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No podía recordar su matrimonio… pero a él lo encontraba irresistible. Arrastrada por el mar a la costa de una lujosa isla privada italiana, Ally no recordaba nada más que su nombre. Angelo Ricci, el hombre que la salvó, era un misterio, aunque insistiera en que era su exmarido. Atrapada en la isla, Ally pronto descubrió lo atraída que se sentía por Angelo. Era evidente que el divorcio no había sido amigable, pero eso no impedía que él le dedicara miradas abrasadoras. Cuando finalmente Ally cayó en la tentación de pasar una noche en brazos de su olvidado marido, la experiencia fue más reveladora para ambos de lo que jamás hubieran podido soñar.
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Annie West
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Matrimonio olvidado, n.º 2942 - julio 2022
Título original: One Night with Her Forgotten Husband
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-003-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ANGELO salió al exterior al oír un grito y vio a Enzo, el jardinero, inclinado sobre la balaustrada de la terraza inferior del jardín, mirando al mar.
Enzo se giró y, al ver a Angelo, agitó una mano gritando:
–¡Un cuerpo!
Angelo pensó que Enzo estaba equivocado, pues estaba a punto de operarse de cataratas. Pero Enzo repitió:
–¡Hay un cuerpo en la playa!
Angelo bajó corriendo, diciéndose que debía tratarse de un turista despistado que había elegido aquella isla paradisíaca para tomar el sol, aunque, dadas las condiciones meteorológicas y el anuncio de una tormenta inminente, fuera una decisión arriesgada.
Tenía que ser un extranjero que desconocía que la cala era privada. La gente del entorno respetaba la propiedad de Angelo Ricci y su privacidad.
Angelo se paró en seco al llegar junto a su jardinero y miró hacia abajo. Una mujer yacía boca abajo en un extremo de la playa.
Angelo contuvo el aliento mientras registraba cada detalle. Era evidente que no estaba tomando el sol. La parte inferior de su cuerpo estaba en el agua. El movimiento de las olas sacudía la holgada camiseta que llevaba puesta. La mujer yacía completamente inmóvil y su cabeza y su brazo se apoyaban en una roca. Incluso desde aquella distancia, podía apreciarse que la mano colgaba inerte.
–¡Llama al médico!
Angelo saltó la balaustrada, cayó de cuclillas junto a la escalera que conducía a la playa y la bajó a toda velocidad, consciente de que cada segundo podía suponer, literalmente, toda una vida para la mujer. Sentía la adrenalina recorrerlo como en otras ocasiones. La última, mientras escalaba en los Dolomitas y su compañero y él habían tenido que rescatar a una pareja de novatos. Uno de ellos se había roto varios huesos en una caída; el otro se había quedado paralizado por el miedo. El descenso había sido complicado, pero habían conseguido salvarlos.
Sus pies tocaron la arena y ese recuerdo se borró mientras avanzaba hacia la mujer. No tenía por qué estar muerta. Siempre cabía la posibilidad de que…
Angelo se dejó caer de rodillas mientras observaba atentamente a la mujer y el entorno. No había ninguna huella; ningún rastro de que alguien más hubiera estado allí.
La parte superior de la camiseta y el cabello también estaban mojados, así que debía haberse arrastrado o salido del agua por sí misma antes de desmayarse.
Le rodeó la muñeca, buscando el pulso. Aunque débil, era perceptible.
Angelo sintió un enorme alivio al comprobar que estaba viva y, por lo que podía ver, no parecía haber sufrido ninguna herida de gravedad.
Miró alrededor. No había manchas de sangre ni en la roca ni en la arena. No vio ningún daño en piernas o brazos. Algunas pecas en los brazos y la palidez de la piel confirmaron que debía ser una turista. En el sur de Italia, el tono de piel era más oscuro.
¿Convendría moverla? No podía estar seguro de que no se hubiera golpeado la espalda o la cabeza contra la roca. Era preferible esperar al médico.
Alzó la mirada hacia el mar, que empezaba a encabritarse. El continente estaba cerca, pero no lo bastante como para pensar en nadar desde allí. No se veía ningún barco, aunque Angelo recordó entonces que no hacía mucho, había oído un fueraborda. Pero, si era así, ¿dónde estaba en aquel momento?
No había tiempo para especulaciones, Se inclinó sobre ella y le retiró unos mechones de cabello de la cara.
La mujer no se movió.
Le retiró otro mechón y vio las largas pestañas que rozaban sus mejillas.
Angelo se echó hacia atrás bruscamente con el corazón acelerado. Frunció el ceño. No podía dejarse llevar por la imaginación. Tenía que ocuparse de una mujer herida y averiguar si tenía lesiones de gravedad.
Tomó el resto de la melena y lo retiró delicadamente de su rostro.
Casi lo dejó caer de nuevo cuando vio lo que había debajo. No había sangre, sino algo casi peor.
Deslizó la mirada por la curva del pómulo, la línea de la nariz, los voluptuosos labios… Le tembló la mano.
Era imposible que fuera ella y, sin embargo, tenía que serlo. Reconocería aquel perfil en cualquier parte.
Recordaba estar inclinado sobre ella en su cama, observando una sonrisa felina de satisfacción en aquellos deliciosos labios.
Angelo parpadeó para ahuyentar ese recuerdo
Entonces se fijó en unas pecas que salpicaban su rostro y frunció el ceño. Eran nuevas. También sus cejas parecían distintas. Seguían formando un perfecto arco, pero su aspecto era más natural.
Angelo retiró suavemente el cabello tras la oreja, dejando el rostro descubierto. Luego retiró la mano como si le hubiera picado una víbora.
«Claro que está cambiada. Han pasado cinco años».
Sin embargo, en lugar de parecer mayor, parecía más joven.
Angelo resopló con sorna. Ella había dedicado una fortuna a su aspecto. Según decía, se lo exigía su trabajo, pero él sabía que también la motivaba la vanidad. Para ella envejecer era una ofensa personal.
Nada de eso explicaba qué estaba haciendo allí.
Angelo entornó los ojos al ver una mancha en su mano. ¿Era sangre?
Volvió a inclinarse sobre ella. Si no se equivocaba, había una mancha oscura en el cabello mojado. Cuando fue a palparla, ella batió los párpados.
Angelo se quedó inmóvil sin saber si lo había imaginado, pero volvió a percibir un leve movimiento.
Una arruga se formó en la frente de ella al tiempo que fruncía la nariz y Angelo pensó que resultaba un gesto encantador en aquel rostro inocente.
¿Inocente? Los labios de Angelo se crisparon con amargura.
Aquella mujer no podía ser descrita así. Era una oportunista, obsesionada consigo misma, manipuladora. Y, por encima de todo, era una mentirosa
De hecho, Angelo se preguntó cuál podía haber sido el «accidente» que la había arrastrado «precisamente» a su playa privada. ¿No era demasiada coincidencia?
Angelo Ricci era muchas cosas, pero ingenuo no era una de ellas. Solo lo había sido una vez y había pagado un alto precio. Desde entonces, no había vuelto a confiar en nadie.
De ser otra mujer, la habría creído. Pero tratándose de ella llegó a plantearse si la sangre sería verdadera.
Ella frunció más el rostro en una mueca de dolor. O de aparente dolor.
Tal vez no estaba herida. Quizá solo fingía.
Pero ¿para qué? Era imposible que creyera que él pudiera olvidar lo que había sucedido entre ellos.
Sus pestañas volvieron a temblar y dejó escapar un gemido suave pero sentido que, aun a su pesar, hizo que Angelo se sintiera culpable. Quizá sí estaba verdaderamente herida.
Vio que ella tragaba y se pasaba la lengua por los labios, y se sentó en la roca de manera que lo viera cuando abriera los ojos.
Los abrió súbitamente.
Él solo veía la mitad de su rostro, pero no había confusión posible. Solo conocía una mujer con ojos color lavanda, una increíble mezcla de azul y morado.
Ella no pareció verlo hasta que él se movió. Pero ni siquiera cuando fijó sus ojos en él, mostró la menor sorpresa.
–Hola, Alexa –dijo él con voz ronca.
Ella parpadeó y tras mirarlo inexpresiva, cerró los ojos.
Angelo sintió temor. No quería tenerla allí, pero la idea de que muriera en su casa, bajo su cuidado, era otra cosa.
–¡Alexa!
Ella frunció el ceño en un gesto de dolor.
¿Porque esperaba una bienvenida más cálida o porque realmente sentía dolor? Quizá tenía una herida en la cabeza. Pero también podía estar fingiendo. Ambas cosas eran posibles.
–Alexa. Háblame.
A pesar de sus dudas, Angelo se preocupó. No sabía si no moverla por temor a hacerle un daño mayor o si llevarla a su casa.
Ella movió los labios.
–Alexa, no –para oírla, Angelo tuvo que acercar el oído a sus labios–. Ally.
¿Se había cambiado de nombre? Ally podía ser una forma abreviada de Alexa.
Sin embargo, la mujer que él había conocido odiaba que no la llamaran por su nombre completo. Era más que un nombre: era la marca que promovía obsesivamente.
Angelo oyó un grito y vio un grupo de gente aproximarse. Llegaba la ayuda médica.
El médico haría lo que fuera necesario. Pronto sabría si las lesiones eran reales.
Tenía la boca llena de algodón que sabía rancio. Pero las arcadas que le producía no eran nada comparado con el dolor que sentía por todo el cuerpo y cuyo origen no era capaz de determinar.
Pasó una eternidad, sabiendo que estaba despierta, pero incapaz de reunir la fuerza necesaria para abrir los ojos.
El dolor fue haciéndose más definido. Lo sentía en los hombros y los brazos. Sentía las piernas y el cuerpo como si le hubieran dado una paliza. Pero lo peor era la cabeza…
Le pareció oír ruido. Algo moviéndose. ¿O era su propio pulso? No, alguien se movía cerca.
Aun sabiendo que se arrepentiría, abrió los ojos. Una punzada de dolor insoportable la atravesó y los cerró de nuevo.
Alguien habló. Un hombre con una voz cálida y amable. Pero no entendió lo que decía.
Volvió a decir algo y le asió la mano para tomarle el pulso.
Estaba herida. Quizá en el hospital. Volvió a oír la voz y frunció el ceño. Algo no encajaba,
–Bene, bene. Sei sveglia.
Frunció el ceño y se arrepintió al instante al volver a sentir un agudo dolor.
–¿Es-estoy en el hospital? –preguntó. Cada sílaba fue una tortura.
–No –dijo una voz con acento–. Está en casa del señor Ricci. Él la rescató de la playa.
Ella digirió la información, palabra a palabra.
Había estado en una playa. Estaba herida. Alguien la había llevado hasta allí.
–Gracias –dijo con un hilo de voz.
–¿Puede abrir los ojos?
No estaba segura de poder soportar más dolor, pero se dijo que no podía permanecer indefinidamente en la oscuridad. Abrió los ojos una ranura y siseó al sentir el golpe de la luz. Al cabo de unos segundos, se le hizo soportable.
Percibió un movimiento y enfocó el rostro de un hombre maduro de mirada amable.
–Bene. Bene.
Aunque le resultaba familiar, no conseguía entenderlo.
–¿Qué-qué…? –tragó saliva–. ¿Qué dice?
El hombre sonrió.
–Que está muy bien.
Ella dejó escapar una risa seca que le produjo un dolor agudo.
–No quiero imaginar… –dijo con un hilo de voz–, qué sería estar mal.
–Está a salvo –dijo él en tono tranquilizador–. Van a cuidar de usted. Pero primero he de examinarla.
La siguiente vez que abrió los ojos estaba sola. La cabeza le dolía un poco menos. Cerró los ojos para evaluar cómo se sentía. Algo perturbador resonaba en los límites de su conciencia, pero no podía concentrarse en ello. Tendría que esperar a sentirse más fuerte.
Oía un sonido constante que identificó como el viento golpeando las paredes. Algunas ráfagas eran muy violentas. Y si el tiempo era tan malo, se dijo que tendría que salir y comprobar…
Pero no consiguió dar forma a ese pensamiento.
Frunció el ceño. ¿Qué era lo que tenía que hacer? ¿Por qué era tan urgente? Algo de lo que ella era responsable.
Lo que fuera, tendría que esperar. No podía recordar los detalles ni se sentía con fuerzas para incorporarse.
Intentó levantar una mano, pero le pesaba como si fuera de plomo.
«Al menos se mueve y no está rota».
Instintivamente, movió la otra mano y los pies, lo justo para comprobar que obedecían la orden de su cerebro.
Recordó haber oído decir al médico que no había indicios de lesión en la columna vertebral.
Pensar en el rostro y las palabras amables del médico le hizo sentirse mejor. Giró la cabeza sobre la almohada y suspiró.
Para ser una cama de hospital era extremadamente cómoda. Alargó la mano hacia el lado; luego, un pie. Era una cama doble.
¿Qué le había dicho? Algo sobre una playa; que la habían llevado a una casa. Debía de seguir en ella. No quería ser una molestia. Tendría que organizarse para volver a su casa.
Volvió a tener la sensación de que algo no iba bien y la asaltó la ansiedad.
–Así que estás despierta.
Aquella voz era distinta. Era profunda y grave, densa como dulce de leche. Casi podía percibir su sabor a caramelo.
Lentamente, abrió los ojos lo que pudo.
Junto a la cama, había un hombre de pie, alto y de cabello oscuro. Con vaqueros y anchos hombros; aunque llevaba un polo holgado, por debajo podía intuirse una musculatura poderosa.
Por un instante se preguntó si no estaba soñando. Aquel hombre era… espectacular. Y no solo por su cuerpo y un rostro de facciones marcadas que solo podía describirse como escultórico, sino por el magnetismo que irradiaba
El corazón le dio un salto. Algo en él le resultaba familiar.
Quizá lo había visto en una valla publicitaria. No le costaba imaginarlo como modelo de un producto extremadamente masculino y ridículamente caro.
Él enarcó una ceja, interrumpiendo sus elucubraciones.
–Sí –dijo ella con la voz rota. Y se humedeció los labios–. Estoy despierta. Aunque confiaba en que esto… –indicó la cama–, fuera un sueño.
El hombre la observaba de brazos cruzados. Finalmente, dijo:
–Desafortunadamente, no es un sueño.
El tono que usó fue tan áspero que lo sintió como papel de lija sobre la piel. La mirada que le dirigía era también severa.
–¿Eres médico?
El hombre apretó los labios y las aletas de la nariz se le dilataron como si estuviera irritado. ¿Por qué?
La recorrió la ansiedad y aunque él no se movió, se sintió súbitamente vulnerable.
La sensación fue tan fuerte que, apretando los dientes, se giró levemente sobre el costado para impulsarse con una mano e incorporarse. El dolor fue insoportable y se movió con torpeza, pero consiguió apoyarse contra la cabecera, temblando por el esfuerzo.
Cuando volvió a mirar al hombre, había descruzado los brazos, pero apretaba los puños. Un músculo palpitaba en su mandíbula. Parecía estar dominando su ira. Pero ¿por qué? ¿Qué había hecho ella para provocarlo?
De haber podido levantarse, lo habría hecho, pero apenas sentía las piernas y no quería acabar en el suelo.
–¿Quién eres? –musitó.
Él resopló con una mezcla de incredulidad y desdén.
–¿Eso es todo lo que se te ocurre?
Ella sacudió la cabeza, pero la paró al sentir un dolor atravesarle el cráneo. Cerró los ojos y respiró, confiando en que remitiera.
Cuando volvió a abrirlos, él se había aproximado y fruncía el ceño.
–Te he preguntado quién eres –repitió ella.
La voz le salió estridente, teñida de miedo. ¿Lo habría percibido él? Tal vez sí, porque metió las manos en los bolsillos y retrocedió.
–Sabes perfectamente quién soy. No puedo perder el tiempo con tus juegos.
–¿Crees que estoy jugando? –preguntó ella, llevándose una mano a la cabeza.
La mirada del hombre se deslizó desde su rostro hasta su hombro y algo de lo que percibió hizo que ella bajara la vista.
Llevaba una camisa de algodón abotonada, con las mangas dobladas hasta los codos. No era suya, como era evidente por lo grande que le quedaba. Un lado se había deslizado y le dejaba el hombro desnudo.
Por un segundo la asaltó el pánico. ¿Dónde estaba su ropa?
Se cubrió el hombro con una mano temblorosa.
–Le aseguro, señor cómo-se-llame, que esto no es un juego.
–Estoy de acuerdo. No tiene nada de divertido, así que dejémonos de fingimientos. Dime qué estás haciendo aquí.
–Me encontraron herida en la playa.
Aunque no lo recordara, era lo que le había dicho el médico.
Le pasó un fogonazo por la mente, pero, una vez más, al intentar atraparlo, se perdió en la niebla de su mente.
–¿Cómo diste a parar justo en esta playa? –preguntó él en aquel irritante tono.
–No… –ella hizo una pausa, intentando dominar la extraña ansiedad que la embargaba–. ¿Qué playa? ¿Dónde me encontraron?
Y dónde estaba en aquel momento. ¿Por qué no entendía nada? La peculiar vaguedad de sus pensamientos adquirió una naturaleza siniestra.
Él mencionó una palabra en una lengua extranjera que le resultó completamente desconocida… Aunque no del todo.
–¿Isola? ¿Significa «isla»?
El hombre aplaudió lentamente con deliberado sarcasmo
–Brava. Qué gran interpretación, pero no lo bastante convincente. Recuerda que te conozco.
Ella habría querido decirle que ni pretendía convencerlo ni le importaba lo que pensara, pero tenía preocupaciones mayores. Finalmente, su cerebro se activó y entendió las implicaciones de lo que hasta entonces era solo una vaga inquietud.
Su incomodidad física no era nada comparada con la terrible realidad que le ocupó el cerebro.
–¿Me conoces?
Él puso los ojos en blanco.
–Ahórrate la actuación. Claro que sí.
Ella se cerró la camisa al cuello al tiempo que combatía el pánico que crecía en su interior.
–Entonces vas a tener que decirme quién soy, porque yo no recuerdo nada.
ANGELO observó a la mujer que tenía ante sí con una irritación rayana en la furia.
A pesar de que sabía por experiencia que tramaba algo, no pudo evitar pensar en lo frágil que parecía aunque ya no estuviera tan pálida como cuando la había encontrado.
Sus increíbles ojos estaban rodeados de ojeras y las pecas que salpicaban su nariz y sus mejillas le daban una apariencia de ingenuidad, como si la mujer sofisticada que él conocía se hubiera convertido en una chica inocente de campo.
Angelo tuvo que reprimir una risa amarga.
El cabello, más oscuro de lo que solía llevarlo, estaba enmarañado con una naturalidad sexy. La mujer que él recordaba jamás habría presentado un aspecto que no fuera inmaculado.
Rosetta le había dado una de las camisas de él, que le quedaba enorme y dejaba atisbar partes de su cuerpo cuando se movía, lo que había hecho que sintiera un fuego instantáneo en el vientre.
Eso era lo más desconcertante. Una vez había descubierto su verdadera naturaleza, había pasado a ser completamente inmune a su atractivo sexual.
–Qué conveniente que no recuerdes nada –dijo con desdén.
Si había estado dispuesta a aparecer después de tanto tiempo, debía de estar desesperada por intentar volver a engañarlo. Si era así, había elegido al hombre equivocado. Él ya no era tan crédulo como cinco años atrás.
–La verdad es que es muy inconveniente –replicó ella airada.
Su enfado sorprendió a Angelo.
Alexa siempre había sabido que la mejor estrategia era resultar encantadora. Él solo había descubierto más tarde que otras personas, como su ama de llaves, Rosetta, solían ser objeto de su comportamiento dictatorial. Con él, en cambio, había sido dócil y abnegada.
Vio que Alexa fruncía los labios como si contuviera el llanto y, a pesar de su cinismo, su instintivo sentido protector despertó. Había cuidado de su madre y de su hermana desde que era adulto. Era considerado un hombre «honesto», amable con los animales, los niños y aquellos en peores circunstancias que él. Ver a alguien angustiado, especialmente a una mujer, lo perturbaba.
Pero Alexa era una excepción.
–No uses esa treta. Si quieres caballerosidad, búscala en otra parte.
–Solo pido un mínimo de cortesía –dijo ella con la voz quebrada–. ¿Por qué no me dices tu nombre y dónde estamos?
Angelo se encogió de hombros.
–No tengo ni tiempo ni energía para tus juegos, Alexa.
–¿Alexa? –ella frunció el ceño y repitió el nombre como si no le sonara–. Alexa.
Su expresión de desconcierto fue tan convincente que Angelo dudó por primera vez. Pero solo un segundo.
Cuando conoció a Alex era una modelo de cierto éxito y con aspiraciones a ser actriz. El papel que había interpretado para él había sido convincente, y había requerido de una súbita revelación para descubrirla. Era evidente que había perfeccionado sus habilidades, puesto que el hombre que mejor la conocía había estado a punto de creerla.
Dio media vuelta.
–No tengo tiempo para esto.
–¡Espera!
Los ojos lavanda de Alexa lo atraparon y, a su pesar, Angelo se dulcificó. Había percibido miedo en su voz y, observándola, se dio cuenta de que tenía la respiración agitada.
–¿Alexa qué?
¿Hasta cuándo pensaba seguir con aquella farsa?
–Alexa Barrett –dijo, preguntándose qué pretendía conseguir fingiendo no saberlo.
Ella movió los labios, repitiendo el nombre en silencio.
–Y estamos en Italia –dijo en alto en tono de perplejidad.
–En el sur de Italia –apuntó él, sintiendo curiosidad por ver cuál sería su siguiente movimiento.
–El médico –ella lo miró, pero desvió la mirada al instante–. ¿Vendrá pronto?
Angelo la observó para intentar adivinar sus intenciones, pero solo vio su postura alicaída y la tensión con la que seguía cerrándose la camisa. De nuevo, tuvo que dominar su reacción refleja ante una mujer angustiada.
–Vendrá cuando pueda. Hace un tiempo espantoso y tenía que atender una emergencia. Ha prometido volver hoy mismo.