conferencias de Enrique Díez-Canedo sobre El Teatro y sus enemigos, donde, enfrentándose con los extremos de la cuestión y, desde luego, el más agudo de todos, que es el Cine, el autor aleja vanos fantasmas y augura la salvación del Teatro en lo que tiene de verdaderamente propio y teatral; las conferencias de Juan de la Encina sobre Goya, su mundo histórico y poético, en que, tras de revisar los temas goyescos y guiarnos con su brújula a través del “sueño de la razón”, el crítico nos expone el concepto de la visualidad pura, soporte artístico de lo histórico y lo poético en el pintor; un libro de Adolfo Salazar, Música y sociedad en el siglo XX, que tiene todo el valor de un ensayo sociológico, a la vez que es un fragmento de historia musical bien labrado; y finalmente, un libro de José Moreno Villa sobre los Locos, enanos,negros y niños palaciegos al servicio de los Austrias en los siglos XVI y XVII, que siendo un catálogo de documentos descubiertos por él en el Archivo del Palacio Nacional de Madrid es, al mismo tiempo, un documento humano de primera importancia, para el estudio de aquel complejo de grandeza (como hay complejo de inferioridad) que lleva a los amos y señores de pueblos a complacerse en la vecindad de los monstruos y a aquerenciarse con las aberraciones de la especie. Lo que pudiera haber de árido en este catálogo lo salvan las páginas preliminares, tan ajustadas, sencillas y sabrosas. El Moreno Villa erudito vale el Moreno Villa poeta y el Moreno Villa pintor: siempre aquel leve tacto, siempre aquella gracia de lo evidente, aquella sensibilidad toda fertilizada.
Siente Moreno Villa que hay en la bufonería, como en todo, su juventud, su madurez y su decadencia. No pretende investigar los orígenes de una costumbre que ya se encuentra en el Asia, en Persia, en Egipto, en Grecia y en Roma, y podemos añadir que en el antiguo México (testigo, la corte de Moctezuma, quien tenía, entre sus palacios, recinto especial para sabandijas y monstruos en cuya contemplación se solazaba). No quiere andarse a buscar los parangones de Luis XII y Francisco I de Francia (Caillete y Triboulet), los de Enrique VIII de Inglaterra, los de Shakespeare o los de Pedro el Grande. Limitándose a la sola España, señala los remotos orígenes de la bufonería desde el siglo VI (Mirón, mimo del rey suevo de Galicia, el albardán que mató al rey Teudis, el fingido loco que vengó a la reina Amalasante); ve pasar por el siglo XIII a don Guzbet, a don Esteban, al enano García Yáñez; y fija la juventud del género en el siglo XV, cuando la mente y el lenguaje alcanzan una agudeza peligrosa, que fácilmente convierte a los bufones en gente enredadora y dañina, al punto que fray Íñigo de Mendoza considera como verdaderos locos, más bien que a ellos, a quienes los emplean y les dan sustento y vestidos.
Pero si el loco de la Edad Media —concluye— era todavía tosco y vagabundo, y si los del siglo XV se distinguieron por su influjo desmedido, sus procacidades y agudezas peligrosas, los del siglo XVII español se nos presentan como productos amansados, domesticados y, sobre todo, abundantísimos, signos todos de decadencia.
Y pasa a demostrarnos documentalmente cómo el propio Felipe II, siempre austero en lo demás, sólo parece bajar al nivel medio humano, y hasta a la llaneza popular, cuando escribe a sus hijas sobre aquella Magdalena, cuyas malas mañas y cuya misma afición a la embriaguez le hacían sonreír. Esta gentuza entraba en la categoría de juguete animado (lusus naturae, dijo la ciencia), e interesaba más de lo que parece a la vida familiar de las personas reales. Se les mimaba, se les perdonaba todo, y se perdonaba a la gente que les hiciera gritas por las calles; se les alimentaba y vestía (no sin cierta avaricia), se les daban maestros y preceptores. ¿Era el humano aunque mezquino deleite de divertirse con las taras ajenas? ¿El afán de sentir realzada la propia excelsitud por el contraste con la ruindad del bufón? ¿O el desquite de una vida apretada entre rigurosas etiquetas? Moreno Villa cree que hay, además, una atracción por lo misterioso, y también una aplicación, a lo humano, del estilo barroco; un arabesco más, entre los muchos que decoran y sobrecargan los gustos de la época. La extravagancia no para en lo físico: se extiende a lo mental (los locos reales o simulados) y pasa de aquí en natural pendiente a los animales grotescos: monos y cotorras. Finalmente, lo que es en la comedia el gracioso, lo es en la corte el bufón; representa las licencias de la sátira; viaja con pasaporte de bobo y tiene derecho a decir verdades. Si las sabandijas no aparecen en el teatro, sería por la dificultad de encontrar actores liliputienses. “Yo estoy seguro de que Lope de Vega se quedó con ganas de sacarlos a la escena”, asegura Moreno Villa. Y añade una nueva interpretación sobre el Quijote: ¿No procede Sancho, el panzudo y ladino Sancho, de los enanos y locos de la Corte? Ciento veinticuatro desfilan por el libro de Moreno Villa, todos soportados por un hato de papeles de archivo. Hay, además, veintiún grabados que representan pinturas de Carreño, Herrera, Moro, Pantoja de la Cruz, Sánchez Coello, Tiziano, Velázquez y Villandrando.
No se ha propuesto Moreno Villa el recoger las alusiones a los locos y enanos que se encuentran en la literatura de la época. Ello sería materia de una investigación especial y requeriría, cuando menos, el año y medio de trabajo que le ocupó la busca y ordenación de sus documentos. Pero, de paso, pueden señalarse desde ahora algunos lugares, bien conocidos por lo demás, que andan mezclados entre la turbulenta guerra literaria de la época.
Desde luego, Cristóbal Suárez de Figueroa, en el Alivio III de El Pasajero (1617), refiriéndose al hábito inmoderado de buscar favores con el valimiento de algún Mecenas, hace decir a uno de sus personajes que es lástima que la Parca se haya tragado en un bostezo al enano de la reina, Simón Bonamí, porque, añade, “yo habría hallado, con elegirla por dueño, el derecho camino de valer y medrar”. Y confiesa que tenía ya preparada para él la dedicatoria de un libro, dedicatoria que dice así: “Al setentrional Bonamí, príncipe de enanos, pensamiento visible, burla del sexo viril, melindrillo de naturaleza, ínclito poseedor de cuantos títulos, atributos y epítetos se pueden aplicar a la más única pequeñez”. Y dirigiéndose a él en la fingida dedicatoria, le llama “micosía” en vez de “usía”. La muerte de Simón Bonamí, “enano flamenco”, inspiró también a Góngora esta décima:
Yace Bonamí; mejor
su piedra sabrá decillo,
pequeña aun para el anillo
de su homicida Doctor.
De Atropos aun no el rigor
en tierra le prestó ajena,
que un gusano tan sin pena
se lo tragó, que al enano
le sobra más del gusano
que a Jonás de la ballena.
Sucesor de Bonamí fue aquel Miguel Soplillo, en cuya “repulsiva cabeza” Felipe IV apoya paternalmente la mano en el cuadro de Villandrando, gesto que le parece a Moreno Villa todo un símbolo de la relación de los príncipes con los bufones. Haciendo burla del mal talle de Ruiz de Alarcón, Luis Vélez de Guevara le dice, jugando con el significado corriente de la palabra “soplillo”:
… Por más que te empines,
camello enano con loba,
es de Soplillo tu trova.
Y Góngora, en su conocida redondilla contra una roma: “Quisiera roma infeliz”, exagera así:
Soplillo, aunque tan enano,
no cabrá en vuestra avellana.
Si Lope no llegó a usar enanos en la escena, el conde de Villamediana, Correo Mayor de Su Majestad que tenía valimiento en Palacio, logró contar con el enano Soplillo como figurante de su comedia La gloria de Niquea, presentada en el sitio real de Aranjuez el 9 de abril de 1622, fecha memorable. No bien acababa la representación cuando se declaró en el teatro un incendio. Dicen testimonios de la época que lo provocó el propio Villamediana. Dicen que lo hizo para salvar en brazos a la reina con la manifiesta intención de “tocar su pie”, grande atrevimiento. Dicen que si fue o no fue eso lo que poco después le costó la vida. Corren mil versiones por el mentidero de Madrid. Callemos.
Para terminar esta incompleta reseña, notamos que —según Moreno Villa— sólo a fines del siglo XVIII aparece con el nombre de “Bobo de Coria” uno de los bufones pintados por Velázquez, cuyo verdadero nombre es Juan Calabazas. En todo caso, el “Bobo de Coria” es una de aquellas figuras mitológicas que andaban en el lenguaje de la gente cuando menos desde el siglo XVII. En el Vocabulario del Maestro Gonzalo Correas (1627) se nombra ya al “Bobo de Coria”, que hacía toda clase de diabluras y luego se preguntaba, fingiendo candor, si eran pecados. En la Visita de los chistes, firmada en 1622, lo cita Quevedo junto a “Perico de los Palotes”, “Pedro de Urdemalas”, “Juan de las Calzas Blancas”, y otras fantasías del mismo linaje.*
VII-1939
HOY NO sobresalta a nadie la afirmación de que el cerebro humano puede aprender a pensar “de otro modo”. Y aunque acaso nunca lo había establecido la filosofía tan categóricamente como en las palabras de Bergson, estos sabios de la media calle —los viajeros—, contrastando de pueblo en pueblo hábitos y noticias, hace mucho ya que lo sabían.
No era ello una novedad para los misioneros que se entraban por las selvas de América, esforzándose por vaciar en los moldes del cristianismo el contenido mental, que por todas partes los desbordaba, de la teología indígena, y tratando de ajustar a la cabeza de sus catecúmenos el casco de acero de la religión importada.
No lo era para los aventureros que arriesgaron por primera vez la vuelta al mundo, y fueron a dar, en las escalas de Oriente, con unos sistemas de razonar que apenas les parecían gobernados por la razón, y con una visión de las cosas que todavía hoy, si nos asomamos a ella desprevenidos, casi nos provoca los vértigos de un abismo de locura y de frenesí.
Tampoco lo ha sido para los investigadores de esos viejos pueblos llamados primitivos, pueblos que, en su aislamiento, perpetúan extrañas maneras de entender la vida y la conducta.
Ejemplo expresivo el de los griegos, con quienes nos creemos tan familiarizados: ¿tenían ellos la misma representación del color que podemos llamar moderna? William Gladstone se espanta de la escasez y vaguedad cromática de la Ilíada y de la Odisea, donde parecen predominar el blanco y el negro, y donde las designaciones del color son, a veces, tan desconcertantes, que el físico William Pole acabó por creer que Homero era daltoniano, y no ciego como la leyenda lo hace. No nos cabría entonces más consuelo que la seguridad de que también las abejas, obreras pacientes de la miel, padecen —al decir de los especialistas— la limitación llamada dicromática.*
La exactitud, de que el espíritu occidental se precia tanto, más bien era cosa despreciada por los chinos clásicos. Pero la exactitud misma ¿es una ajustada descripción de la naturaleza y de los fenómenos sensibles, o es sólo una abstracción en el sentido en que lo es la geometría euclidiana?
El sacerdote inglés Arthur H. Smith no se cansaba de advertir que la falta de unidad en las conmensuraciones era una característica de la mente china, y hasta “una fuente de placer” para aquellos hombres remotos. Yo me figuro que los dos teléfonos diferentes de la ciudad de México deben de producir al turista un desconcierto semejante.
Por todas partes le salían al paso al Dr. Smith las diferencias entre la ideación europea y la asiática. Y lo que más le asombraba era cierto desconocimiento general de las relaciones de causación:
—¿Por qué se habrá caído esta teja? —preguntaba.
—Porque se ha caído —le contestaban, seguros de haberle dado una explicación suficiente.
—Me dijiste ayer que vendrías a verme. ¿Por qué faltaste?
Y la respuesta:
—Porque falté.
Como en el ejército chino la altura de la clavícula es un dato esencial, y el soldado “está completo sin la cabeza”, un hombre que había servido en las filas no podía convencerse de que su talla fuera otra que la medida de los hombros abajo. Un labriego que vivía a 45 li de la ciudad pretendía habitar a una distancia no menor de 90 li, porque para él todo viaje tenía que ser un viaje redondo, de ida y vuelta.
Puede asegurarse que hay intuiciones de metageometría en estas posibles inexactitudes. Una de las rutas mandarinas más importantes era computada en 193 li de norte a sur, y en sólo 190 de sur a norte, porque en un sentido se andaba cuesta arriba, y cuesta abajo en el otro. De suerte que la dificultad y el esfuerzo alteran el concepto de la pura y simple dimensión.
Aquí no hay Euclides que valga. Aquí el continuo espacio-tiempo, novedad de nuestra geometría einsteiniana, se siente y se respira en el aire. Aquí se da ya el caso que preveía el poeta Maeterlinck —incorregible aficionado a la ciencia— cuando aseguraba que la “cuarta dimensión” ronda ya la sensibilidad de los hombres, se insinúa en ella poco a poco, y un día acabará por parecer evidente.
¡Qué lejos estamos del modo de pensar que hasta hoy se ha considerado propio del Occidente! Góngora —en cuyo sistema poético hay una contextura matemática que está todavía por estudiar, una cierta facilidad para el logogrifo aritmético y para ese malabarismo algebraico que se llama “sustitución de incógnitas”— pone así la corona a Euclides:
Desde Sansueña a París,
dijo un medidor de tierras
que no había un paso más
que de París a Sansueña.
Quiere decir, conforme a la geometría de ayer y reduciendo el caso a su última instancia, que entre dos puntos determinados sólo se puede trazar una recta, y que la recta es el camino más corto entre dos puntos.
Pero he aquí que en la naturaleza las cosas se dan en especie más complicada; he aquí que hoy la física —o la filosofía natural— ha llegado a la conclusión de que la geometría euclidiana sólo es defendible prácticamente hasta donde lo era la noción de la tierra plana entre los antiguos: porque sirve y basta para las pequeñas cosas diarias, porque basta y sirve para andar por casa.
En la superficie plana —concepto abstracto— la recta es el camino más corto. Pero en la superficie de curvatura variable —lo único que el fenómeno natural nos ofrece— hay que abandonar la recta, que ha perdido todas sus propiedades, y hay que optar por la “geodésica”, que viene a heredarla y a ser el camino más corto.
Todo punto material en libertad camina siempre, en el universo, por el atajo de la geodésica, conforme al principio de economía, de Fermat, tan válido en física como en biología y psicología. Y todos los marinos saben que, entre Lisboa y Nueva York, la senda más breve, en virtud de la redondez terrestre, no es una recta, sino una curva; y ni siquiera la curva trazada hacia el oeste directamente sobre un paralelo, sino una curva algo torcida hacia al noroeste.
Después de todo, la geodésica no es más que el misterioso “intervalo” de Einstein —único dato rígido en este su universo elástico—; y la recta sólo viene a ser un caso privilegiado de la geodésica, un caso protegido, un producto aséptico.*
El Nacional, México, VII-1939.
ESTOS días pasados, leyendo una página de Salomón de la Selva sobre el Nocturno de José Asunción Silva, volvíamos a pensar en el tema de las lágrimas, capítulo fundamental para la antología americana. América, como se ha dicho de Virgilio, tiene “don de lágrimas”. En la temática de la poesía americana —la gota de miel, el destierro y el regreso, los murmullos del bosque o “soledad sonora”, los ríos, las aves de presa y las ornamentales (cóndores, águilas, buhos, cisnes y palomas), el amor a Francia, el otoño, las princesitas modernistas, los pianos y las marimbas, etc.—, corresponde un sitio de honor al tema de las lágrimas. Decía el bravo Pantaleón: “¿Quieres flores? Pues yo te las daré ¡pero no llores!”
Salomón de la Selva descubre, en las páginas de la Amalia de José Mármol, evidentes coincidencias rítmicas y verbales con el Nocturno de Silva: “Eran las ocho y media de la noche, y la luna,llena y pálida…” Aquí están ya el pulso, la vena cadenciosa, el cuadro de luz y sombra del Nocturno.
Pero aquel sollozo pegadizo que escuchamos por todo el Nocturno ¿no guarda también un parentesco evidente, de afinación melancólica, con el largo chorro de lágrimas que hay en la María de Jorge Isaacs?
Jorge Isaacs, maestro del lloro. De él hemos escrito alguna vez, comentando sus cartas a Justo Sierra,* que la suerte trajo a nuestras manos:
Jorge Isaacs toma la pluma —y al punto se le saltan las lágrimas. Y cunde por América y España el dulce contagio sensitivo, el gran consuelo de llorar.
El romántico caballero judío, hijo de un inglés establecido en Cauca, descubre a su vez —y no lo ha notado la crítica— una lejanísima inspiración de aquella Menina e moza de Bernardim Ribeiro que está en la base de toda literatura “soledosa”. Hace unos años, en mensaje a Colombia para el aniversario de la María, señalábamos así esta posible fuente, digna de una investigación más precisa:
El capítulo de Keyserling sobre la tristeza iberoamericana —por eso es grande— recoge la observación que todos han hecho. La gama de nuestra tristeza recorre desde el sentimiento trágico y nostálgico que galopa por las serranías del Norte, hasta el aburrimiento desolado que inunda las llanuras del Sur. Llueven lágrimas. Por todos nuestros campos se han puesto a sollozar las guitarras. Pero, además de eso, Jorge Isaacs, el clásico del llanto, ¿se habrá contaminado de los soledosos portugueses? Comenzaba así Bernardim Ribeiro, allá por el siglo XVI: “Menina y moza, me llevaron de casa de mis padres.” Le hace eco el colombiano Jorge Isaacs al comienzo de su María: “Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna.”†
Volvamos a José Asunción. Doncel hermoso y torturado, noble y romano el continente, los tristes ojos de perro-nazareno. Ardió entre los brazos de la rusa, otra María de las estepas. Trajo hasta sus versos el hipo del sollozo, aquel rosario de perlas desgranadas que botan y rebotan y no se deciden a acabar. Perdió en el naufragio su Estética de los perfumes. ¡Qué Des Esseintes! Desde el cementerio, lo llamaba, lo fascinaba la sombra de su hermana. Y una noche, una noche toda llena de rumores y de lágrimas, se encaminaba, solitario, a la tumba de los suicidas.
Lo circunda el campo americano, más que aquella atmósfera embriagadora que hacen los perfumes de París. Es el campo en que se abren el pecho las guitarras, en que plañen su falsete las voces campesinas. Las estrellas son gotitas de lloro. La flecha venenosa del indio vuela todavía por el aire, trocada en lamento. ¡Esa “vieja lágrima” de Urbina, que viene del fondo de la raza! ¡Esa “pupila turbia de lloro”, en Díaz Mirón, poeta de bronce, “mas bronce con arrullos”! ¿Qué hacer con la vida, sino acabar con ella? ¿Cómo poseerla del todo, sino estrangulándola contra el corazón? El ansia vital acaba por volcarse en la muerte, porque no le basta la vida. Allá va solo con su desesperación, vacío de plenitud nunca satisfecha, el joven dandy infortunado. Su sombra, en la luna, y la sombra que lo acompaña de cerca, eran una sola sombra larga. El viajero y su sombra: “¿Quién eres?” —“Me llaman Sombra.” Sombra y llanto. Llanto y sombra. ¡Ay del que ha perdido su sombra! ¡Ay del que ha perdido su llanto! Se abre una puerta. Sale san Pedro a ver quién llama. Hablan en romance viejo. Escuchad:
—¿De dónde vienes, viajero?
—Vengo de llorar, San Pedro.
—¿No entiendes mejor oficio?
—Si lo tengo, no lo quiero.
—¿No sabes que aquí se canta?
— También es el canto acerbo.
—¿No sabes que aquí se ríe?
—Pues cierra tu puerta, viejo.
—¿Qué vas a hacer en la puerta?
—Sentarme a llorar, San Pedro;
contar a todo el que llegue
por qué me echaron del cielo,
que yo no puedo olvidar
las tristezas con que vengo.
Los que lloran como yo
sabrán lo que pasa adentro.
Se sentarán junto a mí,
y haremos un campamento.
Adentro se habrá de oír
la voz de nuestros lamentos,