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La oportunidad de pasar una noche en brazos de Pierce Donellan era demasiado tentadora para cualquier mujer. Y Natalie no era una excepción. Estaba enamorada de Pierce desde los once años y no pudo rechazarlo cuando llamó a su puerta. Pero lo que no se había planteado eran las posibles consecuencias. Cuando se enteró de que estaba embarazada, Pierce insistió en que se casaran. Natalie adoraba a su futuro bebé, pero le dolía que aquello fuera lo único que la vinculara con Pierce. A pesar de todo, Pierce estaba dispuesto a conseguir que su matrimonio fuera un matrimonio de verdad.
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Seitenzahl: 166
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1997 Kate Walker
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio de amor, n.º 1156 - septiembre 2019
Título original: The Unexpected Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-416-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
NATALIE se disponía a salir de la casa, cuando el reloj del comedor dio y media. Se quedó paralizada, al darse cuenta de que habían pasado doce horas, exactamente, desde que había abierto aquella misma puerta la noche anterior. En solo medio día, su vida había cambiado. Ya nunca volvería a ser la misma.
Si hubiera ignorado el timbre, tal y como había pensado en un principio, aquella habría sido una mañana de lunes como tantas otras. Su cabeza habría estado centrada en lo que había de suceder en semanas sucesivas. La Navidad estaba muy cerca, tenía que preparar la función y todas las actividades que se harían en la escuela.
Pero el timbre volvió a sonar por segunda vez. Las luces estaban encendidas y ella sabía que se veían a través de la cocina. Eso le impedía fingir que no estaba en casa. Se levantó, no muy convencida, y se dirigió hacia la puerta.
–¿Sí? –preguntó ella en un tono impaciente nada más abrir. El viento helado le golpeó la cara y se estremeció, a pesar del jersey de lana que le cubría hasta debajo de la rodilla y de las mallas negras.
–¿Qué es lo qué…? –las palabras murieron antes de salir y se quedó boquiabierta. La luz iluminó al hombre que se apostaba en el vano de su puerta.
–Hola, Nat.
Natalie parpadeó varias veces, con el fin de convencerse de que realmente veía lo que veía.
–¿Pierce?
Fue lo único que pudo decir. Hacía diez años desde la primera vez que lo había visto y, ya entonces, Pierce Donellan la había dejado completamente sin respiración. Desde aquel día, nunca había logrado que sus constantes vitales funcionaran a un ritmo normal cuando él estaba cerca.
Todavía se quedaba sin habla al verlo. Aún incluso vestido de aquel modo, con unos vaqueros y una sudadera azul marino, con una cazadora de cuero negra, el pelo negro revuelto y mojado por la lluvia, resultaba tan guapo que la privaba de la capacidad de pensar coherentemente.
–¿No tienes nada que decir, Nat? –su voz, fingidamente fría, tenía en el fondo un tono burlón y bromista–. ¡Qué extraño! Tú que siempre tienes algo que decir y que te aseguras de que yo me entere de tu opinión.
–Me has sorprendido… Eras la última persona a la que pensaba encontrar aquí en mi puerta.
Lo que era absolutamente cierto. Hacía mucho que Natalie se había convencido de que Pierce Donellan no sería nunca parte de su vida. Además, las noticias que habían resonado como campanas por todo el pueblo hacía un mes, habían sido suficiente para acabar con todo resquicio de esperanza.
–¿A qué debo el honor de tu visita?
La sonrisa pícara de Pierce alteró directamente el corazón de Natalie. Después de haber pensado que lo había perdido para siempre, el verlo allí le provocó un extraño estado de felicidad incontrolable, por mucho que su cabeza la advirtiera del peligro de acabar malherida.
–¿Me creerías si te dijera que pasaba por aquí?
–No.
Sin saber muy bien cómo reaccionar, trató de endurecer su reblandecido corazón en vano. Una sola sonrisa más era suficiente para destrozar todos sus intentos de resistencia.
–Nadie, ni siquiera tú, puede estar en Holme Road de paso a ningún otro lugar, porque hay que tener muy claro que se quiere venir hasta aquí para poder llegar.
–De acuerdo, confieso que venía dispuesto a esconderme en casa de mi madre, pero me he dado cuenta de que si no está y la mujer de la limpieza está de vacaciones, no habrá nada en la nevera y la calefacción estará apagada. Así que he pensado que era un buen momento para visitar a una vieja amiga.
–¿Una vieja amiga? –preguntó ella con escepticismo y distancia. Pero la distancia se disipó en el instante mismo en que Pierce entró y se puso bajo la luz. Estaba pálido y completamente empapado. Tal vez, era solo el relejo de la luna sobre su rostro.
–¿No crees que decir eso es un poco exagerado? Lo único que nos une es que mi madre fue vuestra cocinera durante unos cuantos años y que, ocasionalmente, te dignabas a dirigirme la palabra.
¿Por qué el tiempo y la distancia no le habían dado la capacidad de ser un poco más objetiva? ¿Por qué no había sido capaz de apartarlo de su cabeza o, al menos, de sentirse un poco más segura de sí misma cuando hablaba con él?
Con cualquier otra persona, sabía comportarse como la profesional de veinticuatro años que era. Pero ante él, se quedaba sin armas, como la adolescente que era cuando se encontraron por primera vez.
–Y no se puede decir que te viera demasiado a menudo, ni siquiera cuando vivías en Ellerby. Eso era mucho pedir al señor del feudo.
–¡Sabes que no me gusta ese apelativo! –la interrumpió él de modo seco y cortante–. Si no soy bienvenido aquí, me lo dices y se acabó.
Se dio media vuelta, dispuesto a marcharse por donde había llegado, dispuesto a salir de su vida con la misma facilidad con la que había entrado. Su sentido común le decía que debía dejar que se fuera, pero su corazón lo contradecía. Hacía casi tres años desde la última vez que lo había visto. Si se marchaba, ¿volvería a verlo alguna vez en su vida?
–Bueno, ya que estás aquí, lo mínimo que puedo hacer es ofrecerte una taza de café –dijo ella, mientras abría la puerta y se apartaba para dejarle paso–. Entra antes de que te congeles.
Él no rechisto, simplemente entró y ella cerró la puerta. Al volverse, lo tenía justo detrás, tan cerca que se estaban rozando. En el confinado espacio del recibidor aquel hombre parecía gigantesco.
–Pasa al salón –le dijo ella, sin poder evitar que su voz sonara alterada–. La chimenea está encendida.
Nada más entrar, Natalie encendió la luz principal, pues la inquietaba estar en una habitación en penumbra y a solas con él.
Pero lo que descubrió cuando la luz inundó el lugar la sorprendió.
–¿Te encuentras bien?
Pierce no tenía buen aspecto. Los huesos de los pómulos se le marcaban en exceso y la tirantez de la piel dibujaba líneas en su boca y bajo sus ojos. La palidez que había notado en la puerta era real, no un engañoso efecto de la luna.
–Solo estoy cansado –se frotó los ojos.
Natalie notó un brillo febril en sus pupilas.
–La autopista estaba completamente atascada. Todo el mundo parece haber decidido regresar hoy.
–La gente espera hasta el último momento para regresar de vacaciones –comentó ella, amparándose en una conversación casual y sin implicaciones–. Querrán llegar a tiempo para la escuela, que empieza mañana.
–Claro. Se me había olvidado ese pequeño detalle –dijo él. Su mirada se fijó en la mesa llena de papeles–. ¡Lo siento! Estabas trabajando y te he interrumpido.
–No te preocupes, ya había terminado –mintió ella.
No sabía por qué, pero su instinto le decía que algo no iba bien. No se creía aquello de los viejos amigos.
–¿Quieres beber algo? ¿Un café?
–Prefiero algo un poco más fuerte.
–Lo único que tengo es jerez.
–Me vale.
Mientras le servía el jerez, Natalie se planteó si realmente el alcohol era lo mejor que le podía dar en aquel momento.
–¿Has comido? –esa era la pregunta que debía de haberle hecho desde el principio.
–No. No quería perder tiempo en parar para comer. Quería salir de Londres lo antes posible.
–¿Tanto así?
–Sí –respondió él–. He conducido por encima del limite de velocidad prácticamente todo el camino.
Aquel comentario ratificó su sospecha de que aquello era mucho más que una simple visita a casa. Natalie pensó en el Porche de Pierce. Se asomó a la ventana a ver dónde lo había aparcado y si estaba bien. Aquel barrio tenía, por desgracia, muchos amantes de los buenos coches ajenos.
–No te preocupes –le dijo él–. He aparcado a unas cuantas manzanas de aquí. Nadie sabrá que estoy en tu casa.
–No era eso lo que me preocupaba.
–¿No? –interrogó él con aquel tono peligroso que ella recordaba de antaño, de aquella lejana noche de su dieciocho cumpleaños, cuando se había roto cualquier posibilidad de que Pierce y ella llegaran a ser ni remotamente amigos–. Tú decías que eras tú la que podía perder su reputación.
Si su comentario anterior la había perturbado, este último había acabado por desconcertarla del todo. Se quedó boquiabierta, mientras sentía un flujo de rabia que se le concentraba en el estómago.
–¿Y qué me dices de ti? –respondió Natalie–. ¿No piensas que puede dañar tu reputación que te vean…?
–¿En la casa de una de mis vasallas?
El modo en que dijo la expresión asustó a Natalie, que retrocedió instintivamente. Solo había visto a Pierce así una vez antes y la había asustado.
–Al contrario, mi querida Natalie. Creo que si la gente se enterara, mi reputación mejoraría.
Su tono se había transformado. Esta vez, era sensual y seductor, capaz de hipnotizarla y embrujarla.
–¿Qué me dices del derecho del señor?
Natalie recordó de inmediato las palabras que ella misma le había dicho mucho tiempo atrás, como consecuencia de la ira y el enfado del momento. Su reacción había sido entonces la misma que estaba siendo en aquel momento: una sonrisa plena, pero fría y distante.
–Después de todo, Ellerby sigue siendo un pueblo medieval en muchas de sus actitudes. ¿No crees que como señor del feudo estoy en mi derecho de disfrutar de las doncellas del lugar?
–Pierce… –Natalie trató de impedir que continuara, pero él la ignoró.
Lentamente, como un tigre amenazador que se dispone a atacar a su presa, se aproximó a ella, alzó la mano y rozó levemente su mejilla. Ella se estremeció.
–Si es que puedo encontrar alguna doncella en este lugar –continuó el, como si ella no hubiera dicho nada–. Son una verdadera rareza hoy en día. La mayoría de las mujeres son tan atrevidas, están tan seguras de sí mismas… Pero tú no, Nat –deslizó el dedo por sus labios en una sugerente y seductora caricia–. Esos ojos grandes y ese rostro inocente hablan por ti. Eres muy diferente.
De pronto, él frunció el ceño y su mirada se intensificó. A pesar de que ni siquiera la estaba tocando, ella se sentía atrapada, sujeta por una fuerza intangible, como un conejo cegado por las luces de un coche.
Y, al igual que ese pequeño roedor, era consciente del peligro que entrañaba permanecer inmóvil ante aquella situación. Tenía que hacer algo para parar aquella amenaza.
A pesar de todo, a pesar de que su cabeza reconocía lo que estaba sucediendo y le decía a gritos lo que debía hacer, sus piernas se negaban a responder, se negaban a seguir un impulso tan básico como el de la necesidad de huir. No podía moverse.
–Lo único que no me gusta es cómo te peinas últimamente –murmuró Pierce–. Demasiado controlado. Te hace parecer una especie de institutriz.
–Es que soy una especie de institutriz. Soy profesora de colegio, ¿recuerdas?
–No a esta hora de la noche. En estos momentos, ya no estás trabajando.
Antes de que Natalie se diera cuenta de cuál era su intención inmediata, Él ya había deslizado su mano hacia su pelo y le estaba quitando las horquillas que se lo sujetaban. Su larga cabellera negra cayó como una cascada sobre sus hombros, y él dibujó una sonrisa sensual y satisfecha.
–Así estás mucho mejor –le aseguró. Lentamente, introdujo los dedos entre las hebras de su pelo y descendió hasta las puntas, mientras murmuraba su nombre.
–Ahora sí que eres absolutamente irresistible… De hecho…
–¡No! –exclamó Natalie, temerosa de lo que pudiera venir después. La amarga ironía de la situación fue como un cuchillo envenenado que amenazara con clavarse en su estómago. Años atrás o, incluso, meses atrás, habría agradecido las cosas que le estaba diciendo, o lo que ella pensaba que quería decir. Pero las circunstancias habían cambiado. Estaba comprometido con otra mujer y aquellos cumplidos debían de ser para ella.
–Pierce… –dijo ella, tratando de poner fin a sus insinuaciones–. No puedes decirme cosas así, cuando no las piensas.
–¿Y por qué sabes que no las pienso? ¿Es que tienes algún tipo de poder telepático que te permite entrar en mi mente?
El leve movimiento de cabeza que Pierce hizo fue suficiente para recordarle a Natalie la única vez en su vida en que él la había besado. La imagen se apareció como un detonador y puso en movimiento un mecanismo que se había quedado paralizado.
–¿Qué pensará tu prometida de todo esto?
Trató de hacer que su voz sonara fría y distante, pero la reacción de él le provocó sentimientos encontrados. La mirada de Pierce hablaba por sí misma.
–Supongo que debería darte mi enhorabuena.
Por el gesto de Pierce, se dio cuenta de que su comentario había tenido el efecto deseado.
–Se me había olvidado lo rápido que se extienden los cotilleos en el pueblo.
–Así que es verdad.
–Sí, es verdad –dijo Pierce en un tono extrañamente neutro–. Le pedí el matrimonio a Phillippa hace un par de meses y me dijo que sí de inmediato.
No le extrañaba que así hubiera sido. Sintió el ácido sabor de los celos que le subía desde la boca del estómago. Ninguna mujer con sangre en las venas podría despreciar la propuesta de un hombre como Pierce Donella, aun sin el atractivo añadido de una fortuna heredada, que él había sido capaz de doblar en diez años, con una compañía de software.
–¿Qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás con ella?
¿Por qué había tenido que reaparecer en su vida?
–Las cosas son así. Ella está en un crucero por el Mediterráneo.
–¿Un crucero?
Resultaba extraño que una mujer recién comprometida hiciera algo así sola. Si Pierce le hubiese pedido a ella que se casara con él, no se habría separado de su lado a menos que hubiera sido absolutamente necesario.
–Todo estaba programado antes de nuestro compromiso. Le había prometido a su prima que iría con ella.
Por su tono de voz intuyó que algo andaba mal. No había aparecido por allí solo por casualidad.
–Pierce, ¿por qué has venido hasta aquí esta noche?
Se encogió de hombros.
–Para ver a una vieja amiga y charlar.
–¿Charlar sobre qué?
La expresión de sus ojos la preocupó.
–Dime, ¿qué quieres exactamente? –insistió ella.
Pierce consideró la pregunta durante unos segundos. Y, por fin, alzó la mirada con decisión.
–He venido a hablar de Phillippa –dijo con voz desgarrada–. Sobre mi prometida o, mejor dicho, mi ex-prometida. Me ha dejado.
TE HA dejado?
Natalie no podía creer lo que estaba oyendo. Seguro que no había entendido bien.
–Phillippa… ¿ella? No lo entiendo.
–Mi prometida ha roto conmigo. Más claro: no se quiere casar conmigo –insistió él con exagerada paciencia.
–Sí, entiendo lo que me estás diciendo, pero no entiendo el porqué.
¿Cómo podía alguien abandonar a Pierce?
–Ha encontrado a otra persona –la amargura de su declaración le dolió a Natalie–. Alguien que ha conocido en el crucero.
–¡Oh, Pierce!
De modo instintivo, se encaminó hacia él, pero se detuvo en seco al notar su tensión y su nerviosismo.
–¿Quieres un café? –le ofreció de inmediato.
–Sí –dijo él.
Natalie se alegró de tener algo que hacer fuera del salón. Se dirigió a la cocina, donde pudo ocultar su pesar por la actitud de él.
La realidad era que él no quería su compasión ni su preocupación por él. Si le hubiera dado una bofetada en la cara no se lo habría hecho saber ni más clara ni más dolorosamente. Pero no podía dejarlo así…
Se volvió hacia la puerta y allí estaba él, en el vano, recostado en la jamba.
–Te ha debido de doler mucho.
Le resultaba fácil imaginarse cómo se sentía él, con solo pensar en cómo se sintió ella cuando recibió la noticia del compromiso. A pesar de haber tenido siempre la certeza de que algún día habría de ocurrir, eso no había servido para apaciguar el dolor de su corazón.
–Mi ego ha sufrido mucho, eso te lo aseguro –dijo él con una risa histriónica–. Y mi orgullo.
–¿Quieres hablar de ello? –Natalie estaba preparando la cafetera mientras hablaba–. A lo mejor te ayuda.
–No –respondió él con dureza–. No quiero hablar de Phillippa, ni de sus razones, ni de lo que yo siento. Prefiero que hablemos de ti.
–¿De mí? –Natalie dejó sobre la mesa la taza que acababa de sacar del armario. Golpeó la encimera, sorprendida por la propuesta–. No creo que haya nada que te pueda interesar de mí.
–Siento decirte que yo difiero de esa opinión –dijo Pierce–. No eres para nada como yo te recordaba. Has cambiado mucho.
–Supongo que eso es normal, puesto que hace tres años que nos vimos por última vez. Habría sido realmente extraño que no hubiera cambiado en algo. He crecido, Pierce. Ya no soy una niña.
–Está claro que no –dijo él–. Pero va mucho más allá.
–¿Quieres decir que ya no soy la pequeña feúcha que solía andar por las cocinas de tu mansión?
–Te aseguro que nadie podría describirte como feúcha. Has florecido –dijo él–. Y eso que no te haces ningún favor a ti misma peinándote de ese modo, como si fueras una solterona.
–Es que soy una solterona, Pierce.
De pronto, Natalie se paró a considerar el significado de lo que le estaba diciendo y la implicación que tenía todo aquello para ella.
Años atrás, habría dado cualquier cosa por obtener una sola palabra de aprobación de él. Pero las cosas habían cambiado y, cuando parecía dispuesto a dar mucho más de lo que era habitual en él, de pronto, ella no sabía cómo recibir todo aquello.
Primero le había dicho que quería hablar de su fallido compromiso y acto seguido había negado aquello, para asegurarle que quería hablar de ella.
–Supongo que, técnicamente, al no estar casada, se te puede atribuir el término. Pero realmente, no respondes al retrato. Has cambiado mucho en la universidad.
–Soy una chica chapada a la antigua.
Pierce soltó una carcajada.
–No me creo que no tuvieras una larga fila de pretendientes haciendo cola.