Más allá de las profundidades - Elizabeth Lowell - E-Book
SONDERANGEBOT

Más allá de las profundidades E-Book

Elizabeth Lowell

0,0
4,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Tras perder a sus padres trágicamente, Kate Donnelly había decidido abandonar el Caribe para siempre. Pero una desastrosa gestión había dejado la empresa familiar de buceo y rescate de tesoros al borde de la bancarrota. Y entonces su hermano le suplicó que regresara a la isla de St. Vincent para ofrecerles su experta gestión financiera. El antiguo buceador militar británico Holden Cameron era un adicto a la descarga de adrenalina que proporcionaba el servicio activo; incluso pasó por una experiencia cercana a la muerte en un accidente submarino con explosivos. Y lo último que deseaba era ejercer de niñera para una familia de ladrones en una isla tropical, aunque fueran los mundialmente famosos buceadores Donnelly. Cuando el equipo, el tesoro, incluso los buceadores, empezaron a desaparecer, Kate y Holden tuvieron que formar una inquietante alianza para descubrir la verdad. Pero, cuanto más profundamente se hundían en el misterio, más se acercaban el uno al otro. Pronto se encontrarían compartiendo sus más inquietantes temores y oscuros secretos… y una ardiente química. Demasiado ardiente para ser ignorada. "Cuando eliges un libro de Elizabeth Lowell, sabes que te vas a encontrar con unos personajes de fuerte personalidad, una vívida ambientación y una historia emocionante". USA Today Si te gustan las historias que mezclan acción, un poco de suspense y romance, creo que Más allá de las profundidades te atrapará como lo ha hecho conmigo. Me ha parecido entretenida e interesante. El Rincón Romántico El argumento me llamó la atención por la combinación de suspense y romance. Cazadoras del romance

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 476

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Two of a Kind, Inc.

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Más allá de las profundidades, n.º 220 - diciembre 2016

Título original: Night Diver

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traducido por Amparo Sánchez

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9328-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Si te ha gustado este libro…

 

A mis colegas escritores

Porque me mantienen cuerda

Prólogo

 

En cuanto Kate Donnelly oyó la voz, exageradamente alegre, de su hermano al otro lado de la línea, deseó haber dejado que saltara el buzón de voz. Adoraba a Larry, pero en esos momentos no tenía más que malas noticias para él.

Y mucho miedo.

—Espero que llames para contarme que todo va bien —saludó ella.

—Iría bien si no estuvieses allí.

—No —lo atajó Kate con más brusquedad de la intencionada—. Acabo de terminar un trabajo con el muy nervioso dueño de una galería.

—Entonces lo que necesitas son unas vacaciones en una playa de arena blanca, aguas azules, cálido mar y…

—No —ella sintió un escalofrío desde la nuca hasta los dedos de los pies. El espectacular paraíso tropical de St. Vincent era el origen de sus pesadillas.

—Vamos, Kate —insistió su hermano con impaciencia—. Supéralo. Aquello ocurrió hace casi quince años.

—Tú no estabas allí. Yo sí. Y la respuesta es no.

—No tendrás que acercarte al agua. Te lo juro.

«Ni desear morir».

Kate se obligó a respirar hondo una vez, y otra más, mientras oía las súplicas de su hermano. Al fin la urgencia que se percibía bajo la persuasión caló hondo, alcanzando la vieja pesadilla de la muerte de sus padres. Y empezó a escuchar en lugar de limitarse a mirar por la ventana de su apartamento hacia la neblina y los humos de los coches.

La voz de Larry era a la vez brusca y aguda.

—Hemos llegado a un punto en el que ya no puedes seguir haciéndolo desde allí. Te necesitamos aquí.

—¿Ya no? Acabo de empezar. Solo hace dos días que recibí los archivos y casi ni he empezado a ordenarlos en mis ratos libres después de pasarme el día trabajando. Y los llamo archivos por ser amable. Unas cajas de cartón medio podridas llenas de recibos y listas de la compra no son archivos.

—Lo sé, y lo siento. Me llevó más tiempo del esperado reunir todo eso. Ya sabes que el papeleo y los números nunca se me dieron bien.

—Eres el encargado del negocio de rescate de objetos —insistió ella—. Tienes que llevar un registro o contratar a alguien para que lo haga por ti.

—Escucha, he mantenido el negocio a flote desde que te largaste. El abuelo odia los registros, y más aún la contabilidad. Todo lo que sé lo aprendí de ti antes de que nos abandonaras. Soy un buceador, no un hombre de negocios.

—Conozco tu falta de interés por los libros desde que tenía diez años y empecé a llevar la contabilidad de Moon Rose Limited —Kate cerró los ojos, del mismo color azul turquesa que las aguas de St.Vincent.

El negocio familiar de rescate de objetos nunca había sido demasiado próspero, pero había servido para mantener a toda la familia.

—No lo niego. Eres la única de la familia con cabeza para los números. Por eso te necesitamos. Por favor, hermanita. Si no nos ayudas vamos a quebrar, y sabes que eso matará al abuelo.

Kate sintió que la trampilla se cerraba lentamente, implacablemente, como si se hundiera en unas cálidas aguas saladas. Si el negocio familiar caía en la bancarrota porque ella tenía demasiado miedo de regresar al escenario de sus pesadillas, jamás podría vivir con ello.

«Apenas consigo vivir conmigo misma. Huir no ha hecho que las pesadillas desaparezcan. Quizás enfrentarme a ello sí lo consiga».

«Y, desde luego, en Carolina del Norte no hay nada que me retenga. Ni siquiera una planta. Además, hace tiempo que me propuse tomarme unas vacaciones».

Kate se estremeció ligeramente. Ir a St. Vincent no iba a ser disfrutar de unas vacaciones. Significaría enfrentarse a cosas de las que llevaba huyendo toda su vida adulta. Una parte de ella, la que ya no era adolescente, sabía que tenía que superar el pasado. El resto aún lloraba al recordar el terror.

«¿Las moscas atrapadas en el ámbar gritan?».

El sol del atardecer entró por los ventanales del apartamento de Charlotte, elevando la temperatura más de lo normal. Sin embargo en las sombras de sus recuerdos hacía mucho frío.

—Al menos habrás tenido tiempo de leerte el contrato, ¿no? —preguntó Larry.

—Lo suficiente para darme cuenta de que no deberías haberlo firmado —contestó ella, presintiendo que había perdido la batalla, pero no queriendo rendirse.

—Los mendigos no pueden elegir. O bien firmaba con los británicos para rescatar un posible navío español hundido, o vendía el barco. Y eso habría…

—Destrozado al abuelo, ya lo sé —interrumpió Kate con voz de cansancio—. Larry, yo aconsejo a empresas pequeñas, no hago milagros. Deberías haberme llamado antes de firmar ese contrato.

—Lo intentamos, pero estabas en el Yukón trabajando con esos talladores nativos. Conseguiste que su negocio saliera adelante. Nosotros deberíamos ser pan comido. Kate, por favor, eres nuestra última esperanza.

—¿Esperanza? —ella cerró los ojos y luchó contra lo que temía iba a suceder de todos modos—. No sé cómo te arriesgas a llenar el tanque de gasolina. ¿Te han aprobado el anticipo de gastos?

—Aún no. Los británicos van a enviar a C. Holden, una especie de contable de lujo, para valorar si la zambullida merece el anticipo. Nos acercamos a la temporada de tormentas.

—No hace falta que me hables de las tormentas de St. Vincent —anunció Kate con tirantez mientras sentía que se le helaba la columna.

—Vamos realmente apurados de tiempo. Puede que encuentres el modo de convencer a ese Holden de que somos de fiar. Tú sabes hablar de números mejor que nadie.

—Larry…

—Lo digo en serio —añadió su hermano apresuradamente—. Eres brillante. La única que tiene la posibilidad de que ese tipo acceda a aplazar el acuerdo.

—¿Cuándo se le espera? —Kate suspiró. La trampilla acababa de cerrarse.

—Mañana. Te he reservado un vuelo que te permitirá recibirle y llevarle a la casita que alquilamos al comienzo de la expedición. Me reuniré con vosotros allí y lo llevaré al Golden Bough. No hace falta que te embarques, si sigues teniendo miedo al agua.

«Miedo», pensó ella, «qué manera tan sencilla de describir el puro terror».

—De acuerdo —contestó Kate antes de perder el poco valor que le quedaba—. Lo haré. Pero no dormiré en el barco.

—¡Gracias, gracias y gracias! Puedes alojarte en la casa de alquiler. De todos modos, con los buceadores que hemos contratado, a bordo no queda sitio. Haré que alguien deje un par de comidas en la nevera para que…

Kate hacía rato que había dejado de escuchar. Soltó el aire, aliviada por no tener que permanecer a bordo de nada que flotara.

O se hundiera, como era el caso del negocio familiar. En las pocas horas que había dedicado a los papeles, no había visto nada que la animara a pensar que podría mantener en marcha el negocio. Los sueldos y suministros aéreos, comida y combustible, mantenimiento y servicio de la deuda, y miles de gastos más, agotaban las cuentas. Los Donnelly habían arrojado tres generaciones de trabajo a un agujero de veintiún metros llamado Golden Bough.

Su hogar hasta aquella terrible noche.

«No pienses en ello», se ordenó a sí misma. «Ya has prometido ir. Larry parece que soporta el peso del mundo sobre sus hombros».

—… y mantendrás a los británicos alejados de nosotros —continuaba su hermano—. Nadie es capaz de marear tanto con los números como tú.

Kate inició una débil protesta, pero su hermano seguía hablando a toda velocidad, cada vez más aliviado. Ella le prestaba atención a medias mientras él seguía haciendo estúpidos comentarios sobre sus habilidades con los números. Resultaba agradable oír algo que no fuera miedo y derrota en su voz.

Distraídamente se preguntó qué aspecto tendría la casita alquilada. El abuelo Donnelly no solía gastar dinero en algo que tuviera que ver con la tierra firme.

—No voy a bucear —intervino cuando Larry hizo una pausa para respirar.

—Ni siquiera hace falta que subas a bordo si no quieres. Demonios, hermanita, si entras en el agua, significará que todo se habrá ido al garete.

—Las cosas están muy mal. Si supieras de números, lo entenderías.

—Sí, lo que tú digas, pero te prometo que no te hará falta bucear.

—Muy bien. Me quedaré todo el tiempo que pueda, pero no más de dos semanas. Tres a lo sumo.

—Eres la hermana más increíble del mundo —anunció Larry—. He reservado un billete en el vuelo que despega mañana a las nueve de la mañana. Dejaré aparcada la vieja pickup en el aparcamiento del aeropuerto, con indicaciones para llegar a la casa. Tiene un muelle para facilitar el acceso desde el barco.

Kate se quedó mirando el teléfono. El hecho de que su hermano se hubiera molestado en cuidar todos los detalles del viaje le indicaba, más que las palabras, lo preocupado que estaba.

—Te veré pronto, hermanita. Te quiero.

Y antes de que ella pudiera contestar, o cambiar de opinión, colgó.

Larry y el abuelo Donnelly se parecían tanto que a menudo daba miedo, como si estuviera mirando en un espejo atrapado en el tiempo. El abuelo llevaba demasiado tiempo rescatando tesoros del fondo del mar para poder atribuirlo simplemente a ser afortunado, listo o astuto. En realidad, tenía una buena dosis de las tres cosas. Pero Larry tenía suerte en cantidad.

«Una pena que nuestros padres no compartieran parte de esa suerte», pensó Kate con tristeza.

Pero no había tiempo para recrearse en el pasado y por eso cerró la puerta a sus demonios. Lo primero era hacer una llamada y asegurarse de que Larry hubiera reservado el vuelo correctamente. Su hermano tenía buenas intenciones, pero los detalles de la vida cotidiana solían borrarse ante el mayor atractivo del buceo.

Una llamada al aeropuerto le confirmó que el billete la esperaba.

El cerrojo de la trampilla hizo clic.

«No pienses en ello. Respira lentamente. Uno… dos…tres».

Cuando su piel recuperó la temperatura, Kate empezó a preparar el viaje con la eficacia de alguien que siempre tenía una maleta dispuesta con lo esencial. Su vida giraba en torno a llamadas urgentes, inevitables, de pequeños negocios que confiaban en ella para salir de las arenas movedizas de los números rojos que siempre sobrevolaban a los emprendedores sin dotes contables.

«Personas como el abuelo y Larry».

Rechazó la idea sin ninguna contemplación. Con el estómago encogido, sacó la ropa formal de la maleta y la sustituyó por pantalones cortos, tops sin mangas, sandalias y trajes de baño. No olvidó el fuerte sol tropical e incluyó algunos pantalones largos y blusas de tela fina, además de un sombrero y crema solar. A diferencia de la mayoría de los nativos de St. Vincent, ella no tenía la lustrosa piel oscura que le permitiría ignorar los rayos del sol.

Cuando terminó de hacer el equipaje, echó un vistazo a las dos cajas de «documentos», que había recibido dos días atrás. En lo referente a los libros, Larry elevaba el estricto cumplimiento de las normas a la categoría de arte. Quien quisiera comprobar los gastos tendría que dedicar días a organizar papeles para poder elaborar unas auténticas hojas de contabilidad.

«Da igual. El contrato que han firmado es una garantía de pérdida para Moon Rose Ltd. Aunque descubrieran el más lujoso galeón jamás hallado, los británicos se quedarían con todo y los Donnelly solo cubrirían gastos y obtendrían un tres por ciento de los beneficios. Beneficios determinados por los británicos. Los artículos entregados a museos no forman parte de esos beneficios porque son donados, no vendidos».

Seguía sin poder creer que Larry hubiera firmado un contrato tan penoso.

Mientras limpiaba el apartamento, pues odiaba regresar de un viaje a una casa desordenada, repasó las diferentes posibilidades de ayudar a su familia. Para cuando hubo terminado de limpiar, ducharse y conectado la alarma, le costó verdaderos esfuerzos mantenerse despierta. Y, antes de que su cabeza tocara la almohada, ya estaba durmiendo.

Y soñó.

 

«El sol brillaba sobre las aguas color turquesa y la arena blanca. Unas perezosas olas se alzaban y rodaban, haciendo que el barco se elevara y cayera con la lánguida elegancia de una bailarina. De abajo surgían risas, sus padres bromeando mientras comprobaban el equipo de buceo, bromas sustituidas por gritos mientras eran engullidos por las aguas, mientras el sol era devorado por la noche, mientras el viento y el agua sangraba con oscuridad y más gritos.

Sus gritos, mientras sus padres seguían hundiéndose, escapándose de su agarre. Ella giraba, gritaba, intentaba alcanzarlos, devorados por el mar nocturno, ella gritaba no, no, NO, NO…».

 

Kate despertó bañada en un sudor frío, la garganta ronca de los gritos recordados, el corazón acelerado, la respiración casi imposible, el chirrido de la alarma en sus oídos.

«No era más que un sueño», se dijo a sí misma.

«Solo otra pesadilla más».

Debería estar acostumbrada. Las había sufrido desde la noche en que sus padres habían muerto. Desde que no había sido capaz de salvarlos de las voraces aguas.

Bucear de noche era peligroso.

Y en esos momentos se dirigía de regreso hacia su mayor fracaso, su mayor temor.

Capítulo 1

 

Holden Cameron estudió el interior del modesto aeropuerto de St. Vincent con los ojos del viajero mundano que había vivido y trabajado en zonas de guerra. Instintivamente, buscó alguna señal de peligro en el lenguaje corporal de la gente que lo rodeaba. No esperaba encontrar ninguna, pero había aprendido que lo inesperado podía matarte.

«Estás retirado por prescripción médica», se recordó a sí mismo. «Eres un maldito consultor».

«Y te diriges al encuentro de una familia de ladrones».

Un hombre inteligente se mostraría desconfiado. Holden no había sobrevivido tantos años por ser estúpido. Y, si necesitaba algún recordatorio, el punzante dolor en su muslo izquierdo serviría. La cicatriz de la herida de metralla se había borrado parcialmente, pero los cambios de presión que sufría cuando volaba, o sobre todo cuando buceaba, le hacían ver las estrellas.

Distraídamente se frotó el muslo y se preguntó cuál de los nativos que se arremolinaban en la terminal de llegada sería su guía. La mayoría vestían ropas sueltas de alegres colores que les permitían soportar con comodidad el constante calor de St. Vincent. La única excepción era el pálido inglés de cabellos grises que había embarcado con él en Heathrow.

«Al pobre bastardo le va a dar una apoplejía. Los trajes no encajan bien con el clima de St. Vincent, pero hay que guardar las apariencias frente a los nativos».

La mirada divertida de Holden se apartó del hombre y estudió los rostros de la gente que miraba los rostros de las personas que bajaban del avión. Nadie parecía interesarse por él. Se apartó de la multitud y apoyó la espalda contra una pared mientras observaba y esperaba llamar la atención de alguien, sin dejar de prestar atención a las personas que lo rodeaban.

Casi todo el mundo en el aeropuerto de St. Vincent tenía los cabellos tan negros como el suyo, aunque considerablemente más rizados. Los acompañaban de distintos tonos de piel, resultado de cientos de años de mestizaje entre europeos y africanos que antiguamente habían sido esclavos. Lo empezado por la genética había sido pulido por el sol. La musicalidad de sus voces resultaba relajante, como las olas del mar lamiendo la orilla bajo la luz de la luna.

Un destello pelirrojo llamó su atención. La mujer iba vestida de manera informal y parecía sutilmente ansiosa. Su cabello era brillante, recogido en una cola de caballo, y no parecía teñido. Algunos mechones ondulados por la humedad se le pegaban al rostro y al cuello. Las curvas de su cuerpo eran dignas de una bailarina exótica. La piel era pálida, con la suficiente cantidad de pecas para despertar el deseo de tocar y saborear.

Aunque a Holden le gustaban las mujeres de cualquier forma, color y tamaño, siempre había sentido debilidad por las pelirrojas. Unos ojos luminosos, del mismo color turquesa de las profundidades tropicales, lo miraron fijamente, dudaron, y se desviaron, buscando.

«Lástima», pensó sin apartar la vista de la pelirroja. «No me importaría pasar unas semanas retozando con ella en la isla, descubriendo y lamiendo cada peca. Pero he venido para supervisar a un montón de buceadores canallas que parecen guardarse más de lo que deberían. La codicia humana: tan segura como la gravedad».

Cambió el peso del cuerpo a la pierna buena y esperó. Y observó. Si no aparecía nadie, sería un punto negativo más en la cuenta de Moon Rose Ltd.

 

 

La multitud se movía cambiante como aguas de colores.

Kate seguía buscando al británico de piel pálida, pero no veía a ningún posible candidato.

¿Había perdido el vuelo? De inmediato rechazó la idea.

Los contables eran precisos. Iba con el empleo. Lo más probable era que Larry se hubiera equivocado de hora, incluso de día. Los buceadores tenían su propia noción del tiempo. Su hermano y ella habían nacido y crecido a bordo del Golden Bough, pero ella era capaz de adaptarse a cualquier ambiente en el que se encontrara. Larry… bueno, a Larry le gustaba la idea de que el tiempo se dividía en más tarde, mucho más tarde y nunca.

De nuevo buscó entre los europeos recién llegados. El hombre apoyado contra la pared, y que estudiaba a la multitud a través de unas gafas de sol de espejo, estaba en demasiada buena forma, y tenía demasiada presencia física para resultar convincente como contable. El hombre barrigudo con traje tropical hablaba en algo que sonaba a ruso, no un inglés de Londres. Otro hombre iba acompañado de una despampanante mujer, y hablaba un inglés más propio del Bronx. El hombre delgado y pálido, impecablemente trajeado, aparentaba inseguridad, buscaba a alguien, y parecía lo bastante mayor para ser su abuelo.

Su atención volvía una y otra vez al individuo apoyado contra la pared. Había atraído no pocas miradas femeninas, pero sin corresponder a ninguna. La camisa azul oscura era de manga corta y cuadrada en los bajos, indicada para llevar por fuera de los pantalones caquis. Un macuto descansaba junto a sus pies. Sin moverse, dominaba todo el espacio. Sus rasgos eran una inusual mezcla de fuerza y refinamiento, el rostro curiosamente céltico, la piel de un sedoso tono de miel.

«Me pregunto de qué color serán sus ojos».

Kate se sacudió mentalmente. Solo llevaba en la isla el tiempo suficiente para haber guardado el equipaje en la vieja pickup que Larry había dejado en el aparcamiento, pero ya había sucumbido a la perezosa sensualidad de St. Vincent, donde las voces eran musicales, la temperatura hecha para la piel desnuda, y la superficie del mar estaba siempre cálida.

El mar.

Kate se frotó la piel de gallina y, bruscamente, eligió. El hombre pálido era más mayor de lo que había esperado, pero por lo demás parecía el adecuado. Estaba a unos tres metros del intrigante hombre del macuto.

El hombre canoso, de aspecto demacrado, empezaba a parecer preocupado. Tenía unos ojos azul claro y el peso del traje parecía a punto de derribarlo.

—Bienvenido a St. Vincent, señor Holden —saludó ella con la mano extendida—. Soy Kate Donnelly, de Moon Rose Limited. Me indicaron que debía reunirme aquí con usted.

—Muy amable por su parte —el caballero le estrechó la mano y sonrió—, pero me temo que ha habido un error. Estoy esperando a mi nuera —miró a su alrededor—. Y allí está.

Sorprendida, Kate fue testigo del abrazo entre el sonriente inglés y una mujer de piel de ébano. De inmediato empezó a preguntarle por sus nietos.

«De acuerdo. Te has equivocado de hombre», pensó Kate.

—Discúlpeme —se oyó una voz grave a su espalda—. No he podido evitar oír la conversación —el acento era de un británico de clase alta con algo más—. Estoy esperando a alguien de Moon Rose Limited.

Kate tuvo que recordarse a sí misma la necesidad de respirar. Ese era el hombre que no parecía contable.

—Soy Kate Donnelly. Moon Rose es la empresa de mi familia.

—A su servicio.

«Ojalá», pensó ella.

—Es usted el contable enviado por el gobierno británico. ¿Ha venido para reemplazar al otro británico a bordo?

—No exactamente. Tengo entendido que Farnsworth deberá permanecer cerca para catalogar todo hallazgo que resulte en cada zambullida. Soy consultor de proyectos de buceo. Mi trabajo consiste en asegurar que todo esté en orden.

—Me había equivocado. Encantada de conocerlo, señor Holden —Kate aceptó la mano extendida y la apretó con firmeza antes de soltarla. Así le habían enseñado a saludar cuando se trataba de negocios.

Y aquello era un negocio.

Pero, cuando ese hombre se quitó las gafas de sol, olvidó todas las buenas prácticas de trabajo. Ante ella estaban los ojos más impresionantes que hubiera visto jamás, una mezcla de azul, verde y oro que, tras girar en un caleidoscopio, se hubieran congelado en un instante.

—Me llamo Holden Cameron.

—Lo siento —a Kate le llevó varios segundos comprender—. Solo me dieron el nombre de C. Holden. Encantada de conocerlo, señor Cameron.

—Es una pena que los negocios no puedan mezclarse con el placer —Holden se encogió de hombros y volvió a ponerse las gafas de sol—. Pero así es, y así debe seguir siendo.

«Cierto», pensó ella. «Negocios y solo negocios. Podrías utilizar esa voz para refrigerar la isla entera».

—¿Algún equipaje aparte de la bolsa?

—No. Solo me quedaré el tiempo suficiente para decidir si debería recomendar cerrar este proyecto.

—Puede que le sorprenda lo bien que van las zambullidas —sugirió ella, disimulando con frialdad su temor de haber llegado demasiado tarde para poder ayudar.

—¿Nos ponemos en marcha? —fue lo único que salió de los labios del hombre.

Y no era una pregunta sino una orden.

Kate encajó la mandíbula. El primer hombre capaz de sacarla de su hibernación sexual que había visto en años tenía la sangre de la temperatura del océano a treinta metros de profundidad.

—Cuanto antes empecemos, antes terminaremos —susurró ella—. Sígame.

Mientras salía por la puerta hacia el aparcamiento bañado por el sol, se preguntó cómo iba a soportar el cubito de hielo británico de impresionantes ojos las condiciones a bordo de un barco de buceo.

«Eso es problema de Larry».

«Y me muero por pasárselo».

Sin mirar atrás para comprobar si su contable la seguía, se abrió camino entre la gente y se dirigió hacia el vehículo.

A Holden no le resultaba nada difícil seguir a la mujer de cabellos llameantes y hermosos ojos de mirada desconfiada. Sus andares conseguían poner en alerta depredadora hasta el último de sus sentidos masculinos. Se preguntó si no sería una cortina de humo destinada a distraerle de llegar al fondo de lo que fuera que hubiera tras las cuentas de Moon Rose y los lamentables rescates de tesoros. La idea resultaba atractiva. El sexo era un arma poderosa.

Pero, cuanto más pensaba en ello, menos probable le parecía. La mujer se había mostrado amistosa, a la desenfadada manera estadounidense, pero, cuando él se había instalado en la rutina del recto bastardo británico, se había retirado con una finalidad que no tenía nada que ver con el flirteo.

«Una pena que mi trabajo me exija ser un palo», pensó Holden con cierta tristeza, «pero los buceadores son tipos marginales. No respetan a nadie que no sea como ellos».

Y él debería saberlo. Era uno de ellos.

O al menos lo había sido.

Siguió las ondulantes caderas de Kate al exterior, donde el aire era ardiente, húmedo y densamente perfumado con una mezcla de plantas tropicales y humos provenientes de los tubos de escape de los taxis. Unos arbustos de espectacular color verde los recibieron cargados de flores rosas y moradas. Hileras de palmeras bordeaban el colorido edificio del aeropuerto, filtrando la luz con sus hojas con forma de abanico.

La escasa sombra duró poco y, antes de pisar el asfalto gris del aparcamiento, Holden ya sudaba copiosamente. Aunque la temperatura ni se aproximaba a la de los desiertos del norte de África, la humedad era cargante. Sabía que en un par de horas, o días, dejaría de sentir esa humedad, de modo que optó por ignorarla. El sudor formaba parte de la vida, como el dolor del muslo, o el inusual color de sus ojos.

—Arroje la bolsa a la parte trasera —le sugirió Kate.

Holden estudió el insignificante medio de transporte. No le sorprendía que las puertas estuvieran abiertas y las ventanillas bajadas. Ningún ladrón que se respetara robaría ese viejo trasto. La capota era de color diferente a la tapicería, las ruedas estaban desgastadas, faltaba el portón trasero, las puertas eran diferentes entre sí, y la carrocería estaba tan descolorida como el asfalto.

—El abuelo solo invierte dinero en algo que flote o bucee —Kate sonrió resplandeciente.

Holden enarcó ambas cejas y dejó la bolsa en la parte trasera junto a una pequeña y oxidada caja de herramientas soldada al suelo de la pickup. Buscó unas correas, pero lo mejor que encontró fue una cuerda gastada por el trabajo duro en el mar. Con unos cuantos nudos expertos, aseguró el macuto.

Ella lo observaba y pensó en explicarle que no iban a ir lo bastante deprisa como para que la bolsa se le cayera de la camioneta, pero optó por subirse a la ardiente cabina y poner el motor en marcha. Tras el cuarto intento, un estallido de humo surgió del tubo de escape y el motor se acomodó a un inestable ritmo.

Unos cuanto puñetazos consiguieron abrir la guantera. El mapa que indicaba el camino hasta la casa alquilada era primitivo, pero junto con lo que había consultado por Internet aquella mañana, no se perdería.

Al fin su inexpresivo invitado abandonó el equipaje y se acomodó en el asiento del copiloto. La camioneta se hundió notablemente.

«Debe de ser todo músculo y huesos», pensó ella. «Debe de ser uno de esos consultores conocidos como apagafuegos. La munición es opcional».

—¿Es buceador? —preguntó Kate.

—¿Por qué lo pregunta?

—Porque se le ve muy fuerte. Los buceadores no tienen grasa. La queman toda.

—Interesante —observó él.

Unos gritos y el agudo trino de los pájaros llenaron lo que habría sido un incómodo silencio tras el neutro comentario.

«Menudo conversador», reflexionó ella. «Madre mía, va a ser un trayecto de lo más entretenido. Veamos, quizás quince minutos hasta salir de la ciudad y apenas dos kilómetros hasta la casa de alquiler».

Cambió de marcha, soltó el embrague y condujo despacio hacia la carretera.

—¿Está muy lejos el barco? —preguntó Holden.

—Depende del plan de buceo de Larry.

—¿Por qué?

—Va a recogerle en la cabaña que la empresa alquiló para su amigo. La casa está a unos diez minutos andando desde el muelle de repostaje, la tienda de efectos navales y la marina comercial que utiliza Larry. La isla no es muy grande.

El hecho de que Holden fuera capaz de seguir su elíptica conversación le indicó a Kate que era bastante más espabilado que el buceador medio.

—Malcolm Farnsworth es un empleado contratado, igual que yo —aclaró Holden—. No lo conozco personalmente, y desde luego no lo considero mi amigo.

—No sé por qué, pero no me sorprende.

—Pensaba que Farnsworth se alojaba en el Golden Bough —algo fugazmente parecido a una sonrisa alteró los rasgos de Holden.

—Larry lo sabrá —ella se encogió de hombros—. Yo acabo de llegar.

—Eso lo explica.

—¿Explica el qué? —Kate se había propuesto no preguntarlo, pero lo hizo.

—Piel clara. Muy difícil de conservar así en el trópico, a no ser que solo salga de noche.

—Siento defraudarle. No hay sangre de vampiro en la familia Donnelly.

—Qué terriblemente ordinario —él la miró de reojo.

—Desde luego nos facilita la vida. No creo haber oído hablar nunca de un vampiro buceador.

—¿Sabe cuánto se tarda en llegar a la casa de alquiler? —de nuevo el amago de sonrisa.

—No, pero insisto, la isla es pequeña.

Transcurrieron cinco minutos. Una infinita vegetación verde, interrumpida ocasionalmente por brillantes imágenes del mar, bordeaba la carretera.

—¿Siempre hace tanto calor? —preguntó Holden.

—Tendrá que preguntarle a algún guía turístico. Hace años que no vivo aquí.

—Pero es uno de los buceadores Donnelly, ¿no es así?

—Ya no —el tono de voz de Kate no animaba a hacer más preguntas.

Holden pensó en seguir la pista. Hasta que se había presentado en el aeropuerto, no había sabido nada sobre ninguna Kate Donnelly a sueldo o a bordo del barco de buceo Golden Bough. Iba a tener que pedir más información al departamento de antigüedades.

—¿No soportaba las llagas en las manos y la pérdida de oído? —insistió—. ¿O eran los daños neurológicos los que la alejaron del buceo?

—Era una buceadora muy precavida, no sufrí ningún daño.

—Debió dejarlo muy joven.

—Lo bastante joven.

—De modo que tampoco sufrirá de osteonecrosis disbárica —sugirió Holden—. Sabia elección.

—Solo he entendido la mitad de lo que ha dicho —contestó ella—. Osteo. Hueso. ¿Se refiere a la artritis? Muchos buceadores acaban sufriéndola. El abuelo ha recibido su parte. ¿Es médico? —lo miró unos instantes antes de devolver su atención a la carretera.

—Bucear puede provocar artritis —admitió Holden—. A veces obliga a reemplazar una articulación por culpa de la muerte de un hueso, por eso se llama osteonecrosis. Y no, no soy médico, pero sé algo de actividades submarinas. De lo contrario no sería útil para este trabajo.

El hecho de que fuera su primer trabajo civil desde que había resultado herido se lo guardó para sí mismo. La gente del departamento de antigüedades había consultado con el médico militar y lo habían considerado apto para ejercer como consultor de buceo de rescate, sobre todo dado que había quedado claro que iba a acabar con el proyecto. No se esperaban más zambullidas de él.

Holden no se quejaba. Había buceado lo suficiente desde el accidente para saber que la herida era manejable bajo el agua. Dolía como un demonio, pero podía bucear.

Kate redujo la velocidad hasta adecuarla a la de un autobús turístico pintado de verde y que parecía un gigantesco escarabajo corriendo por la carretera. De las ventanillas abiertas surgían numerosas manos que se agitaban en la brisa como flores buscando el sol caribeño.

A medida que el silencio se prolongaba, decidió que ser amable no le había funcionado. De modo que pasó a la acción directa.

—Mi hermano no tenía muy claro cuál era su cometido, de modo que no sé qué clase de información necesita.

—Considéreme un consultor de buceo.

—El abuelo y Larry podrían considerarse consultores de buceo —contestó ella con voz neutra—. ¿Cuál es su propósito en concreto?

—Evaluar la operación. Sin duda su hermano le habrá mencionado que no tienen gran cosa que mostrar a pesar de todas las zambullidas. El departamento de antigüedades me envió para taponar los agujeros económicos, por así decirlo. Nuestros hombres del tiempo han anunciado al menos una fuerte tormenta de aquí a una semana. No tiene sentido mantener activo un proyecto perdedor mientras esperamos a que el tiempo mejore.

—Según los papeles que he visto —sugirió ella con cautela—, no hay ningún «agujero económico», salvo los habituales gastos de cualquier zambullida.

Holden consideró señalar lo obvio: que le habían enviado porque se sospechaba de incompetencia o robo, o ambas cosas, pero decidió guardarse esa perla para otra ocasión. Por los archivos que había visto, Moon Rose Ltd., era una empresa arruinada.

«Una lástima, pero el fracaso es más habitual que el éxito», pensó él. «El miembro de la familia Donnelly que no bucea puede que sea la mujer más hermosa jamás nacida, pero eso no cambiará el resultado. Cada zambullida que suscribe el departamento debe proporcionar beneficios o prestigio, mejor si son beneficios».

—Si no hay ningún agujero económico, entonces no hay ningún problema que deba descubrir —le aseguró Holden.

El resto del trayecto transcurrió en silencio, salvo por el viento que entraba por las ventanillas y el ocasional y estridente trino de los pájaros.

La casa estaba en una tierra que la selva había reclamado a un previo uso agrícola. Tal y como era preceptivo en un paraíso tropical, la arena de la playa resplandecía blanca bajo el sol, las palmeras mostraban su elegancia y el mar estaba transparente y tranquilo. St. Vincent tenía unas cuantas playas de arena negra, cortesía de los volcanes locales, pero la casa no estaba situada junto a ninguno.

Kate detuvo la camioneta al final de un camino de tierra que servía como calle y se esforzó al máximo por no mirar hacia el agua. Olerla, oír a las gaviotas, bastaba.

En realidad, era excesivo.

Agarró el volante con las manos agarrotadas y se concentró en la respiración. Sin la distracción de la conducción, la realidad de dónde se encontraba tiraba de ella como una gélida corriente.

Holden echó un vistazo al paisaje, sin perder ningún detalle, deteniéndose sobre el muelle flotante inclinado y el barco auxiliar de aluminio amarrado a él. Había un pequeño camino desde la casa, apenas una cabaña, hasta el muelle. Hacia la parte trasera de la propiedad no se veían más que viñedos, arbustos y árboles.

La vivienda era rústica hasta el punto de la demolición. Caso de que la madera exterior hubiera sido pintada alguna vez, la pintura hacía tiempo que se había desgastado. La base se asemejaba a alguna clase de cemento mezclado por manos inexpertas. El tejado, en su momento cubierto por tejas, no era más que una mezcla de piezas de latón corrugado clavadas sobre las eventuales goteras que hubieran ido apareciendo.

Kate se bajó de la pickup sin decir una palabra, sacó las cajas de cartón de la parte trasera y caminó por el pedregoso sendero hasta la entrada. La puerta estaba abierta. Entró y dejó las cajas en el interior. Un rápido vistazo a su alrededor le indicó que el mobiliario estaba tan destartalado como el resto de la casa. Al menos la electricidad parecía funcionar, a juzgar por el molesto zumbido de la nevera.

Resignada, se encogió de hombros. Conociendo a su abuelo, y consciente de los problemas financieros por los que atravesaba la empresa de rescate de objetos, no había esperado el Ritz. Tras una investigación más exhaustiva descubrió dos diminutos dormitorios, un cuarto de baño y una cocina americana. La puerta trasera conducía directamente a la jungla.

Regresó a la camioneta para recoger su equipaje. Holden seguía estudiando la fachada y sus alrededores desde detrás de las gafas de espejo.

—No es gran cosa —le concedió ella—, pero servirá. El dormitorio de la parte trasera tiene dos literas. Usted y su compañero pueden compartirlo.

—Me he alojado en sitios peores —fue la contestación de Holden.

—Cuánto optimismo, ni siquiera ha visto el interior.

—Me resulta irrelevante. A fin de cuentas, dormiré a bordo del Golden Bough.

Kate recordó el comentario de su hermano sobre lo abarrotado que estaba el barco. Pero decidió que donde durmiera Holden era problema de Larry, no suyo. Lo único que importaba era que ella permanecería en tierra firme. Punto final. Con un poco de esfuerzo y mucha concentración para aclarar los irrisorios libros de cuenta de su hermano, apenas sería consciente de que estaba a un paso de su peor pesadilla.

Y, si se lo repetía con la suficiente frecuencia, quizás acabaría por creérselo ella misma.

—¿En qué habitación? —Holden se reunió con ella en la puerta y tomó su equipaje.

—La de una sola cama, gracias.

Kate lo observó caminar con soltura por el estrecho pasillo y de nuevo pensó que era una pena que algo tan bonito estuviera envuelto en un bloque de hielo. De repente su mirada se posó en el trocito de papel fijado a la nevera con un llamativo imán con forma de pez.

 

Hola, hermanita,

Bienvenida a casa. Los turnos de buceo han cambiado. Tráele al barco, ¿de acuerdo?

L.

 

Tuvo que leer la nota tres veces antes de que amainara el zumbido de sus oídos y recuperara el hábito de respirar.

«¡No puede hacerme esto!»

Pero lo había hecho.

Capítulo 2

 

El primer impulso de Kate fue agarrar el equipaje y regresar al aeropuerto, y al infierno con el negocio familiar. Pero ya había huido en una ocasión, hacía muchos años. En realidad seguía huyendo. Por tentadora que le resultara la idea en esos momentos, ceder al miedo no iba a conducirle a la larga a ningún sitio en el que le gustara estar.

Soltó aire con fuerza, respiró hondo y repitió el proceso de nuevo hasta que la cabeza dejó de parecerle a punto de explotar.

«El día es soleado y el mar está en calma. Hasta los vientos alisios parecen haberse tomado vacaciones, como suelen hacer siempre en agosto y septiembre. Llevo pilotando barcos desde los ocho años. Puedo hacerlo. Por eso regresé, ¿no? Para superar lo sucedido. Para dejar de despertarme gritando en medio de la noche».

Continuó respirando hasta automatizar el proceso.

Holden entró en la cocina americana y percibió a una tensa e inmóvil Kate, los puños apretados en torno a lo que parecía un pedazo de papel.

—¿Va todo bien? —preguntó.

—De fábula —masculló ella entre dientes. «Voy a matar a mi hermano».

—Excelente —contestó el.

Y a continuación se preguntó por qué tenía ese aspecto furioso, salvaje y aterrorizado, como un animal acorralado.

Mientras él se dirigía a la camioneta en busca de su equipaje, ella sacó un cortavientos y una gorra de la maleta. Holden le dio alcance y la siguió hacia el muelle. Aunque los hombros se mantenían rígidos, la facilidad con la que se movía sobre el inestable muelle le indicó que no era ajena a tener agua bajo los pies. Lo mismo percibió al verla saltar del muelle a la cubierta, y de allí hacía a la cabina abierta.

Holden contempló el barco auxiliar de aluminio. Medía entre cinco y seis metros de largo y poseía dos potentes motores fuera borda. La cabina delantera apenas contenía dos bancos con respaldo, y el parabrisas. Bajo el asiento de popa había un compartimento de combustible. La zona de cargo estaba abarrotada con varias abrazaderas y anclas de amarre. La mayoría estaba en uso y sujetaban de todo, desde botellas de aire comprimido hasta alimentos que aguardaban ser transportados hasta el Golden Bough.

La superficie del barco poseía la pátina del metal muy desgastado, azotado y surcado por miles de pequeñas cicatrices y arañazos. Del exterior de la borda colgaban trozos de viejos neumáticos. El improvisado borde de goma no era muy estético, pero cumplía con su cometido. En la zona de popa, y con letras medio borradas, podía leerse el nombre del barco: TT Golden Bough2.

«Uno de los barcos auxiliares del barco principal», reflexionó Holden para sí mismo mientras repasaba mentalmente la lista de equipamiento que figuraba en el contrato.

«Me pregunto dónde estará el otro, además de la costosa lancha que emplea Farnsworth».

Segundos después de que Kate hubiera saltado a bordo, se oyó el rugido del motor, bastante más uniforme que el de la camioneta. Holden repasó la parte inferior del barco de aluminio. Se veía un poco de agua a lo largo de la unión central, pero nada fuera de lo normal.

«De acuerdo», pensó, «al menos los Donnelly mantienen el equipo auxiliar y de buceo en buen estado».

Kate salió de la cabina y lo miró, preguntándole en silencio qué hacía todavía en el muelle.

—¿Quiere que suelte amarras? —preguntó él.

—No hace falta. Nuestras embarcaciones están preparadas para ser manejadas por una sola persona.

Holden lo tomó como una invitación y saltó a cubierta sin apenas provocar un leve movimiento de vaivén en el barco. El muslo protestó, pero ya estaba acostumbrado. Guardó el equipaje bajo el asiento en la cabina exterior y observó a Kate saltar al muelle y soltar amarras sin apenas esforzarse.

Con el pie apartó el barco del muelle, saltó ágilmente a bordo y se situó rápidamente, aunque no descuidadamente, en el puesto de mando. Enseguida la embarcación navegaba al máximo que permitía su diseño. Mientras pilotaba, comprobaba el rumbo en la pequeña pantalla de navegación. Una multitud de líneas punteadas señalaban hacia el mar y convergían en un mismo lugar.

A pesar de la tensión que se evidenciaba en el bonito rostro, para Holden resultaba evidente que sabía manejar un barco, quizás tan bien como él mismo. Su cuerpo se flexionaba con el movimiento cambiante del agua, manejaba los controles con el automatismo del experto y, sin embargo, la expresión de su rostro revelaba que se estaba viendo forzada a hacer algo terrorífico.

—No le gusta el mar, ¿verdad? —preguntó Holden, subiendo el tono de su voz para hacerse oír por encima del rugido de los motores.

Durante unos segundos pareció que ella no le hubiera oído.

—No me gustan las coles, pero me las como —contestó ella al fin—. La vida rara vez consiste en hacer lo que te gusta.

Mientras hablaba, Kate sentía que algo se aflojaba un poco en su interior. Podía hacerlo. Realmente podía. Solo tenía que mantener su mente alejada de las pesadillas.

«El mar que rodea St. Vincent es hermoso», se recordó a sí misma. «De variados y luminosos tonos de azul».

Mantuvo obstinadamente la vista fija en la superficie del agua, cálida, calma y llena de luz.

—El lugar de buceo está a unos cinco kilómetros de uno de esos islotes, ¿verdad? —preguntó él mientras señalaba hacia las manchas negras que empezaban a surgir en medio del mar.

La tensa calma de Kate se evaporó a la mención de la palabra «buceo». Sus padres habían muerto frente a esos islotes, buscando el legendario barco de Bloody Green.

—No lo sé —contestó—. Yo solo sigo la ruta que otro ha introducido en el ordenador de navegación.

Pero mientras lo decía, una mezcla de recuerdo e instinto, y muchas pesadillas, le aseguraron que el Golden Bough estaba anclado inquietantemente cerca del lugar donde había desaparecido su madre y de donde había sacado el convulsionante cuerpo de su padre de un tormentoso mar.

Kate empujó el recuerdo al fondo de su mente, donde le aguardaba la oscuridad, y se concentró en ver materializarse el Golden Bough a lo lejos. El casco negro y la superestructura de color rojo destacaban en la línea azul del cielo y del mar como si fuera una baliza. Cuanto más se acercaba, más veía que llevaba mucho tiempo en el mar. Le hacía falta una concienzuda sesión de limpieza y pintura.

«No sé cómo sacará el abuelo lo bastante de este ingrato trabajo para el mantenimiento básico».

Para desviar el pánico que roía los límites de su autocontrol, Kate se concentró en separar el Golden Bough de la bamboleante mancha oscura de sus pesadillas.

Repleta de antenas y radares, la torre de mando del barco se alzaba por encima de la cubierta delantera. Era una obra de bloques de construcción, añadidos uno tras otro a lo largo de décadas. Un enorme brazo metálico dominada la cubierta de popa. La grasa y el fluido hidráulico goteaban de todas las juntas, proclamando que el Golden Bough era un barco duro, resistente, de trabajo. Al igual que el capitán, era pragmático y rudo, y se negaba a ser consignado a la historia.

«No hay nada que temer», se aseguró Kate. «Nada de nada».

—Ya no cumple los sesenta —observó Holden con sequedad.

—El Golden Bough fue adquirido en 1966, y construido en 1959 en Providence por Cooper Shipping Works —le informó ella distraídamente—. Cuando su último propietario se arruinó, el abuelo lo compró.

Holden hizo un sonido apreciativo. El constructor era conocido a ambos lados del Atlántico por fabricar unos barcos asequibles y excepcionalmente sólidos.

—Ya no resulta fácil conseguir una calidad como esta —observó.

—Eso es lo que dice siempre el abuelo.

Kate soltó el acelerador mientras se acercaban a estribor, donde parte de la borda de la cubierta inferior era articulada para abrirse hacia dentro. Los buceadores que no estaban de servicio asomaron la cabeza sobre la barandilla y los contemplaron con curiosidad. Ella los saludó agitando una mano en el aire mientras acercaba la embarcación auxiliar a la apertura lateral.

Holden hizo un repaso mental del barco. A pesar de su falta de lustre, era capaz de recuperar cualquier cosa que el mar estuviera dispuesto a escupir, suponiendo que los motores estuvieran bien cuidados. En ocasiones un envoltorio limpio y brillante no hacía más que recubrir un interior podrido.

—Ahí está Larry —anunció Kate mientras el barco auxiliar topaba suavemente con el barco más grande—. Enseguida bajará. Puede arrojar su equipaje a cubierta, mantendré el barco lo bastante cerca para que pueda saltar a bordo y dirigirse a la cubierta inferior.

—¿Quiere que lo amarre?

—Yo me marcho —contestó ella, consciente de que su voz estaba cargada de miedo. «Menuda manera de hacer amigos. Piensa en ese exterior tan sexy y no el robot que lo envuelve»—. Mi trabajo está en tierra firme, gracias. Esperaré aquí hasta que la tripulación haya descargado los suministros.

En cuanto hubo terminado la frase oyó la voz de su hermano.

—Date prisa, hermanita, lánzame un cabo. ¡No te veía desde las pasadas Navidades!

Ella alzó la vista y se encontró con numerosos rostros fijos en ella. Rostros cuya piel oscilaba del ébano al marrón, pasando por la enrojecida y pecosa cara de su hermano. Unos mechones de cabellos color naranja sobresalían del sombrero.

Durante un instante tuvo de nuevo cinco años y contemplaba el rostro de su padre. Los ojos se le llenaron de punzantes lágrimas.

«Maldito seas, Larry. Sabes que no quiero volver a subir a bordo. Y sabes que debería hacerlo».

«Igual que lo sé yo».

«Pero me niego a bucear. No hay suficientes tesoros en todo el Caribe para obligarme a hundirme bajo el agua otra vez».

Holden le arrojó un cabo a Larry, que lo ató rápidamente, permitiendo al contable ver cómo la hermosa piloto palidecía, se sonrojaba, y volvía a palidecer antes de apagar los motores. Su boca era una fina línea de determinación, algo difícil de lograr con unos labios tan carnosos. Esos labios despertaban deseos de besar y mordisquear. Por todas partes. Todo lo cual, por supuesto, resultaba de lo más inapropiado. Estaba allí con una misión, no para disfrutar de unas vacaciones con sexo.

Lástima que su cuerpo y su mente no estuvieran de acuerdo.

—Después de usted —se ofreció educadamente.

Holden observó a Kate saltar de la embarcación auxiliar al barco con la rapidez y la rabia de un gato escaldado. El hombre que se suponía era su hermano la obsequió con un fuerte abrazo. Tras unos instantes de rigidez, ella le devolvió el abrazo.

Holden sintió envidia del hermano, aunque seguía sin tener clara la dinámica familiar. El murmullo de la tripulación le recordó que debía alejar sus pensamientos de esa mujer y concentrarse en el trabajo.

Según el informe recibido, Larry era el capitán del barco y jefe de las operaciones de buceo, pero siempre cedía el protagonismo al viejo Donnelly. Patrick Donnelly era, en el mejor de los casos, un sinvergüenza. Y en el peor, un ladrón. También era un legendario cazatesoros que había perdido a su hijo y su nuera durante una expedición de buceo en busca del tesoro de un pirata. Como todos los cazadores de tesoros, ningún botín que hubiera encontrado Patrick Donnelly poseía el atractivo de lo que aún permanecía en el fondo del mar, esperando ser descubierto. La muerte de su hijo ni siquiera le había hecho tomarse un descanso.

«Es una enfermedad», pensó Holden. «O una locura. En cualquier caso, ha infectado a su nieto. Pero no a la curvilínea y tentadora nieta».

Una vez más se obligó a arrancar sus pensamientos de Kate y a centrarse en la tripulación que se acercaba a saludar a los recién llegados. Por el tono oscuro de su piel, la mayoría eran nativos de alguna parte del Caribe. Poseían los cuerpos delgados y fibrosos de los buceadores. Al igual que el cuarto hombre, aunque sus cabellos lisos y oscuros, y piel bronceada, le conferían un aire más hispano. Todos estaban impecablemente afeitados. Los buceadores solo se dejaban crecer el vello facial cuando no trabajaban. Las barbas, los bigotes, y cualquier combinación de ambos, interferían en la hermeticidad entre la máscara de buceo y el rostro, lo que significaba que interfería en las posibilidades de supervivencia.

Un desarrapado hombre rubio, los largos cabellos atados con una cuerda de cuero, apareció en cubierta. La barba y la cuchara de madera impregnada de harina le señaló como el cocinero.

Todos observaban a Holden con expresión de sospecha.

«Perfecto», pensó él con amarga satisfacción. «Porque no estoy aquí para adoptarlos o pagar una ronda de cervezas. Ha llegado la hora de perfeccionar el numerito del bastardo».

Lanzó el equipaje a cubierta y se reunió con el resto a bordo.

Kate lo sintió a su espalda, dudó un instante, y se dirigió a su hermano en tono suave.

—Si intentas engañarme para que me ponga un traje de buceo, te meteré el regulador de presión tan adentro que escupirás metal.

—Esa es la vieja Kat —Larry soltó una sonora carcajada—. ¡Bienvenida a casa!

Ella le tiró del pelo para asegurarle que iba en serio y se volvió hacia Holden. Pero, antes de poder hacer las presentaciones, Larry dio un paso al frente y extendió una mano.

—¿Señor Holden?

Holden sacudió la cabeza al tiempo que le ofrecía su ensayado apretón de manos, flojo como un pez muerto.

—Es señor Cameron. Repase los documentos. Me encantará que me ofrezca una visita guiada de la operación, después de que me haya indicado dónde me alojaré.

Kate miró al contable de reojo. Parecía empeñado en mostrar el aspecto menos atractivo de su personalidad.

—Dormirá en tierra firme —contestó Larry con sequedad—. Aquí no hay sitio —señaló a su alrededor—. Este no es un maldito barco de recreo.

—Excelente, porque no soy ningún turista —Holden esperó, mirando a través de sus impenetrables gafas de sol, mientras Larry enrojecía como un tomate—. Mi alojamiento, por favor.

La tripulación se revolvió nerviosa, la desconfianza dando paso a la curiosidad por saber quién terminaría por ceder.

Aunque Holden parecía no haberse dado cuenta de la presencia de la tripulación, estaba pendiente de cada gesto, cada cambio de expresión en sus rostros. Las reacciones le indicarían si Larry era el jefe solo sobre el papel, o si los buceadores le apoyarían en una pelea.

Por el momento, se limitaban a escuchar y esperar.

Al igual que Kate. Su expresión, más bien escéptica, le indicaba que no se estaba tragando del todo su representación. Holden intentó lamentar no ser un completo bastardo ante sus ojos, pero no pudo. Esa mujer era demasiado atractiva para poderse resistir, y su inteligencia formaba parte de ese atractivo.

Por suerte, su hermano era mucho más influenciable. Y ya mostraba signos de desear arrojarlo por la borda.

—¿Quién murió dejándole como rey del universo?

—¿Hace falta que lo repita? Revise los documentos. El contrato especifica que debe proporcionar alojamiento y manutención a cualquier representante, o representantes, del departamento de antigüedades de…

—Le daré alojamiento y comida —interrumpió Larry—. Pero no a bordo del barco de buceo. Se quedará en tierra firme con Kate y Malcolm, a no ser que él siga a bordo, poniéndose al día con su inventario.

—No lo creo —los labios de Holden se curvaron en un simulacro de sonrisa—. Lo poco que hayan podido encontrar de valor no debería ocuparle tanto tiempo.

Kate agarró a su hermano de la muñeca, consciente de su temperamento impredecible. Cuando se le sometía a presión, solía explotar.

—En realidad —ella se volvió hacia Holden—, lleva el mismo tiempo catalogar adecuadamente un fragmento de vasija que un doblón de oro —el tono de su voz indicaba que él debería saberlo.

—Es una pena que los fragmentos de vasijas no cubran los gastos —observó Holden.

—La última vez que lo comprobé —intervino Larry—, eran ustedes los que necesitaban que alguien hiciera el trabajo que no eran capaces de realizar por sí mismos. Cómo lo hacíamos no se suponía que fuera problema suyo.

—El trabajo aún está por hacer —espetó él—. Y ese sí es su problema.

Kate apretó la muñeca de su hermano con más fuerza, manteniéndole el brazo pegado al costado.

—Tiene suerte de que hayamos encontrado lo que hemos sacado hasta ahora —insistió Larry—. La tormenta del año pasado que descubrió el pecio desperdigó tanto como reveló.

—Y en cualquier momento otra tormenta puede taparlo todo de nuevo —asintió Holden—. Dadas las condiciones actuales, el Servicio Británico de Meteorología predice que en esta zona habrá una en un plazo de seis u ocho días.

—Pero la tormenta del año pasado —continuó Larry antes de cambiar de táctica—. Las probabilidades de dos grandes tormentas en el mismo sitio en un año…

—A la climatología, señor Donnelly, le importa un bledo su opinión. Si lanza una moneda al aire y obtiene cara diez veces seguidas, ¿qué probabilidades tiene de que salga cara en la undécima?

Holden observó a Larry hacer cálculos mentales. Y parecía costarle un gran esfuerzo. Quizás fuera debido a la fatiga que se reflejaba en sus ojos, o al olor a cerveza rancia que salía de su boca. Lo más probable era, sin embargo, que careciera de las habilidades matemáticas de su muy brillante, y mucho más joven, hermana.

—Las probabilidades son… —intervino Kate.

—La pregunta es para su hermano —interrumpió Holden.

—Menos del dos por ciento —anunció el hombre al fin.

Ella suspiró.

—Mal —sentenció Holden—. Las probabilidades son de un cincuenta por ciento. Al parecer tiene tan poca habilidad para los cálculos como para leer y comprender unos simples documentos. Actualmente, el departamento de antigüedades opina que el pecio H-37 encierra mucho más de lo que llevamos catalogado. Con la incipiente tormenta, tenemos poco tiempo para encontrar el tesoro y asegurarlo. Y eso, señor Donnelly, es un problema para ambos. ¿Nos ponemos a ello?

La firmeza con la que Kate sujetaba a su hermano le impidió contestar las primeras palabras que surgieron en su mente. La tripulación estaba pendiente de Holden. No lo apoyaban, pero reconocían que iba ganando.

—No hay ninguna garantía de éxito —intervino ella—. El contrato solo estipula que la Oficina de Reclamaciones Históricas, una rama del departamento de antigüedades, se queda con lo que saque Moon Rose Ltd., del fondo del mar. Sin un manifiesto o identificación positiva del casco, nadie sabe lo que puede haber ahí abajo, por tanto no se puede garantizar ningún valor.

A diferencia de la de su hermano, la actitud de Kate no era defensiva. Como hermana pequeña había aprendido bien que la mejor defensa era un buen ataque.

—¿Insinúa que el departamento de antigüedades debería contentarse con las balas de cañón y las baratijas que han sacado hasta ahora? —preguntó Holden—. Esta operación ha costado…

—Exactamente lo estipulado a la firma del contrato en concepto de honorarios iniciales —interrumpió ella—, que, por cierto es una cifra muy inferior a lo que les habría costado conseguir traer un equipo de rescate de objetos británico, suponiendo que tengan alguno disponible, y suponiendo también que hubieran conseguido ponerse en marcha antes de que termine la calma ecuatorial.

—Eso es —Larry rodeó los hombros de su hermana en un gesto que proclamaba a gritos, «¿Ves por qué te necesitábamos aquí?»—. Somos nosotros los que nos jugamos la vida ahí abajo, no ustedes. De modo que no venga aquí y empiece a arrojar mierda sobre todo lo que hemos hecho hasta ahora.

—En cualquier caso —añadió Kate—, hemos sacado casi cien lingotes de plata y algunas joyas, también de plata. Todo lo cual pueden fundir alegremente para engrosar las arcas de la Corona. No puede decirse que estén con las manos vacías.

—Aunque se decidiera que la plata no tiene ningún valor histórico, y se optara por fundirla —señaló el contable—, al precio actual de la plata, mis jefes están aún muy lejos de recuperar su inversión.

—Por eso se llama una «búsqueda», del tesoro — espetó Kate—. No hay garantía de éxito.

—Un punto para la hermosa dama —proclamó Holden, sonriendo a su pesar, antes de volverse hacia la tripulación—. Con esto podemos dar por concluidas las formalidades. Ahora mismo el tiempo es crucial. Regresen al trabajo. Si hace falta, ya hablaré individualmente sobre su trabajo de buceo.

La tripulación se movió con inquietud, aunque se apartó, aceptando la autoridad del recién llegado.