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Postrado sin saber bien dónde ni por qué, Malone espera su muerte, como a fin de cuentas solemos esperarla todos, contándose historias y tratando de hacer un inventario de sus pertenencias. Si la trilogía de Beckett puede verse como una épica de la desintegración, Malone muere es la pieza bisagra, una comedia inquietante, única en sí misma. Matías Battistón Moriría hoy mismo si quisiera, bastaría con hacer un pequeño esfuerzo, si pudiera querer, si pudiera esforzarme. Pero lo mismo da dejarme morir, sin apresurar las cosas. Algo debe haber cambiado. No quiero seguir pesando en la balanza, ni de un lado ni del otro. Seré neutro e inerte. Me resultará fácil. Samuel Beckett
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Samuel Barclay Beckett nació el 13 de abril de 1906 en Dublín, Irlanda. Estudió en la escuela protestante Earlsford House y posteriormente en el Trinity College de Dublín, donde logró la licenciatura en lenguas romances en 1927 y el doctorado en 1931. En 1937 se mudó a París y, tras la ocupación alemana de 1940, se alistó en la Resistencia Francesa. En 1942, tras ser perseguido por la Gestapo, huyó hacia el sur junto a su esposa. En 1969 obtuvo el Premio Nobel de Literatura. Murió en París, Francia, el 22 de diciembre de 1989.
Beckett, Samuel. Malone muere / Samuel Beckett1ª ed. - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina, 2020. Libro digital, EPUB. Traducción de: Matías Battistón. ISBN 978-987-4086-92-11. Narrativa Irlandesa.2. Literatura Contemporánea. Ⅰ. Battistón, Matías, trad. Ⅱ. Título. CDD Ir823
ISBN edición impresa: 978-987-4086-75-4
Título original Malone meurt
© 1951 by Les Editions de Minuit
© Traducción Matías BattistónCorrecciónHernán López WinneDiseño de tapa e interioresVíctor MalumiánIlustración de Samuel BeckettJuan Pablo Martínez
© Ediciones Godot
[email protected]/EdicionesGodottwitter.com/EdicionesGodotinstagram.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina
Para esta obra el traductor obtuvo una beca de residencia en la Casa de Traductores Looren
Este libro fue publicado con el apoyo de Literature Ireland
Cet ouvrage a bénéficié du soutien des Programmes d’aide à la publication de l’Institut français.
Esta obra cuenta con el apoyo de los Programas de ayuda a la publicación del Institut français.
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Flaperas
Apesar de todo pronto estaré completamente muerto al fin. Quizá el mes que viene. Sería entonces el mes de abril o mayo. Porque el año acaba de empezar, mil indicios sutiles me lo dicen. Quizá me equivoque y supere la noche de San Juan y hasta el 14 de julio, fiesta de la libertad. Qué digo, soy capaz de llegar hasta la Transfiguración, conociéndome, o la Asunción. Pero no creo, no creo equivocarme si digo que esas fiestas se celebrarán sin mí, este año. Tengo esa sensación, la tengo desde hace varios días, y me inspira confianza. ¿Pero en qué se diferencia de las que me vienen engañando desde que existo? No, con ese tipo de pregunta ya no me embalo, ya no necesito nada pintoresco. Moriría hoy mismo si quisiera, bastaría con hacer un pequeño esfuerzo, si pudiera querer, si pudiera esforzarme. Pero lo mismo da dejarme morir, sin apresurar las cosas. Algo debe haber cambiado. No quiero seguir pesando en la balanza, ni de un lado ni del otro. Seré neutro e inerte. Me resultará fácil. Solo hay que tener cuidado con los sobresaltos. Por lo demás, me sobresalto menos desde que estoy aquí. Evidentemente, aún tengo arrebatos de impaciencia cada tanto. De ellos debo cuidarme ahora, durante quince días, o tres semanas. Sin exagerar nada, por supuesto, llorando y riendo tranquilamente, sin exaltarme. Sí, al fin seré natural, sufriré más, después menos, sin sacar conclusiones, me escucharé menos, ya no seré frío ni caliente, seré tibio, moriré tibio, sin entusiasmo. No me observaré morir, eso lo falsearía todo. ¿Me he observado vivir acaso? ¿Alguna vez me quejé? Entonces, ¿por qué alegrarme ahora? Estoy contento, es inevitable, pero no tanto como para ponerme a aplaudir. Siempre estuve contento, porque sabía que me vería recompensado. Ahí está ahora, mi viejo deudor. ¿Es razón para hacerle fiestas? No responderé más preguntas. También intentaré dejar de hacérmelas. Van a poder enterrarme, no me verán más en la superficie. Mientras tanto, voy a contarme historias, si puedo. No será el mismo tipo de historias que antes, eso es todo. No serán historias ni lindas ni feas, serán tranquilas, ya no habrá en ellas ni fealdad, ni belleza, ni fiebre, estarán casi desprovistas de vida, como el artista. ¿Qué acabo de decir? No importa. Espero que me ofrezcan una gran satisfacción, cierta satisfacción. Estoy satisfecho, eso es, estoy hecho, ya me compensaron por todo, no necesito nada más. Déjenme decir, primero, que no perdono a nadie. Les deseo a todos una vida atroz, seguida de las llamas y el hielo de los infiernos y un lugar distinguido en la memoria de las execrables generaciones futuras. Basta por esta noche.
Esta vez sé adónde voy. Esta ya no es la noche de hace mucho, de hace poco. Es un juego ahora, voy a jugar. No supe jugar hasta este momento. Tenía ganas, pero sabía que era imposible. Aun así lo intenté, muchas veces. Encendía todas las luces, echaba un buen vistazo a mi alrededor, me ponía a jugar con lo que veía. Las personas y las cosas solo quieren jugar, lo mismo sucede con algunos animales. Empezaba bien, venían todos hacia mí, contentos de que alguien quisiera jugar con ellos. Si yo decía, Ahora necesito un jorobado, llegaba uno enseguida, orgulloso de la hermosa joroba con la que iba a hacer su numerito. No se imaginaba que podría pedirle que se desvistiera. Pero yo no tardaba en volver a encontrarme solo, sin luz. Por eso renuncié a mis intentos de jugar y me apropié de una vez por todas de lo informe y lo inarticulado, las hipótesis poco curiosas, la oscuridad, el largo deambular con los brazos extendidos hacia adelante, las escondidas. Esa es la seriedad de la que desde hace casi un siglo nunca, por así decirlo, me he apartado. Ahora eso va a cambiar, jugar es lo único que quiero. No, no voy a empezar exagerando. Pero jugaré una gran parte del tiempo, de aquí en más, la mayor parte, si puedo. Pero quizá no tenga más éxito que antes. Quizá termine abandonado, como antes, sin juguetes, sin luz. Entonces jugaré completamente solo, haré como si me observara. Haber podido concebir semejante proyecto me anima.
Debo haber reflexionado durante la noche sobre cómo usaré mi tiempo. Creo que podría contarme cuatro historias, cada una sobre un tema distinto. Una sobre un hombre, otra sobre una mujer, una tercera sobre una cosa cualquiera, y por último una sobre un animal, un pájaro quizá. Creo que no me olvido de nada. Estaría bien. Quizá ponga al hombre y a la mujer en la misma, hay tan poca diferencia entre un hombre y una mujer, quiero decir entre los míos. Quizá no me alcance el tiempo para terminar. Por otro lado, quizá termine demasiado rápido. Heme aquí otra vez con mis viejas aporías. ¿Pero son aporías, aporías de verdad? No lo sé. Que no termine no tiene importancia. ¿Pero si terminara demasiado rápido? Tampoco tendría importancia. Porque entonces hablaría de las cosas que me quedan, es un proyecto muy viejo. Será una especie de inventario. De cualquier modo, debo dejarlo hasta el último momento, para estar seguro de no haberme equivocado. Además, es algo que haré definitivamente, pase lo que pase. Me llevará un cuarto de hora, como máximo. Es decir que podría llevarme más, si quisiera. Pero si me llegara a faltar tiempo, a último momento, en quince minutitos podría armar mi inventario. De aquí en más quiero ser claro sin ser maniático, es uno de mis proyectos. Está claro que podría extinguirme súbitamente, de un momento al otro. ¿No sería mejor entonces que hablara de mis pertenencias, sin más rodeos? ¿No sería más prudente? ¿Y corregirme a último minuto, llegado el caso? Eso es lo que me aconseja la razón. Pero la razón no tiene demasiada incidencia en mí, en este momento. Todo coincide para animarme. Pero morir sin dejar ningún inventario, ¿es una posibilidad a la que realmente me podría resignar? Ya caigo otra vez en disquisiciones inútiles. Supongo que ya estoy resignado, porque el riesgo lo voy a correr. Toda mi vida me contuve de hacer este balance, diciéndome, Es demasiado pronto, demasiado pronto. Y bueno, aún es demasiado pronto. Toda mi vida he soñado con el momento en que, establecido al fin, tanto como uno puede estarlo antes de perderlo todo, iba a poder trazar la raya y hacer la suma. Ese momento parece inminente. Sin embargo, mantendré la calma. Primero mis historias, entonces, y por último, si todo va bien, mi inventario. Y empezaré, para no tener que verlos más, por el hombre y la mujer. Esa será la primera historia, no alcanza para contar dos. O sea, habrá solo tres historias, después de todo, las que acabo de indicar, después la del animal, después la de la cosa, seguramente una piedra. Todo eso está muy claro. Luego me ocuparé de mis pertenencias. Si después de eso sigo vivo, haré lo necesario para asegurarme de no haberme equivocado. Está decidido. Antes no sabía adónde iba, pero sabía que llegaría, sabía que la larga etapa a ciegas terminaría en algún momento. Qué imprecisiones, Dios mío. Está bien. Ahora hay que jugar. Me cuesta hacerme a la idea. La vieja neblina me llama. Ahora es al revés, habría que decir. Porque siento que no recorreré hasta el final este camino tan bien trazado. Pero tengo grandes esperanzas. Me pregunto si en este momento estaré perdiendo o ganando tiempo. También he decidido recordar brevemente mi situación actual, antes de empezar mis historias. Creo que es un error. Una debilidad. Pero me la voy a permitir. Después jugaré con más ardor todavía. Además, quedará bien con el inventario. La estética está de mi lado, entonces, al menos cierta estética. Porque tendré que ponerme serio para poder hablar de mis pertenencias. Así, el tiempo que me queda se dividirá en cinco. ¿En cinco qué? No lo sé. Todo se divide en sí mismo, supongo. Si empiezo con las reflexiones de nuevo voy a arruinar mi defunción. Debo decir que esta perspectiva tiene su atractivo. Pero no puedo confiarme. A todo le encuentro su atractivo desde hace unos días. Volvamos a las cinco. Situación actual, tres historias, inventario, eso es. No hay que excluir la posibilidad de algunos interludios. Es todo un programa. Del que no me desviaré, en la medida de lo posible. Está decidido. Siento que cometo un grave error. No importa.
Situación actual. Esta habitación parece ser mía. De lo contrario, no me explico cómo podrían dejarme aquí. Desde hace rato. A menos que así lo quiera alguna potencia. Sería poco verosímil. ¿Por qué habrían cambiado su actitud hacia mí las potencias? Lo mejor es adoptar la explicación más simple, aunque apenas lo sea, aunque no explique gran cosa. No es necesaria una gran claridad, una luz débil permite vivir en lo extraño, una lucecita fiel. Quizá haya heredado la habitación cuando murió el que la ocupaba antes que yo. No sigo indagando, en cualquier caso. No es ni una habitación de hospital ni de manicomio, eso se siente. He parado la oreja en varios momentos del día, sin oír nunca nada sospechoso o inusitado, siempre los apacibles ruidos del hombre en libertad, levantándose, acostándose, haciéndose algo de comer, yendo y viniendo, llorando y riendo, o nada. Y cuando miro por la ventana veo claramente, gracias a ciertos indicios, que no estoy en ninguna casa de reposo. No, es una habitación individual común en un inmueble ordinario, al parecer. No recuerdo cómo llegué aquí. En una ambulancia, quizá, en todo caso en algún vehículo. Un día aparecí aquí, en la cama. Sin duda perdí el conocimiento en alguna parte, y ahora disfruto inevitablemente de un hiato en mis recuerdos, que solo se reanudan al despertarme en este lugar. En cuanto a los acontecimientos que llevaron al síncope y a los que en su momento difícilmente haya podido ignorar, no queda nada inteligible en mi cabeza. ¿Pero quién no ha tenido olvidos así? Son comunes después de una noche de borrachera. A veces me divierto inventando lo olvidado. Pero sin llegar a divertirme realmente. Tampoco he llegado a precisar, para usarlo de punto de partida, mi último recuerdo antes de despertarme aquí. Sin duda estaba caminando, me he pasado la vida caminando, salvo los primeros meses y desde que estoy aquí. Pero al final del día no sabía dónde había estado ni qué había pensado. ¿De qué podría acordarme entonces, y con qué? Recuerdo un clima. Mi juventud es más variada, según me vuelve a la mente de a ratos. En aquel entonces aún no sabía muy bien cómo desenvolverme. He vivido en una especie de coma. Perder el conocimiento, para mí, era perder poca cosa. Pero quizá me hayan desmayado de un golpe, en un bosque quizá, sí, ahora que digo bosque recuerdo vagamente un bosque. Todo eso es cosa del pasado. Lo que tengo que dejar en claro es el presente, antes de vengarme. Es una habitación ordinaria. He conocido pocas habitaciones, pero esta me parece ordinaria. En el fondo, si no sintiera que me estoy muriendo, podría creerme ya muerto, en plena expiación o en una de las casas del cielo. Pero al fin siento que tengo las horas contadas. La impresión de ultratumba era mucho más fuerte hace solo seis meses. Si me hubieran dicho que un día me iba a sentir así de vivo, habría sonreído. No se habría notado, pero yo me habría dado cuenta de estar sonriendo. Recuerdo bien estos últimos días, me dejaron más recuerdos que los treinta y pico mil anteriores. Lo contrario habría sido menos sorprendente. Cuando haya hecho mi inventario, si todavía falta para mi muerte, escribiré mis memorias. Qué gracioso, hice un chiste. Está bien, está bien. Hay un armario que nunca revisé. Mis pertenencias están en un rincón, desordenadas. Con mi largo bastón puedo revolverlas, traerlas hacia mí y volver a ponerlas en su sitio. Mi cama está al lado de la ventana. Paso la mayor parte del tiempo de cara hacia ella. Veo techos y cielo, también parte de la calle, si hago un gran esfuerzo. No veo ni campos ni montañas. Sin embargo, están cerca. Después de todo, ¿qué sé yo? No veo el mar tampoco, pero lo oigo cuando sube la marea. Puedo ver dentro de una habitación de la casa de enfrente. A veces ahí pasan cosas raras. Las personas son raras. Quizá sean anormales. Ellos también deben verme, mi cabezota hirsuta pegada contra el vidrio. Nunca tuve tanto pelo como ahora, ni tan largo, lo digo sin temor de que nadie me contradiga. Pero de noche no me ven, porque nunca enciendo la luz. Me he interesado un poco en las estrellas aquí. Pero no logro ubicarme. Mirándolas una noche me vi de repente en Londres. ¿Será posible que haya llegado hasta Londres? ¿Y qué tendrán que ver las estrellas con esa ciudad? En cambio, me he familiarizado con la luna. Ahora conozco bien sus cambios de aspecto y de órbita, sé más o menos a qué hora puedo buscarla en el cielo y qué noches no vendrá. ¿Qué más? Las nubes. Son muy variadas, de una gran variedad realmente. Y todo tipo de pájaros. ¡Vienen al alféizar de mi ventana, me piden comida! Es conmovedor. Golpean el vidrio con el pico. Nunca les he dado nada. Pero vienen siempre. ¿Qué están esperando? No son buitres. No solo me dejan aquí, ¡también me cuidan! Ahora esto funciona del siguiente modo. La puerta se entreabre, una mano deposita un plato sobre la mesita que se encuentra ahí para ese fin, levanta el plato de la noche anterior, y la puerta vuelve a cerrarse. Hacen eso por mí todos los días, probablemente a la misma hora. Cuando quiero comer, uso mi bastón para enganchar la mesa y acercármela. Tiene ruedas, la mesa rueda rechinando hacia donde estoy y sacudiéndose para todos lados. Cuando ya no la necesito, la vuelvo a poner junto a la puerta. Es sopa. Deben saber que no me quedan dientes. La como una de cada dos, una de cada tres veces, en promedio. Cuando mi orinal se llena, lo dejo sobre la mesa, al lado del plato. Entonces me quedo sin orinal durante veinticuatro horas. No, tengo dos orinales. Está todo previsto. Estoy desnudo en la cama, bajo las mantas, cuya cantidad aumento o reduzco según las estaciones. Nunca tengo calor, nunca tengo frío. No me baño, pero tampoco me ensucio. Si me siento sucio en alguna parte, me la froto con el dedo humedecido de saliva. Lo esencial es alimentarse y evacuar, si uno quiere resistir. Orinal, tazón, esos son los polos. Al principio las cosas no eran así. La mujer entraba al cuarto, se atareaba a mi alrededor, me preguntaba cuáles eran mis necesidades, mis deseos. Incluso terminé haciéndoselos entender, mis necesidades y deseos. Me costó. No entendía. Hasta el día que encontré los términos, los acentos, que se adaptaban a su caso. Todo esto debe ser medio imaginario. Fue ella la que me dio este largo bastón. Está provisto de un gancho. Gracias a él, puedo controlar hasta los rincones más alejados de mi morada. Qué grande es mi deuda con los bastones. Tan grande que casi me olvido de los golpes que me han transmitido. Es una vieja. No sé por qué es tan buena conmigo. Sí, llamemos a eso bondad, sin ánimo de burla. Para ella seguramente es bondad. Creo que es aún más vieja que yo. Pero no se mantiene tan bien, a pesar de su movilidad. Quizá forme parte de la habitación, en cierto modo. En ese caso, no amerita un estudio aparte. Pero no descarto que haga lo que hace por caridad o por un sentimiento menos general de piedad o de afecto hacia mí. Todo es posible, voy a terminar por creerlo. Pero es más cómodo suponer que me la asignaron, al igual que la habitación. Ya no le veo más que la mano descarnada y una parte de la manga. Ni siquiera eso, ni siquiera eso. Quizá ya esté muerta, precediéndome, quizá sea otra ahora la mano que pone y levanta mi mesita. No sé desde hace cuánto estoy aquí, debo haberlo dicho. Solo sé que ya era muy viejo antes de llegar. Me digo que nonagenario, pero no puedo probarlo. Quizá solo sea cincuentón, o cuarentón. Hace una eternidad que no llevo la cuenta, de mis años, quiero decir. Sé en qué año nací, no lo olvidé, pero no sé en qué año llegué. Pero creo estar aquí desde hace un buen rato. Porque sé muy bien lo que pueden hacer en mi contra, resguardado por estas paredes, las distintas estaciones. Eso no se aprende en un año o dos. Días enteros me parecen haber transcurrido entre dos parpadeos. ¿Queda algo para agregar? Algunas palabras quizá sobre mí. Mi cuerpo es lo que se dice, quizá a la ligera, impotente. Ya no sirve para nada, por así decirlo. A veces echo de menos no poder arrastrarme. Pero soy poco dado a la nostalgia. Mis brazos, una vez en su lugar, todavía pueden ejercer algo de fuerza, pero me cuesta dirigirlos. Quizá sea el núcleo rojo que palideció. Tiemblo un poco, pero solo un poco. El chirrido del somier forma parte de mi vida, no me gustaría que pare, quiero decir que no me gustaría que se atenuara. Es sobre la espalda, es decir postrado, no, tumbado, que estoy más cómodo, que soy menos huesudo. Estoy acostado sobre la espalda, pero con la mejilla sobre la almohada. Me basta con abrir los ojos para que vuelvan a empezar el cielo y el humo de los hombres. Veo y oigo muy mal. La extensión ya no está iluminada más que por reflejos, todos mis sentidos apuntan hacia mí. Mudo, oscuro y opaco, no soy lo que buscan. Lejos estoy de los ruidos de sangre y de aliento, encerrado. No voy a hablar de mis sufrimientos. Sumergido en ellos hasta lo más hondo, no siento nada. Ahí es donde muero, sin que mi carne estúpida se entere. Lo que se ve, lo que grita y se agita, son los restos. Se ignoran. En alguna parte de esta confusión el pensamiento se empecina, también errando el rumbo. También me busca, como desde siempre, donde no estoy. Tampoco sabe calmarse. Ya estoy harto. Que descargue sobre otros su rabia de agonizante. Mientras tanto me dejaría tranquilo. Esa parece ser mi situación.
El hombre se llama Saposcat. Como su padre. ¿Nombre de pila? No sé. No le hará falta. Sus amigos le dicen Sapo. ¿Cuáles? No sé. Algunas palabras sobre su juventud. Es necesario.
Era un muchacho precoz. Estaba poco dotado para los estudios y no veía de qué podían servirle los que lo obligaban a cursar. Asistía a clases con la mente en otra parte, o en blanco.
Asistía a clases con la mente en otra parte. Pero le gustaban las cuentas. Pero no le gustaba cómo las enseñaban. Lo que disfrutaba era la manipulación de números concretos. Le parecía ociosa toda cuenta donde no se precisara la naturaleza de la unidad. Se entregaba, en público y en privado, al cálculo mental. Y las cifras que maniobraban en la cabeza la poblaban de colores y de formas.
Qué aburrimiento.
Era el mayor. Sus padres eran pobres y enfermizos. Muchas veces los oía hablar de lo que habría que hacer para estar mejor de salud y tener más dinero. Lo chocaba siempre la vaguedad de esas reflexiones y no le sorprendía que nunca llevaran a nada. Su padre era vendedor en un local. Le decía a su mujer, Voy a tener que conseguir trabajo de noche y los sábados por la tarde. Agregaba, con tono moribundo, Y los domingos. Su mujer respondía, Pero trabajando más te vas a enfermar. Y el señor Saposcat convenía que, en efecto, sería un error no descansar el domingo. Por lo menos ya hay gente grande en esta historia. Pero no estaba tan mal de salud como para no poder trabajar de noche durante la semana y los sábados por la tarde. ¿Trabajar de qué?, decía su mujer. Oficinista, quizá, respondía. ¿Y quién se va a ocupar del jardín?, decía su mujer. La vida de los Saposcat estaba llena de axiomas, uno de los cuales establecía el carácter criminalmente absurdo de un jardín sin rosas, con el césped y los senderos descuidados. Y si plantara verduras, decía él. Es más barato comprarlas, decía ella. Sapo escuchaba esas conversaciones maravillado. No te olvides de lo que cuesta el abono, decía su madre. A esto le seguía un silencio mientras el señor Saposcat reflexionaba, con la misma aplicación que ponía en todo lo que hacía, sobre el costo del abono que le impedía ofrecerle a su familia una vida un poco más holgada, esperando que su mujer hiciera mea culpa, a su vez, por no dar todo lo que era capaz de dar. Pero ella no se dejaba convencer fácilmente de que fuera capaz de dar más de lo que daba sin poner su vida en peligro. Hay que pensar en lo que nos ahorramos en médicos, decía el señor Saposcat. Y en la farmacia, decía su mujer. No les quedaba otra opción que considerar una casa más modesta. Pero ya estamos apretados, decía la señora Saposcat. Y se sobreentendía que lo estarían más año a año, hasta el día en que, con la partida de los hijos mayores compensando la llegada de los recién nacidos, se estableciera una especie de equilibrio. Luego la casa se iría vaciando poco a poco. Y finalmente estarían solos, con sus recuerdos. Entonces sería hora de mudarse. Él ya estaría jubilado, ella no daría más. Elegirían una casita en el campo donde, ya sin necesidad de abono, podrían comprarlo de a montones. Sus hijos, sensibles a los sacrificios que habían hecho por ellos, vendrían a ayudarlos. Era así, en pleno ensueño, que por lo general terminaban esos conciliábulos. Uno hubiera dicho que los Saposcat sacaban las fuerzas para vivir de la perspectiva de su impotencia. Pero a veces, antes de llegar a ese punto, se concentraban en el caso de su hijo mayor. ¿Cuántos años tiene?, preguntaba el señor Saposcat. Su mujer proporcionaba el dato, se entendía que esa era su jurisdicción. Se equivocaba siempre. El señor Saposcat se adueñaba de la cifra falsa, la repetía varias veces, en voz baja y con asombro, como si se tratara de un aumento en el precio de un artículo de primera necesidad, la carne de la carnicería, digamos. Y al mismo tiempo buscaba en el aspecto de su hijo alguna atenuación de lo que acababa de enterarse. ¿Era un buen corte, al menos? Sapo miraba la cara de su padre, triste, sorprendido, afectuoso, decepcionado, seguro a pesar de todo. ¿Pensaba en la huida implacable de los años o en el tiempo que tardaba su hijo en convertirse en asalariado? A veces expresaba con cansancio cuánto lamentaba no ver a su hijo más ansioso por ser de utilidad. Mejor que prepare sus exámenes, decía su mujer. A partir de un motivo dado, sus cerebros trabajaban laboriosamente al unísono. No tenían, por lo tanto, conversaciones propiamente dichas. Usaban el habla un poco como el jefe de tren sus banderas, o su linterna. O bien se decían, Bajemos aquí. Una vez señalado su hijo, se preguntaban con tristeza si no era típico de mentes superiores fracasar en el escrito y pasar vergüenza en el oral. No siempre se limitaban a contemplar en silencio el mismo paisaje. Por lo menos está bien de salud, decía el señor Saposcat. No tanto, decía su mujer. Pero no tiene nada específico, decía él. A su edad sería el colmo, decía ella. No sabían por qué estaba destinado a una profesión liberal. Era otra cosa que iba de suyo. Por lo tanto, era inconcebible que no fuera apto para ninguna. Lo veían médico, de preferencia. Nos cuidará cuando seamos viejos, decía la señora Saposcat. Y su marido respondía, Yo lo veo más bien cirujano, como si a partir de cierta edad la gente fuera inoperable.
Qué aburrimiento. Y a esto llamo jugar. Me pregunto si no estaré hablando de mí todavía, a pesar de mis precauciones. ¿Seré incapaz hasta el final de mentir sobre otra cosa? Siento acumularse esta oscuridad, prepararse esta soledad en las que me reconozco, y llamarme esta ignorancia que podría ser hermosa y no es más que cobardía. Ya no sé muy bien qué dije. Así no se juega. Pronto ya no sabré de dónde salió mi pequeño Sapo, ni qué estará esperando. Quizá sería mejor que dejara esta historia y pasara a la segunda, o incluso a la tercera, la de la piedra. No, sería lo mismo. No me queda otra que prestar atención. Voy a pensar bien en lo que dije antes de ir más lejos. Cada vez que atisbe un posible desastre, me detendré para examinarme tal cual esté. Es justo lo que quería evitar. Pero sin duda es la única manera. Después de este baño de barro me será más fácil admitir un mundo que no esté maculado por mi presencia. Qué modo de razonar. Abriré los ojos, me miraré temblar, me tomaré mi sopa, miraré el piloncito de mis pertenencias, le daré a mi cuerpo las viejas órdenes que lo sé incapaz de ejecutar, consultaré mi conciencia perimida, arruinaré mi agonía para vivirla mejor, ya lejos del mundo que se dilata al fin y me deja pasar.
Traté de reflexionar al principio de mi historia. Hay cosas que no entiendo. Pero es insignificante. Solo tengo que seguir.
Sapo no tenía amigos. No, eso no funciona.
Sapo se llevaba bien con sus compañeritos, aunque no era exactamente querido. Es raro que el vago de la clase sea un solitario. Boxeaba y luchaba bien, corría rápido, era gracioso cuando hablaba mal de los profesores y a veces incluso les respondía con insolencia. ¿Corría rápido? Caramba. Asediado de preguntas, un día gritó, ¡Pero les digo que no sé! Pasaba la mayor parte del tiempo en la escuela por las penitencias y castigos, y muchas veces no volvía a casa hasta las ocho de la noche. Se sometía filosóficamente a esas vejaciones. Pero no se dejaba golpear. La primera vez que un maestro, harto de prodigar dulzura y razones, se le acercó férula en mano, Sapo se la arrancó de las manos y la tiró por la ventana, que estaba cerrada, porque era invierno. Era suficiente para considerar su expulsión. Pero a Sapo no lo expulsaron, ni entonces ni más tarde. Voy a buscar, cuando esté más tranquilo, las razones por las que Sapo no fue expulsado, cuando se lo merecía sobradamente. Porque quiero que su historia sea lo menos oscura posible. Un poquito de oscuridad, en sí misma, en el momento, no es nada. Uno la olvida, sigue, en la claridad. Pero conozco la oscuridad, se va acumulando, se hace cada vez más densa, hasta que de repente explota y lo sumerge todo.
No pude averiguar por qué no lo expulsaron. Voy a verme obligado a dejar esta cuestión en suspenso. Trato de no alegrarme.